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La Florencia del Quattrocento
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Nº 8, Mayo 2002
Un espectacular palazzo, una bellísima iglesia, un rico museo... En la ciudad del
Arno la historia y el arte perviven de un modo único, esperándonos en cada
esquina.
Pocas ciudades conservan tan indeleble el espíritu que las creó como Florencia.
Y es que la ciudad del Arno, la misma que Stendhal creyó origen de insólitas
patologías, no es un escaparate estático de glorias pasadas sino que en sus
calles la historia es tan evidente que el viajero no encuentra dificultad alguna
para creerse contemporáneo de Lorenzo el Magnífico, aprendiz de Botticelli o
discípulo de Savonarola.
De la crisis medieval al esplendor renacentista
La que fuera para Dante splendida Firenze, conoció durante el Renacimiento
una época de esplendor inusitado. Punto de encuentro de intelectuales como el
historiador Guicciardini o el pensador Nicolás Maquiavelo, fue residencia del
arquitecto y pintor Giorgio Vasari, y visitada con frecuencia por el poeta
Ludovico Ariosto; los pinceles de Fra Angelico, Donatello, Leonardo o Miguel
Ángel, entre otros, le dieron forma y color.
Son los mismos tonos, las mismas hechuras, las que aún hoy conservan sus
calles, ornadas por las arcadas góticas de la Signoria o la solidez renacentista
del Palazzo Pitti, o por las fachadas de los innumerables palazzi a una u otra
orilla del Arno.
El ascenso a la gloria no fue demasiado fácil. Florencia basó su economía en el desarrollo que conoció el sector textil alrededor del siglo XI. El paño
rojo característico del Arte della Lana florentino abasteció la mayor parte de los mercados europeos, mientras que el gremio daba trabajo a unas
6.000 personas en su época de mayor apogeo. Los florentinos hacían circular sus mercancías a través de una vasta red comercial que les llevaría a
convertirse en líderes europeos en banca y finanzas internacionales. Las compañías Frescobaldi, Peruzzi y Bardi llegaron a ser los más importantes
bancos internacionales, y el florín de oro —que se acuñó por vez primera en 1252— se constituyó en una de las monedas más fuertes.
La recesión económica europea del siglo XIV conllevó para Florencia graves reveses económicos. La producción textil pasó en sólo cincuenta años
de 80.000 piezas (1338) a 20.000 (1383) y se sucedieron serias algaradas urbanas a cargo de los ciompi (trabajadores textiles). En 1427, la
población —de 80.000 personas en 1330— se redujo a 37.000 habitantes. A inicios del XIV, Florencia se sumía en una profunda crisis económica y
social, de la que renacería, como el ave Fénix, para convertirse en la más brillante corte humanista de Europa.
Los Médicis, mecenas y banqueros
La élite florentina estaba compuesta por varias dinastías ilustres. Los Abrazzi, los Pitti, los Caponi, los Pazzi, los Strozzi y los Uzzano gobernaron la
ciudad en los siglos XIV y XV, y su nombre está perpetuado en la actual geografía urbana. Pero por encima de ellos, una familia se erige como
símbolo mismo del esplendor renacentista : los Medici. A la entrada del palacio Medici-Riccardi, una leyenda justifica la memoria de quienes lo
habitaron: “Esta fue en un tiempo lejano la casa de los Médicis, la que muchos grandes hombres habitaron, y donde la Sabiduría morara. Cuna de
todas las doctrinas, universal por su culta magnificencia, tesoro de la Antigüedad y de las artes”.
En la capilla, los frescos de Benozzo Gozzoli ponen rostro a los diferentes miembros de la familia en su célebre Cortejo de los Reyes Magos. El
primer Médicis del que se tiene noticia fue Salvestro que, en 1378, acaudilló la revuelta de los ciompi, pero fue otro Médicis, el gonfaloniero
Giovanni, quien inició el poderío familiar con la creación de un banco con filiales en Roma, Venecia y Nápoles. Su hijo, Cosme el Viejo, heredó la
empresa familiar en el año 1429 y consolidó el poder mediante sucesivos empréstitos a la Santa Sede, los reyes de Francia e Inglaterra y los
duques de Borgoña. Al mismo tiempo fundó la Academia Platónica y convirtió a Florencia en capital del humanismo.
Su obra fue continuada por su nieto Lorenzo, llamado el Magnífico. Este poeta, filósofo, mecenas y diplomático fue el prototipo del príncipe
renacentista. Tomó el control de la ciudad en 1469 y la gobernó con pulso firme hasta convertirla en la joya que aún es hoy.
Florencia se gobernaba por un sistema oligárquico en el que la suprema autoridad residía en los Signoria asistidos por el gonfaloniere de justicia y
ocho priori. Los Médicis controlaban el poder, y se aseguraban la lealtad de los Signoria gracias a sus enormes recursos económicos. A cambio,
invertían muchos de sus recursos en la ciudad y ello les acarreó una gran popularidad que no fue suficiente para contrarrestar la creciente influencia
de un monje dominico que había llegado a la ciudad hacia 1490 para, en tono profético, clamar contra la corte paralela de Lorenzo de Médicis,
reclamar la pureza de la iglesia y, tras hacerse con la voluntad popular, gobernar en la ciudad entre 1494 y 1498 de forma despótica y cruel, antes
de morir en la hoguera condenado por herejía. Sin embargo, pese a sus extremos que le llevarían a destrozar obras de arte, quemar libros y
dificultar la continuidad de la labor intelectual propugnada por Lorenzo el Magnífico, no pudo acabar con la magnitud de su obra.
Para entenderla no hay más que entrar en la galería de los Uffizi, el edificio que Vasari construyó para albergar los Oficios de la Magistratura
florentina, y que fue el primer destino de la excelente colección medicea de pintura. Allí se conserva lo mejor de la escuela florentina, la que
despegó en el gótico con Giotto y Fra Angelico, se adentró en el renacimiento con Masaccio y Filippino Lippi, culminó con Ghirlandaio, Verrocchio,
Botticelli y Leonardo, y desembocó en el manierismo de Miguel Ángel, Rosso Fiorentino, Bronzino o Pontormo
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La pervivencia de la Florencia renacentista
Hasta aquí la historia. No obstante, Florencia, al igual que muchas otras
antiguas ciudades-estado italianas, continúa manteniendo extraordinariamente
vivo su rico pasado renacentista.
Los florentinos del Quattrocento asistían atónitos a su condición privilegiada de
habitantes del centro del mundo conocido. Era un pueblo que veía
resplandecer los salones en bailes y banquetes suntuosos y que se divertía
vibrando —como hoy lo hace en los grandes encuentros de la Fiorentina— en
los partidos de calcio (un antepasado directo del fútbol) que se jugaban en las
plazas abiertas frente a la Signoria o la Santa Croce y en el palio dei cocchi:
una imitación de las antiguascarreras de cuádrigas, que organizaba Cosme el
Viejo en la plaza de Santa María Novella.
Hoy, el viajero que llega a la capital del Arno continúa asombrándose ante la
pervivencia de la historia en las calles y plazas de la bella ciudad toscana. El
Palazzo Vecchio, por ejemplo, sito en la piazza della Signoria, continúa
ejerciendo de núcleo político, puesto que en él se ubica hoy el ayuntamiento
de Florencia. El edificio, iniciado en el siglo XIII, fue concluido en el XIV, y
acoge el Genio della Vittoria (1533) proyectado —y nunca incorporado— por
Miguel Ángel para la tumba del pontífice Julio II. Destaca también allí la sala
de los Quinientos, sede del breve y agitado gobierno de Savonarola.
Frente a su entrada principal, la Loggia dei Lanzi habla de las innumerables
ceremonias públicas allí celebradas: bajo la bóveda que acoge el Perseo de Cellini, el Rapto de las Sabinas o Hércules y el centauro, se celebró la
subida al poder de Lorenzo el Magnífico, se vivió el juicio contra Savonarola, se coronó a poetas y se celebró la fiesta de los gremios. Es tal el
ambiente evocador de la ciudad del Arno que, una vez en ella, no es difícil imaginar, en confusión de tiempo y lugar, a Marsilio Ficino y a Pico de la
Mirándola discutiendo a las puertas del palazzo sobre la condición humana, o a Cimabue, Donatello, Masaccio y Mantegna sobre los cánones del
arte. Botticelli pasaría presuroso hacia su taller e intercambiaría un saludo apresurado con Leonardo. Miguel Ángel, entretanto, iría camino del
palacio Medici-Riccardi en busca de la protección de Lorenzo el Magnífico, mientras un Maquiavelo pensativo se cruzaría con Brunelleschi ocupado
en los cálculos que dieran a su cúpula de Santa Maria del Fiore los 106 metros previstos.
Paradigmas arquitectónicos
Y es que la ciudad de Florencia conoció durante el Quattrocento tal esplendor que es impensable obviar su huella.
Ésta es especialmente patente en la arquitectura privada y municipal y, sobretodo, en los edificios religiosos. La basílica de la Santa Croce, el
duomo o Santa Maria Novella perpetúan hoy la estrecha relación que existió entre poder e iglesia en la Florencia medicea. Aquella última, concluida
en 1470, se levantó paralelamente al conjunto monumental de la Santa Croce, que se comenzó a construir en el año 1294 y se concluyó en la
segunda mitad del siglo XIV. Entre los tesoros que allí se conservan, contamos con piezas como la Crucifixión de Donatello o la obra de idéntico
asunto realizada por Cimabue. También pueden admirarse unos bellísimos frescos de Giotto que narran la vida de san Francisco.
El duomo, también conocido como Santa Maria del Fiore, preside la plaza que lleva su nombre. En ella rivalizan el esbelto campanario de Giotto y la
cúpula de Brunelleschi con los mármoles rosas, blancos, grises y verdes que visten su fachada. Frente al duomo, el baptisterio, erigido sobre una
antigua basílica paleocristiana, muestra orgulloso sus tres bellísimas puertas de ingreso: la Sur, obra de Andrea Pisano, y las Norte y Este, de
Ghiberti. Esta última mereció, por la maestría de sus diez cuarterones con escenas del Antiguo Testamento, el nombre de Puerta del Paraíso. Si
pensamos que el epíteto se debió a Miguel Ángel, poco más hay que añadir.
La impronta de Miguel Ángel
Aunque nacido en Caprese (Toscana), en 1475, Miguel Ángel puede considerarse florentino de adopción ya que en Florencia desarrolló, gracias al
mecenazgo de los Médicis, una buena parte de su carrera artística. Formado en el taller de Ghirlandaio, éste le recomendó a Lorenzo el Magnífico
que, de inmediato, le tomó bajo su protección. La ciudad conserva su impronta innegable en edificios como la Casa Buonarrotti, una sobria mansión
renacentista levantada por el sobrino del artista, el poeta Michelangelo il Giovane, sobre el lugar en que se encontraba la casa que Miguel Ángel
habitó en Florencia entre 1516 y 1525. Consagrada a la memoria del artista,allí se celebran exposiciones y conferencias, puede consultarse una
amplia biblioteca temática y se exponen algunas de sus piezas de juventud, como el Combate de centauros contra Lapitas (1490) o la Virgen de la
escalera (1492).
No es éste el único centro de memoria angelina. La Capilla Medicea guarda las esculturas de la Sacristía nueva (h. 1520): Il pensieroso, La acción y
la contemplación, El día y la noche, La aurora y el crepúsculo; mientras, el vestíbulo y la escalinata de la Biblioteca Laurenziana demuestran su
talento arquitectónico. En la Galleria dell’Accademia se exponen sus torturados Prisioneros, sus Pietàs de madurez, la de Palestrina, y la Rondanini
(1553-1555) y, por supuesto, el celebérrimo y, no por ello menos magnífico, David (1501).
La obra de Miquel Ángel, a caballo entre el Quattrocento y el Cinquecento, puede decirse que cierra una época: aquella en que Florencia vibró como
nunca al son del arte y de la cultura.
María Pilar Queralt, escritora
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