cuentos de andersen

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HANS CHRISTIAN ANDERSEN
cuentos
CUENTOS I
Hans Cristian Andersen
Cuentos I
Publicado por Ediciones del Sur. Abril de 2003.
Distribución gratuita.
Ilustraciones de varios autores.
Portada "The little mermaid" por Gennady Spirin.
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ÍNDICE
Claus el grande y Claus el pequeño........................ 6
El jardín del Edén ......................................................25
El patito feo................................................................45
El soldadito de plomo...............................................60
La sirenita...................................................................72
La sombra...................................................................81
Pulgarcita ...................................................................98
CLAUS EL GRANDE Y CLAUS EL PEQUEÑO
En cierta aldea vivían una vez dos paisanos del
mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero
uno de ellos tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Y para distinguirlos, la gente llamaba
al dueño de los cuatro caballos “Claus el Grande” y
al que sólo poseía uno “Claus el Pequeño”. Ahora
os contaré lo que les ocurrió a esos dos hombres,
pues ésta es una historia verídica.
Durante toda la semana, el pobre Claus el Pequeño tenía que arar la tierra para Claus el Grande
y prestarle su único caballo, pero una vez cada
siete días —el domingo— Claus el Grande le prestaba a él sus cuatro caballos. ¡Y con qué orgullo
Claus el Pequeño hacía restallar el látigo, cada
domingo, sobre aquellos cinco animales! Porque
ese día era como si fueran realmente de su propiedad.
El sol brillaba esplendorosamente, las campanas de la iglesia tañían alegres, y la gente pasaba,
vestida con sus mejores galas y llevando bajo el
brazo su libro de oraciones. Todos miraban a
Claus el Pequeño que araba con sus cinco caballos.
Y él se sentía tan orgulloso que restallaba el látigo
y decía:
—¡Arre, mis cinco caballos!
—¡No has de decir así —rezongó Claus el Grande—, porque sólo uno de ellos es tuyo!
Pero Claus el Pequeño olvidó pronto lo que no
tenía que decir, y cada vez que veía pasar a alguien
gritaba con toda su fuerza:
—¡Arre, mis cinco caballos!
—Tengo que insistir en que no lo digas otra vez
—repitió Claus el Grande—. Si lo haces, le pegaré a
tu caballo en la cabeza, de tal modo que caerá
muerto en el sitio. Y ya no podrás decir que tienes
alguno.
—Te prometo no decirlo de nuevo —respondió
el otro. Pero en cuanto alguien se acercaba y lo
saludaba con un movimiento de cabeza o un “Buenos día”, Claus el Pequeño se sentía tan complacido de tener cinco caballos arando en su campo
que gritaba una vez más:
—¡Arre, mis cinco caballos!
—Yo arrearé los caballos por ti —dijo Claus el
Grande. Y tomando una maza le dio en la cabeza
al único caballo de Claus el Pequeño, de manera
que el animal cayó muerto.
—¡Oh, ahora no tendré ningún caballo! —exclamó llorando Claus el Pequeño. Pero un rato
después desolló al caballo muerto y colgó el cuero
al aire para que se secara. Luego metió la piel en
un bolso, se echó éste al hombro y emprendió viaje hacia el pueblo más próximo para venderla. Pero
el camino era largo, y había que pasar por un bosque oscuro y sombrío.
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Mientras cruzaba el bosque, sobrevino una tormenta y Claus el Pequeño perdió su camino. La
noche se echó encima, faltaba mucho para llegar y
ya estaba demasiado lejos para volverse a casa
antes de que oscureciera.
Junto al camino había una granja, con los postigos cerrados pero que dejaban filtrar luz por las
rendijas.
“Puede que me dejen entrar aquí a pasar la noche” —pensó Claus el Pequeño. Se acercó a la puerta de la granja y llamó.
Abrió la puerta la esposa del granjero, pero al
enterarse de lo que deseaba el visitante le indicó
que debía retirarse. Su marido no estaba en casa y
no quería extraños en ella.
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“Entonces tendré que echarme ahí afuera” —se
dijo Claus el Pequeño, mientras la mujer del granjero le cerraba la puerta en la cara.
Próxima a la casa había una gran parva de
heno, y entre ésta y el edificio principal un pequeño cobertizo con techo de paja.
“Me acostaré ahí arriba —dijo Claus el Pequeño—. Será un lecho magnífico, y ojalá que esa cigüeña que tiene su nido en el tejado de la casa no
se baje a picarme las piernas.”
Así, pues, Claus el Pequeño se trepó al techo
del cobertizo. Mientras se revolvía para ponerse
cómodo, observó que los postigos de madera no
llegaban hasta el borde superior de las ventanas,
sino que dejaban un espacio libre que permitía ver
el interior de la habitación. Y vio una amplia mesa
servida con vino, asado y un pescado espléndido.
Sentados a la mesa estaban la mujer del granjero y
el sepulturero del pueblo. Nadie más. La mujer
estaba llenando el vaso del otro y sirviéndole
abundante ración de pescado, que parecía ser el
plato favorito del hombre.
“Si pudiera alcanzar yo también un poco...” —
pensó Claus el pequeño. Y estiró el cuello hacia la
ventana; entonces vio también una hermosa y suculenta torta. En realidad podía decirse que la pareja tenía un magnífico festín por delante.
En ese momento se oyeron los cascos de un
caballo que galopaba por el camino hacia la granja.
El granjero regresaba a su casa.
Éste era un buen hombre, pero tenía una prevención singular: no podía soportar la vista de un
sepulturero. En cuanto veía a uno le acometía un
terrible acceso de ira. Y por ese motivo el sepultu9
rero había elegido la ausencia del granjero para
visitar a su esposa. La buena mujer lo estaba obsequiando con lo mejor que tenía en la casa.
Al oír llegar al granjero ambos se asustaron terriblemente, y la mujer pidió al sepulturero que se
introdujera en un amplio cofre que había en un
rincón. El hombre no se hizo de rogar, pues conocía bien la aversión del pobre granjero a la vista de
uno los de su oficio. La mujer escondió rápidamente las viandas y el vino en el horno, porque su
marido habría hecho preguntas incómodas en caso
de ver todo aquello en la mesa.
“¡Oh, qué lástima!” —suspiró Claus el Pequeño,
sobre el techo, al ver desaparecer la comida.
—¿Hay alguien ahí arriba? —inquirió el granjero, alzando la vista y mirando a Claus el Pequeño—. ¿Qué estás haciendo tú ahí arriba? Será mejor que bajes y entres en la casa.
Claus el Pequeño le informó entonces de cómo
había perdido su camino y preguntó si le sería
permitido pasar allí la noche.
—Claro que sí —respondió el granjero—. Pero
antes será mejor que comas algo.
La mujer los recibió a los dos muy amablemente; puso la mesa y sirvió una cazuela de potaje para los dos. El granjero traía hambre y comió con
buen apetito, pero Claus el Pequeño no podía menos de añorar el excelente asado, el pescado y la
torta, que sabía estaban ocultos en el horno. Había
colocado debajo de la mesa, a sus pies, la bolsa
con el cuero del caballo, pues se recordará que iba
de camino hacia el pueblo para venderlo. No le
gustaba el potaje, y por ello ideó una artimaña:
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pisó con fuerza la bolsa haciendo que el cuero seco chirriara perceptiblemente.
—¡Chist! —ordenó Claus el Pequeño como si
hablara con la bolsa, y al mismo tiempo la oprimió
más con los pies haciendo chirriar al cuero de caballo con más fuerza que antes.
—¿Qué diablos tienes en esa bolsa? —preguntó
el granjero.
—Es un duende. Dice que no tenemos necesidad de comer potaje, pues él con sus encantamientos ha llenado el horno de asado, pescado y
torta.
—¿Qué dices? —estalló el granjero, y abriendo
precipitadamente la puerta del horno vio las lindas
cosas que su mujer había escondido. Y creyó que
era el duende quien las había materializado para
su especial beneficio.
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Sin atreverse a decir nada, la mujer sirvió todas
aquellas exquisiteces, y los dos hombres se dieron
un hartazgo de asado, pescado y torta. Luego,
Claus el Pequeño oprimió de nuevo la bolsa con
los pies y volvió hacer chirriar el cuero de caballo.
—¿Qué dice el duende ahora? —preguntó el
granjero.
—Dice —respondió Claus el Pequeño— que
también ha formado por arte de encantamiento
tres botellas de vino dentro del horno.
La mujer se vio obligada a sacar también el vino, del cual bebió abundantemente el dueño de
casa hasta ponerse muy alegre. Y dijo que le
habría gustado tener un duende para él, como el
que poseía Claus el Pequeño.
—¿Puede ese duende hacer aparecer al diablo?
—inquirió el granjero—. Me gustaría verlo, ahora
que estoy de tan buen humor.
—¡Oh, sí! Mi duende puede hacer todo lo que se
le pida. ¿No es verdad? —agregó dirigiéndose a la
bolsa, que chilló más fuerte que nunca—. ¿No oyes
cómo dice que sí? Pero el diablo es tan feo que
será mejor que no lo veas.
—Pues no tengo miedo en absoluto.
—Bueno, pues el duende te lo mostrará bajo la
forma de un sepulturero.
—¡No, por favor! ¡Te diré que no puedo soportar la vista de un sepulturero. En fin, no importa.
Yo sabré que se trata sólo del diablo y así no me
horrorizará tanto. Me siento con todo mi valor.
Pero que no se acerque mucho.
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—Le pediré ese favor a mi duende —prometió
Claus el Pequeño, oprimiendo la bolsa y acercando
el oído como para escuchar lo que decía el duende.
—¿Qué dice?
—Dice que puedes abrir ese cofre que está en
el rincón, y verás al diablo medio adormilado en la
oscuridad. Pero sostén con fuerza la tapa, no sea
que trate de escaparse.
—¿Me ayudarás a sostenerla? —requirió el granjero, acercándose al cofre donde su mujer había
escondido al sepulturero, que temblaba de miedo
escuchando la conversación. Tras de lo cual levantó apenas la tapa del cofre y espió por la rendija.
—¡Ah! —chilló, dando un salto hacia atrás—. Sí,
vi el diablo. Se parecía exactamente a nuestro sepulturero. ¡Una visión horrible!
Después de lo cual necesitó beber un trago; y
así estuvieron los dos hombres, sentados a la mesa
y bebiendo hasta bien entrada la noche.
—Tienes que venderme ese duende —dijo el
granjero—. Pide cuánto quieras por él. Te daré un
talego lleno de dinero por él.
—No; no puedo. Recuerda que el duende me
resulta muy útil.
—¡Oh, pues a mí me agradaría mucho tenerlo!
—insistió el granjero, y prosiguió suplicando.
—Está bien —admitió finalmente Claus el Pequeño—. Has sido tan bueno conmigo que no veo
más remedio que dártelo. Lo tendrás por un talego
de dinero, pero quiero que esté bien lleno.
—Así será. Eso sí, quiero que te lleves contigo
el cofre. No podría verlo en mi casa ni una hora
más. Nunca podría saber si está él adentro o no.
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De modo, pues, que Claus el Pequeño entregó
su bolsa con el cuero seco del caballo y recibió en
pago un talego de dinero, bien lleno. El granjero le
dio también una carretilla grande para que acarreara el dinero y el cofre.
—¡Adiós! —se despidió Claus el Pequeño, y partió con su dinero y el gran arcón en cuyo interior
estaba el sepulturero.
Más allá del bosque corría un río ancho y profundo, de corriente tan fuerte que era casi imposible nadar contra ella, y sobre la cual habían construido un amplio puente. Al llegar a la mitad de
éste, Claus el Pequeño dijo en voz alta, de modo
que el sepulturero pudiera oírlo:
“¿Qué estoy haciendo yo con este estúpido arcón viejo? Por lo que pesa, bien podría estar lleno
de adoquines. Y eso de llevarlo en carretilla todo el
camino se hace demasiado pesado; mejor será tirarlo al río.”
—¡No, no! ¡Por favor! —gritó el sepulturero—.
¡Déjame salir!
—¡Hola! —exclamó Claus el Pequeño, fingiendo
sentirse asustado—. ¡Vaya, si está aquí dentro! Ya
lo creo que será mejor echarlo al río y que se ahogue.
—¡Oh, no! ¡No! ¡Te daré un talego lleno de dinero si me dejas salir!
—Bueno, eso cambia de aspecto —aprobó Claus
el Pequeño abriendo el cofre. El sepulturero salió
inmediatamente, arrojó al agua el vacío cofre de
un empujón, y luego fue, a su casa y entregó a
Claus el Pequeño un talego bien lleno de dinero. La
carretilla estaba ahora rebosando, pues, como se
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sabe, había ya en ella otro talego procedente del
granjero.
“Reconozco que ha sido un buen precio por el
caballo —se dijo al llegar a su casa, mientras volcaba el dinero de la carretilla en el suelo, donde
formó un imponente montón—. ¡Qué rabia le dará
a Claus el Grande cuando sepa lo rico que acabo
de hacerme con un solo caballo! Pero no le diré la
verdad.”
Y envió un muchacho a casa de Claus el Grande
para pedirle prestada una medida de las de medir
granos.
“¿Para qué la querrá?” —pensó Claus el Grande.
Y frotó el fondo de la medida con un poco de sebo,
de modo que, fuera lo que fuera lo que se midiese,
quedara algo adherido al metal. Y así fue, pues,
cuando la medida volvió había pegadas al fondo
tres pequeñas y relucientes monedas de plata.
“¿Qué es esto” —se preguntó Claus el Grande, y
corrió directamente a casa de Claus el Pequeño.
—¿De dónde diablos sacaste tanto dinero?
—¡Oh, no fue sino por el cuero de mi caballo,
que vendí anoche!
—¡Un cuero bien pagado, en verdad! —exclamó
Claus el Grande. Y volvió a toda carrera a su casa,
tomó un hacha y mató a sus cuatro caballos de un
hachazo en la cabeza a cada uno. Luego los desolló
y se fue al pueblo con los cueros.
—¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? —voceaba recorriendo las calles de un lado a otro.
Todos los zapateros y curtidores del pueblo se
acercaron corriendo a preguntarle cuánto pedía
por ellos.
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—Un talego de dinero por cada uno —respondió Claus el Grande.
—¿Estás loco? —respondían todos—. ¿De dónde crees que sacamos nosotros el dinero?
—¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? —volvió a gritar Claus el Grande.
Los zapateros asieron sus hormas y los curtidores sus delantales de cuero, y corrieron a golpes
por todo el pueblo a Claus el Grande.
—¡Cueros! ¡Cueros! —voceaban remedándolo—.
¡Ya te vamos a dar cuero nosotros! ¡Fuera del pueblo!
Y Claus el Grande tuvo que correr cómo no
había corrido nunca. Ni tampoco había recibido
nunca semejante paliza.
“Claus el Pequeño me las pagará —se prometió
al llegar a su casa—. Lo mataré.”
La anciana abuela de Claus el Pequeño acababa
de morir en casa de su nieto. En verdad había sido
bastante malévola y poco amable con él, pero
Claus el Pequeño sintió mucho su muerte. Tomó el
cadáver y lo colocó en su propio lecho caliente,
por ver si acaso la anciana no estaba muerta aún
del todo y se reanimaba. Se propuso dejarla allí
toda la noche; él dormiría sentado en una silla, en
el rincón, como ya había dormido antes más de
una vez.
Durante la noche, mientras Claus el Pequeño
dormía así sentado, la puerta se abrió y entró
Claus el Grande con su hacha. Sabía dónde estaba
la cama de Claus el Pequeño, y se dirigió a ésta.
Alzó el hacha y descargó con toda su fuerza un
golpe en la frente del cadáver, creyendo que se
trataba de Claus el Pequeño.
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“Veremos si vuelves a burlarte de mí ahora”
—dijo.
Y regresó a su casa.
“¡Qué hombre malo y perverso!” —se dijo Claus
el Pequeño—. “Quiso matarme. Y ha sido una suerte que la pobre abuela estuviera ya muerta; de lo
contrario la habría asesinado.”
Vistió de nuevo a la anciana abuela con sus mejores galas de domingo, pidió prestado un caballo
a un vecino, lo unció a un carricoche y sentó a la
abuela en el asiento trasero de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo. Luego
emprendió camino a través del bosque. Al salir el
sol se encontró a la puerta de una gran hostería,
adonde entró en busca de algo de comer.
El dueño era un hombre riquísimo y además
una excelente persona, pero de carácter irascible,
como si estuviera hecho de pimienta y tabaco.
—¡Buenos días! —dijo a Claus el Pequeño—. ¡Te
has puesto tu mejor traje muy temprano esta mañana!
—Así es. Voy al pueblo con mi abuela, que está
sentada en el carricoche ahí afuera. No he podido
convencerla de que entre. ¿No querría llevarle hasta el carricoche un vaso de limonada? Tendrás, que
hablarle a gritos, pues es sumamente dura de oídos.
—De acuerdo, se lo llevaré —aprobó el hostelero, y sirvió un buen vaso de limonada con el cual
salió del establecimiento para llevárselo a la abuela que estaba en el carricoche.
—Aquí tienes un vaso de limonada que te envía
tu nieto —dijo el hostelero, pero la abuela muerta
se quedó, naturalmente, quieta y sin pronunciar
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una palabra—. ¿No me oyes? ¡Un vaso de limonada
que te envía tu nieto!
Dijo eso a gritos, y siguió gritando más y más,
pero al ver que la anciana no se movía acabó por
ponerse furioso y le lanzó la limonada a la cara,
haciéndola caer del carricoche, pues Claus el Pequeño no se había tomado el trabajo de atarla.
—¡Ah! —gritó Claus el Pequeño, saliendo a toda
prisa de la hostería y aferrando al hostelero por el
cuello—. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué enorme herida le has hecho en la frente!
—¡Oh, qué desgracia! —exclamó el hostelero retorciéndose las manos—. Eso me pasa por mi temperamento irascible. Mi estimado Claus el Pequeño: te daré un talego de dinero si no dices nada
acerca de esto; además, haré enterrar a tu abuela
tan dignamente como si hubiera sido la mía. De lo
contrario me cortarán la cabeza, y eso es cosa muy
desagradable.
Y así Claus el Pequeño se vio en posesión de
otro talego de dinero, y el hostelero sepultó a la
anciana abuela como si hubiera sido la suya propia.
Cuando Claus el Pequeño llegó a su casa nuevamente con todo su dinero, envió al muchacho
otra vez a casa de Claus el Grande a pedir prestada
la medida para granos.
“¿Qué? —se dijo Claus el Grande—. ¿Acaso no
está muerto? Iré a cerciorarme.”
Y se dirigió él mismo a llevarle la medida a
Claus el Pequeño.
—Me pregunto de dónde sacaste tanto dinero
—dijo, con los ojos agrandados de asombro ante
lo que veía.
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—Fue a mi abuela a quien mataste en lugar de
matarme a mí —repuso Claus el Pequeño—. La he
vendido, y me dieron por ella un talego lleno de
dinero.
—¡Pues te la han pagado muy bien —respondió
Claus el Grande. Y regresó precipitadamente a su
casa donde tomó el hacha y mató a su propia
abuela.
Luego la colocó en un carricoche y se dirigió en
él al pueblo; buscó la casa del boticario y preguntó
a éste si quería comprar un cadáver.
—¿De quién, y de dónde procede? —inquirió el
boticario.
—Es mi abuela. La maté por un talego de dinero —fue la respuesta.
—¡El cielo nos proteja! Estás hablando como un
loco. ¡Por favor, no digas esas cosas! Podrías perder el juicio.
Y trató de hacerle entender cuán horrible acción había cometido, y qué perverso era, y cómo
merecía ser castigado. Claus el Grande se asustó
de tal modo que salió corriendo de la botica, saltó
al carricoche, arreó el caballo y no paró hasta su
casa. Tanto el boticario como todos los demás presentes creyeron que estaba loco, y no hicieron nada por detenerlo.
—¡Ésta me las pagarás! —exclamaba Claus el
Grande por el camino—. ¡Ésta me las pagarás, Claus
el Pequeño!
En cuanto llegó a casa tomó la bolsa más grande que pudo encontrar, fue de nuevo en busca de
Claus el Pequeño y le dijo:
—Me has engañado otra vez. Primero maté mis
caballos, y luego a mi abuela. Todo es culpa tuya,
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pero no tendrás otra oportunidad de burlarte de
mí.
Asió a Claus el Pequeño por la cintura y lo metió dentro de la bolsa. Después se lo cargó a la espalda y le gritó:
—¡Ahora voy a ahogarte!
Tenía que recorrer un largo camino hasta el río,
y Claus el Pequeño no era un peso fácil de llevar.
El sendero pasaba por delante de una iglesia de la
cual salían las notas del órgano de un himno cantado por el pueblo. Claus el Grande depositó la
bolsa en el suelo, junto a la puerta de la iglesia, y
se le ocurrió que sería agradable entrar y oír un
himno antes de seguir adelante. Como Claus el
Pequeño no podía salir de la bolsa, y toda la gente
estaba en el interior del templo, Claus el Grande
no vaciló y entró él también.
—¡Oh, por favor, por favor! —sollozó Claus el
Pequeño, retorciéndose en el interior de la bolsa
en vanos intentos por deshacer el nudo. Precisamente en ese instante un viejo vaquero de caballo
blanco y con un grueso bastón en la mano se acercó arreando una vacada. Los animales chocaron
con la bolsa donde estaba Claus el Pequeño y lo
derribaron.
—¡Oh, por favor! —se quejó Claus el Pequeño—.
¡Soy tan joven para ir ya al cielo!
—Y yo —dijo el vaquero—, ¡soy tan viejo, y no
puedo ir todavía!
—¡Abre la bolsa! ¡Métete en mí lugar, y podrás
ir al cielo directamente!
—Eso me conviene —respondió el vaquero
abriendo la bolsa y dejando salir a Claus el Pequeño—. Ahora ocúpate tú del ganado —añadió intro20
duciéndose en la bolsa. Claus el Pequeño ató el
nudo y echó a andar arreando la vacada.
Un rato después, Claus el Grande salió de la
iglesia. Se echó la bolsa a la espalda y sin duda la
encontró más liviana, pues el viejo vaquero no
pesaba ni la mitad que Claus el Pequeño.
“¡Qué liviano parece haberse puesto! Eso ha de
ser porque yo entré en la iglesia y recé mis oraciones” —se dijo.
Luego se dirigió al río, que era ancho y profundo, y arrojó al agua la bolsa con el viejo vaquero
dentro.
“¡Ya no te burlarás más de mí!” —le gritó,
creyendo que se trataba de Claus el Pequeño.
21
Y se volvió a su casa, pero al llegar a la encrucijada se encontró con Claus el Pequeño que venía
arreando sus vacas.
—¿Qué significa esto? —exclamó Claus el Grande—. ¿No te había yo echado al río?
—Sí —asintió Claus el Pequeño—. Hace justamente media hora que me arrojaste.
—Pues, ¿de dónde sacaste todos esos espléndidos animales?
—Son vacas del mar. Te contaré toda la historia, y en verdad te agradezco de corazón el que
hayas intentado ahogarme. Estoy ahora en excelente posición; puedo decirte que soy muy rico. ¡Tuve
tanto miedo cuando me vi dentro de la bolsa! El
viento me silbaba en los oídos mientras caía al
agua desde el puente. El agua estaba fría; me hundí enseguida hasta el fondo, pero sin hacerme daño, pues en ese lugar hay musgo de exquisita
blandura. La bolsa se abrió al instante, por manos
de una hermosa doncella vestida de blanco y con
una corona de algas verdes en el pelo. La joven me
tomó de la mano y dijo:
“¿Estás ahí, Claus el Pequeño? Aquí tienes algunas cabezas de ganado para ti; y media legua
más allá, en el camino, encontrarás otra vacada
que tomarás también como obsequio mío”. Entonces vi que el río era una gran carretera por la que
se paseaba la gente del mar, de un lado a otro, entre la boca del río y su nacimiento. Había flores
preciosas, ¡y un césped tan fresco! Los peces pasaban nadando junto a mí, como pájaros en el aire.
¡Qué buenas gentes son aquéllas, y qué magnífico
ganado!
22
—Pero, ¿por qué volviste de nuevo aquí, entonces? —preguntó Claus el Grande—. Yo no lo habría
hecho en tu lugar, si me hubiera encontrado tan
bien allí.
—¡Oh, eso fue una pequeña treta mía! ¿Recuerdas que te repetí las palabras de la doncella, acerca de que media legua más lejos, en el camino,
encontraría más ganado? El camino quería decir
para ella el río, pues no puede ir a ninguna otra
parte. Bien, pues yo conozco cada curva del río, y
sé perfectamente que la distancia es mucho más
corta si vas por tierra y tomas los atajos. Se ahorra
así mucho tiempo, y yo podría alcanzar el ganado
más pronto.
—¡Vaya, eres un hombre afortunado! ¿Y no
crees que yo también podría hacerme de unas vacas si bajara hasta el fondo del río?
—Estoy seguro que sí. Pero yo no podría llevarte dentro de la bolsa hasta el río. Pesas demasiado
para mí. Si quieres ir por tu pie hasta allí y luego
meterte en la bolsa, yo te echaré al agua con el
mayor placer del mundo.
—¡Gracias! —respondió Claus el Grande—. Pero
si no encuentro ningún ganado cuando llegue allí,
ten en cuenta que te daré una tanda de latigazos.
—¡No seas tan malo conmigo! —suplicó Claus
el Pequeño.
Y ambos se fueron hacia el río. En cuanto las
vacas vieron el agua se precipitaron a beber, pues
tenían mucha sed.
—Mira qué prisa tienen —hizo notar Claus el
Pequeño—. Están impacientes por volver al fondo
otra vez.
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—¡Bueno, ayúdame ahora! —exigió Claus el
Grande—, o te pegaré.
Y se metió en el interior de una bolsa que venía
sobre el lomo de una de las vacas.
—Pon dentro una piedra de buen tamaño —agregó—, no sea que la bolsa no se hunda.
—No tengas miedo de eso —respondió Claus el
Pequeño. Y tras colocar un gran trozo de roca dentro de la bolsa, le dio un empujón. Y allá fue la
bolsa, con Claus el Grande dentro, al medio del río,
donde se hundió hasta el fondo en un santiamén.
“Lo que temo es que no encuentre el ganado”
—se dijo Claus el Pequeño mientras se alejaba
arreando sus vacas.
24
EL JARDÍN DEL EDÉN
Había una vez un príncipe que tenía tantos libros
como nadie ha tenido nunca, y que por su lectura
podía enterarse de todo cuanto ocurrió jamás en el
mundo, y verlo también representado en las más
hermosas de las láminas. Estaba a su alcance toda
la información que deseara acerca de cualesquiera
naciones y comarcas; una sola cosa no había logrado encontrar nunca en sus libros: una palabra acerca de dónde podía hallarse el jardín del Edén, y era
éste precisamente el dato que a él más le atraía.
Cuando era muy niño, en edad de comenzar a ir a
la escuela, su abuela le había dicho que cada una de
las flores que crecían en aquel jardín era un delicioso pastel, y que los pistilos de esas flores contenían
vino en su interior. Sobre los pétalos de una de ellas
estaba escrita una página de Historia; sobre los de
otra, textos de Geografía o Matemáticas, y al comerlas se aprendía instantáneamente la lección. Todo
eso creía él en su infancia; pero al ir acrecentando
su edad y sus conocimientos, y a medida que progresaba en sus estudios, el joven príncipe fue comprendiendo que las delicias de aquel jardín tenían
que sobrepasar en mucho tales dones.
“¿Por qué se habrá acercado Eva al árbol de la
Ciencia? —preguntaba—. ¿Por qué tuvo Adán que
probar el fruto prohibido? Si yo hubiera estado en
lugar de ellos, semejante cosa no habría ocurrido
nunca; el pecado no hubiera entrado jamás en el
mundo.”
Así se decía entonces, y así siguió diciéndose
cuando tenía ya diecisiete años. El jardín del Edén
seguía siendo el centro de sus meditaciones.
Cierto día salió a pasear por el bosque, solo,
distracción que era la que más le agradaba. Llegó
el crepúsculo, y al anochecer el cielo se cubrió de
nubes, y se desató un aguacero tan intenso como
si todo el cielo se hubiera convertido en una esclusa por donde se derramara el agua a raudales. La
noche era tan oscura como el fondo del más hondo pozo.
El pobre príncipe no tardó en sentirse empapado hasta los huesos. Tenía que cruzar un amplio
espacio rocoso, por sobre vastas peñas de las cuales parecía estar brotando el agua a través del espeso musgo, y estaba ya casi extenuado cuando
percibió un extraño murmullo y distinguió ante sí
una gran caverna iluminada. En el centro de la caverna había una hoguera, suficiente para asar un
venado, que era precisamente lo que se hacía en
aquel momento. Y se trataba de un espléndido venado, de considerable cornamenta, ensartado en
un asador y girando lentamente entre dos troncos
de pino descortezados. Sentada junto al fuego se
veía una mujer ya entrada en años, de estatura y
corpulencia suficientes para que pudiera pasar por
un hombre disfrazado, y que alimentaba las llamas
arrojándoles leños de vez en cuando.
26
—Entra —invitó la anciana— y siéntate junto al
fuego para que se te seque la ropa.
—Hay por aquí una corriente de aire bastante
desagradable —comentó el Príncipe al tomar asiento en el suelo.
—Pues será mucho peor cuando mis hijos regresen a casa —respondió la mujer—. Estás en la
caverna de los vientos, y mis hijos son los cuatro
vientos del mundo. ¿Comprendes?
—¿Dónde están tus hijos ahora? —inquirió el
Príncipe ansioso.
—Bueno, es algo difícil responder a una pregunta tan estúpida. Mis hijos hacen lo que les da la
gana. Ahora están jugando a la pelota con las nubes, allá en el patio grande. —Y la mujer señaló el
cielo.
—¿Ah, sí? Pues hablas con bastante rudeza, y
no pareces ser tan cortés como las mujeres con
quienes tengo ocasión de tratar en mi vida diaria.
—Pues yo diría que esas mujeres no tienen
gran cosa que hacer. Por mi parte, necesito bastante rudeza para meter en vereda a mis muchachos.
Pero me las compongo para ello, con todo lo empecinados que son. ¿Ves esas cuatro bolsas colgadas ahí en la pared? Pues ellos les tienen tanto
miedo como tú le tenías al cuarto oscuro cuando
eras pequeño. Ya te he dicho que soy muy capaz
de dominar a esos brutos, y también lo soy de
hacerlos meter en esas bolsas y dejarlos encerrados en el interior sin contemplaciones. Ahí se quedan, sin salir ni poder hacer jugarretas hasta que a
mí me parece bien devolverles la libertad. Pero
aquí llega ya uno de ellos.
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El que entró en la caverna, envuelto en una ráfaga helada, era el Viento Norte. Vestía pantalones
y chaqueta de piel de oso, y gorra de foca con orejeras. De su barba pendían largos carámbanos, y
por la chaqueta se le deslizaban pequeñas piedras
de granizo. Otras piedras más grandes cubrieron
el suelo de la caverna, mientras un revuelo de copos de nieve penetraba tras el recién llegado.
—No te acerques al fuego en seguida —advirtió
el Príncipe. Podrían salirte sabañones.
—¡Sabañones! —exclamó el Viento Norte con
una carcajada—. ¡Vaya, los sabañones son mi mayor delicia! ¿Qué clase de animal entecado eres tú?
¿Cómo has venido a meterte en esta caverna de los
vientos?
—Es mi invitado —contestó la anciana—. Y si
no te agrada la explicación será mejor que te metas en la bolsa. ¿Me has entendido?
La amonestación tuvo su efecto; el Viento Norte respondió cortésmente acerca de sus recientes
actividades y de donde había estado durante el
pasado mes.
—Vengo del Océano Ártico —dijo—. Fui a la isla
de Behring con los rusos cazadores de morsas. Me
senté al lado del timón y estuve durmiendo mientras el barco se internaba en el mar; de vez en
cuando despertaba y veía los petreles volar alrededor de mis piernas. Son pájaros muy singulares:
dan unos cuantos rápidos aletazos, luego extienden
las alas, inmóviles, no pierden velocidad por ello.
—No seas tan detallista —objetó la madre de
los vientos—. ¿De modo que por fin llegaste a la
isla de Behring?
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—Sí, y ¡vaya si es espléndida! Tiene una pista
de baile lisa como un panqueque, y está toda cubierta de nieve a medio derretir, entremezclada
con el musgo y salpicada aquí y allá por huesos de
ballenas y osos polares que semejan piernas y brazos de gigantes, cubiertos de verdín. Se diría que
el sol no ha brillado nunca sobre ellos. Soplé un
poco para disipar la niebla y logré distinguir una
casa construida con despojos de naufragios y recubierta con pieles de ballena, toda roja y verde, y
un oso polar sentado en el techo, gruñendo. Me
acerqué a la playa para curiosear los nidos de las
aves marinas, y vi los polluelos sin plumas todavía,
chillando y boqueando. Soplé y soplé hasta que
hice bajar las cabezas a miles de ellos, y eso les
enseñó a cerrar el pico. Un poco más lejos estaban
las morsas, revolviéndose en el agua como larvas
monstruosas, con sus cabezas como de cerdo y
sus colmillos de casi un metro de largo.
—Eres un buen narrador, hijo mío —dijo la madre—. Se me hace agua la boca oírte.
—Luego hubo una cacería. Los hombres arrojaban arpones a las morsas, y la sangre brotaba por
entre el hielo como manantiales. Entonces recordé
la parte que me correspondía en el juego; soplé
mis barcos, es decir, los témpanos de las montañas, empujándolos hacia los botes. ¡Ah! ¡Cómo chillaban y silbaban las tripulaciones! Pero yo silbaba
más fuerte que ellos. Tuvieron que arrojar al agua
las morsas cazadas y también los cajones y sogas.
Yo les eché encima montones de copos de nieve y
los hice derivar hacia el sur, para que probaran a
qué sabe el agua salada. ¡No volverán nunca más a
la isla de Behring!
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—¡Pero entonces has estado cometiendo malas
acciones! —exclamó la madre de los vientos.
—Otros te contarán las cosas buenas que hice.
Pero aquí viene mi hermano del Oeste. Es el que
más quiero. Tiene olor a mar y trae consigo una
magnífica brisa fresca.
—¿Es ése el pequeño Céfiro? —inquirió el príncipe.
—Sí, es Céfiro, aunque no tan pequeño. Solía
ser un excelente muchacho, pero eso fue hace muchos años.
El recién llegado parecía un salvaje de los bosques; llevaba, un sombrero de anchas alas que le
protegía el rostro y traía en una mano un garrote
de caoba cortado en una selva canadiense. Ninguna otra cosa le habría servido para nada.
—¿De dónde vienes? —preguntó su madre.
—De la selva virgen, donde las lianas espinosas
forman verdaderas murallas entre los árboles,
donde las culebras de agua yacen sobre la hierba
húmeda, donde los seres humanos parecen absolutamente superfluos.
—¿Qué hiciste allí?
—Estuve contemplando el poderoso río; lo vi
cuando saltaba pulverizado por sobre las rocas y
volaba a las nubes llevando el arco iris. Vi un búfalo silvestre nadando en la corriente, pero el agua
se lo llevó. Estaba en compañía de un ánade, y éste
levantó vuelo al llegar a la catarata, cosa que el
búfalo no podía hacer, por lo cual lo arrastró la
corriente. Eso me agradó, y soplé una tormenta de
tal fuerza que hizo girar en remolino los añosos
árboles como virutas.
—¿No hiciste nada más? —preguntó la anciana.
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—Estuve dando saltos mortales en las llanuras,
acariciando al potro salvaje y sacudiendo las palmeras para que dejaran caer los cocos. ¡Oh, traigo
infinidad de historias, pero no hace falta contarlas
todas! Eso lo sabes tú muy bien, vieja.
El viento dio un beso a su madre, con tanto
entusiasmo que casi la hizo caer de espaldas. Era
en verdad un muchacho bastante rudo.
Entonces apareció el Viento Sur, con un turbante y una túnica suelta de beduino.
—Hace aquí un frío espantoso —rezongó,
echando leña a la hoguera—. Bien se conoce que el
Viento Norte ha entrado primero.
—Pues hace calor como para asar un oso —replicó el Viento Norte.
—Tú sí que eres un oso polar —fue la respuesta del Viento Sur.
—¿Es que quieres ir a la bolsa? —terció la vieja—. Siéntate en esa piedra y cuéntanos dónde has
estado.
—En África, madre. Estuve cazando leones con
los hotentotes. ¡Qué pastos hay en aquellas llanuras! Verde como las aceitunas. Los antílopes danzaban a mi alrededor, y los avestruces corrían carreras conmigo, pero yo era siempre el más rápido.
Estuve en el desierto y vi las arenas amarillas, que
parecen el fondo del mar. Y di con una caravana.
Los hombres habían matado su último camello en
busca de agua que beber, pero no fue mucho lo que
encontraron. El sol abrasaba por arriba, la arena
quemaba por debajo y el desierto no tenía fin. Yo
me introduje entre la arena fina y suelta, y la hice
levantar girando hacia lo alto en enormes columnas. ¡Qué baile! Hubierais visto con qué desaliento
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se detenían los camellos, cómo se cubría el mercader la cabeza con el albornoz. Se arrojó al suelo en
mi presencia como si yo hubiera sido el mismo Alá.
Ahora están todos sepultados bajo una pirámide de
arena. Si alguna vez vuelvo a pasar por allí y la soplo, el sol blanqueará las osamentas de modo que
los viajeros puedan ver que ya han transitado otros
antes que ellos por el mismo camino, cosa que se
hace difícil de creer en aquel desierto.
—¡Ya veo que sólo has estado haciendo daño!
—exclamó la madre—. ¡A la bolsa contigo!
Y antes de que el Viento Sur se diera cuenta, la
anciana lo tomó por la cintura y lo metió en la bolsa. El grandullón se revolcó por el suelo, pero ella
se le sentó encima, lo cual lo obligó a quedarse
quieto.
—Tus hijos son gente muy nerviosa —comentó
el Príncipe.
—Así es, pero yo me basto para dominarlos.
Aquí llega el cuarto de ellos.
Era el Viento Este, que venía vestido a la usanza china.
—¡Oh! ¿Vienes de aquellas regiones? —interrogó la madre—. Se me ocurre que quizá hayas
estado en el Jardín del Edén.
—Pienso ir allí mañana —respondió el Viento
Este—. Mañana se cumplirán cien años desde que
estuve en ese lugar la última vez. Acabo de llegar
de China, donde bailé alrededor de la torre de porcelana hasta que todas las campanas empezaron a
tocar a coro. Vi cómo azotaban a los mandarines
en plena calle, hasta romperles las cañas de bambú en los hombros, y mira que eran todos gente de
la primera a la novena jerarquía. Gritaban: “¡Gra32
cias, gracias, padre y bienhechor!”, pero no lo decían muy a conciencia. Y yo seguía haciendo sonar
las campanas y cantando: “¡Tsing-tsang, tsu!”.
—¡Pues vaya que te jactas de semejante cosa!
—observó la anciana—. Es una gran cosa que tengas que ir mañana al Jardín del Edén; eso te hará
mejorar de conducta. No te olvides de beber en la
fuente de la sabiduría, y de traerme a casa una
botella de aquellas aguas.
—Lo haré. Pero, ¿por qué has metido a mi hermano del sur en la bolsa? ¡Afuera con él! Quiero
que me cuente algo del Ave Fénix. La Princesa se
muestra siempre curiosa por oír hablar de ese animal cada vez que yo me presento allí, de cien en
cien años. Abre la bolsa. Si lo haces te querrá mucho y te regalaré dos cajas de té, tan verde y fresco
como el día que lo coseché en la misma China.
Así lo hizo la anciana, y el Viento Sur se deslizó
al exterior de la bolsa, muy abochornado de que
un Príncipe extranjero lo hubiera visto en tan desairada situación.
—Aquí tienes una hoja de palma para la Princesa —dijo el Viento Sur—. Me la dio el viejo fénix,
el único que existe en el mundo, luego de escribir
en ella con su propio pico toda la historia de sus
cien años de vida. La Princesa podrá leerla por sí
misma. Yo vi al fénix pegar fuego a su nido y
echarse en el interior, entre las llamas, como la
viuda de un hindú. ¡Oh, cómo crujían las ramitas
secas, qué humo y qué olor daban! Por último todo
ardió en una llamarada final y el viejo pájaro quedó reducido a cenizas, pero no sin depositar antes
un huevo que ahora podía verse reluciendo como
una brasa entre los restos de la hoguera. Momen33
tos después el huevo se rompió con un fuerte
chasquido y de él salió el polluelo. Ahora domina
sobre todas las aves, sin que exista otro de su especie en el mundo.
—Pues veamos si podemos comer algo ahora
—propuso la madre de los vientos, y todos tomaron asiento para servirse del venado, que ya estaba
a punto. El Príncipe se acomodó al lado del Viento
Este, y pronto se hicieron ambos buenos amigos.
—Una cosa que quisiera pedirte —dijo el Príncipe— es que me dijeras quién es ese Princesa, y
dónde está el Jardín del Edén.
—No digas más. Si es que quieres ir, puedes volar conmigo mañana. Pero te diré que ningún ser
humano ha estado por allí desde Adán y Eva. Por
tus relatos de Historia Sagrada, ya sabrás lo que
les ocurrió, ¿verdad?
—Claro que sí —repuso el Príncipe.
—Pues bien, cuando ellos fueron expulsados, el
Jardín del Edén se hundió profundamente, pero no
sin conservar su clima templado, su cálido sol y
todos sus encantos naturales. Allí habita la reina
de las hadas, y allí queda también la Isla de la Felicidad, donde no entra nunca la muerte y donde la
vida es una perpetua delicia. Súbete mañana en
mis hombros y yo te llevaré. Creo que podré arreglarme. Pero no hables ahora, porque tengo ganas
de dormir.
Cuando el Príncipe se despertó, aquella mañana temprano, su sorpresa no fue pequeña al verse
ya a gran altura por encima de las nubes, a lomos
del Viento del Este, que lo sostenía con todo cuidado. Tan alto estaba que los bosques y los cam-
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pos, los ríos y los lagos, parecían detalles de un
gran mapa en colores.
—Buenos días —saludó el Viento Este—. Sería
mejor que durmieras un poco más, pues no hay
mucho que ver en esa llanura de abajo, a menos
que quieras contar las iglesias. Parecen como puntos de tiza en un tablero verde.
—Ha sido bastante descortés de mi parte el
haber partido sin decir adiós a tu madre y hermanos —dijo el Príncipe.
—Eso es disculpable cuando uno está dormido
—respondió el Viento, y ambos siguieron volando
a velocidad cada vez mayor. Se habría podido seguir el rastro de su vuelo por el rumor de los árboles al pasar ellos sobre los bosques. Y cada vez
que cruzaban un mar o un lago, las olas se alzaban
y los grandes barcos se hundían en las aguas como
cisnes. Hacia el anochecer resultó un espectáculo
interesante el ver las grandes ciudades entre la
creciente oscuridad, con sus innumerables lucecitas titilantes. El Príncipe batió palmas de admiración, pero el Viento Este le advirtió que sería mejor
que se agarrara bien, no fuera a caerse e ir a dar
sobre el campanario de una iglesia.
El águila de la gran selva volaba velozmente,
pero el Viento Este le ganaba. También los cosacos
cabalgaban a gran velocidad por las llanuras, pero
la velocidad del Príncipe era mayor aún.
—Ahora puedes ver el Himalaya —explicó el
Viento—. Ésas son las más altas montañas de Asia.
Pronto llegaremos al Jardín del Edén.
Tomaron una dirección algo más hacia el sur, y
pronto sintieron que el aire se iba perfumando con
el aroma de flores y especias. En aquellas tierras
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crecían en estado silvestre higueras y granados, y
grandes viñas cubiertas de uvas negras y blancas.
Allí descendieron los dos, y se tendieron sobre
el suave césped, en una pradera donde las flores
inclinaban las cabezas al viento como si dijeran:
“Bienvenidos”.
—¿Estamos ya en el Jardín del Edén? —preguntó el Príncipe.
—No, claro que no —repuso el Viento Este—,
pero no tardaremos en llegar. ¿Ves aquel muro y
aquella gran caverna sobre cuya entrada pende la
vid silvestre como una cortina? Tendremos que
pasar por allí. Envuélvete bien en tu capa, porque
si bien aquí hay un sol ardiente, apenas demos
unos pasos en el interior de la caverna experimentaremos un frío glacial. De este lado de la caverna,
el calor del verano; del otro, el frío del invierno.
—De modo que ése es el camino al Jardín del
Edén —comentó el Príncipe, y ambos se internaron
en la caverna. Hacía en verdad mucho frío allí, pero no fue por mucho tiempo. El Viento Este extendió sus alas como una ardiente llamarada. ¡Qué
caverna era aquella! Por sobre sus cabezas se alzaban enormes masas de roca, modeladas en las más
extrañas formas, y por las cuales se deslizaba
constantemente el agua.
En cierto momento la cueva se hizo tan estrecha y su techo tan bajo, que los dos viajeros se
vieron forzados a arrastrarse sobre manos y rodillas; poco más allá, la amplitud y altura del ambiente eran tan generosas que a ambos les parecía
estar en campo abierto. Aquello semejaba una capilla mortuoria, con mudos tubos de órgano y
banderas convertidas en piedra.
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—Cualquiera diría que vamos hacia el Jardín
del Edén por la carretera de la Muerte —comentó
el Príncipe, pero el Viento Este no se dignó responder.
Se limitó a señalar hacia afuera, donde brillaba
una hermosa luz azul. Las masas de roca que se
elevaban sobre sus cabezas se fueron mostrando
más y más borrosas, hasta que por último resultaron tan transparentes como una nubecita blanca a
la luz de la luna. El aire era ahora deliciosamente
agradable, tan fresco como en las cimas de las
montañas y tan perfumado como entre las rosas
de los valles.
Por allí corría un río, tan claro como el mismo
aire, en cuyas aguas nadaban peces de oro y de
plata y caracoleaban anguilas de color de púrpura
con reflejos azules, entre las amplias hojas de los
nenúfares teñidas con todos los matices del arco
iris. Las flores parecían llamas anaranjadas, que se
alimentaran con agua como una lámpara se alimenta con aceite. Un puente de mármol, tallado
con la habilidad y delicadeza que semejaba de encaje y cuentas de cristal, cruzaba la corriente y
conducía a la Isla de la Felicidad, donde se hallaba
el Jardín del Edén.
El Viento Este alzó al Príncipe en sus brazos y
cruzó así el puente, mientras las flores y las hojas
entonaban las viejas y hermosas canciones que el
Príncipe recordaba de su infancia, pero con una
melodía tal que ninguna voz humana las habría
logrado imitar jamás.
Nunca había visto antes el Príncipe tan enormes árboles, tal riqueza de vegetación. De las ramas pendían hermosísimas plantas trepadoras
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formando guirnaldas sólo semejantes a las que
pueden verse impresas en color y oro en las iniciales de las viejas vidas de santos.
Sobre el césped, no lejos de ellos, vieron una
bandada de pavos reales con sus brillantes colas
abiertas en abanico. Eso parecían, al menos, pero
cuando el Príncipe acercó la mano a ellos pudo
advertir que no eran aves sino plantas: grandes
hojas multicolores que semejaban colas de pavo
real. Por entre los macizos de arbustos brincaban
leones y tigres como ágiles gatos, enteramente
mansos y perfumados por las flores de olivo. Una
torcaza, reluciente como una perla, agitaba las alas
sobre la melena de un león, y un antílope, de especie tan arisca usualmente, los miraba meneando la
cabeza, como si quisiera él también tornar parte
en el juego.
El Hada del Jardín salió a recibirlos. Su vestido
era radiante como el sol, y su rostro resplandecía
de satisfacción como el de una madre feliz al ver
regresar a su hijo. Era joven y muy hermosa, y estaba rodeaba por un corro de encantadoras jóvenes, cada una con una estrella en el pelo.
Al entregarle el Viento Este la hoja de palma
que le había dado para ella el ave fénix, los ojos
del Hada chispearon de alegría. Tomó al Príncipe
de la mano y lo condujo a su palacio, cuyas murallas eran del color de los radiantes tulipanes a la
luz del sol.
El cielo raso era una sola y enorme flor reluciente, y cuanto más se lo miraba más profundo
parecía ser el cáliz. El Príncipe se acercó a la ventana y a través de los cristales pudo ver el árbol de
la Ciencia, con la serpiente, y Adán y Eva a su lado.
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—¿No habían sido expulsados? —preguntó. El
Hada sonrió y le explicó cómo el Tiempo había ido
trazando una lámina en cada cristal, y no de la
clase de láminas que habitualmente conocemos.
Eran figuras vivas, con hojas que se movían realmente, y personajes que entraban y salían como
las imágenes en un espejo.
Miró luego por el otro panel de la ventana y vio
el sueño de Jacob, con la escala que subía hasta el
cielo, y los ángeles de grandes alas revoloteando
hacia arriba y hacia abajo. En aquellos paneles podía contemplarse todo lo ocurrido en el mundo.
Sólo el Tiempo era capaz de imprimir láminas tan
maravillosas.
El Hada sonrió y lo condujo a otra vasta estancia, de altísimo techo, cuyas paredes eran como
transparentes retratos, de rostros a cuál más hermoso. Había allí millones de bienaventurados que
sonreían y cantaban, y todos sus himnos se confundían en una sola melodía perfecta. Los que estaban situados más altos se veían tan diminutos
como el más pequeño pimpollo de rosa. En el centro de aquel salón se veía un gran árbol, de airoso
ramaje colgante, por entre cuyas hojas verdes
pendían hermosas manzanas de oro. Era el árbol
de la Ciencia, de cuyo fruto habían comido Adán y
Eva. De cada hoja pendía una brillante gota de rocío, de color rojo, que hacía parecer como si el árbol llorara lágrimas de sangre.
—Ahora vamos a subir a la barca —propuso el
Hada— y en las ondulantes aguas hallaremos descanso. La barca se mece, pero sin moverse de su
lugar, y sin embargo veremos pasar ante nuestros
ojos todos los países de la tierra.
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Y fue en verdad una curiosa visión la de la costa entera que se movía. Vieron pasar los altísimos
Alpes cubiertos de nieve, con sus oscuros pinos y
sus nubes blancas. Por entre los árboles se oía el
quejumbroso eco de un cuerno de caza, y el dulce
canturreo de los pastores en los valles. En las
aguas bogaban cisnes negros; en las orillas se veían las más extrañas flores y raros animales. Ahora
era Nueva Holanda, la quinta parte del mundo, lo
que pasaba deslizándose ante ellos y exhibiendo
sus montañas azules. Se oían los cánticos de los
hechiceros, el sonido de los tambores y flautas de
hueso, y se veían las danzas de los salvajes. Luego
pasaron ante ellos las pirámides de Egipto, altas
hasta las nubes, y las esfinges medio sepultadas
en la arena, entre columnas caídas. Vino después
la Aurora Boreal, como una brasa entre las montañas del Norte, inimitable fuego de artificio. Todo
eso y muchísimo más vio el Príncipe, que desbordaba de satisfacción.
—¿No podría quedarme siempre aquí? —preguntó al Hada.
—De ti sólo depende. Si no cedes a la tentación
y haces lo que te está prohibido, como Adán, podrías quedarte para siempre.
—No tocaré los frutos del árbol de la Ciencia.
Hay por aquí millares de otros frutos tan hermosos como ellos.
—Pruébate a ti mismo, y si no te sientes con
fuerzas suficientes, vuélvete con el Viento del Este
que te trajo. Él está por partir ahora, y no regresará en otros cien años. Ese tiempo pasará volando
en este lugar como si no fueran más de cien horas,
pero eso basta para la tentación y el pecado. Todas
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las tardes cuando yo me retire te diré “Sígueme”,
pero no lo hagas. No te muevas, pues a cada paso
que des tu deseo de avanzar será más intenso,
hasta que llegues al recinto donde está el árbol de
la Ciencia. Yo duermo al pie de ese árbol, bajo sus
fragantes ramas colgantes. Te inclinarás sobre mí,
y yo te sonreiré, pero si te atreves a darme un beso
el Edén se hundirá profundamente en la tierra, y
todo se habrá perdido para ti. Sólo el viento helado
girará silbando a tu alrededor, y la fría lluvia te
correrá sobre la cara. Y sólo te quedarán por
herencia trabajos y dolores.
—Me quedaré aquí —afirmó el Príncipe.
El Viento Este se despidió diciendo:
—Sé fuerte, pues, y los dos nos encontraremos
otra vez dentro de cien años.
Y el Viento extendió sus grandes alas, que fulguraron como amapolas en el tiempo de la cosecha, o como las estrellas del norte en una fría noche invernal.
—¡Adiós, adiós! —susurraron las flores, mientras las cigüeñas y los pelícanos volaban en línea
como cintas ondulantes, escoltando al Viento hasta el límite del jardín.
—Ahora empezaremos nuestra danza —dijo el
Hada—. Al final, después que hayamos danzado
juntos, y el sol baje en el horizonte, me oirás decirte: “Sígueme”. Ya lo sabes: no vengas. Tendré
que repetirte esa palabra cada noche durante cien
años. Cada vez que resistas, tu voluntad se hará
más fuerte, hasta que al fin ya ni siquiera se te
ocurrirá la idea de seguirme. Esta noche será la
primera vez, de manera que recuerda mi aviso.
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Y el Hada lo condujo a un amplio recinto lleno
de lirios blancos y transparentes, cuyos estambres
dorados formaban en cada una de ellas una diminuta arpa en que resonaba el sonido de las flautas
y los instrumentos de cuerda. Hermosas y ágiles
jóvenes bailaban allí una armoniosa danza, que
continuó hasta que el sol descendió al horizonte y
el cielo quedó bañado en un resplandor rojizo que
hizo a los lirios asemejarse a las rosas. El Príncipe
bebió del vino espumoso que le ofrecieron las
doncellas, experimentando una alegría tal como
nunca había sentido antes. Vio entonces cómo se
abría el fondo del recinto, y más allá el árbol de la
Ciencia, erguido entre un resplandor que cegaba.
El canto que procedía de aquel lugar era suave y
amable como la voz de su madre, y parecía decir:
“¡Hijo mío! ¡Mi querido hijo!”
Entonces vio al Hada que alzaba la mano como
en una señal y le decía con ternura: “Sígueme”. Y
corrió hacia ella, olvidando la promesa, olvidando
todo, en aquella primera vez que ella le había sonreído y llamado.
La fragancia del aire se hizo más intensa; el sonido de las arpas más dulce; no parecía sino que
los millones de sonrientes rostros que llenaban el
espacio donde estaba el árbol estuvieran cantando
a coro: “Hay que saber de todo. El hombre es el
señor de la tierra”. Al Príncipe le parecían otras
tantas brillantes estrellas.
—Ven, ven —insistían aquellos temblorosos tonos, y a cada paso las mejillas del Príncipe ardían
más y su pulso latía con más fuerza.
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“Tengo que ir —se decía—. No es pecado. Nada
se perderá si no la beso, y eso no lo haré. Mi voluntad es fuerte.”
El Hada apartó las ramas del árbol y un momento después había desaparecido en el interior
de la fronda.
“No he pecado todavía —se repetía—, ni he de
hacerlo.”
E hizo a un lado las ramas. Vio al Hada ya dormida, tan hermosa como sólo el Hada del Jardín del
Edén podía serlo. Ella le sonreía en su sueño, pero
cuando el joven se inclinó advirtió que por entre las
delicadas pestañas brotaban lágrimas.
—¿Es que lloras por mí? —susurró—. No llores,
hermosa doncella. Sólo ahora comprendo la plena
felicidad del Edén; siento la energía de los ángeles
y la vida eterna en mis miembros mortales. Y aunque caiga sobre mí la noche sin fin, estoy seguro
de que un momento como éste vale la pena.
Y enjugó con los labios las lágrimas que humedecían las mejillas del Hada.
Entonces se oyó un estruendo como el de un
trueno, pero más intenso y espantoso que ningún
otro oído jamás por el Príncipe, y todo cuanto circundaba al joven se derrumbó. La hermosa Hada,
el florido Edén se hundieron y se hundieron, más y
más, en tierra, entre la oscuridad de la noche, hasta que el Príncipe sólo distinguió su esplendor allá
muy lejos, como una tenue y titilante estrella. El
joven sintió que le corría por las venas el frío de la
muerte, cerró los ojos y cayó al suelo desmayado.
La lluvia fría le corrió por la cara; el viento
helado sopló alrededor de su cabeza. Por último, el
Príncipe recobró el sentido.
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“¿Qué he hecho? —suspiró—. He pecado como
Adán; he pecado tan gravemente que el Paraíso se
ha hundido a mis pies, hasta el mismo fondo de la
tierra.”
Abrió los ojos, y logró distinguir aún la estrellita, la lejana estrella que titilaba como el Jardín del
Edén. Pero se trataba del lucero de la mañana en el
cielo. Cuando se levantó se encontró en la caverna
de los vientos, y vio a la anciana madre de los cuatro vientos a su lado.
—¡En la primera noche! —exclamó la vieja—. Lo
que yo pensaba. Si fueras mi hijo, te metería directamente en la bolsa.
—¡Ah, pues no tardará en ir a algo semejante!
—exclamó la Muerte. Era una mujer grande y robusta, aunque muy anciana, que tenía dos vastas
alas negras y llevaba una guadaña en la mano—. Lo
meterán en un ataúd, pero no ahora. Yo me limitaré a marcarlo y dejarlo andar por algún tiempo
sobre la tierra para expiar su pecado y perfeccionarse. Cuando él menos lo espere regresaré, lo extenderé en un ataúd negro y volaré con él a los
cielos. El Jardín del Paraíso florece allí también, y
si él es bueno y santo, podrá entrar. Pero si sus
pensamientos son perversos y su corazón sigue
lleno de pecado, se hundirá en su ataúd mucho
más profundamente aún que lo que se hundió el
Paraíso.
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EL PATITO FEO
Era verano, y la región tenía su aspecto más amable del año. El trigo estaba dorado ya, la avena
verde todavía. El heno había sido apilado en parvas sobre las fértiles praderas, por las que ambulaba la cigüeña con sus rojas patas, parloteando en
egipcio, único idioma que su madre le había enseñado.
En torno del campo y las praderas se veían
grandes bosques, en cuyo centro había profundos
lagos. Y en el lugar más asolado de la comarca se
erguía una antigua mansión rodeada por un profundo foso. Entre éste y los muros crecían plantas
de grandes hojas, algunas lo bastante amplias como para que un niño pudiera estar de pie bajo ella.
Y allí entre las hojas, tan retirada y escondida como en lo profundo de una selva, estaba una pata
empollando.
Los patitos tenían que salir dentro de muy poco, pero la madre se sentía muy cansada, pues la
tarea duraba ya demasiado tiempo. Para empeorar
las cosas, sólo recibía muy contadas visitas, pues
sus congéneres preferían nadar en el foso más
bien que ir moviendo la cola hacia el nido de mamá pata para charlar con ella.
Por último, uno tras otro, los huevos empezaron a crujir suavemente. “Chuí, chuí” dijeron. Toda
la cría acababa de venir al mundo y estaba asomando sus cabecitas.
—Cuá, cuá —dijo la pata, y al oírla los patitos
respondieron a coro con sus más fuertes voces y
miraron a su alrededor por entre las hojas verdes.
Su madre los dejaba hacer, pues el verde es bueno
para la vista.
—¡Qué grande es el mundo! —dijeron todos los
pequeños. Ciertamente ahora tenían más espacio
para moverse que en el interior de sus cascarones.
—¿Se imaginan ustedes que esto es todo el
mundo? —dijo la madre—. Pues el mundo se extiende hasta bastante más allá del jardín, por el
campo del párroco, aunque en verdad yo nunca me
he aventurado tan lejos. Pero, a propósito, ¿están
ya todos ustedes? —La pata se levantó y miró alrededor—. No, por cierto que no están todos aún.
Queda por abrir todavía el huevo más grande.
¿Cuánto tiempo tardará? —se preguntó, volviéndose a echar en el nido.
—¡Hola! ¿Cómo va eso? —interrogó en ese instante una vieja pata que se había llegado de visita.
—Hay un huevo que está tardando mucho
tiempo —respondió la pata que empollaba. Esa
cáscara no se quiere romper. Pero, ¡mira los otros!
Son los más preciosos patitos que he visto en mi
vida. Tienen todos la mismísima cara de su padre,
el gran pillo que ni siquiera se da una vuelta por
aquí a verme.
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—Déjame ver ese huevo que tarda en romperse
—dijo la pata vieja—. Puedes estar segura que no
es un huevo de nuestra especie, sino de pava. A mí
me engañaron así una vez, y no puedo decirte el
trabajo y la preocupación que me dieron aquellos
chicos, porque te diré que tienen miedo del agua.
Nunca conseguí hacerlos meter en ella. Sí, es un
huevo de pava. Déjalo donde está, y dedícate a enseñar a nadar a esas criaturas.
—No; me quedaré echada otro poco. He esperado tanto que ya no me costaría nada quedarme
hasta la feria del verano.
—Pues, haz tu gusto —respondió la pata vieja,
y se alejó.
Por último el huevo que tardaba en abrirse empezó a crujir.
—Chip, chip —dijo el recién nacido, y salió del
cascarón tambaleándose. ¡Qué grandote y qué feo
era! La pata lo miró con disgusto.
“Para pato es de un tamaño monstruoso —dijo—. ¿Será acaso un pichón de pavo? Bueno, no
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tardaremos mucho en saberlo. Al agua irá, aunque
tenga yo misma que arrojarlo de un puntapié.”
El día siguiente amaneció espléndido; mamá
pata se fue a la orilla, y se zampó en el agua.
“¡Cuac, cuac!” chilló, y uno tras otro los patitos se
zambulleron detrás de ella. El agua los cubrió hasta la cabeza, pero ellos volvieron a salir a flote y se
sostuvieron perfectamente. Las patas se les movieron solas... y ya estaba. Hasta aquel grandote, gris
y feo nadó también con ellos.
—“No; no es un pavo —reflexionó la pata—.
Hay que ver qué bien se maneja con las patas y
qué derecho se sostiene. Es mi propio pollo, después de todo, y no tan mal parecido si se lo mira
bien.”
—¡Cuac, cuac! Vengan conmigo ahora y los sacaré al mundo y los introduciré en el corral. Pero
quédense bien cerca de mí, no sea que alguien vaya a pisarlos. ¡Y tengan cuidado con el gato!
Se fueron todos al corral, donde encontraron
un espantoso alboroto provocado por dos pollos
que estaban peleando por la cabeza de un pescado. Al final terció en la discusión el gato y se llevó
para sí la cabeza.
—Así ocurren las cosas en el mundo —comentó
la madre pata. Y se lamió el pico, pues ella también deseaba aquella cabeza de pescado.
—Ahora aprendan a usar las patas —dijo luego— y saluden con la cabeza a ese pato viejo que
está allí. Es el más importante de todos nosotros.
Tiene sangre española en las venas, y ésa es la explicación de su tamaño. ¿Ven ese trapo rojo que
tiene en la pata? Eso es algo extraordinario, la más
elevada señal de distinción que pueda alcanzar
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nunca un pato. ¡Vamos ahora! ¡Cuac, cuac! ¡No
pongan los dedos para adentro! Un pato bien educado tiene siempre las patas bien abiertas; así, eso
es. Ahora inclinen la cabeza y digan: “¡Cuac!”
Los patitos hacían cuanto se les ordenaba; pero
los otros patos del corral los miraban diciendo en
voz alta:
—¡Vean eso! Ahora tendremos que aguantar
también a toda esa tribu, como si no nos bastáramos nosotros. Además... ¡oh, querida, qué feo ese
patito! No se lo puede mirar.
Y un pato corrió hacia el patito feo y le dio un
picotazo en el cuello.
—¡Déjalo! —suplicó la madre—. No hace daño a
nadie.
—Puede que no —replicó el que había atizado
el picotazo—. Pero es tan desmañado y raro que
dan ganas de darle una paliza.
—Todos esos otros patitos son muy hermosos
—dijo el pato viejo, el que tenía el trapo atado a la
pata—. Muy bonitos todos, excepto ése, que resultó un ejemplar bastante desdichado. Es una lástima que no se lo pueda empollar de nuevo.
—Eso es imposible, señoría —respondió mamá
pata—. Ya sé que no es lindo, pero se porta bien y
nada con tanta destreza como los otros. Hasta podría aventurarme a decir que mejorará con la
edad, o quizá también disminuya de tamaño a
tiempo. Estuvo mucho tiempo dentro del huevo, y
por eso no salió con muy buen estado. —Palmeó al
patito en el pescuezo y agregó—: Además, es un
varoncito, de modo que su belleza física no importa mucho. Creo que será muy fuerte, y que sabrá
abrirse camino en el mundo.
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—Los demás patitos son muy lindos —dijo el
pato viejo—. Ahora pónganse cómodos; están en
su casa. Y si encuentran otra cabeza de pescado
pueden traérmela.
Y se sintieron todos cómodos, y en su casa,
menos el pobre patito que había sido el último en
salir del huevo, y que era tan feo. A éste lo picotearon y empujaron, y se burlaron de él patos y
gallinas.
—¡Qué grandote es! —comentaban todos.
El pavo, que había nacido con espolones y en
consecuencia se sentía todo un emperador, se infló
como el velamen de un barco y graznó y graznó
hasta que la cara se le puso roja. El pobre patito
estaba tan desconcertado que no sabía hacia qué
lado volverse. Le daba mucha pena ser tan feo,
despreciado por todo el corral.
Así transcurrió el primer día; luego las cosas
fueron poniéndose cada vez peor. Al pobre patito
no había quién no lo corriera o le diera empujones.
Hasta sus hermanos y hermanas lo miraban mal, y
decían a cada momento:
—¡Ojalá te agarrara el gato, antipático!
Hasta su madre dijo:
—Quisiera que estuvieras a muchos kilómetros
de distancia.
Los patos y las gallinas lo picoteaban, y la muchacha que les traía la comida lo hacía a un lado
de un puntapié.
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Hasta que por fin el patito dio una corrida y un
salto por encima del cerco, haciendo volar asustados a los pajaritos.
“Todo es porque soy tan feo” —pensaba el pobre patito cerrando los ojos, pero sin dejar de correr. Así llegó a un extenso pantano en cuyos bordes y aguas vivían patos silvestres; estaba tan cansado y tan apenado que se quedó allí a pasar la noche. Por la mañana los patos silvestres se acercaron
volando para inspeccionar al nuevo camarada.
—¿Qué clase de animal eres? —preguntaron,
mientras el patito se volvía a un lado y otro y saludaba lo mejor que podía—. ¿De dónde has salido, tan feo? Aunque eso en realidad no importa,
mientras no pretendas buscar novia en nuestras
familias.
El pobrecito no había pensado siquiera en buscar novia. Todo lo que pretendía era permiso para
echarse entre los juncos y beber un poco de agua
del pantano.
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Dos días enteros permaneció allí. Luego vinieron dos gansos silvestres, mejor dicho, dos ánades. Como no hacía mucho que habían salido del
cascarón eran petulantes en grado sumo.
—Bueno, camarada —dijeron—, eres tan feo
que te hemos tomado simpatía. ¿Quieres reunirte
con nosotros y ser un ave de paso? Hay por aquí
cerca otro pantano, y en él algunas gansitas silvestres encantadoras. Eres bastante feo para probar
suerte entre ellas.
En ese preciso momento: “¡Bang! ¡Bang!” resonaron dos estampidos en el aire, y los dos ánades
silvestres cayeron muertos entre los juncos, tiñendo de rojo el agua con su sangre. “¡Bang! ¡Bang!”,
siguieron rugiendo las escopetas, y un revuelo de
gansos silvestres se alzó por sobre las cañas,
mientras los perdigones diseminaban la muerte
entre ellos. Se trataba de una partida de caza, y
todo el pantano estaba rodeado de deportistas, la
mayoría ocultos entre los juncos; algunos sentados
en las ramas de los árboles que se extendían por
sobre el agua. El humo azulado de la pólvora flotaba por entre las frondas como nubecillas.
Los perros de caza saltaban de un lado a otro,
chapoteando en el agua y agitando a su paso los
juncos y cañas de un lado a otro. Todo aquello era
terriblemente alarmante para el pobre patito. Volvió la cabeza para meterla bajo el ala, y en ese
momento un enorme y espantoso perro se apareció muy cerca de él, con la lengua fuera y los ojos
llameantes de perversidad. El perrazo abrió sus
terribles fauces ante la cara del patito; mostró sus
puntiagudos colmillos... y se alejó de un salto, salpicando el agua, sin tocarlo siquiera.
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“¡Oh, gracias a Dios! —suspiró el patito—. ¡Soy
tan feo que ni siquiera el perro se molesta en morderme!”
Se quedó allí, enteramente inmóvil, mientras
los proyectiles silbaban por todas partes y las detonaciones sacudían el ambiente. La conmoción
sólo cesó ya muy entrado el día, pero ni aun así se
atrevió el pobre patito a levantarse. Esperó aún
varias horas antes de alzar la cabeza y mirar, y
entonces huyó del pantano con tanta velocidad
como pudo. Corrió a través de campos y praderas,
aunque hacía tanto viento que le costaba trabajo
avanzar.
Hacia el anochecer llegó a una pequeña y pobre
casita, tan miserable que parecía quedarse en pie
sólo por no saber de qué lado había de caerse. El
viento silbaba con tal fiereza junto al patito que
éste se vio obligado a sentarse para resistir el empuje. Entonces vio que la puerta tenía un gozne
roto y se sostenía tan desmañadamente que por la
rendija se podía entrar en la casa. El pato se metió
dentro.
En la casita vivía una anciana con un gato y
una, gallina. El gato, que se llamaba “Nene” sabía
arquear el lomo, ronronear y lanzar chispas eléctricas cuando se le frotaba la piel a contrapelo. La
gallina era de patas cortas, y por eso le decían “Tachuela”. Ponía huevos de excelente calidad, y la
anciana la quería tanto como si hubiera sido su
propia hija.
Por la mañana, los dos animales no tardaron en
descubrir la presencia del extraño pato. El gato
empezó a ronronear y la gallina lo acompañó con
su cloqueo.
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—¿Qué diablos pasa? —dijo la mujer, mirando
a su alrededor, pero su vista no era muy buena y
lo que pensó fue que el patito era un pato gordo
extraviado.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Ahora tendremos huevos de pata... si es que no se trata de un
pato. Habrá que esperar a ver lo qué resulta.
De modo que tomó al patito a prueba por tres
semanas, al final de las cuales no había podido
encontrar ningún huevo.
El gato y la gallina eran algo así como dueños
de aquella casa. Siempre decían: “Nosotros y el
mundo” pues creían que ellos representaban la
mitad del mundo; y por cierto que la mejor mitad.
El patito pensaba que podían existir dos opiniones al respecto, pero el gato ni siquiera quería
escucharlo.
—¿Sabes poner huevos? —preguntó una vez
“Nene”.
—No.
—En ese caso ten la bondad de callarte la boca.
—Luego de una pausa insistió—: ¿Sabes arquear el
lomo, ronronear o sacar chispas eléctricas?
—No.
—Pues entonces guárdate tus opiniones cuando la gente sensata está hablando.
El patito se sentó en un rincón, de muy mal
humor, empezó a pensar en el aire libre y el sol, y
lo invadió una irreprimible nostalgia de flotar en el
agua. Por último cedió a la tentación de hablar del
tema a la gallina.
—¿Qué bicho te ha picado? —inquirió “Tachuela”—. Es el ocio, al no tener nada que hacer, lo que
te mete en la cabeza esos disparates. Pon media
54
docena de huevos, o aprende a ronronear, y verás
cómo se te pasa el antojo.
—¡Pero es tan delicioso flotar en el agua! ¡Tan
lindo sentirla correr por la cabeza cuando uno se
zambulle hasta el fondo!
—¡Vaya diversiones! —rezongó la gallina—. Me
parece que te has vuelto loco. Pregunta, si no, al
gato qué opina; es el animal más inteligente que
conozco. Pregúntale si le gusta flotar en el agua o
zambullirse. Por mi parte no te digo nada. Pregúntale también a nuestra patrona, la vieja. No hay
nadie en el mundo más lista que ella. ¿Y crees que
tiene algún deseo de meterse en el agua?
—Ustedes no me comprenden —dijo el patito.
—Bueno, si no te comprendemos nosotros,
¿quién va a comprenderte? No creo que te consideres más inteligente que el gato o la vieja, por no
decir que yo. No te comportes como un tonto, hijo,
y agradece a tu buena suerte el bien que te hemos
hecho. ¿Acaso no has vivido en este cuarto caliente, y en compañía de seres de los cuales podías
haber aprendido algo? Pero eres un idiota, y nada
se gana asociándose contigo. Créeme; hablo muy
en serio. Te estoy diciendo verdades de a puño, y
ése es el mejor medio de saber quiénes son los
buenos amigos. Limítate a poner huevos, o aprende a ronronear, o a sacar chispas.
—Lo que me parece es que me voy a marchar
otra vez por el mundo —respondió el patito.
—Pues hazlo; será lo mejor —fue la terminante
respuesta de la gallina.
Y el patito se fue.
Anduvo flotando en el agua y zambulléndose
todo cuanto le dio la gana, pero siempre mirado
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con desdén y de soslayo por toda criatura viviente,
debido a su fealdad. Así hasta que llegó el otoño, y
las hojas del bosque se pusieron pardas y amarillas. El viento se las llevó, y las hizo danzar en remolinos. El cielo se puso frío, cubierto de nubes
cargadas de nieve y granizo. Un cuervo fue a posarse sobre una cerca y graznó, del frío que tenía.
Sólo pensarlo hacía temblar. El pobre patito estaba
ciertamente en un gran apuro.
Una tarde, cuando el sol estaba poniéndose en
todo su invernal esplendor, una bandada de hermosas aves blancas apareció surgiendo de entre
los matorrales. Nunca había visto el patito nada
tan hermoso. Eran de una deslumbrante blancura,
con largos y sinuosos cuellos. Se trataba de cisnes,
que lanzando su grito peculiar extendían las alas y
volaban alejándose de las regiones frías hacia tierras más cálidas. Ascendieron muy alto, muy alto,
y el pobre patito feo se quedó extrañamente intranquilo. Dio vueltas y vueltas en el agua, como
una rueda, levantando la cabeza hacia la dirección
por donde se alejaban aquellas aves. Luego lanzó
él mismo un grito tan penetrante y extraño que lo
asustó. ¡Oh, no podía olvidar aquellas hermosas
aves, felices aves! En cuanto estuvieron fuera de su
vista, el patito se zambulló hasta el fondo y cuando salió de nuevo a la superficie estaba completamente fuera de sí. No sabía qué clase de pájaros
eran aquellos, ni hacia dónde volaban, pero se sentía más atraído hacia ellos que lo que nunca lo
había sido por ser alguno. Y no era que los envidiara en lo más mínimo, ¿cómo podía ocurrírsele
envidiar aquella maravilla de belleza? Se habría
sentido agradecido con sólo que los patos lo hu56
biesen tolerado entre ellos, tanta era la certeza de
su fealdad.
El frío invernal era tan intenso que el patito se
veía obligado a nadar en círculos en el agua sólo
para librarse de quedar helado, pero noche tras
noche el agujero del hielo por el cual se zambullía
se iba haciendo más y más pequeño, hasta que se
heló con tanta fuerza que la superficie se resquebrajó y el patito se vio obligado a mover las patas
sin cesar para que el agua no se congelara a su
alrededor, aprisionándolo. Por último, ya tan cansado que no podía moverse más, cedió y se quedó
rápidamente aterido en el hielo.
Aquella mañana a primera hora acertó a pasar
por allí un campesino, que al ver al patito se acercó, abrió un boquete en la superficie del hielo con
su zapato herrado y se llevó a su pequeño rescatado. La esposa del campesino se hizo cargo de él, y
no tardó en revivirlo con sus cuidados. En la casa,
los niños quisieron servirse de él para sus juegos,
pero el patito, recelando de que lo maltrataran,
huyó espantado y fue a caer en la cazuela de la
leche haciendo salpicar el líquido por todo el cuarto. La mujer soltó un chillido y extendió los brazos; el patito dio un segundo salto y esta vez fue a
parar dentro de la cuba de la manteca. Salió enseguida, pero es de imaginarse cuál sería su aspecto.
La dueña de casa volvió a chillar y trató de golpearlo con las tenazas. Los chicos cayeron unos
sobre otros en sus intentos por capturarlo, dando
todos verdaderos alaridos de risa. Por suerte la
puerta estaba abierta, y el patito huyó por entre
los matorrales y la nieve recién caída. Y allí quedó,
completamente exhausto.
57
Sería tarea muy triste el detallar todas las privaciones y miserias que tuvo que soportar durante
el largo y duro invierno. Cuando el sol empezó a
calentar de nuevo la tierra, el patito yacía en el
pantano, entre los juncos. Las alondras cantaban;
acababa de llegar la hermosa primavera.
De pronto el patito alzó las alas, y éstas se agitaron con mucha más fuerza que antes, haciéndolo
ascender vigorosamente hacia el cielo. Antes que
se diera cuenta de dónde estaba se encontró en un
amplio jardín, rodeado de manzanos en flor respirando un aire perfumado por las lilas que crecían
en las irregulares orillas del lago.
Y vio también tres hermosos cisnes que se
acercaban a él saliendo de entre un macizo de
plantas. Nadaban suave y ágilmente, con un tenue
rumor de plumas. El patito reconoció a las majestuosas aves y no pudo evitar que lo sobrecogiera
una extraña melancolía.
“Volaré hacia ellos —se dijo—. Me acercaré a
los reales pájaros aunque me deshagan a picotazos porque soy tan feo. ¡No importa! Mejor ser
destrozado por ellos que por los patos o las gallinas, o por los fríos y las calamidades del invierno.”
Se lanzó, pues, al agua, y nadó en dirección de
las señoriales aves. Éstas lo vieron y se precipitaron hacia él con las plumas encrespadas.
“¡Mátenme si quieren!” —exclamó el pobrecito,
e inclinó la cabeza hacia el agua, previendo y temiendo la muerte. Pero, ¿qué fue lo que vio en la
transparente superficie?
Vio su propia imagen, pero ésta no era ya la de
un desmañado pajarraco gris, sino la de un cisne.
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¡Era un cisne! ¡Nada importaba haber nacido en un
corral, si uno procedía de un huevo de cisne!
Hasta se alegró de haber pasado por tantas penurias y tribulaciones, que lo capacitaban mejor
para apreciar ahora su actual felicidad, su nueva
situación entre toda aquella belleza que acudía a
recibirlo. Los grandes cisnes estaban nadando alrededor de él, rozándolo al pasar con el pico.
Unos niños llegaron al jardín con pedazos de
pan y granos que arrojaron al agua, y el más pequeño exclamó:
—¡Hay uno nuevo!
—¡Sí, ha llegado otro! —aprobaron los demás,
aplaudiendo y saltando.
Luego corrieron hacia su padre y su madre,
arrojaron más pan al agua, y uno de ellos añadió,
coreado por todos: —¡Ese nuevo es el más bonito
de todos! ¡Es tan joven! ¡Tan elegante!
El patito se sintió cohibido y escondió la cabeza
bajo las alas. No sabía qué pensar. Era muy feliz,
pero sin orgullo, pues su buen corazón nunca se
dejaba llevar por ese sentimiento. Recordó cuántas
veces había sido corrido y despreciado, sin soñar
que un día iba a oír decir que era el más hermoso
de los pájaros. Las lilas inclinaron sus ramas hacia
el agua en su presencia; y el sol se puso más cálido
y acogedor que nunca. Y él agitó las alas, alzó su
esbelto cuello y dijo lleno de júbilo:
“Nunca imaginé semejante felicidad cuando yo
era el Patito Feo.”
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EL SOLDADITO DE PLOMO
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo,
hermanos todos, ya que los habían fundido en la
misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada
al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo
primero que oyeron en su vida, cuando se levantó
la tapa de la caja en que venían, fue: “¡Soldaditos
de plomo!” Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de
cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la
mesa.
Cada soldadito era la viva imagen de
los otros, con excepción de uno que
mostraba una pequeña diferencia. Tenía
una sola pierna, pues al fundirlos, había
sido el último y el plomo no alcanzó para
terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan
firme sobre su única pierna como los
otros sobre las dos. Y es de este soldadito
de quien vamos a contar la historia.
En la mesa donde el niño los acababa
de alinear había otros muchos juguetes, pero el
que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían
verse los salones que tenía en su interior. Al frente
había unos arbolitos que rodeaban un pequeño
espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el
que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de
cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo
más bonito de todo era una damisela que estaba
de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba
hecha de papel, vestida con un vestido de clara y
vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul
anudada sobre el hombro, a manera de banda, en
la que lucía una brillante lentejuela tan grande
como su cara. La damisela tenía los dos brazos en
alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y
había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.
“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un
castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un
61
lugar propio para ella. De todos modos, pase lo
que pase trataré de conocerla.”
Y se acostó cuan largo era detrás de una caja
de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada
sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.
Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de
plomo los recogieron en su caja y toda la gente de
la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes
comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que
también querían participar de aquel alboroto, se
esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero
no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces
daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron
los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los
únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía
erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos
al aire; él no estaba menos firme sobre su única
pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus
ojos.
De pronto el reloj dio las doce campanadas de
la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la
caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía
tabaco? No, lo que allí había era un duende negro,
algo así como un muñeco de resorte.
—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—.
¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la
bailarina?
Pero el soldadito se hizo el sordo.
62
—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el
duende negro.
Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y
ya fuese obra del duende o de la corriente de aire,
la ventana se abrió de repente y el soldadito se
precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una
caída terrible. Quedó con su única pierna en alto,
descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.
La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente
a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo
aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: “¡Aquí estoy!”, lo habrían visto.
Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque
vestía uniforme militar.
Luego empezó a llover, cada vez más y más
fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos
muchachos por la calle.
—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un
soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.
Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por
el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo
cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta
y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después
de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces,
giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía
vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un
músculo, mirando hacia adelante, siempre con el
fusil al hombro.
63
De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su
propia caja de cartón.
“Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó.
“Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al
menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el
bote conmigo, no me importaría que esto fuese
dos veces más oscuro.”
Precisamente en ese momento apareció una
enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.
—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!
64
Pero el soldadito de plomo no respondió una
palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza
que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo
rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.
—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!
La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y
el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del
día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a
la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal.
Aquello era tan peligroso para el soldadito de
plomo como para nosotros el arriesgarnos en un
bote por una gigantesca catarata.
Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró
detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre
soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como
pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se
llenó de agua hasta los bordes; hallábase a punto
de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello;
el barquito se hundía más y más; el papel, de tan
empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba
cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo…
Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería
más, y una antigua canción resonó en sus oídos:
¡Adelante, guerrero valiente!
¡Adelante, te aguarda la muerte!
En ese momento el papel acabó de deshacerse
en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que
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al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué
oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el
túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho.
Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme,
siempre con su fusil al hombro, aunque estaba
tendido cuan largo era.
Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más
extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz
de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo;
brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien
gritaba:
—¡Un soldadito de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y
vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde
la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió
con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a
aquel hombre extraordinario que se dedicaba a
viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le
daba la menor importancia a todo aquello.
Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin,
¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta
vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban
todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la
linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida,
muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que
estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero
no lo hizo porque no habría estado bien que un
66
soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la
mirada; pero ninguno dijo una palabra.
De pronto, uno de los niños agarró al soldadito
de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No
tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello.
El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo
si era a causa del fuego o del amor. Había perdido
todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese
afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido
con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló
como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el
soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana
siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.
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LA FOSFORERITA
Era ya muy tarde aquella víspera de Año Nuevo,
terriblemente fría, pero en las oscuras y heladas
calles vagaba una pobre niñita descalza. Ciertamente al salir de su casa había tenido zapatillas,
aunque no le sirvieran de mucho por lo grandes
que le quedaban, como que habían pertenecido a
su madre. Además, se le habían caído de los pies
cuando la niña cruzó corriendo la calle para eludir
dos coches que se le echaban encima a toda marcha. Una de las zapatillas no se encontró más; la
otra la recogió un muchacho que escapó con ella.
Los pies descalzos de la pobre niña estaban
parcialmente rojos y azules de frío. Llevaba una
porción de fósforos en su viejo delantal, y una caja
de ellos en la mano, pero nadie le había comprado
ninguno en todo el día, ni le había dado siquiera
un cobre. La pobre criatura tenía hambre y se moría de frío, y parecía la viva figura de la miseria.
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello
rubio, graciosamente rizado en torno de su rostro,
pero ella no prestaba atención a la nieve. En todas
las ventanas se veían luces, y un exquisito olor de
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ganso asado llenaba las calles, porque era la víspera de Año Nuevo. Y ella no lo podía olvidar.
Encontró un rincón donde una de las casas se
proyectaba un poco más adelante de su vecina, y
allí se acurrucó, sentándose sobre sus pies, pero
tenía más frío que nunca. Y no se atrevía a volver a
casa, sin haber vendido un solo fósforo ni ganado
siquiera una moneda. Su padre le pegaría sin duda,
y además hacía tanto frío en su casa como en la
calle. No tenían más que el techo para protegerse,
y el viento silbaba por el interior de la habitación
por más que se rellenaran las rendijas más anchas
con trapos y paja.
La niña tenía las manos ya casi rígidas de frío.
¡Oh, un fósforo le haría tanto bien! Si se atreviera,
si tuviera valor para sacar uno de su caja y encenderlo para calentarse los dedos... Sacó uno. Lo frotó... ¡qué bien chisporroteaba, qué hermosa llama!
Ardía con un brillo tan claro como el de una pequeña vela, y al acercarle la mano ¡el resplandor
parecía tan extraño! La niña se imaginó que estaba
sentada ante una gran chimenea con pulidos
herrajes, dentro de la cual, una espléndida hoguera ofrecía su agradable calor. Pero... ¿qué estaba
sucediendo? En el momento en que ella estiraba
los pies para calentarlos, la hoguera se apagó y la
chimenea se desvaneció en el aire... y la niña se
encontró sentada con el cabo de un fósforo apagado en la mano.
Encendió otro. La llamita iluminó la pared,
haciéndola transparente como de gasa. Y la niña
pudo ver lo que había en el interior de la habitación. Vio una mesa tendida, con un mantel blanco
como la nieve y un juego de linda porcelana. Y
69
también un ganso asado, humeante y relleno de
manzanas y ciruelas. Más aún: el ganso se levantó
de su fuente con el cuchillo de trinchar clavado en
el lomo, y avanzó oscilando por el aire hacia la
pobre niña. Y en ese momento... el fósforo se apagó también, y ya no quedó nada que ver sino el
espeso muro negro. Encendió otro fósforo más.
Esta vez se vio sentada bajo un encantador árbol
de Navidad, mucho más grande y más vistosamente decorado que otro que ella había visto aquella
misma Navidad espiando por las puertas de cristales de un rico comerciante. En las ramas lucían
miles de velitas encendidas. Y muchos retratos en
colores, como los que exhibían los escaparates, la
miraban con expresión amable. La niña extendió
las manos hacia ellos... y se extinguió el fósforo.
Todas, las velitas de Navidad se fueron hacia arriba, más y más, hasta que no quedó duda de que
sólo eran estrellas titilantes. Una de ellas cayó,
dejando un brillante ramalazo de luz a través del
cielo.
“Alguien está muriéndose” —pensó la niña, recordando que su anciana abuela, la única persona
que alguna vez fuera buena con ella, le había dicho: “Cada vez que cae una estrella, un alma sube
a la presencia de Dios.”
Y encendió otro fósforo más contra la pared, y
ahora vio a su abuela aparecer en el círculo de llama. La vio clara y distintamente, y parecía muy
feliz y muy amable.
“¡Abuela! —exclamó la pequeña—. ¡Llévame
contigo! Ya sé que te desvanecerás cuando se acabe el fósforo. Como la chimenea, como el ganso,
como el hermoso árbol de Navidad.”
70
Y encendió rápidamente un manojo entero de
fósforos, en el deseo de retener a su abuela con
ella. La luz del manojo brilló casi tanto como la del
día. La abuela nunca había parecido tan alta y tan
hermosa. Levantó a la niña en sus brazos, y ambas
se remontaron en una aureola de luz y alegría,
hacia arriba, lejos, muy por encima de la tierra,
hasta allá donde no había más frío, ni dolor, ni
hambre... porque estaban con Dios.
La luz de la fría mañana encontró a la fosforerita sentada allí, en el rincón entre las dos casas,
con las mejillas sonrosadas y una sonrisa. Muerta.
Helada en la última noche del viejo año. El día de
Año Nuevo amaneció sobre el cuerpecito sentado
aún y con los extremos de los fósforos quemados
en una mano.
“Sin duda trató de calentarse” —dijeron. Pero
nadie supo qué maravillosas visiones había visto,
ni en qué esplendor había penetrado con su abuela
en la gloria del Año Nuevo.
71
LA SIRENITA
Había una vez...
...Un hermoso lugar, en lo más profundo de los
mares donde el agua es pura y transparente como
el cristal, y en ella abundan las plantas, las flores y
los peces de formas extraordinarias.
Allí existía un esplendoroso palacio que pertenecía al Rey de los Mares. Estaba realizado de coral
y de caracolas y adornado con perlas de todos tamaños, estrellas y esponjas, y allí vivía el rey junto
con sus seis lindas hijitas.
Sirenita, la más joven, además de
ser la más bella, poseía una voz
maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces
acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusa al oírla dejaban de flotar.
La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se
filtraba a través de las aguas profundas.
“¡Oh!, ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie
para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan
bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el
perfume de las flores!”
“Todavía eres demasiado joven”. Respondió la
madre. “Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para salir a la superficie,
como a tus hermanas.”
Sirenita soñaba con el mundo de los hombres,
el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para
satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que
volvían de la superficie.
En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín ornado con flores
marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con
ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.
73
Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir.
A la mañana siguiente el padre la llamó y, al
acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. “¡Bien,
ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar
y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente
y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!”
Apenas su padre terminó de hablar, Sirenita le
dio un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera
los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez
el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes
al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el
horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo
dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de Sirenita y dejaban oír
sus alegres graznidos de bienvenida. “¡Qué hermoso es todo!” exclamó feliz, dando palmadas.
Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo
donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la
superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba
sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría
hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su
larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como
ellos!”. A bordo parecía que todos estuviesen po74
seídos por una extraña animación y, al cabo de
poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro
capitán! ¡Vivan sus veinte años!”.
La pequeña sirena, atónita y extasiada, había
descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte
real, sonreía feliz. Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento
al mismo tiempo, que nunca había sentido con
anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez
más. Sirenita se dio cuenta enseguida del peligro
que corrían aquellos hombres: un viento helado y
repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro
se desgarró con relámpagos amenazantes y una
terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida. “¡Cuidado! ¡El mar...!” En vano Sirenita gritó y
gritó. Pero sus gritos, silenciados por el rumor del
viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más
altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo
los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y
con un siniestro fragor el barco se hundió. Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven
capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre
las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la
cresta blanca de una ola cercana y, de golpe lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente,
mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas,
lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura.
Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó.
75
Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía
lívido, Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y
poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena
de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho
tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su
cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se
aproximaban la obligaron a buscar refugio en el
mar. “¡Corred! ¡Corred!” gritaba una dama de forma atolondrada. “¡Hay un hombre en la playa!”
“¡Está vivo! ¡Pobrecito! ¡Ha sido la tormenta...! ¡ Llevémosle al castillo!” “¡No!¡No! Es mejor pedir ayuda...”
La primera cosa que vio el joven al recobrar el
conocimiento, fue el hermoso semblante de la más
joven de las tres damas. “¡Gracias por haberme
salvado!” Le susurró a la bella desconocida. Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había
salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de
que fuese ella y no la otra, quien lo había salvado.
Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía
que, en aquella playa, detrás de él había dejado
algo de lo que nunca hubiera querido separarse.
¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven
entre sus brazos!
Cuando llegó a la mansión paterna, Sirenita
empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo
en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en
su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso
hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque
ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.
76
Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla.
Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.
“¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu
cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas.
¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un
terrible dolor.”
“¡No me importa” respondió Sirenita con lágrimas en los ojos, “a condición de que pueda volver
con él!”
“¡No he terminado todavía!” dijo la vieja.” Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda
para siempre! Pero recuerda: si el hombre que
amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en
el agua como la espuma de una ola.
“¡Acepto!” dijo por último Sirenita y, sin dudar
un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las
proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un
fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y
cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre
brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole.
El príncipe allí la encontró y, recordando que
también él fue un náufrago, cubrió tiernamente
con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.
“No temas” le dijo de repente, estás a salvo.
¿De dónde vienes?” Pero Sirenita, a la que la bruja
dejó muda, no pudo responderle. “Te llevaré al
castillo y te curaré.”
77
Durante los días siguientes, para Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos
y acompañaba al príncipe en sus paseos.
Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada
paso, cada movimiento de las piernas le producía
atroces dolores como premio de poder vivir junto
a su amado. Aunque no pudiese responder con
palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía
afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el
joven tenía en su corazón a la desconocida dama
que había visto cuando fue rescatado después del
naufragio. Desde entonces no la había visto más
porque, después de ser salvado, la desconocida
dama tuvo que partir de inmediato a su país.
Cuando estaba con Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena,
que se daba cuenta de que no era ella la predilecta
del joven, sufría aún más.
Por las noches, Sirenita dejaba a escondidas el
castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo
alto del torreón del castillo, fue avistada una gran
nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó
del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que
perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe
enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada.
78
Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los
esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar
en la gran nave que estaba amarrada todavía en el
puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y
el viaje dio comienzo. Al caer la noche, Sirenita,
angustiada por haber perdido para siempre a su
amado, subió a cubierta. Recordando la profecía
de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su
vida y a desaparecer en el mar.
Procedente del mar, escuchó la llamada de sus
hermanas: “¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras,
tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal
mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio
de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que
amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás
volver a ser una sirenita como antes y olvidarás
todas tus penas.”
Como en un sueño, Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos.
Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a
cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al
mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar, y Sirenita,
desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz
por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y
la transportó hacia lo más alto del cielo.
Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con
la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña
sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de
79
campanillas: “¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!” “¿Quiénes sois?” murmuró la muchacha,
dándose cuenta de que había recobrado la voz
“¿Dónde estáis?” “Estás con nosotras en el cielo.
Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a
quienes hayan demostrado buena voluntad hacia
ellos.”
Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el
mar en el que navegaba el barco del príncipe, y
notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: “¡Fíjate! Las flores de
la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras!
Tenemos mucho trabajo. ¿Quieres ayudarnos?”
—¡Claro que quiero! —gritó con alborozo la sirenita.
Y calmada, contenta, ligera, se lanzó en seguimiento de las hijas del aire.
80
LA SOMBRA
En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La
gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los
países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó
un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos
podía vagabundear; como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda
la gente sensata debían quedarse puertas adentro.
Celosías y puertas se mantenían cerradas el día
entero; parecía como si toda la casa durmiese o
que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela
con altas casas donde vivía estaba construida de
tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e
inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar.
Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña
que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto
uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el
cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared,
incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para
desperezarse, y así que las estrellas asomaban en
el maravilloso aire puro, era para él como volver a
vivir. En todos los balcones de la calle —y en los
países cálidos todos los huecos tienen balcones—
había gente asomada, porque uno tiene que respirar; por muy acostumbrado que se esté a ser de
caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los
zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la
calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces —sí, más de mil había encendidas—.
Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y
rodaban los coches, los asnos pasaban —¡tilín, tilín, tilín!— sonando los cascabeles. Había entierros
y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y
las campanas volteaban —sí, había una vida tremenda en la calle—. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin
embargo, alguien vivía en ella, porque había flores
en el balcón que crecían espléndidamente al calor
del sol, para lo que necesitaban ser regadas —luego
alguien debía haber allí—. La puerta del balcón
aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la
música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en
los países cálidos, excepto lo referente al sol. Su
casero dijo que no sabía quién había alquilado la
casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se
refería, creía que era horriblemente aburrida.
82
—Es como si alguien tratase de ensayar una
pieza que no puede dominar; siempre la misma.
“¡Pues lo tengo que sacar!”, dice, pero no lo consigue por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con
la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó
con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores
resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba
una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma le deslumbró, que
abrió los ojos desmesuradamente y se despertó
del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina, pero la doncella había
desaparecido, el resplandor se había apagado; las
flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de
las profundidades venía una música tan suave y
encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia. Y
¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y
no era posible que la gente pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su
balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba
sentada exactamente enfrente entre las flores del
balcón, y cuando el extranjero se movía, también
se movía la sombra, porque así es como hacen las
sombras.
—Parece como si mi sombra fuese el único ser
vivo que se viera enfrente —dijo el sabio—. Con qué
83
delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está
entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para
entrar; mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil —dijo
en broma—. ¡Vamos, entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la
sombra le correspondió:
—¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en
el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también;
por si acaso alguien hubiera estado observando,
habría visto claramente que la sombra se colaba
por la puerta entornada de la casa de enfrente, al
tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y
corría la larga cortina tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos.
—¿Qué pasa? —dijo, cuando salió al sol—. ¡Me
he quedado sin sombra! Luego se marchó anoche
de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso le enojó, no tanto porque la sombra se
hubiera ido, sino porque sabía de la existencia de
una historia sobre el hombre sin sombra, conocida
por todos en su patria allá en los países fríos, y en
cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían
que la había copiado, y eso no le hacía ninguna
gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición,
porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraer-
84
la. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo:
—¡Ejem! ¡Ejem! —pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos todo
crece tan rápidamente que al cabo de ocho días
observó, con gran satisfacción, que le crecía una
sombra de las piernas cuando salía el sol —quizá
la raíz había quedado dentro—. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países
nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta
que al final era tan larga y tan grande que la mitad
hubiera bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuánto había de verdadero en el
mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y
pasaron días y pasaron años; pasaron muchos
años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando
llamaron muy quedamente a la puerta.
—¡Adelante! contestó, pero nadie entró.
Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre
tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo
demás, el hombre iba espléndidamente vestido,
debía ser una persona distinguida.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el sabio.
—¡Ah!, ya pensé que no me reconocería —dijo
el hombre elegante—. Me he hecho tan corpóreo
que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca
había pensado usted en verme en tal prosperidad.
¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía
usted que volviera, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en
85
todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que
rescatar mi libertad, podría hacerlo.
Y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que
colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa
cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos
los dedos fulguraron con anillos de diamantes,
todos auténticos.
—No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto —dijo el sabio.
—Ya, no es nada corriente —dijo la sombra—,
pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien
sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que
yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí
mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido
cierto deseo de volverle a ver antes de que usted
muera, porque usted ha de morir. También me
gustaría visitar este país, porque la patria siempre
tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo
algo a ella o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo.
—¡Bueno! ¿Pero eres tú? —dijo el sabio—. ¡Es
extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja
sombra de uno pudiera regresar como persona!
—Dígame cuánto le debo —dijo la sombra—,
porque no me gustaría deberle nada.
—¿Cómo puedes hablar así? —dijo el sabio—.
¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.
—Sí que le contaré —dijo la sombra, y se sentó—, pero antes me tiene usted que prometer que
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no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que
nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso
casarme; puedo de sobra mantener a una familia.
—¡Estate tranquilo! —dijo el sabio—. No le diré
a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano.
¡Palabra de hombre!
—¡Palabra de sombra! —dijo la sombra, que era
lo que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana
que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y
sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas —sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes—. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto lo que la
hacía tan humana.
—Ahora voy a contarle —dijo la sombra, y
plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo
sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que
yacía como un perro faldero a sus pies.
Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra
del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta
a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse
de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor.
—¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? —dijo la sombra—. ¡La más bella de todas, la
Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido
como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y
es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!
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—¡La Poesía! —gritó el sabio—. Sí, sí, vive con
frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La
Poesía! ¡Sí, la vi tan sólo un instante, pero el sueño
pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba
como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
—Me encontré en la antesala —dijo la sombra—.
Lo que usted siempre veía era la antesala— No
había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo,
pero las puertas daban unas a otras en una larga
serie de salas y salones; y estaba tan iluminado,
que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo, como debe hacerse.
—¿Y entonces qué viste? —preguntó el sabio.
—Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgullo por mi parte, pero... como ser libre que soy y
con los conocimientos que tengo, para no hablar
de mi buena posición, mis excelentes relaciones...,
desearía que me llamase de usted.
—¡Dispense usted! —dijo el sabio—. Son los
viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero
cuénteme ahora lo que vio.
—¡Todo! —dijo la sombra—. Lo vi todo y lo sé
todo.
—¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores?
—preguntó el sabio—. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos
como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas?
—¡Todo estaba allí! —dijo la sombra—. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero,
a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi
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todo y lo supe todo! He estado en la corte de la
Poesía, en la antesala.
—¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran
salón los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí
los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y
contaban sus sueños?
—Le digo que estuve allí y debe comprender
que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera
estado allí, no se habría convertido en ser humano,
pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo
de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que
tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no
pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir
y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a
la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser
humano. Al salir había completado mi madurez,
pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me
avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba
botas, trajes, todo este barniz humano, que hace
reconocible al hombre. Me refugié (sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro), me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles,
bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo
que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la
pared (¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda!). Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la
buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo
que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien
se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien con89
siderado el serlo. Vi las cosas más inimaginables
en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi —dijo la
sombra— lo que ningún hombre debe conocer;
pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo
del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo
que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente
a la persona en cuestión y se producía el pánico en
todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme
terror y grandísima consideración. Los profesores
me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos; no me faltaba de nada. El tesorero del
reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo; y así llegué a ser el
hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi
tarjeta. Vivo en la acera del Sol; y estoy siempre en
casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
—¿Cómo le va? —preguntó.
—¡Ay! —dijo el sabio—. Escribo acerca de lo
verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son
cosas a las que concedo gran importancia.
—Pues a mí no me ocurre igual —dijo la sombra—. Yo, mientras, engordando, que es lo que
hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y
terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me
iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
—¡Qué disparate! —dijo el sabio.
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—¡Según como se mire! —dijo la sombra—. El
viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en
ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.
—¡Esto ya es el colmo! —protestó el sabio.
—Pero así va todo el mundo —dijo la sombra—,
y así seguirá.
Y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena
y la preocupación seguían haciendo presa en él, y
sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo
bello interesaban tanto al público como las rosas a
una vaca; hasta que al final cayó enfermo de consideración.
—¡Parece usted totalmente una sombra! —le
decía la gente, y esto le produjo un escalofrío,
porque le hizo pensar en ella.
—Lo que debe hacer es tomar las aguas —dijo
la sombra, que vino de visita—. No hay nada igual.
Le llevaré conmigo, por nuestra vieja amistad. Yo
pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario,
con lo que me resultará el camino más divertido.
Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como
debiera (eso es también una enfermedad), y una
barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el
señor hacía de sombra. Fueron juntos: en coche, a
caballo, a pie, al lado uno de otro, delante o detrás,
según la posición del sol. La sombra sabía ponerse
siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no
prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra:
91
—Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos
desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería
más íntimo.
—En eso que dice —contestó la sombra, que
ahora era el verdadero señor— hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel
gris, le pone enfermo. A otros se les pasa todo el
cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo
mismo siento yo cuando le oigo tutearme, es como
si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con
usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de
una sensación. Pero si no puedo permitirle que me
trate de tú, con mucho gusto le tutearé a usted,
como fórmula de compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
“¡Qué absurdo —pensó éste— que yo le hable
de usted y él me tutee!”
Pero no tuvo más remedio que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora
princesa que padecía la enfermedad de tener una
vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era
por completo diferente a los otros.
—Dicen que ha venido para hacer crecer su
barba, pero yo veo la verdadera causa: no tiene
sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente
conversación con el caballero extranjero durante el
92
paseo. Como princesa que era, no se andaba con
muchos miramientos, por lo que le dijo:
—A usted lo que le ocurre es que no tiene
sombra.
—Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente —dijo la sombra—. Sé que vuestra dolencia consiste en que veis demasiado bien, pero
debe haber desaparecido; estáis curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No
habéis visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar; pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado
a mi sombra como si fuese una persona. Ved que
hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional.
“¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de
verdad? —pensó la princesa—. ¡Este balneario es
único! El agua tiene en nuestros días propiedades
asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora
comienza a estar esto divertido. El extranjero me
gusta extraordinariamente. Con tal que no le crezca la barba y se marche.”
Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo
era él. Nunca había tenido la princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba
ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y
allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la
princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
“Debe ser el hombre más sabio del mundo”,
pensó, tal era su admiración por lo que sabía. Y
93
cuando bailaron de nuevo, la princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta,
porque ella le atravesaba con su mirada. A esto
siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo,
pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y
en su reino, y en las muchas personas sobre las
que reinaba.
“Es un sabio —se dijo—, lo cual es cosa buena.
Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno.
Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré
examinarle.”
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las
más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera
podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña.
—¡No sabe usted la respuesta! —dijo la princesa.
94
—Lo aprendí de párvulo —dijo la sombra—.
Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta,
sabrá contestar.
—¡Su sombra! —dijo la princesa—. Sería en verdad extraordinario.
—Bueno, no digo que lo sepa —dijo la sombra—, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra
Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que
para tenerle de buen humor; y debe estarlo para
contestar bien, ha de ser tratado precisamente
como una persona.
—Me complacerá hacerlo —dijo la princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de
otros, y él contestó con todo acierto y cordura.
“¿Cómo será este hombre, cuando tiene una
sombra tan sabía? —pensó ella—. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo
como esposo.”
Y ambos estuvieron de acuerdo, la princesa y la
sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella
regresase a su reino.
—¡Nadie, ni siquiera mi sombra! —dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la princesa, una vez que ella había regresado.
—Escucha, amigo mío —dijo la sombra al sabio—. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en palacio,
irás conmigo en mí carroza real y tendrás cien mil
escudos al año. Pero permitirás que todos te lla95
men sombra; no deberás decir nunca que fuiste
hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol
en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás
que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una
sombra. Has de saber que me caso con la princesa.
Esta noche será la boda.
—¡No, eso es monstruoso! —dijo el sabio—. ¡No
quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la
princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú
la sombra. ¡Que apenas si eres un disfraz!
—No lo creerá nadie —dijo la sombra—. ¡Sé razonable o llamo a la guardia!
—¡Iré a ver a la princesa! —dijo el sabio.
—Pero yo iré primero —dijo la sombra—, y tú
irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas le obedecieron,
al saber que iba a casarse con la princesa.
—¡Estás temblando! —dijo la princesa, cuando
la sombra fue a visitarla—. ¿Ha ocurrido algo? No
irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a
casarnos.
—Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir —dijo la sombra—. ¡Imagínate (claro,
una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz
de resistir mucho); imagínate, mi sombra se ha
vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo
(imagínate, si puedes), que yo soy su sombra!
—¡Qué horror! —dijo la princesa—. ¿Lo habrán
encerrado, supongo?
—Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
—¡Pobre sombra! —dijo la princesa—. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad
liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando
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pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción.
—Resulta cruel —dijo la sombra— porque era
un buen sirviente.
Y pareció dar un suspiro.
—¡Qué nobles sentimientos! —dijo la princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y
los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquella! La princesa y la
sombra se asomaron al balcón para mostrarse y
recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían
quitado la vida.
97
PULGARCITA
Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísimo tener un hijo, sin que le fuera concedida la realización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con
un hada y le dijo:
—Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar uno?
—Eso es fácil de resolver —contestó el hada—.
Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy
diferente de aquella que crece en los campos y que
se echa de comer a los pollos. Plántala en esa maceta y verás lo que pasa.
—¡Gracias! —respondió la mujer, y dio al hada
doce monedas de cobre, que era el precio de la
cebada.
Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida
creció una flor hermosa y grande, de aspecto semejante al de un tulipán, pero con pétalos tan
apretados como si fuera todavía un pimpollo.
“La flor es muy linda” —dijo la mujer, y dio un
beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la
flor se abrió, y la mujer vio que se trataba realmente de un tulipán.
Dentro de la flor, sobre los verdes y aterciopelados estambres, estaba sentada una delicada y
graciosa doncellita, cuyo tamaño era escasamente
la mitad del largo de un dedo pulgar. Al verla tan
pequeña, le dieron el nombre de Pulgarcita. A modo de cuna le trajeron una cáscara de nuez, elegantemente pulida, con un colchón de pétalos de
violeta y otro de rosa como colcha. Allí dormía por
la noche, pero durante el día jugueteaba en la mesa, donde la mujer colocaba un plato lleno de
agua; alrededor del plato ponía flores, con los tallos sumergidos en el agua, y sobre ésta hacía flotar un amplio pétalo de tulipán que le servía a Pulgarcita a manera de embarcación. La muchachita
se sentaba en el bote y remaba de un lado a otro
del plato, con dos remos hechos de cerda. Y era
una visión encantadora. Pulgarcita cantaba con
una voz tan suave y tenue que su canto era algo
como nunca jamás se oyera antes. Una noche en
que ella dormía en su camita, un sapo feo, grande
y húmedo se introdujo a través de un vidrio roto
de la ventana y saltó a la mesa sobre la cual estaba
la cáscara de nuez y dentro de ella la niña bajo su
pequeña colcha de rosa.
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“¡Qué linda esposita para mi hijo!” —se dijo el
sapo. Y con esto se llevó la cáscara de nuez con
Pulgarcita dormida en su interior, y saltó por el
agujero de la ventana al jardín.
El sapo y su hijo vivían en el borde fangoso de
una ancha corriente de agua. El sapo joven era más
feo aún que su padre. Al ver a la muchachita en su
elegante lecho, sólo atinó a exclamar: “Croac,
croac, croac.”
—No hables tan fuerte, o se despertará —protestó el sapo viejo—. Y podría escaparse, pues es
tan ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre una hoja de nenúfar, en la corriente.
Será como una isla para ella, porque ¡es tan pequeña! y no podrá fugarse. Y mientras ella se queda allí nosotros prepararemos a toda prisa una
habitación lujosa bajo el pantano, para que te la
lleves a vivir cuando te hayas casado.
En el medio de la corriente de agua crecían
unos nenúfares de anchas hojas verdes, que parecían flotar sobre el agua. La más grande de dichas
hojas sobresalía de la superficie mucho más que
las otras, y hacia ella nadó el viejo sapo llevando la
cáscara de nuez en que Pulgarcita dormía aún.
La niña se despertó temprano aquella mañana,
y al ver dónde se encontraba rompió a llorar
amargamente. No podía ver nada más que agua a
los lados de la gran hoja verde, y sin que hubiera
manera alguna de llegar a tierra. Mientras tanto, el
viejo sapo estaba muy ocupado bajo el pantano,
decorando la habitación con junquillos y otras flores silvestres, para ponerla bonita y digna de su
nuera. Luego se echó a nadar junto con su feísimo
100
hijo hacia la hoja donde antes había colocado a la
pobre Pulgarcita.
Deseaba llevarse la camita para colocarla en la
cámara nupcial y que estuviera lista para cuando
la joven la estrenara. Al llegar inclinó la cabeza en
el agua y explicó:
—Éste es mi hijo. Será tu marido, y ambos viviréis juntos y felices en el pantano, junto al agua.
—Croac, croac, croac —fue todo lo que pudo
decir su hijo. Y ambos sapos tomaron la elegante
camita y se alejaron nadando con ella, dejando a
Pulgarcita enteramente sola sobre su hoja verde,
sentada y llorando. La muchachita no podía soportar la idea de vivir en compañía del sapo viejo y
con su feísimo hijo por marido. Los pececitos que
nadaban a sus pies habían visto al sapo y oído lo
que ella decía, y sacaban las cabecitas por sobre la
superficie para contemplarla. En cuanto la vieron
advirtieron que la niña era muy bonita, y los apenó
el pensar que tendría que irse a vivir con los horribles sapos.
—No eso no debe ocurrir, nunca —dijeron, y se
reunieron en el agua en torno del tallo verde que
sostenía la hoja que servía de apoyo a la muchachita, y royeron la planta a la altura de la raíz con
sus dientes. La hoja flotó a la deriva, alejándose en
la corriente y llevándose a Pulgarcita lejos, fuera
del alcance de los dos sapos.
Pulgarcita siguió así navegando, pasando a lo
largo de muchas aldeas y ciudades. Los pájaros
que la contemplaban al pasar cantaban “¡Qué hermosa criatura!” La hoja siguió bogando con ella,
más y más lejos, hasta que tocó tierra en otro país.
Una bonita mariposa blanca que venía revolotean101
do alrededor de Pulgarcita se posó por fin sobre la
hoja. Aquello agradó a la muchacha, ahora que el
sapo ya no podía alcanzarla, que las tierras por
donde transitaba eran hermosas y que el sol brillaba sobre las aguas como oro líquido. Se quitó el
cinturón y ató un extremo al cuerpo de la mariposa y otro a la hoja, que se deslizó así mucho más
veloz que antes, llevando a su bordo a la niña. En
eso estaban cuando pasó volando un gran abejorro, y en cuanto vio a Pulgarcita la asió con sus
patas y voló con ella hacía un árbol. La hoja verde
siguió flotando en el arroyo, a remolque de la mariposa, pues el animalito estaba atado a ella y no
podía soltarse.
¡Oh, cómo se asustó la pequeña Pulgarcita al
ver que el abejorro se la llevaba al árbol! Lo sintió
más que nada por la bonita mariposa blanca atada
a la hoja, que no podría liberarse y moriría de
hambre. Pero al abejorro no le preocupó en absoluto el problema. Se sentó —con la joven a su lado— sobre una hoja del árbol, le dio a comer un
poco de miel de las flores y le dijo que era muy
bonita, aunque de ninguna manera tanto como la
hembra de un abejorro. Un rato después todos los
abejorros que vivían en el árbol se acercaron a visitarla. Se quedaron contemplando a la muchacha,
y luego las jóvenes hembras dieron vuelta las antenas y dijeron: “Sólo tiene dos piernas. ¡Qué fea!”
—Y no tiene antenas —comentó otra.
—Y tiene la cintura muy delgada. Es como un
ser humano. ¡Vaya si es fea! —dijeron todas las
hembras de abejorro, aunque Pulgarcita era muy
bonita.
102
El abejorro que había huido con ella creyó lo
que decían los otros al afirmar que Pulgarcita era
fea, y no quiso saber nada más con ella. Le dijo,
pues, que podía irse adonde quisiera. Luego la bajó
del árbol en sus alas, y la colocó sobre una margarita, donde la niña se quedó llorando ante la idea
de que era tan fea que ni los mismos abejorros se
interesaban por hablar con ella. Y era en realidad
la más encantadora criatura que pueda imaginarse,
tan tierna y delicada como el pétalo de una rosa.
Durante todo el verano la pobre Pulgarcita
permaneció sola en la selva. Se tejió un lecho con
hojas de césped y lo tendió bajo una ancha hoja
para protegerse de la lluvia. Se alimentaba con la
miel que sorbía de las flores, y bebía por la mañana el rocío de las hojas. Así transcurrió el verano,
y luego el otoño, y finalmente llegó el invierno, el
largo y frío invierno. Los pájaros que habían cantado para ella tan amablemente volaron todos; los
árboles y las flores perdieron su frescura. La hoja
de trébol bajo la cual vivía la niña estaba ahora
arrugada y marchita, y casi no quedaba de ella más
que un seco tallo amarillento. Experimentaba un
frío terrible, pues sus ropas estaban llenas de desgarrones y además ella era tan tenue y delicada
que poco le faltaba para helarse. Para colmo empezó a nevar, y los copos cayeron sobre ella como
si sobre uno de nosotros cayera la nieve a paladas,
pues nuestra estatura es la normal, y en cambio la
de Pulgarcita no pasaba de dos o tres centímetros.
Se envolvió en una hoja seca, pero ésta se rasgó
por el medio, y no sirvió ya para retener el calor,
de modo que la muchacha temblaba de frío.
103
Cerca del bosque donde ella estaba viviendo
existía un vasto campo de trigo, pero el cereal
había sido cosechado ya tiempo atrás, y no quedaba sino el rastrojo seco a ras del suelo helado. Pero
para Pulgarcita era como abrirse paso a través de
un enorme bosque. Por último llegó a la casa de
una vieja ratita de campo que tenía su pequeña
guarida bajo los rastrojos. La rata vivía allí cómodamente, rodeada de agradable calor, y con un
buen granero lleno, una cocina y un comedor que
eran cosa de ver. La pequeña Pulgarcita se detuvo
en la puerta como una niña mendiga y suplicó le
dieran un puñado de cebada, porque llevaba sin
comer bocado casi dos días.
—¡Pobre niña! —exclamó la anciana rata de
campo, que era ciertamente de buenos sentimientos—. Entra en mi habitación, al calor, y cena conmigo. —Y le agradó tanto Pulgarcita que añadió—:
Serás bienvenida si quieres quedarte conmigo todo
el invierno. Pero tendrás que asear mis habitaciones y contarme cuentos, pues me gusta sobremanera oírlos.
Pulgarcita hizo todo lo que la rata de campo le
había pedido, y se encontró muy cómoda en la casita.
—No tardaremos en tener un visitante —dijo
un día la rata—. Mi vecino suele venir a verme una
vez por semana. Es más bondadoso aún que yo.
Tiene una casa amplia, y viste una hermosa levita
de terciopelo. Si lograras tenerlo por esposo te
encontrarías muy bien provista. Pero es ciego, de
modo que tendrás que contarle algunos de tus
más bonitos cuentos.
104
Pulgarcita no se sintió interesada en absoluto
por la persona del vecino, pues éste era un topo.
—Es muy rico y muy instruido, y su casa es
veinte veces más grande que la mía —insistió la
ratita.
El topo vino al fin, vestido con su levita de terciopelo negro. Era rico y culto, sin duda, pero apenas podía hablar del sol y de las flores, pues no los
había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantarle algunas canciones de su repertorio. Y el topo se
enamoró de ella al oír aquella encantadora voz,
pero no dijo nada todavía, pues era extremadamente cauteloso.
No mucho tiempo antes, el topo había excavado bajo tierra una larga galería que comunicaba la
vivienda de la rata de campo con la suya propia. La
rata y Pulgarcita recibieron permiso de pasear por
aquella galería cada vez que lo desearan. El topo
les previno que no se asustaran por la vista de un
pájaro muerto que yacía en el pasaje, en perfecto
estado de conservación, con su pico y sus plumas,
lo que indicaba que no debía de llevar sin vida más
que algunos días.
El topo sostuvo en la boca un trozo de madera
fosforescente que brillaba como una brasa en la
oscuridad y avanzó delante de Pulgarcita y de la
rata, guiándolas por el largo pasaje. Al llegar al
sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo empujó
el techo con su ancha nariz, la tierra cedió, y quedó abierto un gran boquete por el cual entró la luz
del día. En el centro del piso estaba una golondrina
inerte, con sus hermosas alas plegadas, y la cabeza
y las patas escondidas bajo las plumas. Era visible
que la pobre avecita había muerto de frío, cosa que
105
entristeció mucho a Pulgarcita, pues la niña sentía
gran afecto por los pájaros que habían cantado
para ella tan hermosas melodías todo el verano.
Pero el topo hizo a un lado el animalito con sus
patas torcidas y dijo:
—Ya no cantará más. ¡Qué triste ha de ser el
haber nacido pájaro! Me alegro de que ninguno de
mis hijos vayan a ser nunca animales que no saben
sino chillar: “Pío, pío”, y que siempre acaban muriéndose de hambre en el invierno.
—Sí, todo eso es muy cierto, inteligente topo
—exclamó la rata de campo—. De qué sirven tantos gorjeos si al llegar el invierno uno se hiela o se
muere de hambre? Y sin embargo los pájaros son
de ascendencia ilustre, tengo entendido.
Pulgarcita no respondió, pero cuando los otros
dos dieron vuelta la espalda, ella se inclinó sobre
el pájaro, apartó las plumas que cubrían la cabecita y le dio un beso en los cerrados párpados.
“Quizá sea éste el que me cantaba tan dulcemente durante el verano —dijo—. ¡Cuánto me alegraba tu canto, preciosa avecilla!”
El topo volvió a cerrar el agujero por donde
penetraba la luz del día y acompañó a casa a los
dos damas.
Aquella noche Pulgarcita, que no podía dormir,
se levantó de la cama y entretejió una amplia y
hermosa colcha de heno. Luego la llevó adonde
estaba la golondrina muerta y la extendió sobre el
cuerpo del ave, junto con unas flores de las que
había en la habitación de la rata. La colcha era
suave como de lana, y Pulgarcita la ajustó a cada
lado del pájaro como si quisiera que éste pudiera
tener algo de calor sobre la fría tierra.
106
—Adiós, hermosa avecita —dijo—. Gracias por
el delicioso canto con que me obsequiaste en el
verano, cuando los árboles estaban verdes y el cálido sol brillaba sobre nosotros.
Al decirlo apoyó la cabeza sobre el pecho del
ave, e inmediatamente se sintió alarmada. Porque
le pareció que como si dentro del pequeño cadáver
algo estuviera haciendo “tum, tum”. Era el corazón
de la golondrina, que no estaba muerta realmente,
sino entumecida por el frío, y que con el calor
había empezado a volver a la vida.
Al llegar el otoño, las golondrinas vuelan hacia
los países cálidos; pero si ocurre que alguna se
retrasa y es alcanzada por el frío, se hiela y cae
como muerta, y allí se queda hasta que la cubre la
nieve. Pulgarcita temblaba de miedo, muy asustada, porque el ave era grande, mucho más grande
que ella, que sólo medía un par de centímetros.
Pero trató de hacer valor, arropó mejor a la golondrina y luego trajo una hoja que le servía a ella
misma de cobertor y la colocó sobre la cabeza del
pájaro. A la noche siguiente se levantó de nuevo a
escondidas y fue a ver a su protegida. La encontró
con vida, pero extremadamente débil, tanto que
sólo pudo abrir los ojos un momento para mirar a
Pulgarcita.
—Gracias, hermosa niña —dijo la golondrina enferma—. He estado tan bien con el calor que me
proporcionaste que pronto recobraré mis fuerzas y
podré volar hacia las tierras donde calienta el sol.
—¡Oh! —exclamó Pulgarcita—. Hace mucho frío
afuera, con la nieve y la escarcha. Quédate en tu
cama caliente; yo cuidaré de ti.
107
Le llevó a la golondrina un poco de agua en el
cáliz de una flor. El ave le contó que se había lastimado una de sus alas en una zarza, por lo cual
no pudo volar con tanta presteza como sus compañeras que ya estarían a gran distancia en el camino hacia los países cálidos. Por último había
caído en tierra, luego de lo cual no recordaba nada
más. Ignoraba cómo llegó al lugar donde la encontraron.
El ave permaneció bajo tierra todo el invierno,
y Pulgarcita la alimentó con cariño y cuidado, sin
que el topo ni la rata de campo supieran nada,
pues a ellos no les gustaban las golondrinas.
No tardó en llegar la primavera y el sol empezó
a caldear la tierra. Entonces la golondrina se despidió de Pulgarcita, y ésta abrió el agujero que el
topo había practicado en el techo. El sol brilló sobre ambas con tal esplendor que la golondrina invito a la niña a partir con ella, sentada en su lomo,
y volar las dos juntas hacia los bosques verdes.
Pero Tiny, sabía que la rata de campo se entristecería mucho si su protegida la abandonaba de semejante manera, y respondió:
—No; no es posible.
—¡Adiós, entonces! ¡Adiós, bondadosa y hermosa doncellita! —Y la golondrina emprendió vuelo en la luz del sol.
Pulgarcita se quedó mirándola, mientras las lágrimas le brotaban de los ojos, porque la niña quería mucho a la golondrina.
La niña se quedó muy triste. Ella no podía salir
al calor y la luz del sol. El cereal sembrado en el
campo que rodeaba la casa de la ratita había crecido tanto que constituía un espeso bosque para
108
Pulgarcita, con su pequeña estatura de un par de
centímetros.
—Tienes que casarte, Pulgarcita —dijo un día la
rata de campo—. Mi vecino ha pedido tu mano.
¡Qué suerte para una niña pobre como tú! Ahora
vamos a preparar tu ajuar de bodas. Tiene que ser
de lana e hilo. No debe faltarte nada cuando seas
la esposa del topo.
Pulgarcita tuvo que hilar lino y lana, y la rata
de campo contrató dos arañas para que tejieran
día y noche. Todas las tardes el topo venía de visita y hablaba sin cesar del buen tiempo en que
habría pasado ya el verano. Entonces fijaría la fecha de su boda con Pulgarcita, pero ahora el calor
del sol, era tanto que abrasaba la tierra y la ponía
dura como una roca. Sí; se casarían cuando acabara el verano, pero eso a Pulgarcita no le agradaba,
pues no abrigaba simpatía ninguna por el cansador topo. Todas las mañanas al salir el sol, y todas
las tardes a la hora del crepúsculo, se deslizaba
afuera, a la puerta, y cuando el viento apartaba las
hojas en el campo sembrado, ella contemplaba el
cielo azul y pensaba en lo hermoso que era aquello
y en cuánto le agradaría ver de nuevo a su querida
golondrina. Pero ésta no volvió. Para aquel entonces ya se habría internado a gran distancia en los
hermosos bosques verdes.
Cuando llegó el otoño, Pulgarcita tenía ya su
ajuar listo. El topo le dijo:
—Dentro de cuatro semanas tendrá lugar la
boda.
Pulgarcita lloró, y dijo que nunca se casaría con
el desagradable topo.
109
—¡Tonterías! —exclamó la rata de campo—. No
seas porfiada, o te morderé. Es un topo muy buen
mozo. Ni la reina usa terciopelos y pieles más
hermosos. Su cocina y sus graneros están llenos de
provisiones. Debieras estar agradecida por tan
buena suerte.
De modo, pues, que se fijó el día de la boda, en
que el topo se llevaría a Pulgarcita a vivir con él a
las profundidades de la tierra, donde nunca volvería a ver más el cálido sol que a él no le agradaba.
La pobre niña se sentía muy desdichada ante la
idea de decir adiós al hermoso sol, y como la rata
de campo le había dado permiso para salir a la
superficie, así lo hizo una vez más para despedirse
del astro.
—¡Adiós, brillante sol! —exclamó, extendiendo
hacia él los brazos. Y se adelantó algunos pasos
alejándose de la casa. El cereal ya había sido cosechado, y sólo quedaba en los campos el rastrojo
seco—. ¡Adiós, adiós! —repetía, abrazando a una
florecilla roja que estaba a su lado—. Despide por
mí a la pequeña golondrina, si es que vuelves a
verla.
—Pío, pío —sonó una voz, de pronto, a sus espaldas. Pulgarcita se volvió y levantó la cabeza: allí
estaba la golondrina, volando cerca de ella. Se
quedó encantada al encontrar a Pulgarcita. Ésta le
expresó cuánto disgusto experimentaba al tener
que casarse con el feo topo, para vivir siempre bajo la tierra y no volver a ver nunca más el esplendente sol. Y al decirlo lloraba.
—El invierno está ya acercándose —respondió
la golondrina— y yo tendré que volar a los países
cálidos. ¿Quieres venir conmigo? Puedes sentarte
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sobre mi lomo y asegurarte allí con tu cinturón. Y
volaremos lejos del feo topo y de sus lóbregas
habitaciones; lejos, por sobre las montañas, a los
países cálidos donde el sol brilla con más fuerza
que aquí; donde siempre es verano y las flores son
más hermosas. Vuela conmigo, Pulgarcita. Tú me
salvaste la vida cuando yo estaba helada en aquel
corredor horrible y oscuro.
—Sí, me iré contigo —repuso Pulgarcita. Se sentó a lomos del pájaro, con los pies sobre las alas
extendidas, y se ató con su cinturón a una de las
plumas más fuertes.
La golondrina se alzó por los aires y voló sobre
la selva y sobre el mar, mucho más arriba que las
más altas montañas cubiertas de nieves eternas.
Pulgarcita hubiera muerto helada en el frío aire de
las alturas, de no guarecerse bajo las plumas del
ave, dejando sólo al descubierto su cabecita para
poder admirar las hermosas comarcas por sobre
las cuales pasaban. Por fin llegaron a los países
cálidos, donde el sol brilla con más fuerza y el cielo parece mucho más alto. Aquí y allí, en los cercos, a los lados del camino, crecían vides con racimos negros, blancos y verdes. De los árboles, en
el bosque, pendían limones y naranjas, y el ambiente llevaba fragancia de mirtos y azahares. Por
los senderos del campo correteaban hermosos niños, jugando con grandes y alegres mariposas. Y a
medida que la golondrina volaba más y más, cada
lugar parecía más amable aún.
Por último se detuvieron junto a un lago azul a
cuya orilla, a la sombra de un bosquecillo de árboles de un verde muy intenso, se erguía un palacio
de deslumbrante mármol blanco, reliquia de tiem111
pos pretéritos. Alrededor de sus elevadas columnas se apiñaban las vides, y en las cornisas se veían muchos nidos de golondrinas, uno de los cuales
era precisamente el hogar de la que había transportado a Pulgarcita.
—Ésta es mi casa —dijo la golondrina—. Pero
no es aquí donde te convendría vivir. No estarías
cómoda. Será mejor que te elijas una de esas bonitas flores, y yo te depositaré sobre ella. Allí tendrás todo lo que puedas desear para ser feliz.
—¡Será maravilloso! —exclamó ella, aplaudiendo de alegría.
Sobre el suelo había una gran columna de
mármol que al caer se había partido en tres pedazos, entre los cuales crecían las flores blancas más
grandes y hermosas. La golondrina descendió con
Pulgarcita sobre uno de los anchos pétalos. ¡Y cuál
no sería su sorpresa al ver en el centro de la flor
un tenue hombrecito, tan blanco y transparente
como si estuviera hecho de cristal! Tenía sobre la
cabeza una corona de oro, y en los hombros delicadísimas telas, y su tamaño no era mucho mayor
que el de Pulgarcita. Era uno de los silfos, o espíritus de las flores; precisamente el rey de todos
ellos.
—¡Qué hermoso es! —susurró Pulgarcita al oído
de la golondrina.
El pequeño príncipe temió al principio la presencia del pájaro, que era como un gigante al lado
de una criatura tan delicada como él. Pero al ver a
Pulgarcita quedó encantado, y se dijo que era la
más hermosa doncella que hubiera visto nunca.
Entonces se quitó de la cabeza la corona de oro y
la colocó sobre la de la niña; le preguntó su nom112
bre y también si quería ser su esposa y reinar con
él sobre las flores.
Ciertamente, aquel era un esposo muy diferente del hijo del sapo, o del topo con su levita de piel
y terciopelo. De modo que Pulgarcita dijo: “Sí” al
apuesto príncipe.
Entonces todas las flores se abrieron y de cada
una de ellas salió un minúsculo caballero o una
damisela pequeñita, tan bonitos todos que era una
delicia mirarlos. Cada uno ofreció a Pulgarcita un
regalo, pero el mejor fue un par de hermosas alas
que habían pertenecido a una gran mosca blanca.
Se las prendieron a Pulgarcita en los hombros de
manera que pudiese ella también volar de flor en
flor. Luego hubo una fiesta y a la pequeña golondrina le pidieron que cantara un himno de bodas, a
lo cual accedió ella lo mejor que pudo. Pero su corazón estaba triste, pues quería mucho a Pulgarcita y hubiera deseado no separarse nunca de ella.
—Ya no te llamarás más Pulgarcita —dijo el silfo—. No me gusta ese nombre; tú eres demasiado
linda para llamarte así. En adelante tu nombre será
Maya.
—¡Adiós, adiós! —dijo la golondrina, con el corazón apenado, y partió de los países cálidos para
volver a Dinamarca. Allí tenía otro nido, en la ventana de una casa en la que habitaba el narrador de
historias. La golondrina cantó: “Pío, pío”, y de esa
canción surgió el presente relato.
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