Amor humano y amor divino en la obra Marsilio Ficino.

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Amor humano y amor divino en Marsilio Ficino
Ing. Mauricio Román Rojas
Ponencia para el
Coloquio acerca del Renacimiento
Programa Regional Centroamericano
de Posgrado en Filosofía
Facultad de Letras
Universidad de Costa Rica
10 de febrero del 2009
Introducción
El propósito de esta investigación es profundizar en la relación entre el amor humano y el
amor a Dios, o amor divino, en Marsilio Ficino, según su obra De Amore.
Durante el Renacimiento se produjeron muchas obras sobre el tema del amor, tanto
filosóficas como literarias. Las dos que se destacan a nivel filosófico son el De Amore de
Marsilio Ficino y Los Diálogos de Amor, de León Hebreo. Marsilio Ficino fue sacerdote, fundó
la Academia Platónica en Florencia, y tradujo del griego la obra entera de Platón, que hasta el
momento sólo se conocía parcialmente. Su obra De Amore consiste en una introducción a la
edición en latín del diálogo El Banquete.
El De Amore no se reduce a un mero comentario de otra obra, sino que, en primer lugar,
refleja un genuino interés por elaborar una teoría propia del amor, y al hacerlo, recoge ideas
presentes en otros diálogos platónicos al igual que en Plotino y otros filósofos.
Ficino teoriza sobre el amor manteniendo un interés por la vida concreta y resaltando la
individualidad humana, y en esto refleja el espíritu de la época. Según el historiador suizo
Jakob Burkhardt, el período del Renacimiento en Italia fue caracterizado, entre otras cosas,
por un sentido práctico e individualista. Práctico, porque se buscaba la utilidad, el llegar a
resultados concretos, bien fuera conquistar y gobernar ciudades o elaborar obras de arte.
Individualista, porque este esfuerzo era frecuentemente marcado por el genio de una persona
singular.
El contexto en el que se da la obra refleja estas características. En primer lugar, fue escrita en
latín seguida por una versión, del mismo autor, en lengua toscana, con el fin de que pudiera
ser más ampliamente difundida, y así posiblemente servir de guía práctica. En segundo lugar,
la obra recoge la memoria de un evento histórico, un banquete en Florencia en honor del
primer banquete en la Grecia Antigua, y durante el cual se proclamaron siete discursos sobre
el amor. Como evento histórico, el banquete fue no sólo una oportunidad para teorizar acerca
del amor, sino también para conmemorarlo y vivenciarlo.
Ficino traza una trayectoria desde el amor entre semejantes, por ejemplo dos amigos, y el
amor a Dios. En esto se diferencia de Aristóteles, según el cual estos dos tipos de amor son
diferentes. Para el estagirita, la amistad surge entre dos personas a partir de la semejanza en
virtud, amor que se consideraría filial, mientras que, según el mismo Aristóteles, el amor
erótico se manifiesta en la forma como Dios mueve al mundo, atrayendo a sí a las esferas
celestes. Ficino, busca en el amor una unidad conceptual, e intenta por ello averiguar qué es
aquello que abarca tanto el amor filial como el amor erótico, o en otras palabras, la afinidad
entre semejantes y el deseo espiritual de lo bello.
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En el banquete de amigos se coloca de relieve el amor entre hombres, o sea, entre los propios
participantes. En el primer discurso se destacan tres tipos de amor: de hombre a mujer, de
mujer a hombre, y entre hombres, o sea, entre semejantes. En los primeros dos casos la
fortaleza del amor se hace presente en las propias historias, y por ello Ficino no se detiene a
analizarlos. Por otro lado, el amor entre semejantes presenta dos polos nítidamente
diferenciables, y Ficino se detiene para analizarlos, para luego subrayar las ventajas de un
amor puramente espiritual, desde el cual se puede trazar una trayectoria al amor a Dios. Este
amor espiritual entre semejantes es conocido como amor platónico o amor socrático, concepto
que fue concebido por el propio Ficino y que tuvo gran impacto en la literatura de los siglos
posteriores.
La pluralidad de discursos en el banquete florentino también ofreció un contexto para
expresar la diversidad de métodos con los cuales se puede buscar la verdad. Ficino señala que
“hace falta que por encima del alma del hombre haya una sabiduría que no esté dividida en
diversas doctrinas sino que sea una sabiduría única, de cuya única verdad nazca la verdad
múltiple de los hombres” (VII, XVIII). Así, en los varios discursos, Ficino coloca el acento en
un método diferente, sea ontológico, epistemológico, ético, e inclusive introduce
consideraciones a nivel simbólico. En esta búsqueda, también se vale de la medicina y
astrología que prevalecían en la época. Los diversos métodos están superpuestos, e incluso
surgen algunas contradicciones, lo cual sin duda complica el análisis de la obra.
El Amor Platónico
Para mantener fijo el rumbo, la presente investigación partirá de vivencias concretas y
cotidianas respecto al amor, para luego examinar cómo, a partir de estos aspectos del amor
humano, Ficino traza el camino hacia el amor divino. En esta trayectoria se prestará particular
interés al papel de la memoria y de la imaginación.
Consideremos la diferencia que existe entre cuando uno se pincha un dedo, y el sentimiento
de estar enamorado. Ambos estados difieren en por lo menos tres aspectos importantes.
Primero, al pincharse un dedo, uno siente dolor y molestia, pero una vez se libera el dedo, este
sentimiento se desvanece. El amor, por otro lado, permanece e incluso puede aumentar
cuando su causa, la persona amada, no está presente. Otra diferencia es que el pincharse un
dedo suscita una respuesta involuntaria, mientras que el amor posee, en el fondo, el carácter
de una respuesta libre hacia otro ser humano. Una tercera diferencia es que el tacto, por
medio del cual nos llega la sensación del dolor, ordinariamente no nos informa acerca de la
belleza de las cosas. Con mucha mayor frecuencia calificamos a algo de bello después de que
nos llega su imagen por medio de la vista o el oído. Y el amor parece involucrar una respuesta
a la belleza, un deseo de ella. Estas tres dimensiones del amor como fenómeno son
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desarrollados por Ficino, a saber, su presencia en el tiempo, su relación con la libertad
humana y su afinidad con el sentido visual y auditivo.
Partamos de la relación del amor con el sentido visual y auditivo. Con Plotino, Ficino sostiene
que los sentidos se dividen en dos tipos: la razón, la vista y el oído, por medio de los cuales
podemos contemplar la belleza, y que nos permiten contemplar objetos lejanos, y los sentidos
que podríamos llamar “próximos”, o sea el olor, el gusto y el olfato. Éstos nos informan sobre
estados de cosas, pero no nos dan acceso directo a la belleza. Ficino es tajante: descalifica
totalmente a los sentidos próximos. Los primeros son más afines al espíritu, los segundos a la
materia. El amor, eros, es un deseo de lo bello, y por ello, para Ficino el amor se despierta sólo
por medio del primer grupo de sentidos, entre los cuales la vista ocupa un lugar privilegiado.
La imagen del amado nos llega a través de la imagen de su cuerpo que entra por la vista. Dicha
imagen es, para Ficino, demasiado grosera para el alma, pues ha llegado por medio del cuerpo
material y requiere de una transformación purificadora, la cual es efectuada por la
imaginación. En Ficino, la imaginación es una facultad intermedia entre la sensibilidad y el
intelecto, siguiendo a Aristóteles, pero también posee una capacidad intuitiva paralela a la
razón, fruto de una luz infusa por Dios en el alma.
Ficino considera que el alma humana es el ser del hombre, y que es inmortal. Dicha alma no
se une directamente con el cuerpo, sino que posee una envoltura, llamada spiritus, que es una
sustancia muy ligera, algo intermedio entre lo espiritual y lo material. Según Ficino, el spiritus
se refleja en la mirada y determina los temperamentos, y por ser de características similares al
éter, es susceptible de influencias de los astros. Unida al spiritus se encuentra la imaginación,
que recoge y refleja la imagen recibida por los sentidos corporales, y la purifica por una luz
interior infusa presente en el alma. Las imágenes purificadas se albergan en la memoria.
Desde allí, el alma busca una afinidad entre éstas y las Ideas, que se encuentran presentes en
ella. En el caso del amante, se procura una afinidad con la Idea de ser humano, la cual es bella
en sí misma. Una afinidad despierta un deseo interior innato hacia lo bello, que se manifiesta
como un furor, y que el amante puede encaminar libremente en diversas direcciones.
Antes de considerar cómo el amante puede responder a dicho deseo, conviene detenernos en
el concepto de deseo. Ficino afirma que el deseo es el estado más puro de amor, pues no posee
el objeto que lo anima, y sostiene, con Platón, que el amor, eros, se ubica entre la carencia y la
posesión. El amor no es carencia total, pues conoce lo suficiente del amado para despertar el
deseo. Pero el amor tampoco es posesión total, pues la posesión anula el deseo, y así el amor
se desvanece y muere. Por ello afirmó Platón que el Amor es un dios, hijo de Poros y Penia,
que son la posesión y la pobreza. La existencia del deseo garantiza que habrá amor y que
habrá vida. Este deseo, que es una respuesta ante la belleza, no se agota en el amado, sino que
engloba también el deseo de Dios, belleza pura. En el momento de la creación, señala Ficino
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que Dios ha sido quien ha colocado la capacidad de desear en el alma. Dios no acaba con el
deseo sino que le da un gozo que nunca llega a ser acabado sino que se renueva eternamente.
El deseo se manifiesta de formas diferentes según los temperamentos, los cuales responden a
los diferentes humores del cuerpo que afectan el spiritus, y son cuatro: sanguíneo, colérico,
flemático y melancólico. El temperamento melancólico es más proclive a vivir el amor de una
forma extrema, incluso hasta dejarse poseer por él, como por un furor o una locura. El
amante, aunque no puede fácilmente apagar el furor, sí posee la libertad para orientarlo en
diversas direcciones.
Ficino afirma que el hombre es identificable con su alma, pues esta vivifica, gobierna y cuida
al cuerpo. El alma se encuentra en un punto intermedio, en una situación frágil entre el orden
angélico y el universo material – es una copula mundi. Su situación refleja la tensión entre la
posibilidad de ascender y divinizarse y el peligro de caer y perder su esencia. Esta tensión es
inherente a la naturaleza misma del alma, pues ésta posee dos luces: una luz natural y una luz
sobrenatural, que Ficino asocia con las dos Venus relatadas por Platón, una vulgar y la otra
divina. La luz sobrenatural, que hasta cierto punto se obnubila por la soberbia presente en la
humanidad que ordinariamente confía sólo en su luz natural, posee la capacidad de
contemplar la belleza y así llevar al hombre a ascender incluso sobre la mente angélica y
alcanzar la unión con Dios, trascendiendo el tiempo y la materia.
Ante la realidad de aquello que se enciende en su alma a raíz de la concordancia entre la
imagen del amado y la idea innata, el amante puede orientar su furor según sus sentidos
inferiores, procurando de esta forma poseer corporalmente al amado, pero entonces cae en
una vana ilusión, y desemboca en la locura, perdiendo así su propia naturaleza humana y su
inmortalidad para terminar asemejándose a las bestias. Este furor lleva al amante a la
creencia equivocada de poder transferirse corporalmente en el otro, y enceguece su alma, pues
en vez de amor, su furor se transforma en una obsesión por lo material, apagando su luz
sobrenatural.
El amante puede también orientar su furor hacia la belleza misma, encaminándolo por una
vía interior a partir de la belleza física del amado, presente en la imaginación y contemplada a
la luz sobrenatural en su alma, para luego considerar sus virtudes, las ideas que las forman, y
luego la belleza pura que es Dios. Esta es la vía contemplativa, la cual Ficino considera que es
superior, pues el amante se eleva para contemplar la belleza divina y así alcanzar la felicidad,
que es la divinización y la unión con Dios. Esta vía posee una dimensión positiva, que
acabamos de describir, y una negativa. La vía negativa consiste en eliminar progresivamente,
de la imagen presente en el spiritus, las limitaciones del tiempo, la materia, y la multiplicidad,
para llegar a una forma enteramente simple, que es la hermosura de Dios y que, en esencia, es
luz (VII, XVII).
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Entre estos dos polos existe un tercer camino, que, en imitación del acto de creación divino,
procura recrear la belleza en el amado, y que sería un amor activo, propiamente humano. El
amante orna al amado con los frutos de la belleza e intenta formar lo que aún no se ha
formado plenamente. Su objetivo es dar luz a lo que está en tinieblas, dar vida a la cosa que
yace muerta, dar forma a lo que está sin forma, dar perfección a lo que es imperfecto. Este es
el amor socrático o platónico, y es el tipo de amor que se da entre el maestro y el pupilo, pues
se da una relación de semejanza, ya que el pupilo es potencialmente semejante al maestro, y
se da un vínculo espiritual, pues el objetivo del maestro es ornar el alma del pupilo
transmitiendo su enseñanza. Como veremos más adelante, este tipo de amor es personificado
por Sócrates.
Según este amor, el amante muere, pierde su espíritu, se da completamente y revive en el otro.
Esta reciprocidad apunta hacia la inmortalidad del alma. El tema de la inmortalidad del alma
ocupa una posición de destaque en la Teología Platónica de Ficino, pero el De Amore se
limita a argumentar a favor de la inmortalidad a partir de la consideración de reciprocidad en
el amor humano. Si en un amor en el plano humano es posible vivir en el otro, y así alcanzar la
inmortalidad, con mucha mayor razón podrá el alma que busque a Dios alcanzar la
inmortalidad.
La Metáfora de la Luz
Hemos trazado un arco que va desde el amor humano, pasando por la imagen del amado
presente en la imaginación hasta la unión mística con Dios. Retomemos ahora este mismo
trayecto en el plano simbólico, considerando el uso que hace Ficino de la luz.
La luz posee dos características que interesan a Ficino. Por un lado, se pensaba que estaba
desprovista de materia, y por otro lado, se encuentra siempre en movimiento. No es una Idea
simple, eterna e inmutable, sino que, al igual que el alma, es espiritual pero posee dinamismo.
El recurso de la luz le permite entonces a Ficino cerrar la brecha existente en Platón entre el
mundo de las Ideas y el mundo sensible, pues al igual que las Ideas, es inmaterial, y al igual
que el mundo sensible, participa del movimiento.
Este contraste se refleja al comparar la idea de Bien con la Belleza. El hombre, según
Aristóteles, siempre desea el bien, y si termina procurando el mal es por una equivocación que
consiste en haber procurado un bien aparente, pero no real. Ficino no se complica intentando
diferenciar entre bienes reales y aparentes, pues sostiene que el Bien es una idea céntrica pero
estática y abstracta, y por tanto, difícil de comprender. Más asequible a nuestro intelecto y
nuestro spiritus es la belleza, que es la expresión concreta del bien, y que al manifestarse
como la luz en el tiempo y el espacio, a través de los diversos grados de ser, es más cercana a
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nosotros. La Belleza, para Ficino, se encuentra estrechamente relacionada con el Bien, pero no
en una relación de subordinación. La belleza surge del Bien y lleva al Bien, y mueve al amor.
Junto con el pseudo-Dionísio, afirma Ficino que “el amor es un círculo bueno que gira
eternamente de bien a bien” (II, II). Ficino representa la Belleza como cuatro círculos que
tienen un punto en común, que es el Bien, y que corresponden a diferentes grados se ser: la
mente, el alma, la naturaleza y la materia.
La luz es metáfora de unidad, verdad y conocimiento, pero encuentra su expresión más clara
en Ficino como metáfora de la belleza. La belleza desciende a partir del Bien como la luz, y
según la capacidad receptora de los entes, se degrada. La luz presente en cada esfera de ser es
un resplandor, un brillo que posee cada cosa pero que proviene de Dios. La esfera de lo visual
es plenamente espiritual, pues por un lado, la luz como medio entre el objeto y la cosa es
espiritual, o inmaterial, y el proceso de captación, según vimos antes, también es espiritual,
pues la imaginación, donde se refleja la cosa como en un espejo, esta unida al espíritu.
Ficino concibe la belleza de dos formas diferentes. En cuanto luz, la belleza no consiste en
simple proporcionalidad sino que es ante todo, claridad, o sea, simplicidad. Por ello, las cosas
simples y sin partes pueden ser bellas y poseer un brillo, una gracia particular. Por ello, Ficino
concuerda con Plotino que la esencia de la belleza no radica en la armonía entre las partes,
pues si las partes no poseyeran a su vez otras partes, serían carentes de belleza.
Ficino también concibe la belleza como armonía, o proporción, pero esta condición es peculiar
a la expresión de la belleza en el mundo, y sirve como punto de partida para ascender hacia la
belleza pura. La armonía, en cuanto es la base de la templanza, ayuda a preparar al ser
humano para que pueda recibir la luz, pues lo orienta en dirección opuesta a la corporalidad y
hacia la esfera espiritual.
Al recibir la belleza, o luz, por medio de la mirada, se recrea en la imaginación una imagen
pura del objeto de contemplación, y esta imagen es iluminada por una luz interior presente en
el alma. En la imaginación, que actúa como un espejo, dicha imagen se torna fuego, un
incendio de deseo que, motivado por la belleza, puede a través de un acto de voluntad ser
orientado hacia la belleza divina, iniciando así el proceso de retorno hacia el Bien.
La imaginación es entonces el punto de retorno y de unión entre el macrocosmos y el
microcosmos, y es también el punto de iniciación del ascenso. Siguiendo al Fedro de Platón,
aunque cambiando un poco el orden, Ficino afirma que esta iniciación se concretiza en las
cuatro fases del furor divino, que son la fase poética, mistérica, profética y amorosa. La fase
amorosa, que es la última etapa del del ascenso, produce una armonía con el cosmos, que es
como un organismo en el cual hay correspondencia, enlace y sentido entre todas las partes, sin
importar si las relaciones entre ellas son de superioridad, inferioridad e igualdad.
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En todo este movimiento, el individuo no es absorbido por una entidad superior sino que
logra por medio del amor, multiplicarse al vivir también en la persona amada, al igual que la
luz que se multiplica al reflejarse en múltiples objetos. Surge así la figura del artista del
renacimiento, como aquel que logra ascender hacia la belleza, para luego plasmarla en el
ámbito material. En contraste con el artesano del medioevo, se pone de relieve la dimensión
individual e iluminada del artista, quien en un incendio de deseo, crea. Al crear, refleja el acto
creador de Dios.
A diferencia de Plotino, Ficino afirma que la realidad surge por un acto divino de creación, y
no por una emanación de Dios. Según Ficino, Dios crea la mente angélica y ésta, aún sin
forma y oscura, se inclina y acerca a Dios, por un deseo innato. Vuelta a Dios, es iluminada
por su rayo, y es por el resplandor de aquel rayo que su deseo se enciende, y al encenderse, se
aproxima a Dios y así es formada, pues Dios imprime en ella la naturaleza de todas las cosas
que deben ser creadas (I, III). La mente angélica a su vez le comunica las Ideas al Alma del
Mundo y al mundo material. En última instancia, el alma humana es como la mente angélica,
el spiritus es como el Alma del Mundo, y el mundo material es análogo al cuerpo. La luz es,
por tanto, metáfora de la difusión de la belleza en el mundo, según los diversos grados de ser o
estratos de la persona.
La Importancia de la Memoria
El acto de creación resalta la importancia de la memoria. La memoria en Ficino se concibe de
diversas formas. En primera instancia, es el deseo innato colocado por Dios en la mente
angélica cuando ella aún es informe. Se puede afirmar que este deseo es memoria del creador.
En segundo lugar, es el santuario interior que alberga las Ideas infundidas por Dios en la
creación una vez que la mente angélica se ha aproximado a Dios. Como vimos, el alma
humana posee una luz sobrenatural cuyas características se funden con aquellas de la mente
angélica, por lo cual podemos afirmar que, en Ficino, el alma humana también es, en su fondo
más íntimo, memoria de Dios y santuario de las Ideas.
La memoria también es, para Ficino, garantía de que el alma conserva su unidad. Señala que
“el alma siempre permanece la misma, como claramente nos muestran la búsqueda de la
verdad y la voluntad de bien, siempre las mismas, y la firme conservación de la memoria” (IV,
III). Afirma que el hombre es, en última instancia, alma y no cuerpo, pues este último es
siempre cambiante.
Por otro lado, la memoria mantiene un repositorio de imágenes que provienen de la
imaginación a lo largo del tiempo. El deseo se orienta, según Ficino, hacia la imagen fija en la
memoria, y esto hace que el amor perdure. Afirma Ficino que la imagen del amado, primero
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“la veías en otro y ahora sólo la ves en ti mismo, y a ésta, siempre fija en la memoria, la amas
siempre, y cuantas veces se presenta a los ojos del alma, tantas veces te consume de amor (...)
por esta causa el amor se llama inmortal” (VI, X).
El amor perdura no sólo en el amado, sino también en la ciencia. El amor humano es “el deseo
de engendrar en lo bello para conservar la vida eterna en las cosas mortales” (VI, XI). En el
contexto de amor entre semejantes, se expresa en el acto de recrear la ciencia en las nuevas
generaciones, pues el olvido es el fin de la ciencia. El acto de enseñar le permite al maestro
dejar algo nuevo semejante a sí mismo. El amor, para Ficino, es entonces inseparable de la
pedagogía, como vemos en el amor personificado en Sócrates.
La Personificación del Amor
El amor para Ficino no es sólo una idea abstracta. Cada amante puede a su vez personificar el
amor, preservando su dignidad, según la vía activa o la vía contemplativa. Este segundo
camino es, principalmente, trabajo del artista, como poeta. Para poder llegar a la unidad
interior, el artista debe poseer pureza, la cual ante todo implica el abandono de una actitud
que lo lleva a creer, erróneamente, que sólo debe depender de la luz natural de su alma. Para
despojarse de esta actitud, el artista debe esforzarse por cultivar la belleza según los sentidos
nobles, y no dejarse llevar por el camino del amor vulgar. En otras palabras, debe vivir el amor
socrático o platónico.
El artista refleja su pureza en su mirada. La mirada no sólo es el camino por el cual obtenemos
noticia de la belleza de un ente exterior a nosotros, de otro ser humano que en si mismo es un
microcosmos, sino que también es el modo por el cual la belleza del cuerpo se refleja de forma
más pura. Ficino afirma que el amor que se enciende en el spiritus, por este mismo spiritus
fluye al exterior a través de la mirada.
Ficino llega a concretizar el amor no sólo en un tipo ideal, tal como el artista, sino en un
hombre singular e irrepetible, que es Sócrates. Aquí no estamos haciendo referencia sólo al
amor de Sócrates por Alcíbiades, sino por todos sus discípulos. Al igual que el dios Eros,
Sócrates es hijo de la pobreza y la posesión en sentido metafórico. Según relata el mismo
Sócrates en El Banquete, el amor “es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree
la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y
descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero
siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte,
de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente,
audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en
recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago,
hechicero y sofista” (Banquete, 203d).
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Según Ficino, Sócrates está dibujando con palabras su propio auto-retrato. Este amor le lleva
a entregarse e incluso morir en sus discípulos, reviviendo en ellos por medio de la ciencia que
les infunde. En primera instancia, el amor platónico se personifica en Sócrates. En última
instancia, en cualquier ser humano, pues Ficino señala que “se ha de alabar a Sócrates como
muy semejante al amor y como el amante más verdadero, de tal modo que al alabar a éste,
igualmente alabamos a todos aquéllos que aman de manera semejante” (VII, II).
Ficino afirma que Sócrates ama “como un pastor, defiende a su rebaño de la voracidad y la
peste de los falsos amantes (...) pero porque los semejantes se juntan de muy buena gana con
sus semejantes, se hace semejante a los jóvenes en la pureza de vida, la simplicidad de
palabras (...) se convierte ante todo de viejo en muchacho para convertir a los jóvenes en
viejos con su trato familiar y alegre” (VII, XVI). El trato de Sócrates es no tanto alegre como
útil, pues “a los jóvenes primero los capta con la suavidad alegre de su trato. Una vez los tiene
enredados, les amonesta un poco más severamente, y finalmente les reprende con una crítica
más dura” (VII, XVI). Así, logró encaminar a muchos de sus discípulos hacia una vida más
elevada.
Consideraciones Críticas
Antes de terminar, quisiera esbozar algunos apuntes críticos. En primer lugar, me parece que
el rechazo tajante de Ficino con relación a los sentidos próximos es incompatible con su
consideración de la poética como el punto de inicio del amor hacia Dios. Si bien parece cierto
que estos sentidos no son el camino ordinario para contemplar la belleza, sería apresurado
desdeñar su contribución estética.
El poeta está llamado, a mi modo de ver, a contemplar la realidad entera, sin rechazar a priori
una parte de ella. Retomemos el ejemplo inicial. Supongamos que, al cerrar la puerta, uno se
pincha un dedo. Al abrirla, vemos en el umbral una persona que refleja en su rostro una gracia
fulgurante, y sentimos un impulso interior que eleva nuestra alma.
En la memoria, albergamos tanto la imagen del dolor en el dedo como la escena que prosigue.
Ficino tal vez afirmaría que la imagen que llega a la memoria es purificada por la imaginación,
y tal vez esto implique remover el dato aportado por el tacto. En la memoria quedaría sólo
noticia de lo que recibimos por la vista. Pero esto, por un lado, no concuerda con nuestra
experiencia de la realidad. Por otro, emascularía un aspecto de la belleza, que es la
proporcionalidad en el orden del tiempo, la forma como un acto bello se ordena en una
secuencia con actos que son desagradables.
Ficino coloca el acento de la belleza en la luz, en su claridad, que irradia aún en las cosas más
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simples, sin necesidad de composición. Sin embargo, nuestras experiencias no se reducen a
algo simple, sino que necesariamente suponen una composición en el tiempo. Para reflejar
esta realidad, el poeta habrá de hacer referencia a ambos tipos de belleza, o sea la belleza
como luminosidad y como composición.
Los sentidos próximos también aportan un sello de autenticidad a la imagen meramente
audiovisual. No es lo mismo contemplar un atardecer sobre el mar que verlo y a la vez
escuchar las olas del mar. Más auténtico aún es sentir la brisa sobre la piel, y percibir el olor
de la sal marina. Una imagen auténtica conlleva a un recuerdo auténtico.
Por último, un sentido próximo puede ser la clave que nos ayude a desempacar las
experiencias presentes en la memoria. Por ejemplo, un simple olor puede evocar un recuerdo
complejo con sus acerbo de imágenes visuales y auditivas. Esto nos lo demuestra Gabriela
Mistral. En su poema “Pan”, ella ilustra cómo el olor y la textura de un pan evocan recuerdos
de la infancia. El poema comienza así:
“Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo.”
Al contemplar el pan, “la textura y el olor familiar sumen [al poeta] en un estado de ensueño
que estimula la memoria y transforma las sensaciones en recuerdos, en añoranzas, en valores
afectivos. Ahora el pan no huele a pan; huele a leche materna, a los valles amados, al poeta
mismo cuando canta (…) En la estancia desnuda no hay otro olor, no hay otra presencia. El
poeta y el pan se acercan, se comunican; reconocimiento que empieza por medios puramente
físicos, por el olfato, pero que basta para sustraer al poeta de lo actual y sumirlo en el mundo y
las imágenes del pasado.” 1
Este poema no coloca el acento inicial ni en la luz, ni en la claridad, ni en el resplendor
fulgurante de las cosas cuya imagen nos llega por la mirada. Pero a través de un olor añejo y
una textura rugosa, evoca imágenes presentes en la memoria en las cuales ciertamente brilla
una cierta gracia. En esta secuencia en el tiempo se manifiesta la belleza, y es lo que
podríamos denominar la belleza del movimiento del amor.
El furor poético, en primera instancia, supone una mirada hacia la propia historia personal,
una contemplación interior de las imágenes presentes en la imaginación y grabadas en la
memoria, mirada que acaece bajo la luz sobrenatural grabada en el alma humana, luz que se
despierta cuando el poeta mismo abandona la soberbia y se purifica del deseo desordenado de
1 Arce de Velázques, M. et. al., “Literatura española y literatura hispanoamericana”
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poseer las cosas bellas corporalmente, aunque sin que esto implique, como ya vimos,
desdeñar por completo los sentidos próximos. El poeta, por tanto, necesita poseer una
apertura hacia la belleza de su propia vida, pues en su propio interior se da la copula mundi,
el enlace que une el mundo temporal con las ideas eternas, el cual que se expresa en su
historia personal.
Una vía de ascenso negativa, que progresivamente elimine el aspecto temporal y espacial de la
belleza presente en el spiritus, o sea en la memoria y la imaginación, lleva al poeta a desdeñar
su propia historia personal para quedarse sólo con la simplicidad que se encuentra en Dios.
Una pérdida de la historia personal significaría una perdida de autenticidad y por ende, de su
individualidad. Bajo esta óptica, el furor poético se elevaría hacia el amor al poder contemplar
y comprender la historia personal del amado.
* * *
Una segunda crítica que se le puede dirigir a Ficino es la aparente reducción de Dios a un
objeto de deseo, a una luz simple y fulgurante. A lo largo del De Amore se ofrecen varios
intentos de explicar en qué consiste la contemplación o visión intelectual de Dios, acto que se
encuentra motivado por la belleza divina. El amor, eros, es una respuesta a la belleza que se
capta por la visión, y por ello Ficino concuerda con el apunte de Plotino de que el vocablo eros
proviene de orasis, visión.
Pero, ¿posee Dios también visión? Según Ficino, el amor de Dios parece reducirse a una
irradiación de la bondad, que en el mundo creado se traduce en belleza. Dios no es un
participante en una relación interpersonal, y el aspecto erótico del amor contemplativo
desplaza cualquier amor filial entre criatura y creador. El amor de Dios es un acto que se
reproduce eternamente, pero no parece ser un acto contemplativo. Por ello, se ha acusado a
Ficino de reducir el amor de Dios a un amor propio, a un acto de creación cuyo único
propósito es el de amarse a si mismo a través del amor innato que deposita en las criaturas
hacia el creador.
En el De Amore, Ficino no se detiene a considerar la contemplación de Dios hacia el hombre.
Habiendo trazado un complejo panorama que relaciona la mirada con el amor, se limita a
proponer que el amor divino hacia el hombre es una constante irradiación de belleza e
infusión de formas que resplandecen en todo lo creado e invita a una unión con Dios mismo.
Quisiera contrastar brevemente el pensamiento de Ficino con el de otro pensador
renacentista, Nicolás de Cusa, propuso un camino diferente, pues afirmó que:
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“Puesto que el ojo está allí donde se encuentra el amor, siento que tú me amas. (...) Tu
mirar, Señor, es amar. (...) Al mirarme, tú, Deus abscondito, me permites descubrirte.
(...) Tu mirar vivifica. (...) Tu mirar significa obrar” (De Visione Dei).
Las implicaciones de este camino trazado por el cusano, e ignorado por Ficino, nos ayudan a
colocar en perspectiva el amor humano. Como poseedor de visión, Dios contempla nuestra
historia. El camino de ascenso a Dios bajo su mirada implica que dicha historia personal no
se pierde, y por tanto la individualidad del amante – y del artista – se mantiene. El
resplandor u opacidad de nuestra historia personal, que pasa por nuestro spiritus pero que se
va perdiendo con el tiempo a la luz de nuestra memoria deficiente y poca luz sobrenatural,
yace completa ante la mirada divina, y la propia historia personal, purificada, se recupera en
Dios.
Conclusión
Hemos recorrido el trayecto desde el amor humano en Ficino a partir del principio de
afinidad, comenzando por la afinidad física de los amantes hasta llegar a la afinidad metafísica
del alma con su objeto deseado, la belleza. Este amor platónico no es apenas un ideal sino que
es práctico, y se concretiza en Sócrates. En este proceso se destacó la importancia de la
memoria y la imaginación, al igual que el papel clave de la metáfora de la luz y la visión para
poner de relieve el descenso de la belleza al mundo y la vía interior de ascenso.
Como punto de partida, consideramos que el amor posee un carácter diferente al de una mera
sensación, y que dos de sus características fundamentales son el carácter de respuesta que
posee, y su permanencia en el tiempo. El amor es un acto voluntario que responde a un
estímulo externo, el cual genera un estado de furor interior que puede ser libremente
orientado en diversas direcciones. Para llevarlo en dirección a la contemplación divina, el
momento de inicio es la actividad poética.
A pesar de que el amor entra por la vista, a nuestra consideración, el furor poético no debe
despreciar el aporte de los sentidos más próximos, y su papel consiste en contemplar la
imágenes presentes en la imaginación y la memoria, y encontrar su adecuación con las ideas
infusas en la parte sobrenatural del alma, y así contemplar la propia historia personal
presente en el spiritus.
Por otro lado, si con el cusano se considera que Dios posee la facultad de contemplación de las
criaturas y de su historia, se puede rescatar la vía media, esto es la acción humana que
engloba el amor puramente humano, el cual llevado a cabo en la conciencia de estar ante la
visión de Dios, puede ser también un camino para la unión divina, de forma tal que se
preserve la historia personal y con ella, individualidad del ser humano.
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Bibliografía
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Trueblod, Alan S. Plato’s Symposium and Ficino’s Commentary in Lope de Vega’s
Dorotea. Modern Language Notes, vol. 73, no. 7, 1958.
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Apéndice
Pan (de Gabriela Mistral)
Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo.
Me parece nuevo o como no visto,
y otra cosa que él no me ha alimentado,
pero volteando su miga, sonámbula,
tacto y olor se me olvidaron.
Huele a mi madre cuando dio su leche,
huele a tres valles por donde he pasado:
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui,
y a mis entrañas cuando yo canto.
Otros olores no hay en la estancia
y por eso él así me ha llamado;
y no hay nadie tampoco en la casa
sino este pan abierto en un plato,
que con su cuerpo me reconoce
y con el mío yo reconozco.
Se ha comido en todos los climas
el mismo pan en cien hermanos:
pan de Coquimbo, pan de Oaxaca,
pan de Santa Ana y de Santiago.
En mis infancias yo le sabía
forma de sol, de pez o de halo,
y sabía mi mano su miga
y el calor de pichón emplumado...
Después le olvidé, hasta este día
en que los dos nos encontramos,
yo con mi cuerpo de Sara vieja
y él con el suyo de cinco años.
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