“No temas, hija de Sión, ya viene tu rey, montado sobre la cría de un asna?” (Jn 12,15; cf Zac 9,9) Homilía del Domingo de Ramos Catedral de Mar del Plata, 29 de marzo de 2015 Queridos hermanos: Con esta celebración damos comienzo a la semana santa. Es hermoso contemplar la gran cantidad de fieles que acuden este día a nuestros templos, movidos por la fe y por la necesidad de dar a esta vida su sentido más pleno. Entre cantos de fiesta y elevando nuestros ramos, hemos imitado a la multitud entusiasta que aclamó a Cristo a su ingreso en la ciudad santa de Jerusalén: “¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel!” (Jn 12,13). Para nosotros estos ramos benditos y estas palmas, no son un simple adorno, como tampoco lo es la Cruz. Implican un reconocimiento y un compromiso. Son un símbolo de nuestra fe en Jesucristo como Mesías Salvador. Están diciendo que le confiamos nuestra vida porque tenemos la certeza de que es el único guía seguro que nos muestra el camino acertado y nos trae la verdadera felicidad, la paz del corazón. Llevar estos ramos a nuestros hogares y contemplarlos nos debe mover al compromiso de ser coherentes con lo que hemos cantado y celebrado. Entre tantas voces que oímos, distinguimos la única voz que vale la pena escuchar. Entre las muchas palabras que decimos, reconocemos la Palabra que “al venir a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). El rasgo más llamativo de esta Misa es el contraste que existe entre el clima festivo del comienzo y el relato de la dolorosa pasión y de la muerte humillante de nuestro Señor en la cruz, que acabamos de escuchar. Entender la relación entre estos dos aspectos, debe ser el fruto y el mensaje que debemos llevarnos este domingo. Jesús ingresó en Jerusalén montado sobre un asno, y de este modo daba cumplimiento a la profecía del profeta Zacarías donde se anuncia que el Rey y Mesías de Israel, que traería la paz para los pueblos suprimiendo la guerra, vendría montado sobre una cría de asna. El triunfo de Jesús no tiene que ver con carros de combate, con caballos y arcos de guerra (cf. Zac 9,9-10). Él no vino a satisfacer esperanzas políticas. La paz que viene a traer se abrirá paso de una manera que los creyentes entenderán sólo más tarde. El gentío que lo aclamaba se componía de peregrinos galileos que lo conocían y habían venido con Él a Jerusalén. Habían visto prodigios, pero en realidad, nadie entendía la profundidad de sus enseñanzas ni el significado de su reinado. De allí que se irá quedando cada vez más sólo e incomprendido. Los golpes y bajezas a que lo someten los soldados, van acompañados del irónico saludo: “¡Salud, rey de los judíos!” Por eso también, el letrero de la cruz, que días más tarde iba a indicar la causa de su condena, dirá como una burla: “El rey de los judíos” (Mc 15,26). Su mesianismo no cuadraba con lo que podían imaginar. Pero esta terrible pasión, esta soledad de Cristo expresada en su grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34), contiene el mensaje fundamental de nuestra salvación. Jesús muere como culminación de su obediencia al Padre. Desde su soledad, desde su humillación, desde la mayor experiencia posible de dolor físico, anímico y espiritual, asumió la vida de todo hombre de la historia para abrir cauce a nuestra esperanza y transformar nuestros sufrimientos en fuerza de redención. Lejos de ser su derrota, la cruz es el principio de su triunfo. Por ahí debía Él pasar, para abrirnos a nosotros camino hacia la gloria. Para nosotros, sus discípulos, la cruz no es ante todo sinónimo de dolor sino de amor. Amor obediente a Dios en cualquier circunstancia de la vida, que nos fortalece para hacer frente a todo posible dolor, sostenidos por la fe en Él. Cuando reconocemos la voluntad de Dios como valor supremo, cuando nos decidimos a poner su ley por encima de cualquier preferencia, entonces estamos colaborando con Cristo en nuestra santificación y en la salvación de este mundo. 2 Queridos hermanos, aprovechemos la semana santa para una renovación profunda de nuestra fe en Jesucristo. No dejemos que nos cambien su sentido. Esto depende de cada uno de nosotros. Acudamos al sacramento de la Reconciliación; aprovechemos para orar más; aprendamos a hacer silencio. Aunque el descanso sea legítimo, que en estos días, más que nunca, nuestro descanso esté en la pasión de Cristo. Las distintas figuras que aparecen en el relato de la pasión nos pueden ayudar para hacernos preguntas. Pedro tiene un amor apasionado por el Señor, pero es frágil y termina negándolo. Judas, uno de los Doce lo traiciona. Pilato, consciente de la inocencia de Jesús y encargado de hacer justicia, termina cediendo a las presiones. Simón de Cirene, que pasaba por allí, fue obligado a llevar la cruz. Varias mujeres, en buen número, se quedaron contemplando. Vivamos estos días sintiendo la presencia maternal de la mujer que más cercana estuvo a Cristo, la Virgen María. Ella es la única que entró en el significado de la pasión. La semana santa así vivida nos llenará del deseo de anunciar a Cristo a los demás, recordando la consigna del Papa Francisco: “Si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros” (EG 272). ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3