Unidad 1 • El estructuralismo, el post-estructuralismo y la producción de la cultura EL ESTRUCTURALISMO, EL PRODUCCION DE LA CULTURA POST-ESTRUCTURALISMO Y LA Anthony Giddens El estructuralismo y el post-estructuralismo son tradiciones de pensamiento muertas. A pesar de la promesa que contenían en la flor de su juventud, en último término no han conseguido producir la revolución de la comprensión filosófica y de la teoría social a la que en otro tiempo se obligaron. En esta discusión no trataré tanto escribir su esquela como de indicar qué partes de su legado intelectual pueden ser aún aprovechables. Pues aunque no transformaron nuestro universo intelectual del modo en que a menudo se pretendió, llamaron nuestra atención sobre problemas de considerable y perdurable importancia. Como se sabe, muchos dudan de que haya existido nunca un cuerpo de pensamiento lo suficientemente coherente como para ser denominado «estructuralismo», y no digamos post-estructuralismo», nombre todavía más vago (vid. Runciman: 1970). Después de todo, la mayor parte de las figuras destacadas que suelen encuadrarse bajo estas etiquetas han negado que tuviera algún sentido aplicar estos términos a sus propios intentos. Saussure, a quien suele considerarse el fundador de la lingüística estructuralista, apenas emplea siquiera el término «estructura» en su propia obra (Saussure: 1974). Hubo una época en la que Lévy-Strauss promovió activamente la causa de la «antropología estructural» y, más en general, del «estructuralismo», pero a lo largo de la última parte de su carrera se ha hecho más prudente al caracterizar su enfoque de esta forma. Quizá Barthes estuviera fuertemente influido en sus primeros escritos por Lévy-Strauss, pero más tarde se alejó bastante de él. Foucault, La-can, Althusser y Derrida divergen radicalmente tanto de las ideas principales de Saussure y Lévy-Strauss como entre sí. Parece que falta casi por completo la homogeneidad precisa para hablar de una tradición de pensamiento definida. Pero a pesar de su diversidad, existe cierto número de temas que afloran en las obras de todos estos autores. Además, a excepción de Saussure, todos son franceses y han estado situados en una red de influencias y contactos mutuos. Al usar en lo que sigue los términos «estructuralismo» y .post-estructuralismo», considero que Saussure y Lévy-Strauss pertenecen a la primera categoría, y los demás a la segunda. Es sabido que la de «post-estructuralismo» es una categoría considerablemente laxa que se aplica a un grupo de autores quienes, si bien rechazan ciertas ideas características del pensamiento estructuralista anterior, al mismo tiempo adoptan algunas de ellas en su propia obra. Por tanto, aunque traten estos temas de formas diferentes, las que siguen pueden considerarse características distintivas y persistentes del estructuralismo y del post-estructuralismo: la tesis de que la lingüística —o más exactamente, ciertos aspectos de de-terminadas versiones de la lingüística— tiene una importancia clave para la filosofía y la ciencia social en su conjunto; su insistencia en la naturaleza relacional de las totalidades, ligada a la tesis del carácter arbitrario del signo, y relacionada con su énfasis en la primacía de los significantes sobre lo significado; el descentramiento del sujeto; una peculiar preocupación por la naturaleza de la escritura, y por consiguiente por los materiales textuales; y su interés en el carácter de la temporalidad como componente constitutivo de la naturaleza de objetos y sucesos. No hay uno solo de estos temas que no toque problemas de importancia para la teoría social actual. Del mismo modo, sin embargo, tampoco puede afirmarse que sean aceptables los puntos de vista de los escritores arriba citados sobre ninguno de dichos temas. Problemas lingüísticos Es sabido que, en su origen, el estructuralismo fue tanto un movimiento dentro del ámbito lingüístico como un intento de demostrar la importancia de los conceptos y métodos de la lingüística para una amplia variedad de problemas de las disciplinas humanísticas y de las ciencias sociales. La distinción de Saussure entre langue y parole puede considerarse con justicia la idea clave de la lingüística estructuralista. Con esta distinción, el estudio de la «lengua» se aparta de la esfera de lo contingente y contextual. En tanto que forma estructural global, la lengua se separa de los múltiples usos a los que pueden aplicarse los actos de habla particulares. La parole es lo que Saussure denomina «aspecto ejecutivo del lenguaje», mientras que la langue es «un sistema de signos en el que lo único esencial es la unión de significados e imágenes acústicas» (Saussure: 1974). La lengua es por tanto un sistema idealizado, deducido de los usos particulares del habla pero independiente de estos. Los contenidos acústicos reales del lenguaje son, en cierto modo, irrelevantes para el análisis de la langue, pues se trata de estudiar las relaciones formales entre sonidos, o signos escritos, no su propia sustancia. Aunque en Saussure persisten un cierto mentalismo y una cierta dependencia de la psicología, en principio la lingüística se desliga claramente del resto de las disciplinas que se ocupan del estudio de la actividad humana. También la fonemática se diferencia con claridad de la fonética, que tiene una importancia relativamente marginal respecto al núcleo central del análisis lingüístico. Existe una inconsistencia en el corazón de la concepción saussuriana de la langue. Por una parte, se considera que la langue es en último término un fenómeno psicológico, organizado en función de propiedades mentales. Por otra —como indicaría la aparente influencia de Durkheim en Saussure— la lengua es un producto colectivo, un sistema de representaciones sociales. Como los críticos han señalado, si la lengua es esencialmente una realidad psicológica, los signos no son arbitrarios. Como las relaciones que constituyen la lengua estarían estructuradas en función de características mentales, tendrían una determinada forma regida por procesos mentales. Por tanto, si la lengua se considera una realidad mental, el signo no puede de ninguna manera ser arbitrario, y su significado no puede en modo alguno definirse por sus relaciones con los elementos sin-crónicos de la lengua (Clarke: 1981, p. 123). Hablando en un sentido amplio, la mayoría de las formas de lingüística estructuralista han optado por la versión «psicológica» de la langue más que por la versión «social». Adoptando este enfoque, Chomsky pudo efectuar una fusión de las ideas tomadas de la lingüística europea con el «estructuralismo conductista» de Bloomfield, Harris y otros lingüistas estadounidenses. Bloomfield y Harris trataron de separar por completo la lingüística de cualquier otro tipo de mentalismo o psicología (Bloomfield: 1957; Harris: 1951). Para ellos, el objetivo de la lingüística consiste en analizar el lenguaje, hasta donde sea posible, exclusivamente como secuencias de sonidos regulares. No debe centrarse la atención en las relaciones interpretativas de los hablantes con el uso del lenguaje. Si bien en un primer momento este punto de vista parece sustancialmente distinto de la lingüística saussuriana, y si bien es cierto que sus defensores más conspicuos rechazaban la diferenciación entre langue y parole, no cabe duda de que existen ciertas afinidades subyacentes que Chomsky consiguió poner de manifiesto. Redefiniendo la distinción entre langue y parole como distinción entre competencia y actuación, y apartándose radicalmente del conductismo de Bloomfield y Harris, Chomsky pudo reconstruir un elaborado modelo de lingüística formal sobre una base mentalista. Dada la diferenciación que se establece entre competencia y actuación, la lingüística chomskiana concede necesariamente una importancia central a la sintaxis (vid., por ejemplo, Chomsky: 1968). Su objetivo no es explicar todos los actos lingüísticos de los hablantes de una determinada comunidad lingüística, sino únicamente las estructuras sintácticas de un hablante ideal de dicha lengua. La teoría de Chomsky reintroduce la interpretación, pues la definición de la corrección lingüística depende de lo que los hablantes consideren aceptable. También otorga una cierta prioridad a los componentes creativos del lenguaje, en el sentido de que el hablante competente puede generar un corpus indefinido de frases sintácticamente aceptables. Es posible mantener que la distinción entre competencia y actuación es en algunos aspectos superior a la diferenciación entre langue y parole, pues Chomsky al menos presenta un modelo de agente lingüístico. Como Chomsky señala criticando a Saussure, este último consideraba la langue, fundamentalmente, como un depósito de «elementos semejantes a palabras» y «frases hechas», al que oponía el carácter más flexible de la parole. Se carece de una explicación del «término mediador» entre langue y parole. Según Chomsky, es en el agente donde se produce lo que él considera la «creatividad gobernada por normas» del lenguaje como sistema (Chomsky: 1964, p. 23). La gramática transformativa de Chomsky es uno de los enfoques influidos por algunas ideas centrales de Saussure; otro es la lingüística de la escuela de Praga que, a través de Jakobson, fue la corriente que más influyó sobre Lévy-Strauss. En un sentido amplio cabe afirmar que el grupo de Praga sigue la concepción «social» de la langue más que la concepción «psicológica». Mientras que la lingüística de Chomsky se centra en la competencia del hablante individual, la lingüística de la escuela de Praga se concentra fundamentalmente en el lenguaje como medio de comunicación. Por tal motivo, la semántica no se separa completamente de la sintaxis, y se considera que la naturaleza de la langue expresa relaciones de significado. Como afirma Trubetzkoy, la lingüística debería investigar «cuáles son las diferencias fonéticas que se encuentran vinculadas, en el lenguaje que consideramos, a diferencias de significado, cómo se relacionan unos con otros estos elementos diferenciadores o rasgos distintivos, y de acuerdo con qué normas se combinan para formar palabras y frases» (Trubetzkoy: 1969, p. 12). Podría parecer que la insistencia sobre el significado y sobre el uso del lenguaje en tanto que medio de comunicación comprometería el carácter autónomo de la lingüística tal como fuera definido por Saussure (y Chomsky). Pues en tal caso sería preciso analizar el lenguaje en las instituciones de la vida social. Y, en efecto, los lingüistas de Praga rechazaron la distinción inflexible entre langue y parole establecida por Saussure, así como la división entre sincronía y diacronía, relacionada con dicha distinción. No obstante, el grupo de Praga tendía a centrar su trabajo en la fonología, donde puede estudiarse el sistema acústico de un len-guaje sin atender a las connotaciones externas del significado. En particular, en la obra temprana de Jakobson se sostenía la idea de que era posible lograr una «revolución fonológica» (la expresión es e Lévy-Strauss) analizando los fonemas en función de las oposiciones que son los rasgos constituyentes del lenguaje en su conjunto. Aunque la justificación de esta idea era de índole metodológica y no epistemológica, el resultado fue que la lingüística volvió al estudio de las estructuras internas de la langue (Jakobson: 1971). Lévy-Strauss y Barthes han reconocido en diversas ocasiones que el principio básico del estructuralismo consiste en la aplicación de procedimientos lingüísticos en otras áreas de análisis. Lévy-Strauss considera que la lingüística estructural proporciona modos de análisis aplicables en otros ámbitos e indica claves esenciales de la naturaleza de la mente humana. En Las estructuras elementales compara explícitamente sus objetivos con los de la lingüística fonológica, y añade que los lingüistas y los científicos sociales «no solamente aplican los mismos métodos, sino que estudian el mismo objeto» (1969a, p. 493). Pues la lingüística estructural nos permite distinguir lo que Lévy-Strauss más tarde consideraría «realidades fundamenta-les y objetivas consistentes en sistemas de relaciones producto de procesos de pensamiento inconscientes» (Lévy-Strauss: 1968, p. 58). Como señala Culler, pensar que la lingüística posee una importancia central para el estructuralismo generalmente conlleva varias implicaciones. En primer lugar, la lingüística parece proporcionar un rigor, que falta en las ciencias sociales y en el resto de las disciplinas humanísticas. En segundo lugar, la lingüística ofrece cierto número de conceptos básicos que parecen susceptibles de una aplicación mucho más amplia que la que tenían en su entorno original —en particular, tal vez, langue y parole, pero también distinciones relacionadas con esta, corno las distinciones entre lo sintagmático y lo paradigmático, significante y significado, la idea de la naturaleza arbitraria del signo lingüístico, etc. En tercer lugar, la lingüística parece proporcionar una serie de líneas maestras para la formulación de programas semióticos. Esta idea fue esbozada por Saussure y desarrollada con cierto detalle por Jakobson y otros. Por razón de las relaciones entre la lingüística estructuralista y el estructuralismo en general, a menudo se afirma que el estructuralismo participó en el «giro lingüístico» general característico de la filosofía v teoría social modernas. Sin embargo, por motivos que ahora indicaré, esta es una conclusión especiosa. Por un lado, hoy parece evidente que las esperanzas de que la lingüística proporcionara procedimientos generales susceptibles de una aplicación muy amplia estaban fuera de lugar. Por otro, el «giro lingüístico», al me-nos en sus formas más valiosas, no implica una extensión de las ideas tomadas del estudio del lenguaje a otros aspectos de la actividad humana, sino que explora la intersección entre el lenguaje y la constitución de las praxis sociales. Se trata aquí, pues, de una crítica de la lingüística estructural como enfoque del análisis del propio len-guaje, y de una valoración crítica de la importación de nociones tomadas de esta versión de la lingüística a otras áreas de la explicación del comportamiento humano. Es bien sabido que se han hecho numerosas críticas de la concepción saussuriana de la lingüística —o, al menos, de la versión de esta lingüística que ha llegado hasta nosotros por intermedio de sus discípulos—, incluidas las que tan convincentemente ha expuesto Chomsky. No hay razón alguna para repetirlas aquí en detalle. Lo más importante, con vistas a las Líneas de argumentación que desarrollaremos más adelante en esta discusión, son las deficiencias que muestran prácticamente todas las formas de lingüística estructural, incluyendo la de Chomsky. Estas se refieren fundamentalmente al aislamiento del lenguaje (o de ciertos rasgos que se consideran fundamentales para la estructura y propiedades del lenguaje) del entorno social del uso lingüístico. Por tanto, aunque Chomsky reconoce, e incluso subraya, las facultades creativas de los seres humanos, esta creatividad se atribuye a características de la mente humana, no a agentes conscientes que realizan sus actividades cotidianas en el con-texto de instituciones sociales. Como señala un observador, «la capacidad creativa del sujeto ha de descartarse tan pronto como se ha reconocido y atribuido a un mecanismo inscrito en la constitución biológica de la mente» (Clarke: 1980, p. 171). Aunque en muchos aspectos es la forma de lingüística estructural más desarrollada y elaborada, la teoría del lenguaje de Chomsky se ha mostrado esencialmente deficiente respecto a la comprensión de rasgos del lenguaje bastante elementales. Estos defectos no se refieren tanto a lo insatisfactorio de la división entre sintaxis y semántica como a la identificación de los rasgos esenciales de la competencia lingüística. En opinión de Chomsky, el hablante ideal puede captar inconscientemente las reglas que hacen posible la producción y comprensión de algunas o todas las frases gramaticales de un lenguaje. Sin embargo, este no es un modelo de competencia apropiado. Quien en cualquier contexto dado pronunciara una frase cualquiera, por más que esta fuera sintácticamente correcta, sería sin duda considerado anormal. La competencia lingüística no consiste solo en dominar sintáctica-mente las frases, sino también en dominar las circunstancias en las que son apropiados determinados tipos de frases. En palabras de Hymes: «la competencia adquirida se refiere a cuándo hay que hablar y cuándo no, así como de qué hablar con quién, cuándo, dónde y de qué manera» (Hymes: 1972, p. 277). En otras palabras, el dominio del Ienguaje es inseparable del dominio de la variedad de contextos en los que se usa el lenguaje. Las obras de autores tan diferentes como Wittgenstein y Garfinkel nos han hecho conscientes de las implicaciones que esto conlleva para la comprensión de la naturaleza del lenguaje y la captación del carácter de la vida social. Conocer un lenguaje supone, ciertamente, conocer sus reglas sintácticas pero, y esto es igualmente importante, conocer un lenguaje es adquirir una serie de instrumentos metodológicos que se aplican tanto a la construcción de frases como a la constitución y reconstitución de la vida social en los contextos cotidianos de la actividad social (Giddens: 1984, cap. 1). No quiere esto decir que conocer un lenguaje suponga conocer una forma de vida o, más bien, una multiplicidad de formas de vida que se entretejen: conocer una forma de vida significa poder desplegar ciertas estrategias metodológicas en conexión con cualidades indéxicas de los contextos en los que se llevan a cabo las prácticas sociales. En esta concepción del lenguaje la lingüística no tiene el grado de autosuficiencia que Saussure, la escuela de Praga, Chomsky y otros pretendían, ni tampoco tiene mucho sentido sostener, como ha afirmado en ocasiones Lévy-Strauss, que la vida social es «como un lenguaje». La lingüística no puede ofrecer un modelo para el análisis de la agencia [agency] social o de las instituciones sociales, pues en un aspecto básico la lingüística solo puede explicarse mediante estas. El «giro lingüístico» puede interpretarse como un distanciamiento de la lingüística concebida como una disciplina independiente, un giro hacia el examen de la coordinación mutua entre lenguaje y Praxis. La naturaleza relacional de las totalidades En la doctrina de Saussure el carácter relacional de la langue está estrechamente ligado a la tesis del carácter arbitrario del signo y a su insistencia en la importancia de los significantes en comparación con la más tradicional preocupación por los significados. A menudo se ha señalado que la diferenciación entre langue y parole de Saussure, que atribuía prioridad a la primera respecto a la segunda, refleja la afirmación de Durkheim de que las cualidades de las totalidades sociales son más que la suma de sus partes. Pero es muy probable que esta afirmación sea errónea, y subestima la sutileza con que Saussure caracteriza la forma sistemática de la langue. Al explicar la langue como sistema de diferencias, Saussure reformula la naturaleza de lo que constituye la «totalidad» y de lo que son sus «partes», indicando que lo uno se define únicamente en función de lo otro. Decir que el lenguaje es un sistema sin términos positivos, es decir, que está formado mediante las diferencias entre sonidos o signos escritos cuya existencia se reconoce, muestra que las «partes» sólo lo son en virtud de las mismas características que componen el «todo». Esta idea es fundamental en la medida en que demuestra que la totalidad lingüística no «existe» en los contextos del uso del lenguaje. La totalidad no está «presente» en las ejemplificaciones que son vestigios de ella. Es fácil definir el nexo entre esta concepción y la noción del carácter arbitrario del signo. La afirmación de la naturaleza arbitraria del signo lingüístico puede interpretarse como una crítica a las teorías objetivas del significado y a las teorías de la referencia ostensiva. Pero esta crítica no se deriva del tipo de demostración que Wittgenstein, Quine y otros filósofos posteriores hicieron de la imposibilidad de que el uso de unidades léxicas «corresponda» a objetos o sucesos del mundo. La crítica de Saussure se basa enteramente en la idea de la constitución de la langue mediante la diferencia. Como una palabra deriva su significado únicamente de las diferencias que se establecen entre ella y otras palabras, las palabras no pueden «significar» sus objetos. El lenguaje es forma, no sustancia, y solo puede generar significado mediante el juego de diferencias internas. Por tanto, esto ocurre tanto en el caso de la relación entre las palabras —o frases— y los estados mentales que puedan acompañarlas como en el caso de la relación entre las palabras y los objetos y sucesos externos. Puede parecer que el énfasis en la constitución de la totalidad mediante diferencias nos aleja de los significantes en vez de conducirnos hacia ellos; pues lo que importa no es lo que se emplee para significar, sino únicamente las diferencias que crean la «ordenación espacial» [spacing] de los significantes. Sin embargo, los puntos de vista de Saussure tienden a centrar el interés en las propiedades de los significantes, debido a que se rechaza la existencia de una entidad «subyacente» al lenguaje que explica su carácter (aparte de la vaga suposición de algún tipo de cualidades mentales innatas). Aunque carezca de importancia qué sustancia constituye realmente los significantes, no podría existir ningún tipo de significado sin las diferencias que crean los sonidos, los signos escritos u otros elementos distintivos materiales. De aquí que en la formulación saussuriana el programa de la. semiótica no sea un mero accesorio de la lingüística, sino que es, necesariamente, coextensivo con el estudio de la propia langue. El carácter relacional de las totalidades, la naturaleza arbitraria de los signos y la noción de diferencia son conceptos presentes en el conjunto de las perspectivas estructuralistas y post-estructuralistas. Al mismo tiempo, son el origen de las divergencias principales entre los autores estructuralistas y sus sucesores postestructuralistas. Jakobson y Lévy-Strauss ofrecen dos casos claros de la utilización de la idea saussuriana del carácter relacional de las totalidades. Para el primero, el estructuralismo se define en función del estudio de fenómenos «considerados no como aglomeraciones mecánicas, sino como un todo estructural» (Jakobson: 1971, p. 711). Lévy-Strauss es todavía más enfático al afirmar: «el auténtico estructuralismo trata... por encima de todo de captar las cualidades intrínsecas de determinados tipos de orden. Estas propiedades no expresan nada que sea externo a ellas» (Lévy-Strauss: 1971, pp. 561-2). Sin embargo, las críticas del propio Jakobson a Saussure evidencian que el principio de identificación de relaciones mediante la diferencia es independiente de la afirmación de que la langue es un todo clara-mente definible. Es extremadamente difícil trazar los límites de la «totalidad» que constituye la langue de Saussure, o de la «totalidad» que constituye el corpus lingüístico conocido por el hablante competente de Chomsky. Por consiguiente, puede afirmarse que más importante que el principio de establecer la coherencia de la totalidad es el esfuerzo por examinar la naturaleza de la propia diferencia. Jakobson inició en la lingüística estos esfuerzos al intentar centrarse en las propiedades estructurantes básicas de los códigos más que en los parámetros de los mismos códigos. La filosofía de Derrida radicaliza esto mucho más. Su rechazo de la «metafísica de la presencia» deriva directamente de su trata-miento de la idea de diferencia como elemento constitutivo, no solo de los modos de significación, sino de la existencia en general (Derrida: 1976; 1978). Derrida no tratará de buscar propiedades mentales universales, ni hará ningún intento de construir una filosofía sistemática. En su discusión de Lévy-Strauss y del estructuralismo en las ciencias sociales, Derrida subraya la irrealizabilidad del pro-grama de Lévy-Strauss, irrealizabilidad que deduce de contradicciones supuestamente implícitas en los propios textos de Lévy-Strauss. El estudio de culturas orales emprendido por Lévy-Strauss es él mismo, paradójicamente, una forma de «logocentrismo» occidental. La crítica de la metafísica de la presencia de Derrida deriva más o menos directamente del estudio de las implicaciones de la idea de diferencia tal como la formuló Saussure por vez primera, idea con-trastada con las nociones de negación contenidas en la obra de Hegel, Freud y otros. Gracias a su distinción entre langue y parole Saussure pudo tratar la idea de diferencia como relacionada con un «sistema virtual» extratemporal. La transmutación de la versión saussuriana de diferencia en la différance de Derrida se lleva a cabo introduciendo el elemento temporal. Diferir de algo es también diferir algo. Si esto es así, pregunta Derrida, ¿cómo puede algo, como las formas de significación, considerarse presencia? Los escritos de Saussure ya contenían la noción de «totalidad ausente» que es el lenguaje. Sin embargo, en esta idea de totalidad queda todavía, en opinión de Derrida, una persistente nostalgia por la presencia. Toda significación opera a través de huellas: huellas mnémicas en el cerebro, el desvanecerse de los sonidos una vez pronunciados, los trazos que deja la escritura. La inversión derridiana de la prioridad que suele otorgarse al lenguaje hablado con respecto a la escritura manifiesta una intensa preocupación por los significantes a expensas de lo significado. También deriva, en cierto modo, de una crítica inmanente a Saussure. El habla, sostiene Derrida, parece representar un momento en el que la forma y el significado se encuentran simultáneamente presentes. Sin embargo, una vez que hemos visto, como demuestra el propio Saussure, que esto no puede ser así, nos vemos llevados a cuestionar el supuesto de que el habla es la forma más elemental del lenguaje. Cuando me oigo hablar parece como si las palabras expresadas fueran simplemente vehículo de mis pensamientos, como si la conciencia se revistiera con el lenguaje y encontrara expresión a través de este. Se considera que el acceso a los contenidos íntimos de la conciencia es la base real de los significados inherentes al lenguaje, algo que la escritura sólo puede esperar reaprender indirectamente. Sin embargo, en momentos cruciales de sus argumentos sobre la estructuración del lenguaje mediante la diferencia, Saussure abandona las unidades acústicas en favor de ejemplos tomados de la escritura. Así, por ejemplo, Saussure señala que cualquier letra del alfabeto puede escribirse de diferentes formas; lo que importa es que sea distinta de todas las demás letras que podrían confundirse potencialmente con ella. La escritura aparece como la mejor ilustración de la diferencia. Los rasgos de ausencia y carácter diferido implicados en la naturaleza de los textos escritos indican las condiciones de significación en general. El habla «personaliza» el lenguaje vinculándolo con los pensamientos del hablante. De hecho, el lenguaje es esencialmente anónimo, nunca constituye la propiedad de hablantes individuales, y su forma depende de sus propiedades recurrentes. Como es natural, Derrida no intenta con esto conceder la primacía a la genuina escritura frente a los casos de habla, lo que carecería de sentido, aunque no sea más que por la razón de que la escritura es, históricamente, un desarrollo relativamente reciente en comparación con el predominio de las culturas orales. Más bien se trata de que el lenguaje es una «proto-escritura» (archi- écriture), un proceso de ordenación temporal y repetición de fenómenos significantes. La protoescritura, afirma Derrida, «es invocada por el tema de la arbitrariedad del signo y por el tema de la diferencia», pero «nunca se reconocerá como el objeto de la ciencia». Es decir, no será el objeto de investigación de cierto tipo de lingüística no logocéntrica. La noción del carácter arbitrario del signo lingüístico es responsable no sólo de algunos de los puntos fuertes, sino también de las persistentes debilidades presentes a lo largo de las tradiciones de pensamiento estructuralistas y post-estructuralistas. Tal como fue formulada por Saussure, la doctrina del carácter arbitrario del signo tiene ella misma cierto aspecto arbitrario. El término «arbitrario» no es una denominación particularmente feliz para el fenómeno en cuestión. Como el propio Saussure reconocía plenamente, no cabe duda de que las convenciones implicadas en el uso del lenguaje no son arbitrarias en el sentido de que quien emplea el lenguaje sea libre de elegir entre las realizaciones que prefiera. Por el contrario, el uso aceptado tiene una gran fuerza vinculante. Pero importa que la tesis de la naturaleza arbitraria del signo es, en último término, oscura, especialmente en tanto que se refiere a la naturaleza del significado más que a la naturaleza del significante. Si Saussure únicamente pretendía afirmar que las palabras tienen tan solo un nexo convencional con los objetos que designemos o a los que nos refiramos al emplearlas, esto es obvio hasta el extremo de resultar trivial. Si —como muchas veces parece ser el caso en la tesis de Saussure— por «naturaleza arbitraria del signo» entendemos que el lenguaje está constituido mediante la diferencia, es cierto que esto tiene implicaciones relativas a la naturaleza del significado, pero estas implicaciones no se desarrollan: la naturaleza de los significados se deja en gran medida sin explicar. Es evidente que Saussure pretendía afirmar que el significado de una palabra no es el objeto al cual puede referirse la palabra; sin embargo, como no analiza en ninguna parte la naturaleza de la referencia, esta afirmación queda, en lo esencial, sin elucidar filosóficamente. El resultado es la confusión señalada por Benveniste. Como observa este autor: Incluso aunque Saussure dijera que la idea de «hermana» no tiene relación con el significante s-ö-r [soeur], él pensaba, nada menos, en la realidad de la noción. Cuando hablaba de la diferencia entre b-ö-f [boeuf] y o-k-s [ox, buey], se estaba refiriendo, a pesar de sí mismo, al hecho de que estos dos términos se aplican a la misma realidad. Por consiguiente, la cosa, expresa-mente excluida en un principio de la definición de signo, se desliza ahora en esa definición dando un rodeo. (Benveniste: 1971, p. 44). Los escritos de Saussure propiciaron una «retirada al código» que desde entonces ha sido característica de los autores estructuralistas y post-estructuralistas. Es decir, el descubrimiento de que los elementos constitutivos de la langue solo tenían identidad mediante su diferenciación en el conjunto del sistema sirve para apartar al len-guaje de cualquier tipo de nexo referencial que pueda tener con el mundo objetivo. Ni el pensamiento estructuralista ni el post-estructuralista han conseguido generar una explicación de la referencia, y seguramente no es una casualidad que estas tradiciones de pensamiento hayan concentrado tanto su atención en la organización in-terna de los textos, en los que el juego de los significantes puede ser analizado como un asunto interno (vid. Giddens: 1979, capítulos 1 y ss.). Es importante observar que, si bien los énfasis saussurianos potenciaron la «retirada al código», las modificaciones y adaptaciones que introdujeron en ellos autores posteriores impidieron que esta «retirada» se argumentara filosóficamente. Se derivó de la asimilación de la doctrina de la naturaleza arbitraria del signo y de la del papel desempeñado por la diferencia. En ciertos aspectos, los escritos de Derrida son el producto más elaborado de la transición del estructuralismo al post-estructuralismo. Aunque las obras de Derrida parecen en un primer contacto bastante extrañas a una mentalidad anglosajona, existen ciertas afinidades bastante estrechas entre estas y las concepciones expresadas por el último Wittgenstein. El rechazo de la «metafísica de la presencia» por parte de Derrida no es en modo alguno enteramente ajeno ni en sus objetivos ni en sus métodos al intento de Wittgenstein por acabar con las aspiraciones de la metafísica en sus Philosophical Investigations (1953). Para ambos autores, los objetivos de la metafísica no pueden ser simplemente reexaminados o puestos al día; tienen que ser «deconstruidos» más que «reconstruidos», porque se basan en premisas erróneas. Ambos sugieren que esto se debe a una aprehensión equivocada de la naturaleza de la realidad. No existen esencias aprehensibles mediante formulaciones lingüísticas apropia-das. Wittgenstein sostiene, con igual firmeza que Derrida, que ni las palabras ni las frases implican ningún tipo de imágenes mentales correspondientes que les confieran significado, como tampoco los objetos o sucesos del mundo externo a los que las palabras pueden referirse. Aunque no cabe duda de que Wittgenstein rechazaría la ambiciosa extensión del concepto de escritura de Derrida, se mostraría de acuerdo con este autor en que el lenguaje no puede interpretarse en función de los significados subjetivos de los agentes individuales. El rechazo por parte de Wittgenstein del argumento del «lenguaje privado» no es, obviamente, una analogía inmediata de la adopción de la idea de escritura de Derrida, pero en ambos casos el lenguaje es necesariamente un producto «anónimo» y que por tanto, en un sentido importante, «carece de sujeto». Es discutible, como mínimo, que Wittgenstein hubiera tenido en gran estima la idea de diferencia. Sin embargo, en su elaboración del concepto de juegos de lenguaje la «ordenación espacial» de proposiciones y actividades tiene, evidentemente, una importancia central. Se insiste en el carácter recursivo y relacional del lenguaje. Sin embargo, -parece indiscutible que las líneas maestras del desarrollo de la filosofía de Wittgenstein son más defendibles que las del post-estructuralismo. Más que defender una «retirada al código», Wittgenstein trata de entender el carácter relacional de la significación en el contexto de las praxis sociales. Su decidida preocupación por el lenguaje ordinario tiende a inhibir la atención prestada a la poesía, el arte o la literatura. Pero no parece que existan barreras lógicas claras que impidan extender las ideas de Wittgenstein a estos dominios, y la explicación del lenguaje y del significado que puede generarse de la filosofía de Wittgenstein (o al menos de ciertos conceptos básicos contenidos en ella) es más elaborada que las ofrecidas por el estructuralismo y el postestructuralismo (extremo que desarrollaré más adelante). Lo insatisfactorio de la tesis de la arbitrariedad del signo, tal como se difundió entre las tradiciones estructuralistas y post-estructuralistas, ha empobrecido radicalmente las explicaciones del significado que han propuesto estas tradiciones. La preocupación por los significantes a expensas de los significados es, en gran parte, un énfasis impuesto por esta circunstancia. Para Wittgenstein, el significado de las unidades léxicas se encuentra en la integración de len-guaje y praxis dentro del complejo de juegos de lenguaje implicados en las formas de vida. Aunque. es cierto que esta concepción, tal como fue formulada por el propio Wittgenstein, deja a un lado ciertos aspectos fundamentales del- significado —en particular, el problema de en qué sentido la comprensión del significado implica (si es que efectivamente implica) una captación de las condiciones de verdad de ciertas clases de aserciones—, sin duda es una perspectiva de considerable fertilidad. El descentramiento del sujeto Aunque la expresión «descentramiento del sujeto» ha llegado a asociarse al estructuralismo y al post-estructuralismo de modo peculiar, las ideas relacionadas con ella derivan de muchas fuentes. Como los propios autores estructuralistas y postestructuralistas gustan de señalar, el psicoanálisis ya había mostrado que el yo no era el dueño en su propia casa, y que sus características solo se revelan dando un rodeo a través del inconsciente. Aunque esta no era la interpretación de Sartre, puede considerarse que los escritos de Heidegger desde Ser y tiempo en adelante afirman la primacía del ser sobre la conciencia (Heidegger: 1978). Además, existe una nexo bastante claro entre Freud, Heidegger y Nietzsche. En efecto, los escritos de todos estos autores suelen figurar de forma prominente en la obra de los autores relacionados con el post-estructuralismo. Dicho esto, es evidente que podemos distinguir los orígenes del concepto de «sujeto descentrado» en Saussure. De acuerdo con Saussure, el lenguaje es un sistema de signos, constituido por diferencias, con una relación arbitraria con los objetos. Si esto se refiere a los objetos del mundo externo, debe también referirse a las características del productor del lenguaje, el hablante. Igual que el significado de «árbol» no es el objeto árbol, tampoco los términos que se refieren a la subjetividad humana, y muy en particular el «yo» del sujeto pensante o del sujeto agente, pueden ser estados de conciencia de aquel sujeto. Como cualquier otro término de un lenguaje, «yo» solo se constituye como tal signo en virtud de sus diferencias respecto a «tú», «nosotros», «ellos», etc. Como el «yo» solo tiene sentido en virtud de que es un elemento de una totalidad «anónima», no tiene sentido atribuirle ningún privilegio filosófico distintivo. En Saussure esta idea no se desarrolla directamente; además, las propias concepciones de Saussure son algo confusas, debido a la persistencia de un cierto mentalismo en sus escritos. Por tanto, quedó para otros la tarea de desarrollar lo que Saussure dejaba implícito, y estos no dudaron en llevarla a término: probablemente no haya tema alguno que aparezca de forma más persistente en la literatura estructuralista y post-estructuralista. Lévy-Strauss ha escrito menos explícitamente acerca del descentramiento del sujeto que la mayoría de sus sucesores. Sin embargo, en ciertos aspectos sus escritos han sido la mediación principal entre Saussure y las críticas al «humanismo» de la filosofía post-estructuralista. Refiriéndose a su análisis de los mitos, Lévy-Strauss observa en una frase célebre que no pretende mostrar «cómo piensan los hombres en los mitos, sino cómo los mitos actúan en la mente de los hombres sin que estos sean conscientes de ello»; o, en otra ocasión, «los mitos significan la mente que los desarrolla empleando el mundo del cual ella misma forma parte» (Lévy-Strauss: 1969b, pp. 12, 341). No hay un «yo pienso» en esta caracterización de la mente humana. Las categorías inconscientes de la mente son el telón de fondo constitutivo frente al que existen los sentimientos de mismidad [selfhood]. La conciencia se hace posible por medio de estructuras mentales a las que no tiene acceso directo. El descentramiento del sujeto surge bajo diversos aspectos en la literatura postestructuralista. En la discusión de Foucault del principio y el fin de la «edad del hombre» es sobre todo un conjunto de observaciones históricas sobré el desarrollo de la filosofía occidental y de la cultura occidental en su totalidad. En Barthes, una serie de afirmaciones sobre la naturaleza de los autores en relación a sus textos. En Lacan forma parte de un intento de reelaborar los conceptos principales del psicoanálisis, prestando, naturalmente, una especial atención a la idea de que lo inconsciente ejemplifica ciertas características del lenguaje. Todos ellos comparten una clara actitud crítica hacia el cartesianismo y hacia toda filosofía (como ciertas versiones de la fenomenología) que trate la conciencia como un dato sobre el que puede establecerse el fundamento de las pretensiones de conocimiento. El «pienso, luego existo» se descalifica por varias razones. El «yo» no es inmediatamente accesible para sí mismo, puesto que deriva su identidad de su inserción en un sistema de significaciones. El «yo» no es la expresión de un cierto núcleo de mismidad continua que constituye su base. El «ser» sugerido en el «existo» no se da mediante la facultad del sujeto para usar el concepto «yo». Se considera que lo que Lacan llama «el discurso del Otro» es el origen tanto de la facultad del sujeto para emplear el «yo» como de la afirmación de existencia del «yo existo». Como observa Lacan: «el Otro es, por consiguiente, el lugar en el que se constituye el "yo" que habla con el "él" que escucha, eso que es dicho por el que es ya la réplica, decidiendo el otro escucharlo haya hablado o no» (Lacan: 1977, p. 453). Todos estos autores concuerdan en la irrelevancia del autor para la interpretación de los textos. El escritor no es una presencia que de algún modo hay que descubrir tras el texto. Igual que la preeminencia atribuida al autor es una expresión histórica del individualismo de la Edad del Hombre, el «yo» del autor es una forma gramatical más que un agente de carne y hueso. Como el texto se organiza en función del juego interno de significantes, aquello que quien o quienes lo originaron trataron de poner en él es más o menos irrelevante para nuestra comprensión del texto. Los autores se encuentran en todos los lugares de sus textos, y por tanto en ninguno: como señala Barthes, «un texto es... un espacio multidimensional en el que se fundan y chocan diversas escrituras, ninguna de las cuales es original» (Barthes: 1977, p. 146). Tampoco es esta, naturalmente, una conclusión enteramente peculiar al estructuralismo o post-estructuralismo. La concepción de la «autonomía» de los textos a la que llega Gadamer, quien se basa principalmente en Heidegger, es en muchos aspectos claramente comparable con la que se alcanzó en las tradiciones de pensamiento francesas (Gadamer: 1975). En ninguno de ambos casos se piensa que el autor tiene ningún tipo de relación privilegiada con su texto. Por consiguiente, el análisis de los textos y la crítica literaria han de romper decididamente con las concepciones «intencionalistas». El del descentramiento del sujeto es, sin duda, un tema a considerar seriamente por cualquiera que tenga interés por la filosofía o la teoría social modernas. Pero si bien probablemente ha de aceptarse la perspectiva básica, la elaboración concreta de este tema en el estructuralismo y en el post-estructuralismo es deficiente. Rechazar la idea de que la conciencia —sea la conciencia de sí o el registro sensorial del mundo externo— puede ofrecer una fundamentación al conocimiento,, significa participar en una de las principales transiciones de la filosofía moderna. Aquellas formas de filosofía (y por tanto los tipos de análisis social basados en ellas) que presuman un acceso inmediato a la conciencia están por el momento enteramente desacreditadas. Como la mayoría de las escuelas de pensamiento filosófico, y sobre todo la fenomenología, han estado estrechamente relacionadas con estos puntos de vista, es inevitable que el rechazo de dichos puntos de vista también comprometa a estas escuelas. Pero los desarrollos estructuralistas y post-estructuralistas de la idea del descentramiento del sujeto están, de modo inevitable, estrechamente ligados a concepciones del lenguaje y del inconsciente relacionadas con la lingüística estructuralista y su influencia. El rodeo preciso para recuperar el «yo» no solo discurre en gran medida, a través del lenguaje, sino que, además, también está filtrado a través de una particular teoría del lenguaje. Si consideramos el lenguaje en tanto que situado en el contexto de las prácticas sociales, y rechazamos la distinción estructuralista y post-estructuralista entre lo consciente y lo inconsciente, alcanzamos una concepción diferente del sujeto humano: la de dicho sujeto en cuanto agente. Este es otro de los temas sobre los que volveré más adelante. La escritura y el texto Comparando a Wittgenstein con Derrida, es interesante considerar por qué el último concede tan fundamental prioridad al tema de la escritura, mientras que en el primero apenas se da la preocupación por el significado de la escritura. La preocupación de Derrida por la escritura está estrechamente ligada con su rechazo de la metafísica de la presencia. En palabras de Derrida: Ningún elemento puede funcionar como signo sin estar en relación con otro elemento que no está simplemente presente. Este nexo significa que todo «elemento» —fonema o grafema— se constituye con referencia al trazo que dejan en él los restantes elementos de la secuencia... Nada, ni en los elementos ni en el sistema, está jamás presente o ausente sin más. (Derrida: 1981, p. 92) Por tanto, en opinión de Derrida es erróneo suponer que la escritura es un modo particular de dar expresión al habla. La escritura —en el sentido ampliado que Derrida le atribuye— expresa con más claridad que el habla la naturaleza relacional de la significación en cuanto constituida en el espacio y en el tiempo. Podríamos referirnos, Hablando con mayor exactitud, a la «ordenación temporal y espacial» [timing and spacing] de la significación, más que a su «ocurrencia» en un contexto dado. Existen similitudes con lo que Wittgenstein diría en este punto con respecto a la «deconstrucción» de las cuestiones metafísicas relativas al tiempo y al espacio y con respecto a su sugerencia de que el espacio-tiempo es constitutivo de la identidad de los objetos y sucesos. Comentando críticamente las reflexiones de San Agustín sobre la naturaleza del tiempo, Wittgenstein afirma que los enigmas con que lucha San Agustín están vacíos de contenido, pues se basan en la errónea atribución de una esencia a la temporalidad. Lo que de verdad es preciso elucidar es la «gramática» del tiempo. El tiempo no tiene esencia, y por consiguiente no existe una formulación abstracta que pueda expresar su naturaleza. Solo podemos experimentar y observar la temporalidad en el desarrollo de los sucesos. Puede aducirse que Wittgenstein no dio de hecho el siguiente paso, y que no trató, como Derrida (y antes que él Heidegger) el tiempo como constitutivo de sucesos y objetos. Pero pienso que no existe más forma de entender la filosofía de Wittgenstein que suponer que esta idea es intrínseca al análisis que desarrolla. Las luchas de Wittgenstein con la forma —su aversión a escribir en un estilo narrativo y el aparente desorden de sus Investigaciones filosóficas— guardan una clara afinidad con el uso que hace Derrida de varios tipos de innovaciones gráficas; pues ambos escritores de-sean expresar concepciones refractarias a la «descripción». Los dos afirman que no es la presencia de algún tipo de realidad, física o mental, lo que sirve para fundamentar los componentes significativos de los sistemas de significación. Pueden entenderse las limitaciones de la concepción de la escritura de Derrida cuando consideramos las implicaciones de su «ordenación temporal y espacial». La concepción de la escritura de Derrida es un desarrollo directo de la separación saussuriana del significante de un mundo externo de objetos y sucesos. Derrida participa en la «retirada al texto», al universo de significantes, característica de las tradiciones de pensamiento estructuralistas y post-estructuralistas en su conjunto. Su «texto» es el del juego de diferencias intrínsecas a la significación en cuanto tal. Aunque el concepto de différance le permite a Derrida comprender la temporalidad, su tratamiento del espacio es puramente nominal. O, dicho de otro modo, aunque habla de «ordenación temporal y espacial», a todos los efectos ambas cosas son idénticas. La «extensión» de la escritura está implicada en la ordenación de los sonidos o los signos escritos, pero este es un fenómeno exactamente idéntico a su diferenciación temporal. La descripción del carácter relacional de la significación de Wittgenstein tal como se expresa en la organización de prácticas sociales, sin embargo, no implica que el tiempo se colapse en el espacio. El espacio-tiempo no entra en la estructuración de la significación a través de la dimensión «horizontal» de la escritura —conceptualizada incluso como proto-escritura—, sino a través de la contextualidad de la propia praxis social. Durante mucho tiempo, la idea de que el significado de las palabras o proposiciones consiste en su uso confundió a los filósofos influidos por Wittgenstein; pues podría parecer que de esto se sigue que lo único que hacemos es sustituir «uso» por los objetos a los que, según las anteriores teorías del significado, corresponden las palabras. Pero lo que está en cuestión no es el «uso», sino el proceso de usar las palabras y frases en contextos de conducta social. El significado no es construido por el juego de los significantes, sino por la intersección de la producción de significantes con objetos y sucesos del mundo, enfocada y organizada por el individuo que actúa. Si esta concepción es básicamente correcta, hemos de cuestionar la prioridad que Derrida confiere a la escritura sobre el habla. Pues el habla —o, más bien, la conversación informal— recupera la prioridad sobre otros medios de significación. La conversación informal que se lleva a cabo en los contextos cotidianos de actividad es el principal «vehículo» de significación, por-que actúa en contextos conductuales y conceptuales saturados. La escritura (en un sentido convencional más restringido) tiene ciertas propiedades distintivas que solo pueden ser explicadas con precisión contrastándolas con el carácter de la conversación cotidiana. Es más: la constitución del significado en este tipo de conversación es la condición de las propiedades significantes de la escritura y los textos. El énfasis de Derrida en la escritura inspira toda una filosofía. Pero hay otros tres sentidos, de menor importancia, en los que las tradiciones de pensamiento estructuralistas y post-estructuralistas tienden a generar una preocupación por la escritura. Uno se refiere al nexo entre escritura y poder. Tanto en Lévy-Strauss como en Foucault este tema se estudia mediante la relación entre oralidad y escritura. Supuestamente, el método estructuralista de Lévy-Strauss solo se aplica a culturas orales. Las sociedades sin escritura son «culturas frías» porque existen dentro del marco de una tradición reiterada, transmitida mediante el ejemplo y la palabra hablada. Las civilizaciones suponen la existencia de la escritura, que es en primer lugar y sobre todo un instrumento del poder administrativo, no simplemente un nuevo modo de expresar lo que ya se había formulado de forma oral. La escritura no solo genera la «historia», sino que también exige nuevas formas de ajuste al mundo social y material. La sociedad y la naturaleza pasan a considerarse desde el punto de vista del dinamismo y la transformación, no ya desde el de la saturación del presente por el pasado. En la obra de Lévy-Strauss este tema nunca se desarrolla con detalle, pues no propone un análisis de las civilizaciones. Antes bien, las sociedades con escritura forman un telón de fondo en contraste con el cual se pueden concretar con mayor facilidad las características distintivas de las culturas orales. En Foucault se manifiesta de forma mucho más directa y extensa una preocupación por los nexos entre escritura, oralidad y poder. Foucault muestra que el discurso de las ciencias sociales y de la psiquiatría no forma simplemente un conjunto de teorías y hallazgos sobre un objeto «dado». Por el contrario, los conceptos y generalizaciones desarrollados en estas disciplinas llegan a constituir nuevos ámbitos de operación del poder. Tales ámbitos de poder son codificados mediante la escritura, y dependen de ella. El mantenimiento de registros escritos —como, por ejemplo, el registro de las actas de los tribunales o de las historias clínicas psiquiátricas— es esencial para las formas de organización disciplinar que Foucault trata de analizar. Al mismo tiempo que la escritura «hace historia» mediante el registro de los acontecimientos, aquellos cuyas actividades no llegan a la atención de los registradores son excluidos de la «historia». Es decir, que si bien, como es natural, sus actividades constituyen «historia» en el sentido de decurso de acontecimientos, ni sus acciones ni sus ideas forman parte de esa apropiación reflexiva del pasado que es la historia escrita. Como Foucault señala en Yo, Paul Riviere (1978), el historial de un criminal o de un vagabundo es uno de los escasos modos que tienen de figurar en el campo de discurso de la historia escrita aquellos que, de ordinario, no son registrados en ella. Un segundo sentido en el que el tema de la escritura es recurrente en el estructuralismo y el post-estructuralismo es como simple fascinación por los textos en general. Al bosquejar un programa semiológico, Saussure introdujo la posibilidad de estudiar sistemas de signos más allá de los materiales textuales. No se ignoró esta invitación a un desarrollo de la semiología, y muchas obras subsiguientes desarrollaron la idea de que toda diferencia cultural puede suministrar un medio de significación. Pero aunque la idea de una disciplina semiológica unificada, o semiótica, tiene sus defensores, hemos de decir que, en conjunto, el estudio de los signos culturales sigue siendo una empresa escasamente desarrollada. Quienes se encuentran bajo la influencia del estructuralismo y del post-estructuralismo siguen volviendo al texto como su principal preocupación. Seguramente no es una casualidad que estas tradiciones de pensamiento hayan tenido mayor influencia en el campo de la literatura que en ningún otro ámbito. La atención excluyente que se presta a los textos simboliza algunos de los puntos más fuertes, al tiempo que más débiles, de las tradiciones estructuralistas y post-estructuralistas. Por un lado, ha permitido a autores pertenecientes a dichas tradiciones desarrollar análisis sin parangón en la filosofía anglosajona. La teoría del texto se hace esencial para ciertas cuestiones filosóficas elementales y se elucida mediante la consideración de estas cuestiones. Dejando aparte a quienes pertenecen al campo relativamente especializado de la crítica literaria, los filósofos y teóricos sociales anglófonos han hecho una contribución muy escasa a tal discusión. Por otra parte, la preocupación absorbente por los textos refleja limitaciones en las teorías de la naturaleza de la significación, deficiencias que se remontan a Saussure. La tesis de la arbitrariedad del signo, tal como la desarrolló Saussure, tiende a elidir la diferencia entre textos que pretenden proponer algún tipo de descripción verídica del mundo y los textos de ficción. El valor positivo de tal elisión se demuestra fácilmente, por ejemplo, en los sutiles tratamientos del uso de mecanismos figurativos en textos científicos. Sus debilidades son manifiestas por lo que respecta al problema básico que ha obsesionado a estas tradiciones: cómo volver a relacionar el texto con el mundo exterior. Las tradiciones estructuralistas y post-estructuralistas no solo no han logrado generar explicaciones satisfactorias de la referencia, explicaciones capaces de hacer comprensibles los logros científicos, sino que han dejado a un lado de forma más o menos total el estudio de la conversación ordinaria. La conversación ordinaria es precisamente aquel «instrumento para vivir en el mundo» en el que engarzan la referencia y el significado. Creo que es esto, como mínimo, lo que ocurre, y pienso que el ahondar en esta cuestión puede permitirnos abordar algunas de las deficiencias más profundas del estructuralismo y del post-estructuralismo. El tercer sentido en que estas tradiciones de pensamiento tienden a producir un interés por la escritura se refiere a la escritura como proceso activo. El término «escritura» es ambiguo, pues puede referirse a lo que se registra en un medio dado o al propio proceso de elaborar tal registro. Con respecto al segundo de estos significados, el término «escritura» ha venido a adoptar el significado particular de redacción de libros de imaginación o invención. En la cultura moderna existe la inclinación a otorgar una estima especial al «escritor», o autor literario. Al fijar su atención en el tema del «autor», los estructuralistas han podido hacer contribuciones esenciales a nuestra comprensión de la producción cultural. En este punto es evidente que existe un solapamiento muy importante con el tema más general del descentramiento del sujeto. No se descubrirá en el individuo o individuos que los escribieron la fuente de la creatividad que se manifiesta en los textos. El texto genera su propio y libre juego de significados, constantemente abierto a la apropiación y re-apropiación por diferentes generaciones de lectores. También aquí existen nexos interesantes entre el estructuralismo, el post-estructuralismo y los recientes desarrollos de la hermeneútica. En la obra de Gadamer y otros autores, como ya he mencionado anteriormente, encontramos también una afirmación de la autonomía del texto con respecto a su autor y un énfasis en la multiplicidad de lecturas que puede generar un texto. Los procesos de escritura y lectura se entretejen íntimamente, y la lectura se considera la estabilización temporal del espectro indefinido de significados generado por los procesos de escritura. Pero una vez más encontramos debilidades características. A veces se describe la escritura como si los textos se escribieran a sí mismos; el relegar al autor al papel de un oscuro ayudante de la escritura es manifiestamente insatisfactorio. Podemos aceptar la importancia del tema del descentramiento del sujeto, y por tanto la necesidad de elaborar una idea de lo que es un «autor». Pero no captaremos adecuadamente el proceso de escritura a menos que podamos recombinar los elementos «descentrados». En mi opinión, el estructuralismo y el post-estructuralismo han sido incapaces de elaborar explicaciones satisfactorias de la agencia humana, en gran parte a causa de las deficiencias que ya se han mencionado, y esta debilidad reaparece en forma de la tendencia a equiparar la producción de textos a su «productividad» interna. Historia y temporalidad Podría parecer que el tema de la temporalidad se encuentra totalmente reprimido en los escritos de Saussure. Después de todo, la mayor innovación de Saussure consistió en tratar la langue como si tuviera una existencia extratemporal. Mientras que las lingüísticas anteriores se habían centrado en seguir los cambios en el uso de los componentes de la lengua, Saussure situó el lenguaje en cuanto sistema en primera línea del análisis lingüístico. La langue no existe en un contexto espacio-temporal: se construye infiriéndola de la praxis real de los hablantes de un lenguaje. Naturalmente, Saussure reconoció la diferencia entre el estudio sincrónico propio del análisis de la langue y el estudio diacrónico propio del seguimiento de los cambios reales del uso lingüístico. Pretendiera o no Saussure otorgar prioridad a la sincronía sobre la diacronía, lo cierto es que gran parte de la atracción que más tarde despertaron sus escritos concierne al análisis de las propiedades de la langue. Resulta paradójico que sea este énfasis lo que ha estimulado una preocupación recurrente por la temporalidad en el pensamiento estructuralista y post-estructuralista. Algunas de las cuestiones aquí implicadas se manifiestan con bastante claridad en la obra de Lévy-Strauss. La represión metodológica del tiempo que conlleva el concepto de largue de Saussure es traducida por Lévy-Strauss a la represión sustantiva del tiempo que implican los códigos organizados mediante el mito. Los mitos, más que despojar la vida social de su temporalidad, lo que hacen es pro-curar una determinada movilización del tiempo, separándolo de lo que más tarde se entiende por «historia». La idea de tiempo reversible de Lévy-Strauss se contrasta deliberadamente con el movimiento del tiempo en la historia, entendiendo «historia» como esquema lineal del cambio social (Lévy-Strauss: 1966). Como Lévy-Strauss ha subrayado en su debate con Sartre, la preocupación por la historia no es necesariamente lo mismo que la preocupación por el tiempo. La máxima marxista de que «los seres humanos hacen la historia», más que representar una descripción de la existencia pasada de la humanidad considerada en su conjunto, expresa en realidad la dinámica de una cultura particular. Las culturas «calientes» existen en intercambio dinámico con su entorno, y se movilizan internamente en la persecución de la transformación social. La cultura moderna acelera de forma esencial este dinamismo. Por tanto, la historia se convierte para nosotros en el desarrollo lineal de las fechas en las que se desarrollan ciertas formas de cambio. Las culturas orales son genuinamente «prehistóricas» comparadas con este dinamismo. Para ellas el tiempo no se moviliza como historia. De este modo, la escritura de la historia está en relación con esa misma historicidad que separa las culturas «calientes» de sus precursoras orales. Aunque con frecuencia se ha tachado de ahistórica la concepción de las estructuras mentales de Lévy-Strauss, sería más exacto considerar que lo que él pretende es ofrecer una explicación sutil y matizada de lo que significa la historia con relación a la temporalidad. A Lévy-Strauss se le ha llegado a acusar a veces de .antihistórico», pero tal crítica no acierta a distinguir la sutileza con que su discusión contrasta tiempo e historia. No cabe duda de que la forma levy-straussiana del estructuralismo no se ha demostrado refractaria a la historia, como algunos han pretendido. Lévy-Strauss lleva efectivamente a cabo lo que Foucault denominaría más tarde una «arqueología», excavando bajo la conciencia histórica de las culturas calientes para sacar a la luz la base de temporalidad que caracteriza a aquellas formas de cultura que dominan la «historia» humana. En Derrida, la temporalidad aparece, naturalmente, como un elemento fundamental de la crítica a la metafísica de la presencia. Diferir de algo es también diferir algo, y se considera que el tiempo es inseparable de la naturaleza de la significación. El deslizamiento de la presencia hacia la ausencia se convierte en el instrumento para la comprensión de la temporalidad. Aquí no se trata tanto de la «historia», real o escrita, como de la comprensión del ser en cuanto que deviene. El tiempo es para Derrida una cuestión íntimamente ligada a su estimación de las limitaciones del estructuralismo tal como lo ejerce Lévy-Strauss. Forma parte intrínseca del proceso por el cual la significación genera un juego de significados (Culler: 1979). En palabras de Culler, al sustituir la «angustia del retorno infinito por el placer de la creación infinita», Derrida afirma el carácter evanescente de los procesos de significado: todo debe entenderse «como un movimiento activo, un proceso de desmotivación, y no como la estructura dada de una vez por todas» (Derrida: 1981, p. 103). Ya he criticado este punto de vista, pero añadiría que la tendencia a reducir el tiempo al espacio de significación imposibilita de hecho tratar de forma satisfactoria las relaciones espaciotemporales dentro de las cuales se da la praxis significativa. Foucault escribe como historiador, y en su obra se estudian sobre todo los temas de la temporalidad y el análisis estructural. La crítica de Foucault a la «historia continua» está, en su opinión, estrechamente relacionada con la necesidad de descentrar el sujeto. La historia no solo carece de una teleología global, sino que tampoco es, en un aspecto importante, el resultado de la acción de los sujetos humanos. Los seres humanos no hacen la historia; por el contrario, la historia hace los seres humanos. Es decir, la naturaleza de la subjetividad humana está configurada en y por los procesos de desarrollo histórico. La historia continúa depende de la certeza de que el tiempo no dispersará nada sin devolverlo como unidad reconstituida; la promesa de que algún día el sujeto —en forma de conciencia histórica— volverá a apropiarse de, a tomar de nuevo bajo su dominio todas aquellas cosas que se mantienen distanciadas mediante la diferencia, y a encontrar en ellas lo que podríamos llamar su morada. (Foucault: 1973, p. 12) El estilo de historia que escribe Foucault no discurre, por tanto, en concordancia con el tiempo cronológico. No depende de la descripción narrativa de una secuencia de acontecimientos. La lectura de Foucault no es una experiencia agradable para quienes están acostumbrados a formas más ortodoxas de escribir historia. Los temas no se discuten en orden temporal, y hay cortes en la descripción cuando el lector espera continuidad. Hay muy pocas indicaciones sobre las influencias causales que pueden actuar en las transformaciones o cambios que analiza Foucault. Por oscuras que puedan ser en tantas ocasiones sus reflexiones epistemológicas, Foucault manifiesta con suficiente claridad que su estilo histórico se deriva de una particular concepción del tiempo y de la naturaleza histórica de la escritura que tiene por objeto la historia. El pasado no es un área de estudio formada por la secreción de tiempo. Si puede decirse que el transcurrir del tiempo pasado tiene alguna forma, dicha forma es la del entrecruzamiento de estratos de organización epistémica, es-tratos que deben ponerse al descubierto por medio de la «arqueología». Hay algo más que un eco de LévyStrauss en la idea foucaultiana de que la historia es una forma de conocimiento entre otras —y, por supuesto, como otras formas de conocimiento, un modo de movilizar poder. El haber separado el tiempo de la historia, el haber mostrado que existen propiedades de los sistemas de significación que existen independientemente del espacio y del tiempo, y el haber relacionado estas propiedades con una revisión de la naturaleza del sujeto humano constituyen los logros principales del estructuralismo y post-estructuralismo. Pero en estos aspectos, igual que en los que se han discutido previamente, los resultados no son del todo satisfactorios. La forma de escribir historia de Foucault tiene, sin duda, gran valor revulsivo. Pero a pesar de sus elaboradas discusiones metodológicas, el modo en que practica la historia no deja de ser sumamente idiosincrásico. No se consigue una unificación verdadera entre la diagnosis de epistemes en tanto que existentes «extratemporalmente» y el proceso generativo implicado en la organización y el cambio históricos. Una vez descentrado el sujeto, Foucault no es más capaz de desarrollar una explicación convincente de la agencia humana que otros autores pertenecientes a las tradiciones estructuralista y postestructuralista. Puede aceptarse sin dificultad que la «historia no tiene sujeto». Pero la historia de Foucault tiende a no tener ningún sujeto activo en absoluto. Es historia desprovista de agencia. Los individuos que aparecen en los análisis de Foucault se muestran impotentes para determinar sus propios destinos. Además, esa apropiación reflexiva de la historia, esencial para la historia en la cultura moderna, no aparece en el nivel de los propios agentes. El historiador es un ser reflexivo, consciente de la influencia de la escritura de la historia sobre la determinación del presente. Pero esta cualidad de autocomprensión no parece extenderse a los propios agentes históricos. Significación, producción cultural y escritura No puede desarrollarse una teoría satisfactoria de la producción cultural a menos que dispongamos de una explicación adecuada de la naturaleza de los agentes humanos. Al exigir una «teoría del su-jeto» en lugar de la hipótesis de que la subjetividad es el fundamento inmediato de la experiencia, el estructuralismo y postestructuralismo han hecho una contribución importantísima, aunque no privativa de estas tradiciones de pensamiento. Pero es esencial insistir en la necesidad de una interpretación del agente y no del sujeto, y de la agencia en vez de la mera subjetividad. Los «sujetos» son, en primer lugar y sobre todo, agentes. Al explicar la agencia humana es necesario destacar dos elementos que las teorías estructuralistas suelen omitir o subestimar. Uno es lo que en otro lugar he llamado «con-ciencia práctica», el otro la contextualidad de la acción. El pensamiento estructuralista tiende a operar en términos de un constraste entre lo consciente y lo inconsciente. Para Lévi-Strauss y Lacan, el inconsciente es la «otra cara» del lenguaje. El inconsciente es lo que no puede decirse con palabras pero posibilita ese «decir». Ahora bien, podemos aceptar que el concepto del inconsciente es necesario para lograr una explicación comprehensiva de las razones por las que los agentes humanos actúan como lo hacen. Podemos aceptar también que la relación entre lo que se puede y lo que no se puede expresar con palabras tiene una importancia fundamental para la actividad humana. Sin embargo, si, a diferencia del estructuralismo y del post-estructuralismo, tratamos de captar la vida humana desde marcos de acción práctica, alcanzamos una visión que difiere de la que es característica de estas escuelas de pensamiento. Como propone Wittgenstein, lo que no puede decirse es lo que ha de hacerse. La acción humana no se desarrolla como resultado de impulsos programados. AI contrario, forma parte intrínseca de la actividad de los seres humanos el control de esa misma actividad. De ordinario, este control no se expresa discursivamente; se ejerce en el nivel de la conciencia práctica. Sin embargo, es extraordinariamente elaborado, y constituye una característica constante de las actividades humanas, incluso de las más triviales. Al hablar de la contextualidad de la acción trato de reelaborar la distinción entre presencia y ausencia. La vida social humana puede entenderse en función de las relaciones mutuas entre individuos que «se mueven» a través del espacio y del tiempo, que vinculan la acción y el contexto y diferencian los contextos. Los contextos conforman las «situaciones» de la acción, situaciones a cuyas cualidades recurren continuamente los agentes al orientar recíprocamente lo que hacen y dicen. (Giddens: 1984, capítulo 1). La conciencia común de estas situaciones de acción constituye un elemento de afianzamiento en el «conocimiento mutuo» mediante el que los agentes hacen inteligible lo que los demás dicen y hacen. El contexto no ha de con-fundirse con los rasgos que constituyen la idiosincrasia de un ámbito determinado de la acción. Las situaciones de la acción y de la interacción, repartidas a lo largo del tiempo y del espacio y reproducidas en el «tiempo reversible» de las actividades cotidianas, son esenciales para la estructuración que poseen tanto la vida social como el lenguaje. En esta concepción se supone que la significación está saturada en las situaciones de acción práctica. Los significados generados en el lenguaje no existirían de no ser por la naturaleza situada, aunque reproducida, de las praxis sociales. La ordenación espacial y temporal tienen una importancia básica para la generación y el mantenimiento del significado, tanto por lo que se refiere a la ordenación de las situaciones como al uso reflexivo de estas situaciones para formular el intercambio verbal. En vez de referirnos al «habla», con sus connotaciones formales, hablaremos de la «conversación informal». La conversación informal, el intercambio casual de conversación en las situaciones de la vida social cotidiana, es la base de todos los aspectos más elaborados y formalizados del uso del lenguaje; esta es, al menos, la posición que quiero defender aquí. La conversación informal, como ha mostrado mejor que nadie Garfinkel, actúa mediante la indexicalidad del contexto y los «recursos metódicos» que utilizan los agentes para crear un mundo social «con sentido» (Garfinkel: 1984). No debe identificarse la indexicalidad con la dependencia del contexto. Tal identificación fue uno de los principales problemas con que tropezaron las primeras elaboraciones de los estudios etnometodológicos. La indexicalidad se refiere tanto al uso de la situación para crear una independencia respecto al contexto como al uso de elementos específicos de un tiempo y un lugar determina-dos para generar cl significado. El hecho de que el significado se crea y mantiene mediante el uso de recursos metódicos es fundamental para corregir los errores del estructuralismo y del post-estructuralismo. El significado no está incorporado a los códigos o series de diferencias relacionados con la langue. El uso de cláusulas «etcétera», de la formulación y de otros recursos metódicos organiza el significado contextualmente. Un hablante competente no solo do-mina series de normas sintácticas y semánticas, sino también la gama de convenciones relativas a lo que «ocurre» en los contextos cotidianos de la actividad social. El análisis cultural se centra en la relación entre el discurso y lo que a partir de ahora voy a denominar «objetos culturales». Por objetos culturales entiendo artefactos que trascienden los contextos de presencia/estado pero que son distintos de los objetos en general en la medida en que incorporan formas de significación «ampliadas». De acuerdo con esta definición, los textos son el tipo de objetos culturales por excelencia; sin embargo, en la modernidad hemos de contar entre estos objetos culturales los medios de comunicación electrónica. En ciertos aspectos los objetos culturales se diferencian claramente de la «transmisión» del lenguaje en cuanto conversación informal. Podemos enumerar estas características de la siguiente manera: 1. Los objetos culturales implican un distanciamiento entre el «productor» y el «consumidor». Dichos objetos comparten esta cualidad con todos los artefactos materiales. Todos los artefactos, no solo los objetos culturales, implican un proceso de «interpretación» distinto en parte del control de la conversación informal en contextos de co-presencia. En la conversación informal ordinaria los individuos emplean continuamente diversos aspectos de la situación para entender a los demás y para «adaptar» lo que dicen a dicho proceso de entendimiento. La interpretación de los objetos culturales se verifica en ausencia ce determinados elementos del conocimiento mutuo que se dan en la copresencia dentro de una situación, y sin el control coordinado que los individuos presentes ejercen como parte de la conversación informal. 2. Como consecuencia de esto, el «consumidor» o receptor ad-quiere mayor importancia que el productor en el proceso interpretativo. En los contextos de copresencia la producción e interpretación de los actos de habla tienden a tener una relación estrecha, como partes de la naturaleza secuencial y participativa de la conversación. 3. Los objetos culturales, en tanto que diferentes de los artefactos en general, tienen las siguientes características: (a) Un medio duradero de transmisión a través de los con-textos. Debe entenderse que «medio» se refiere tanto a la sustancia física del objeto cultural como a los modos a través de los cuales se difunde en distintos contextos. (b) Un medio de almacenamiento. En el caso de los objetos culturales esto implica codificación. «Almacenamiento» significa en este caso dejar huellas mediante las cuales puede «recuperarse» la información de la evanescencia de la conversación. La información no puede almacenarse igual que los recursos materiales. La información se almacena —afirman los estructuralistas y post-estructuralistas— como especificación de diferencias. La «codificación» se refiere a las propiedades ordenadas de las diferencias entre las huellas. (c) Un medio de recuperación. Recuperar la información significa dominar las formas de codificación que esta incorpora. La recuperación presupone un agente humano que posea determinadas capacidades, como la de leer, y puede también implicar, al menos en la época moderna, el uso de instrumentos mecánicos sin los cuales es imposible acceder al material codificado. La naturaleza de los objetos culturales únicamente puede entenderse con relación a la conversación. Todos admitimos que existe una relación estrecha entre cultura, lenguaje y comunicación. De acuerdo con las observaciones precedentes, esta relación debería en-tenderse en función del papel básico que la conversación desempeña en la generación y mantenimiento del significado en contextos de acción práctica y de co-presencia. El lenguaje es un medio de comunicación, pero la comunicación no es el «objetivo» de la conversación. Antes bien, la conversación expresa y se expresa en las múltiples y variadas actividades que inspira. La importancia de los objetos culturales o informativos consiste en que introducen mediaciones nuevas entre la cultura, el lenguaje y la comunicación. En la conversación, el agente y la situación son los medios por los cuales la cultura se vincula a la comunicación. En los contextos de acción práctica, la comunicación mediante la conversación siempre tiene que ser «elaborada» por los interlocutores, aunque la mayor parte tal «elaboración» se lleva a cabo rutinariamente como parte del proceso de control reflexivo en el control práctico. Los objetos culturales rompen esta simetría. Como el lenguaje en cuanto «transmitido» por los objetos culturales ya no es conversación, pierde la saturación de las propiedades referenciales que posee el uso del len-guaje en los contextos de la acción cotidiana. Como huella visible o recuperable, aislado de la inmediatez de los contextos de conversación, el significante adquiere una importancia peculiar. La preocupación del estructuralismo y el post-estructuralismo por la escritura y el significante a expensas de lo significado seguramente tiene aquí su origen. Al mismo tiempo, la diferenciación del significante de los contextos prácticos de acción da un nuevo valor a la comunicación, debido al mayor esfuerzo interpretativo necesario. La comunicación deja de ser algo que se da más o menos por supuesto como consecuencia de los procesos metodológicos implicados en el mantenimiento de las conversaciones. Para forjar el nexo comunicativo entre el objeto cultural y su intérprete es preciso llevar a cabo tareas hermenéuticas más definidas y explícitas. Admitido esto, no es sorprendente que como disciplina formal la hermenéutica surgiera a partir de las dificultades que conlleva la interpretación de textos. Si en el estructuralismo o postestructuralismo nunca ha sido particularmente destacado el elemento hermenéutico, esto se debe a que la significación se ha tratado sobre todo en función de la organización interna de códigos, o como juego de significantes, más que como «recuperación del significado». ¿Qué es la escritura y en qué medida contribuye la propia escritura a la autonomía de los textos? ¿Qué relación tienen, si es que tienen alguna, las intenciones del autor al escribir los textos con la interpretación que posteriormente se hace de ellos? ¿Debe una «teoría del texto» ser esencialmente una teoría de la lectura? Estas preguntas deben afrontarse a raíz del impacto del estructuralismo y postestructuralismo, que, como mínimo, nos han obligado a considerarlas de un modo nuevo. La mejor forma de explicar qué es el lenguaje o la significación no es la escritura. Derrida se equivoca en esto. Debemos afirmar, no la prioridad del habla, sino la de la conversación sobre la escritura. Pero esto no debe hacernos suponer que la escritura es simplemente una «representación» de la conversación. No puede serlo por las razones ya mencionadas. Igual que la invención de la escritura introdujo un elemento nuevo en la historia, la producción de textos posee cualidades distintas a las de la conversación cotidiana. No cabe duda de que los orígenes de la escritura son relevantes para captar su significado genérico. La escritura no surge en un principio como medio de describir los objetos o sucesos del mundo. La escritura fue originalmente un simple modo de registro; almacenamiento en forma pura. En los primeros estados agrarios la escritura era un instrumento administrativo que posibilitaba la coordinación de los recursos materiales y la acción humana a través del tiempo y del espacio. Por tanto, la escritura nunca fue una «traducción» de lo verbal a lo visual. Señalaba y expresaba nuevos modos de coordinar las actividades en el tiempo y en el espacio. Los primeros textos —listas, cotejos de artículos— no tienen autor. Más importante que las personas que los produjeron es para quién fueron producidos y qué uso se hizo de ellos (Giddens: 1981). Esto indica claramente que la escritura diverge de la conversación no solo eh relación a las características intrínsecas de cada una, sino también en relación a las formas generales de organización social en que se encuentran situadas. En cierto sentido, la escritura da una primacía a la «ordenación temporal» sobre la «ordenación temporal» que no se encuentra en la conversación. Seguramente esto es más importante que el mero hecho de que la escritura sea visual y la conversación acústica. La conversación (en contra de la opinión de Saussure) es secuencial y serial, no lineal. La escritura no tiene diferenciación temporal a pesar de que, obviamente, tal diferenciación es inherente a todo proceso de lectura de un texto. Por otra parte, el orden espacial de la escritura, al ser «extratemporal», no le impone al lector los mismos límites de secuenciación propios de la conversación. Es decir, el lector no tiene por qué seguir un texto paso a paso, pues puede leer el final antes que el principio, etc. Una vez que trasciende el mero listado, la escritura se abre al «arte», cosa que no ocurre del mismo modo con la conversación. Incluso las formas más triviales de conversación cotidiana implican una gran técnica y presuponen un intenso aprendizaje. La conversación puede convertirse en arte en el sentido de que pueden emplearse formas particulares de convención o invención para lograr ciertos fines expresivos o comunicativos. La narración de historias, la conversación ingeniosa, la retórica y el drama existen en todos los tipos de sociedad. El «éxito» de estas formas verbales, sin embargo, depende directamente de su representación en contextos de co-presencia. La escritura como arte, concebida como proceso de producción más que como forma dada, tiene características considerable-mente distintas. La escritura no es una representación ante una audiencia. Las facultades de un escritor no dependen de su capacidad para emplear las cualidades disponibles en los contextos de co-presencia con el fin de influir en los, demás de la forma deseada. Además, la conversación es, necesariamente y de una forma en que no lo es la escritura, una producción individualizada. El habla tiene carácter secuencial porque solo un hablante puede hablar en un momento determinado en un contexto de co-presencia dado. En el caso de la escritura no suele importar a efectos de juzgar el «éxito» de un texto el que fuera un individuo o varios quienes lo produjeron. Los textos, sea cual sea su longitud, han de producirse a lo largo de determinados periodos de tiempo, periodos que pueden ser muy largos. Aunque incluso en la conversación más casual se «elabora» la construcción del significado, los textos tienden a ser una «obra» en un sentido más amplio; es un «trabajo» en el que pueden confluir disciplina y originalidad en la conformación de la ordenación espacial de la escritura. El lenguaje ordinario está «abierto» en un sentido importante. La mayoría de las palabras y frases usadas en la conversación cotidiana no tienen definiciones léxicas precisas. Pero, como mostró Wittgenstein, el lenguaje ordinario no es por ello necesariamente vago o indefinido. Lo que confiere precisión al lenguaje ordinario es su uso en un contexto. Los interlocutores usan la situación conversacional para definir la naturaleza de lo dicho. El tipo de apertura de la escritura es bastante diferente, cosa que puede quedar oculta por el hecho de que tanto en la comunicación como en la escritura pueden usarse formas lingüísticas similares, tales como la metáfora y la metonimia. La apertura de la escritura deriva de su «suspensión» de la referencia. Debemos definir cuidadosamente qué significa esto. Las propiedades referenciales de la escritura no dependen de las cualidades referenciales de la conversación, aunque siempre son parasitarias respecto de ellas. Por lo general, el significado y la referencia están estrechamente combinados en la conversación, pero no porque la conversación esté en modo alguno orientada principalmente hacia la descripción, sino porque se lleva a cabo y se organiza en contextos prácticos de acción. Es decir, el significado se sustenta mediante la vinculación constante de la conversación a las modalidades de la experiencia cotidiana. Las propiedades referenciales de la escritura no pueden estar vinculadas a las situaciones del mismo modo. Por consiguiente, incluso la proposición más directa y neutramente referencial puede interpretarse en sentido retórico y figurativo, y a la inversa. Como demuestran ejemplos tomados del haiku japonés, si es que este precisa demostración, una lista muy bien puede leerse como si fuera un poema. Todas estas consideraciones son relevantes para la cuestión de la autonomía de los textos. El tradicional problema de en qué medida puede entenderse un texto sin referencia a las intenciones de su autor puede abordarse a la luz de estas consideraciones y de la teoría de la agencia antes mencionada. Los agentes, como señala Schütz, tienen proyectos globales con arreglo a los cuales se organiza la intencionalidad de sus actividades (Schütz: 1972). La escritura de un texto puede implicar dicho o dichos proyectos. Es decir, un autor puede pensar en determinados objetivos al crear un texto dado. Sin embargo, es improbable que estos sean tan relevantes para la comprensión del texto como para el proceso de control reflexivo que conlleva el trabajo de construcción del texto. Un texto es, repitámoslo, una «obra» en el sentido de que conlleva un proceso crónico de producción «controlada». Un «autor» no es por tanto ni una amalgama de intenciones ni una serie de depósitos o huellas que han quedado en el texto. El autor es más bien un productor que trabaja en situaciones específicas de acción práctica. Esto no resuelve el problema que ha polarizado la discusión de la naturaleza de los textos, la cuestión de hasta qué punto puede establecerse una interpretación «correcta» de un texto con relación a las intenciones de su autor. En contra del «relativismo textual», Hirsch y otros han sostenido que la intención del autor ofrece una base para la recuperación del significado original de un texto. Ahora bien, aquí solo puede entenderse «intención» como «proyecto» en el sentido de Schutz. Pero es fácil ver que, probablemente, los proyectos que llevan a un autor a producir un texto solo tienen una importancia marginal para quien lo lee. Los autores pueden decidirse a escribir un texto dado por diversos motivos particulares: para adquirir fama, conseguir dinero, para su propia satisfacción, etc. Además, no tiene mucho sentido preguntar qué es lo que «significa» un texto en su conjunto. Es mucho más probable que preguntemos qué quiso decir un autor, o qué argumentos se hilvanan en un texto, que preguntemos qué es lo que un texto quiere decir en su conjunto; lo que está en consonancia con la forma en que usamos la frase «¿Qué querías decir?» en la conversación cotidiana. Cuando dirigimos a los textos este tipo de pregunta es evidente que no estamos planteando ninguna cuestión referente al productor concreto del texto. Si se pregunta: «Qué quiso decir Marx con tal sección de El capital?», es improbable que al responder se haga referencia a las características de Marx como individuo. En la mayoría de los casos podríamos reemplazar esta pregunta por la más anónima de: «¿Qué quiso decir el autor?» En la conversación ordinaria, al preguntar: «¿Qué quiso decir x con eso?», generalmente estaremos preguntando: «¿qué pretendía x al decir eso?», es decir, nos referimos a la cuestión de la fuerza ilocucionaria de lo que se dice. Pero esa pregunta puede también implicar: «¿qué es lo que quería comunicar?» El «significado» en este sentido implica, como afirma Grice, que el hablante «pretendía que la expresión x produjera un efecto en otro u otros al reconocer estos que esa era su intención» (Grice: 1957; vía. también Grice: 1982). Aquí, «significado» equivale a intención comunicativa, y puede mostrarse que tal intención solo puede discernirse cuando los participantes en un contexto interaccional dado comparten formas de conocimiento mutuo. En la conversación ordinaria es posible averiguar la intención si se plantean preguntas directas y si el hablante original reformula lo dicho. No parece que haya razón alguna para negar que podemos interrogar a un texto de forma idéntica. Es decir, podemos preguntar cuál era la intención comunicativa de una determinada sección de un texto. Cuando no sea posible dirigirse a un autor podemos tratar de responder tal pregunta investigando las formas de conocimiento mutuo implicadas en aquello que escribió el autor. Esto supone, a su vez, que existen criterios para determinar la exactitud de las interpretaciones. Pero estos criterios y los tipos de materiales que es necesario conocer para confirmarlos son complicados. En lo esencial, conllevan la investigación de la situación en que se produjo el texto en cuanto que obra. Implican también un 'buen conocimiento del modo en que el autor comenzó a producir el texto y los recursos intelectuales empleados en dicha producción. Pero también implican un conocimiento del público al que el texto se dirigió originalmente. Skinner y otros han señalado con razón la importancia de este último punto, que en modo alguno niega la autonomía inherente a los textos (Skinner: 1969). Los textos se escriben atendiendo a diversas convenciones de forma, estilo y público. Al producir el texto, el autor «elabora» el «cómo» ha de entenderlo el lector. Las discusiones estructuralistas y post-estructuralistas de la «desaparición del autor» han sido valiosas en diversos aspectos. Nos hemos visto obligados a reconocer que muchos textos no tienen «autores» en el sentido en que lo tienen la mayoría de las obras discutidas en la moderna crítica literaria. Esto no solo se aplica a los textos escritos en el periodo premoderno: textos bíblicos, sagas, archivos, etc. También se aplica a la inmensa mayoría de los textos que circulan en las sociedades modernas. Registros, archivos, historiales, facturas: textos que, de forma característica, carecen de auto-res en el sentido de que no son atribuidos a un individuo, y pueden en efecto ser el producto de muchas manos, sin que por lo general nadie crea que merece la pena investigar qué individuos específicos los produjeron. Es obvio que las condiciones de su producción en cuanto textos han de entenderse en relación a las características que comparten con los artefactos en general y en función de los rasgos de la escritura previamente discutidos. Todos los artefactos de carácter duradero pueden llegar a separarse de forma más o menos completa del contexto en el que inicialmente se produjeron y de los proyectos de quienes los crearon. De modo similar, todo artefacto puede aplicarse a propósitos (o incluso «interpretarse») de formas que sus productores puede que jamás soñaran. En los textos no es posible clausurar y fijar el carácter abierto del lenguaje del mismo modo que en la conversación. Es probable que el grado en el que un texto está abierto a múltiples interpretaciones tenga muy poco que ver con la naturaleza intrínseca del propio texto. En este punto es necesario que nos ocupemos de las lecturas que los textos pueden ayudar a generar. También se aplican a la lectura la mayor parte de nuestras observaciones sobre la comprensión de la producción de textos con relación al control reflexivo de la acción. No hay texto que se lea aisladamente; toda lectura se da en el marco de una «intertextualidad» y en situaciones que implican el recurso al conocimiento mutuo. Existen muchos enfoques recientes prometedores —y que solo derivan parcialmente del estructuralismo y el post-estructuralismo, si es que puede decirse que deriven de ellos— para el desarrollo de teorías explicativas de la lectura. Un ejemplo es la «estética de la recepción» de Jauss (Jauss: 1974). En esta concepción, el lector aborda un texto con un «horizonte de perspectivas» sin el que el texto no sería inteligible. Según Jauss, entender la relación entre las obras y sus lectores implica responder diversas preguntas. Debemos saber qué es lo que los lectores entienden del género particular en el que se encuadra la obra. Tenemos que conocer qué sabe el lector de textos previos semejantes al texto en cuestión. Y tenemos que poder percibir la diferencia entre la conversación práctica y el lenguaje poético, diferencia que probablemente no será la misma en los diversos lugares y situaciones culturales. Como todo autor es también, presumiblemente, lector, dicha discusión ha de estar integrada en la explicación de la producción de textos. Conclusión En este análisis no he pretendido abarcar todos los temas importantes suscitados por las tradiciones del estructuralismo y del post-estructuralismo. Existen numerosas divergencias entre las ideas de los autores mencionados, divergencias que he ignorado o pasado por alto sin más. He tratado de describir grosso modo las aportaciones del estructuralismo y el post-estructuralismo a fin de sugerir ciertas cuestiones generales que han planteado a la teoría social actual. Sin duda, la afirmación de que estas tradiciones se han mostrado inca-paces de tratar los mismos problemas que han sacado a debate es discutible. Sin embargo, confío en haber justificado esa acusación, y en haber mostrado cómo pueden analizarse de forma más satisfactoria algunos de estos problemas.