SB á f t l >^R^. H • H ^^r |H^k flj ^mm ^^S^^^V I Febrero B 197 ° H flf H H B ^^^ Fascículo H H I ^H ^T^ ^f I B ^^ ^Wfck H V| H ^^^ ^ ^k ^BL I B I B I ^Okk I iv ^^ DR. ALBERTO CUADRADO CERVERA EL GRECO Y LA PATOLOGÍA VA-'/ / \ / PUBLICACIONES MEDICAS BIOHORM. - SECCIÓN: MEDICINA E HISTORIA | N.* R.: B. 1023-63 | D. L i B. 27541-63 | EDITORIAL ROCAS.-DIRECTOR: DR. MANUEL CARRERAS ROCA. COLABORAN : DR. AGUSTÍN ALBARRACIN - DR. DELFÍN ABELLA - PROF. P. LAIN ENTRALGO - PROF. J. LÓPEZ IBOR-DR. A. MARTIN DE PRADOS-DR. CHRISTIAN DE NOGALES-DR. ESTEBAN PADROS-DR. SILVERIO PALAFOX - PROF. J. ROF CARBALLO - PROF. RAMÓN SARRO - PROF. MANUEL USANDIZAGA-PROF. LUIS S. GRANJEL-PROF. JOSÉ M.' LÓPEZ PIÑERO-DR. JUAN RIERA-PROF. DIEGO FERRER-DR. FELIPE CID-DIRECCION GRÁFICA: PLA-NAR&ONA De esta edición se han separado cien ejemplares numerados y firmados por el autor. Ejemplar n . o í l f ^ DR. ALBERTO CUADRADO CERVERA EL GRECO Y LA PATOLOGÍA IIIBIIBBÍBBÍIIHHBI^^^BBBI^^^^^B^HBI g||flBlQflfl38B8BQ8HttBBMM)HHflBBflBBBBBBBB)B8B& IIMMMIMMIÍÍÍBMHIIIHIIHHIHBK^Í i Jiiff»|f^™igl||piHiilliiHirs IIIiiiiii|||™|||íMm||M J|I[J|TII|M jffWjffffj||8|p6fy *'• •¿•^ *''T>*ilÉÉi¿bLÁr ¿P j sSo&y^ > ^ ^^^0^888888^^?^^* JVÍJ£^HBBBBHBBBBBBBBBKBBBBBBBHBMlwJBiiwttW^B *a»ffiM8pffiB3s.»i ?;:.- •.'' 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En efecto, con o sin prejuicios, a veces con acierto y otras con error, pero siempre con curiosidad, se han acercado al genial cretense críticos de Arte, pensadores, poetas, filósofos e incluso autoridades de la Psiquiatría y de la Teología, acabando por urdir esa imagen polícroma y aun fragmentaria que sigue siendo el vivir y el hacer de Theotocópuli. Pero lo que también es cierto y casi vulgar es que, pese a todo, en el concepto popular y todavía más, para criterios un poco bárbaros, en el sentido de alejados o de falta de atención, el Greco sigue siendo un gigantesco tópico presidido por la etiqueta de la extrañeza y también del misterio, casi de secreto, que han dado pie a interpretaciones de todos los gustos. Pues bien, tengo para mí que después de estudiar de cerca a los Justi, Paravicino, Willumsen, Barres, etc. en las etapas iniciales, después de Cossio, lleno de amor y de sensatez en su biografía, de Marafíón, autoridad suprema de gran médico y gran amante de El Greco, de Toledo y del Arte, tengo para mí, digo, que acaso sea con pensar de homo medicus la única manera de encontrar alguna interpretación un poco menos manida que lo habitual ; la única forma capaz a estas alturas de encontrar algunas notas psico-fisiológicas, biológicas en conjunto, con claridad y concordancia suficientes como para descalificar automáticamente lo misterioso y sibilino Es decir, quizá algún dato menos especulativo y más prosaico que los comunes, pero más integrativo, más preñado de sentido vital que los que sólo la crítica artística, o la Filosofía o la Psiquiatría aislada no acaban de lograr. Es claro para mí, en resumen, que sólo haciendo Historia Natural —como consiguió casi exhaustivamente el maestro de todos, Gregorio Marañón—, sólo pensando como naturalistas o biólogos es como puede revisarse todavía con eficacia la vida y obra del complicado fenómeno histérico-artístico que fue Dominico Theotocópuli. Para ello no creo, ni mucho menos, que el camino oportuno sea, en función de este pensar médico-biológico que nos dirige a priori, reorganizar una pesquisa minuciosa y casi policíaca con recolección y cotejo de los diagnósticos que se han venido adjudicando al propio Dominico y diversos personajes de su obra asombrosa. Creo, por el contrario, que lo urgente es disipar definitivamente esa maraña de etiquetas clínicas, algunas estrafalarias y erróneas, que se han aferrado a la historia del genial pintor y difícilmente se desvanecen. Me refiero,, naturalmente, a las dos más comunes, el defecto visual que explicaría el alargamiento y compleja deformidad de sus figuras y la demenciación progresiva que parece achacarse al curso de su vida. Expedientes, entre otros, que surgieron en cuanto se cayó en la cuenta de que quizá una patología podría explicar lo que la capacidad crítica común no alcanzaba por argumentos habituales. En este sentido de las cosas, estoy totalmente convencido de que lo realmente informativo es recalcar con el mayor detalle posible el especialísimo matiz que la patología, lo morboso, adquiere en la vida y en la obra del Greco, como un ingrediente más en su historia natural, en su peripecia humana, como ocurre en algunos otros grandes artistas y no ocurre en otros determinados. Me explico: es evidente que hay artistas fuera de serie cuya obra, de mayor o menor originalidad, pero de calidad incontestable, por su claridad, por su comprensión inmediata, por su inteligibilidad radical, desplaza o atenúa el interés por la vida del creador. Se estudia ésta, desde luego, en lo anecdótico, pero siempre un poco secundariamente, como complemento de la propia obra, que resulta suficiente para definir por entero al mismo creador y darle universalidad. Por ejemplo, Shakespeare : sabemos de su nacimiento en el celebérrimo Strad- 'j£llfevi3^flfífl¡WllIil lili 1 nP ^flfflff ^^^HSSB9HraHÍ83£ ford-on-Avon, de su matrimonio juvenil, de su precoz capacidad histriónica y talento literario (que algunos atribuyen a Bacon) y poco más. Y todavía — y siempre—: nos emociona la ingenuidad enamorada de Julieta en la clara noche de Verona y nos impresiona el torvo sufrimiento envidioso de Yago, y la neurastenia de Hamlet, etc. Por ejemplo, Tiziano Veccellio, del que nos contentamos con saber su filiación veneciana, su longevidad, su capacidad de trabajo... mientras lo que realmente nos interesa más de cerca es separar arte y erotismo en el espasmo sensual de Danae bajo la lluvia de oro jupiterina. Y, por ejemplo, Mendelssohn, recalcaba el maestro Joaquín Rodrigo ; Félix, felicidad y facilidad. En efecto, conociendo de él apenas que es alemán y músico romántico, continúa entusiasmando al mundo entero con las melodías diáfanas y estupendas de Sinfonía Italiana o Gruta de Fingal. O sea, existe para este tipo de artistas una ventaja en su obra que es la perfección cuantitativa, podríamos decir, una belleza artística de pura cepa que va muy lejos, llega a la cumbre acaso del valor estético, pero por los caminos comunes, respetando las normas clásicas, de ahí su comprensión inmediata y ecuménica, con la consecutiva anulación o falta de interés por el artista que la creó. En tales casos la Patología se hace superflua y vacante. Aunque pueda existir —y de hecho es frecuente— una nota morbosa o anormal en el creador, el interés general la desdeña, por polarizarse hacia la obra, siempre acogida calurosamente. En suma, ocurre algo de lo que sagacísimamente apuntaba Eugenio d'Ors sobre Daniel De Foe : «...Existen autores de obras ilustres que no interesan nada por sí mismos. Por ejemplo, De Foe. El «Robinson» es el más universal de los libros y De Foe el menos universal de los autores... da la impresión de que existió un hombre histórico, Robinson Crusoe, que escribió una imprecisa narración, no leída ya por nadie, titulada Daniel de Foe...». En el otro extremo, en cambio, tenemos los grandes hombres cuya obra, incluso antes de calar a fondo, presenta una inicial dificultad de comprensión, marcando una diferencia cualitativa —sello del auténtico genio innovador— y un modo de hacer extraño, que le separa de lo considerado como habitual. Por eso mismo, en cuanto la obra se hace difícil de entender y más aún de explicar, dirigimos automáticamente la atención hacia el autor, hacia la persona de éste, tratando de encontrar en ella la razón que explique su rareza. Entonces es cuando resulta en extremo consolador y a veces fructífero el hallazgo de una patología, de un rasgo morboso que justifique lo que, por razones comunes, no se explica. Sobran los ejemplos. Bastaría recordar el inagotable argumentario que supone el delirio alcohólico en Alian Poe para explicar mucho de lo que fantasmagórico tiene su mundo novelístico, atormentado y genial; el extravío sexual (y vital) de Osear Wilde y su lamentable fin, en sorprendente contrapunto con el microcosmos particularísimo de su literatura, olímpicamente caprichosa. La depresión cromáticamente alucinada de Van Gohg y su suicidio, etc. Creo que resultará ocioso subrayar que pongo ejemplos deliberadamente discordantes y sin el menor ánimo comparativo intrínseco, teniendo en cuenta, además, las enormes diferencias de todo tipo que les separan. Pues bien, creo cierto que Dominico Theotocópuli encabeza con holgura este segundo tipo de artistas en los que la genialidad auténtica de su obra, su tremenda penetración estética, matizada como extraña y rompedora de moldes clásicos, parece haber exigido a la crítica o al paladar artístico común de la época y de otras épocas la necesidad de encontrar una razón patológica que —a falta de otros datos de su vida, tan incompletamente conocida— precisara su significación insólita en la historia de las Artes. Y éste sería el punto clave, a mi modo de ver, de la excepcionalidad del Greco: que no necesita, en ningún caso, una razón patológica que justifique la extraordinaria divergencia de su arte frente a la pintura de entonces, de ayer y de mañana. Que es gratuita, superflua y casi ridicula esa urdimbre de procesos patológicos que se han TnHnftfffflHmnnnnnTTTm inventado alrededor de su vida y su obra. Porque basta estudiar lo poco que sabemos de su vida y lo mucho que expresa su arte para que, con un poco de cuidado y de amor podamos extraer de esta osmosis entre su circunstancia vital y su obra datos suficientes para encuadrar su pintura en los términos que merece, bastante lejos por cierto de la patología psiquiátrica y oftalmológica en que la crítica oficial parece empeñada en incluirle. Concretando, ¿qué datos positivos encontramos entre el desesperante número de conjeturas que constituyen hoy la vida de Theotocópuli ? Sería inútil repasar al detalle la biografía del Greco, tan llena de dudas y suposiciones. Baste solamente un esquema telegráfico de las notas que parecen más claras : Nacimiento en Creta (Candía, 1541) ; o sea, en un orientalismo bizantino estricto, cargado de religiosidad, como su mismo nombre parece demostrar (Dominico = kuriakos = perteneciente a Dios, y Theo-tocopoulos = hijo de la Madre de Dios). Educación humanística rigurosa : «encastillado en Plutarco y Jenofonte, en un clasicismo enervado de Oriente...», dice Igual Ubeda ; aprende pintura con los monjes de la isla. Hacia 1565, en sus 24 años, se traslada a Venecia, aprendiendo (y enseñando «subterráneamente», que señaló agudamente Gómez de la Serna) de Bassano, Tiziano, Correggio y bastante más según parece, como luego veremos, de Jacobo Robusti, el Tintoretto. Sobre 1570, al filo de sus 30 años, acude a Roma, probablemente recomendado por su compatriota de buenas aldabas, Julius Clovio. Ya pinta muy bien, según dicen todos, pero puntualiza Willumsen que «por entonces sigue modelos vulgares, aún no ha hecho su verdadera pintura». Aún así debe de estar ya consciente de sus posibilidades, ser un engreído. Se ha escrito que ha de huir precipitadamente o poco menos de Roma por la indignación que desatan sus comentarios despectivos sobre Miguel Ángel y la Capilla Sixtina. Parece cierto que los talentos de la época no perdonan su desdén hacia el niño mimado que es Buonarrotti. En uno de sus versos, el Poeta Marino aprovecha para decir rencorosa, injustamente «questa pittura goffa di El Greco». Goffo, dice el primer diccionario a mano, vale por grosero, torpe, desmañado. A la sazón, quizá por las gestiones del embajador de España en Roma, Luiz de Zúñiga, quizá por los buenos oficios de Luis o Diego de Castilla, deanes de las Catedrales de Cuenca y Primada de Toledo, pero sin la menor duda desde un punto de vista biológico por algo más sutil, por una llamada muy tenue, inexplicable, del instinto que con la enorme penetración de lo subconsciente guió sus pasos fatalmente (acaso esto no más fuera lo que tan bien definió Agustín de Hipona como intuición emotiva), entonces, viene a España, a la España imperial de los Austrias en la que, entre muchas otras cosas, destaca en terrenos del Arte la decoración de la Octava Maravilla del mundo, llevada de la mano nerviosa y prudente de nuestro Rey Felipe, a quien Dios guarde. Dominico —aquí empieza a hacer su verdadera pintura— compone un gran cuadro que sorprende muchísimo y a muchos gusta: «El Expolio», para Toledo. Y otro, enorme, para El Escorial, que no gusta demasiado a nadie : «Martirio de San Mauricio y la Legión tebana», que recibe una fría acogida por parte del Monarca. Este es episodio decisivo a mi juicio : regreso decepcionado, acaso rabioso, a Toledo, refugio probable en la introversión, canalizando su amargura o, mejor, liberando su temperamento en una pintura frenética, incesante, atormentada, atormentadora, extraña, la auténtica pintura grequista. Identificación con el espíritu de la mística española (símbolo cumbre, «El Entierro del Conde de Orgaz»), de aquella España de Cervantes y Quevedo en la que también brillaban, estos con incandescencia celestial y arrobada, Teresa de Cepeda y Juan de la Cruz. «El Greco no se resistió al espíritu de España como solía resistirse el mismo español», observa Gómez de la Serna en su inteligentísima biografía del que llama «visionario» de la Pintura. Exacto. Y la razón la hemos 8 comentado antes, por la concordancia natural entre el ambiente místico español y el temperamento y educación de Dominico. Sigue Ramón certeramente : «El se dio cuenta de que España era caballeros y cielo. Visión de las imágenes de los caballeros con los ojos levantados a la altura y —e— imágenes de cielo como ennoviadas con la tierra». Eso, digo yo, es justamente «El Conde de Orgaz». Paralelamente a todo esto, puede considerarse como cierto que mantuvo amistad cordial con la flor y nata de la intelectualidad de la ópoca. Alonso de Covarrubias, Ercilla, Gracián, Góngora (que le dedicó algunos poemas) y Paravicino, el autor del conocido soneto que dice en su segundo terceto «...Creta le dio la vida y los pinceles / Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr, con la muerte, eternidades». Pues bien, sobre este desarrollo vital y artístico comienzan a fraguarse sospechas y opiniones sobre la dudosa normalidad del cretense y de su pintura. «Es un gran filósofo, de agudos dichos, que escribe de la Pintura, la Escultura y la Arquitectura», dice Pacheco, el maestro de Velázquez, y añade, «...en todo fue singular, como en Pintura...» Giusepe Martínez, que tanto habló sobre Theotocópuli, opina secamente en su momento: «Es de extravagante condición... ganó muchos ducados, mas los gastaba en la demasiada atención de la casa... hasta tener músicos asalariados para cuando comía gozar de toda delicia...» Y así, muchas opiniones más. Hasta acabar la cuestión en dos severos diagnósticos clínicos que, como se sabe bien, la mala fe, la ignorancia o la necedad declarada han mantenido y mantienen hasta hoy día. Uno de ellos, un defecto visual importante, una suerte mal definida de astigmatismo que justificaría el alargamiento insólito de las figuras, la desaforada longitud de los diámetros longitudinales, la pequenez de las cabezas respecto al tronco, los escorzos violentos y casi monstruosos, etc. Claro es que esta peregrina hipótesis patogénica se hace hoy día poco acreedora de una refutación minuciosa. Lo curioso es pensar que es original de un crítico no médico (Justi), gran sabedor de cosas del Greco pero en este caso grotescamente equivocado. Pese a todo, tan sugestiva resultó la teoría que, de un lado, conquistó la aquiescencia popular y de otro arrastró alguna opinión incluso médica, como la de Goldsmidt y, sobre todo, de Beritens quien, por medio de unos artificios de corrección de distorsiones ópticas (dignos de mejor causa, pienso) destinados selectivamente a acortar los diámetros longitudinales, intentó demostrar que algunas figuras pictóricas del Greco adquirían, por esta distorsión artificial, un aspecto y forma normales. Naturalmente, no es cosa de rebatir a fondo estos sistemas, más bien ingenuos que otra cosa, y, como nos hemos propuesto, sin perder de vista que acercándose a la obra grequista con criterio de biólogo se ve claramente que no es necesario apelar a tan rebuscados artilugios para tener idea clara en este asunto. Solamente en forma de impresión espontánea e imparcial retengamos la imagen (cualquiera vale) de San Juan Evangelista. Con toda la «rareza» que quiera verse en su figura esbeltísima, excesivamente alargada, sí, pero traduciendo ya al primer vistazo lo deliberado de este hecho, el ansia consciente o supraconsciente de estilizar místicamente al personaje, debemos reparar en cómo se matiza en un orden congruente, la forma humana, el color y la textura del elegantísimo ropaje y el gesto, en el que la mano en primer término (ya volveremos sobre esto) adquiere una elocuencia mímica casi sobrenatural. Se afila sin duda la cabeza pequeña, de pelo rojizo sugeridor, contrastando con la mirada oscura, abstraída, subjetivizada, de auténtico convencido, de mensajero de la voz de Dios. ¿Cuánta vigencia ha tenido y tendrá en pintura la regla de las siete cabezas en la estatura del cuerpo humano ? Está clarísimo, sin tergiversaciones, el olímpico desdén con que Theotocópuli se salta a la torera, seriamente, esa constante ley antropobiométrica y pictórica. Con el mismo mirar alerta y privado de prejuicios veamos la versión toledana de San Pedro, sustancialmente MARTIRIO DE SAN NyiAiiRir'ir* ^UBBBBBBBBflBB^)AB^j^BBBBBBBBBBBBBBBnBBBBB^j(B'KBBA¿)c ^3^I^9^)OIQ h¿MU x l^0k#ÜBj M o^3^j^3^3 H X DJ% BT^?^3C D O ^ X v P t ) PQ I Q Q • PBIGP< i^Sp9(XBVBiBHlvllBnBBBKBBv*BVBv(vBBBVBv^BBvvPBv^vYB* S^3^3^3^3^XM D^vPfl^ff^v^ff^v^v^SOflBP^ffd^l^v^KCp^B^v ^B^3BBBfl&j¿jicB?j^3p^Bh9^BBBBBBBBBBBBBBBBnBiBfl J P 3 ^ 3 P 5 B H jflpj^BÚ ^9t3i u^ ^JBBBIBA'C u h O O B A C c D B V t^i H B B B O M 9 P ^ X B B C CDIO l H I EIBIBI ^SO^v^S^3^)^3^l^l^i^^^l^fl^S^9vv^vi9^9^v^S^I^S^3^1C t^3^3^3^v^l^v^3 p^f^v^SCXv^3^S^)^v^i^S^v^v^H9^3^3l9G^3^v^ff^ff(X3^flV4^^^H^^^HPifil^l^^^^^^^^^l^^^H^^^^^^^^^v^f^v^K ^BBHBBk^QBBBBBBBBBBBBBBBBBBBBBBBfBBBlBT^^AP1 * ^ ^ 5 í — BLB^B^SEB^B^BBBCBBBBKBBBCB^B^IBTBJBTS^I^^E^B tt • • •* jgnfjynPjHHMMHyfjQnQynri • t #• i ^J^^ J C • 1 # 1 BL ] LI *c O ^n^j^j^M^j^j^j^M^MPjP^p^j^ji^j^j^j^j^j^j^j^ * P B T Q C^í ' ' • 4 * < i < • PtV5 ) UBLV £ Pvu' J B^3^v^M3^3^S^M^vl3^fl^v^fl^^^B^I^^^ ^Br^I^Xr^XfQQCFBttvC t ? 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Y hay aún otro argumento subjetivo muy interesante, porque traduce directamente la propia opinión de Theotocópuli; Igual Ubeda sostiene que en alguno de los pocos escritos que dejó El Greco se registra esta frase, literalmente : «nada me es más odioso que las figuras enanas». Sea esto cierto o no, la realidad de su obra abona ciertamente en que ésta debía ser, en efecto, su opinión concreta. A este respecto podría añadirse una nota bienhumorada ; recoge Marañón en su inefable libro sobre El Greco y Toledo las dos excepciones que en la pintura de Dominico suponen las figuras obesas o achaparradas, brevilíneas (no enanas exactamente) : una, «Retrato de un maestro», figura, en efecto de un pícnico, bien nutrido, serio y circunspecto ; otra, el retrato del monje trinitario, poeta y orador sagrado, fray Hortensio de Paravicino, gran amigo de Dominico y también de Góngora («celestial Hortensio» le llamaba éste) ; Fray Hortensio demostró siempre su entusiasmo por la pintura de su amigo en unos sonetos archibarrocos que Dominico parece agradecer correspondiendo con tres retratos del trinitario : dos de joven fraile, de buenas prendas físicas («rizo byroniano en la frente» dice Cossío) y otro de hombre maduro, más reposado y declaradamente obeso. Con indudable gracia apunta Marañón si no será ésta la única nota de humor sarcástico en medio de la tremenda seriedad de Theotocópuli, este dedicar solamente dos retratos a sujetos gruesos y en apariencia bien alimentados, precisamente correspondiendo a un maestrescuela y a un fraile, que «tienen fama legendaria de ayunadores». El segundo diagnóstico arbitrado para explicar la tradicional «rareza» de su obra es, como se repite aún invariablemente, de una forma poco concreta de demencia o locura sin más. Ya en vida, disfruta de cierta fama (justificada a veces) de intransigente, retraído, pleitista y excéntrico. A partir de sus contemporáneos, parece desencadenarse una verdadera avalancha de opiniones de muy diversos significados y fundamento. Su coetáneo Giusepe Martínez y el acreditado Palomino declaran su poca seguridad en el equilibrio temperamental del cretense. «Lo que hace bien, lo hace mejor que nadie ; lo que hace mal, nadie puede hacerlo peor...» Con parecidos argumentos, Madrazo (al que luego volveremos a escuchar) le titula directamente de «alucinado». Para los románticos, con Teófilo Gautier a la cabeza —siempre abominando de Renacimiento, Barroco y Manierismo—, El Greco es, literalmente, un fou de genie, un loco genial, con todo lo que estos apelativos tienen de admiración para el espíritu rebelde y apasionado del Romanticismo. Entre tanto, la vox populi se hace eco de este estilo de opinión y repite en forma mostrenca la cantinela de la «locura». Pero es que con carácter técnico, psiquiátrico estricto, ya ante nosotros, Juarros diagnostica retrospectivamente una psicastenia, al parecer clínicamente bien definida ; Ricardo Jorge se descuelga con etiquetas clínicas tan inquietantes como paranoia o delirio sistematizado que justifica la inadaptación, el egocentrismo y la megalomanía del pintor. Otros autores portugueses (Várela, Reynaldo Dos Santos) tratan de amortiguar esta especie de saña patogénica de su compatriota y de la opinión casi mundial. i Qué pensar hoy de esta supuesta demencia, de esta «enajenación» que tan sistemáticamente se atribuye a Dominico, sobre escasos y confusos datos de su vida y, sobre todo, por su evolución artística cristalizada en formas raras, excéntricas, alucinantes, en efecto, a menudo ? iSS ivKvSSflnBBBDOCBSkS M W w W l g K y ^X»>.*.**•.• .;j^BMMPMHofr:•.»JlPftibirflQPws V A V O V 4 V X 5 8 B B B Q H Q T C KBEv v•••••••"*•' BBgg WWHfwV iTür un Stout' VSK*1- • • QPi>-«^>AVJy«V*lJOBPiHlfQHfltlUUUWflaingw|gWH^y/ <rMv «SSBBO^H '¿2 «K Estudiamos solamente un punto muy breve: El origen inicial de esta calificación morbosa surge sin duda de la extrañeza, casi del susto (Cossío llama a Pacheco literalmente «asustadizo») que la pintura de Theotocópuli despierta en la crítica oficial de la época. Lo que me parece importante es subrayar que en la nuestra no hubiera ocurrido así. Se ha señalado acertadamente que esta extrañeza y asombro ante las figuras grequistas en perfiles increíbles, en planos resueltos con secuencias extrañas, brazos desmesuradamente largos, cabezas diminutas e irregulares, angelitos deformes, cielos sulfúreos, etc., se va disipando en estos últimos 50 años. Yo me atrevería a añadir y concretar algunas notas más en este mismo camino. Con la llegada del arte moderno, actual y novísimo, el hombre de hoy, podríamos decir popularmente, ya no se asusta de nada. Cuando el impresioniso de Monet y Renoir ha descompuesto la luz y luego la recompone alegremente; cuando Matisse y los fauves atenazan una realidad absurda en un férreo colorismo sin dejar apenas dibujo, y el poco que queda es monstruoso; cuando Picasso engendra una perspectiva cubista, múltiple y enloquecedora; cuando, en fin, el informalismo absoluto pulveriza la realidad suprimiendo su representación, podemos decir que, a fuerza de sorpresas, en estética, nuestra sensibilidad encuentra natural, justificada y perfectamente comprensible la originalidad estupefaciente de El Greco, explicándonos también que en la España de Felipe II, rígida e inquisitorial, gobernada por reglas estéticas como la herreriana y similares, las insólitas especulaciones de Theotocópuli acarrearan inevitablemente este diagnóstico de locura, único modo fácil de definir más o menos desdeñosamente lo que por razones comunes no se podía explicar. «Una forma cómoda, de pereza mental (dice Salomón Reinach) con que la crítica dejó de buscar otras razones sensatas». Exacto. Parece que en gran parte de la crítica predominó este sentido vulgar y pedestre, aceptable sólo en familia, para designar a alguien un poco fuera de lo corriente: «está loco» se dice casi automáticamente; «es un lunático» o «un extravagante», sin demasiados análisis e incluso «tiene muchas manías». Y, sin embargo, con un poco de afán psicológico, ya que no con rigor psiquiátrico, estas designaciones vulgares tienen un trasfondo interesantísimo, casi emocionante. Porque manía (del griego=furor) significa, poco más o menos, una exacerbación, un paso al límite o una exaltación del carácter o, mejor, una predominancia de alguna de las notas que el carácter encierra sobre las demás. De la mano de Ortega y Gasset, que hacía metafísica estricta de estas ideas, para mí es cierto que lo que la manía en pura biología supone frente al carácter, en estética, lo supone la manera frente al estilo. Es decir, manera en el artista es este predominio o exasperación de ciertas notas que integran la batería de posibilidades artísticas de su estilo. Y esta es la razón de que El Greco haya sido llamado maniático, raro y, a la postre, loco. Que tenía, no sólo un estilo personalísimo, arquetípico, inimitable, sino más, una manera, una selección de modos de expresarse que deliberadamente eligió entre sus inmensas posibilidades de gran pintor. Y por eso exacerbadamente, frenéticamente, selectivamente, la pintura de El Greco tiene un enclave fijo, axial, ineludible, hacia el retrato (espiritualidad profana, si puede llamarse así) y hacia, los temas religiosos (espiritualidad mística) horizontes casi únicos, elegidos bien discriminadamente entre un zodíaco de otros posibles. i Claro que El Greco tenía que escandalizar al ambiente artístico de la época, de aquella época sumergida en el amaneramiento, que es la degeneración del estilo, de los preciosistas repletos de sentido carnal, mitológico, imágenes hipersensuales, escenas cortesanas y tutti quanti...\ Por lo demás •—aunque bien es cierto que no tenemos datos demasiado fiables— en la propia existencia de Dominico no hay señales ciertas que abonen el supuesto de alteración mental. Por ejemplo, su fidelidad a una sola mu- SAN JUAN EVANGELISTA ^P^^Í^S^^^üBÍ^B^^^ÉÍ^^^^^^PBfflÍil jer, Dña. Jerónima de Cuevas, quizás amante única y hit motiv de casi todas sus figuras pictóricas femeninas. Su atención al hijo de ambos, Jorge Manuel; su invariable intransigencia frente a pequeños tapujos de cabildos y marchantes. Por otra parte, en sus amigos de garantía ya citados (Gracián, Paravicino) no se encuentran opiniones que abonen el diagnóstico de demencia. Se tambalea, pues, hasta derrumbarse, esta denominación clínica tan manoseada. Con Barres, con Cossío, con Reinach, forzoso es suponer en Theotocópuli una personalidad esquizoide, retraída, de introvertido altanero y soñador y, aún más, una fuerte capacidad eidética (representación de imágenes de enorme fuerza sensorial y afectiva sin objeto real) y volcada por temperamento, por educación y por ambiente a un espiritualismo religioso constante, de plena exaltación mística en ocasiones. Suponiéndole, como demostró a su manera, las auténticas condiciones del genio, esto es, sensibilidad extremada, casi neurótica y talento creador absolutamente excepcional, dentro de una coyuntura espacio-temporal idónea (nada menos que la Contrarreforma en el Toledo de Felipe II), El Greco cristaliza en la auténtica genialidad pictórica acercándose acaso, pero nada más, a los límites de lo extático, de lo obsesivo, pero fuera de lo declaradamente psicopático. Dejemos ahora que hable su obra en este concreto sentido espiritualista, místico a cien atmósferas, que nos explica por sí solo muchas paradojas físicas y psicológicas, mucho de lo que de extraño tiene la patología en su obra; entre mil, un ejemplo claro: «San Francisco recibiendo los estigmas» (Museo Cerralbo). Señalábamos antes la influencia de Tintoretto. Claro está que una mente ingenua supondrá una radical diversidad con los temas del veneciano, y así es si recordamos la superabundancia de señoronas torneadas que prodiga éste. La semejanza está en el desarrollo, en la singular dinámica del cuadro, en la especialísima agitación contenida (como le ocurría a Jacobo Robusti), a su tendencia casi cinemática hacia la altura, a separarse de la tierra. Siempre cuidadoso acabado de las manos, maravillosamente expresivas en este caso de aceptación absoluta del mensaje celestial. Y ya aquí, bien claro, lo que vamos a ver repetido hasta la saciedad, cual es ausencia de estridencia patológica, la falta de sangre llamativa y aparatosa, en los estigmas y fuera de ellos; el predominio de la vivencia mística o iluminada sobre la figuración somática, con menosprecio bien marcado de la limitación corporal, para aferrarse a la sugestión metafísica. En el mismo sentido, Cristo con la Cruz expresa mágicamente nada menos que la pavorosa patología de Jesucristo —Getsemaní, azotes, corona de espinas, traumatología diversa— con una economía en lo melodramático que pudiera haber, que todo lo transforma en elegancia, cualidad perfectamente adaptable a esta escena de entrega del protagonista a la contemplación de la divinidad. Ahí está el quid: vista así la escena, sobra la siempre grosera manifestación patológica. Con el mismo tema, la Crucifixión; reconozcamos de entrada la magistral composición, el absorbente juego de escena y fondos. Y también el esfuerzo por convertir el cruento drama de El Gólgota en un desarrollo casi teológico. La lanzada del costado, la corona de espinas, los clavos en pies y manos no descomponen en absoluto la inmensa majestad del Cristo, que aparece tranquilo, sin estertores agónicos, superlúcido, mucho más Dios que hombre. Este es el Cristo de un liberado y triunfal «consummatum est», no la criatura atormentada que grita «tengo sed», la horrenda sed biológica de todas y cada una de sus células, desecadas por la hemorragia traumática aguda. Aun con este motivo, «La Verónica», con la misma parquedad en lo corporal, la misma manera obsesionada de transformar la catástrofe física en un acontecer espiritual. En este rostro de Jesús no hay manchas, no hay restos de salivazos de los sayones, ni del polvo, el sudor y la sangre y las lágrimas en la caminata hacia el '- i VWmilljHM^HnMHBflBfflnnniIinffi V '*•Vvtviv*jBS8S8ffil S HftjSK^sfifo Calyario. Hay una inesperada serenidad, una impensada ataraxia en la mirada triunfante, profundísima, de un Dio£ al que Theotocópuli no transige en expresar según las reglas vulgares, sino con acendrado fervor místico y poético (las gotas de sangre son rubíes). La imagen acaba teniendo aspecto de icono, de advocación atrayente qué invita a rezar. En |una visión rápida de lo que el ingrediente «locura» pudo suponer en la obra de El Greco, encontraríamos, por ejemplo (hay muchos), este «San Bartolomé» que nos llevaría lejos en un comentario a fondo. Recordemos no más que pudo ser pintado tomando como modelo alguno de los dementes del manicomio llamado del Nuncio Viejo. Y, pomo trasmite con autoridad absoluta Marañón, Theotocópuli debió intuir los escasos límites que separan la demencia y el genio religioso, la santidad. Así, cuando a un pobre enajenado le coloca ese antropoide amarrado con una cadena, el resultado acaba siendo este mocionante Bartolomé Apóstol, con el Diablo cogido por el pescuezo, al cual Apóstol le sobran datos en su rostro como para convencernos de lo cierto de esta representación antropológica de sobrenatural entusiasmo o locura apostólica. En : el mismo orden de cosas, un tema manido en pintura universal: «Martirio de San Sebastián». ¡Con qué especial manera amorosa, delectatio, le trata Theotocópuli! Como siempre, auténtico desdén hacia los llamativos chafarrinones sangrientos u otras señales patológicas. Consideración del episodio no como escena contemplada, sino como interpretación emocionada y casi metafísica de lo que está ocurriendo. En el fondo, latiendo una paradoja clínica; la figura un poco ambigua, casi asexuada de este adolescente, que no concuerda con el atroz estoicismo (propio de una contextura humana mucho más madura y recia) con que acepta el martirio a que le someten. Sotfre la marcha, una ratificación de esta sexualidad equívoca de muchas figuras del Greco. Entre otros, Sopeña Ibáfiez ya ha estudiado el problema de cerca. No es cosa de detallar, sino de fijarse un poco, simplemente, en innumerables figuras de planos secundarios y aún de primer plano, en las tablas grequistas. Genitales masculinos? y femeninos ocultos casi con pudor remilgado, morfología neutra, discretísimamente patológica, sólo advertible por ojos de profesional de la patología precisamente, si puede decirse así. Una vez más, concretemos, macera, estilo personalísimo de Dominico, que oculta en lo que puede la tosquedad somática con medios que acaban rozando paradójicamente lo morboso. En parecido estilo, los angelitos archifamosos, con nariz adenoidea, a los que «parece grotesco» (y lo es) dedicar un comentario con ánimo clínico. Veamos, en fin, las obras clave de Theotocópuli, las que marcaron su evolución hacia la pintura más asombrosa de todos los tiempos, y en las que, por cierto, se encuentra condensada la razón de que sirvan permanentemente de breviario en la estética grequista. Y que, de paso, constituyen un paradigma de cuanto la patología significa en su obra. «El Expolio»: Pintura mágica; atisbos de miniatura bizantina (planos enteros sucesivos) composición abigarrada, insólita, personalísima, convergente en el cono central donde brilla el latigazo purpúreo de la túnica inconsútil. Escenografía libérrima, con la ternura de las Tres Marías desoladas (que, según mi idea, este fue un detalle que le acarreó algún pleito con el Cabildo) . Caudales de emoción entre valiosos apuntes de realidad (El Greco no pierde los pedales de lo vital: basta contemplar la cara de los sayones) un tanto precursores del tipo de retratos secundarios que prodigaron Velázquez y el español José de Ribera. El Greco culmina con una llamada de espiritualidad y de amor en la cabeza del Cristo, excepcionalmente emotiva, que siempre me hace recordar a Chesterton cuando habla de la poesía en Pintura: «cuando el pincel se pone al rojo vivo, pinta rosas; cuando se pone al blanco vivo, pinta estrellas». Esa rosa sangrienta, por ejem- j % ^BK^^^^^^^^^^^^^^^^MIIBMK:'. . ' '•.' : HH \^_^^^^^™^^ftí!HfífWfWWHÍl^^ : mfc 1^^^^^BBB|MM|Í^MP -'/ - - |||K i^^HI^^^^IH^^^^^^PSní^BHB^a .Íiif9HH^^^^Hmii&PKlÍÍÍiiiiPB&MHui SHaffiBi^Hllllli pío, que es la tánica sobre la que echaron suertes para que se cumplieran las profecías, y estas bellísimas estrellas doradas que el pincel de El Greco, al blanco vivo, graba en la abertura pupilar del Hijo del Hombre, resignado al ultraje y a la humillación, pero trasluciendo la majestad con que supera el trance fisiológico y patológico de su martirio, abstraído en su propia esencia divina. «Martirio de San Mauricio» : la obra desdeñada por el Rey Felipe, lo que probablemente acabó con las esperanzas de Dominico de hacer carrera en la Corte. Es posible que la escenografía le resultara al Rey —como ha dicho algún crítico actual— «demasiado ballet», un poco, en efecto, excesivamente coreográfico, con planos representando escenas completas, con protagonistas en primer término y algo así como el coro de las tragedias griegas alrededor. En lo alto (lo que nos acerca al alcaloide de la pintura de Theotocópuli) la Gloria, más como intuición vivenciada, casi como realidad tangible. Lo que es más cierto aún es su especial sentido dramático; no importa la degollación bestial de los aguerridos compañeros de Mauricio, obligado infructuosamente a abjurar de su fe cristiana; degollación que se atisba en la zona inferior y en la que, una vez más, no aparece ni una EL EXPOLIO (Detalle) gota de sangre. Importa la enorme gallardía con que se acepta una muerte inevitable, lógica, por convencimiento. Muy poco más para el «Entierro del Conde de Orgaz». De esta enorme tabla era de la que Madrazo opinaba que en su parte inferior Theotocópuli había llegado a la perfección absoluta, considerándola incluso (esto probablemente es muy cierto) como un auténtico trozo de la Historia de España o más, como un reflejo perduradero de Castilla, su mística y su ascética, su tradición y su tremenda seriedad. Como es bien sabido, en las figuras que asisten al entierro, según la piadosa tradición, además de San Agustín y San Esteban, se ha querido reconocer a muchos contemporáneos, como D. Juan de Austria, el Marqués de Montemayor, el propio Greco, etc. Pues al lado de esto, dice Madrazo, el que la mitad superior resulte tan discordante, tan «lamentable», comenta él, se debe a que el artista sufrió un arrebato de enajenación, una suerte de delirio repentino que le llevó a terminar el cuadro de tan desastrosa manera. No insistimos en tan pueriles razones que se anulan por sí mismas. Nos quedamos, como se presagiaba en cuadros anteriores, en esta culminación del simbolismo magistral de El Greco, haciendo historia humana apegada a la tierra y éxtasis divino elevándose a las alturas. El Greco como mensaje espiritual, elaborado y sufrido, frente a la pintura vista y entendida sensorialmente o vivida y soñada emocionalmente. En resumen, sin patología alguna en su persona, encontramos en la obra de Theotocópuli una singular y elegantísima tendencia a ocultar y matizar la patología dentro de un estilo, mejor de una manera artístico-vital de espiritualismo acendrado, tendencia mística irreductible dentro de una originalidad morfológica y colorista inimitable que se traduce en la pintura «ascensional». Misticismo y espiritualidad que radican en su temperamento y se aguzan y extreman en su ciudad providencial, Toledo, a la que tan bien pintó con sentido sinaítico, se ha dicho, fatal quizá, que desencadenó su sentido estético de espiritualidad pintada. Una vez más, con Marafíón, acabamos con este sentido místico que como «floración de la misma época histórica» tanto pudiera acercarse a San Juan de la Cruz, en el final de su «Noche oscura del alma» : «...el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y déjeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado...» Imp. Socitra - Salvadors, 22 - Barcelona