Los soldados no se ponen de rodillas

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LOS SOLDADOS O SE
POE DE RODILLAS
V. Liubovtsev
Edición: Progreso, Moscú 1970.
Lengua: Castellano.
Digitalización: Koba.
Distribución: http://bolchetvo.blogspot.com/
LOS SOLDADOS O SE POE DE RODILLAS
¡No! ¡Mientes, verdugo! No me arrodillaré.
Aunque me vendas de esclavo, me sepultes en
prisión,
me rebanes la cabeza con el hacha en el tocón,
no te pediré perdón. ¡Yo moriré de pie!
Lamento que a monstruos como tú
sólo cien, y no mil, he matado;
por eso a mi pueblo amado
el perdón le pediría,
aunque fuera arrodillado.
Musa Dzhalil.
A las madres que nos han enseñado a ser fieles y
amar.
El autor
Capítulo I. "Aprende a luchar aquí también..."
I
¡Oh, qué humo más corrosivo! Vela los ojos, los
anega en lágrimas, no deja apuntar el arma. Irrita la
garganta, penetra en los pulmones, corta la
respiración. Las acres emanaciones azulencas de la
pólvora y el tufo de los incendios que ya se apagan
han ocultado el ardiente sol de junio. Humo, humo,
humo...
Grigori se enjuga el sudor de la frente, pasa la
manga por los lagrimeantes ojos y vuelve a pegar el
cuerpo a la ametralladora. Lleva ya dos días
combatiendo, dos días sin descanso. La última noche
de paz no tuvo tiempo de dormir porque había estado
de guardia, y acababa de regresar al puesto
fronterizo, cuando estalló la guerra. ¡Quién iba a
reposar en tales momentos! Los fascistas arremetían
de continuo. Un ataque tras otro. Hacia el amanecer
se sosegaron un poco para reanudar la ofensiva con
redoblado ímpetu.
- ¡Ereméiev!
Grigori se estremece. Tiene centrada la atención
en la Puerta de Terespol, donde yace un montón de
cadáveres con uniformes de color verde grisáceo. Es
él quien con su Maxim ha abatido a tantos
hitlerianos. No obstante, los alemanes, empeñados en
meterse por esa puerta, avanzan reptando por encima
de los cuerpos inánimes.
Una voz a su espalda llama:
- ¡Ereméiev!
- ¡Ordene, camarada teniente! -Grigori vuelve la
cabeza, sin dejar de observar con el rabillo del ojo la
puerta aquella.
- ¡Cuántas veces debo prevenirle a usted que
cambie constantemente de posición! -Kizhevátov se
acerca renqueando, se sienta al lado del ametrallador
y compunge el rostro, no se sabe si porque le duele la
pierna herida o porque está enojado-. ¡Qué señores!
¡Como si estuvieran en una playa! ¡Les da pereza
moverse!
- Camarada teniente, desde aquí se descubre el
mejor sector de tiro -replica Grigori, tratando de
justificarse.
"El jefe del puesto fronterizo no le deja continuar:
- ¡El mejor, el mejor! ¡Todos con la misma
cantilena! Busque otros sectores adecuados. Porque
si los alemanes le localizan, lanzarán para acá un par
de proyectiles... Y nosotros somos pocos. No
debemos perder ni un solo hombre.
A Grigori le pasa por la mente que, antes de la
guerra, al teniente no se le notaba tanto el acento
típico de los morduinos. Y ahora sí, señal de que está
agitado. Y eso, no se sabe por qué, le gusta a Grigori.
Antes de la guerra, Kizhevátov le parecía un ser
impenetrable, que lo sabía todo, menos ponerse
nervioso y caer en el desconcierto. Más que persona,
era una máquina. Pero resulta que es un hombre, ¡un
hombre de verdad!... Mueve a hacer algo que sea de
su agrado. Ereméiev le dice en morduino:
- No se preocupe, camarada jefe. Cambiaré de
posición después de cada ataque. -Y poniéndose en
pie, añade en ruso-: ¡A cambiar de posición!...
Vamos, Katiucha.
Katiucha es la sobrina del capitán Ivanov, el de la
comandancia. Había venido a pasar las vacaciones a
casa de su tío, y la ha sorprendido la guerra. Todas
las mujeres de la fortaleza de Brest combaten, unas
con el fusil en las manos, otras en los sótanos
atendiendo a los heridos. Katiucha fue destinada
como segundo sirviente, al resultar herido el
compañero de Grigori. ¡Qué guapa! No deja de serlo
ni siquiera en estos momentos, cuando el humo de la
pólvora ha ennegrecido su rostro y partículas de cal
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recubren sus despeinados cabellos… Y aunque en
estos arduos momentos Ereméiev no está como para
deleitarse en la contemplación de la belleza, lanza de
cuando en cuando una mirada de admiración a su
ayudante.
Otra vez los aullidos de los proyectiles que hielan
el alma, el silbido penetrante de las balas, los
estallidos de las granadas que despedazan el cráneo.
Y el acre humo de la pólvora, que provoca una tos
desgarradora y hace saltar las lágrimas. Quizá no sea
el humo sino el dolor de la pérdida el que exprime
esas lágrimas insólitas de los ojos de los soldados.
Los compañeros sucumben y los defensores de la
fortaleza son cada vez menos. Al grito de
"¡Adelante!" cayó el teniente Poliakov, ayudante de
Kizhevátov, joven de hermosos dientes blancos. Le
traspasó un casco de proyectil en el momento en que
alzaba a los soldados para contraatacar. Ha sido la
cuarta herida en los tres días de la guerra. La cuarta y
última... De pronto, Katiucha, el sueño que Grigori
no ha besado ni una sola vez, se desploma exhalando
un ay. La bala fascista ha segado despiadadamente
una belleza a punto de florecer... El soldado artillero
es el único que queda vivo al lado de su cañón.
Apenas se mantiene en pie. Le quieren llevar al
sótano para vendar sus heridas; pero él deniega
obstinadamente con la cabeza: "¡Dejadme en paz!
¡No derrochéis en vano el tiempo ni las vendas! ¡De
todos modos, dentro de una hora estaré muerto!" De
pronto aparece enfrente un parlamentario hitleriano
con guantes blancos y blanca bandera. Al encuentro
del oficial sale Kizhevátov con las manos plegadas a
la espalda. "La resistencia es inútil. Nuestras
gloriosas tropas han ocupado ya la ciudad de Brest y
avanzan hacia Minsk. No esperen ayuda de nadie.
Les concedemos un plazo de dos horas para rendir
las armas". Y otra vez, al cabo de esta breve tregua,
un fuego infernal, paredes que se derrumban, gritos
de heridos.
Humo, humo, humo En los raros momentos de
calma, desde la orilla opuesta del Bug llega una voz
centuplicada por el altoparlante. Al no llegar a un
acuerdo con los jefes, los fascistas hacen el intento de
influir sobre los soldados rasos: "Se perdonará la
vida sólo a aquellos que dejen de resistir y depongan
las armas. Toda la fortaleza será arrasada. No
quedará piedra sobre piedra. Si ustedes no quieren
vivir, compadézcanse al menos de las mujeres y los
niños".
"¿Que no queremos vivir? ¡Sí que queremos!
¡Mucho! En realidad, no hemos vivido aún, pues la
mayoría de nosotros no ha cumplido siquiera los
veinte. ¡Y tú, fascista, dices que no queremos!
Tendríamos que vivir todavía muchos años, pero no
de rodillas, ni con el yugo al cuello, ni tampoco con
el estigma de traidor en el alma. ¿Cómo podremos
caminar por nuestra tierra con la cabeza erguida si
tiramos las armas? Tú no comprenderás eso".
V. Liubovtsev
Grigori se seca las lágrimas, como si el hitleriano
que habla en el micrófono al otro lado del río pudiese
verlas. "¡Que te has creído, Judas! -exclama el
ametrallador en su fuero interno, prosiguiendo su
imaginaria disputa con la voz radiada-. No lloro
porque me duela perder la vida. Claro que duele,
porque es muy mía. No tengo más que una. Nadie me
dará otra a cambio de ella. Pero yo no lloro por eso.
Deploro la muerte de mis compañeros, de Katiucha.
Y además, el humo me irrita los ojos, provoca
lágrimas..."
Humo, humo, humo... Los ojos se cierran por sí
solos. Nada puede contenerlos. Cinco días sin
dormir, casi en continuo combate. ¿Cuándo llegarán
los nuestros y echarán a los fascistas hasta más allá
del Bug?
- ¡Ereméiev!
¡Cuánto cuesta despegar del suelo ese cuerpo que
ha cobrado la pesadez del plomo! ¡Cuánto cuesta
volver la cabeza! Pero Kizhevátov, que está todo
herido, anda...
- Oye, Grigori Teréntievich -la voz del jefe del
puesto fronterizo se ha vuelto asombrosamente
cariñosa y ese tratamiento es muy inhabitual-. Tendré
que encomendarte una misión...
Por algo empleará ese tono. Grigori le mira
sombrío y mueve negativamente la cabeza. ¡No
puede irse de la fortaleza ni separarse de sus
compañeros! ¿Por qué no mandan a otro? ¿No ha
dicho acaso el propio teniente que Erernéiev es el
mejor ametrallador del puesto fronterizo? Por lo
tanto, él debe quedar allí.
Los ojos de Kizhevátov despiden chispas. El
hombre alza la voz:
- ¡Guardafronteras Ereméiev! Yo podría
limitarme a ordenárselo. Pero en este caso le hablo
como un comunista a un candidato a miembro del
partido, porque se trata de una misión muy arriesgada
y muy importante. Debemos ponernos en contacto
con nuestras tropas.
El jefe del puesto fronterizo señala con la cabeza
hacia el Este, desde donde llega un cañoneo cada vez
más próximo, y, poniendo la mano en el hombro de
Ereméiev, añade:
- Es preciso, Grigori Teréntievich, es preciso. Irás
de noche en compañía de Danílov, Te concedo tres
horas de reposo...
¡Qué gusto tumbarse en un colchón del sótano y
saber que puedes dormir tres horas seguidas! ¡Ciento
ochenta minutos! Pero a Grigori no se le cierran los
ojos, y eso que hace tan sólo unos momentos
anhelaba echar un sueñecito aunque fuera sentado.
En el Mujaviets se reflejan las estrellas. El agua
está tibia, muy tibia. ¡Qué gusto daría zambullirse en
el riachuelo y quitarse el lodo y el hollín que se han
acumulado en estos cinco días! Daría gusto, desde
luego; pero es imposible. Hay que llegar a la orilla
3
Los soldados no se ponen de rodillas
opuesta, al fuerte, sin producir una sola salpicadura,
más silenciosos que los peces. Y desde allí, hacia el
Este, donde retumban los cañones. Ahí está el fuerte,
mudo, abandonado...
Al parecer, no hay nadie. Pueden seguir
adelante...
De pronto, un golpe en la cabeza. Grigori cae a
tierra y rechaza maquinalmente con los pies al
hitleriano que se ha inclinado sobre él. Danílov,
tumbado entre los arbustos, pelea con otro. Ereméiev
se levanta de un tirón, pero dos que se abalanzan
sobre él por atrás, le derriban de nuevo. Un golpe,
otro golpe... Los brazos se debilitan, los ojos no ven,
falta aire, el corazón se agita locamente, como si
quisiera horadar la caja torácica, oprimida por el
enemigo...
II
El grito que Ereméiev había proferido le despertó.
No podía respirar. Un peso inexplicable le oprimía el
pecho sin dejarle mover siquiera el brazo. El sueño se
prolongaba en la realidad. Sólo que no era un
fascista, sino la tierra desmoronada la que le
agobiaba tanto. A su lado, entre sollozo y sollozo,
respiraba anhelosamente Shájov.
Grigori probó a moverse y cambiar de postura,
libró los brazos, cavó con las manos la tierra y,
empujando a su compañero, gritó:
- ¡Ea, Vasil, despierta!
- ¡Qué pasa? -inquirió éste, alelado.
- Tú, que estás más cerca de la salida, lo pasas
bien aún. Pero yo por poco me ahogo.
Tendidos, con la cabeza fuera de la semiderruida
madriguera, fija la mirada en la oscuridad que
precede al amanecer, los amigos hablaban en voz
baja.
- Por suerte, no todo el techo se nos ha caído
encima. Si no, quedaríamos tirados para siempre en
esta tumba.
- ¿Por qué habrá sucedido eso? Anoche lo
miramos bien, como siempre, y no se desprendía
nada de ninguna parte.
- ¿Por qué se derrumbarán las madrigueras?
En efecto, los escondrijos aquellos se
desmoronaban a menudo, sobre todo por las noches,
cosa que no tenía explicación. ¡Cuántos muchachos
habían muerto ya de asfixia en ellos durante el
sueño! A los extenuados prisioneros no les
alcanzaban las fuerzas para salir de allí. Venía a
resultar como en la canción: "Hemos cavado nuestra
propia tumba. Abierta está ya una fosa profunda".
¿Qué podían hacer? No era por propia voluntad que
se habían convertido en "moradores de las cavernas".
Era preciso vivir en alguna parte. Eso les tenían sin
cuidado a los fascistas. Habían traído a los
prisioneros a ese campo llano cercado por
alambradas de púas. Se había construido de
antemano todo lo necesario para la guardia: las
barracas, el comedor, los depósitos y las torres de las
ametralladoras. Pero en el recinto cercado no había
más edificios que el de la cocina. Mientras no hacía
frío, la cosa era pasable. Se podía dormir en el suelo
hasta sin taparse con el capote. Pero cuando empezó
a llover y a helar por las noches, surgió forzosamente
la necesidad de buscar algún refugio. ¿Dónde
albergarse en el campo? Optaron, pues, por cavar
madrigueras y esconderse bajo tierra. De a uno, de a
dos y hasta de a tres. Cavaban con lo que tenían a
mano: con la tapa de la marmita, con la cuchara y a
veces, simplemente, con las manos.
En la oscuridad no se veía la alambrada; se la
adivinaba. Los dos amigos no tenían ningún deseo de
hablar. Al parecer, en el transcurso de las semanas
que pasaran juntos habían hablado va de todo.
Ambos habían servido en Brest sin llegar a conocerse
hasta caer en el cautiverio. No habían tenido la
ocasión de encontrarse antes de la guerra, pues
Ereméiev servía en la propia fortaleza que se alzaba
en la frontera, y Shájov, en la escuela de suboficiales.
Por lo demás, podía ser que se hubiesen visto alguna
vez sin fijarse el uno en el otro. En cambio aquí se
encontraron como hermanos. En el campo de
prisioneros nadie vivía solo. Era duro. Se mantenían
por grupos pequeños de contadas personas. Los unos
se formaban según el lugar de procedencia:
rostovianos, moscovitas, odesitas. Los otros según
las armas: guardafronteras, tanquistas, zapadores. Y
también había grupos surgidos sobre la base de la
simpatía recíproca.
De buenas a primeras hubiera sido difícil
encontrar a dos personas que contrastaran tanto entre
sí como Ereméiev y Shájov. Grigori era alto, de
hombros estrechos, cuerpo flexible, rostro expresivo
y brazos inquietos. Vasili, en cambio, era rechoncho,
fornido, de facciones prominentes y lerdo. Más aún
se diferenciaban por el carácter. Ereméiev era
expansivo, irascible e impaciente; no entendía ni
aceptaba las bromas dirigidas a él; su estado de
ánimo variaba diez veces al día. Pronto a tomar
decisiones, podía hacer algo bajo la impresión del
momento y luego ya pensar en si había procedido
bien o mal. Shájov, por el contrario, reflexionaba
mucho
antes
de
emprender
algo;
era
sorprendentemente cachazudo, parco en palabras y
ademanes, paciente y algo guasón. El mundo, a los
ojos de Grigori, no tenía medias tintas; en su
percepción de la vida dominaban tan sólo dos colores
-el blanco y el negro-, y la humanidad estaba dividida
en dos clases: en "hombres" y "canallas". En cambio
Vasili no se apresuraba a clasificarlo todo por
categorías, comprendiendo que las cosas de la vida
eran mucho más complejas de lo que parecían a
primera vista. Lo único que habían tenido de común
en el pasado, antes de servir en el ejército, era el
haber trabajado en la escuela, con los niños: Grigori,
de maestro, y Vasili, de guía de pioneros.
Simpatizaron al principio por proceder ambos de
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Brest, y, lo mismo el uno que el otro, por haber sido
guardafronteras. Luego surgió la noble amistad que
une fuertemente a los hombres. Juntos habían cavado
aquella madriguera y, por falta de marmita, comían
de un mismo casco. Se conocían tan bien como si
llevaran manteniendo esa alianza durante más de un
año, pues en el campo de prisioneros todo estaba a la
vista. No obstante, había algo que Shájov ignoraba.
Ni siquiera le había podido pasar por la mente que
Grigori le envidiara terriblemente. ¿Qué se podía
envidiar en tales circunstancias?
Días antes de comenzar la guerra, la escuela de
guardafronteras donde servía Shájov había sido
trasladada a los bosques de Augustow con objeto de
liquidar a una banda numerosa que había violado la
frontera. Acababan de aprehender a los saboteadores
cuando estalló la guerra. Mas, ¿era acaso una guerra
como la que habían visto en las películas de cine?
Aquella otra había sido una guerra hermosa, fácil,
victoriosa. En cambio ésta era muy distinta. En el
cielo rugían los aviones alemanes. Las orugas de los
tanques fascistas hollaban la tierra soviética. Los
combatientes rusos, apretando los dientes hasta el
dolor, se replegaban hacia el Este, aferrándose a cada
montículo y regándolo profusamente con su propia
sangre. Y allí donde, al parecer, debía estar la
retaguardia, veíase el vivo resplandor de incendios y
repiqueteaban las armas automáticas de las tropas de
desembarco aéreo lanzadas por los hitlerianos. Los
últimos días de junio, todo julio y la mitad de agosto
se habían fundido en la memoria de Shajov como un
día único, infinitamente largo, colmado de batallas,
retiradas, contraataques, aullidos de cascotes de
metralla y silbidos de balas. Una de ellas le había
herido. Y luego, el cautiverio. ¿Qué había, pues, de
envidiar?
Pero Ereméiev, en su fuero interno, le envidiaba a
su amigo, porque éste había estado casi dos meses
combatiendo -¡sesenta días en el campo de batalla!-,
mientras que él no había participado en la lucha más
que cinco días. La herida de Vasili también le
producía envidia. Pues él -Grigori- había caído en las
garras de los fascistas sin estar herido ni contuso. Si
una bala o cascote de metralla le hubiese rozado
siquiera y él hubiese vertido algo de su propia sangre,
habría sido otra cosa, hubiera tenido una
justificación, no ante la gente, sino ante sí mismo.
Eso era lo que, hacía más de un mes, mortificaba a
Grigori. Al reproducir mentalmente cada instante de
aquella agarrada nocturna, se le ocurría pensar que, a
pesar de todo, Danílov y él hubieran podido
escabullirse, evitar la ignominia del cautiverio.
Debían haberse defendido con las uñas y los dientes,
aunque los hubiesen acribillado a balazos. Luchar
hasta el último aliento como aquel artillero que se
negó a ser vendado e hizo fuego hasta que un
proyectil fascista le liquidó juntamente con su
cañón...
V. Liubovtsev
- Sabes, Vasil, yo he sido siempre afortunado dijo Grigori, rompiendo el silencio, al tiempo que
empujaba ligeramente con el hombro a su
compañero-. Todo me caía en las manos por sí solo.
No sé por qué. Tuve suerte con las chicas. Acabé los
estudios de la Normal con sobresalientes y sin mayor
esfuerzo. Cuando empecé a dar clases en la escuela,
los chicos se encariñaron conmigo. Me obedecían.
Hasta en la frontera, adonde fui a servir, me
acompañó la fortuna. En el transcurso de dos años
logré pescar a unos cuantos infractores. Y además,
resulté el mejor del destacamento en el tiro con toda
clase de armas. Fui el primero que recibió en nuestro
puesto fronterizo la insignia de "Combatiente
destacado del Ejército Rojo". El día veintiuno de
junio tenía yo decenas de agradecimientos del
mando. Kizhevátov me concedió en recompensa
cinco días de permiso, y el jefe del destacamento
añadió de su parte diez más. En total, quince sin
contar el camino. Hubiera debido salir el veintisiete
de junio. Tenía ya comprados los regalos para mis
padres. Quedaba por recibir sólo el billete...
- ¿Por qué te jactas tanto? -le interrumpió Shájov.
- Espera. Déjame que acabe. Y cuando menos lo
esperábamos estalló la guerra. ¡La de muertos y
heridos que vi a mi alrededor! Yo, en cambio, ¡sin un
solo rasguño! Eso es también tener suerte. -Ereméiev
había recalcado esta palabra con amarga ironía-. Y
caí ileso en el cautiverio.
- ¿A qué viene todo eso?
- A que, si quedamos vivos y volvemos a casa, me
preguntarán: "ciudadano Ereméiev, ¿por qué caíste tú
en el cautiverio?" Si te lo preguntan a ti, te subirás la
pernera del pantalón y enseñarás la cicatriz: "¿Veis,
camaradas, lo que me pasó entonces?" Pero yo, ¿qué
podré contestarles? Danílov se ha ido ya al otro
mundo, y es posible que tampoco Kizhevátov esté
entre los vivos. Por no caer en manos de los
alemanes, podía haberse pegado el último tiro. Por
consiguiente, no hay quien me justifique a mí. A
decir verdad, no es ese futuro interrogatorio o juicio
el que me mortifica. Para eso hay que quedar vivo, lo
que difícilmente pueda ocurrir. Yo mismo me
pregunto: "¿Por qué tú, maldito, has caído
prisionero?" ¿Sabes qué sensación me embargó
cuando nos llevaron por el puente que atraviesa el
Bug? "Ahí está la fortaleza, como en la palma de la
mano. En ella todo retumba y ruge. ¡La fortaleza
resiste! ¿Por qué los muchachos no disparan contra el
puente? Me hubieran matado a mí, que me he
portado como un villano; pero también habrían
matado a la escolta. Kizhevátov confiaba en Danílov
y en mí. Creía que llegaríamos a reunirnos con los
nuestros. Pero nosotros marchábamos en dirección
contraria, vigilados por los alemanes. ¡Habíamos
acabado de guerrear!"
Shájov permanecía mudo. Comprendía a su
amigo. Sufría lo mismo que él. Las palabras no
5
Los soldados no se ponen de rodillas
ayudarían. Era preciso hacer algo. Sí, ¿pero qué? La
única salida era la evasión. Mas él no servía para eso,
pues a duras penas movía los pies. Grigori no se iría
sin él. Y si hicieran el intento de fugarse, ¿hasta
dónde podrían llegar en tal estado de agotamiento y
extenuación?
El cielo, al Este, cobró una tonalidad grisácea.
Cada vez más concisas fueron destacándose las
siluetas de las torres de ametralladoras y de los
postes envueltos en la maraña de las alambradas. Los
compañeros, tumbados en el suelo, muy juntos,
tapada la cabeza con el capote, meditaban en silencio
sobre el pasado. No querían pensar en el porvenir. Lo
de ayer les daba vida hoy. Al cuerpo y al alma. El
medio litro de mala sopa hecha de patatas podridas
no sustentaba mucho, que digamos, la vida. Y si a
pesar del hambre crónica vivían aún, era debido al
rancho y a la salud de otros tiempos. Las células del
cuerpo se secaban y morían, entregando su energía al
corazón y al cerebro. Los prisioneros estaban vivos
porque el organismo se devoraba y consumía a sí
mismo, manteniendo la chispa de la existencia a
costa de los antiguos recursos. Su vida espiritual se
debía también y únicamente a las antiguas
acumulaciones. Los hitlerianos se afanaban por
imponer en su ambiente una ley, según la cual
sobreviviría el más insolente, el que menos
escrúpulos tuviera en la elección de los medios. Los
sufrimientos serían más llevaderos si llegaran buenas
noticias del frente. Pero esas noticias no llegaban. Al
campo de prisioneros iban arribando más cautivos.
Con preguntarles dónde se les había capturado,
bastaba: no hada falta ningún parte de guerra. En
seguida se veía hasta dónde -¡hasta dónde!- habían
llegado los fascistas. Las tropas soviéticas se
replegaban. Aunque, la verdad, les pegaban duro a
los invasores, iban replegándose. Habían retrocedido
hasta Leningrado, hasta Moscú. Los hitlerianos se
habían apoderado de media Bielorrusia y media
Ucrania. Esas noticias no infundían ánimo ni brío.
¿Confiar en la evasión? Muy pocos lograban
evadirse; la mayoría era capturada de nuevo. Grigori
se había escapado un par de veces en las primeras
semanas de su cautiverio. Cuando tenía aún algunas
fuerzas. Pero no logró ir lejos. Lo atraparon y le
propinaron tan soberana paliza que, después de ella,
no pudo estar tendido más que boca abajo durante
unos cuantos días. Luego quiso el destino que Shájov
y él se conocieran. La idea de evadirse no le había
abandonado; pero era preciso esperar a que la herida
de Vasili restañase. Y es notorio que no hay nada
peor que tener que esperar... Esperar inútilmente
hasta que le arrojaran a uno como carroña a la fosa
común y le espolvoreasen por encima con cloruro de
cal. Así se quedaría mirando con ojos vidriosos al
frío sol...
De tales razonamientos deducía Ereméiev que el
prisionero no tenía ni presente ni porvenir. Sólo
pasado. Por eso hablaba de sí en pretérito como de un
muerto: fui, comí, anduve, amé... Todos sus
pensamientos se remontaban a los días, meses y años
en que había andado libremente por su tierra natal y
trabajado con tal ardor que hasta el cielo sudaba.
Entonces había reído con despreocupación, había
bebido con sus amigos, había besado a su amada,
había lanzado al aire a su pequeñín para atraparlo al
instante con sus vigorosos brazos. Entonces había
vivido...
III
Habiendo entrado en calor, los dos amigos, sin
darse cuenta, quedaron dormidos. Les despertó la
hiriente luz del sol. Shájov, sin despegar aún los
párpados, pensó que debía de hacer un buen día. Por
consiguiente, podrían dedicarse al aseo y luchar con
los piojos. En día lluvioso o frío costaba mucho
desnudarse.
El campo de prisioneros se despertaba. De las
cuevas salían los hombres cubiertos de barro.
Estiraban las entumecidas piernas. Un humillo iba
rizándose sobre la cocina: estaban encendiendo la
lumbre en el horno. Los prisioneros lanzaban hacia
allá miradas tristes, ya que era preciso esperar aún
tanto hasta el mediodía, hora de recibir la sopa. Y
después de ingerir ese maloliente potaje y de tragar
dos o tres pedacitos de patata sin mondar, cuando no
se había hecho sino abrir el apetito... otra vez a
esperar hasta el día siguiente. ¡Veinticuatro horas!
Los hombres formaban pequeños grupos. Los más
despiertos se apresuraban a situarse cerca del lugar
de la alambrada ante el cual se extendía un camino
vecinal. Las aldeanas polacas que pasaban por allí les
tiraban a veces algo de comer: una mazorca de maíz,
un pedazo de pan o unas patatas cocidas. Eso era lo
que esperaban los prisioneros sentados cerca de la
alambrada.
Al principio, Ereméiev iba también "a cazar",
como se llamaba a eso en el campo. ¡Qué le
importaba que alguien le diese unos tortazos o le
sacudiera la badana si después de todo podía
conseguir un pedazo más! No vendría mal ni a Vasili
ni a él, pues debían conservar las fuerzas para la
evasión. Pero un día, al lanzarse Grigori a recoger
una patata, un jovenzuelo le llevó la delantera.
Ereméiev no estaba dispuesto a ceder así porque sí lo
que consideraba muy suyo. Asió fuertemente del
brazo al muchacho y se lo oprimió. La patata medio
aplastada, cayó de la mano. Al levantarla, Grigori
miró a su rival. Sus ojos le asombraron. Si hubiesen
sido unos ojos iracundos, él habría metido el botín en
el bolsillo y hubiera vuelto a su lugar a prepararse
para
la
próxima
agarrada.
Pero
éste,
inesperadamente, tenía ojos de resignación, con
lágrimas a punto de saltar. Grigori, abochornado de
pronto, se apresuró a desviar la mirada.
Murmurando: "Toma, quédate con ella", puso la
patata en la mano del muchacho y se alejó de la
6
alambrada sin volver la cabeza. No apareció más por
allí. En su memoria habían quedado grabados los
ojos de aquel muchacho...
Los amigos se acercaron a un grupito que había
escogido un lugar al otro lado de la cocina. Aunque
el sol calentaba un poco, hacía fresco aún. Y la
cocina les protegía del viento. Habiéndose quitado
las rotosas guerreras y la ropa interior -ennegrecida
por el uso-, los prisioneros mataban a los parásitos,
mientras conversaban. Todos se conocían allí. Tenían
por superior de aquella comunidad a un tal Mijaíl
Nikoláievich, un anciano de baja estatura. Aunque
era parco en palabras y no contaba casi nada de su
propia vida, todos se daban cuenta de que él no había
sido un simple soldado de filas. Al contrario: un gran
jefe o comisario. Una cicatriz encarnada le cruzaba la
frente. "Hace ya doce años que estropea mi
hermosura", había dicho Mijaíl Nikoláievich en
respuesta a la pregunta de Ereméiev. Y nada más.
Los compañeros calcularon, por consiguiente, que la
tenía desde el año 1929. ¿Qué había acaecido por
aquel entonces? Los sucesos en el Ferrocarril del
Este de China y los choques con los basmaches. Esto
reforzó aún más la seguridad de que Mijaíl
Nikoláievich había sido un jefe de guardafronteras.
Además de él, estaban allí sentados Leonid Beltiukov
-que había servido cerca de Rava-Rússkaia y caído
prisionero, estando herido, a las pocas horas de
estallar la guerra- y Antón Shulgá, el muchacho al
que Grigori había devuelto la patata. Desde que
sucediera eso junto a la alambrada, Antón buscaba la
compañía de Ereméiev, así como de los amigos y
camaradas de éste. Era tímido, callado, creía en Dios
y tenía siempre una expresión de pavor en el
semblante. Hablaba mal en ruso, pues había pasado
la vida en una aldehuela de la Ucrania Occidental.
Poco después de que las tropas soviéticas hubieron
liberado las regiones occidentales de Ucrania y
Bielorrusia, Antón fue enviado a Drogobich a un
cursillo de tractoristas. Pero no le dio tiempo de
trabajar con el tractor. Al terminar los estudios fue
llamado a filas. Luego... la guerra, el cerco, el
cautiverio. En los grandes ojos pardos de Antón, en
su rostro, delicado como el de una mozuela, habían
quedado grabados el desconcierto y la resignación.
Cierta vez le preguntó a Ereméiev:
- Dígame, buen hombre, ¿por qué me tienen
encerrado aquí? Si yo no he combatido. No tuve
tiempo de recibir un arma...
Shulgá le infundía a Grigori una vaga antipatía
mezclada de compasión. ¡Fíjense qué habían hecho
de ese hombre los malditos panis! ¿Por qué era tan
sumiso? ¿Por qué bisbiseaba esas largas letanías,
invocando a la madre de Cristo? En realidad, había
vivido tan sólo un año y medio bajo el Poder
soviético. Casi nada. En tanto que las costumbres de
esclavo le habían sido inculcadas a lo largo de veinte
años. Shulgá trataba de arrimarse a Shájov, que era
V. Liubovtsev
más blando, más pacienzudo y más locuaz.
Los amigos, sentados en el suelo, oyeron como
alguien decía:
- Cocía, pues, mi madre el borsch y ponía la
cazuela en la mesa… ¡Qué bien olía esa sopa!
Los presentes le escuchaban con vivo interés,
conteniendo la respiración, como si el narrador
tejiera ante sus ojos la fina trama de un cuento
hermoso e inverosímil, como si hablase de cosas
irrealizables. El hambre había entorpecido a los
prisioneros. A cada paso les acechaba la muerte por
inanición. No se quería hablar de ella, porque estaba
cerca. En cambio, lo que llenaba su vida se
encontraba lejos de allí, tras la alambrada, más allá
de la línea del frente, al otro lado del maldito
veintidós de junio...
- Muchachos, ¡basta ya de hablar de la comida! exclamó Ereméiev-. No puedo más. Hablemos de
otra cosa.
Mijaíl Nikoláievich, que había estado examinando
con aire criticón sus destrozadas botas,
friccionándose al mismo tiempo el entumecido pie,
alzó la cabeza, miró fijamente a Grigori, sonrió nada
más que con las comisuras de los labios y se puso de
nuevo a examinar su calzado.
Beltiukov interrumpió su relato para replicar
ásperamente:
- ¿Y de qué más quieres que hablemos? ¿De la
guerra? Será peor aún. Ya no somos guerreros...
- ¡Sí, ya hemos acabado de guerrear! -dijo
suspirando Grigori. Tan amarga verdad contenía ese
suspiro, que todos quedaron con los ojos clavados en
el suelo.
- Ahora podemos combatir sólo con los piojos.
- Y aún queda por saber quién vencerá a quién intervino Shulgá.
Ereméiev sacudió su camisa:
- Mira cuantos son. ¡Imposible contarlos! ¡Prueba
a combatir con esos ayudantitos de Hitler! El führer
habrá sellado una alianza con ellos como con toda
otra porquería, y les habrá incluido en la lista de
dotación...
Mijaíl Nikoláievich esbozó una sonrisa:
- Tienes razón, Grigori. Los fascistas son como
los piojos. No hay ninguna diferencia. Pero nosotros
los aplastaremos a todos, con las uñas. Así, así, así...
- ¡Ay, Mijaíl Nikoláievich! -exclamó, contrariado,
Beltiukov, y las cejas, hirsutas, como dos espigas de
trigo muy maduras, se juntaron-. A los piojos se los
combate con facilidad cuando hay sol. Pero a los
alemanes no se los aplastará tan simplemente. Son
fuertes. Avanzan sin cesar y nadie les para.
- No obstante, los aplastaremos.
- Por ahora son ellos los que nos aplastan a
nosotros, sin preguntarnos siquiera cómo nos
llamamos... ¡Nosotros hemos acabado ya de
combatir!
- ¡Los aplastaremos!
7
Los soldados no se ponen de rodillas
- Mijaíl Nikoláievich, no quiero ofenderle a usted,
pero acuérdese del refrán: "Nosotros también hemos
arado..."
- Sí, nosotros también. Y, si quieres saber, yo no
me considero fuera de filas aunque me encuentre en
el cautiverio. ¡De todos modos, soy soldado!
Se produjo un silencio embarazoso, agobiante. De
no haber sido por la edad de Mijaíl Nikoláievich y el
respeto que le infundía, Beltiukov, como cualquier
otro, le habría contestado en seguida: "Tú no te
consideras fuera de filas, pero otros te han excluido
de ellas sin preguntártelo. Has sido un soldado, y
ahora eres un prisionero". Mas, Leonid no se atrevió
a decir eso a un hombre de edad. Carraspeó y volvió
a sondear con las uñas las costuras de su camisa.
Mijaíl Nikoláievich estuvo observándole un rato
largo. Luego dijo en un tono de reproche que no
hería:
- ¡Qué tonto eres, Leonid! Para luchar con los
piojos, hay que darse maña. Y con los fascistas, más
aún. A nosotros nos preparaban para una guerra fácil,
espectacular. Nos decían: "Sabremos defendernos sin
derramar mucha sangre. Asestaremos un golpe
demoledor". Pero, en realidad, corren ríos de
sangre...
Y de nuevo, por centésima vez, surgió una
discusión sobre los sucesos que se habían
desarrollado en los últimos meses. ¿A qué se debía el
repliegue? Ese era, sin duda, el tema más delicado.
Lo de los primeros días tenía explicación, pues Hitler
había perpetrado la agresión de manera súbita. ¡Pero
había pasado ya tanto tiempo! En ese ínterin se
hubiera podido acumular fuerzas y lanzarlas contra el
enemigo para expulsarle del país. Al parecer,
teníamos suficientes carros de combate, y aviones, y
piezas de artillería, sin hablar ya de los soldados.
¿Qué ocurría pues? La discusión parecía no tener fin.
La apatía desaparecía como por encanto. Los
hombres empezaban a acalorarse y a demostrar cada
cual su razón, interrumpiéndose el uno al otro. Y
Mijaíl Nikoláievich, con las réplicas que lanzaba de
tanto en tanto, no hacía sino avivar la disputa. Al ver
que el tema agitaba a los prisioneros, lo abordaba a
veces con toda intención, evitando así que pensaran
en la comida y la muerte.
Mucho antes de la hora del rancho se formaba una
cola junto a la cocina. Beltiukov y Shulgá fueron a
ocupar lugar. Los demás continuaron la plática con
Mijaíl Nikoláievich. Fue entonces cuando Ereméiev
se atrevió a formular la pregunta que llevaba hace
tiempo en la punta de la lengua. No sin cierta
cortedad dijo:
- Mijaíl Nikoláievich, comprendo que es necio
preguntárselo. Pero, si puede, dígame, ¿es usted
comunista? Mejor dicho, ¿ha sido miembro del
partido?
El interpelado alzó hacia Grigori sus ojos
fatigados, envueltos en una fina red de arruguitas.
- ¿Por qué dice usted: "ha sido"? Yo soy miembro
del partido.
- ¿Cómo es eso? Si no tiene el carnet de afiliado.
- No lo tengo, es verdad. Lo he destrozado para
que no cayera en manos del enemigo. Pero no he
dejado de ser comunista. No es el carnet, sino el
corazón el que liga los hombres a su partido...
- Conque, ¿Vasili y yo también podemos
considerarnos candidatos? Pues nuestras tarjetas se
han perdido.
Mijaíl Nikoláievich asintió con la cabeza y miró
con interés a Ereméiev.
- ¿Por qué me lo pregunta?
Shájov respondió por su amigo:
- Es que hemos discutido. El se acusa a sí mismo,
y a mí también, de haber sido cobardes. Pues cuando
los alemanes dijeron que los comunistas, los jefes y
los judíos diesen un paso adelante, nosotros no
salimos de la fila. No confesamos que lo éramos. Por
conservar la vida, fingimos que no teníamos nada
que ver con el partido. Sabíamos que a los
comunistas los matarían los primeros, que no habría
clemencia para ellos. Algunos salieron, pero nosotros
nos hicimos los desentendidos. Y ahora Grigori
sufre, como si hubiese renegado del partido. Yo le
digo que hemos hecho bien, pues, a lo mejor,
serviremos todavía...
Grigori miraba fijamente a Mijaíl Nikoláievich. A
ver, ¿qué diría? Este -la mirada puesta en lontananza,
más allá de la alambrada- siguió friccionándose los
entumecidos dedos de los pies sin decir nada. Al
cabo de una pausa prolongada empezó a hablar
lentamente, como razonando en voz alta:
- Salir de la fila y sacar el pecho afuera para que
lo traspase una bala fascista; decir: "Aquí estoy.
¡Mátenme! Los comunistas no le tienen miedo a la
muerte" es, claro está, una acción noble, sublime,
heroica y... estúpida. Veréis por qué. Dime, Grigori,
¿a quién le hace falta tu nobleza? ¿Al partido?, ¿al
pueblo?, ¿al país? ¡Bah! ¿Obra en favor de nuestra
victoria? ¡De ninguna manera! Yo no he conservado
mi carnet del partido y eso que no me separé de él
durante veintitrés años. Cuando los fascistas
llamaron a los comunistas, yo no me di por aludido y
no salí de la fila. ¿Dirás que me porté como un
cobarde?
Mijaíl Nikoláievich tenía clavados en Grigori
unos ojos horadantes, que no pestañeaban. Ereméiev
no resistió la mirada: desvió los ojos. Por su mente
pasó el fugaz pensamiento de que un cobarde y
aprovechador no podría tener ojos tan veraces ni
tanta seguridad en su razón.
- No, querido camarada, yo no me acobardé. Pero
creo que no debemos descubrir al enemigo nuestra
pertenencia al partido. Los fascistas no elogiarán
nuestra valentía. Ellos fusilaron simplemente a los
que dieron tres pasos adelante y dijeron ser
comunistas. ¿A quién le favoreció eso? ¿A los miles
8
de hombres no afiliados al partido que estaban en la
formación? ¡No! La audacia de quienes salieron al
encuentro de una muerte segura y absurda no enseñó
casi nada a los demás.
- ¡Cómo es eso! -protestó Ereméiev-. Ellos dieron
el ejemplo. No renegaron del partido. Dieron prueba
de fidelidad al enfrentarse con la muerte.
- Tienes razón. Eso ha dejado, sin duda, una
huella en el alma de los hombres. Pero ha dado
mucha menos utilidad que si en vez de proceder así
ellos hubieran quedado vivos y, con su propio
ejemplo, hubiesen enseñado, día tras día y hora tras
hora, cómo hay que portarse en el cautiverio fascista:
no dejarse abatir, sino luchar con el enemigo aquí
también y cultivar en los compañeros la firmeza y la
fidelidad a la Patria. Si eres comunista de verdad,
seguirás siéndolo en cualquier circunstancia. Guía a
la gente y, con tu lucha, afirma las ideas leninistas. Y
si no hay otra salida, cuando el momento lo exija, da
la vida y educa con tu ejemplo, ¡conduce, llama! Así
lo entiendo yo.
Ereméiev, firme en sus trece, no se mostraba de
acuerdo.
- ¡Pero, Mijaíl Nikoláievich! ¡Qué lucha puede
haber aquí! Todo lo que usted ha dicho no son más
que palabras bonitas. Cada quisque lucha aquí por
conservar su propia existencia, y eso es todo. ¿Cree
usted que entre aquellos que van a pescar algo junto a
la alambrada no hay miembros del partido? De
seguro que sí. ¿Y qué? ¿Educan, conducen, llaman?
¡Que se cree usted eso! Se meten también en las
refriegas y se dan en la jeta el uno al otro por una
mísera patata... "¡Luchar!" Usted dice: ¡luchar!,
cuando estamos consumiéndonos poco a poco, y de
un día a otro nos tirarán a la fosa. Todos estaremos
allí -dijo, señalando hacia la zanja-. Es preferible
morir de golpe, como un comunista, abatido por una
bala fascista. ¡Sería más honesto!
- ¡Sin ataques de nervios, por favor! -Mijaíl
Nikoláievich volvió a mirarle con ojos que pinchaban
y cortaban-. Tus palabras, Grigori, tienen algo de
verdad, pero no todo. Tú te mortificas, acusas a los
demás, y ¿qué has hecho como candidato a miembro
del partido? ¿Cuánto tiempo llevas ya en el
cautiverio?
- Más de cuatro meses. ¿Que qué he hecho yo? Ereméiev se encogió de hombros-. ¿Qué podía hacer,
pues? Intenté evadirme en dos ocasiones.
- Eso lo hiciste para ti. ¿Y para los demás, para
tus compañeros? ¿Callas?
Grigori le espetó con rabia:
- Y usted, ¿qué ha hecho?
Shájov le dio un tirón de la manga. Ereméiev caía
ya en la cuenta de que había sido injusto, pues Mijaíl
Nikoláievich con su ejemplo, sin gastar palabras, les
enseñaba a diario a ser firmes, conservar la dignidad
humana, tener conciencia y saber incluso bromear
cuando la congoja arañaba el alma. En realidad,
V. Liubovtsev
Grigori había dejado de ir a "pescar algo", no tanto
por su agarrada con Shulgá, sino por el gesto
desaprobatorio con que, sin decirle nada, le recibía
Mijaíl Nikoláievich. Pero esta vez Ereméiev se
enfureció. Librando con brusquedad el brazo,
barbotó:
- ¡Suelta la manga, no soy un crío! Vamos, pues,
¿qué ha hecho usted?
- Casi nada. No hace ni dos meses que estoy
prisionero. Creo que haré algo. Y tú también, si lo
deseas. ¡Lo harás! -repitió, levantándose-. A ver, ¿no
ha llegado nuestro turno todavía?
IV
Cada vez menos asomaba el sol por detrás de las
nubes bajas y grises que cubrían el cielo. Desde la
mañana hasta la noche y desde la noche hasta la
mañana lloviznaba abrumadoramente. Y no había
dónde guarecerse de la lluvia. El agua penetraba en
las cuevas, y por más que la achicaban con cascos y
marmitas, ella volvía a formar charcos. El capote
empapado aplastaba los descarnados hombros como
una carga insoportable.
En uno de esos días grises y agobiantes, Mijaíl
Nikoláievich asombró a sus compañeros al
proponerles que fuesen "a pescar algo". Todos sabían
que él miraba con malos ojos las peleas surgidas
junto a la alambrada por esas limosnas, y de pronto...
La guardia no ponía impedimentos a las dádivas
de las aldeanas. Diríase más: aquello era para los
soldados un singular esparcimiento. Hasta apostarían,
tal vez, quién de los prisioneros que se había lanzado
a coger el pedazo de pan saldría vencedor. A veces
les arrebataban a las campesinas las panochas de
maíz, las patatas y los mendrugos para lanzarlos ellos
mismos al otro lado de la alambrada y observar con
sonoras carcajadas cómo esos hombres famélicos,
mortificados por el frío y la impaciente espera, se
echaban unos sobre otros para atrapar la limosna. No
era rara la vez en que también los oficiales tomaban
parte en esas diversiones.
Mijaíl Nikoláievich llevó a sus compañeros hasta
la alambrada, sin darles ninguna explicación. Se
sentaron en el húmedo suelo. Cerca de ellos, a
derecha e izquierda, estaban sentados los otros,
formando grupitos a lo largo de la cerca. Ante el
campo de los prisioneros pasaban aldeanas y carros.
De cuando en cuando volaban por encima de la
alambrada pedazos de pan, remolachas, maíz. Los
cautivos se arrojaban sobre el botín, los soldados se
divertían. Todo marchaba como siempre.
Un sargento larguirucho y flaco, conocido entre
los prisioneros por el mote de el "Timón", le arrebató
a una mujeruca la cesta y se puso a tirar él mismo las
remolachas, tratando de hacer blanco en los
prisioneros.
Los soldados que no estaban de guardia, reunidos
a sus espaldas, relinchaban como una yeguada; tanto
les divertía el espectáculo. El "Timón" cuidaba
9
Los soldados no se ponen de rodillas
rigurosamente del orden y la justicia: la remolacha
debía ser de aquel a quién había golpeado. Y si algún
otro prisionero se lanzaba a recogerla, el sargento
acometía a gritos al violador de la "justicia" y no se
sosegaba mientras la hortaliza aquella no hubiera ido
a parar a manos de su legítimo dueño.
Una remolacha golpeó con tal fuerza en el pecho
de Shulgá que el mozo se tambaleó.
- ¡No la cojas! -dijo Mijaíl Nikoláievich en tono
autoritario.
- ¿Cómo es eso? -balbuceó Antón, desconcertado.
- ¡No la cojas!
Shulgá, sin comprenderle, estiró el brazo hacia la
remolacha; pero Mijaíl Nikoláievich se le adelantó y
tiró la hortaliza hacia la alambrada. El "Timón",
asombrado de que nadie recogiera la dádiva, gritó
algo en alemán. Shulgá, presa de desconcierto,
miraba tan pronto a la remolacha como al sargento y
a los suyos. No sabía qué hacer. Nada comprendían
tampoco los demás. Uno de los más próximos quiso
coger la remolacha, pero la voz imperativa de el
"Timón" le hizo volver a su lugar. El sargento llamó
de la garita de la guardia al intérprete y le dijo algo.
Este, después de escucharle y de hacer una servil
reverencia, gritó con una pronunciación polaca muy
remarcada e hiriente falsete:
- El señor sargento te ordena a ti -su índice
señalaba a Mijaíl Nikoláievich-, que levantes la
remolacha que has arrojado con la punta de la bota y
se la lleves de rodillas al mozo que ella golpeó.
Mijaíl Nikoláievich movió negativamente la
cabeza. Antón, encogido de miedo, bisbiseaba algo
en silencio. Ante tan inaudita osadía, el "Timón"
quedó como petrificado. ¡No le habían obedecido!
Desenfundó la pistola. Alguien del grupito vecino
gritó:
- ¡Levántala, viejo! ¿Qué te cuesta?
A Shájov se le oprimió el corazón. "Ahora mismo
detonará el disparo. ¿Por qué habrá hecho eso Mijaíl
Nikoláievich? ¿Qué querrá demostrar? ¡El mismo ha
dicho que no quiere una muerte inútil! Y ésta, ¿qué
es? ¿Una muerte provechosa?"
El "Timón" alzó lentamente la pistola y apuntó.
Mijaíl Nikoláievich, parado a unos pasos de allí, le
miraba fijamente a los ojos. Sabía que al alemán no
le fallaría el tiro.
Pero el disparo no se produjo. El sargento,
sonriendo de repente, guardó la pistola en la funda y
gritó algo a un soldado que se encontraba detrás de
él. Este corrió a la caseta de la guardia y trajo de allí
media hogaza. El "Timón" dijo algo al intérprete, y
éste gritó de nuevo:
- El señor sargento dice que los alemanes saben
valorar la bravura. Recibe un premio.
El pan cayó casi a los pies de Mijaíl Nikoláievich:
el sargento tenía buena vista y mano segura. Mijaíl
Nikoláievich, sin dejar de mirar fijamente al alemán,
no se movió siquiera ni cambió de postura. Ereméiev,
presintiendo acongojado la proximidad de una
tragedia, imploró con voz enronquecida:
- Lleve eso, Mijaíl Nikoláievich.
Sus ojos, en contra de su voluntad, miraban el pan
con avidez. ¡Llevaba ya tantos meses sin probarlo!
Le parecía haber olvidado su sabor. No sólo él
miraba con ansia aquella media hogaza que yacía en
el suelo enlodado. Todos los prisioneros tenían
clavados los ojos en ella. Alguien gritó con
impaciencia:
- ¡Llévatela, imbécil, antes que se humedezca del
todo!
- Mira, no saques de quicio a el "Timón". ¡Lo
lamentarás!
El intérprete no se contuvo tampoco:
- ¡Ea, tú! ¿Por qué no llevas el pan? ¡Agáchate,
cógelo y dale las gracias al señor sargento por su
bondad!
Fue entonces cuando Mijaíl Nikoláievich despegó
los labios:
- ¡No lo cojo, porque no soy un cerdo, ni un perro,
ni un villano lamebotas como tú! ¡Soy persona! Y no
he aprendido a hacer reverencias ante los fascistas.
- ¡Tú eres un bolchevique, un comisario! -ahogóse
en su grito el intérprete y empezó a contarle algo de
prisa al sargento.
- ¡Sí, soy bolchevique, soy comisario, soy
comunista!
-Mijaíl
Nikoláievich
dijo
eso
dirigiéndose, más que al intérprete, a los que le
rodeaban-. Ustedes pueden matarme de hambre o
como sea, pero no podrán estrangular nuestra
dignidad humana. No vamos a agarrarnos del cogote
el uno al otro por una mísera patata.
Los soldados corrían ya hacia el portón. Mijaíl
Nikoláievich dijo con voz apagada, dirigiéndose a los
suyos:
- Vienen por mí... Es mi fin... Me apellido
Sazónov. Soy comisario de batallón. Comunicádselo
a mi esposa si sobrevivís y si, naturalmente, la
encontráis viva a ella. Se quedó en Drogobich. Eso es
todo, muchachos. Tengo ganas de vivir, pero...
Adiós...
Y él mismo, con las manos plegadas a la espalda,
fue al encuentro de los alemanes.
- ¡Qué hombre! -suspiró admirado Ereméiev.
- ¡Un hombre de verdad! -añadió Beltiukov,
acompañándole con los ojos, mientras unos gruesos
lagrimones rodaban por sus mejillas.
Dos soldados condujeron a Sazónov hasta la
terracilla de la caseta de la guardia, donde le esperaba
el "Timón". Y allí se desarrolló un suceso
inesperado. El sargento había alzado la mano para
asestar una bofetada al comisario. Pero en ese
momento Mijaíl Nikoláievich se agachó un poco y,
como un muelle que se endereza, golpeó
violentamente con la cabeza en el vientre del alemán.
El sargento abrió los brazos ridículamente y cayó de
la terracilla. Sazónov se abalanzó a él y le asestó con
10
saña unos cuantos puntapiés. Los soldados quedaron
perplejos. Los prisioneros se agolparon ante la
alambrada. La ametralladora de la torre tableteó de
prisa y Sazónov se desplomó al lado del castigado
sargento. De nuevo traqueteó la ametralladora,
atragantándose en su trabilla. Las balas silbaron por
encima de los prisioneros. Los hombres se tiraron al
suelo y se apartaron a rastras de la alambrada para ir
a refugiarse en sus cuevas.
Con su vida y su muerte, Sazónov había dado una
lección casi a todos los prisioneros. La acción del
comisario les dejó pasmados. Durante unos cuantos
días no cesaron en el campo las disputas ni los
comentarios. Ereméiev, Shájov, Beltiukov y Shulgá,
por haber conocido de cerca a Sazónov, se trocaron
de pronto en el centro de la atención. Les formulaban
mil preguntas. Pero, ¿qué podían decir ellos acerca
de ese hombre?, ¿qué sabían de él? Si no les había
dicho siquiera su nombre ni su grado militar hasta
poco antes de morir. Hasta aquel entonces había sido
para ellos, simplemente, Mijaíl Nikoláievich, un
prisionero como otros, con la única diferencia de que
guardaba consigo mismo y con los demás una actitud
algo más severa que ellos. Eso era todo.
A Ereméiev le requemaba el recuerdo de lo que
había echado en cara a Sazónov: "¿Y usted, qué ha
hecho?" ¡Caramba! Podía ser que el reproche aquel
hubiera empujado al comisario a hacer eso. Grigori
se sintió culpable de la muerte de Sazónov. En vano
trataba Shájov de convencerle de que el comisario
había procedido así, y sólo así, aunque aquellas
palabras no habían sido pronunciadas. Pero Ereméiev
seguía afirmando con obstinación que era
precisamente él, Grigori, quien se había referido
entonces a la "pesca", equiparando a ella la vida de
los prisioneros, cuando cada uno pensaba sólo en su
propio bien. Y en general, él estaba cansado de
arrastrar tan mísera existencia y morir allí
lentamente. La herida de Vasili había cicatrizado casi
por completo y era preciso evadirse cuanto antes.
- Pero, Grigori, yo no sirvo todavía para correr Shájov sonrió tristemente-. Si me cuesta un esfuerzo
terrible llegar hasta la cocina...
- ¡Te llevaré a cuestas!
- ¿Con esas piernas que apenas te sostienen a ti?
Huye con Leonid; él es más fuerte que yo.
- ¡Vete al cuerno!
- No te acalores. ¿Recuerdas cómo Mijaíl
Nikoláievich te dijo: "¡Sin ataques de nervios, por
favor!"? Bueno, pues... Y también te habló de la
evasión. ¿Lo has olvidado?
- No -Ereméiev, sombrío, inclinada la cabeza con
tozudez, tenía los ojos clavados en el suelo-. Fue él
justamente quien dijo que había que aprovechar toda
posibilidad para librarse del cautiverio y llegar hasta
los nuestros o unirse a los guerrilleros.
- ¿Y qué más dijo? ¿Callas? ¿Has aprendido
únicamente lo que te conviene a ti? El subrayó
V. Liubovtsev
después que la evasión no era una finalidad en sí y
que no tenía ningún sentido exponerse en balde.
Huir, por ciertos motivos, es imposible. No te
mortifiques, pues, ni te hagas ilusiones. Trabaja con
la gente como un comunista. Agrupa a los hombres,
infúndeles ánimo; no permitas que se desalienten ni
se bestialicen. El dijo que hasta en el cautiverio se
puede y se debe luchar con el enemigo. Tras la
alambrada, uno puede seguir siendo un combatiente.
Sí, el comisario había dicho eso. Grigori había
discutido con él entonces, afirmando que no eran
sino palabras bonitas. Y Sazónov había demostrado
que no eran simples palabras. ¿Acaso el desafío
lanzado al sargento y todo lo que ocurriera a
continuación no habían dejado una huella imborrable
en el alma de los prisioneros? ¡Y qué huella! Desde
hacía unos días, los fascistas se veían privados de su
habitual distracción. Las aldeanas tiraban comida por
encima de la alambrada; pero los prisioneros no
armaban más aquellas riñas que tanto divertían a los
soldados. Por cierto, alguien intentó resucitar lo
viejo; pero le recordaron las palabras del comisario.
Ahora iban por turno a recoger las dádivas de las
campesinas, y en vez de pensar sólo en sí mismos, lo
repartían entre los compañeros. El comisario les
había devuelto la conciencia, la humanidad, el
orgullo. ¿Era poco eso?
Y sin embargo, Grigori opinaba que la tarea
principal del prisionero era evadirse del campo de
concentración. Llegar adonde estuvieran los propios,
coger las armas en las manos y batir a los fascistas.
Esa era la lucha verdadera...
Ereméiev constataba, no sin celos, que en los
últimos tiempos Shájov solía platicar largo y tendido
con Shulgá, y más que nada sobre la religión. Vasili
se guaseaba de lo devoto que era el muchacho.
Grigori, irritado por la paciencia de Shájov, le dijo
una vez en presencia de Shulgá:
- ¿Por qué gastas tanta saliva? ¡Vamos! ¡Sostener
toda una controversia con ese gorrón! Machacas en
hierro frío, cuando la cosa está más que clara.
- ¡Tú sí que eres un herrero audaz! -exclamó
burlonamente Shájov, cuando Shulgá se hubo
retirado y ellos quedaron solos-. Quieres sacarle de
un tirón lo que otros le metían en la cabeza a lo largo
de tantos años.
Grigori explotó:
- ¡Que se vaya al diablo! ¿Crees tú que estoy aquí
para reeducarle? ¿Me pagan por eso? Que viva como
le dé la gana. ¿Y tú?, ¿por qué te ocupas de él?
Vasili tardó en responder.
- ¿Te acuerdas de esa vez, cuando Lionka dijo:
"No somos ya guerreros"? Y tú añadiste entonces que
habíamos acabado de guerrear... Mijaíl Nikoláievich
no se mostró de acuerdo. Nos enseñó que aunque
estamos en el cautiverio, no dejamos por eso de ser
soldados. Debemos combatir. No sólo contra los
hitlerianos, sino por salvar a nuestra gente, a nuestros
11
Los soldados no se ponen de rodillas
muchachos. Por eso hago el intento...
- Que Dios te ayude como hubiera dicho Shulgá-.
Ereméiev estremeció airadamente los hombros y
ensombreció de súbito-. ¡Ay, Vasia, Vasia! ¿Será
posible que nuestros caminos se separen? ¡Tu alma
anhela también escapar de aquí y estar en libertad!
Huyamos los tres. Acepto incluso que Antón venga
con nosotros. Que sea el cuarto.
Shájov sacudió la cabeza y le enseñó la pierna
herida.
Capítulo II. Las raíces se descubren en la
tormenta.
I
¿Cuántos días llevaban ya viajando? Nadie podría
decirlo. Habían perdido la noción del tiempo. A
Grigori se le antojaba que, desde el momento en que
tras ellos se cerrara la pesada puerta del vagón de
mercancías y las ruedas comenzaran su golpeteo en
las junturas de los raíles, llevándose no se sabía a
dónde a los prisioneros, había pasado una eternidad.
Después de lo sobrevivido los últimos meses en los
campos de concentración, a Ereméiev y a sus
compañeros no les asombraba ya nada. Hasta la
libertad les parecía algo inventado, inexistente en la
realidad.
La libertad… Grigori no podía aún tocarse la
espalda sin percibir dolor. Aquella vez, por haber
intentado
fugarse,
les
habían
vapuleado
tremendamente. Lo extraño era que les habían
perdonado la vida. Los hitlerianos habían tenido
razones de sobra para mandarles derechitos al otro
mundo. Sí, pues, la evasión había fracasado... En un
comienzo, todo, al parecer, marchaba bien. Sasha
Niekliúdov, oriundo de Buguruslán como Grigori,
había hecho, con uno de los prisioneros, trueque de
botas por unas tijeras de sastre. Eran cuatro los que
se disponían a evadirse. Shulgá, por más que Vasili
tratara de convencerle, se negó rotundamente a unirse
a ellos. Dijo que tenía miedo y que eso sería una
violación de la voluntad de Dios. Que si el amito
Dios lo tenía allí, era porque así debía ser. Pero la
cosa, por lo visto, tenía una explicación más sencilla:
Antón había logrado, por mediación de un paisano
suyo al que encontrara allí, colocarse de obrero en la
cocina. A partir de entonces esquivaba el trato con
sus compañeros, aunque de vez en cuando les traía
una caldereta de mala sopa o unas patatas. En fin, les
alimentaba un poco. Y gracias por eso... Si no quería
ir con ellos, que no fuese... Nadie le obligaba... De
noche llegaron a hurtadillas hasta la cerca y se
pusieron a cortar el alambre. Hicieron una gatera.
Beltiukov iba el primero; Shájov, el segundo; en pos
de él, Grigori; y Niekliúdov, el último. Tal era la
suerte que le había tocado a cada uno. Mas Sasha
tuvo el infortunio de engancharse con el capote a una
púa. ¡Ni para acá, ni para allá! Hasta ellos, que se
encontraban ya a unos cincuenta metros del campo
de concentración, oyeron el retintín de la
alambrada...
Jamás olvidarían cómo gritó asustado el centinela
al alumbrar con la linterna al yacente Niekliúdov, ni
cómo repiqueteó el arma automática... Ellos echaron
a correr. Pero ¿acaso podrían ir lejos? Al cabo de dos
días cayeron en manos de sus perseguidores y fueron
a parar al mismo lugar. Los fascistas se ensañaron de
lo lindo: les propinaron una paliza soberana. De
haberles apresado en el acto, ellos, en su
acaloramiento, les hubieran liquidado posiblemente.
Pero el momento no era oportuno, pues estaban
trasladando a los prisioneros a otro lugar. Los
incrustaron en la formación general, como
diciéndoles: aún saldaremos las cuentas. ¡Que
probasen a encontrar a los tres fugitivos entre los
miles de esqueletos tan parecidos los unos a los
otros! ¿Y a santo de qué iban los fascistas a moverse
ahora y gastar balas? Si sabían que hoy o mañana,
todos la diñarían.
No obstante, ellos habían quedado con vida,
aunque la de Deblin era la fortaleza de la muerte.
Una bandera negra ondeaba sobre ella, advirtiendo a
toda la comarca o a cuantos pasaran por allí que no
se acercasen, pues una epidemia de tifus asolaba el
campo de concentración. En todo el invierno no
había aparecido por allí ni un solo alemán. Que los
prisioneros viviesen, padecieran y muriesen como les
diera la gana. Los hitlerianos estaban allí sólo para
vigilar que nadie saliera de aquella tumba. Tiraban
las patatas y los nabos helados desde lo alto de la
muralla. Lo mismo hacían con el pan: una hogaza
para veinticinco hombres. Policías escogidos entre
los propios cautivos cuidaban del orden dentro del
campo. Médicos, también prisioneros, trataban de
curar de alguna manera a los enfermos, pero, ¿qué
podían hacer ellos sin los medicamentos necesarios
ni condiciones algo humanas? Morían a centenares.
Hacia la primavera quedaron vivas unas
cuatrocientas o quinientas personas. Mas que ello,
eran sombras, esqueletos recubiertos de piel seca y
gris.
Ereméiev y Beltiukov habían tenido suerte, pues
el mal les atacó en forma leve. Lo resistieron en pie.
No estuvieron tumbados más que tres o cuatro días.
Luego Leonid logró colocarse en el equipo de
enterramiento, donde daban una escudilla
complementaria de mala sopa y una hogaza para
diez. El compartía con sus amigos aquella mísera
ración; pero eso aplazaba por poco tiempo la muerte
que les acechaba. Luego la fortuna le sonrió a
Grigori: fue aceptado en la cocina en lugar de
Shulgá, que había enfermado de tifus. Eso era ya
algo. Los amigos podían contar también con la ración
de Ereméiev, puesto que él comía en la cocina y, por
añadidura, lograba traerles algo de allí. Shájov estuvo
gravemente enfermo; pero los compañeros le
arrancaron de las potentes garras de la muerte. En ese
12
ínterin, Ereméiev se había conciliado bien que mal
con Shulgá, aunque no dejaban de irritarle, como
antes, la resignación del mozo y las plegarias que
dirigía al cielo hasta en estado delirante. Grigori le
decía mentalmente: "Cuando te recobres y te pongas
en pie, yo te preguntaré quién te ha salvado: ¿el
amito Dios o nosotros, los ateos que te hemos
atendido?"...
A mediados del invierno, la comida mejoró algo.
Los alemanes empezaron a dar, para sazonar la
bazofia, un poco de grasa rancia, afrecho y grano. La
hogaza se repartía ya entre quince personas. ¿Creen
ustedes que los hitlerianos se habían vuelto más
humanos? Nada de eso. Ellos seguían cometiendo
atrocidades. Pero sus esperanzas de hacer una guerrarelámpago y lograr victorias fáciles se desvanecieron
como una pompa de jabón. No pocos soldados
fascistas cayeron en Rusia, no pocas tumbas
alemanas aparecieron en la tierra rusa. A Hitler le
hacían falta más y más regimientos y divisiones;
necesitaba trabajadores que reemplazaran, en los
campos y en las fábricas, a los que habían tomado las
armas en las manos. Y traquetearon las ruedas de los
trenes, llevando hacia el Este a los soldados recién
uniformados. A su encuentro, procedentes de todas
las regiones ocupadas de Rusia, Ucrania y
Bielorrusia, así como de los campos de prisioneros
en trenes de mercancías con rejas de alambre de púas
ante las ventanillas, viajaban los esclavos llevados a
trabajar a Alemania: mozos y mozas de las ciudades
y aldeas. Alemania necesitaba mano de obra...
En la primavera, los prisioneros supervivientes de
la fortaleza de Deblin fueron formados en la plaza. El
oficial que pasó ante ellos con una fusta en las manos
expresó con una mueca el asco que le producía la
fetidez emanante de las filas. No estaba seguro de
que valía la pena llevar a alguna parte a esos
cadáveres vivientes. Más sencillo hubiera sido
fusilarlos allí mismo. Pero las órdenes eran órdenes.
Y no se tomaría el trabajo de examinar o escoger a
los más fuertes. ¡Ni que pensarlo! El no deseaba
siquiera acercarse a ellos. Existía un método más
sencillo de seleccionar.
Se ordenó a los prisioneros que corriesen. Una
vuelta por la plaza, otra... A quienes no lo resistían,
aminoraban la carrera o caían, les pegaban con palos,
les golpeaban con las culatas de los fusiles y les
apartaban del círculo. De pronto Shájov dio un paso
en falso y cayó. Sus amigos quisieron ayudarle a
levantarse, pero los espantaron al grito de: "¡Sigan,
adelante!" Tampoco Shulgá resistió la prueba. Se
desplomó a tierra y se tapó la cabeza con las manos:
con tal que no le matasen. Ereméiev corría como se
lo permitían las últimas fuerzas, tragando ávidamente
el aire con la boca muy abierta. Sentía que las fuerzas
le abandonaban. Leonid no lo pasaba mejor. Pero
ellos corrían...
Después de la tercera vuelta, el alemán gritó:
V. Liubovtsev
"¡Basta!" Los que habían quedado en pie -unos
cuarenta hombre- fueron apartados a un lado. El
oficial dijo algo con recia voz; por lo visto, que eran
pocos, que hacían falta más. Volvió a darse la voz de
mando, y al grupo de los más vigorosos se
incorporaron aquellos que habían dejado de correr a
la segunda vuelta. El oficial, satisfecho, se frotó las
manos. Los prisioneros escogidos formaron filas.
Bajo escolta, los condujeron a la estación, los
metieron en los vagones y se los llevaron de allí.
En la fortaleza, expuestos al gélido viento de
marzo, quedaron los más débiles. Y entre ellos,
Vasili Shájov y Shulgá. ¿Qué sería de esos hombres?
¿A dónde los llevarían? "¡Ay, Vasili, Vasili! -pensó
Ereméiev con tristeza y dolor-. Después de haber
compartido tantas penas, estamos separados.
¿Volveremos a vernos alguna vez?"
...Tenía muchas ansias de beber. ¡Ansias! No era
ésa la palabra más adecuada. Cada célula de su
cuerpo le pedía a gritos: ¡agua, agua, agua!...
El efecto de la sed, al igual que el del hambre, se
manifiesta de diversas maneras en los seres humanos.
Los unos la soportan con resignación, y al no ver otra
salida, se vuelven pasivos, flemáticos. Los otros se
enfurecen y rabian contra todos y contra todo. Hay
también personas a quienes la sed mueve a la acción.
Así eran Beltiukov y Ereméiev. Les exasperaba no
sólo la sed, sino la idea de que el tren iba
llevándoselos cada vez más lejos de la Patria.
Polonia, donde habían pasado aquellos meses de su
cautiverio, era, a pesar de todo, un país eslavo. Quien
se evadiera podría entenderse de algún modo con la
población. Y además, tendría que andar menos para
llegar hasta los suyos, lo que también era importante.
Pero allí -en Alemania- no hallaría albergue en
ninguna casa; todo aquel con quien topara sería un
enemigo. Por consiguiente, era preciso escaparse
mientras no fuera tarde, mientras el tren marchase
por tierra polaca.
¿Abrir un boquete en el suelo o en una pared del
vagón? ¡Imposible! Eso no podía hacerse con las
manos vacías ni con sus escasas fuerzas. Quedaba
sólo la ventanilla obstruida por una maraña de
alambre y tapada por fuera hasta la mitad con una
plancha. Era la única salida. Mas no lograron
aprovecharse de ella, porque los prisioneros, agitados
por la sed y el miedo, protestaron:
- ¡Os preocupáis sólo de vosotros!
- ¿Por qué de nosotros? Nos iremos todos juntos...
- ¿Juntos? ¿Y qué sacamos con ello? De todos
modos, no lograremos evadirnos, corriendo además
el riesgo de ir a parar bajo las ruedas. Y si los
alemanes se dan cuenta de que faltan el alambre y la
plancha, eliminarán a tiros a los restantes. Vosotros
queréis vivir, ¿y nosotros qué? ¿Que sucumbamos?
¿Que recibamos las balas por culpa vuestra? ¡Buscad
a otros idiotas!
Eso, al parecer, encerraba una verdad, pues
13
Los soldados no se ponen de rodillas
quienes no pudiesen huir, lo pagarían con sus propias
vidas. El vagón no era un campo de concentración
donde costaría hallar a quienes sabían que iba a
emprenderse la evasión. Allí, todo estaba a la vista.
¿Por qué, pues, los que quedaban debían sufrir por
culpa de los fugitivos? Todo parecía lógico.
Sin embargo, Ereméiev, a diferencia de Leonid,
no podía conciliarse con esa lógica. La ira le revolvía
e inflamaba el alma. Y no era para menos. ¡Pensar
que la libertad estaba allí, al alcance de la mano, y
era imposible conseguirla, no porque le cerrara el
paso un fascista, sino los propios, el miedo de los
compañeros al castigo! Su propia conciencia no le
permitiría escaparse, cuando otros tuvieran que pagar
con la vida por la libertad de él.
Se perdía un tiempo valiosísimo. Polonia iba
quedando atrás. Menos y menos factible iba
haciéndose el anhelo de evadirse. La locomotora,
gritando de tanto en tanto con aguda voz de falsete,
iba llevándoselos cada vez más lejos...
Un aire pesado e inmóvil envolvía el vagón. En él
se habían mezclado los olores de la letrina, de los
cuerpos sucios y de los cadáveres en
descomposición. Nadie sabía cuántos compañeros
quedarían allí, cuántos habían muerto ni cuántos
habrían de morir aún por el camino. El vagón estaba
de bote en bote. No había modo de tenderse. Los
hombres permanecían sentados con el mentón entre
las encogidas rodillas. A veces, ya en este rincón, ya
en el otro, alguien se levantaba para desentumecer las
piernas. Los que no se habían levantado ni una sola
vez eran ya cadáveres; habían muerto sentados, en la
misma pose. Durante las paradas largas, al oír al otro
lado de la pared las voces de los soldados de la
escolta, algunos prisioneros no podían contenerse de
pegar puñetazos y patadas a la puerta, implorando a
gritos, hasta la ronquera, unas gotas de agua. En
respuesta oían amenazas o carcajadas. Y nada más.
¡Qué cruel fuiste, Alemania, en la primavera del
año 1942!
II
Shájov casi no sintió el golpe que le asestara el
hitleriano cuando cayó, jadeante, al suelo de la
fortaleza, apisonado por miles de pies. El corazón
quería escapársele del pecho. Unos círculos oscuros
danzaban ante sus ojos. Le faltaba aire y le dolía
mucho la dislocada pierna. A duras penas se puso a
gatas, hizo un esfuerzo sobrehumano para arrancar
del suelo las manos e ir renqueando, sin enderezarse,
adonde le indicaba el soldado. Todo le era ya
indiferente...
Vio vagamente, como en sueños, que al grupo en
que se encontraban sus compañeros se había
ordenado formar filas y que, después del recuento, se
lo había llevado al otro lado del portón. Pero eso
tampoco agitó a Vasili. Tenía embotados todos los
sentidos. Su único deseo era tumbarse, estirar la
lastimada pierna y permanecer tendido sin pensar en
nada. Un cansancio terrible se apoderó de él.
Unos cuantos oficiales se acercaron a los
prisioneros parados junto a la muralla. Uno de ellos
se tapó la nariz con un pañuelo de nívea blancura y
dijo entre dientes:
- ¿Qué hacemos con esta carroña? ¿Emplearla
para abonar los campos?
- Mira -replicó otro-, mañana pasará el tren que va
de Ostrow Mazowiecki. He estado allí. Ellos mandan
a cadáveres como éstos. Metamos a los de aquí
también. Los rusos son resistentes. Hasta éstos
trabajarán un par de meses.
- ¿Estos esqueletos? ¡Si no merece la pena mandar
con esa carga un vagón a Alemania!
- No importa. ¡Que trabajen en pro de la gran
Alemania, de nuestra victoria! ¡Qué gracia! ¡Los
rusos trabajan en aras del triunfo de nuestras armas.
¡Ja, ja, ja!....
Al anochecer del día siguiente el grupo de
prisioneros donde estaban Shájov y Shulgá fue
metido en unos vagones acoplados al tren que
acababa de llegar. Las ruedas emprendieron su
habitual traqueteo, llevándose a los cautivos hacia
Occidente. La fortaleza de Deblin, en cuyas fosas
habían quedado más de un millar de hombres
soviéticos, esperaba con fría tranquilidad la llegada
de nuevas víctimas.
A unos cincuenta kilómetros al noroeste de
Munich, donde el perezoso Amper mezcla sus aguas
con las del raudo Isar, afluente del Danubio, se alza
la pequeña e insignificante ciudad de Moosburgo. No
figura en todos los mapas ni tampoco cada tren de
pasajeros para allí. No obstante, esa pequeña y
silenciosa ciudad de provincias adquirió vasta
celebridad en los años de la guerra, porque en un
extremo de la misma se encontraba uno de los más
grandes campos de concentración de Baviera. Allá, al
"Stalag UP-A", como se denominaba en los
documentos oficiales, venían de toda Europa trenes
repletos de prisioneros franceses y polacos, checos y
yugoslavos, ingleses y holandeses, hindúes y negros.
En el invierno del año 1942 también comenzaron a
llegar rusos.
El cautiverio era cautiverio, sobre todo el fascista.
Encontrarse tras la alambrada no tenía nada de grato,
aunque le dieran a uno, una vez al mes, uno de esos
paquetes de la Cruz Roja que contenía, entre otros
comestibles, una pastilla de chocolate, unos cuantos
terrones de azúcar y un bote de leche condensada.
¿Acaso podía eso suplir la libertad? Pero los rusos no
recibían esos paquetes. En comparación con los
demás prisioneros, su situación era especial. Hasta en
el campo de concentración general, una alambrada de
púas les separaba de los prisioneros procedentes de
otros ejércitos. Al parecer, los fascistas tenían sus
razones para temer que los soviéticos ejercieran una
determinada influencia política sobre los demás
14
cautivos.
A ese campo, que distribuía a los prisioneros por
todas las fábricas y obras del sur de Alemania, llegó
precisamente el tren donde se encontraba Shájov. Por
vez primera en muchos meses se ofreció a los
prisioneros la posibilidad de bañarse debidamente;
sus ropas fueron desinfectadas y ellos rapados al
cero. Alemania no deseaba que en su territorio se
propagaran y proliferaran los piojos.
Días después de su llegada a Moosburgo, Vasili
notó algo extraño en Shulgá. Andaba más seguro,
con la cabeza erguida, y en sus ojos no se reflejaba
ya tan torpe resignación como antes. Al hablar con
Shájov, lo hacía con aplomo. Se ausentaba de la
barraca por mucho tiempo y, al regresar, le daba a
Vasili un pedacito de pan; cuando se le preguntaba
dónde lo había conseguido, él decía que era un
obsequio de un paisano suyo al que había encontrado
allí.
El enigma dejó de serlo al cabo de una semana.
Shulgá, radiante de alegría, entró en la barraca, le
hizo señas a Shájov para que saliera al patio, y una
vez afuera, sacó del bolsillo y desplegó con cuidado
un brazalete blanco con la inscripción de Polizei.
- ¡Estás loco! -exclamó Shájov.
Pero Antón no pensó siquiera justificarse. Su
rostro expresaba seguridad en la razón que le asistía.
- No, Vasili -dijo-. Yo soy inteligente. ¡No ves,
acaso, que los alemanes derrotarán a Rusia en este
año? No nos retendrán aquí mucho tiempo.
Volveremos pronto a casa. Tenemos que quedar
vivos, ¿comprendes?
Trató de demostrar con ardor que lo principal era
quedar vivos y regresar a casa. Los alemanes eran
fuertes y vencerían de todos modos. Ya habían
derrotado a más de un ejército. ¡Cuántos soldados de
las diversas naciones estaban allí prisioneros! Antes
Shulgá no había sabido ni comprendido eso, porque
la política no le había interesado. Pero ahora lo veía
con sus propios ojos. Su paisano, que vivía en las
barracas de los polacos, le había explicado algo,
aunque a Antón no le había faltado inteligencia para
comprenderlo todo él mismo. Y si los alemanes no
llegaran a apoderarse de toda Rusia (que era
demasiado grande), serían, no obstante, los dueños de
Ucrania: eso era tan cierto como dos y dos son
cuatro. Por consiguiente, tendrían que vivir bajo el
dominio de los alemanes como en otros tiempos bajo
el de los panis. Si él les prestaba sus servicios allí,
posiblemente cuando volviera le tomarían de
guardián en alguna hacienda y le darían un terrenito.
Era preciso mirar adelante y preocuparse del futuro.
Aconsejó a Vasili que lo pensase, pues él podría
interceder para que le pusieran también de policía.
¿No eran, acaso, buenos amigos?
A Shájov hasta se le cortó la respiración. Después
de haber hablado tanto con Shulgá, de habérselo
explicado todo, de haberle descrito las realizaciones
V. Liubovtsev
del Poder soviético y su lucha por el bien del hombre
trabajador, ¡nada! ¡Todo se había venido abajo, como
un castillo de naipes, en el término de unos días!
Dominado por el afán de poseer un terrenito, el
muchacho había tomado el camino de la traición. Si
hubiera sido algo más leído y más desarrollado, si
hubiese vivido tan siquiera tres o cuatro años bajo el
Poder soviético, no habría mordido tal vez el
anzuelo... ¿Qué hacer? ¿Darle la espalda y dejarle
plantado? No. El le diría todo lo que pensaba.
- ¡Tú eres un canalla, Shulgá! Si lo hubiesen
sabido Grigori y Leonid, no habrían querido por nada
del mundo cuidarte y salvarte de la muerte. ¡Tonto de
mí! Creí que tú eras un compañero. ¡Piensa en lo que
haces! ¡No ves que ahora tendrás que blandir el palo,
pegar a prisioneros como tú y llevar denuncias a los
fascistas!
- Eso no. ¡No pegaré a nadie! Cuidaré del orden,
pero no haré uso del palo para nada, ¡no, no!
- ¡Mientes, Antón! ¡Lo emplearás! Puesto que te
has metido allí, estás perdido. No te contendrás.
Harás lo que te manden...
Difícil era precisar si Shulgá no comprendía de
veras a Shájov, considerando que no tenía nada de
bochornoso el ser policía en el campo de los
prisioneros; quizá fingiera eso y no quisiera atender a
razones. Lo cierto era que a cada rato contemplaba
muy ufano su brazalete. Sería posible que ese mozo
paleto y zafio se sintiera halagado de que -¡por vez
primera en la vida!- le obedecían otros, mucho
mayores que él. A Shájov le tenía franca simpatía de
amigo y hasta cariño. Era, para él, el ser más
próximo. Por eso incluso después de aquella
conversación Shulgá se afanaba por traerle a Vasili
hoy un pedazo de pan, mañana una escudilla de
bazofia y se disgustaba mucho cuando Shájov se
negaba a aceptarlo.
Al cabo de un mes, los hitlerianos formaron un
equipo de obreros y los destinaron a la fábrica de
locomotoras "Krauss-Maffeil", emplazada en un
suburbio de Munich. Shulgá fue a parar allá
juntamente con otros policías del campo de los
prisioneros. Gracias a él, Shájov fue alistado al
equipo, aunque estaba aún débil y no servía para
trabajar.
En Munich-Allach, donde se encontraban la
fábrica y el campo de los prisioneros, Shulgá
consiguió también para Vasili el puesto de superior
de los Stubendienst, los encargados de la limpieza en
las barracas. Al enterarse de ello por boca del propio
Antón -el cual no había resistido a la tentación de
jactarse de lo influyente que era en regir los destinos
de los prisioneros-, Shájov montó en cólera. Sin
ocultar su irritación, le echó en cara a Shulgá:
- ¡Quién te ha pedido que hagas eso, pedazo de
animal!
Shulgá se desconcertó:
- Yo creí que así sería mejor. No ves que apenas
15
Los soldados no se ponen de rodillas
te queda vida y que no podrás trabajar en la fábrica...
De nada le valieron a Shájov las blasfemias ni el
exigir que Shulgá fuese a gestionar la incorporación
de aquél al equipo fabril. Shulgá seguía insistiendo
en que Vasili se repusiese primero y recobrara las
fuerzas; luego pues, al cabo de uno o dos meses, iría
a la fábrica, si tanto lo deseaba. Pero ahora él, Antón,
no iría a hablar con el jefe...
Así, pues, Shájov llegó a ser el superior de los
Stubendienst. Era un trabajo fácil. Por la mañana,
cuando los prisioneros iban a la fábrica, los
encargados de la limpieza debían barrer y fregar el
suelo de las barracas y hacerlo antes de que volviesen
los del turno de la noche. Y a la tarde, cuando éstos
se iban al trabajo, hacer de nuevo la limpieza antes
de que regresaran los del turno de la mañana. En
cada barraca había dos Stubendienst permanentes.
Vasili tenía la obligación de controlar el trabajo de
los mismos, así como recibir del depósito escobas y
trapos que él guardaba en un pequeño cuchitril de su
barraca.
Al principio, el hombre sufría inmensamente y
andaba con un humor de mil demonios. Le parecía
que, por voluntad de Shulgá, él había dado, si no un
paso, un pasito por el camino de la alevosía; que
había traicionado, si no a la Patria, a sí mismo. Cierto
era que allí todos ellos habían traicionado a su deber
cívico, aunque no fuera sino por haber caído
prisioneros. Y además, todos trabajaban para los
fascistas. No importaba cómo trabajaran; el hecho era
que trabajaban. Los muchachos, en la fábrica,
armaban locomotoras y coches blindados. El y su
equipo de la limpieza procuraban que las barracas
estuviesen aseadas; que no se criaran piojos ni
mugre; los médicos de la enfermería del campo
curaban a los prisioneros para que saliesen al trabajo;
los cocineros y pinches preparaban la comida con el
propósito de que los demás pudiesen vivir y trabajar
para Hitler. Venía a resultar, pues, que entre él,
Vasili, y Shulgá no había gran diferencia. En
resumidas cuentas, los dos trabajaban para bien de
los alemanes. ¿Qué importancia tenía que Antón lo
hiciese por propia voluntad y Vasili en contra de
ella? Lo principal era el resultado, el hecho de que se
hacía, y no la causa por la que se hacía. Shájov les
tenía envidia a los que iban a la fábrica, pues allí se
presentaba la ocasión de estropear algo. En cambio
donde él estaba, ¿qué podía estropear? ¿Decirles a
los Stubendienst que limpiasen mal y dejasen basura
tirada por todas partes? Los fascistas, con ello, no
saldrían perjudicados...
Una circunstancia más abrumaba a Shájov. Como
superior, él, por ley tácita de la administración,
pertenecía a la parte privilegiada de los prisioneros,
la cual tenía para sí una barraca aparte. Y aunque esa
barraca no estaba separada de las demás por vallas ni
alambradas de púas, y aunque se hallaba en la
cercanía de las demás, tan iguales como ésta, allí se
alojaba la llamada "élite" del campo: los intérpretes,
los policías, los cocineros, los pinches, los médicos y
enfermeros. No había allí literas superpuestas de a
tres, sino de a dos, y la barraca tenía más luz, más
espacio. Sus moradores se alimentaban mejor, no
sólo porque los alemanes les daban una ración más
grande, sino también porque allí vivían los cocineros,
y a éstos, como era de suponer, cuando se iban de la
cocina a dormir, siempre se les pegaba a las manos
algo de lo que no había ido a parar a la olla.
Shájov esquivaba a sus compañeros de barraca,
trataba de no tomar parte en sus ágapes nocturnos. Le
parecía que todos esos canallas glotones, que se
llenaban la panza de lo que robaban a los prisioneros,
vivían muy contentos, sin ningún deseo de liberarse
ni de luchar. El hombre se sentía muy solo. Más de
una vez había hecho el intento de ponerse en
contacto con los prisioneros que trabajaban en la
fábrica. Pero no lo lograba. Ellos le miraban con
desprecio y desconfianza, como si fuese un ajeno. No
les tenía rencor, puesto que, en realidad, él residía en
aquella barraca y el policía superior del campo,
Shulgá, le trataba de la manera más amistosa. No
obstante, él buscaba afanosamente, entre los
ochocientos prisioneros, uno que fuese para él tan
cercano como Ereméiev o Beltiukov.
III
La maciza puerta chirrió al ser descorrida y los
hirientes rayos de luz de unas linternas de bolsillo
irrumpieron en el vagón.
- ¡Afuera! ¡Rápido!
Se oyeron gritos estentóreos como ladridos de
perros. Pasando por encima de aquellos que no
habían llegado a la meta, Grigori y Leonid saltaron
pesadamente y rodaron por el suelo. Sobre ellos se
tiraron otros, cayeron también y se apartaron a
rastras. Las piernas debilitadas no les sostenían ya.
Las "luciérnagas" de los soldados de la escolta se
encendían y apagaban de continuo a lo largo del
convoy, y a la luz de las mismas brillaban
tenuemente las franjas de los raíles. Seguía cayendo
gente de los vagones. Era una noche tenebrosa, de
cielo encapotado, sin estrellas. Los soldados de la
escolta subían a los vagones para sacar a puntapiés a
los que quedaban dentro, y, luego de percatarse que
ya no se levantarían jamás, corrían las puertas.
Después de registrar el tren, obligaron a los
prisioneros a formar filas. Tardaron mucho en hacer
el recuento hasta que, por fin, se pusieron en marcha.
Mas, no habían caminado un centenar de metros
cuando el aullido desgarrador de una sirena rompió el
silencio nocturno, los azules tentáculos de los
reflectores empezaron a palpar nerviosamente el
cielo, los cañones antiaéreos ladraron y las
deslumbrantes arañas de los cohetes de iluminación
se encendieron sobre el ferrocarril. Los prisioneros,
guiados por el ciego instinto de conservación,
huyeron a la desbandada. Unos se tiraron al suelo,
16
otros se escondieron bajo los vagones. Los gritos de
furia y pavor de la escolta, el seco repiqueteo de las
armas automáticas; todo se fundió con el estrépito de
los antiaéreos y las explosiones de las bombas.
Ereméiev y Beltiukov, que habían echado a correr
también, fueron a refugiarse bajo un vagón parado en
la vía contigua. Al principio no les había pasado por
la mente la idea de fugarse. Simplemente, por falta
de costumbre, aquel súbito ataque les había
atolondrado. Pero al darse cuenta de que se
presentaba la ocasión de evadirse, ellos, sin
convenirlo, se arrastraron por las vías, debajo de los
vagones, hasta meterse de prisa bajo una estacada.
Para
-murmuró
jadeante
Beltiukov-.
Descansemos un poquito. No puedo más...
A Grigori también le temblaban las piernas.
¡Valientes corredores!, hubiera dicho Vasili Shájov.
El invierno pasado en la fortaleza y aquellos cinco
días de viaje se hacían sentir. No obstante, era
preciso alejarse de la estación...
Reconcentrada toda la voluntad, el hombre se
incorporó y tirando de la manga a su compañero,
dijo:
- Vamos.
- Espera un minutito más... -suplicó éste.
Avanzando a hurtadillas, pegándose al suelo
cuando en el cielo se encendía, suspenso de un
minúsculo paracaídas, un vacilante haz de luz, y
lanzándose a correr cuando éste se apagaba, salieron
a la ciudad. La calle estaba desierta, sin vida. Entre
las casas intactas se alzaban, aquí y allí, los
escombros de los edificios destruidos. Las viviendas
asoladas por los incendios miraban con sus vacías
oquedades a los fugitivos. Y aunque no eran de temer
sino las casas enteras, de donde a cada momento
podía salir o asomarse algún alemán, los prófugos
apretaban el paso involuntariamente a deslizarse ante
aquellas ruinas, pues hasta entonces no habían visto
nada semejante.
Cuando los ladridos de los antiaéreos y el
estrépito de las explosiones empezaron a apagarse, lo
que pronosticaba el fin del ataque, ellos se
escondieron entre las ruinas. Grigori dijo que debían
meterse en algún sótano. Beltiukov replicó que si
alguien aparecía por allí, ellos no podrían escapar.
Pero después se rindió. Al cabo de prolongadas
búsquedas toparon con una brecha por la cual
descendieron a un sótano completamente oscuro, mal
aireado, oliente a carbón y a patatas viejas; su única
ventaja era que estaba seco. Los hombres se
tumbaron al suelo y, por vez primera en tantos días,
desentumecieron con placer las piernas.
Aplacada la primera emoción, oyeron de nuevo la
imperiosa voz de la sed. Empezaron a tantear a su
alrededor con la inexplicable esperanza de hallar un
grifo. Leonid topó con un caldero, que cayó armando
un ruido infernal.
- ¡Basta, Lionia! ¡Que vamos a despertar al
V. Liubovtsev
vecindario! Aguardemos a que amanezca.
A la vaga luz matutina, que penetraba por la
misma grieta que les había servido de entrada,
examinaron su albergue. El sótano estaba dividido en
unos cuantos compartimentos. Había de todo -palas,
briquetas de carbón, cajas con botellas vacías, un
montón de sacos, algunas patatas ya viejas con
brotes- menos agua, lo que más necesitaban.
Sentados en el suelo, hablaban en voz baja.
Discutían el plan de acción. A Grigori le parecía que
no sería difícil abrirse paso hacia el Este. En la zona
del frente tendrían que obrar con tiento, pues los
hitlerianos se mostraban allí más vigilantes. Pero
aquí, en Alemania, sería más sencillo. ¿Acaso los
alemanes revisarían cada tren de mercancías?
¡Imposible! ¡Con tal de no ir a parar a un tren de
tropas! Porque allí -qué cabe- les pescarían en
seguida. En cualquier otro tren podrían viajar sin
temor: todos los hechos estaban a su disposición. Y a
aquellas alturas del año no hacía frío, lo que era
importante también. Y como toda Alemania debía de
tener las luces camufladas, puesto que los aviones de
los aliados les alteraban los nervios por las noches,
las estaciones ferroviarias estarían sumidas en la
penumbra y los conductores y mozos encargados del
servicio de los vagones no subirían a los techos.
¿Para qué? Así que los fugitivos podrían viajar
tranquilos toda la noche a condición de bajar y
esconderse antes de la amanecida...
Tales eran las consideraciones que Grigori expuso
a su compañero. Beltiukov, más sereno y comedido,
opinó que aún quedaba por saber adónde iría el tren.
Porque podría llevarles en dirección contraria.
¿Cómo averiguarlo pues? Ereméiev no creyó que eso
fuera un gran problema, pues bastaría con fijarse
hacia dónde miraba la locomotora. Leonid se dio por
vencido y, lleno de ilusión, empezó también a fraguar
planes.
El día parecía no tener fin. Y ellos, impacientes,
ansiosos de acción debían permanecer en aquel
sótano con las gargantas resecas.
Al oscurecer, salieron de su escondrijo y, tendidos
sobre los cascotes de los ladrillos, prestaron oído a
los ruidos de la ciudad nocturna. En alguna parte
tintineaba un tranvía y bufaban unos automóviles.
Desde la estación llegaban los pitidos de las
locomotoras, los chasquidos de los topes, el traqueteo
de las ruedas. Era aún pronto para ponerse en
camino. Había que esperar a que la ciudad se
durmiese, para no tropezar con nadie en la calle.
Convinieron en no ir hacia la estación sino en
dirección contraria, pues, por regla general, las
estaciones se hallan situadas cerca del centro de la
ciudad. Era preciso tomar el tren en alguna estación
suburbana. No cabía duda de que debía existir una
estación de mercancías o para la formación de trenes.
Cerca de todas las grandes ciudades hay estaciones
de ese tipo. Los fugitivos no dudaban de que aquélla
17
Los soldados no se ponen de rodillas
era una gran ciudad. Puesto que por allí circulaban
tranvías, no podía ser pequeña.
Dejaron atrás, sin novedad, una encrucijada,
otra... En torno, ni un alma viva. Siguieron por una
callejuela, que les infundió más confianza.
Desembocaba en un río. ¡Por fin podrían saciar la
sed! Tumbados a la orilla, bebían, bebían, bebían...
El agua estaba fresca y limpia. ¡Qué placer!
Miraron a su alrededor. El río era demasiado
ancho para cruzarlo a nado. Echaron a andar a lo
largo de la orilla; en alguna parte debía de haber un
puente. Efectivamente, lo hallaron. Escondidos a la
sombra de los edificios, se pusieron a observar. El
lugar estaba desierto y silencioso. Nadie pasaba por
allí.
Habían dejado atrás ya más de la mitad del
puente, cuando una motocicleta con sidecar salió
veloz a su encuentro. Pasó de largo, deslumbrándoles
por un segundo con su titilante faro. Los fugitivos,
encogida la cabeza, se pegaron a la balaustrada.
Luego apretaron el paso. Pero no habían tenido
tiempo de dar un suspiro de alivio, cuando a sus
espaldas zumbó de nuevo un motor. Se acercaba a
toda velocidad. Al instante oyeron el conocido Halt!
No había escapatoria. De debajo del puente
llegaba el gélido aliento del río. Delante quedaban
aún sus buenos treinta metros de puente ancho y
recto, y, más allá, una calle alumbrada por la
mortecina luz azul de las farolas. Por ella iban ya con
las manos en alto. Y detrás, cual fiero sabueso, venía
gruñendo a marcha lenta la motocicleta.
El policía que les había detenido -hombre joven,
de mejillas arreboladas y nariz respingona- apenas si
podía ocultar su júbilo. La felicidad irradiaba de todo
él. Por lo visto, era la primera vez que había detenido
a alguien. Al informar al oficial de guardia, le sugirió
que aquéllos no debían de ser prisioneros evadidos,
sino saboteadores soviéticos. Pero el jefe, más
inteligente y experto, comprendió perfectamente que
con la pesca de aquellos dos fugitivos, rotosos y
extenuados, no habría de hacer carrera, puesto que se
parecían tanto a los saboteadores como, digamos, él
al sultán de Turquía.
Los prófugos pasaron la noche en la celda. A la
mañana siguiente fueron sometidos a interrogatorio.
El intérprete del campo de concentración más
próximo les preguntó dónde habían estado y cuándo
se habían evadido. Los compañeros, de común
acuerdo, aseguraban que al empezar el bombardeo,
ellos habían echado a correr despavoridos, como
todos, a la desbandada y, extraviados, de miedo se
habían metido en un sótano. No habían tenido la más
remota intención de fugarse. ¡Cómo iban a hacer eso
cuando apenas movían las piernas! Fíjense...
En la jefatura de la policía les trataron con
bastante consideración, limitándose a asestarles unos
cuantos guantazos. Por boca del intérprete supieron
que se encontraban en Hamburgo.
¡Hamburgo! La ciudad que, en su conciencia, se
hallaba indisolublemente ligada al nombre de Ernesto
Thaelmann, la ciudad que ellos habían llamado
siempre el Hamburgo Rojo... Ereméiev pensó con
grima que habían hecho mal en abandonar tan pronto
su refugio, que hubieran debido hacer el intento de
ponerse en contacto con algún obrero. Le parecía que
cualquier trabajador al que se hubiesen dirigido les
habría ayudado al instante con ropa y comida y les
hubiera enlazado con la organización clandestina del
Partido Comunista. Grigori estaba seguro de que ella
existía, ¡pues era la ciudad de Thaelmann!
Capítulo III. La chispa no es aun la llama.
I
Alza el pico y golpea, alza el pico y golpea...
Dóblate y desdóblate, dóblate y desdóblate... Y así,
de sol a sol, con un breve intervalo solamente para la
comida... Al cabo de una hora empieza a parecer que
el pico pesa cien kilos y al mediodía no siente uno ya
la cintura, como si fuese de otro. Cada golpe del pico
a la piedra se refleja dolorosamente en todo el
cuerpo... Pero uno pica que te pica con idiotizado
empeño el enorme pedrusco, haciendo mil
reverencias ante él, porque el centinela que está
detrás grita de continuo: "¡Venga, muévete, rápido!"
¿Qué le cuesta al alemán decir eso? Si no tiene más
trabajo que andar de acá para allá con el fusil y gritar.
El se alimenta bien. ¡Que pruebe él a manejar el pico
un día o dos con lo que dan de comer en el campo de
concentración!
Alza el pico y golpea, alza el pico y golpea...
Suele decirse: duro como la piedra… ¡Qué tontería!
Miren cómo el pedrusco no aguanta los golpes, cómo
serpean por él, ensanchándose cada vez más, las finas
grietas… Ya se ha partido como una sandía
madura… Es él, Grigori, quien lo ha partido. El, al
que se le va el alma del cuerpo... La piedra no resiste;
pero los prisioneros continúan en pie y viven por más
que les peguen… ¿Quién es, pues, más duro y más
firme?...
Ereméiev y Beltiukov llevaban ya más de un mes
en un campo de concentración al extremo de Larvik,
pequeña ciudad de Noruega. Picaban piedras en la
orilla de un fiord. Cerca de allí rumoreaba el mar del
Norte, tratando de pasar, impetuoso, por la estrecha
garganta de un desfiladero. El mar que había cortado
los caminos de retorno a Rusia.
¿Habría acabado ya todo? No, aún había quien se
disponía a fugarse. Leonid lo había dicho la noche
anterior después de la retreta. Ya había tenido tiempo
de enterarse de ello y ponerse en contacto con los
muchachos. Les proponían hacer lo propio.
- Yo accedí por ti también -concluyó Leonid.
El mutismo de Grigori no pudo menos de alarmar
a su compañero.
- Conque, ¿vamos?
- No. Has hecho mal en ponerte de acuerdo con
18
ellos.
Beltiukov se apartó asombrado hasta el extremo
del camastro.
- ¡¿Qué te pasa?!
No había dudado en absoluto de que Grigori se
aferraría con manos y pies a aquella propuesta.
Puesto que cuando se trataba de evadirse, siempre
había sido el primero en prestarse a ello. Y de
repente...
- Te han quitado las ganas -dijo, aludiendo a los
malos tratos de que habían sido objeto en Hamburgo,
cuando les llevaron de la jefatura de la policía al
campo de concentración-. ¿Tienes miedo?
Ereméiev ya no era el mismo. Otro, al oír eso, se
hubiera sulfurado y ofendido, le habría mandado al
cuerno o agredido. Pero éste se limitó a sonreír con
tristeza y a mover los hombros.
- ¡Idiota! No comprendes nada. Trabajando en el
equipo de los aguadores, te has convertido en caballo
y has dejado de reflexionar.
- Por eso tú reflexionas mucho -bufó, ofendido,
Beltiukov y le dio la espalda.
Sí, Grigori llevaba todos esos meses pensando
mucho y siempre en lo mismo. Empezó a pensar el
propio día en que los sacaran de la bodega del barco
al arribar a Oslo. Uno de los soldados de la escolta,
corpulento, entrado en años, gritaba en un ruso
macarrónico a los prisioneros con sonrisa bonachona,
de satisfacción, cuando pasaban ante él:
- ¡Daos prisa, rusos! ¡Habéis llegado a Oslo!
¡Aquí no hay guerra ni bombardeos! ¡Magnífico! ¡A
ver, moveos, rápido!
Por lo visto, habría estado ya en el Frente Oriental
y se alegraba de que el destino le llevara a la pacífica
Noruega.
La columna de los prisioneros, abúlica y
andrajosa, rompió la marcha por las calles de la
ciudad que parecían lamidas, ¡tan limpias estaban!
Una multitud de curiosos se congregó en las aceras.
Las ventanas y los balcones estaban atestados de
gente. Quizás vieran a los rusos por primera vez.
Hacia la columna volaron paquetitos con pan,
pescado y cigarrillos. Y aunque la escolta trataba de
dispersar a los noruegos, ellos no dejaron de expresar
su simpatía y condolencia a los prisioneros. Un
muchachito, casi un niño, tiró un hatillo desde una
ventana del primer piso con tan mala fortuna que
golpeó a un oficial de la escolta. El militar
desenfundó la pistola y, sin apuntar casi, hizo fuego
contra la ventana. El muchachito se estremeció
extrañamente y se desplomó como un saco sobre la
acera. La gente huyó despavorida.
Los prisioneros habían visto ya muchas muertes
en los campos de batalla y en los de concentración.
Pero aquélla les indignó y consternó hondamente. Un
rumor siniestro recorrió las filas. Grigori estuvo a
punto de echarse sobre el malhechor y estrangularle
con sus propias manos. La rabia le sofocaba. De
V. Liubovtsev
súbito, viniendo de atrás, llegó a sus oídos una voz
que decía:
- Hermanos, hoy es el Primero de Mayo... ¿Quién
iba a pensar, hace un año, que lo festejaríamos de tal
manera?...
¡El Primero de Mayo!... Ereméiev adivinó de
pronto la intención de los hitlerianos. Llevaban a los
prisioneros por las calles de la capital noruega en ese
día festivo para decir con ello: "Mirad, Rusia es
mucho más grande que Noruega y su población
mucho más numerosa. Pese a ello, cientos de
soldados rusos marchan escoltados por una veintena
de arios. Harapientos, vencidos, arrastran a duras
penas los pies. Mirad, y que os sirva de lección y de
aviso: someteos, si no queréis correr la misma
suerte..."
Leonid lo comprendió a media palabra. Ya volaba
por las filas este mandato, transmitido de boca a boca
en un susurro: "¡Alzad la cabeza, muchachos!
¡Marchemos con valor para que los noruegos vean
que no somos esclavos, sino soldados de
inquebrantable espíritu! ¡Hoy es el Primero de
Mayo!"
La ira y el odio provocados con renovada fuerza
por el asesinato del niño expulsaron el miedo y la
resignación hasta de los corazones más blandengues.
Las espaldas se enderezaron, las cabezas se irguieron
y un fulgor persistente relumbró en los ojos. Esos
hombres desfallecidos que minutos antes no habían
podido mover las piernas, tensaban las últimas
fuerzas para marcar el paso como en un desfile.
La escolta, al notar un cambio en la conducta de
los prisioneros, se intranquilizó y empezó a
apremiarles: Schneller, schneller!, tratando de
interrumpir el ritmo conciso de la marcha. Y
entonces del centro de la columna brotó una canción.
Primero sonó tímida e insegura, pero en el acto,
acogida por cientos de voces, cobró alas y se
expandió por la ciudad como un toque terrible de
alarma revolucionaria:
Vientos malignos envuelven y hostigan.
Fuerzas tenebrosas nos oprimen sin piedad.
¡Firmes en la lucha contra el enemigo!
Nuevos destinos hemos de forjar...
El jefe de la escolta, furibundo, blandía la pistola,
pero no se atrevía a apretar el gatillo, porque intuía
que, en aquel momento, los prisioneros estaban
dispuestos a todo y que era peligroso complicar la
situación. Y aunque les ordenó que corriesen y los de
la escolta los apremiaron clavándoles en las espaldas
las puntas de los fusiles, el ritmo de la canción
requería un paso firme y seguro, y la vieja
Varsoviana entonada por nuestros padres en su
juventud, el himno de la lucha y de la ira, tronaba
sobre la columna al compás de la marcha.
Los prisioneros sabían que allí, en las calles de
19
Los soldados no se ponen de rodillas
Oslo, eran ellos, los rusos, quienes representaban
ante otro pueblo a su lejana Patria Soviética, una
patria que sufría y luchaba y que vencería sin falta. Y
aunque los prisioneros tuviesen luego que expiarlas
en el campo de concentración por aquellos momentos
de triunfo sobre el fascismo, ellos no retrocederían ni
se someterían jamás. Aquel improvisado desfile del
Primero de Mayo fue para ellos una lección, una
prueba de que el hombre indefenso es a veces más
fuerte de espíritu que aquel que le ha privado de la
libertad… Cada desfilante sabía a ciencia cierta que,
si se encontrase quien diera la voz de mando, los
prisioneros se arrojarían sobre la escolta, la
pisotearían, aunque luego se viniese abajo el mundo.
Al tener ya metidos a los prisioneros tras la
alambrada de púas, los de la escolta se vengaron con
toda saña. Repartieron a diestro y siniestro bofetones,
remoquetes y culatazos. Todos los cautivos fueron
privados por dos días de agua y alimento. Pero el
ánimo no decaía. No reaccionaban ya como antes a
los golpes. Por algo se dice que las heridas de los
vencedores se curan con más rapidez. En aquellos
días los prisioneros se sentían vencedores. Por mucho
que rabiasen los fascistas, no podrían borrar de la
memoria de los noruegos ni del corazón de los
cautivos aquel suceso inolvidable. ¿Qué había dicho
el soldado de la escolta? Que en Oslo se estaba bien,
pues no había bombardeos ni guerra. Quizá fuera
cierto lo de los bombardeos; pero de que había guerra
entre noruegos y los hitlerianos era cosa evidente.
Una guerra silenciosa, pero real. Los alemanes
habrían querido que los prisioneros pasaran por las
calles como esclavos; pero los rusos ofrecieron a los
noruegos otro ejemplo...
Ese caso precisamente dio mucho que pensar a
Ereméiev, le volvió más severo y exigente consigo
mismo y con los demás. Constató, apesadumbrado,
que la marcha con la canción por las calles de Oslo
quedaba siendo, en realidad, el único desafío que
ellos, los prisioneros, habían lanzado a los fascistas.
Claro está que nadie había olvidado aquel día ni
aquel triunfo. Lo tenían guardado en el fondo del
alma como el recuerdo más valioso de todo el tiempo
de su cautiverio, pero no como llamamiento a la
lucha, a la acción. Les habían traído a Larvik y
metido tras la alambrada de púas, y otra vez estaban
ellos cumpliendo sumisamente cuanto querían y
mandaban los alemanes. Unos, como Leonid,
llevaban a cuestas barricas llenas de agua desde el río
hasta el campo. Otros, como él, picaban las piedras o
pavimentaban con ellas los caminos y cubrían de
casquijo las pistas de despegue de los aeródromos.
Los hitlerianos les daban de comer para que no se
muriesen de hambre y pudieran trabajar en beneficio
de la gran Alemania. Y ellos trabajaban. Por un
pedazo de pan y una escudilla de mala sopa. En
beneficio de los fascistas...
Al anochecer, cuando los prisioneros fueron
metidos en las barracas, Beltiukov volvió a acercarse
a Grigori para decirle en voz baja:
- Oye, picapedrero, ¿no has cambiado de
propósito?
- No, Leonid. Es inútil tratar de evadirse. Lo he
cavilado mucho...
- ¡Lo has cavilado! -le remedó Leonid con
disgusto y, pegando la boca al oído de Ereméiev, se
puso a explicarle con fervor su plan de fuga.
El equipo de los aguadores desarmaría a los
soldados de la escolta (eso debería ocurrir al
anochecer, en el último viaje al río) y se iría a las
montañas. Pero antes habría que proveerse de pan
seco, fósforos y sal. Permanecerían en las montañas
unos cuantos días, mientras les alcanzaran las
provisiones. Se contaba con que la pesca les
proporcionaría un alimento complementario, pues en
aquellos lugares abundaban los peces. Poco a poco
irían estableciendo contacto con los pescadores y
campesinos lugareños. Para más allá existían dos
variantes. Primera: ir hacia la frontera sueca. Suecia
era un país neutral, donde no había alemanes y a
través del cual podrían de alguna manera llegar a
reunirse con los propios. No se sabía aún cómo; allí
se vería mejor. Lo Principal era llegar a Suecia. La
segunda variante consistía en ir a Oslo y, con la
ayuda de los obreros del puerto, meterse en la bodega
de un barco que fuera hacia el Este: a Tallin, a Riga,
a Klaipeda, a Gdynia...
- ¡Ay, Leonid! -suspiró Grigori-. Son muy pocas
las probabilidades de éxito, sino ninguna. Primero,
porque no entendemos ni jota de noruego. ¿Cómo
vamos a establecer contactos? ¿Con los dedos?
Segundo...
- ¡Tercero, cuarto! -le interrumpió reciamente
Beltiukov-. Di que te has acobardado, que temes
por…
Le daba pena separarse de su compañero, pero
más aún, de la ilusión de evadirse que, para él, era ya
una cosa realizable.
- ¿Por mi pelleja, querrás decir tú? ¡Habla!
- Vete al cuerno...
El hombre se echó cansinamente hacia atraso
Ahora fue Grigori quien se acercó a él:
- ¡Qué cambiado estás!
- ¡Y tú también!
- Es cierto. Como si hubiéramos cedido el carácter
el uno al otro...
- Se ve que estás 'habituado al cautiverio. Te has
vuelto más tranquilo...
- ¡Qué estúpido! -replicó Ereméiev sin ninguna
maldad-. Simplemente, pienso más. No quiero
evadirme sin tener la seguridad de que no me
pesquen. ¿Cuántas veces has caído prisionero?
- Una, y con ello me basta.
- Cuenta mejor. Dos veces nos escapamos juntos;
y otras dos tentativas hice yo antes de conocerte.
Pero cada vez fui a parar de nuevo tras la alambrada.
20
Viene a resultar que caí prisionero cinco veces y
otras tantas alcé las manos. Con sufrir una vez tal
bochorno hubiera bastado para toda la vida. ¡Pero
fueron cinco! ¡No, no quiero que eso se repita! De
evadirse, habría que hacerlo hasta el fin. O recibir un
balazo, o recobrar la libertad. Eso es, muchacho, lo
que pienso yo...
- ¡Menuda cuenta llevas tú! -bufó Beltiukov,
aunque se notaba que los razonamientos de su
compañero, si no le habían convencido, le habían
llegado al menos a lo vivo.
- ¿Cuenta, dices? -Ereméiev, agitado, empezó a
respirar anhelosamente-. Una cuenta bochornosa que
me ha hecho reflexionar acerca de muchas cosas. Y
recordar a nuestro Mijaíl Nikoláievich, el comisario.
Dime: ¿por qué un prisionero es a veces mucho más
fuerte, valeroso y audaz que cien? ¿Por qué dejamos
que nos lleven como una manada de borregos y
hacemos lo que nos mandan? Mira, nuestro equipo
de más de doscientas personas va a picar piedras
escoltado por quince alemanes solamente. ¿Acaso no
podríamos quitarlos de en medio? Si nos echáramos
sobre ellos, aunque las balas segaran a un medio
centenar de los nuestros, los estrangularíamos. Pero
nosotros marchamos sumisos, picamos las piedras,
ayudamos a construir carreteras y aeródromos.
- Nadie quiere morir. ¡Quién va a echarse sobre
un fusil automático! Y además falta la fe. ¿Y si tú
vas, y nadie te sigue ni te apoya?
- ¡Ahí está el mal! Y eso que el comisario fue al
encuentro de la muerte y la recibió como un soldado
para que nosotros tuviéramos fe los unos a los otros.
¿Te acuerdas de cómo marchamos aquel día por las
calles de Oslo? Plenos de fe en que íbamos unidos
por un mismo espíritu, un mismo corazón. ¿Y qué
pasó después? Hicimos rabiar a los fascistas, y nada
más. Tras lanzarles el desafío, fuimos a escondernos,
asustados, al matorral. Y otra vez hemos bajado la
cerviz para que nos cuelguen el yugo. Mira, Leonid,
el desafío no es aún la lucha; la chispa no es aún la
llama. Hay que encenderla en el corazón de los
hombres...
- ¿Qué propones, pues? -En la voz de Beltiukov
sonaba aún una nota de agravio.
- Por el momento, nada. Eso no puede resolverlo
una sola persona. Hay que formar un grupo de
buenos muchachos y ver qué hacer, cómo avivar la
chispa...
II
Shájov tomó aliento y ofreció a Pokotilo un libro
muy manoseado.
- Toma, Efrem. Continúa tú la lectura, que a mí se
me ha resecado ya la garganta.
Pokotilo era un hombre de estatura baja y algo
endeble, parecido a un adolescente. Había ejercido el
magisterio en las cercanías de Kíev antes de la
guerra. Tomó con cuidado el libro, como lo había
hecho otrora en la clase, y de nuevo se oyeron las
V. Liubovtsev
palabras del sencillo cuento acerca de MalchishKibalchish que Natka había narrado a los chiquillos
reunidos a su alrededor en la playa del mar Negro.
Los prisioneros, sentados en las literas, escuchaban
con no menos atención que aquellos pequeños
personajes del relato de Gaidar El secreto militar.
Posiblemente hasta entonces ninguno de los
reunidos, a excepción de Shájov y Pokotilo, había
conocido las obras de ese escritor. Antes de la guerra
habían sido ya demasiado mayores para leer libros
destinados a la infancia. Y después, los combates, el
cerco, el cautiverio, los campos de concentración.
Días antes, Iván Tólstikov había traído, escondida
bajo la guerrera, la novela de Kaverin Dos capitanes.
Resolvieron leerla en voz alta, para no esperar hasta
que cada uno lo hiciese por separado. La leían por las
noches, a la mortecina luz de un candil, encaramados
a las literas de arriba después de pasar revista.
Contentos de Sañka Grigóriev, enamorados de Katia
Tatárinova y odiando y detestando a Romashka, se
tragaron la novela en unos cuantos días. El lema de
Sañka "¡Luchar y buscar, hallar y no darse jamás por
vencido!" tuvo especial resonancia en el corazón de
los cautivos. La víspera, Iván había traído El secreto
militar. Al principio no gustó, pues se veía a todas
luces que estaba escrito para los niños. Iván
Doroñkin llegó a guasearse de Tólstikov:
- Oye, tocayo, ¿andas rondando algún jardín de la
infancia?
- Yo no -replicó aquél-. Son los alemanes que han
traído niños a su país. De ahí los libros para niños.
Efectivamente, no pocos muchachos y muchachas
de quince a dieciséis años trabajaban a la sazón en la
fábrica "Krauss-Maffeil". A la par que los mayores
habían sido llevados de las ciudades y los pueblos
ocupados por los fascistas. El campo de
concentración de los Ostarbeiter u "obreros
orientales", como los llamaban oficialmente los
hitlerianos, se encontraba en la cercanía, al otro lado
de la carretera. Estaba también cercado por una
alambrada de púas, pero no tan vigilado como el de
los prisioneros de guerra. Los "obreros orientales" no
iban al trabajo bajo escolta de soldados, sino de
policías. Los días de asueto les era permitido
ausentarse del campo por unas cuantas horas. Podían
dar un paseo por el bosque o por la ciudad; pero no
tenían el derecho de viajar en tranvía ni de entrar en
un cine. No debían tampoco transitar por las aceras,
sino por el arroyo, llevando cosido a la vestimenta un
trozo de tela con la inscripción OST en grandes
caracteres.
Era natural que aquellos chicuelos arrancados de
su terruño, y en muchos casos de sus padres,
hubieran llevado consigo, juntamente con sus
modestos bártulos, lo que más preciaran: su libro
predilecto, fotos de los seres queridos. Tólstikov
había llegado a relacionarse e intimar con algunos de
los "orientales" que trabajaban en el mismo taller que
21
Los soldados no se ponen de rodillas
él. A través de ellos conseguía los libros.
"...Los burguesotes se fueron, pero no tardaron en
regresar" -continuó leyendo Pokotilo.
"No, Gran Burguesote, Malchish-Kibalchish no
nos ha descubierto el Secreto Militar. Se ha mofado
de nosotros.
"El poderoso Ejército Rojo tiene un gran secreto, dice él-, y ustedes no le vencerán jamás.
"Dice que goza también de una ayuda
incalculable, y por más gente que arrojen a la cárcel,
ustedes no podrán encerrar a todos y no tendrán
tranquilidad ni en día claro, ni en noche oscura…"
Alguien empezó a toser. Le sisearon, y el hombre,
tapándose la boca con la manga del capote,
enmudeció.
"El Gran Burguesote frunció el ceño y dijo:
"Burguesotes, aplicadle a ese cerrado MalchishKibalchish el Tormento más terrible del mundo y
arrancadle el Secreto Militar, porque sin ese
importante Secreto no tendremos paz ni sosiego.
"Los burguesotes se fueron, pero esta vez tardaron
mucho en volver.
"Venían moviendo la cabeza.
"¡Oh, Gran Burguesote, jefe nuestro, no hemos
logrado nada! -exclamaron ellos-. Malchish estaba
pálido, pero no doblegó su orgullo: no ha descubierto
el Secreto Militar porque así es de firme su palabra.
Y cuando nos íbamos, él se tiró al suelo, pegó el oído
a las pesadas y frías piedras del pavimento y ¿quieres creerlo, ¡oh! Gran Burguesote?- sonrió de
tal manera que a nosotros nos dieron escalofríos.
Temimos que él oyera cómo por sendas ocultas
marchaba nuestra inevitable perdición...
"No era eso… ¡Era el Ejército Rojo que venía a
todo galope! -exclamó el pequeño Karásikov con
incontenible emoción..."
Tan súbito fue el paso del cuento al texto del autor
que los oyentes no pudieron menos de estremecerse.
A Doroñkin hasta le dio rabia:
- ¡Qué diablo! ¡Ha estropeado el cuento!
- Pero si es un crío todavía -replicó con su voz
profunda Nikolái Shevchenko-. Eres tú quien no sabe
dominarse.
Roto el encanto de aquella ingenua narración,
todos empezaron a moverse y a hablar. Algunos
echaron mano a la petaca. Vasili, sentado junto a
Efrem, quedó pensando en que el cuento aquel
encerraba algo especial. Al leerlo cuatro años antes,
cuando trabajaba con los pioneros de una escuela, la
novela le había gustado, pero el cuento que ella
contenía, no tanto. Siendo ya miembro del Komsomol
con cierta preparación política, le parecía cómico que
a los capitalistas se los denominara burguesotes. No
había podido captar hasta entonces el hondo sentido
que la obra encerraba; sólo ahora lo comprendía de
veras. ¡Qué importaba cómo se llamaran los
capitalistas! Todo resultaba mucho más complejo.
Era un cuentito sabio, un verdadero llamamiento a
ellos, para que se mantuviesen firmes como
Malchish-Kibalchish, porque el Secreto Militar no
residía en los tanques ni en los aviones, sino en ellos
mismos, los hombres, en su fuerza de espíritu...
III
La lectura en voz alta fue el primer paso dado por
Shájov para acercarse a los prisioneros que
trabajaban en la fábrica. Poco a poco fue intimando
con los amigos de Pokotilo hasta llegar a pasar las
largas horas de la noche en compañía de ellos. ¡De
qué no habían hablado ya! De su pasada vida, de los
sucesos que se desarrollaban en el frente, de los
libros leídos, de lo que ocurría en el campo de
concentración y en la fábrica. Al principio fueron
seis: Efrem Pokotilo, Nikolái Shevchenko, Serguéi
Glújov, Shájov y los dos Ivanes, Doroñkin y
Tólstikov. Este último, muchacho alegre, bien
parecido, era el alma de la sociedad. Shájov, después
de observarle, cayó en la cuenta de que Iván no era
tan simple ni tan cabeza loca como aparentaba. Había
cursado electrotecnia y poseía, además de buena
memoria, aptitudes extraordinarias para el dominio
de otras lenguas. En el año y pico de su cautiverio
había logrado asimilar con bastante fluidez el
alemán; hablaba en francés con soltura, y como a su
lado trabajaba un español, él aprendía con facilidad
este idioma también. Cabe añadir que su físico y su
carácter atraían a la gente y que él se granjeaba con
extraordinaria rapidez la simpatía de todos. A través
de los extranjeros ocupados en la fábrica se enteraba
de la situación en los frentes.
De la misma naturaleza que Tólstikov era Nikolái
Kúritsin, que no tardó en trabar amistad con ellos.
Aunque, la verdad, no poseía la capacidad de aquél
para el dominio de las lenguas extranjeras, de todo él
-figura alta y esbelta de deportista, facciones
acusadas, prominentes- emanaba una fuerza tan
espiritual y una convicción tan firme que subyugaban
a cuantos le conocieran. No se sabe cómo, la voz de
Nikolái llegó a ser, en su grupo, la decisiva. Shájov
pensó más de una vez que tan comedido y parco en
palabras como Kúritsin debía de haber sido en su
juventud el comisario Mijaíl Nikoláievich.
Los amigos habían formado una comuna: comían
de la misma marmita y repartían por igual entre todos
cuanto lograban conseguir, fuera eso un pedazo de
pan o un cigarrillo. Vasili quiso trasladarse a la
barraca donde residían los demás, pero Kúritsin le
disuadió, alegando que era preciso tener también por
si acaso, a una persona de confianza entre los
"encumbrados". Y Shájov se quedó donde estaba,
aunque la idea de tener que separarse cada noche de
sus amigos y regresar a su barraca le producía el
efecto de una puñalada. Al notar que Vasili
desaparecía siempre al anochecer, Shulgá se había
mostrado al principio muy celoso: le hacía mil
preguntas, torcía los labios, pero luego, apasionado
por el juego a los naipes, dejó de curiosear: cada cual
22
mataba el tiempo a su manera...
Una de esas noches en que, sentados en una litera
de arriba, habían acabado de leer un libro, Kúritsin
frunció el ceño y dijo:
- Hoy he hablado con una chica. Se llama Lida.
De haberlo dicho Iván, hubiera sido objeto de
guaseas, puesto que no había en la fábrica muchacha
a que él no conociera. Pero en este caso, todos le
escucharon con atención.
- Me habló de su vida. Dice que la comida es
mala, que les dan cosas podridas, imposibles de
tragar.
- ¿Ya nosotros nos alimentan mejor?- replicó
Shevchenko.- A los alemanes no se les pierde nada.
Lo que debe ser tirado a la basura lo echan en nuestra
olla.
- Nosotros, los prisioneros de guerra, somos
harina de otro costal. No se trata de eso. El problema
está en cómo ayudar a las muchachas.
Tólstikov quiso bromear:
- Hay que crear una comisión plenipotenciaria
para la inspección de la cocina...
Pero Kúritsin le interrumpió:
- ¡Lo digo en serio!
- ¡Y yo también! -Tólstikov no cejaba-. ¿A qué
viene eso, eh? ¿Qué podemos hacer nosotros? Sólo
hablar por hablar...
- Un momento, muchachos -intervino Shájov-. ¿Y
si ellas hicieran... lo que en El acorazado Potemkin?
¿Os acordáis de cómo los marineros se negaron a
aceptar una comida plagada de lombrices?
- ¡Que te crees tú eso! -replicó, incrédulo, Serguéi
Glújov, estirando las sílabas-. ¡Cómo van a negarse a
comer, si andan más hambrientas que los lobos! Por
malo que sea lo que reciben, es comida.
No obstante, Kúritsin dijo:
- Creo que es una buena idea. Vamos a hablar con
las muchachas y los muchachos y sugerirles eso.
Conque tú, Iván, mañana...
Dos días después, a la caída de la tarde, cuando
los del turno de la mañana hubieron vuelto del
trabajo, se armó de pronto un escándalo en el campo
de concentración. Los policías empezaron a correr de
acá para allá. El campo estaba como un hormiguero
revuelto. Casi todos los "obreros orientales" se
negaron a cenar. Las ollas, llenas de bazofia, iban
enfriando. Ante la cocina no se formó esta vez la
larga "cola" de siempre con marmitas y escudillas.
Los jefes del campo, no alarmados por el propio
hecho de la negativa de los rusos a aceptar la comida
(si no querían comer, ¡que se muriesen de hambre!),
sino porque la noticia podía llegar a conocimiento de
los superiores y éstos interpretarlo como tolerancia y
liberalismo, resolvieron tomar las medidas más
rigurosas. Lanzaron contra los rebeldes a la policía y
la guardia del campo. Muchachas y muchachos
fueron llevados a palos a la cocina, donde se les
obligó a recibir la ración y a comérsela en el acto.
V. Liubovtsev
Hubo quien se resistió y botó la bazofia al suelo; pero
la mayoría se resignó y renunció al propósito de no
comer.
La noche siguiente fue triste. La conversación no
cuajaba. Los compañeros andaban sombríos y
callados, tratando de no comentar los sucesos de la
víspera. Cada uno sufría en el fondo del alma aquel
fracaso. Por fin Shájov rompió el silencio para decir
sin dirigirse concretamente a nadie:
- ¿Con qué es más fácil asestar un golpe: con el
puño o con la mano abierta? Con el puño,
naturalmente, pues así se pega más duro y se tiene la
seguridad de no fracturarse los dedos. En cambio
nosotros hemos hecho el intento de cascar a los
alemanes con la mano abierta, y no con la propia,
sino con la ajena. De ahí que el resultado haya sido
nulo. Debemos tener nuestro propio puño...
- ¿Por qué? ¿Piensas que ésos son ajenos? inquirió Kúritsin, señalando con la cabeza en
dirección al campo de los "orientales"-. Son tan
soviéticos como nosotros. Si pudiésemos doblar
nuestros propios dedos y los de ellos en un solo
puño...
- Eso podría hacerse si no tuviéramos por medio
la alambrada -Pokotilo esbozó una irónica sonrisa-.
Las púas no lo permiten.
- En la fábrica no hay ninguna alambrada. Es allí
donde debemos empezar -insistió Nikolái.
- A propósito. Hoy he conversado con un
jovencito de Simferópol -dijo Tólstikov-. Se llama
Savva. Un muchacho simpático, serio. Me ha
hablado de las atrocidades que cometieron ayer los
policías en su campo. Y me ha dicho una cosa que
merece ser tomada en consideración: si en vez de
obrar con tal precipitación, se hubiese preparado a la
gente, ésta se habría mantenido más firme y no se
hubiera arredrado al ver los palos...
- ¡Que te crees tú eso! -replicó Doroñkin,
acompañándolo de un ademán y una mueca-. Si allí
no hay más que niños y gente que no ha olido jamás
la pólvora.
- Y tú, que la has olido, ¿no tragas acaso esa
bazofia, metiendo en ella la cuchara con resignación
y dando además las gracias porque al menos te
alimentan con eso? -Efrem, por lo común ecuánime y
calmoso, le miró esta vez con ojos chispeantes de ira. La desgracia no está en que sean niños -su niñez se
acabó al estallar la guerra-, sino en que cada uno vive
sólo para sí. Vasili tiene razón al decir: como un
dedo. Les falta el dirigente, no hay colectividad. Esa
es la causa...
- ¿Y nosotros qué? ¿La tenemos? -bufó,
mosqueado, Doroñkin-. ¡No, no la tenemos!
- Es verdad. No la tenemos -terció Kúritsin-.
Vivimos desperdigados en pequeños grupos sin más
lazos de unión que el lugar de procedencia. No está
mal, que digamos, pero ya va siendo hora de que los
grupos se unan.
23
Los soldados no se ponen de rodillas
- ¿Cómo hacer eso? -se le escapó a Glújov.
Realmente, ¿cómo? Pues los grupos se formaban de
diversas maneras, y no siempre -ni mucho menos- se
basaban en la comunidad de ideas. Los unos se
agrupaban en torno a algún bromista y jaranero,
como había sucedido al principio en el grupo de
Shájov, cuyo centro organizador fue Tólstikov. A
otros les unía el lugar de procedencia, así como el
simple hecho de dormir en las literas contiguas o
trabajar en un mismo taller y un mismo turno.
No obstante, después de lo sucedido en el campo
de enfrente, Shájov, Kúritsin y sus amigos llegaron a
la conclusión de que era preciso vincularse
estrechamente, no sólo con los "obreros orientales",
sino también, y sobre todo, con aquellos de los
grupos existentes dentro del campo de prisioneros
que les eran más afines. Resolvieron que en las
semanas más próximas cada uno de ellos trataría de
establecer contacto con algún grupo y esclarecer qué
ambiente reinaba en él, qué les interesaba, de qué se
hablaba. A Vasili le propusieron que aprovechase su
situación, porque como responsable de los
encargados de la limpieza tenía el derecho de entrar
en todas las barracas a cualquier hora del día, y
también por estar alojado en la residencia de los
"jefes".
- ¿Sabes, Vasia? -le dijo Kúritsin-. No creo que
todos los de tu barraca sean canallas. Tú, por
ejemplo, aunque vives allí, no te has vendido por una
escudilla más de bazofia... Tal vez haya otros como
tú. Fíjate bien, sondea el terreno... Los policías y los
intérpretes son unos mierdas, qué duda cabe; no
andes con ellos. Pero a los médicos y a los cocineros
sondéalos...
Shájov asintió con la cabeza.
IV
La ladrante voz del jefe desgarró, como siempre,
el silencio de la mañana:
- ¡Firmes! ¡De frente, mar!
Con un pesado balanceo, la columna se puso en
marcha. Al otro lado del portón, el superior de la
escolta -un bravo suboficial con elegante bigotito
rojizo- gritó de nuevo con la boca muy abierta.
- ¡Mirar a la izquierda y acordarse bien! ¡Tenerlo
bien presente!
Y, desaparecida por un instante la fiereza de su
cara, rió satisfecho, atusándose el bigotito.
Los prisioneros, sombríos, volvieron sumisamente
la cabeza hacia la izquierda. Llevaban ya el cuarto
día haciendo eso. Cada mañana y cada noche, al
regresar al campo. Sólo que al anochecer la voz de
mando era distinta: "¡Mirar a la derecha!" ¡Para qué
mirar si todo estaba ya visto!
Iba ya el cuarto día que junto al portón, sobre la
tierra enlodada, yacían siete cadáveres desfigurados.
Siete prisioneros del equipo de aguadores que habían
hecho la tentativa de fugarse. El equipo constaba de
diez hombres. A uno lo mataron en el acto. Nueve se
evadieron. Al cabo de dos días trajeron siete
cadáveres y los tiraron junto al portón. Los alemanes
andaban furibundos, pues, al parecer, los muchachos
habían ofrecido resistencia, disparando con bastante
buena puntería un arma automática arrebatada a un
centinela. Fuera como fuese, faltaban cinco o seis de
los soldados de la guardia. Estarían heridos o
muertos. Los cadáveres de los fugitivos yacían
acribillados por las bayonetas, con los rostros
sangrientos, deformes. Los de la escolta se ensañaban
en los vivos por el susto que se habían llevado.
¡Pensar que en un país tan tranquilo como Noruega
habían perdido a unos cuantos compañeros y tenido
que permanecer pegados a tierra bajo el fuego de
esos malditos rusos! Dos de los fugitivos habían
desaparecido sin dejar rastro.
Cada vez que, marchando en la columna hacia la
cantera, Ereméiev pasaba ante aquellos cadáveres,
pensaba involuntariamente: "¡Por suerte, entre ellos
no estamos Leonid ni yo!" Al cundir por el campo la
noticia de la fuga, Grigori lamentó no haberse
evadido también. Y Beltiukov, que dos o tres días
antes del suceso había ido a parar a la enfermería con
una pierna lastimada, andaba como alma en pena.
Pues, de no haber tropezado en una piedra y caído de
bruces, habría podido escapar también. Ereméiev
trataba de consolarle y convencerle de que aquélla no
había sido la última ocasión de evadirse; pero el
hombre no quería oír nada. Y sólo cuando al cabo de
dos días trajeron los cadáveres, Leonid se horrorizó.
Sabía, como todos los demás prisioneros, que al
aprehender a los prófugos, los hitlerianos, por lo
común, los molían a palos, pero no los mataban.
Aquél era el primer caso. Por lo visto, los guardias se
habían enfurecido terriblemente.
Cada mañana, entre los prisioneros que
marchaban en columna, iban los dos amigos hacia el
fiordo y cada noche regresaban al campo, arrastrando
a duras penas los pies. Quien los mirase -lo mismo a
Ereméiev que a Beltiukov o a cualquier otro- diría
que todos tenían la misma cara. Amenazados por las
armas automáticas, marchaban cabizbajos, grises,
demacrados. Desmenuzaban con picos y martillos los
grandes pedruscos; cubrían de casquijo y apisonaban
la pista del aeródromo. Diríase que no tenían ningún
otro deseo que el de recibir la ración de pan y de
bazofia, ningún otro anhelo que el de descansar tan
siquiera unos días. Más que hombres, eran sombras.
Pero aquello no era sino la primera impresión.
Una impresión falsa. ¿Por qué marchaban con los
ojos clavados en el suelo? Porque la mirada podía
revelar el odio, la resolución, el desprecio a la
muerte. Y los de la escolta, sintiendo eso con una
vaga intranquilidad, no quitaban el dedo del gatillo
de sus armas automáticas ni se acercaban a los
prisioneros a una distancia menor de diez metros. De
los rusos podía esperarse todo.
Así pensaban los de la escolta. Así pensaban
24
también los jefes del campo. Por eso llovían golpes y
amenazas sobre los prisioneros. Por eso -para
escarmiento y atemorización- habían tirado junto al
portón los cadáveres de los fugitivos. ¡El máximo
amedrentamiento, la máxima crueldad!
Los hitlerianos no sospechaban siquiera que no
era ya el miedo el que mantenía sumiso a los
prisioneros. Uno puede acostumbrarse a todo, hasta a
la idea de tener que morir pronto, y entonces la
muerte deja de asustar. Lo que contenía a los
prisioneros, después de todo lo sufrido, era la idea de
que, al separarse de la vida, había que ocasionar el
máximo perjuicio al odioso enemigo. ¡Oh, si
hubiesen oído los alemanes de qué se había hablado,
qué encendidas palabras se habían pronunciado por
las noches en las barracas!
Grigori estaba ya seguro -y Beltiukov no podía
menos de darle la razón- de que si los dos se
arrojaran con los picos sobre la escolta, la mitad de
los que trabajaban en la cantera seguirían su ejemplo.
Y no porque los dos amigos fuesen personalidades
destacadas entre los prisioneros. No; como ellos
había muchos. Simplemente, porque en el fondo del
alma de cada prisionero bullía una fuerza
incontenible, la sed de lucha y de acción, dispuesta, a
la más leve sacudida, a brotar pujante como la lava
de un volcán. Los amigos temían esa sacudida, pues,
según ellos, no merecía la pena gastar las fuerzas por
algo sin importancia. Si en vez de contenerse, se
lanzaran a la lucha y mataran a los de la escolta, ¿qué
harían después? ¿Dónde se meterían los doscientos
hombres? Si hubiesen actuado por allí los
guerrilleros, habría sido otra cosa: los prisioneros se
hubieran incorporado a ellos. Pero no se oía hablar de
guerrilleros. Quitar de en medio a la escolta y
liberarse por uno o dos días, no sería tan complicado.
Pero luego, ¿qué hacer?, ¿a dónde ir?
Con el tiempo, Ereméiev y Beltiukov llegaron a
cobrar prestigio entre los prisioneros ocupados en la
cantera; y sus palabras eran escuchadas, si no como
un mandato, al menos como una opinión y un
consejo dignos de ser tomados en consideración. De
suyo se entiende que ellos no eran los únicos en su
especie. Varias personas gozaban del mayor aprecio
entre los de su equipo; por ejemplo: el teniente de
artillería Serguéi Laptánov, el sargento de ingenieros
Volodia Orlov, el viejo marino Alexéi Kalinin, al que
los fascistas habían arrancado a puñetazos casi todos
los dientes. Allí no se ganaba el prestigio con grados
ni méritos militares de otros tiempos, ni tampoco con
la edad, sino con las cualidades personales. Para ello
era preciso ser justo y sincero, ducho y resuelto,
sensato y audaz. Y aunque los prisioneros se
mantenían por grupos, planteaban sus problemas
litigiosos ante personas cuyo consejo merecía, a
juicio de ellos, la más alta consideración.
Al conocerse más de cerca y trabar amistad,
Laptánov, Ereméiev, Beltiukov y los demás
V. Liubovtsev
coincidieron en que la tarea principal era evitar una
explosión espontánea entre los prisioneros. Cierto es
que, al principio, el impetuoso e impaciente Orlov
replicó:
- Pero, hermanos, ¡qué es eso! ¿Vamos a agarrar
del capote a quien no se contenga y se eche sobre un
fritz? ¿No os parece que así prestaremos un servicio
a los alemanes?
- No, Volodia -farfulló Kalinin con su desdentada
boca, mientras se abrochaba y desabrochaba
maquinalmente el chaquetón de marinero-. Hay que
hablar con la gente, para que ella misma se aguante y
acopie en el alma la ira para cuando sea preciso.
Beltiukov, arqueando sus pobladas cejas, metió
baza:
- ¿Y por qué se dice que "la locura de los
valientes es la sabiduría de la vida"?
- No toda manifestación de valentía es provechosa
-le atajó Kalinin-, y menos aún la que surge de la
desesperación.
Nada fácil era la tarea que ellos se habían
marcado. Pues no todo prisionero llevado a la
desesperación podría comprenderles debidamente. Si
a un hombre hambriento, agotado por el trabajo y
enfurecido por los malos tratos tú le dijeras:
"¡Aguanta, hermano, acopia en el alma la ira!", él, en
el mejor de los casos, te diría que eres un cobarde y
un traidor. El problema era complejo. Pero había que
resolverlo para conservar a los hombres, las fuerzas y
llegar a ver el momento ansiado.
Eso no era todo. Había tres categorías de
prisioneros. Formaban parte de la primera quienes no
se habían resignado a las humillaciones y, ansiosos
de lucha y acción, estaban dispuestos a todo. Cada
uno de ellos había hecho ya dos o tres intentos de
evadirse, más de una vez había ido a parar al
calabozo y llevaba en sus espaldas las huellas de las
palizas. Era preciso unir a esos hombres y
contenerlos hasta cierto momento. La segunda
categoría, la más numerosa, estaba integrada por
aquellos que, aguantando con resignación todas las
penurias del cautiverio, no reaccionaba a los palos ni
a las vejaciones. Eran pasivos e inertes. No cometían
vilezas, pero tampoco se rebelaban en el alma contra
el orden de cosas reinante en el campo. Al caer entre
los de la primera categoría, empezaban poco a poco,
después de ciertas vacilaciones, a despertar de su
letargo. Era preciso apasionarles. Los más
pusilánimes constituían la tercera categoría. Su único
anhelo era quedar vivos a toda costa. Los unos se
prestaban a servir de policías en el campo; los otros,
al no conseguir puestecitos lucrativos, se convertían
en limosneros que por unas cucharadas de mala sopa
o una colilla ofrecían servicios a los representantes
de la autoridad, así como a los intérpretes y
cocineros. Había que esquivarles, puesto que el
contacto con ellos no dejaba de ser arriesgado, y
además, era dudoso que se corrigieran.
25
Los soldados no se ponen de rodillas
Rayaba el alba del nuevo año 1943. Lejos de
Larvik, de donde salía el opaco sol invernal, desde el
mar Báltico hasta el mar Negro, ante los muros de
Leningrado, en los bosques de Bielorrusia, en las
estepas de Ucrania y a orillas mismas del padrecito
Volga se libraba una batalla interminable entre el día
y la noche, entre el pueblo soviético y el fascismo.
Los cañones retumbaban; en el cielo se arqueaban las
trayectorias de los cohetes; las balas silbaban;
tanques chocaban furiosamente con tanques; los
muertos quedaban tirados, los vivos se levantaban
para lanzarse al contraataque. Sobre todo el País de
los Soviets, de mar a mar, se extendía el acre humo
de la pólvora y de los incendios.
Entretanto aquí, en el pacífico y aseado Larvik,
así como en muchos otros campos de concentración,
hombres indomables sostenían una lucha invisible,
pero dura y tenaz, por que en cada prisionero
triunfase el Hombre.
Capítulo IV. Fascista y alemán son conceptos
diferentes.
I
Una mano de dedos cortos, cubierta de vello
rojizo, oprimió el brazo de Lida hasta producirle
dolor.
- ¡Vamos! -le dijo el contramaestre.
La metió de un empujón en la oficina del jefe del
taller y gritó desde el umbral:
- ¡Señor Kleinsorge, no sé ya qué hacer con esas
burras! ¡Lo estropean todo! ¡La de veces que le he
dicho a la mozuela que llene bien las cajas de
moldeo! ¡Yo mismo se lo he enseñado!
- Tranquilícese, señor Schnautze. No merece la
pena destrozar los nervios por culpa de esas burras,
como usted las llama. Explique lo que ha pasado.
El contramaestre, sofocado por la indignación y
sin soltar a Lida, como si temiera que se escapase,
contó que ella, al igual que las otras obreras rusas,
cometía muchas fallas en el moldeo de las piezas
metálicas.
Lida tenía el desconcierto dibujado en el
semblante. Comprendía perfectamente de qué se
trataba, aunque de todo lo dicho atropelladamente
por el contramaestre sólo distinguió una palabra,
repetida una y otra vez: sabotaje.
Kleinsorge se plantó de un salto ante ella, empezó
a gritar y a agitar su largo índice ante las propias
narices de la muchacha. Luego le dijo al
contramaestre:
- Váyase, señor Schnautze. Yo mismo esclareceré
el asunto...
Cuando el contramaestre hubo salido, el ingeniero
se dejó caer fatigado en el sillón y quedó mirando
largamente, con aire meditativo, a esa muchacha
delgaducha y torpona.
Lida permanecía cabizbaja ante la mesa del
despacho. La mirada escrutadora del ingeniero le
causaba pavor y malestar. Conocía bastante bien a
Kleinsorge por haber servido en su casa durante
cerca de dos meses. Un día la esposa le exigió que
retirara de la casa a aquella chicuela "con mirada de
loba" y trajese del campo a alguna viejecita callada,
que no infundiera ningún temor. El ingeniero le hizo
caso y pasó a Lida a la sección de moldeo de su
taller. La muchacha conoció allí a Valia Usik, que le
llevaba cinco años y era, como ella, oriunda de
Rostov. Al trabajar juntas en el mismo turno, se
hicieron amigas.
La labor de moldeo era durísima. El aire fétido y
sofocante de la tierra ardiente, respirado desde la
mañana hasta la noche, las cajas que pasaban en
hilera interminable para que se las llenara, el calor y
las corrientes, la pesada pala con la que hacían tantas
reverencias durante la jornada que al fin no podían
desdoblar la espalda... Al principio, las chicas,
temiendo la reprimenda del contramaestre, se
esforzaban por llenar como era debido las cajas de
moldeo. Pero no lo lograban. Se descubrían muchas
fallas. Los contramaestres iban a quejarse al jefe de
la torpeza de las obreras. Kleinsorge replicaba que
era necesario enseñarles. Y los contramaestres les
enseñaban. A fuerzas de amenazas y cogotazos, la
labor fue mejorando poco a poco. Ya no se
descubrían tantas fallas. Pero un día todo se vino
abajo: cada segundo molde estaba estropeado. ¿A
qué se debía eso?, pensaba el ingeniero.
Y se lo preguntó a la muchacha, hablando
lentamente y buscando palabras que pudieran ser
entendidas por ella.
- El trabajo es muy duro. No alcanzan las fuerzas
-repuso Lida con una mueca de dolor, al tiempo que
se frotaba el brazo-. Y la comida es mala...
Kleinsorge lo sabía. Naturalmente, no era una
faena para chicuelas endebles que, por añadidura,
andaban siempre medio hambrientas. Pero ¿no
habían trabajado acaso durante algunas semanas con
un porcentaje mucho menor de fallas?
- Bueno. Irás al depósito de herramientas a
ayudarle a Albert. Pero si allí no puedes, ¡cúlpate a ti
misma!
Lida había llegado ya al umbral, cuando de pronto
se volvió y dijo:
- Señor ingeniero, coloque también a Valia en
alguna parte, porque le es duro...
- ¡Vete, vete! ¡Eso no te atañe!
Lida le había dicho al jefe del taller sólo parte de
la verdad. La labor en la sección de moldeo era, en
efecto, excesivamente dura y, con tan mala
alimentación no podía haber gran rendimiento. Pero
nadie le hubiera arrancado a ella, ni siquiera con
tenazas, lo principal: que las muchachas hacían fallas
con toda intención. Haría dos semanas desde aquel
día de enero en que Iván Tólstikov se les acercó por
primera vez. Tras cruzarse unas palabras y bromas
26
que provocaron hilaridad, el hombre se volvió muy
serio de repente y dijo:
- Chicas, no os matéis trabajando. Ahorrad las
fuerzas. No llenéis mucho las cajas. Dejad porosos
algunos lugares. ¿Está claro?
- Más claro no puede estar - Valia esbozó una
irónica sonrisa; una chispa de niña traviesa brilló en
sus ojazos negros-. Y si se dan cuenta, ¿qué va a
pasar?
E hizo un expresivo ademán, pasándose la diestra
embadurnada de tierra por la garganta, como si se
ciñese el dogal...
- Las pagarás todas juntas, guapina -una sonrisa
descubrió los blancos dientes de Tólstikov-. Pero a
mí me parece que no lo advertirán. Decid que, con
tan mala comida, estáis débiles, que las fuerzas no
dan para más... Bueno, damas de tréboles, me vuelvo
a mi baraja. Ya es hora.
- ¿Por qué hemos de ser damas de tréboles si no
estamos aún casadas? Somos de oros.
- No habéis salido de ese palo. Las de oro son las
rubias, mi ideal. Y vosotras sois morenas, de lo más
común y corriente.
- ¡Vete a freír buñuelos! -profirió Valia con
afectada ira, amenazándole con la pala.
- ¡Oh, no le envidio a tu futuro marido! Tólstikov hizo chocar las palmas de las manos y
luego de hacer un guiño a las chicas, se fue a su
sección del taller de fundición.
Las muchachas rompieron a reír. Los prisioneros
de guerra ocupados en la fábrica les gustaban más
que los muchachos residentes en el mismo campo
que ellas. Eso se explicaba porque los prisioneros
eran, en su mayoría, jóvenes, mientras que entre los
obreros traídos de las zonas ocupadas predominaban
mocosuelos no salidos aún de la adolescencia y
hombres relativamente viejos que por uno u otro
motivo no habían sido llamados a filas. Esto, por un
lado. Y por otro, los prisioneros se portaban en la
fábrica, lo mismo que en todas partes, con más
dignidad y resolución que los demás. A ello cabe
añadir que, a los ojos de las muchachas, les ceñía la
romántica aureola de héroes que habían vertido su
sangre defendiendo la Patria Soviética. Sus palabras
eran escuchadas con atención y su opinión apreciada
en sumo grado. Durante las cortas pausas de la
comida o las largas horas nocturnas de los
bombardeos aéreos, cuando los obreros eran metidos
en los refugios, a Pokotilo, Tólstikov, Doroñkin,
Kúritsin y otros prisioneros se les presentaba la
ocasión de conversar con los "obreros orientales". De
la amistad brotaba a veces el claro y puro sentimiento
del primer amor, un amor penoso, oculto. Y tanto
más ansiado era, por eso, cada breve encuentro en el
taller, cada mirada fugaz que se dirigían los
enamorados cuando iban, escoltados, en diferentes
columnas.
Entre los "obreros orientales" de la fábrica
V. Liubovtsev
Krauss-Maffeil había cuatro o cinco de la misma
edad que la mayoría de los prisioneros. Uno de ellos
era Savva Batovski, rechoncho, de cabello rubio,
frente ancha y nariz respingona, y otro, Daniel Levin,
mozo gallardo y apuesto con bigotito negro, parecido
a un montañés circasiano. Las chicas sospechaban,
no sin razón, que ellos habían combatido en las filas
del ejército y que, posiblemente, se habían evadido
del cautiverio. Su opinión era muy tenida en cuenta.
Los demás, a excepción de los viejos, eran, según
Lida, coetáneos y a juicio de sus amigas mayores,
mocosuelos.
Albert resultó ser un anciano encorvado, de
rugoso semblante, que trajinaba de continuo en su
depósito. Ora clasificaba las herramientas en los
anaqueles, ora limpiaba el polvo, sin cesar de
rezongar para sus barbas. Recibió a Lida con aire
gruñón; la midió, descontento, con una mirada
penetrante de sus ojos seniles descoloridos, le metió
un trapo en la mano y le dio la espalda para retornar a
sus ocupaciones. La muchacha le cobró antipatía
desde el primer momento, comprendiendo que allí
tendría que derramar muchas lágrimas. Para colmo,
la habían separado de Valia. Si estuviesen juntas, el
trabajo sería más llevadero...
II
Una voz proveniente del otro extremo de la
barraca salmodiaba tristona:
Año #uevo. La vida ha cambiado.
El campo está envuelto en punzante alambrada
Ojos severos vigilan a cada trecho.
La muerte con la guadaña del hambre nos
acecha...
Lo cantaba con la música de un tango que en otros
tiempos se había bailado tan alegremente con la
compañerita en el club de la fábrica...
- ¡Oye, amigo! ¡Acaba de una vez tu misa de
difuntos! -gritó Iván Tólstikov, sin poder contenerse
más.
Pero el cantor, invisible a la mortecina luz de la
única bombilla, continuó su salmodia:
- Y el Año Nuevo volverá a nosotros...
- ¡Por amor de Dios! -imploró Iván-. ¡No me
desgarres el alma!
- Déjale -intervino Shájov en tono conciliador,
dándole una palmadita al hombro-. No le escuches, si
no te agrada... ¿Qué hay de nuevo?
- El español ha dicho que los nuestros están
presionando terriblemente a los alemanes en
Stalingrado. Parece que han cercado a unos cuantos.
Dice que a los fascistas les están pegando duro en
África también.
- ¿Y el segundo frente?
- Por el momento, están de preparativos.
A continuación, pasaron a hablar de asuntos
concernientes al campo y a la fábrica. En los últimos
27
Los soldados no se ponen de rodillas
meses se había logrado hacer bastante, y sobre todo,
unir a la gente y crear, si cabe la expresión, una
opinión pública en el campo de los prisioneros. El
esmero en el trabajo independientemente de la causa
por la que se hiciera, era ya vituperable. Los unos se
habían esmerado antes por miedo al castigo; los otros
por su honestidad, por la costumbre del especialista
de hacerlo todo bien. No hubieran querido trabajar
así para los alemanes, pero su naturaleza se
sobreponía. Fue preciso presionar sobre éstos y
aquéllos.
Y eso dio efecto: aumentaron las fallas,
disminuyó el ritmo de la labor. Los prisioneros,
haciendo caso omiso de los gritos, las amenazas y los
cogotazos, trabajaban mal, sin darse ninguna prisa.
El sabotaje había adoptado también otras formas.
Los prisioneros se llevaban del taller todo cuanto
estaba al alcance de la mano y que podía servir para
mejorar sus condiciones de vida: pedazos de cobre y
de bronce, limas rotas, viejas correas de transmisión.
Empleaban el metal para hacer petacas, polveras y
caprichosos estuches, y las correas, para confeccionar
sandalias. Todo eso era luego objeto de trueque en el
taller. Los alemanes daban a cambio pan, cigarrillos
y patatas. Los soldados de la escolta quisieron tomar
parte en aquella ventajosa transacción. ¡Y no era para
menos! Los prisioneros ofrecían por media hogaza de
pan seco magníficas pitilleras de bronce, de
diferentes formas y ornamentos, que podían ser luego
revendidas a la población civil. Por eso los guardias
hacían la vista gorda cuando los prisioneros que
volvían de la fábrica llevaban muy abultados los
bolsillos del capote o el vientre. En la fabricación de
pitilleras, polveras y mecheros fue invirtiéndose
paulatinamente una gran cantidad de metales no
ferrosos.
Shájov y sus compañeros se esforzaron por
incorporar el mayor número posible de prisioneros a
esta producción, comprendiendo que con ello se
obtenía doble resultado, pues se mejoraba la
alimentación de éstos y se ocasionaba, en cierta
medida, perjuicio al enemigo. Tal vez fuesen
pequeñeces... pero ¿acaso la bala, que es también
pequeña, no arrebata la vida? Al poco tiempo
funcionaban en el campo talleres clandestinos que,
por encargo de alemanes emprendedores,
transformaban las materias primas sustraídas a la
fábrica en calzado y objetos de arte.
La enfermería empezó a contribuir en gran
medida a la unificación de las fuerzas. Siendo el
campo adscrito a la fábrica Krauss-Maffeil uno de los
más grandes de Munich, el puesto de sanidad del
mismo atendía a los prisioneros de los equipos
obreros de los alrededores. Kúritsin tenía razón: no
todos los moradores de la barraca de Shájov, ni
mucho menos, eran gente perdida. Luego de mirarlos
más de cerca, Vasili comprendió que se había
equivocado al hacer extensivos a todos los demás el
desprecio y la animadversión que le merecía Shulgá.
Entre ellos, por supuesto, no faltaban canallas; pero
también había buenos compañeros, tales como los
médicos Popov y Tremba o el practicante
Kamoberdá. Entre los cocineros y pinches se
encontraron igualmente muchachos
bastante
decentes, aun no estropeados del todo.
Vasili no se apresuró a entregar la carta ni a exigir
ayuda y cooperación a sus compañeros de barraca.
Estuvo sondeando largamente a cada uno y
acercándoseles poco a poco, con mucho tiento.
Tremba, hombre callado y sombrío, fue quien más
trabajo le dio. Siempre había observado a Shájov con
una mirada torva de sus ojuelos pequeños,
profundamente asentados en las órbitas, como los de
los osos, mientras fruncía sus pobladas cejas, sin
pronunciar palabra. Pero un día abrió el pico:
- Oye, Vasili, ¿por qué me andas rondando como
una zorra a un puerco espín? Veo que tratas de
calarme, pero no puedes. Dime sin rodeos, ¿qué
quieres?
Y Shájov se decidió a hablar:
- ¿Qué piensas de esta vida, Alexandr?
- ¿Quieres que me confiese? Tú mismo ves que
me esfuerzo por curar a los que están ya con un pie
en la tumba.
- ¿Y para qué los curas? ¿Para que con su trabajo
beneficien a los fascistas? -replicó Vasili en el mismo
tono que su interlocutor.
Al ver con cuánta inquina le miraba éste, Shájov
pensó: ahora mismo se me echa encima y me
estrangula. Pero Tremba le dio la espalda:
- Yo creía que tú tenías sesos en la cabeza, pero
veo que tienes ahí sólo paja.
Y quiso irse. Vasili le puso la mano en el hombro:
- Perdona. Ha sido una estupidez por mi parte
hablarte así. No te enojes. Te lo pregunto con toda
franqueza: ¿quieres luchar contra los fascistas?
Tremba le miró con ojos escrutadores y carraspeó.
-Lo estoy haciendo ya. Conservar en lo posible la
vida y la salud de nuestra gente soviética, ¿no es
luchar acaso?
- Te hablo de otra lucha, de la verdadera...
- ¿Y ésta qué es? ¿De juguete? -Tremba resolló
indignado-. ¿Sabes tú que yo, con estas manos, he
puesto en pie a gente que se moría ya? ¡La arrancaba
de la tumba! ¡Lucha primero como yo, y luego dirás!
¿A qué otra lucha te refieres? Yo no estoy habituado
a manejar el fusil. ¡Mis armas son el bisturí y mis
conocimientos!
- Y el amor a la Patria -añadió bajito Vasili.
Al oír estas palabras de su compañero, Tremba se
acercó hasta casi rozarle, le miró a los ojos y con su
manaza de oso le dio una palmada al hombro.
- Veo que tienes sesos. ¡Sí! Has dicho bien: el
amor a la Patria, a los compatriotas, es también un
arma. Sin eso, yo no hubiera podido manejar el
bisturí, de nada me habrían servido mis
28
conocimientos... ¿A qué te refieres, pues, al hablar de
la lucha? Amigo mío, ¿qué pueden hacer sin armas
los prisioneros?
- Tú mismo acabas de reconocer que el amor es
también un arma. ¿No es así? Un arma invisible, pero
la más potente. Porque viviendo en el alma, no puede
ser arrebatada, a menos que no sea juntamente con el
corazón. Todos la llevamos en el pecho...
- No digas eso. Hay quienes la han arrojado de
allí. ¿Por qué debo decírtelo yo, si tú mismo, estando
aquí, lo ves?
- No me refiero a aquéllos. No entran en la
cuenta...
- Basta de propaganda. Te he comprendido. ¿Qué
debo hacer?
Al enterarse de lo que hacía falta, Tremba silbó
decepcionado:
- ¿Y eso es todo?... ¡Vaya! Yo creía que se me
pediría lo imposible. Han sido más las palabras...
- Eso es para comenzar, Luego Veremos -le
aseguró Shájov.
Parecía poco lo que, a primera vista, se pedía a los
médicos. Debían eximir del trabajo a gente necesaria,
retener a los enfermos en el hospital por más tiempo
de lo que el tratamiento requería; en fin, procurar que
la enfermería estuviese siempre repleta y se redujese
en lo posible el número de prisioneros aptos para la
actividad laboral. Se les había encomendado también
una tarea algo más compleja: aprovechar la estancia
en la enfermería de los prisioneros llegados de otros
campos para, a través de ellos, ponerse en contacto
con sus grupos y obtener una información sistemática
de lo que allí sucedía. No se podía confiar de todos
los pacientes sin excepción; era preciso proceder
según el proverbio que reza: "mide siete veces antes
de cortar".
Gracias a la ayuda ofrecida por los cocineros y
pinches, así como con las provisiones que se
obtenían del trueque de los objetos fabricados en el
campo, se logró mejorar en cierto modo la
alimentación de los enfermos y débiles para que
pudiesen reponerse.
La policía del campo -integrada por prisioneros-,
que hasta entonces había repartido a diestro y
siniestro puñetazos y puntapiés, se volvió más mansa
al ver lo unida que se mostraba la gente. Cierto es
que las blasfemias y amenazas continuaban
cerniéndose sobre las cabezas como nubarrones de
tormenta, pero la cosa no iba más allá. La policía no
se atrevía ya a hacer uso de los puños.
Al mirar a sus compañeros, Shájov se acordaba
involuntariamente de cómo habían sido meses antes.
Hombros caídos, ojos apagados, cabezas gachas:
todo llevaba impreso la resignación, el abatimiento,
la humillación. Pero ya no eran así. En absoluto.
Aunque su físico no había mejorado -la misma tez
grisácea sobre las mandíbulas, las mismas espaldas
encorvadas y las costillas salientes como
V. Liubovtsev
empalizadas-, andaban más firmes y seguros, con la
cabeza erguida, y en sus ojos no se leía el miedo ni la
sumisión, sino un pensamiento vivo. ¡Ahí estaba la
defensa de la dignidad humana, acerca de la cual
había hablado y en aras de la cual había aceptado la
muerte el comisario Mijaíl Sazónov! y en ello había
puesto su granito de arena Shájov.
III
Con ruido se estrellan las olas invernales del mar
del Norte en el férreo revestimiento de la nave,
inclinándola hacia acá y hacia allá. El hierro exhala
frío. Los compartimentos de la bodega están repletos
de prisioneros. Hace ya dos días que el mar los
sacude.
Kalinin y sus compañeros han logrado
acomodarse cerca de la escala que va a cubierta.
Aunque aquí hace mucha corriente y el aire húmedo
de arriba penetra y cala, no hay tanta oscuridad ni la
atmósfera es tan sofocante como en el fondo de la
bodega. Los prisioneros, tumbados sobre el
trepidante suelo, hablan en voz baja, preguntándose a
dónde les llevarán ahora los alemanes.
Días atrás les obligaron a formar filas, los
llevaron a la estación, los metieron en los vagones y
los enviaron a Oslo. Nadie sabía a qué se debía tal
precipitación ni por qué se los había retirado de
Larvik. Tampoco los retuvieron por mucho tiempo en
Oslo: los metieron en la bodega del barco, y empezó
la marejada.
¡Cuántos comentarios!, ¡cuántas conjeturas! Este
asegura que los ingleses han realizado un
desembarco de tropas en Noruega; aquel dice que, al
parecer, los nuestros han emprendido el avance desde
la península de Kola y que los hitlerianos se llevan a
los prisioneros para que no se subleven cuando las
tropas inglesas o soviéticas se aproximen. Hay
también quienes creen que los guerrilleros noruegos
han empezado a actuar, y también quienes... en fin,
cada cual piensa a su manera.
- Lo más curioso es que no hemos acabado en el
aeródromo -dice pensativo Orlov, abordando ya el
tema por enésima vez.
Grigori no tiene ganas de discutir.
- No te rompas la cabeza, Volodia. Así como
hemos trabajado en los últimos meses,
necesitaríamos dos años más para acabarlo.
- Es verdad, pero...
Cada cual tiene su ocupación. Kalinin, envuelto
en el capote marinero, duerme inhalando
sonoramente el aire con la boca desdentada muy
abierta. Pegado a su hombro, yace Beltiukov: éste no
desperdicia la ocasión de echar un sueñecito.
Seriozha Laptánov jadea mientras trata de asegurar
con un alambre la suela desprendida. El esfuerzo le
obliga a sacar afuera la puntita de la lengua, igualito
que a los niños. Orlov, que no tolera lo vago e
impreciso, se devana la sesera preguntándose por qué
les habrá sacado tan aprisa de Noruega y a dónde los
29
Los soldados no se ponen de rodillas
llevarán. Grigori, medio adormecido y atento al ruido
de las olas, evoca las últimas semanas...
En general, no había ocurrido nada extraordinario.
Una sucesión continúa de días grises invernales, tan
iguales como las piedras del fiordo. El toque de
diana, la lista, el jarro de aguachirle templada que, no
se sabe por qué, se denominaba "café". La ida al
trabajo, la vuelta. Otra vez la lista. La escudilla de
sopa aguada y el pedazo de pan. El toque de silencio.
Los parloteos en voz baja y a plena voz en las
barracas. Y así, día tras día...
Sin embargo, aquellas semanas habían tenido algo
impreciso a primera vista, pero que decía bien a las
claras que los prisioneros no eran ya los mismos. Los
picos se alzaban con mucha más lentitud que antes y
las piedras tardaban mucho más en desmoronarse.
Los prisioneros trabajaban con desgana, animándose
muy poquito sólo al oír la voz del centinela. Cabe
decir que los guardas también se habían vuelto más
moderados en cuanto a reprimendas y castigos. Por
algo no dejaban de pronunciar con horror y
desconcierto la palabra "Stalingrado"...
Anochecía cuando retumbaron en la cubierta
pasos de botas herradas y voces de mando como
ladridos de perros. Los prisioneros se levantaron
precipitadamente, pensando que había llegado el fin,
que ahora mismo iban a ser pasados por las armas.
Pero no, los hitlerianos no estaban como para eso,
pues por Occidente habían aparecido aviones. Se
apercibieron de ello demasiado tarde, cuando los
tenían encima. Un surtidor de agua, y tras él otro,
brotaron a poca distancia de la nave. Mientras los
aviones viraban para atacarla de nuevo, los alemanes
se recobraron de la sorpresa, y entonces comenzaron
a tabletear las ametralladoras y a ladrar los
antiaéreos.
Una sombra humana se deslizó ante Ereméiev y,
con agilidad felina, salvó la escala. Grigori quedó
pasmado; pero en el acto se lanzó en pos del
muchacho. Era preciso atajarle, puesto que, en estado
de sobresalto, el centinela que vigilaba junto a la
escotilla podía matarle...
Grigori dio un traspié, rodó escaleras abajo, y
cuando llegó por fin a la salida, el prisionero había
desaparecido de la vista. La escotilla estaba abierta,
como siempre. Ereméiev asomó con cuidado la
cabeza y echó una mirada en torno. La cubierta
estaba atestada de camiones cubiertos, dispuestos en
dos filas, y entre ellos se alzaban pilas de cajas. Al
divisar a un hombre agazapado de bajo de un coche,
Grigori, conteniendo la voz le llamó:
- ¡Eh, tú, ven acá!
Pero el hombre se alejó más aún.
- Mira que el bombardeo va a acabar ahora
mismo, y si el centinela vuelve, te liquidará de un
tiro. -Grigori paseó una mirada llena de alarma por la
cubierta-. ¡Ven, rápido!
Sea por el sentido o por el tono con que lo había
dicho, sus palabras surtieron un efecto serenante al
prisionero. El hombre salió de debajo del coche y ya
se venía hacia la escotilla cuando de pronto viró
hacia las cajas y se inclinó sobre una de ellas, sobre
otra…
- Date prisa… -Ereméiev no se contuvo de soltar
un taco.
El prisionero se metió de un salto por la escotilla.
Traía muy abultados los bolsillos del capote.
- ¿Estás loco? -le espetó Grigori, arrastrándole de
la manga para apartarlo de la entrada.
- ¡Como para no estarlo! ¿Quién quisiera diñarla
en este sótano? Como nos caiga una bomba encima,
correremos la suerte de los gatitos ciegos. Así al
menos he visto un poco el cielo antes de morir.
- ¿Y si el centinela hubiese estado en su puesto?
- El susto me impidió pensarlo... Mira lo que les
he birlado a los alemanes. ¡Esto sí que es gloria!
Y sacó de entre sus ropas unas cuantas latas de
conserva y dos botellas de vino.
- Tienen las cajas llenas de estas delicias.
¿Echamos un trago?
Ereméiev vaciló. No era tanto el vino como las
conservas las que le tentaban. Pero se sobrepuso y le
dio la espalda.
- Yo solo no tomo.
- Tomaremos los dos. ¿No soy persona acaso?
- Tú no entras en la cuenta, porque no te conozco.
Me refiero a mis amigos. ¿Cómo te llamas?
- Andréi Pivovárov... ¿Tienes muchos amigos?
- Bastantes.
- Esto no alcanza para todos, -Andréi volvió a
guardar las botellas y las conservas en los bolsillos y
entre sus ropas-. Conque ¿no quieres?
- Vamos. Te los presentaré...
Laptánov declaró categóricamente que no debían
beber, pues la situación no lo permitía, y además, por
falta de costumbre, un trago bastaría para armar la de
Cristo es Dios y caer en manos de los alemanes.
Kalinin permanecía a la expectativa: no decía ni sí ni
no. A Ereméiev le parecía que no sucedería nada si
se bebían dos botellas entre seis personas. Beltiukov
le dio la razón, pero Orlov no. Andréi estaba que
ardía: pugnaba por levantarse e irse a su lugar con las
botellas, rezongando que, de haberlo sabido, no se
habría liado con gente que sólo le hacía perder el
tiempo.
Kalinin, clavados los ojos en el vino, suspiró:
- ¡Ay, hermanos! ¡Qué ganas tengo de echar un
trago! ¡A qué mentir! Hace tiempo que no me ha
pasado ni una gota por el garguero. ¿Qué ocurrirá si
tomamos un poquito cada uno? ¿Eh? Por nuestro
triunfo, por la muerte del fascismo...
Grigori le coreó:
- Por que quedemos vivos y regresemos a nuestros
hogares.
- ¡Yo no tomo! -Laptánov entornó los ojos y
hendió el aire con el canto de la mano-. Para brindar
V. Liubovtsev
30
por eso, hay que repartir el vino entre todos los
presentes, aunque no le toque más que una gota a
cada uno. Tomar nosotros solos, es una falta de
camaradería.
- ¡No tomes si eres tan riguroso! -Andréi
descorchó la botella y se la llevó a la boca-. ¡A
nuestra salud!
Beltiukov le asió de la mano.
- Espera. Así no sirve. El problema no está
resuelto aún.
Andréi se enfureció.
- ¡Iros todos al cuerno! A lo mejor dentro de cinco
minutos nos cae encima una bomba y vamos a pique.
¡Suelta la botella! ¡No es tuya! ¡Yo la he traído!
- Tienes razón -Kalinin tomó la botella de manos
de Beltiukov y la miró al trasluz-. Es tuya, sin duda.
Y repartirla entre todos es imposible. Pues entonces,
¡que no le toque nada a nadie!
Y estrelló la botella contra el suelo de hierro.
Andréi quiso salvar al menos la segunda botella, pero
ya era tarde. El vino se derramaba como un charco
oscuro, proyectando reflejos sanguíneos opacos a la
luz de la bamboleante lámpara.
- Llévate las conservas, cómetelas tú solo y
consuélate -dijo Grigori, tragándose la saliva.
Andréi, sin responderle, tenía los ojos clavados en
el charquito; luego, poniéndose a gatas, quiso arrimar
la boca a él. Pero Beltiukov le apartó de allí,
asiéndole por el cuello del capote.
- ¡No seas cochino! ¡Cómo no te da vergüenza
ponerte de rodillas ante ese aguapié alemán....
Andréi prorrumpió en sollozos. Nadie había
esperado eso. Con la respiración entrecortada y los
labios trémulos, murmuraba:
- Arriesgué la vida... Podían haberme matado de
un tiro... ¡Y vosotros tiráis esa delicia por el suelo!
¿Por qué?... Da miedo pensar... que iremos a pique...
Quería echar un trago antes de morir...
Todos percibieron un malestar, como si hubieran
ocasionado daño a un niño. - ¡Pero qué niño ni qué
ocho cuartos! ¡Tan grande y con esa pelambrera! ¡¿A
qué soltar los mocos?!
Laptánov posó la mano sobre el hombro de
Andréi:
- Oye, deja de chorrear. Mira que nos inundarás y
nos iremos a pique antes de que nos caiga encima
una bomba... ¿Oyes? ¿Cómo te llamas? Mira, pues,
Andréi, quedo debiéndote dos botellas de vodka.
Toma mi dirección de Nóvgorod. Si vienes a verme
después de la guerra, te pagaré por lo de hoy. Pero no
olvides la dirección... ¡Hermanos! ¡El bombardeo ha
terminado!...
Y otra vez Hamburgo, el mismo campo de donde,
nueve meses antes, les enviaran a Noruega. Y al cabo
de unos cuantos días, otra vez en camino, otra vez los
ventanucos enrejados de los vagones de mercancías
repletos de prisioneros. Las ruedas traquetean sin
cesar. La noche sucede al día, la mañana a la noche,
la tarde a la mañana; y la marcha no cesa. Una sola
vez al día se abren las puertas de los vagones en
alguna estación para dar de comer a los prisioneros.
Ya no les dejan morir de hambre ni de sed, porque
Alemania necesita sus brazos. El Frente Este requiere
más y más divisiones. Alguien debe ocupar el lugar
de los que se han ido al ejército. Alguien debe cavar
la tierra, picar la piedra y atender las máquinas...
Capítulo V. ace la fraternidad.
I
La animadversión que el contramaestre la había
infundido a Lida se disipó bien pronto. Al cabo de
unos días ella comprendía ya que el vejete no era
malo ni gruñón. Su aspecto exterior y conducta
habían sido bastante engañosos Albert no tragaba a
los nazis. Cuando algún contramaestre entraba en el
depósito gritando con el brazo estirado hacia
adelante: Heil Hitler! el viejo farfullaba algo en
respuesta, fingiendo estar ocupadísimo. Un día bajó
la voz y, clavándose el índice en el pecho, le dijo a
Lida que él había sido comunista.
- ¿Usted ha sido... comunista? -se asombró ella,
arqueando las cejas.
El entendió a su manera la perplejidad de la
muchacha.
- Sí, lo he sido. El partido no existe ya. Todos
están recluidos en las cárceles y en los campos de
concentración. Y quienes han logrado salvarse, se
ocultan. Cada cual vive para sí -concluyó Albert con
voz tristona.
No era eso lo que sorprendía a la comprensiva
Lida. En su mente no se asociaba el alto concepto de
"comunista" con ese hombre ajetreado, de cara
rugosa. Según ella, los comunistas alemanes -todos
sin excepción- debían ser como Thaelmann:
robustos, de hombros anchos y frente abombada.
Pero éste... La muchacha se encogió de hombros con
desconfianza.
Al ver eso, Albert se ofendió.
- ¡Tú eres una tonta, una chica tonta! No
comprendes nada. Yo no tengo ahora contacto con el
partido; pero detesto a Hitler y a los nazis. Y no soy
el único. Muchos alemanes los odian. Tenernos una
canción secreta. Está prohibido cantarla. Se llama
Los doce rezongones. Escucha.
Y con voz temblorosa, senil, se puso a cantar:
Eran doce rezongones,
raros por entonces.
Uno dijo: 'Goebbels miente",
y quedaron once.
Eran once rezongones,
mudos esta vez.
Uno razonó en silencio,
y quedaron diez.
De las pocas palabras que la chica pudo
31
Los soldados no se ponen de rodillas
comprender dedujo que la cancioncilla tenía un
sentido mordaz y burlón. Los fascistas se llevaban a
los rezongones, uno tras otro, y éstos iban siendo
cada vez menos.
Cuatro son los rezongones,
les fallan los pies.
Uno suspiró ante su hijo,
y quedaron tres...
Albert enmudeció de pronto, compungió el rostro
con dolor y dijo apesadumbrado:
- Los nazis han pervertido a los jóvenes. A
nuestros hijos. Los han convertido en fisgones. Pero
el mío quedó siendo mío hasta el fin... Pereció hace
cinco años en España. Posiblemente, segado por una
bala alemana. Era también comunista, soldado de una
brigada internacional...
Y siguió cantando:
Eran tres los rezongones
sin salud ni voz.
Uno se rascó el cogote,
y quedaron dos...
Al rezongón que esto cantó
por poco lo ahorcaron.
En Dachau, adonde se le envió,
los doce se encontraron.
- ¿Sabes lo que es Dachau? ¡Oh, el infierno! El
primero de todos los campos de concentración
creados en Alemania. El campo de la muerte. ¿Será
posible que no hayas oído hablar de él? Si se
encuentra a escasos cuarenta kilómetros de Munich.
¡Oh!, allí hay muchos rezongones, muchos enemigos
de los nazis. ¿Sabes cómo termina la canción?
Escucha:
Adolfo ha dicho: "¡Se acabó!
¡#o hay más rezongones!"
Pero han quedado por doquier…
¡decenas de millones!
El viejo, fija la mirada en un rincón del depósito,
permaneció un rato en silencio. Luego dijo, dando un
puñetazo a la mesa:
- ¡Sí, decenas de millones! ¡Nosotros rezongamos,
gruñimos, odiamos a los nazis y nos acordamos de la
República Soviética de Baviera! Pero... -la tristeza se
dibujó en su semblante, las arrugas se destacaron aún
más-. Hacemos sólo eso: rezongar. Cada cual para
sus adentros. Nadie se atreve a franquearse con los
amigos. Somos como los dedos en un guante: cada
cual en su lugar...
Lida constató con dolor cuán pequeña e impotente
era ella; pues en vez de sugerirle algo práctico, no
podía sino escuchar y asentir con la cabeza. ¡Ay, si
pudiera Albert conocer a Iván Tólstikov o a Nikolái
Kúritsin! Estos le dirían lo que era preciso hacer...
A la primera ocasión, ella habló con Tólstikov. El
se aconsejó de sus amigos y al día siguiente le dijo a
Lida que, por el momento, no había ninguna
necesidad de que él ni cualquier otro prisionero
trabasen amistad con el viejo, pues podía espantarle.
Y, en general, era menester sondear al alemán. No
obstante debía utilizársele como fuente de
información para saber qué sucedía en la ciudad y en
los frentes, cuál era el estado de ánimo de los obreros
y a quién de ellos se podía confiar.
Un día de febrero de 1943, Albert, agitado a más
no poder, echó el cerrojo a la puerta del depósito y le
hizo a Lida una seña, invitándola a acercarse al
escritorio. Extrajo del bolsillo un papelucho
arrugado, lo alisó cuidadosamente con la mano y
sonrió feliz:
- ¡Mira! Resulta que no nos limitamos a rezongar.
¡Es una octavilla! ¡Y, según acabo de enterarme, no
es la primera! ¿Sabes dónde las difunden? ¡En la
Universidad! Veo que los nazis no han estropeado a
los jóvenes. ¡Los estudiantes también detestan a
Hitler!
Albert anduvo el día entero radiante de alegría.
Antes del fin del turno Lida se decidió a pedirle que
le diera la octavilla por una sola noche. El viejo la
miró fijamente como si la viese por primera vez, y
aunque sus labios delgados se dilataron en una
irónica sonrisa, él le entregó la octavilla.
- ¡Ten cuidado! -le advirtió-. Si te la encuentran,
todo habrá acabado. Para ti y para mí…
La muchacha asintió con la cabeza y corrió en
busca de Tólstikov. Le metió en la mano el arrugado
papelucho y le explicó precipitadamente, en voz baja,
lo que aquello era y de dónde procedía.
Al anochecer, Iván, sentado en una litera de
arriba, leyó la octavilla a sus compañeros:
"¡Hermanos! En el pueblo alemán se nota
efervescencia… Ha llegado la hora de que nuestra
juventud ajuste las cuentas a la más vil de las tiranías
soportadas por el pueblo alemán... Estudiantes: el
pueblo alemán tiene puesta la mirada en nosotros.
Espera que acabemos en el año 1943 con el terror
nacional-socialista, del mismo modo que en 1813 se
puso fin a la tiranía napoleónica. En ambos casos, la
luz llegó de Oriente: en otros tiempos, del Bereziná,
y ahora de Stalingrado. Los caídos en la batalla de
Stalingrado nos llaman a la acción".
Al pie de la octavilla rezaba: "La Rosa Blanca".
Se produjo un silencio prolongado. El hecho de
que en Alemania no todo, ni mucho menos, marchara
debidamente, puesto que hasta los estudiantes se
manifestaban en contra del fascismo, fue para los
amigos una nueva muy grata, sorprendente y en
cierto inverosímil. Si lo hubiesen hecho los obreros,
habría sido muy natural; pero se trataba de
estudiantes, de intelectuales...
Glújov sonrió con escepticismo:
32
- Protestan contra Hitler, cuando los nuestros les
han sacudido la badana. A que antes no abrían el pico
o gritaban Heil Hitler!, cuando los alemanes
triunfaban...
Shájov quiso objetar, pero no hallaba palabras. La
última frase de la octavilla le ponía, realmente, en
guardia. ¿Y si no hubiera habido caídos? ¿Si los
fascistas hubiesen avanzado con todo éxito? ¿Cómo
hubieran reaccionado entonces? ¿No habrían dicho
nada? ¿Se habrían conciliado con los nazis?
- No se trata de eso, muchachos -dijo Kúritsin,
mientras examinaba la octavilla-. Esas son, por así
decirlo, las causas, y a nosotros nos interesan las
consecuencias, y los resultados. Lo más significativo
es que entre los alemanes hay efervescencia, que a
Hitler deberá preocuparle ahora su propia
retaguardia. ¡Ay, si pudiéramos ponernos en contacto
con esa Rosa Blanca!
- ¡Qué nombre más raro para una organización
clandestina! -comentó Glújov en tono burlón-.
¡Exclusivo para las damas! ¡Hubieran podido
llamarla también "Guisante de Olor!" ¿Por qué rosa
blanca y no roja? La roja vendría más al caso...
- No busques la quinta pata al gato -le atajó
Pokotilo con su voz profunda-. Son simples
estudiantes, y no comunistas. La rosa blanca es, a mi
entender, algo así como símbolo de pureza, de no
participación en los crímenes de los fascistas...
A la mañana siguiente Lida devolvió la octavilla a
Albert. Y el viejo, después de estudiar lo escrito,
como si hubiera querido aprendérselo de memoria,
escondió el papel bajo una tabla del suelo.
Al cabo de unos días, llegó más negro que un
nubarrón de tormenta. Se desplomó en la silla como
si le flaquearan las piernas y dejó caer la cabeza
sobre los brazos. Lida, empavorecida, le puso la
mano en el hombro.
- ¿Qué pasa, señor Albert?
- ¡Se acabó! ¡"La Rosa Blanca" no existe más! Unos gruesos lagrimones rodaron por las rugosas
mejillas del anciano-. Los nazis la han aplastado con
sus botazas... Y no me llames señor”…
Lida se fue corriendo al sector de fundición y
llamó aparte a Tólstikov, el cual, después de escuchar
el incoherente relato de la muchacha, le encomendó
algo al español que trabajaba en pareja con él.
- Vamos allá, Lidita -dijo, abarcando con el brazo
los hombros de ella-. Quiero hablar con tu viejo.
Creo que ya chapurreas en alemán... -Y al entrar en
el depósito, se presentó-: Soy la persona a quien Lida
ha dado la octavilla. Señor… perdone, camarada
Albert... explíqueme, por favor, lo que ha sucedido.
El viejo le miró con desconfianza. La muchacha
se acercó al alemán.
- Es mi amigo. Le conoce a usted. No tenga
miedo. Confíe en él.
- Yo no tengo miedo -contestó Albert en tono
gruñón y les dio la espalda-. Si han sido jóvenes,
V. Liubovtsev
guapos, los que han perecido por esta causa sagrada,
¿por qué debo yo, tan viejo, aferrarme a la vida?
Y, embargado por la emoción, empezó a contar.
De su relato, largo y confuso, plagado de toda clase
de digresiones que se remontaban al pasado
revolucionario de Albert, Tólstikov esclareció lo
siguiente:
Munich, a juicio del anciano, era a la sazón la
ciudad maldecida por millones de habitantes del
Orbe. De sus cervecerías había salido la negra víbora
del nacional-socialismo que, transformado con el
tiempo en una boa gigantesca, había aprisionado a
toda Alemania y emponzoñado a miles y miles de
alemanes honestos. En Munich había iniciado su
sanguinaria campaña -primero por el país y luego por
toda Europa el detestable soldado Schicklgruber,
conocido en el presente por el nombre de Hitler. Y
eso que Munich era la ciudad donde por vez primera
en Alemania había nacido el Poder soviético: la
República Soviética de Baviera. Y a pesar de su corta
existencia, pues había sido estrangulada por los
verdugos, la primavera del año 1919 no se borraría
jamás de la memoria. Y no se había borrado. Por
algo, en los días más tétricos, cuando las hordas
hitlerianas avanzaban en el Frente Este, un grupo de
estudiantes de la Universidad de Munich había
fundado "La Rosa Blanca". Los periódicos de ese día
anunciaban que los miembros de esa organización
habían sido sentenciados a la pena capital y
ajusticiados.
Albert les contó lo que había leído en los diarios y
oído de boca de sus compañeros. En toda la ciudad
no se hacía sino hablar de ello. Resulta que "La Rosa
Blanca" no estaba integrada por estudiantes
solamente. A ella se había incorporado hasta el
profesor Kurt Hubert. Los hermanos Hans y Sophie
Scholl encabezaban la organización. Su padre había
pasado unos cuantos años en una cárcel fascista. Y
Hans había sido soldado raso en el Frente Este. A su
regreso a Munich después de ser herido, contó
detalladamente lo que había visto en Rusia, habló de
la crueldad de los hitlerianos y de la valentía de los
rusos, demostrando así que cuanto decía el servicio
de propaganda de Goebbels acerca de la Rusia
Soviética y de la vida en ese país era pura mentira.
Hans y Sophie hallaron entre los estudiantes a gente
que compartía sus ideas. Ya a fines de 1942
empezaron a difundir octavillas manuscritas, en las
que decían la verdad acerca de la guerra y la Unión
Soviética y estigmatizaban al fascismo. Las
octavillas pasaban de mano en mano y eran halladas
no sólo en Munich, sino hasta en Augsburgo,
Stuttgart, Linz, Viena y Hamburgo. Hada tiempo que
la Gestapo seguía las huellas de los miembros de esa
organización clandestina hasta que un día descubrió a
Wim Graf, a Alexander Schimfell y al profesor Kurt
Hubert. Al detenerles hallaron en su poder las
octavillas. Después de la derrota de los hitlerianos en
33
Los soldados no se ponen de rodillas
Stalingrado, Sophie, Hans y su amigo Christoph
Probst cometieron la imprudencia de dispersar en
pleno día por la escalera de la Universidad de
Munich cientos de octavillas exhortando a luchar
contra el fascismo. Los detuvieron en el acto, y al
cabo de cuatro días todos los miembros del grupo
fueron ajusticiados...
Cuando el alemán hubo acabado su relato,
Tólstikov dijo muy seguro:
- Camarada Albert, créame: se alzarán nuevos
luchadores, ¡Sí, se alzarán! Es sólo el comienzo.
El viejo avanzó, impulsivo, hacia él y le tendió la
mano, una mano descarnada, de dedos largos y finos.
- Sí, camarada. Le creo. ¡Ellos se alzarán! -y
elevando el puño crispado a la altura de la sien,
exclamó-: Rot Front!
II
Contrastando con el lluvioso y cenagoso invierno
de Oslo y Hamburgo, Italia maravilló a los
prisioneros con su tibio febrero, su cielo azul, su
lujuriante vegetación y su sol esplendoroso. Diríase
que habían traído a los rusos a ese paraíso terrenal
con el expreso fin de darles calor y reblandecer sus
endurecidos corazones.
Después del baño, en el vasto campo de
deportación, tuvieron que cambiar de vestimenta. Les
daba pena separarse de sus guerreras y capotes.
Convertidos ya en harapos, con remiendo sobre
remiendo, era, pese a todo, el uniforme soviético, con
el cual habían ido al combate y experimentado tantas
penurias y sufrimientos. Por él habían podido
reconocer en el acto, hasta desde lejos, a los propios.
En cambio ahora debían ponerse lo que les daban, lo
que los hitlerianos habían cogido en los depósitos de
los ejércitos derrotados: pantalones polacos y
franceses, guerreras serbias y belgas, capotes
checoslovacos. Solamente el calzado era alemán, de
un tipo único: zuecos enormes que se caían a cada
paso de los pies y producían callos sangrantes. Con
ellos no podrían andar mucho. En apariencia, a los
prisioneros no les había quedado ya nada ruso.
Al cabo de unos días, los recién llegados fueron
distribuidos entre los equipos de trabajo. Los amigos
trataban de mantenerse unidos a fin de ir a parar a un
mismo equipo. Y lo lograron. Allá había sido
enviado también Andréi Pivovárov, el cual, después
de lo sucedido en el barco, miraba con cierta
animadversión a ese amistoso grupo y al propio
tiempo trataba de arrimarse a él.
Helo ya al camión llevando velozmente a
dieciocho prisioneros y cuatro soldados por una
estrecha y hermosa carretera. A la derecha
centelleaba el mar, de un azul densamente oscuro.
Un soldado de la escolta, hombre de baja estatura,
ya entrado en años, se prestó a ser el guía. Apretando
el fusil entre las rodillas, empezó a describir como
auténtico cicerone los pueblos que se alzaban en su
camino. A cada momento intercalaba palabras rusas
y exhortaba a los prisioneros a admirar los
espléndidos paisajes; lo hacía con tanto afán como si
se propusiera venderlos a toda costa y no hallara
comprador.
Su permanencia en el Frente Este debía de haber
sido muy prolongada, pues se jactaba con orgullo de
sus conocimientos de la geografía de Rusia y la
lengua rusa.
- Contemplen por última vez el mar. Quedará a la
derecha, nosotros torceremos hacia la izquierda continuó con amplios ademanes-. Y allí, a la orilla
opuesta del río Tagliamento, está la ciudad de
Latisana, famosa por su buen vino... ¡Ah, y ahí está
Cerviniano del Friuli! -Miró con aire de vendedor a
sus oyentes, como si les dijera: ven qué palabras me
sé-. A los italianos les gusta ponerles a los pueblos
unos nombres largos y hermosos, difíciles de
pronunciar. Este, por ejemplo, con uno tan
altisonante, es una simple aldea. Ahora torceremos
hacia el Norte. ¿Ven cómo las montañas se
aproximan?... ¡Oh, en esas montañas pululan los
guerrilleros! ¿Qué les pasará que no se están quietos
en sus casas? Yo, que ellos, no hubiera salido por
nada del mundo. Preferiría abrazar a mi esposa en
vez del fusil. ¿Verdad que es mejor?... Ya se ve
Udine. Estamos llegando...
De todo lo dicho por aquel soldado parlanchín,
una sola noticia regocijó a los amigos: ¡en las
montañas había guerrilleros! Sí, y éstas se hallaban a
escasos tres o cuatro kilómetros de la ciudad, casi
lindando con la misma.
El camión paró a un kilómetro de Udine, tocando
con el radiador el portón de un terreno cercado por
una alambrada de púas. Desde lo alto de la carrocería
podían verse unas cuantas barracas y más allá, unos
cañones enfilados contra el cielo.
Los prisioneros fueron alojados en una pequeña
barraca pegada a un depósito. Podían transitar
libremente, sin escolta, por el recinto donde estaba
emplazada la batería antiaérea que protegía por el
Noroeste la importante estación ferroviaria de Udine.
Pero se sentían más molestos que en un campo de
concentración. Pues siendo pocos -en total,
dieciocho- cada paso que daban era visto por los
alemanes. No había manera de pasar desapercibidos.
Tampoco podían salir al otro lado de la alambrada,
pues se les destinaba únicamente a faenas interiores.
Reinstalaban los blocaos y las trincheras de las
escuadras de las piezas, hormigonaban el lugar de
emplazamiento de los cañones antiaéreos; cavaban
un foso para construir un depósito subterráneo de
municiones, llevaban productos alimenticios del
almacén a la cocina, mondaban patatas, aseaban el
cuartel y las casitas de los oficiales. En fin, podían
transitar por todas partes. Lo único que les estaba
terminantemente prohibido era aproximarse a los
cañones y al depósito provisional de municiones.
Otra vez Ereméiev parecía cambiado.
34
- Oye, Grigori, ¿qué te pasa? ¿Te has
descongelado? -le preguntaba riendo Beltiukov-. En
Larvik eras tan razonador; pero aquí, en el Sur,
parece que has entrado en calor y de nuevo te pican
las plantas de los pies...
- No es para menos. Mira qué cerca están las
montañas -respondía Grigori con impaciencia-. Allí
se alberguen los guerrilleros. Y nosotros nos
encontramos aquí, tras un hilo de alambre, sin ser
vigilados, pues lo que hay aquí no es guardia.
Imagínate lo que le cuesta a uno aguantarse.
De que era preciso aguantar y esperar, lo
comprendían tanto Ereméiev como sus compañeros.
Lanzarse a esas grandes montañas sin saber a ciencia
cierta dónde estaban los guerrilleros era lo mismo
que buscar una aguja en un almiar. No podrían
evadirse al azar, como lo habían hecho los otros en
Larvik, pues serían aprehendidos bien pronto y
pasados por las armas. Era menester, ante todo,
establecer contacto con los italianos.
Ahí estaba el quid de la cuestión. Los prisioneros
no podían salir, y en el territorio de la batería no
había ningún civil: únicamente soldados alemanes.
A los muchachos les pareció que, en todo el
período de su cautiverio, no habían caído jamás en
una situación tan falsa ni tan compleja como aquélla.
A decir verdad, no vivían mal allí. Recibían
suficiente comida; todo cuanto quedaba en la mesa
de los soldados iba a parar a la de los prisioneros y
éstos se llevaban aun algo a hurtadillas de la cocina a
la barraca. Con semejante rancho, no tardaron en
reponerse. Los soldados les trataban bien. Es más:
algunos les metían en la mano, disimuladamente, un
pedazo de pan o unos cigarrillos. Cierto es que había
que trabajar duro; era imposible remolonear,
encontrándose a la vista de todos. Ellos estaban
acostumbrados al trabajo. Cavar la tierra, mondar
patatas, amasar cemento y limpiar el cuartel era más
fácil que picar piedras. Y más aún con tan abundante
comida. Eso por un lado.
Pero, por otro, no les abandonaba la sensación de
que ayudaban a las claras y servían al enemigo.
Cuando, en Noruega, les habían conducido por las
calles con el arma automática apuntada contra ellos y
les habían alimentado con cosas podridas, dejándoles
medio hambrientos, los prisioneros se habían sentido
mejor, aunque el cautiverio había sido más
deprimente.
Una circunstancia más alarmaba a los amigos, y
era la placidez que se había apoderado de algunos de
sus nuevos camaradas. Andréi Pivovárov, por
ejemplo, no dejaba de regocijarse:
- ¡Qué suerte, hermanos! Ya no nos matarán el
hambre ni las balas. ¡Así se puede vivir un año más o
dos!
Lo único que perturbaba su calma era el pensar
que trabajaban con demasiada rapidez. Pues en
cuanto terminasen de hormigonar los cimientos y el
V. Liubovtsev
depósito de municiones, los alemanes no necesitarían
tanta gente; cuatro o cinco hombres bastarían para el
aseo de los edificios y las faenas auxiliares. Por
consiguiente, los demás serían enviados a un campo
común y de allí, Dios sabía adónde. Sin decirle nada
a nadie, Andréi tomó la secreta decisión de quedar a
toda costa en la batería. El hombre comenzó a
mostrarse obsequioso con los alemanes, esmerándose
máximamente en el trabajo para que se fijaran en él.
Al principio, sus compañeros no hacían sino reírse
de él, comentando que la buena alimentación le había
infundido nuevos bríos. Pero luego notaron que con
la hartura y las crecientes energías iba
desarrollándose la insensibilidad en el alma de los
prisioneros, y unos pensamientos viles asomaban sus
culebrinas cabezuelas: "nos ha tocado el gordo de la
lotería..." Lo notaban por sí mismos. Orlov, que era
tan franco, confesó un día con pesar:
- Muchachos, a veces me digo: ojalá no nos
manden a ninguna otra parte y podamos vivir así dos
o tres meses más para acopiar energías... Pero no, lo
que debemos hacer cuanto antes es evadirnos...
- Mientras no nos hayamos vuelto demasiado
gordos y habituado a esto -le apoyó Grigori.
Laptánov compungió el rostro como si hubiese
tragado un limón.
- No dejéis que en vosotros se apague el odio. No
recuerdo ya dónde leí un cuento sobre un águila que
había pasado la vida encerrada en una jaula y se
había muerto de adiposidad del corazón. ¿Por qué?
Al principio había forcejeado las barras de hierro
para escapar; pero luego se resignó y empezó a
engullir la carne que le traían los guardas. La cosa
llegó a gustarle ya que podía comer cuanto quisiera
sin hacer nada. El águila se olvidó del cielo y de las
montañas que le habían visto nacer. No hacía sino
mirar al comedero donde estaba la carne. Un día, el
guarda -no sé si por olvido o por qué otra causa- dejó
abierta la jaula. El águila salió de su encierro. En eso
se le acercó un gorrión. El águila fue a darle un
picotazo, pero el pajarito se escapó a tiempo.
Queriendo alcanzar al muy osado, el águila agitó las
alas, mas éstas no le sostenían. No las necesitaba ya
para nada. ¿Por qué? Pues porque se había olvidado
de las montañas, del cielo, de que había volado
alguna vez. Y el pajarito -pió, pió- se fue volando.
Aun sin poder ir lejos, ¡volaba!
Serguéi no había leído ese cuento en ningún libro.
Acababa de inventarlo. Tras una pausa, continuó:
- Yo no dejo de mortificarme. Me atormentan los
recuerdos. Sobre todo, el de un caso que se me grabó
en la memoria para toda la vida. Fue el 17 de
septiembre. Abandonábamos la ciudad de Kíev. Tal
había sido la orden del mando. Las calles estaban
taponadas. Pasaban tanques, coches, soldados de la
infantería... Yo esperaba que se formara un espacio
libre en la columna para meterme en ella con mi
batería. La gente, aglomerada en las aceras, lloraba,
35
Los soldados no se ponen de rodillas
extendiendo los brazos hacia los soldados. De
repente noté que alguien me tiraba de la manga. Al
volverme vi a una niña de once o doce años, que con
la carita anegada en llanto y la trencita suelta, me
preguntaba: "¿Usted también se va con sus cañones y
nos deja?" Le acaricié los cabellos. No podía hablar.
¿Qué iba a decirle? ¿Que nosotros, los militares,
debíamos acatar las órdenes? No lo comprendería. En
eso se formó un espacio libre en la columna. Subí al
caballo y, montado ya, me incliné hacia la chicuela.
Al fijarme en sus ojazos tuve la sensación de que yo
era un infame. "No llores -le dije-. Volveremos
pronto. Ya lo verás"... Y fuimos hacia el río para
cruzarlo. Iba yo con los ojos clavados en las crines de
mi caballo, sin fuerzas para mirar a los ojos de la
gente, que había salido a despedirnos, a nosotros, sus
defensores...
Laptánov tomó aliento, tragó saliva para deshacer
el nudo que se le había formado en la garganta y dio
unas ávidas chupadas al cigarrillo que acababa de
arrebatar a su vecino.
- Cumplí la palabra dada. Regresé a Kíev más
pronto de lo que hubiera podido imaginar. No había
pasado un mes... Y otra vez nos miraban, parados en
las aceras, mujeres y niños, viejos y adolescentes.
Buscaban entre los prisioneros a sus maridos, padres
e hijos. ¡Con qué compasión nos miraban! Y
nosotros, al igual que entonces cuando
abandonábamos la ciudad, marchábamos cabizbajos.
¡Qué vergüenza nos daba! ¡Qué bochorno! En
septiembre, la gente nos había mirado de otra
manera. Con esperanza, diría yo. A pesar de todo,
éramos combatientes. ¡Pero esta vez nos miraban con
compasión! Creedme, al aproximarnos a la esquina
donde yo había hablado con la chicuela, traté de
ocultarme en el centro de la formación para que ella
no me viese. Temí que me reconociera y me
compadeciera. ¡Ella había tenido fe en mí, había
confiado en que yo volvería pronto con los cañones y
la libraría de los fascistas! Volví, pero sin los
cañones, conducido, rotoso, hambriento, sin el
correaje... Me clavaban el fusil en la espalda,
diciéndome: ¡eh, ruso, muévete!
Laptánov apretó los dientes hasta hacerlos crujir.
Habían pasado desde entonces casi dos años. En ese
tiempo había logrado cicatrizarse en el hombro el
desgarrón ocasionado por un cascote de metralla y
también desaparecer las huellas de las palizas. Pero
esta herida continuaba produciéndole un dolor
insoportable.
- Cálmate, Serguéi -dijo Kalinin, dándole unas
palmaditas a la rodilla-, no te mortifiques...
Pero Laptánov exhaló un grito:
- ¡No quiero calmarme! ¡No! Esa chicuela es para
mí la voz de mi conciencia. No dejo de oírla. La
tengo ante mí. Me mira, y con sus ojazos me
pregunta: ¿Cuándo volverás?, ¿no me has prometido,
acaso, que será pronto?...
III
Marzo no traía calor. Era tan lluvioso y fangoso
como febrero. A Vasili no le abandonaba la
sensación de que todo -el aire la ropa, el colchón, los
pulmones- todo estaba saturado de humedad. Los
Stubendienst estaban extenuados de tanto barrer y
fregar el suelo de las barracas. Ya no lo hacían dos
veces por día, sino casi a cada hora.
Una noche, Kúritsin llamó aparte a Shájov y,
metiéndole en la mano Unos papeles, le dijo:
- Oye, Vasia, esconde bien esto.
- ¿Qué es?
- Ya lo sabrás.
Shájov se encogió de hombros. ¡Qué raro! ¿Por
qué no decía qué clase de papeles eran? Cuando
Tólstikov había traído la octavilla a la barraca, la
leyeron en seguida.
Al notar el desconcierto de su compañero, Nikolái
explicó:
- Mira, no podemos leerlo en presencia de todos.
Primero debemos discutirlo entre nosotros. Yo
mismo no sé de qué se trata. Savva Batovski me lo ha
dado hoy, diciendo que nos han encomendado, a ti y
a mí, la fundación de una organización en el campo.
- ¿Quién lo ha encomendado? Oye, Kolia, no te
metas con los civiles. Acuérdate de cómo fracasó la
huelga del hambre. Y además, yo no conozco a ese
Savva ni él me ha visto nunca a mí…
- Yo le he hablado de ti. A los demás los ha visto
en la fábrica. Es un muchacho que vale. Se nota que
en lo concerniente a la organización, no obra por
propia cuenta, sino que está relacionado con alguien.
Los civiles tienen más facilidades para hacer tales
cosas... En fin, esconde esto lo mejor que puedas...
Los papeles le quemaban el bolsillo a Vasili.
Ardía en deseos de leerlos. Pero se contuvo. Los
escondió bien en el rincón donde los mozos de la
limpieza guardaban sus trapos, escobas y demás
enseres de su sencilla labor.
El sábado, después del mediodía, comenzó a
cambiar el tiempo. El viento dispersó las nubes y, por
vez primera en tantos días, brilló el sol en el ocaso.
El domingo fue un día claro y templado. Los
prisioneros se alegraron de poder calentarse al sol,
con tanta más razón que los domingos no los
llevaban a trabajar.
Por el campo se difundió la orden de poner a secar
en el patio los colchones y objetos de uso personal.
Los prisioneros, diseminados por pequeños
grupos, jugaban a las cartas y al dominó con barajas
y fichas fabricadas por ellos mismos.
Vistos a distancia, los amigos estaban también
plenamente enfrascados en el juego; pero a diferencia
de los demás lo hacían en silencio, reconcentrados,
lanzando de cuando en cuando miradas a su
alrededor.
Shájov leía en voz baja:
"El cautiverio es terrible, pero no deja de ser
36
también una guerra, y mientras se desarrolle la guerra
en nuestra Patria, nosotros deberemos luchar aquí..."
- Es verdad -suspiró Pokotilo.
- ¿No luchamos acaso? -Glújov, indignado, tiró
sus cartas al suelo-. Mientras ellos estaban
componiendo esto, nosotros desplegábamos ya
nuestras actividades.
- ¡Calla! -le atajó Kúritsin, frunciendo el ceño-.
No estás en tu casa. Sigue leyendo, Vasili.
"Todos odiamos a los fascistas y al sanguinario
Hitler. Ese reptil bárbaro y criminal no se contenta
con los horrores que hemos sufrido en el cautiverio
hitleriano. Ha dado a sus soldados la orden secreta de
exterminar a todos los prisioneros de guerra en caso
de retirada de su ejército, pues son demasiado
peligrosos en las regiones ocupadas y representarán
una potente fuerza militar en caso de que la guerra se
desplace al territorio de Alemania..."
- ¿Y cómo quieren que se llame esa organización?
- CFP.
- ¿Qué significa eso? -inquirió Shevchenko,
echando el cuerpo hacia adelante.
- Colaboración Fraterna de los Prisioneros de
Guerra.
- No me gusta.
- A mí tampoco -Tólstikov se apoyó en un codo-.
Yo lo descifraría así: Comunidad Firme de los
Prisioneros de Guerra. Porque eso de colaboración no
me suena...
- ¡Basta de discusiones! -Kúritsin cortó el aire con
el canto de la mano-. Puedes descifrarlo como te
plazca. No es el nombre lo que más importa.
- ¿Y si me gustara llamarla Combatividad Fiera de
los Prisioneros de Guerra?
- ¡Cállate! -Nikolái empezaba ya a enojarse-.
¡Continúa, Vasili!
Además del llamamiento a la unión y a la
fundación de la confraternidad, había una octavilla en
la que se exponía el programa de la CFP. Según él,
en vez de trabajar productivamente en las fábricas de
guerra y otras partes, los cautivos del fascismo
debían realizar una labor de sabotaje que minase el
poderío económico-militar de la Alemania hitleriana.
Más adelante se subrayaba que en contra de la
política nazi, que atizaba el odio racial, era preciso
establecer vínculos estrechos entre los prisioneros de
las
diversas
nacionalidades,
consolidar
la
camaradería y la confianza mutua, prestar toda la
ayuda posible a los heridos y enfermos, a los que
tramaban la evasión de las cárceles y los campos de
concentración, así como a los que se negaban a
trabajar y perpetraban actos de sabotaje. Había en el
programa un párrafo donde se exhortaba a castigar
despiadadamente a los traidores: "Hay que luchar
contra ellos por todos los medios, sin exceptuar la
eliminación por sentencia del tribunal. La vista de la
causa debe correr a cargo de los propios prisioneros".
Los autores del programa conceptuaban como una de
V. Liubovtsev
las tareas más importantes de la CFP el "ayudar a los
trabajadores de Alemania a organizar una
insurrección armada para liquidar el régimen
hitleriano".
Al escuchar el llamamiento, Glújov, Shevchenko
y algunos más se encogieron de hombros y en sus
rostros se dibujó al principio una sonrisa irónica. El
propio Shájov, que leía el documento, no pudo
menos de sentir que todo cuanto se pedía de ellos era
ya realizado en el campo. Bueno, si no todo, mucho
de ello. Se efectuaba sabotaje, se ayudaba a los
enfermos y débiles. Y también se hacía un poco de
propaganda antifascista.
Pero cuanto más profundizaba él en el programa,
más graves iban poniéndose los semblantes de sus
compañeros: las sonrisas se borraron y en los ojos se
reflejó un creciente interés. El programa pasmaba por
su claridad, su magnitud y por los grandes objetivos
que planteaba ante los prisioneros. Se veía que no
eran nada tontos quienes habían redactado ese
documento. Pese a ello, el párrafo donde se hablaba
de ayudar a los trabajadores alemanes a organizar
una insurrección antifascista volvió a provocar
risillas.
- ¡No quieren poco ellos! -comentó Shevchenko-.
Los alemanes no se sublevan por nada del mundo.
- ¿Y "La Rosa Blanca"? -apuntó Kúritsin.
- ¿A qué hablar de la rosa? Si se marchitó antes de
florecer.
- No llegaron a hacer nada más que las octavillas corroboró Glújov.
Se entabló una discusión acalorada: ¿podrían los
alemanes organizar una sublevación o no tendrían el
suficiente valor para llevar a cabo ese cometido? La
mayoría estaba dispuesta a pensar que los alemanes
no se rebelarían, pues eran un pueblo excesivamente
disciplinado y, para colmo, desconfiaban el uno del
otro, tenían miedo. Y la Gestapo sabía trabajar...
- ¡Ea, muchachos, a jugar a las cartas! -dijo con
premura Pokotilo-. Por ahí anda Antón.
Del lado de las barracas venía Shulgá con las
manos a las espaldas. Se detenía ante cada grupo
hasta acercarse a éste. Luego de observar cómo
jugaban exclamó con sorna:
- ¡Eso no es un juego! ¿Al "burro" juegan sólo los
tontos y los viejos. ¿Echamos una partida a los
"puntos"?
Aunque en el cautiverio había aprendido ya
bastante bien el ruso, se empeñaba últimamente en
hablar sólo en su lengua materna, afirmando que
Ucrania era un país "independiente" y que los
ucranianos no seguirían el mismo camino que los
rusos. Shájov le tenía ya por caso perdido: no podría
hacerle cambiar de opinión.
- ¿Jugamos? -repitió Antón, poniéndose en
cuclillas.
"¡Qué demonio te habrá traído!", bufó Pokotilo
para su coleto y, empleando con toda intención un
37
Los soldados no se ponen de rodillas
ruso perfecto, dijo:
- ¿Cómo vamos a jugar contigo si tenemos vacíos
los bolsillos? Tú no jugarás por el solo afán de
entretenerte.
- Oye, ¿a qué nombre respondes?
- Eso se dice de los perros, y no de las personas.
- ¡Así se dice en ucraniano! -replicó Shulgá con
un gesto de obstinación-. ¿Por qué no hablas en tu
lengua materna? ¿No eres ucraniano acaso? ¿La has
olvidado?
- No, no la he olvidado. Ni ellos tampoco -Efrem
señaló con la cabeza hacia Shevchenko, Zaporozhets
y Sávchenko, que estaban sentados junto a él-. Pero
no queremos hablar en el mismo idioma que tú,
porque tú lo has emporcado.
Shulgá pegó un salto, como si una víbora le
hubiese mordido. Quiso pegar a Pokotilo, pero al
encontrarse con las duras miradas de sus
compañeros, giró bruscamente sobre los talones y
siguió adelante, blasfemando entre dientes.
- ¡Eh, tú! -gritó Tólstikov en pos de él bajo las
risas de sus amigos-. ¡No digas palabrotas, porque
Dios te va a castigar!
Kúritsin les interrumpió:
- La sesión continúa. Debemos organizar en el
campo un comité de la CFP, designar a los jefes de
las barracas, crear grupos de cinco o diez muchachos
de confianza y distribuir entre nosotros las tareas.
¿Qué proponéis vosotros?
- ¿No pareceremos unos impostores? -Tólstikov
entornó los ojos-. Como nadie nos ha elegido para
dirigir el comité, viene a resultar que nosotros
mismos nos hemos nombrado.
Shájov se incorporó, y poniendo la mano sobre el
hombro de su amigo, dijo:
- ¿Qué quieres, Iván? ¿Que convoquemos una
asamblea general, elijamos una presidencia y
discutamos la cuestión? ¿Quieres que se propongan
candidatos y se proceda a una votación secreta?
- Déjate de bromas. Lo he dicho sin pensar...
Distribuyeron los cargos con bastante rapidez y
sin discusiones. A Shájov le tocó la dirección de la
labor política entre los prisioneros; a Tólstikov, la
labor entre los extranjeros; a Shevchenko, la
organización de las fugas; a Sávchenko y
Zaporozhets, la del sabotaje; a Kúritsin, la dirección
general del comité y el contacto con el centro de la
CFP. Pokotilo, Glújov y Doroñkin fueron nombrados
jefes de las barracas. Dos de ellos debían trasladarse
a vivir a otras barracas para formar allí un grupo
activo.
Doroñkin, levantándose del suelo, expresó la
opinión general:
- No está mal ideado. Se ve que es obra de
muchachos inteligentes. Quisiera conocerlos.
Por aquel entonces, ni Shájov, ni Kúritsin, ni
tampoco Batovski -el que había entregado a Nikolái
el llamamiento y el programa de la CFP- hubieran
podido decir quiénes eran los autores de esos
documentos, quién había sido el primero en proponer
la fundación de una organización clandestina. No lo
sabían. Sólo al cabo de unos meses Shájov y algunos
de sus compañeros tuvieron la ocasión de conocer a
los organizadores de la CFP.
...En la zona urbana que llevaba el nombre de
Munich-Perlach se encontraba el campo de los
oficiales soviéticos prisioneros. Aquella noche
empezó a acudir gente a la barraca número diez. No
eran muchos. En total, siete o diez personas. Pasaban
al fondo de la barraca e iban a sentarse a una mesa
donde humeaba el té en una gran marmita y había
unas cuantas finísimas rebanadas de aquel sucedáneo
que se llamaba "pan".
Román Petrushel era el "anfitrión". Ese día -9 de
marzo de 1943- festejaba su "cumpleaños". Tal era la
explicación convenida para el caso de que algún
alemán o policía apareciera de repente en la barraca.
Cuando los convidados estuvieron reunidos, el
comandante Karl Kárlovich Ozolin se puso en pie.
Era letón. En el año 1918, siendo todavía un
adolescente, había ingresado en la Unión de la
Juventud Obrera; luego había empuñado las armas
para defender el Poder soviético, llegando a ser, con
el tiempo, comunista y piloto militar. Había
combatido desde los primeros momentos de la
guerra. Al atacar a las tropas alemanas en las
inmediaciones de Perekop, su avión había sido
derribado, y él, lesionado en la cabeza y en un brazo,
había caído en el cautiverio. Aunque había pasado
casi toda la vida entre rusos, Ozolin conservaba el
acento letón.
- Aquí tenemos en borrador el programa y el
llamamiento. Examinémoslos, camaradas...
No eran jovencitos ni cabezas locas, sino hombres
avezados y fogueados en los combates los que,
reunidos en torno a la mesa, se pusieron a estudiar
serenamente y a sopesar cada palabra. Pues sabían
por propia experiencia que una palabra podría mover
a un hombre a realizar una hazaña y otra dejarle
indiferente.
Cada uno de los presentes se había enfrentado
más de una vez con la muerte ya antes de esa guerra.
El teniente coronel Mijaíl Shijert había actuado en la
guerra civil y el comandante Mijaíl Kondenko,
combatido en España. Pero también en esa guerra les
había tocado participar en más de una lid contra los
fascistas.
Hasta las tantas de aquella noche de marzo
estuvieron discutiendo los documentos de la
organización combativa de los prisioneros.
Y al cabo de algunos días, esos papeles fueron
enviados a otros campos de concentración.
Nacía la fraternidad.
Capítulo VI. Las alas se fortalecen al volar.
I
38
Grigori y sus amigos llevaban ya más de un mes
estudiando por las noches el italiano. Serguéi
Laptánov trajo una guía de la conversación para
alemanes que él había robado al asear el cuartel. Dijo
que la había hallado tirada debajo de una mesilla de
noche. El teniente fue precisamente quien insistía en
que sus compañeros estudiaran el idioma.
Y cada noche, arrojados sobre las literas,
balanceándose como péndulos al compás de las
palabras, repetían sin cesar unas frases hermosas. La
guía, destinada a los militares que se encontraban en
un país de aliados y amigos, no contenía, por cierto,
la palabra "guerrilleros". Su vocabulario podía servir
más bien para tratar con los mozos de restorán y
comerciantes o piropear a las muchachas que para
sostener una conversación importante. Pese a ello,
ofrecía algunos conocimientos útiles.
Por el lado de las montañas, los campos y huertos
se extendían hasta casi tocar la alambrada de púas
que circundaba la batería. A últimos de marzo
aparecieron por allí hombres con palas y azadones.
Se pusieron a recoger el follaje de las hortalizas del
año anterior y a cavar la tierra. Uno de ellos, alto y
moreno, amontonando las hojas con el rastrillo, se
acercó a la alambrada. Grigori, en cuclillas junto a su
barraca, estaba fumando un cigarrillo. Acababa de
asear el cuartel.
El italiano gritó algo y, haciendo un guiño al
prisionero, le dio a entender con ademanes que
también deseaba echar un pitillo. Ereméiev sacó del
bolsillo un puñado de tabaco, lo envolvió en un
papelucho y lo arrojó por encima de la alambrada. El
italiano se lo agradeció con una reverencia y una
sonrisa que descubrió sus blancos dientes.
Una idea descabellada pasó por la mente de
Grigori: "¿Y si arriesgo?" Como a propósito, las
palabras necesarias en italiano se le habían ido de la
memoria. Ereméiev le indicó repetidas veces que
esperara y se metió de prisa en la barraca. El hombre
al otro lado de la alambrada se encogió de hombros,
sin poder explicarse qué había emocionado tanto al
ruso ni qué había querido decir.
Grigori sacó de su escondrijo unos cuantos
paquetes de tabaco y un atadijo de calcetines de lana,
sustraídos del depósito. Salió corriendo de la barraca,
enseñó lo que traía al italiano, y luego de mirar a un
lado y a otro, arrojó el hatillo por encima de la
alambrada.
- Entrégaselo a los guerrilleros. ¿Comprendes? A
los gue-rri-lle-ros -repitió silabeando y, para ser más
gráfico, hizo como que llevaba un saco a cuestas-.
Allá, a las montañas...
Extraña fue, sin embargo, la reacción del italiano.
Su sonrisa se borró al instante. El hombre movió la
cabeza, le dio la espalda a Grigori y, rastrillando,
echó a andar hacia el extremo opuesto de huerto sin
volver la cabeza ni una sola vez. No tocó siquiera el
hatillo.
V. Liubovtsev
Grigori quedó estupefacto. Todo se venía abajo.
No había logrado establecer contacto con el italiano,
pues éste se había asustado, evidentemente, nada más
oír la palabra "guerrilleros". "¡Que animal! -profirió
Ereméiev en su fuero interno-. Lo menos que podría
hacer es recoger el hatillo. Ahí está a la vista de
todos, ¡Y no hay manera de recuperarlo!"
Lo más desagradable de aquel suceso era que el
hatillo quedaba tirado junto a la alambrada. Bastaría
que algún soldado pasase por allí para que se
descubriera de inmediato el hurto perpetrado en el
depósito y el hecho de que los prisioneros creaban
con determinados fines reservas de pan seco y
tabaco. Y por el hilo se sacaría el ovillo...
Al anochecer, Grigori refirió a los compañeros su
fracasado intento de entablar relaciones con el
italiano. Sus amigos se alarmaron, pues la cosa olía a
un escándalo fenomenal, que redundaría, sin duda, en
su traslado a otro campo. La noche pasó en una
continua zozobra.
En cuanto el soldado quitó el candado de la puerta
de la barraca (porque los encerraban de noche),
Grigori corrió hacia la alambrada. Con gran alivio
constató que donde la víspera había quedado el
hatillo se alzaba ahora un montón de hojarasca.
¡Gracias a Dios! ¡El hombre lo había tapado!...
El italiano aparecía en el campo cada tarde, con
toda puntualidad, primero para rastrillar y luego para
azadonar. No miraba hacia la batería y al ver a los
prisioneros no les sonreía ni les saludaba siquiera. Al
cabo de una semana no quedó del montón de
hojarasca más que un puñado de ceniza, y entonces por vez primera- el italiano saludó a los prisioneros y
les gritó: Chao! Los muchachos no acabaron de
comprender si el hombre estaba relacionado con los
guerrilleros o si había recogido el hatillo para
apropiárselo. Grigori continuó saludándole, pero no
volvió a hablarle de lo que más le interesaba. ¡Quién
sabía si era él precisamente quien les enlazaría con
los guerrilleros! A juicio de los prisioneros, el
italiano tenía todas las trazas de hombre laborioso:
"¡Mirad cómo se afana! Seguramente viene acá
después del trabajo. Debe de vivir apretado, cuando
no puede desdoblar el espinazo en toda la tarde y
tiene que cavar su huertecito hasta hacerse callos en
las manos. Es dudoso que simpatice con los
fascistas..." Pero tampoco podía echarse una ojeada
al fondo de su alma. ¡Gracias, al menos, que no los
había denunciado! Por cierto, él tenía un motivo
egoísta para callar, puesto que le había caído del
cielo tanto tabaco y medio centenar de calcetines...
En fin, los prisioneros dieron por caso perdido al
vecino y resolvieron buscar otras vías.
II
El Comité llevaba actuando ya más de dos
semanas. Con renovada fuerza se alzó una nueva
oleada de sabotaje. Los dos Dmitris ponían en ello
todo su empeño; hasta era preciso contenerles de
39
Los soldados no se ponen de rodillas
cuando en cuando para que los actos organizados por
ellos no tuviesen un carácter tan manifiesto. Eso
podía poner en guardia a la Gestapo. El Comité
decidió por eso aplazar el incendio de la sección de
moldeo y del depósito de productos acabados hasta el
próximo bombardeo. Si durante el ataque aéreo caía
tan siquiera una bomba incendiaria al recinto de la
fábrica, se podría prender fuego a los lugares
mencionados. Por el momento los cautivos debían
proseguir sus pequeñas actividades subversivas:
cortar las correas de transmisión, inutilizar las
máquinas-herramienta, echar arena en los
lubrificantes y, en el turno de la noche, confeccionar
anillos, boquillas, pulseras y pitilleras para
cambiarlos por productos alimenticios.
Fecunda era también la labor de Tólstikov, que
había logrado establecer un contacto aún más
estrecho con los españoles, franceses y alemanes, y la
de Shevchenko que preparaba la evasión de dos
grupos.
En cambio a Shájov le costaba mucho llevar a
cabo su tarea. Era bastante compleja y difícil. ¡Quién
se atrevería a realizar labor política, cuando hasta las
paredes de las barracas tenían oídos y por decir hasta
en voz baja una sola palabra de la verdad se podía ir
a parar a la Gestapo! Era sobre todo trabajoso luchar
contra Klich y #óvoie Vremia, que los alemanes
traían en abundancia a los campos. De haber sido
unos periodicuchos primitivos, que se manifestaran
plenamente en favor de los fascistas, no habría
costado mucho demostrar qué fines perseguían. Mas,
por lo que se veía, no eran tontos quienes, bajo la
dirección de la Gestapo, editaban aquellas hojas en
Berlín. Los diarios decían a veces verdades, pero
aderezadas con gotitas de veneno; también decían
semiverdades y mentiras bien camufladas, con plena
apariencia de hechos reales. Y todo eso, servido unas
veces con sutileza, otras de manera algo burda, tenía
siempre algún objetivo lejano.
Los prisioneros leían de buen grado aquellos
diarios, no sólo porque les interesaran las novedades
de la prensa, sino también porque no existía ningún
otro material de lectura. Día tras día,
imperceptiblemente, Klich y #óvoie Vremia iban
vertiendo en su alma gotas de escepticismo e
incredulidad.
Shájov y sus compañeros se rompían la cabeza
pensando en cómo neutralizar la influencia de esos
periodicuchos y qué hacer para que nadie los tocara.
Un día él se acercó a un grupo de prisioneros que,
sentados en corro, leían en voz alta el Klich. Se
acomodó junto a ellos y, sin prestar atención a la
lectura, quedó abismado en sus propios
pensamientos.
- ¡Eso está muy bien dicho! -exclamó un hombre
picado de viruelas que se encontraba junto a Vasili-.
A ver, léelo otra vez.
Shájov se estremeció: ¿a qué se refería él?
Era un lector mediocre el que tenía en sus manos
el periódico, pues lo hacía a modo de trabalenguas,
sin observar el ritmo de la poesía.
- ¡Ni que estuvieras leyendo el Salterio! -comentó,
frunciendo el ceño, el hombre picado de viruelas-. A
ver, déjame a mí.
La poesía encerraba la idea de que el pueblo ruso,
magno, inteligente y poderoso, merecía una vida
mejor. Todos los reveses y las dificultades del
período de anteguerra habían sido aprovechados para
presentar las cosas de manera asaz convincente.
- ¿Acaso no es verdad lo que dice aquí? -El
hombre picado de viruelas agitó en alto el periódico-.
¡Todo es muy cierto!
Shájov experimentó el incoercible deseo de darle
un sopapo e insultarle. Le quemaba el disgusto de no
poder hacerlo. Sería inútil. Faltó poco para que, al
comprender su impotencia, prorrumpiera en alaridos.
¿Por qué le habían encomendado esa labor? No se
sentía capaz de realizarla. Si estuviese allí Sazónov...
- ¿Tienes hijos? -le preguntó al hombre picado de
viruelas.
- ¿Qué te importa?
- ¿Estudian?, ¿no es así? ¿Y quién paga a los
maestros? ¿Te curaban los médicos? ¿Y quién les
pagaba? El Estado soviético te aliviaba la existencia,
te ayudaba en todo... ¿Qué eran los aldeanos de ayer?
Unos seres míseros e ignorantes, que andaban con
laptis1 y se morían de hambre porque el cereal no les
alcanzaba hasta la cosecha siguiente. Y ahora no te
pondrías los laptis aunque te obligasen; ahora quieres
calzar botas. Y no tragarías en casa pan sin
mantequilla. Dime, pues, ¿no había mejorado tu
situación?, ¿no daba más gusto vivir? De seguro que
ibas al club, cuando había baile. Si hubieras vivido
mal, no te habrías divertido.
- Anda, continúa la lección -silabeó burlonamente
el hombre picado de viruelas-, no ves que soy tan
ignorante, tan inconsciente...
Vasili estalló:
- Si fueras consciente, no soltarías tanto a la sin
hueso. ¿Por qué denigras al Poder soviético? ¡¿Por
qué elogias los versitos fascistas?!
- No te desgañites, no soy sordo. Ni elogio los
versitos ni denigro el poder. Lo he defendido en
Smolensk, en Orsha y en Viazma.
- Aunque usas bigote, eres un bobo.
- ¡No más bobo que tú! -replicó el hombre picado
de viruelas-. Tú también representas el poder: vives
en una barraca especial, adonde no nos dejan entrar.
Cuando nosotros vamos a la fábrica, tú te arrimas a la
cocina a robar el mejor pedazo. Por lo que se ve, allí
tú no vivías mal, y aquí vives mejor que nosotros.
Pero nosotros no nos vendemos, no somos amigos de
los policías. Así que... ¡largo de aquí, propagandista!
¡No te necesitamos!
1
Especie de abarcas. (N. del trad.)
40
Shájov pensó con grima una vez más que hubiera
sido mejor trasladarse a otra barraca e ir con todos a
la fábrica. Porque entonces nadie le habría echado en
cara tales cosas y él hubiera podido franquearse más
con los prisioneros. Ellos no le habrían temido ni
mirado con tales ojos. Shájov no podía dirigir una
réplica a nadie, ni siquiera al hombre picado de
viruelas, puesto que, en efecto, la administración del
campo le había colocado en una situación
privilegiada, alojándole en la barraca especial.
Pese a ello, el Comité resolvió que Shájov
continuara donde estaba. No le quedó, pues, más
remedio que someterse. Antes hubiera podido insistir
en que le destinasen a trabajar a la fábrica. Pero ya no
era dueño de sí mismo.
Tampoco dieron resultado patente los otros
intentos de impedir la lectura y la discusión de los
periódicos mencionados. Vasili y sus amigos
probaron valerse de las burlas. Se acercaban, por
ejemplo, al que leía en voz alta y, luego de escuchar
un rato, le interrumpían de súbito:
- ¡Oye, amigo, arranca un pedazo de ese papel,
que quiero liar un pitillo!
El que le acompañaba -pues, por lo común, venían
en pareja- empezaba a disuadirle:
- ¿Para qué lo quieres, Vasili? Si no sirve. El
contenido es mierda pura y el papel está satinado, se
inflama y no tiene ningún sabor.
- Es verdad -aceptaba Shájov con fingida
desazón-. ¿Y para qué sirve entonces? Ni siquiera
para el retrete, porque raspa...
- Para allá puede que sirva, si se lo arruga como es
debido.
- Sí, puede que sólo para eso sirva...
Esos diálogos provocaban a veces hilaridad y el
periódico quedaba relegado a un segundo plano. Pero
no todos se mostraban dispuestos a ajarlo de
inmediato; primero, decían, había que leerlo y luego
emplearlo para otros fines.
Estaba claro que la palabra impresa debía ser
combatida con la palabra impresa; había que
proporcionar a los prisioneros otro material de
lectura. Todos querían leer, porque eran personas
instruidas, habituadas a la lectura, yeso precisamente
les faltaba. Si hubieran tenido otra cosa, habrían
dejado de leer esos periodicuchos.
Shájov lo comprendía perfectamente. Mas, ¡qué
se podía hacer en un campo de prisioneros, donde -no
hablemos ya de imprimir o escribir a máquina- hasta
copiar a mano algo era sumamente expuesto! ¿Pedir
ayuda a los "obreros orientales"? Ellos tenían más
libertad y más posibilidades.
Shájov habló al respecto con sus compañeros. El
Comité aprobó la idea de editar octavillas y una
revista manuscrita. Resolvieron difundir entre los
prisioneros los partes de la Oficina Soviética de
Información. Tólstikov se prestó a averiguar a través
de los alemanes el contenido de los mismos y a él
V. Liubovtsev
precisamente se encomendó dar a conocer los partes
a los extranjeros. La copia de las octavillas
destinadas a los prisioneros de guerra corría a cargo
de las muchachas del campo de los "civiles". A
Shájov le encargaron la edición de la revista. El
debía, en los días próximos, ingeniárselas para ir a la
fábrica con los obreros de la cocina que llevaban la
comida en termos. Tólstikov o Kúritsin le pondrían
en contacto con las muchachas que deberían ayudarle
en lo sucesivo.
- Camaradas -Kúritsin se puso en pie-, id
pensando en el nombre de la revista y el contenido de
su primer número. Todas las propuestas... a Vasili.
Tólstikov, fiel a su genio, no despreció la ocasión
para gastar una broma:
- ¿Y el honorario?
- Lo obtendrás -dijo Shájov riendo-. Como caiga
nuestra revista en manos de los alemanes, cada uno
de nosotros tendrá asegurados sus cincuenta
calientes.
- ¡Cómo mínimo! Si no el dogal -corroboró, muy
serio, Pokotilo.
- Las condiciones no son de las mejores, que
digamos -Iván se frotó la nuca-. Prefiero colaborar
gratuitamente y ceder mi honorario a Shulgá...
III
El techo, bajo y abovedado, casi tocaba la cabeza.
A esa hora había poca gente en la cervecería y el
dueño no encendía la luz eléctrica. La escasa claridad
que penetraba por las semiciegas ventanillas no podía
disipar la penumbra reinante en el sótano. Pero a Karl
Zimmet no le hacía falta mucha luz. Sentado ante su
mesita en un rincón apartado de la taberna, sorbía
despaciosamente su cerveza, mientras, entornando
los ojos, daba curso libre a sus pensamientos.
Ese día -14 abril de 1943- cumplía cuarenta y
ocho años. No siempre alegra esa fecha. Sólo en la
infancia ardemos en deseos de ver cumplidos los
siete, los diez, los doce... y de mucho antes nos
preguntamos, soñadores, qué nos regalarán nuestros
padres. En la adolescencia apremiamos también al
tiempo, añorando llegar a ser, cuanto antes, personas
mayores. Mas cuando rebasamos los cuarenta, ya no
nos alegran los cumpleaños. Cada día de esos va
acercándonos más y más a la vejez. ¿De qué
alegrarnos, pues? En esa fecha, haciendo un balance
de la vida, nos remontamos involuntariamente al
pretérito, a los días de nuestra lejana juventud.
Karl se sentía triste. ¡Cuarenta y ocho años!
¡Quién lo diría! Las sienes ya pródigamente
plateadas, el rostro surcado de arrugas, las piernas sin
la flexibilidad de antes. Pensar que ayer aún...
Zimmet se dejó llevar por los recuerdos.
No había sido comunista, pero había tenido
siempre en el alma devoción a la Revolución de
Octubre y al pueblo soviético, la admiración nacida
en las lejanas jornadas del dieciocho. A través de las
escuetas noticias de la prensa había observado con
41
Los soldados no se ponen de rodillas
satisfacción cómo la joven República de los Soviets
iba creciendo y cobrando fuerzas. Cuando Hitler
lanzó contra ella sus divisiones, Karl comprendió que
había llegado la hora de luchar resueltamente contra
el nacional-socialismo. Mas, ¿cómo hacerlo"?
¿Quién se asociaría a él"? Sus antiguos compañeros,
militantes del Partido Comunista, estaban recluidos
en las cárceles y en los campos de concentración.
Muchos de ellos no existían ya, y los que habían
quedado vivos se encontraban en la clandestinidad.
Zimmet comenzó a actuar solo, por su cuenta y
riesgo, sin atreverse a confiar a nadie sus planes. Ya
en junio de 1941 había redactado una octavilla, en la
que se decía que Hess había huido a Inglaterra por
encargo de Hitler para llegar a un entendimiento con
los ingleses y asegurarle a Alemania una retaguardia
tranquila en la guerra contra la Unión Soviética. Más
adelante subrayaba que el fascismo no podría triunfar
en esa guerra.
Redactar el texto fue más sencillo que publicarlo.
Empeñado en hallar a una persona de confianza a
quien pudiera encomendar esa tarea, Zimmet estuvo
dándole muchas vueltas a la memoria, hasta
acordarse, por fin, de Rupert Huber al que había
llegado a conocer en el partido radical-cristiano de
los obreros y campesinos. Huber, dueño de una
pequeña imprenta, odiaba como él a los nazis. Al
enterarse del asunto, vaciló primero; pero luego se
dejó convencer. Al cabo de una semana tenían ya
impresas ciento cincuenta octavillas. El propio
Zimmet comenzó a difundirlas, fijándolas a los
muros de las casas, dejándolas en los tranvías,
tirándolas por las calles. Pero constató con dolor que
aquello daba poco resultado: sus compatriotas,
embriagados por las victorias de las tropas hitlerianas
en el Este, se mostraban ciegos y sordos frente a toda
manifestación de la verdad. Y luchar él solo era
absurdo.
No obstante, Zimmet continuó redactando
octavillas y Huber imprimiéndolas. A Karl le parecía
un crimen permanecer ocioso en momentos de tal
tensión.
A comienzos del año 1942 oyó por radio el
Llamamiento de los líderes políticos y sociales de
Alemania al pueblo alemán. Wilhelm Pieck, Walter
Ulbricht, Johannes Becher, Willi Bredel y otros
luchadores exhortaban a su pueblo a unirse a ellos en
la lid contra el fascismo y el régimen hitleriano. A
Karl le impresionaron en especial estas apasionadas
palabras: "La derrota de Hitler es inevitable, pero ¡ay
de Alemania si él va a ser derrotado sin la
participación de nuestro pueblo! Todo alemán que no
sea cobarde, ni lansquenete hitleriano, ni pancista
indiferente, deberá hallar las fuerzas y el valor
necesarios para servir de ejemplo en la lucha contra
Hitler por la salvación de Alemania".
Zimmet, que no era cobarde ni pancista, odiaba
todo lo vinculado al nombre de Hitler. Comprendía
que no era nada fácil servir de ejemplo. Millones de
compatriotas vivían idiotizados por la propaganda
nazi; en ese país, envuelto en las redes de la Gestapo,
los adversarios del régimen hitleriano no osaban, ni
siquiera en voz baja, expresar su opinión; miles y
miles de auténticos enemigos del fascismo habían
sido ajusticiados o arrojados a las cárceles y a los
campos de concentración; sólo quedaban en libertad
aisladas personas que no tenían ningún contacto entre
sí ni con organización alguna. Estaba claro que
hacían cuanto les permitían sus fuerzas y
posibilidades y que buscaban a tientas compañeros
de lucha. Pero era muy difícil lograrlo.
Karl, ansioso de tener partidarios, restablecía sus
viejas relaciones y entablaba nuevas. Con el oído
pegado al receptor captaba con avidez los partes del
teatro de operaciones militares transmitidos por la
emisora londinense.
Así transcurrió casi todo el año 1942, a finales del
cual cayó en manos de Karl una octavilla escrita a
máquina y firmada por "La Rosa Blanca". Zimmet se
alegró mucho, pues -por vez primera en tantos añossentía que no estaba solo. Se lanzó a la búsqueda de
esa gente para ponerse en contacto con ella; pero la
Gestapo le llevó la delantera. El día de la ejecución
de los estudiantes fue otro día aciago en la vida de
Karl, que añadió unas cuantas hebras plateadas a sus
cabellos.
Cierto es que sus largas búsquedas dieron algunos
resultados. Ya en enero halló a Hans y Emma
Gutzelmann, con quienes había colaborado en el
partido radical-cristiano. Aunque Emma había
rebasado los cuarenta y le llevaba unos seis años a su
marido, entre ellos reinaba la amistad. Su único hijo,
soldado raso, estaba sirviendo en Italia. Hans era
electricista de una fábrica de maquinaria, y Emma,
tenedor de libros de la de grasas nutritivas de
Saumweber.
De buenas a primeras -al cabo de tan prolongada
separación- no supieron de qué hablar. ¿De política?
Era peligroso, pues en esos años muchos habían
cambiado. Pero, por más vueltas que daban en torno
a los sucesos de la guerra y por más que se
empeñaban en limitarse a recordar sólo eventos del
pasado, el presente salía a relucir a cada instante
como la lezna escondida en un saco. Y, cuando se
esclareció que los tres continuaban manteniendo la
misma actitud negativa de antes frente al fascismo,
de sus labios se escapó un suspiro de alivio. Ya
podían hablar con entera franqueza.
- ¿Qué os parece si fortaleciéramos el espíritu
revolucionario traído a Munich por los obreros
extranjeros, y en particular por los prisioneros
soviéticos? ¿Verdad que no estaría mal? -preguntó
Zimmet.
Emma, entretenida en la preparación del café, no
dijo nada. Pero Hans replicó:
- ¿Cómo te representas eso? No es nada fácil.
V. Liubovtsev
42
Karl le ofreció las octavillas. Y Hans,
repasándolas,
leyó
los
encabezamientos:
"¡Alemanes!", ¡"Hasta los más bonzos dudan ya
abiertamente de la victoria", "En el día del
cumpleaños de Adolfo Hitler".
Hans devolvió las octavillas a Zimmet:
- Vaya, vaya, es interesante... ¿De dónde lo has
sacado?
Guiado por el vehemente deseo de que su
compañero admitiera la existencia de toda una
organización antifascista, Karl no confesó que él
mismo había escrito las octavillas:
- No puedo decírtelo por el momento. Más tarde,
quizá. Quédate con las octavillas, utilízalas...
- No hace falta -replicó Emma-. Señor Zimmet,
usted sabe perfectamente en qué tiempos vivimos.
No quiera Dios que ocurra algo. De todos modos
estamos dispuestos a ayudarle.
- Está bien -aceptó Karl-. ¿Tienen ustedes alguna
posibilidad de ponerse en contacto con los rusos?
- Conocemos a uno de los "obreros orientales" repuso Emma-. Se llama Vasili. Trabaja en nuestra
fábrica. Vino aquí dos veces a ayudarle a Hans a
techar el cobertizo. Le ofrecí café y él escuchó la
radio... de Moscú -añadió ella tras un momento de
vacilación-. Pero hace ya lo menos tres semanas que
no lo veo en la fábrica. ¿Estará enfermo?
- Avíseme cuando aparezca por allí. Nos
citaremos. ¿Cree usted que es persona de confianza?
La mujer se encogió de hombros. ¿Cómo podía
saberlo? Mas el lanzarse hacia el receptor y buscar
con tal afán la onda de Moscú, ¿no significaba ya
algo?...
Paulatinamente la casa de los Gutzelmann fue
transformándose en el centro de una naciente
organización. En realidad, ésta no existía aún. El
primero en hablar de ella fue Georg Jahres, un
ajustador de la fábrica Krauss-Maffeil al que Zimmet
había conocido en casa de los Gutzelmann. Al
principio comentaron la situación política y militar
de Alemania, coincidiendo en que el avance de las
tropas soviéticas por el Este y el de las angloamericanas en África, así como los incesantes
ataques de la aviación a las ciudades alemanas habían
despejado bastante las mentes de sus compatriotas.
La derrota sufrida a orillas del Volga había obligado
a los alemanes a pensar en muchas cosas. Era el
momento más propicio para manifestarse e influir
sobre el curso de los sucesos. Uno de los medios más
eficientes era, a juicio de Zimmet, la publicación de
octavillas. Jahres objetó que las octavillas eran sólo
una parte de lo que debía hacerse. Había llegado la
hora de agrupar las fuerzas obreras. Y para eso hacía
falta una organización.
- ¡Justo! -exclamó Zimmet-. Hace tiempo que
vengo pensando en eso.
Al cabo de algunos días volvieron a reunirse,
trayendo ya elaborados los proyectos del programa y
el estatuto. Por el momento eran sólo cuatro, pero se
llamaron "frente": Frente Popular Antifascista
Alemán.
Y ahora, en la semioscura taberna, festejando su
cumpleaños en la soledad, Zimmet constataba que,
de hecho, el frente no existía aún; había una
presidencia integrada por cuatro personas. Eso,
expresado en el lenguaje militar, significaba que
había generales, pero no soldados. No eran un frente
ni una organización, sino tan sólo gérmenes de la
misma. ¡Oh, qué falta hacían hombres de verdad!
Jahres tenía razón: las octavillas, por sí solas, no
bastaban para hacer muchas cosas. No eran todavía la
lucha. Había que organizar y levantar a las masas,
enlazarse con los obreros extranjeros, sobre todo con
los rusos, y entonces podrían asestar un golpe
contundente al nazismo allí, en Munich, y en otras
ciudades del Sur de Alemania.
Zimmet pagó de prisa y salió de la taberna. Estaba
ansioso de acción.
IV
- ¿Qué es el trudodién?2 ¿Cuanto pagan por él?
Grigori maldijo en su fuero interno a ese
suboficial tan curioso y locuaz. Siempre que él iba a
asear su cuarto, le encontraba allí como si hubiese
venido ex profeso del Estado Mayor. Y en vez de
acabar la limpieza en quince minutos, tenía que estar
allí dos horas, porque el otro no le soltaba. Quería
saberlo todo: cómo había vivido Grigori en Rusia, a
qué se había dedicado, cuáles habían sido las normas
vigentes en ese país, sus costumbres y tradiciones.
Tenía que contárselo todo con profusión de detalles,
como si aquél se propusiera publicar un manual.
El suboficial -escribiente u oficinista de la plana
mayor de la batería- era joven, elegante y muy
curioso. Al saber que Grigori era mordvino y
koljosiano (éste no había querido revelar su
verdadera profesión, puesto que un maestro
despertaría más interés y tendría que responder más
que un campesino), el suboficial ordenó que viniese a
asear el cuarto diariamente, después de la comida.
Una vez, Grigori se sintió indispuesto y en lugar de
él se presentó otro. El suboficial no le dejó entrar,
exigiendo que viniese Ereméiev. Los compañeros se
asombraron y dijeron en tono de broma: "El
oficialillo se ha enamorado de ti". Pero Grigori les
rechazaba de mal talante. Ir al cuarto del alemán era
para él cosa en sumo grado desagradable, aunque el
suboficial le daba cigarrillos y pan, y un día le obligó
a tomar un vasito de ron. En ese cuarto, Grigori tenía
la constante sensación de andar sobre un alambre,
como un equilibrista, pues debía estar siempre alerta,
hacerse el simplote que no se interesaba en absoluto
por los asuntos militares, sonreír y dar las gracias por
2
Unidad de medida del trabajo de los koljosianos,
teniendo en cuenta la norma diaria del trabajo y la
calidad del mismo.
43
Los soldados no se ponen de rodillas
las limosnas. Notaba que el alemán jugaba con
astucia, persiguiendo algún fin. ¿Qué querría de él?
Eso quedaba siendo un enigma, que le obligaba a
poner en tensión los nervios cuando se encontraba en
presencia del suboficial.
Poco después de haber fracasado Grigori en su
intento de ponerse en contacto con los guerrilleros a
través del hortelano, el suboficial le dijo:
- Igori -así le llamaba-, ¿quieres ir a la ciudad?
El corazón le dio un brinco. ¡Ah, ahí estaba el
quid!... Sin dejar de pasar el trapo por el suelo,
Grigori articuló con desgana:
- ¿Y qué voy a hacer yo allí?
- ¡Cómo! ¿No te gustaría ver cómo viven los
italianos?
- ¿Para qué? -siguió Grigori en el mismo tono-.
Viven como todos. No se diferencian en nada de los
demás. ¡Vaya una cosa!
- Eres un mujik perezoso. Cuando regreses a tu
hogar y te pregunten dónde has estado y qué has
visto, no sabrás qué responder... A ver, déjalo todo.
Irás conmigo.
Al pasar ante el centinela que custodiaba el
portón, el suboficial le susurró algo al oído. El
soldado sonrió comprensivo. Al llegar a un extremo
de la ciudad, el alemán le metió a Grigori un billete
en la mano, diciéndole:
- Aquí tienes cinco marcos. Vete a esa taberna.
¿Ves el rótulo? Pide una botella de vino y aguarda
allí hasta que yo venga. Volveré dentro de un par de
horas y te esperaré en esta esquina. Tengo una cita,
¿comprendes?
Y se alejó de allí con sonoros pasos.
Grigori se estremeció. ¡Estaba libre! Podía
meterse en cualquier portal, permanecer agazapado
en algún desván hasta que anocheciese, y... ¡a las
montañas que se alzaban a dos pasos de allí! ¡Allí
estaban los guerrilleros! Pero en el acto se sintió
abochornado por haber tenido tal alegría y tales
pensamientos. ¡Cómo iba él a marcharse solo y dejar
abandonados en la batería a sus amigos!... No
obstante, era preciso hacer algo sin pérdida de
tiempo. ¡Por fin se presentaba la ocasión de ponerse
en contacto con los italianos! Naturalmente, era
preciso obrar con prudencia. El hecho de que el
suboficial se hubiera mostrado tan generoso no se
debía a una mera casualidad. Por lo visto, quería
aprovecharle como cebo. A lo mejor, algún enlace de
los guerrilleros, al ver al ruso, mordería el anzuelo,
y... por el hilo se sacaría el ovillo. ¿Habría
emprendido el alemán esa aventura por propia
iniciativa o en cumplimiento de una orden de la
Gestapo? Por algo no había dejado de interrogarle y
sondearle. Había creído que tenía ante sí a un
campesino mordvino zafio que no entendería nada.
Era preciso observar mucho cuidado, tanto en el trato
con el suboficial como con la gente de la taberna.
Allí, seguramente, no faltarían "pescadores"...
Guiado por tales pensamientos, Ereméiev
descendió a la taberna. El local estaba envuelto en el
humo azulado del tabaco. En las mesas había botellas
altas cubiertas de mimbre. Barullo, algarabía, golpes
de dados, voces, carcajadas; todo ensordeció de
repente a Grigori. Tras permanecer un momento en el
umbral, recorriendo con la mirada el recinto, echó a
andar vacilante en busca de sitio. Halló una mesa
desocupada cerca del mostrador. Al instante le
sirvieron una botella de vino y un vaso, aunque no
había pedido nada. "Puesto que la botella está
descorchada, hay que beber", dijo para su coleto.
El vino, ácido y áspero, le produjo de inmediato
un efecto embriagador. Había perdido la costumbre
de beber. Durante un rato quedó inmóvil, observando
al público. Luego sorbió unos tragos más y apartó de
sí resueltamente el vaso. Debía conservar despejada
la cabeza.
El tiempo pasaba. Grigori no sabía qué hacer. ¿Ir
a sentarse a otra mesa al lado de alguien? ¿Y después
qué? ¿Entablar conversación, poniendo en juego
todas las palabras aprendidas? Mas, ¿cómo abordar
lo principal, lo que tanto le interesaba? ¿Decir:
"Póngame en contacto con los guerrilleros"? ¿Y si
resultaba lo que con el hortelano o algo peor? Pues
allí podía estar sentado un agente de la Gestapo. O,
simplemente, un fascista.
Grigori maldecía su torpeza e impotencia. Ahí
estaban los italianos. Podría apostar la cabeza a que
dos o tres de los presentes estaban relacionados con
los guerrilleros. Pero, ¿cómo distinguirlos de los
demás? El tiempo pasaba volando...
Grigori se disponía ya a irse cuando a su mesa se
acercó tambaleándose un mocetón alto y fornido con
el mono embadurnado de cal. Ofreciéndole su vaso,
dijo algo en italiano. Grigori abrió los brazos con
gesto de impotencia, y, hallando con dificultad las
palabras necesarias, dijo en una mezcla de italiano y
alemán:
- Hable, por favor, más lentamente. No
comprendo...
El mozo preguntó en alemán:
- ¿Qué te pasa, Kamerad? ¿Por qué estás tan solo
y tan triste? ¿Dónde tienes a la gachí? ¿En Servia, en
Checoslovaquia o en Polonia?
Grigori esbozó una irónica sonrisa. ¡Vaya! No
parecía ruso, le tomaban por serbio o checo:
- Se quedó en Rusia.
El desconocido miró fijamente a Grigori y le
preguntó en ruso:
- ¿Y tú te has escapado?
Ereméiev quedó atónito. ¡Lo que menos esperaba
era encontrarse allí con un ruso! ¿Y si no lo era?
Pues hablaba con acento extranjero, pero no alemán,
más bien como los ucranianos occidentales, como
Shulgá. ¿Sería de aquellos que habían emigrado en
otros tiempos? No parecía serlo por la edad.
Seguramente sus padres habían huido de Rusia,
44
llevándoselo a él cuando era todavía muy pequeño.
Por lo demás, ¿a quién no contrataban los alemanes
de entre la gente de la más baja estofa? La cosa iba
de mal en peor. Primero, el suboficial, y ahora éste...
Bueno, jugarían al gato y al ratón...
- Soy del campo de concentración. Un suboficial
me ordenó que le acompañase para llevarle algunas
cosas a su señorita. Le daba reparo ir cargado. Se
quedó con la señorita. Y en esos casos, como
comprenderá, el tercero está de más. Me dio cinco
marcos y me mandó que le esperara para regresar
juntos al campo. Y tú, ¿quién eres?
- ¿A qué se debe la generosidad de tu suboficial? Los ojos del mozo taladraban, escrutadores, a
Grigori.
- ¿Cómo quieres que lo sepa? -Ereméiev, ya más
tranquilo, iba entrando en su papel-. No me da
explicaciones. Me ordena, y yo cumplo la orden.
- ¡Qué obediente! -comentó con sarcasmo el
desconocido-. Se ve que estás bien amaestrado.
- ¡Vete... sabes adónde! ¿Quién eres tú para
hablarme así?
El mozo optó por dejar sin respuesta la pregunta:
- Bueno -dijo en tono conciliador-, no te engalles.
¿Piensas evadirte o qué?
Comprendiendo que no tenía nada que perder,
Grigori se dijo: "¡Sea lo que sea!" En fin de cuentas,
si sucedía algo, nadie más que él sufriría las
consecuencias. ¿Y si el mozo aquel era justamente la
persona a quien él buscaba? Sin embargo, Grigori no
se apresuró a descubrir sus intenciones. Por si acaso,
se hizo el tonto:
- Quisiera fugarme, pero, ¿a dónde ir?
- A las montañas, con los guerrilleros.
Grigori, con un ademán de impotencia y franca
desazón, objetó:
- ¡Cualquiera los encuentra allí! Es lo mismo que
buscar el viento en el campo.
- ¿Y si te enseño el camino?
El Ereméiev de ayer se hubiera abalanzado a él
con un jubiloso "¡Vamos!" Pero el de hoy sabía ya
contenerse. Movió la cabeza con fingida
desconfianza:
- Hablas por hablar. .. Dime primero quién eres.
- Si vas a saber mucho, envejecerás antes de
tiempo... Llámame Kiril o Kirchó... ¿En qué
quedamos? ¿Quieres que te enseñe el camino?
- Tengo que pensarlo y consultarlo con mis
amigos.
- Bueno, consúltalo. ¿Tienes muchos amigos?
- Bastantes -repuso Grigori por no concretar.
Kiril, sonriendo anchamente, le dio unas palmadas
al hombro:
- Eres cauto... ¿Cómo te llamas?... ¿No temes,
Grigori, que yo te denuncie? ¿Y si yo trabajo para
ellos y me dedico especialmente a la caza de sujetos
como tú?
Eso sacó de quicio a Ereméiev.
V. Liubovtsev
- ¡Oye, tú! -dijo, poniéndose en pie-. Ya estoy
curado de espanto. ¿Comprendes? Bueno, tengo que
irme. El suboficial debe de estar esperándome ya.
- No lo tomes a mal. La cosa es seria. Puede
costarte la vida. Y tú te pones a hablar de la evasión
y de los guerrilleros con el primero que se te cruza en
el camino. A ese paso puedes caer en la trampa y
arrastrar allá a tus amigos... No le cuentes nada al
suboficial ni vuelvas a aparecer por aquí. En cuanto a
la evasión, lo pensaremos y te avisaremos. Quédate
aquí unos minutos más. ¡Hasta pronto, Grigori!
Luego de saludar con la cabeza al tabernero, el
mozo salió de prisa. Grigori sonrió comprensivo: era
la conspiración.
Apenas Ereméiev hubo llegado a la esquina,
apareció el suboficial cargado de bultos y paquetes.
- ¿Hace mucho que me esperas, Igori? -preguntó,
escudriñándole desconfiado.
- Sí, lo menos una media hora -mintió Ereméiev-.
Pero no en la esquina, sino en ese portal. Me daba
miedo de que me detuvieran.
Le abrumaba la sensación de que el alemán había
estado acechándole y vigilándole desde algún
escondrijo.
El suboficial le entregó los paquetes y echaron a
andar en dirección a la batería. Otra vez comenzó a
acosarle a preguntas: si le había gustado la taberna,
qué había visto allí. ..
Ereméiev se hizo el tonto:
- ¡Bah! No merecía la pena haber ido allá. El vino
era una porquería, posca pura. En mi tierra, hasta la
cerveza es más espirituosa. Aunque me bebí toda una
botella no sentí el menor efecto en la testa. Y los
italianos… ¡qué alborotadores son! Diez personas
hacían más ruido que una aldea entera. En mi tierra,
cuando los mordvinos beben, se están muy serios,
conversando plácidamente, sin alzar la voz. En
cambio éstos gritan y gesticulan como los monos.
- ¡Tienes razón, mujik! -el suboficial rompió a
reír-. Los italianos son verdaderos monos. En cambio
las chicas, hay que reconocerlo, son una delicia, muy
entendidas en el arte del amor. ¡Saben unas cosas!
Pero eso mientras son jóvenes. Luego se convierten
en brujas gordinflonas. -Y cesando de reír, bajó de
pronto la voz-: Dentro de unos días irás de nuevo
conmigo a la ciudad. Debes conocer sin falta a los
guerrilleros...
- ¡Pero qué dice usted, señor suboficial! ¿Es una
broma? -Ereméiev retrocedió asustado-. ¿Para qué
los necesito yo? ¿Acaso hay guerrilleros en esta
ciudad?
- Sí -repuso disgustado el suboficial-, los hay en
todas partes. Creo que aquí todos son guerrilleros.
Sólo fingen ser neutrales... Debes ponerte en contacto
con ellos, y tú y yo nos iremos a las montañas.
- ¡Cómo! -Grigori se mostró horrorizado-, ¿a qué
vamos a ir allá?
- ¿Qué te pasa? ¿.No quieres la libertad?
45
Los soldados no se ponen de rodillas
- ¡La libertad! Si caigo en manos de los
guerrilleros me obligarán a combatir. Y en el
combate pueden matarme. Ya lo sé; casi me morí de
miedo en la guerra.
- ¿Prefieres quedarte en el campo, tras la
alambrada?
- Por supuesto. Allí, gracias a Dios, me dan de
comer y estoy bajo techo. ¿Qué más quiero?
- ¿Y no sabes tú, pedazo de alcornoque, que en
cuanto las tropas anglo-americanas desembarquen en
Italia, nosotros tendremos que fusilaros a todos
vosotros? -dijo el militar en tono de amenaza-. A eso
va la cosa. ¿Te rascas la nuca? ¡Ah! Decide, pues,
qué te conviene más: ir con los guerrilleros o recibir
aquí, en el campo, un balazo en la frente. Puede que
en las montañas quedes con vida; pero aquí...
despídete de ella.
Y aflojando el paso, procedió a inculcar su plan a
ese "pedazo de alcornoque". Los asuntos de los
alemanes iban de mal en peor. Les presionaban en
Rusia y en África; de un momento a otro tendría
lugar un desembarco de tropas en Italia. El, Otto
Gotzke, no era comunista ni capitalista. La política le
importaba un bledo. El quería vivir. Y si Ereméiev se
relacionara con los guerrilleros y los dos llegaran a
las montañas, el ruso debería confirmar allí ante los
jefes de los sediciosos que Gotzke se había portado
bien con los prisioneros y que, siendo enemigo de la
guerra y de Hitler, le había sugerido a Grigori la idea
de evadirse. Otto podría ser útil a los guerrilleros,
pues trabajaba en la plana mayor: él les
proporcionaría algunos documentos y les contaría
muchas cosas. No quería luchar contra los alemanes,
no; pero tampoco estar en ningún combate. Que le
ayudaran solamente a trasladarse a Suiza. Allí
esperaría el fin de la guerra...
Grigori le escuchaba con una sonrisa aflorada a
las comisuras de los labios. Por suerte, anochecía ya.
¡Qué astuto el alemán! ¡Cualquiera adivinaría de
buenas a primeras cuánta verdad y cuánta mentira
contenían sus palabras! Aunque él pensaba de veras
evadirse de allí, no correría ningún peligro al confiar
sus planes al prisionero. Ya podía el ruso irse de la
lengua, nadie se lo creería. Siempre confiarían más
en el suboficial. Y éste escurriría el bulto so pretexto
de que había querido descubrir los vínculos de los
guerrilleros...
- Mira, Igori, no le digas nada a nadie -advirtió a
unos pasos del portón-. Si te preguntan, diles que
hemos ido de compras.
Está claro que, al llegar a la barraca, Ereméiev
refirió lo sucedido a sus amigos. Las opiniones
divergieron. A quicio de Laptánov y Orlov, el
suboficial era a todas luces un provocador. Pero
Kalinin, Beltiukov y Pável Podobri, un fornido
marino que se había incorporado al grupo, estaban
dispuestos a creer que él planeaba realmente una
evasión. Las ratas son las primeras en abandonar el
barco averiado, aunque éste se mantenga aún a flote.
Las palabras de Kiril fueron como un tenue rayito de
luz en la oscuridad. Mas, ¿cuándo idearían algo para
sacarles de allí?
Al día siguiente, mientras aseaba el cuartel,
Grigori advirtió que un soldado jovenzuelo, casi un
niño, se volvía a cada rato para mirarle fijamente. ¿A
qué se debería eso? Parecía ser el mismo que la
víspera había custodiado el portón.
Ereméiev salió a la terracilla con el balde para
echar el agua sucia. En pos de él se asomó
sigilosamente el jovenzuelo y, arrojando furtivas
miradas a los lados, dijo con premura:
- ¡Ten cuidado, ruso! El suboficial es malo. ¡Muy
zorro!
Para ser más gráfico, se puso a husmear como un
perro que sigue el rastro de alguien, y se llevó la
mano a la oreja como para oír mejor. Luego pegó el
índice a los labios, hizo un guiño y retornó al cuartel.
El sábado por la tarde, el suboficial volvió a llevar
a Ereméiev a la ciudad. En la misma esquina le dio
dinero y se fue.
Grigori, sentado en la taberna frente a su botella
de vino, miraba a la gente con la esperanza de ver a
Kiril. Pero no le vio.
Al pasar ante él en dirección al mostrador, un
mozo alto y guapo enganchó con el pie una silla y la
hizo caer ruidosamente. El muchacho se inclinó,
sonriendo confuso y mientras levantaba la silla,
preguntó en un alemán chapurreado:
- ¿Te llamas Grigori?
Ereméiev asintió con la cabeza.
El mozo le echó en cara en un rápido susurro:
- ¿A qué has venido? Kirchó te ha dicho que no
aparezcas por aquí. Vete y espera a la persona
encargada de avisarte.
Grigori no le entendió. Quiso preguntar, pero el
mozo le había dado ya la espalda y chanceaba con el
tabernero. Tras permanecer unos minutos más y
cerciorarse de que nadie le miraba, Ereméiev se
levantó dejando el dinero debajo del vaso. Pero no
había llegado a la puerta, cuando el dueño de la
cantina le dio alcance y, ofreciéndole la vuelta, gritó
en italiano, atronando el recinto:
- El señor debe de ser el conde de Monte Cristo
disfrazado, porque es tan generoso: paga por una
botella de vino el triple de lo que cuesta.
Y mientras la gente reía, él añadió bajito, esta vez
en alemán:
- Espera, camarada. Ya te dirán cuándo...
Esperar en aquella silenciosa calleja era, en el
mejor de los casos, una insensatez. Grigori se metió
en el primer portal, desde donde podía observar la
entrada de la taberna y la esquina donde habría de
encontrarse con el suboficial. Los minutos se
arrastraban con una lentitud abrumadora. Grigori
lanzaba impacientes miradas a la puerta de la
taberna, por donde, según le parecía a él, debía de
46
aparecer la persona que le diría cuándo y cómo
podrían verse, qué sería preciso hacer.
El tiempo pasaba. La puerta de la taberna se abría
y cerraba con ruido. La gente entraba y salía, pero
nadie se acercaba a Grigori. Entonces él tomó la
determinación de salir de su escondrijo y permanecer
a la vista de todos. Eso tampoco dio resultado. El
hombre se puso nervioso, porque el suboficial debía
regresar de un momento a otro y el enlace no
aparecía...
Gotzke notó en seguida la inquietud y el
abatimiento del prisionero.
- ¿Qué te pasa? -preguntó.
- Nada -repuso Ereméiev, sombrío-. Tengo
miedo...
- ¿Has hablado con alguien?
- ¿Cómo podía yo hablar, si allí no había más que
italianos de toda ralea? Paliqueaban en esa jerga que
yo no entiendo. Me ofrecieron vino. Pero a mí no me
gusta, porque me produce flato...
El suboficial no ocultó su desazón:
- ¿Por qué no les hablaste en alemán y no les
dijiste que eres un prisionero ruso? Muchos de ellos
han aprendido a hablar en nuestro idioma y lo
dominan tan bien como tú.
- Yo intenté hacerlo; pero me recibieron con
risotadas, y al chocar los vasos sólo gritaban: Chavo,
chavo!
- Chao! -bufó Gotzke, corrigiéndole-. Es como
decir: ¡Salud!
- Temí pronunciar la palabra "guerrilleros". ¿Y si
me agarraban y me llevaban a la policía?
- No te hubieran agarrado. Todos los de aquí se
las entienden con los guerrilleros… Bueno, lo
intentaremos la semana que viene...
Aquella noche, en la barraca, los compañeros se
pasaron un rato largo descifrando las palabras:
"espera, te avisaremos". ¿Significaban que Ereméiev
tenía que haber esperado al enlace junto a la taberna?
En tal caso, ¿cómo entender la advertencia de que él
no debía aparecer por allí? ¿Dónde, pues, esperar?
¿O esas palabras iban dirigidas a todos sus
compañeros: "Esperad y preparaos; nosotros os
tenemos presentes y os ayudaremos"?...
A los dos o tres días, el italiano que había
sembrado patatas en el huerto hizo señas a Grigori
para que se acercase a la alambrada.
-Esta noche vendrán. Aquí -dijo indicando a la
cerca-. Estad preparados...
Ereméiev no cabía en sí de júbilo. ¡Por fin!
Hubiera querido darle un abrazo al italiano, pero el
hombre estaba al otro lado de la alambrada y, como
si no hubiese ocurrido nada, mullía afanosamente la
tierra con el azadón.
Aquella noche se acostaron vestidos. En la
barraca reinaba un silencio embarazoso. Permanecían
atentos a cada ruido. Los alemanes no apostaban
centinela a la puerta, sino que la cerraban por fuera
V. Liubovtsev
con candado. Una reja de alambre de púas recubría
las ventanas, pero los prisioneros se aseguraron la
salida, dejándola sujeta, sólo para aparentar, con unos
cuantos clavos.
La medianoche se aproximaba, y los guerrilleros
no aparecían. En vano los observadores asomados a
las ventanas aguzaban el oído y escudriñaban en la
oscuridad. Todo estaba sumido en el silencio.
De pronto aullaron las sirenas de la estación. En el
cielo, a gran altura, zumbaron motores. Los
antiaéreos repiquetearon. Ya antes Udine había sido
objeto de bombardeos, durante los cuales,
aprovechando la confusión reinante, los cautivos
hubieran podido evadirse. Pero esa incursión aérea
resultaba del todo inoportuna. Los guerrilleros
podrían aplazar la operación. Y los prisioneros,
preparados ya para la evasión, no querían
postergarla. Tras deliberar el asunto, resolvieron
tomar la iniciativa y salir al encuentro de los
guerrilleros.
Habiendo escapado por las ventanas, los
prisioneros, avanzando a rastras, pegados a la tierra y
salvando la distancia a cortas carreritas, llegaron
hasta la alambrada. No disponían de tijeras, pues no
habían tenido dónde cogerlas; y además habían
confiado en la ayuda de los guerrilleros. Pero no
podían esperar más. Se quitaron las guerreras y los
capotes, envolvieron las manos en pedazos de paño y
procedieron a abrir un paso en la alambrada. Al cabo
de unos minutos estaba hecho. Los fugitivos salieron
por él y se arrastraron por el patatal, seguros de que
toparían, de un momento a otro, con los guerrilleros.
Pero éstos no aparecían. ¿Qué hacer? ¿Permanecer
tendidos allí hasta que acabase el bombardeo? Era
peligroso e insensato. Ya que estaban al otro lado de
la alambrada, debían irse. Pero los guerrilleros
podrían pasar de largo sin verles...
Estos pensamientos abrumaban a Grigori. Por sí
solo venía a resultar que él era el cabecilla, el
organizador de la fuga. Pues había transmitido a la
gente las palabras de Kiril y del vecino italiano.
Todos le miraban ahora ansiosos de saber qué diría y
adónde les llevaría. Pero él, tendido en el blando y
mullido suelo, no sabía qué hacer: no se le ocurría
nada. ¡Si al menos supieran por dónde debían
aparecer los guerrilleros! Si no, ¡cómo buscarlos en
la oscuridad! Pero el tiempo apremiaba. ¡Hala, a las
montañas!...
Poniéndose en pie, ordenó bajito:
- ¡Dispersaos! Id en cadena y no perdáis de vista
el uno al otro.
La templada noche meridional se los tragó.
Capitulo VII. Las cuentas comunes.
I
Shulgá estaba preocupado. Hacía ya unos días que
andaba de mal humor. Ni siquiera jugaba a las cartas,
de las que antes no había podido prescindir ni una
47
Los soldados no se ponen de rodillas
sola tarde. Lúgubres pensamientos embargaban todo
su ser. El jefe político del campo le había llamado
días antes para darle a entender sin ambages que la
administración estaba muy descontenta de él y de los
demás policías. No cabía duda de que entre los
prisioneros había agitadores y bullangueros
bolcheviques. ¿Cómo explicar, si no, hechos como el
fracaso de la campaña de alistamiento de los
prisioneros al ejército del general Vlásov, la evasión
de dos cautivos a los que, dicho sea de paso, no
habían podido encontrar, el número creciente de
fallas en la fábrica, la disminución del rendimiento
del trabajo y el empeoramiento de la calidad de la
producción, el incendio del depósito y la destrucción
completa por el fuego de la sección de moldeo? Aun
suponiendo que el siniestro hubiera sido provocado
por una bomba incendiaria, y la evasión perpetrada
sin la ayuda de otros prisioneros, los actos de
sabotaje y la propaganda antivlasovista no podían ser
fenómenos casuales. Si el señor Shulgá le tenía algún
apego a la vida y no deseaba ir a reunirse con sus
antepasados, que cumpliese su obligación y
descubriera a los alborotadores. Se le garantizaba,
por supuesto, la ayuda necesaria...
¡Descubrir a los alborotadores! ¡Qué pronto se
dice eso! Nadie llevaba escrito en la frente lo que
pensaba. Todos miraban como lobos.
Antón comenzó a rabiar contra los prisioneros. En
el fondo, no era un hombre vil, ni ruin, ni vengativo.
Se distinguía más bien por su carácter suave y
benigno. Su único deseo era que no le tocaran a él,
que le dejasen en paz; su única ambición, volver a
casa y recibir un terreno... no importaba de manos de
quién: de los alemanes o del Poder soviético. Pero
después de la conversación sostenida con el
representante de la Gestapo, Shulgá comprendió que
la vida apacible había acabado. Si él no hacía nada, el
alemán cumpliría la amenaza. Y Antón empezó a
mirar con creciente odio a los prisioneros, por culpa
de los cuales ponía en juego su propia vida. ¡Otros
enturbiaban el agua, y él debía pagar el pato!
Una tarde, Shulgá le dijo en tono irritado a
Shájov:
- Los alemanes son tontos. Primero nos abofetean,
nos matan de hambre, se burlan de nosotros, y luego
quieren que los prisioneros les aprecien y no se
rebelen. Ellos mismos han cometido el yerro, y ahora
se arrancan los pelos...
- Después de todo, Antón, tú no has comprendido
nada -dijo Vasili rompiendo a reír-. ¿Crees que si
ellos alimentaran a los prisioneros con embutidos
hasta la hartura y que si el comandante le estrechara
la mano a cada uno por las mañanas, preguntándole
cómo ha descansado, la gente les tendría afecto a los
fascistas?
- ¡Claro!
El hombre no dudaba de que el buen trato y la
buena comida hubieran dispuesto a los prisioneros en
favor de los hitlerianos.
Shulgá y sus policías andaban husmeando por las
barracas. Y aunque el tiempo pasaba, ellos se
hallaban tan distantes de la meta como el día en que
el jefe político del campo le encomendara a Antón la
tarea de descubrir a los alborotadores. El miedo
mezclado con la irritación contra los prisioneros, por
culpa de los cuales se veían privados de la paz y el
sosiego, les impulsaba más y más a echarse
furiosamente con palos sobre aquéllos. Antes no
hubieran osado pegar a nadie, se habían limitado a
los gritos. Pero ahora hacían uso de los puños y de
las porras de goma. Tomaban el ejemplo del nuevo
jefe de la policía del campo, un sargento
achaparrado, al que los prisioneros habían puesto el
mote de "Waschen", porque desde el primer
momento, siendo un ferviente defensor de la
limpieza, propinaba bofetadas y puntapiés a quienes,
según él, no se habían lavado bien la cara y las
manos al regresar del trabajo. Y puesto que al
mandarlos al lavabo no hacía sino rugir una palabra:
"Waschen!", ésta le quedó de apodo. "Waschen" se
ensañaba tanto con los cautivos como un año y
medio antes los alemanes en los campos de
concentración de Ostrow Mazowiecki y en la
fortaleza de Deblin. Viéndole a él, los demás policías
se animaron.
El Comité decidió poner fin a ello. No podían
tocar por el momento a "Waschen": pero a los
policías había que darles una buena lección. En la
casa de baños vapulearon de lo lindo a Shulgá y a
otro, advirtiéndoles que si osaban alzar la mano
contra alguien lo pagarían con la vida.
Shulgá, que después de aquel baño tuvo que
guardar cama un par de días, se quejó a Shájov,
diciéndole que se encontraba entre la espada y la
pared. Si desobedecía a "Waschen", las pasaría mal,
y si le obedecía, también, pues sería liquidado por los
propios.
Vasili se alegró del mal ajeno:
- ¿Y qué te dije yo en Moosburgo? ¿No
asegurabas tú que jamás blandirías la porra ni
tocarías a nadie?
- Sí, pero entonces todos eran mansos -gimió
Antón-. ¿Cómo podía yo saber que las cosas
tomarían tal cariz?
- Yo te lo dije, pero tú no me creíste. Te lo
advertí, no me hiciste caso. Bien merecido lo tienes.
Dime, ¿quién es más fuerte: los alemanes o nosotros?
Incluso aquí tras la alambrada. Tú, Antón, les temes
ahora más a los prisioneros que a los alemanes. ¿No
es así? Pues ten presente que todo camino, largo o
corto, comienza por el primer paso. Tú has tomado
un mal camino, has dado un paso falso. La felonía en
lo grande se inicia por lo pequeño. ¿Recuerdas cómo
en Ostrow Mazowiecki te lanzabas a atrapar la patata
y apartabas a los demás a empujones para comértela
tú solo? Por allí comenzó la cosa… ¡Ay, Antón,
48
Antón! No hablo ya de mí... ¡Cuánto empeño han
puesto en ti Mijaíl, Grigori, Lionia! Pero tú...
- ¿Qué debo hacer, Vasili? ¡Enséñame! -La voz de
Shulgá denotaba pavor y súplica.
- ¡Hazte persona! Tú no puedes ya renunciar a tu
empleo. Pero al llevar puesto el brazalete de policía
trata al menos de no ser una fiera, sino un ayudante y
compañero nuestro...
La lección fue provechosa: los policías se
amansaron. Al tratar de dispersar a una multitud de
prisioneros, gritaban y gesticulaban con redoblada
energía, pero no tocaban a nadie. En cambio
"Waschen" le tomó gusto a la cosa. Repartía a diestra
y siniestra bofetadas, torniscones, cogotazos y
puntapiés, afanándose de tal manera, que la víctima
debía ser trasladada en estado de desmayo a la
enfermería. El sargento alemán era un especialista en
asestar golpes al vientre, al estómago, y al cuello,
entre el mentón y la clavícula. Los médicos se
indignaban. Tremba decía que estaba dispuesto a
estrangular con sus propias manos a ese sádico. En la
enfermería había ya no menos de veinte víctimas de
"Waschen".
El Comité de la CFP decidió tomar la medida más
extrema: exigir el despido del sargento y organizar
una huelga de hambre, así como la renuncia al
trabajo. Sería una manifestación arriesgada, pues los
alemanes podrían interpretarla como una franca
rebelión. Y aún era pronto para rebelarse, además de
que la acción debía ser aprobada por el Consejo
Central de la CFP.
Al anochecer, antes del fin de la jornada, Kúritsin
trocó su vestimenta por la de un "oriental" y se
incorporó a las filas de los obreros civiles. No era la
primera vez que lo hacía. Arriesgaba poco, pues sería
dudoso que los soldados de la escolta advirtieran su
presencia en una columna formada por trescientas o
cuatrocientas personas. Y menos aún porque tanto los
"orientales" como los civiles iban igualmente
embadurnados de tierra y hollín. Sólo se
diferenciaban por el atuendo. En el campo, Nikolái
buscó a Savva y le contó lo que pasaba. Este quedó
pensativo.
- Ven -dijo por fin-. Te presentaré a una persona.
Allí hablaremos...
En una de las barracas, un mozo apuesto, garrido,
de mirada franca y alegre, se levantó de la litera para
ir a su encuentro. Aunque llevaba puestos una
chaqueta sencilla, raída, que le quedaba estrecha en
los hombros y un pantalón fulero que se abombaba
en las rodillas, Kúritsin advirtió en seguida su porte
militar. El apretón de manos fue enérgico y seguro.
- ¿Conque tú eres Kúritsin? He oído hablar de ti y
de tus compañeros. Obráis con audacia… Me llamo
Iván. Iván Korbukov. Mucho gusto...
Después de escuchar a Nikolái, dijo cortando el
aire con el canto de la mano:
- ¡Bien, muchachos! Aunque el momento no es
V. Liubovtsev
muy apropiado para llevar a cabo esta acción, creo
que hay motivos de sobra para darles un pequeño
susto a los fritzes. Vosotros, Savva, apoyad a los
compañeros... ¡No, tú no me has comprendido!
Vosotros no debéis emprender ninguna acción, pues
podría despertar sospechas. Y además, vuestro
campo no está preparado para ello. Me refiero a otra
cosa. Cuando los prisioneros de guerra se nieguen a
salir al trabajo, vosotros allí, en la fábrica,
explicadles a los alemanes honestos, a los franceses y
españoles, a qué se debe ello. Cread la opinión
pública... Y vosotros, Nikolái, actuad. Os lo autorizo
en nombre del Consejo... ¡Pero no exageréis la nota!
Dominaos. No os dejéis provocar. Evitad las peleas...
Aquella noche Kúritsin conversó largamente con
él. Iván Korbukov le hizo muchas preguntas sobre la
situación reinante en el campo, el estado de ánimo de
los prisioneros y la labor efectuada. Aunque era una
persona comunicativa, no habló casi nada de sí
mismo; sólo dijo que había sido primer teniente del
servicio técnico, y que después de caer prisionero y
evadirse, se encontraba en una situación de
clandestinidad. Y nada más. Kúritsin supo por boca
de Batovski este pequeño detalle de la biografía de
Iván: que era uno de los primeros constructores de la
ciudad de Komsomolsk del Amur, adonde había ido
siendo muy joven aún y respondiendo a la llamada
del Komsomol...
Dos días después, el campo de los prisioneros se
transformó en una colmena revuelta. Aunque hacía
tiempo que el gong había sonado llamando a recibir
el café y el pan, nadie salía de las barracas. La gente
permanecía tumbada en las literas como si no hubiese
oído nada. El jefe de la cocina corrió alarmado a dar
cuenta de ello al comandante. Este ordenó a los
soldados y a los policías que echasen de las barracas
a los prisioneros, les obligaran a formar filas y los
llevasen al trabajo en ayunas. Pero por más que se
afanaban los alemanes, no lograban desalojar a los
prisioneros. Cuando después de vaciar un edificio,
los soldados se dirigían al siguiente, los prisioneros
quitaban de en medio a los policías y volvían a
meterse en su barraca y tumbarse en las literas. El
comandante, enfurecido, pidió refuerzos y mandó
traer a los perros. Los fieros mastines y los soldados
de los "SS" enviados a ese fin no anduvieron con
miramientos y, al fin y a la postre, lograron reunir a
los prisioneros en la plaza.
Ante la formación, custodiada con armas
automáticas y perros, se presentó el comandante
acompañado de oficiales y un intérprete. Llevaba en
las manos un papel.
- Oigan, señores camaradas -empezó con relativa
tranquilidad y hasta con un dejo de ironía-, ustedes
han osado expresar su descontento respecto a la
personalidad y actividades del sargento Strumf.
Lamento mucho tener que ocasionarles un disgusto a
ustedes, pero a mí, personalmente, él me agrada y
49
Los soldados no se ponen de rodillas
estimo que cumple excelentemente con sus
obligaciones...
La tranquilidad iba abandonándole. Gritaba ya,
quebrándosele la voz en chillidos. Blandía el puño
que oprimía el papel. El intérprete reproducía no sólo
sus palabras. Hablaba con el mismo enardecimiento
que su amo. Al principio había adoptado, como éste,
un tono algo burlón, pero luego su rostro se inflamó,
los ojos se le inyectaron en sangre, y él se puso
también a gritar.
- En este papelucho fijado a la pared de la cocina,
vosotros, perros sarnosos, habéis osado presentar
algunas demandas. ¡Da risa pensar que os vengáis
con demandas! ¡Cochinos! ¡No sabéis, acaso, que por
solo decir "¡exigimos!" yo puedo fusilaros a todos,
hasta el último. ¡Vosotros no podéis más que pedir
sumisamente! El sargento Strumf quedará en su
puesto y yo gestionaré ante el mando para que se le
condecore por su esmero y lealtad. Vosotros iréis
ahora mismo al trabajo. Y en castigo por lo sucedido
os quedaréis sin comida durante dos días. ¡Todos!
¡Pero ya averiguaré quiénes son los promotores!
¡Con mis propias manos los ahorcaré aquí, en el
travesaño del portón! Y ahora, -¡izquierda, mar!
A Shájov se le oprimió el corazón. ¿Será posible
que todo hubiera fracasado, que las filas delanteras se
pusiesen en marcha? No, no debían, pues allí se
encontraban
Kúritsin,
Tólstikov,
Pokotilo,
Shevchenko, Zaporozhets y otros muchachos de
confianza...
La columna no se movió, como si hubiese echado
raíces en la tierra. Los alemanes separaron unas
cuantas filas delanteras y las empujaron con las
armas automáticas hacia el portón. De repente, los
prisioneros -Shájov advirtió entre ellos los capotes de
Tólstikov y Pokotilo-, como obedeciendo a una voz
de mando, se sentaron en el suelo. Y aunque los
trataron a culatazos y puntapiés, ellos quedaron
sentados. Siguiendo su ejemplo, toda la columna se
dejó caer al suelo.
Un oficial de los "SS" le dijo algo al comandante.
Le habría exhortado a que tomase medidas más
rigurosas; pero éste movió negativamente la cabeza.
Su rostro palideció. Estaba muy alarmado. Hacía ya
dos horas que los prisioneros debían haberse puesto a
trabajar. Los del turno de la noche no habían vuelto
aún de la fábrica. ¡Quién iba a conducirles si todos
los soldados, a excepción de los que custodiaban el
recinto de la fábrica, se encontraban en la plaza! Y
bien que los de aquel turno no habían regresado, que
allí se encontraba sólo la mitad de los cautivos.
Un coche ligero paró ante el portón. De él se apeó
un alemán enjuto, vestido de paisano. El comandante
se apartó desdeñosamente del oficial de los "SS" para
ir al encuentro del recién llegado.
- Un pequeño contratiempo, señor Kleinsorge explicó tras responder al tradicional Heil Hitler!-.
Ahora mismo lo arreglaremos.
- Señor comandante, a mí no me interesan sus
asuntos -replicó Kleinsorge con sequedad-. He
venido por encargo del director de la fábrica para
expresarle una protesta. -Y mirando el reloj añadió-:
Hace ya tres horas y diecisiete minutos que por culpa
de usted los talleres están parados.
- ¿.Tres horas? ¿Cómo? Si el turno de la noche
debía trabajar hasta las siete y treinta y ahora son
sólo las nueve y media.
- Sepa usted que los prisioneros interrumpieron el
trabajo a las seis y cuarto.
- ¿Y por que sus contramaestres no les han
obligado a que continuaran la labor?
- Señor comandante, nuestros contramaestres no
son policías ni tienen la obligación de resolver los
asuntos interiores del campo. A usted le pagan por
eso. Los prisioneros han declarado que no trabajarán
mientras usted no despida a un sargento que les
maltrata. Repito: eso no nos interesa en absoluto,
pero la empresa sufre pérdidas. El director me ha
autorizado para que le notifique a usted que nosotros
reclamaremos a través del juzgado una
indemnización. A propósito, el señor director
telefoneará a Berlín y pedirá que los prisioneros
ocupados en nuestra fábrica sean puestos bajo la
vigilancia de un oficial, para que no vuelvan a
interrumpir el trabajo.
Dicho esto, se despidió y se fue. El comandante
acompañó con una mirada de aturdimiento al coche
que se alejaba. Lo de la indemnización le tenía sin
cuidado, pues no le afectaría el bolsillo. Pero lo de la
conversación telefónica con Berlín era peor. ¡No
fuera a ser que le destituyeran de su cargo y le
mandasen al frente! A los que estaban allí, en el
patio, sabría ajustarles las cuentas. Fusilaría a cinco
de ellos ante la formación. Y lograría, al fin y a la
postre, llevarlos a la fábrica. Pero ellos no trabajarían
allí. Y sería imposible poner a un soldado junto a
cada uno. No quedaba más remedio que despedir a
Strumf. Por culpa de ese majadero había surgido
todos los contratiempos. Que fuese con esos bríos a
otro lugar. Y mientras no fuese tarde, había que
arreglar el asunto con el director de la fábrica. ¡Al
diablo el amor propio! ¡La tranquilidad valía más!
¡Ay, esos rusos! Si supiese quiénes eran los
cabecillas...
Se paró de nuevo ante los prisioneros y volvió a
hablarles, esta vez con fingida benevolencia:
- Señores-camaradas, ya está bien. Basta de
alborotar. Es hora de ir a la fábrica. Sus compañeros
no han dormido en toda la noche. Están fatigados y
hambrientos. Esperan el relevo. Y ustedes no quieren
ir allá. Les prometo que el sargento Strumf será
trasladado a otro lugar. Vayan al trabajo.
El oficial de los "SS" midió al comandante con
una mirada despectiva y, luego de saludar con un
brusco ademán, dio la voz de mando a sus soldados y
salió por el portón sin volver la cabeza ni una sola
50
vez.
La columna de los prisioneros fue extendiéndose
lentamente por el camino que conducía a la fábrica.
Al mirar en pos de sus compañeros, Shájov
experimentó una alegría inmensa. No, no eran
esclavos mudos los que marchaban custodiados por
la escolta; eran luchadores que habían logrado un
triunfo más. Su silencio era una terrible advertencia
para el enemigo.
Y eso que más de un prisionero se había opuesto a
esa acción, opinando que sería inútil armar gresca,
porque los peces grandes se comen a los pequeños.
Resultó, sin embargo, que ni las armas automáticas,
ni los perros-policía, ni las porras habían sido
capaces de quebrantar la valentía, que hasta el más
flojo se vuelve fuerte al sentirse respaldado por una
vigorosa colectividad.
II
Karl Zimmet buscaba la posibilidad de ponerse en
contacto con los prisioneros rusos y los "obreros
orientales"; éstos, a su vez, trataban de encontrar
entre los alemanes a antifascistas que fuesen sus
aliados en la lucha contra el Reich hitleriano. Yendo
los unos al encuentro de los otros, alemanes y rusos
vagaban en la densa oscuridad de la noche que
envolvía a Alemania, como abriendo un túnel de
montañas de desconfianza, frialdad e incomprensión.
Durante su primera entrevista, Korbukov y
Zimmet tardaron mucho en ir al grano. Se tanteaban.
Karl recordó un episodio de su juventud, Iván refirió
cómo la gente joven había construido una ciudad en
la taiga, a orillas del Amur. El primero en
franquearse fue el alemán. Sacó del bolsillo unas
octavillas y se las ofreció a su interlocutor. Korbukov
les echó una ojeada y, al devolverlas, dio una
palmada a la mesa:
- ¡Magnífico! Ha comenzado el deshielo...
Nosotros también podemos jactarnos de que no
permanecemos de brazos cruzados... ¿Cómo marchan
los asuntos de su organización?
Zimmet sonrió. Con que el ruso iba directamente
al grano, dejando a un lado la diplomacia. Bien
hecho.
- En cuanto a la organización, estamos dando los
primeros pasos...
Y describió la situación. Korbukov frunció el
ceño.
- Eso es poco, camarada Karl, muy poco. Se lo
digo con entera franqueza. Hay que atraer a la gente.
Por tratarse del comienzo, eso también es algo.
Hábleme de las personas con quienes usted está
relacionado. Comencemos por los dueños de la casa.
¿Quiénes son?
Zimmet dijo cuanto sabía acerca de aquel
matrimonio. Un hecho de su pasado interesó en
especial a Korbukov: una hermana de Emma, casada
con un médico soviético, había dado clases de
alemán en un instituto leningradense. Los
V. Liubovtsev
Gutzelmann habían realizado en el año 1931 un viaje
a la Unión Soviética para visitar a Leningrado,
Moscú y Crimea.
- Se cartearon de vez en cuando hasta el año
cuarenta. Luego la correspondencia se interrumpió.
Según cuentan ellos, Elsa dejó de contestar. Ah, por
poco se me olvida. Emma estuvo recluida en la cárcel
durante un año y diez meses.
- ¿Cuándo? ¿Por qué?
- Me parece que la encarcelaron a comienzos del
treinta y cuatro. Trabajaba en la oficina del banquero
Klopfer. Y ya sabe usted qué política aplicaban los
nazis respecto a los judíos. Emma, que es una
persona franca, dijo, si mal no recuerdo, que algunos
hebreos eran mejores que los arios. La acusaron de
malversación...
- Comprendo. ¿Y Jahres?
- Conozco pocos detalles de su vida. Sólo sé que
es un verdadero comunista... Huber es el dueño de la
imprenta. Al trabajar juntos en el partido a
comienzos de la década del treinta, nos hicimos muy
amigos. El editaba a la sazón el diario Das
Schaffende Volk. No es comunista ni muy audaz,
pero odia sinceramente al nazismo. Las octavillas son
obra suya. Y si en estos tiempos uno se juega la vida,
eso significa algo. Hay más gente. No he nombrado a
todos. ¿Y ustedes? ¿Son muchos?
- Cientos de hombres fuertes, valerosos y
organizados. Les faltan sólo las armas. Pero también
las tendrán. Sobre todo si aunamos nuestros
esfuerzos y comenzamos a actuar mancomunados.
Creo que podremos ayudarles a atraer más alemanes
a la organización.
- ¡¿Ustedes?!
- Sí, nosotros. Tenemos ya muchos amigos
alemanes en las fábricas, en empresas tan
importantes de Munich corno la Krauss-Maffeil, la
BMW, la Dornier, la Pettler, la Kalibr, la Lunz e
hijos y otras. Por el momento no tienen organización.
Simplemente, ayudan con lo que pueden. Si ingresan
en la FAA, la lucha será más eficaz, a condición,
claro está, de que no tire cada cual por su lado. ¿Me
comprende, Karl?
- ¡Naturalmente!
III
- Muchacos, ¿dónde está Andréi?
Tras de explorar con la mirada en torno suyo, los
compañeros quedaron desconcertados. ¿Qué podían
responder a la pregunta de Ereméiev? No estaban
como para llevar a nadie de la mano. Habían vagado
en la oscuridad durante más de dos horas hasta topar
de manera muy casual con los guerrilleros. El jefe del
grupo resultó ser el mismo joven italiano que había
dejado caer la silla aquella vez en la taberna. El
muchacho explicó, turbado, que el retraso se debía a
la alarma aérea. Habían querido esperar hasta que
terminase, pues durante el estado de alarma, nadie
dormía en la batería, por todas partes andaban
51
Los soldados no se ponen de rodillas
soldados y los reflectores ardían. ¿Para qué
exponerse inútilmente? Se habían propuesto liberar a
los prisioneros con todo sigilo, sin tiroteos ni
muertos. Y estaba más que bien que los muchachos
se habían escapado por sí solos...
Al escuchar al italiano, Grigori se irritó contra él.
¿Por qué no había enviado a un enlace para que se
acercara a la alambrada y les previniese acerca de la
demora? En esas dos horas que ellos habían estado
esperando cómodamente, en campo abierto, él había
agotado sus nervios y los muchachos también. Si no
hubiesen topado con ellos por casualidad, ¿cuánto
tiempo habrían vagado aún? Y quién sabe si hubieran
escapado a la persecución.
El no dudaba de que eso tendría lugar. Por la
mañana los alemanes descubrirían la evasión. Si se
tratase de dos o tres hombres, no darían importancia
al suceso; pero eran dieciocho...
¿Dónde estaría Andréi? ¿Se habría extraviado en
la oscuridad, cuando erraban por aquellas malditas
colinas? ¿Por qué los otros estaban allí y nadie más
se había extraviado? ¿Y sí...? ¡No, imposible! ¡Cómo
iba él a regresar a la barraca! Si hasta un niño de
pecho se hubiera dado cuenta de que regresar era la
muerte segura. ¿Y si no había salido del todo?
- Muchachos, ¿quién ha visto a Andréi ya al otro
lado de la alambrada?
- Estuvo junto a mí -recordó Orlov-. Y aun renegó
de que los guerrilleros nos habían engañado al no
venir, ¡y prueba a ver cómo encontrarlos ahora!
- Conque...
Grigori no terminó la frase. Las palabras
sobraban. De suyo se comprendía que habiendo
pensado que los fugitivos obraban con precipitación,
que no encontrarían de noche a los guerrilleros, y a la
mañana, los alemanes, pisando las huellas frescas, se
lanzarían en su persecución, Andréi se separó de sus
compañeros. Los perros seguirían el rastro de
diecisiete hombres sin descubrir el de uno.
¡Villano!...
El grupo echó a andar por las pedregosas sendas,
internándose más y más en las montañas. Grigori
oprimía en el bolsillo el mango de la pistola. Los
guerrilleros, al encontrarse con ellos, les habían
provisto de un fusil automático, una carabina y dos
pistolas. Mario, el jefe del grupo, había dicho
turbado:
- Aquí no tenemos más armas, Grigori. En el
destacamento habrá para todos.
Y aunque tan sólo cuatro de los diecisiete iban
armados, los restantes ya no se sentían prisioneros,
sino soldados, combatientes.
Habían dejado ya atrás algunos kilómetros,
cuando hicieron un alto en el camino para descansar.
Los rusos compartieron su tabaco con los
guerrilleros. Beltiukov se acercó a Ereméiev y,
bajando la cabeza con aire de culpabilidad, dijo:
- He perdido la pistola. La tenía metida detrás del
cinturón. No se cómo ha sucedido eso...
- ¡Dónde tienes los ojos! -le acometió Grigori,
pero quedó cortado, porque no hallaba palabras para
expresar debidamente su indignación.
- No me digas nada -le interrumpió Leonid-. Todo
está claro. Me quedaré aquí hasta el amanecer. Y no
seguiré adelante mientras no la encuentre. No quiero
que el bochorno caiga sobre todos. ¿Qué pensarán de
nosotros los italianos? He perdido un arma que ellos,
a lo mejor, acaban de adquirir luchando a brazo
partido.
Mario, que no entendía el ruso, preguntó a Grigori
a qué se debía el nerviosismo de su compañero.
Ereméiev quiso primero eludir la respuesta, pero
luego comprendió que, tarde o temprano, la pérdida
sería descubierta. Para asombro de los rusos, el
italiano, en vez de consternarse, rompió a reír como
un niño.
- ¡Bah! En el destacamento hay más. Cuando
salgamos para cumplir una tarea, les quitaremos a los
alemanes otras diez pistolas... Bueno, ¡sigamos
adelante!
- No, Grigori -replicó Beltiukov, inclinando la
cabeza con obstinación-. Yo me quedo aquí a buscar
el arma.
Ereméiev, que conocía bien a su amigo y sabía
que él no daría su brazo a torcer, hizo, no obstante,
un nuevo intento de disuadirle. No podía ordenar,
pues nadie le había nombrado jefe. Y como no logró
convencerle, pensó que tal vez Mario pudiese influir
sobre él. ¿No respondía acaso el italiano por que
todos ellos fuesen llevados al destacamento?
Pero Mario era, al parecer, un hombre de espíritu
variable. El, que acababa de reírse del motivo de la
agitación, se puso muy serio al enterarse de la
obstinación del ruso en quedarse allí mientras no
encontrara el arma perdida y dijo con gran
solemnidad:
- ¡Muy justo! ¡No debemos dejar el arma al
enemigo! Gianni, quédate aquí con el ruso y buscad
la pistola. Os esperaremos en el hayal frente a
Gemone. ¡Hasta luego!...
El grupo se puso en marcha.
IV
El viejo Albert parecía vivir su segunda juventud.
Después de hablar con Tólstikov, se animó; sus ojos
descoloridos cobraron un brillo juvenil. Tenía el
deseo de hacer algo provechoso. Lida le oía
murmurar a veces:
- ¡Cuántos años perdidos en vano! ¡Cuántos años!
No dejaba de exigir que Lida hablase con sus
amigos, para que le encomendaran a él alguna tarea.
La muchacha se lo dijo a Tólstikov, y éste,
frotándose las manos de satisfacción, exclamó
sonriente:
- ¡Le ha tocado en lo vivo al viejo! Dile que te
comunique a diario las novedades del frente. Esa es
la primera tarea. Y la segunda: procura que en el
52
depósito no siempre se encuentren las herramientas
necesarias.
Albert cumplía de buena gana y con senil
pedantería la primera tarea. Cada mañana sacaba del
bolsillo una hoja de papel donde -por razones
conspirativas o para que los rusos lo entendieran
mejor- llevaba claramente trazados con letras de
imprenta los nombres de las ciudades liberadas por
las tropas soviéticas. En cuanto a la segunda tarea,
Lida se vio precisada a convencerle. Según él, el
trabajo era trabajo y sus antipatías políticas no tenían
nada que ver con el cumplimiento abnegado de sus
obligaciones. Pese a ello, la muchacha logró
persuadirle. Los contramaestres empezaron a
comentar que Albert, por lo visto, chocheaba ya y no
servía, puesto que se pasaba a veces hora u hora y
media buscando en el depósito las herramientas
solicitadas y, entretanto, el trabajo en el taller no
marchaba.
Shájov había aparecido ya varias veces en la
fábrica aprovechando cada ocasión para penetrar en
los talleres juntamente con los obreros de la cocina.
Era ya amigo de Lida y Valia Usik, que trabajaba a la
sazón de listera. Por encargo de él, las dos copiaban
los materiales destinados a la revista La lucha
continúa, así como las octavillas y proclamas. Vasili
conoció también a otros "obreros orientales". Y una
chica, llamada Tania, le esperaba siempre con
impaciencia, no sólo para recibir una nueva tarea.
Poca alegría da, naturalmente, ver al ser querido en
un taller lleno de ruidos y hollín, sin poder, no
digamos ya abrazarse, sino ni siquiera decirse algo o
permanecer juntos en silencio unos pocos minutos.
No obstante, hasta aquellos encuentros pasajeros en
la fábrica eran momentos de dicha para Tania y
Vasili. Los domingos, cuando los "orientales" podían
salir del campo, Tania se acercaba a la alambrada tras
la cual se encontraban los prisioneros y hablaba con
Shájov en el idioma de los enamorados, idioma de
miradas y ademanes, comprensible únicamente para
ellos.
Un día, al aparecer Vasili en el taller de fundición,
Kleinsorge le llamó a su despacho. Ya allí, le ofreció
asiento, y sacando de la gaveta una octavilla, la puso
ante él.
- ¿Esto es obra suya?
Shájov se mostró extrañado e indignado.
- ¡Suya! -dijo con aplomo el alemán-. La encontré
por casualidad en el depósito de Albert. El no
advirtió siquiera que yo me la había llevado. Y usted,
cada vez que aparece en mi taller, no deja de entrar
en el depósito.
- ¡Pero, señor ingeniero, qué dice usted! En el
depósito trabaja una muchacha que a mí me gusta.
Por eso voy allá...
- ¿De veras? -Kleinsorge le echó una mirada
inquisidora-. Bueno, eso no me interesa: es un asunto
privado. Pero le aconsejo que tenga más cuidado en...
V. Liubovtsev
el amor. No pierda la cabeza... Convengamos en que
yo no sé ni le he dicho nada...
Rompió la octavilla, guardó los pedazos en el
bolsillo y, sin decir palabra, le indicó con la cabeza
que se fuera. Al llegar al umbral, Shájov se volvió. El
ingeniero permanecía meditabundo, cabizbajo. En la
solapa izquierda de su chaqueta brillaba la insignia
de miembro del partido nacional-socialista. En el
gran retrato que colgaba a sus espaldas se erizaba,
rapaz, el bigotito de Hitler.
"¡Qué raro! -pensó Vasili, mientras iba por el
taller-. ¡Un fascista que se anda con ceremonias! Ha
roto la octavilla, una prueba material, por así decirlo,
y en vez de llamar a la Gestapo, me ha dejado ir con
Dios... Aquí hay gato encerrado. Debo prevenir a
Lida y a Albert".
El viejo no se inmutó al recibir la noticia. Según
él, Kleinsorge era un hombre probo, aunque estaba
afiliado al partido nazi. Albert le conocía desde
mucho antes. Pues había sido el ingeniero quien
aquella vez, al saber por qué los prisioneros no salían
al trabajo, fue al despacho del director a quejarse de
que se infringía el horario. En fin, había irritado a sus
jefes, enfrentándolos con el comandante del campo.
¿Y si no lo había hecho por razones de humanidad,
sino por puro practicismo? Todo podía ser. Pese a
ello, Kleinsorge no guardaba ninguna semejanza con
los demás nazis...
V
Kúritsin salió por el portón en compañía de
Batovski, Levin y otros "obreros orientales". No
volvía la cabeza hacia la izquierda, donde se
encontraba, a pocos metros de allí, el campo de los
prisioneros. Bastaría que algún soldado o policía le
reconociese para que se armase el escándalo y todo
se viniera abajo.
La tarde anterior, un sábado, había vuelto a trocar
su vestimenta por la de un muchacho del campo de
los civiles y se había metido en la columna de los
"orientales". En caso de ser descubierto el engaño, lo
mismo el uno que el otro deberían explicar que
Nikolái quería pasar el domingo con su amada, y el
"obrero oriental" se había prestado a ayudarle por dos
raciones de pan.
Aquel día los cuatro salieron con el aparente
propósito de dar un paseo por el bosque. Al lado de
Kúritsin marchaba Danil Levin, mozo apuesto, de
largas piernas, Savva tenía un andar firme, en
cambio, Iván Savutin se balanceaba como un marino
por la vacilante cubierta de un barco. De los cuatro,
sólo Batovski estaba enterado de lo que iba a
discutirse. Pues era miembro del Consejo de la CFP
de Munich. Los demás sabían únicamente que en el
bosque iba a celebrarse una reunión.
En los bosques próximos a las grandes ciudades,
sobre todo en Alemania, no era nada fácil escoger un
lugar apropiado para ocultarse a los ojos ajenos. Y
menos aún en domingo. Pero los organizadores de la
53
Los soldados no se ponen de rodillas
reunión hallaron, pese a todo, un barranquito
apartado, escondido entre espesos matorrales. Luego
de apostar a observadores, los invitados formaron un
corro estrecho para hablar en voz baja.
- Todos sabemos que Hitler, ese reptil sanguinario
y verdugo de los pueblos, comenzó su ignominiosa
carrera en Munich, ciudad que ha sido y continúa
siendo un centro político importante de Alemania dijo Korbukov-. La tarea consistirá en apoderarnos
de Munich, tomar en nuestras manos Berlín,
Hamburgo y otras ciudades y paralizar al enemigo
cuando el Ejército Rojo se acerque a las fronteras de
Alemania, o -en caso de que eso suceda antescuando los aliados realicen un desembarco en
Europa...
Korbukov trazó en rasgos generales un programa
concreto de acción. Según él, era preciso proceder de
inmediato a la formación de grupos de combate de la
CFP en los campos de prisioneros, escogiendo a ese
fin a los más fuertes y firmes. A la señal establecida,
ellos deberían echarse sobre la guardia del campo,
desarmarla, apoderarse de las baterías antiaéreas que
protegían la ciudad y transformarlas en puntos de
apoyo de la insurrección de Munich. Las tropas
angloamericanas habían desembarcado ya en Sicilia,
y no estaba excluida la posibilidad de que en breve
comenzasen las operaciones en Italia o Francia. Por
eso no podía aplazarse por más tiempo la creación de
los grupos de combate. En cuanto a armamentos, era
menester tomar ahora todas las medidas necesarias
para procurárselos. Los equipos de prisioneros que
trabajaban en el ferrocarril podrían hacer algo en este
sentido, pues por allí pasaban no pocos trenes
cargados de materiales de guerra. Los antifascistas
alemanes con los que se había establecido contacto
les ayudarían posiblemente. No eran de despreciar
tampoco las armas de fabricación casera. Se podía y
debía confeccionar en las fábricas, sobre todo en el
turno de la noche, navajas y rompecabezas necesarios
para los combates cuerpo a cuerpo que habrían de
tener lugar indudablemente.
- Está claro, camaradas, que si nos alzarnos
nosotros solos, no tardaremos en sufrir la derrota dijo, en conclusión, Korbukov-. Pero no estamos
solos. Eso es muy cierto. No puedo deciros todo -y
creo que no os enojaréis por eso, puesto que así es
preciso-, pero quiero que sepáis que el enlace con los
campos de prisioneros de Karlsruhe, Augsburgo y
Stuttgart está ya establecido. Tenemos amigos en
Dachau y en Austria. Como veis, nuestras fuerzas
aumentan -el hombre guiñó picaronamente un ojo.
- Yo quisiera añadir unas palabras a lo que ha
dicho Iván -manifestó un hombre barbudo,
incorporándose un poco para apoyarse en un codo.
- ¿Quién es? -preguntó Kúritsin a Savva, tumbado
junto a éste.
- El doctor Plajotniuk, profesor de Botánica contestó bajito el interpelado.
Plajotniuk proseguía:
- La recaudación de las cuotas va mal. Hay pocos
ingresos. De los campos de prisioneros no llega
absolutamente nada. Los "obreros orientales" las
recogen con suma irregularidad. Y eso que
necesitamos recursos para desplegar la lucha...
Kúritsin no pudo contenerse:
- ¿De dónde vamos a sacar el dinero? Podemos
llenar un saco con los marcos del campo, pero esos
papeluchos no sirven para comprar nada. No nos dan
marcos verdaderos.
- Un momento, camarada. No sé de dónde eres...
¿Acaso no podéis conseguir marcos a través de los
alemanes? ¿No fabricáis, acaso, algunos objetos y los
cambiáis por pan y tabaco? Vended, pues, parte de
ellos por marcos. A alemanes de confianza, claro
está... A propósito, ¿habéis recibido ya los carnets?
- No -dijo tajantemente Nikolái-, no los hemos
recibido ni nos disponemos a recibirlos. ¿Para qué?
- ¿Cómo es eso? -preguntó perplejo el barbudo-.
¿De qué equipo sois? ¿Del veintinueve veinte? ¿De
la Krauss? Vuestros vecinos, los civiles, los han
recibido ya. ¿Por qué os negáis a recibirlos?
- Porque no queremos sufrir un fiasco. Preferimos
tenerlo todo guardado en la cabeza. A ella no hay
quien la registre. Ni hacemos tampoco ningunas
listas...
Plajotniuk dirigió una mirada interrogante a
Korbukov. Este, sumido en sus pensamientos, se
pasó la mano por la frente; luego dijo en tono
categórico:
- Nikolái tiene razón. Las condiciones en que se
encuentran los prisioneros de guerra no les permiten
guardar carnets. Y, en general, lo de los carnets me
parece absurdo. Nos hemos dejado llevar por los
alemanes, que, con su puntualidad, se han provisto
hasta de los sellos. Te cobran la cuota y pegan el
sello al carnet como si no existiese ninguna Gestapo.
Y han hecho los carnets para nosotros también...
- ¿Qué hacer ahora? ¡No vamos a recoger los que
hemos entregado ya!
- Claro que no. Pero advertid a todos que los
guarden en lugar seguro. Y que no se entreguen
carnets a nadie más. Bueno, camaradas, si no quedan
más cuestiones por examinar, despidámonos. Pero os
ruego que no dejéis de cobrar las cuotas. Eso te atañe
a ti también, Nikolái...
VI
El alba les sorprendió en la vertiente de una
montaña densamente poblada de hayas. Abajo, a
cuatro kilómetros de allí, se veían los tejados de una
pequeña ciudad. Mario destacó la patrulla de
vigilancia y mandó a los restantes a descansar.
Después de una marcha nocturna tan penosa por las
sendas de las montañas, llevando, por añadidura, los
pies metidos en zuecos, los rusos estaban extenuados
hasta sentir temblores en las rodillas. Se tumbaron al
suelo y quedaron dormidos instantáneamente.
54
Grigori se despertó después del mediodía. El sol
se infiltraba por el espeso follaje, vertiendo una luz
tranquila sobre los guerrilleros, que dormían en el
suelo alfombrado de hojarasca del año anterior.
Ereméiev se incorporó un poco para hacer el
recuento: eran veintitrés. Dos vigilaban. Por
consiguiente, Leonid y Gianni no les habían
alcanzado aún.
La suerte de su amigo, que tanto le había
preocupado toda la noche, volvió a inquietarle con
renovada fuerza. Quería y apreciaba a Beltiukov más
que a ningún otro; juntos habían pasado casi los dos
años de su cautiverio. Grigori denostaba
terriblemente contra Leonid, aunque comprendía que,
en su lugar, él hubiera procedido, sin duda, de la
misma manera.
Debía de ser más fácil hacerlo y exponerse uno
mismo que permanecer en la incertidumbre, esperar
al amigo y sufrir por lo que pudiera sucederle a él. En
tales circunstancias, es propio de los mortales
exagerar las dificultades y los obstáculos que se alzan
en el camino de los seres queridos.
Mario sacó de su mochila un pedazo de carne
cocida y luego de cortarlo en finas lonjas, lo repartió
entre los presentes. Sonrió conturbado y abrió los
brazos como queriendo decir: no hay nada más. La
carne era dura, fibrosa y algo salada.
Anochecía ya cuando, por fin, aparecieron
Beltiukov y el italiano. Leonid venía radiante de
alegría. Bajo su cinturón relucía el acero pavonado
de la pistola.
Siguieron su ruta hacia el Norte en la oscuridad.
Yendo en pos de Ereméiev, Leonid le refería en voz
baja cómo, al despuntar el alba, Gianni y él habían
tenido que remover todas las piedras para hallar el
arma. Se habían apartado ya a unos dos kilómetros
del lugar cuando oyeron de pronto ladridos de perros
y voces en alemán. Gianni se encaramó con agilidad
felina a la cumbre de una roca y le ayudó a Leonid a
hacer lo propio. Veían nítidamente a los alemanes.
Eran, sobre poco más o menos, unos treinta hombres.
Corrieron allí abajo de un lado a otro, hicieron unos
cuantos disparos al aire con sus armas automáticas y
se retiraron. Les daba miedo trepar a las montañas.
Gianni y Leonid, tendidos sobre el peñón, estaban
más muertos que vivos. ¡No era para menos! ¡Cómo
podrían rechazar con un fusil automático y una
pistola el embate de una banda tan numerosa! Si los
alemanes hubiesen emprendido el ascenso, ellos no
habrían entregado la vida así porque sí. Leonid no
tenía ningún deseo de morir. ¡Perder la vida cuando
acababa de escapar del campo y no había podido aún
gozar de la libertad! También le daba lástima de
Gianni. ¿Por qué debía éste perecer? ¿Porque Leonid
había sido un papamoscas? Felizmente, todo acabó
bien. Gianni era un buen muchacho...
A la medianoche hicieron un alto en el camino
para descansar, y al amanecer reanudaron la marcha.
V. Liubovtsev
En aquellos lugares, los guerrilleros eran ya los amos
y señores. Por allí se podía andar de día. Al principio,
los italianos, ágiles, acostumbrados a las montañas,
apremiaban a los rusos; pero luego Mario aligeró el
paso a fin de que sus nuevos compañeros no agotaran
las fuerzas.
Al anochecer del segundo día llegaron a la base
de los guerrilleros. El jefe, hombre de edad -el
cansancio dibujado en el rostro, donde se destacaban
unas cejas negras muy pobladas-, dijo al estrecharles
las manos a los rusos:
- Gracias; camaradas, por el tabaco y los
calcetines. Los hemos recibido. Ha sido nuestra
primera aportación.
Los italianos reunidos en torno a ellos rieron
bonachonamente.
Pero Laptánov objetó con cierta brusquedad:
- No ha sido ninguna aportación, sino lo robado a
escondidas. Estamos en deuda ante vosotros.
- ¡Perfectamente! -el jefe volvió, a recorrer con la
mirada a los recién llegados-. Y ahora, descansad...
Los diecisiete estaban seguros de que, si no
mañana, pasado mañana el mando les encomendaría
una misión. Ansiaban empuñar las armas. El
destacamento constaba en total de unos trescientos
hombres, de los cuales, a lo sumo cincuenta se
encontraban constantemente en el campo. Los demás
se ausentaban por tres o cuatro días y a veces hasta
por una semana y media. Mientras los grupos, en
cumplimiento de sus tareas, iban y venían, los rusos
permanecían ociosos en el campo como los enfermos
y heridos.
Entre los muchachos aumentaba el descontento,
pues no se habían evadido del cautiverio para estarse
de brazos cruzados. Por encargo de los compañeros,
Laptánov, Beltiukov, Ereméiev y Kalinin fueron a
hablar con el jefe del destacamento. Lozzi -así se
llamaba él- les escuchó y, moviendo la cabeza,
repuso:
- Vosotros no os habéis repuesto aún ni estáis
habituados a nuestras montañas. Esto no es una
llanura. No tenemos motocicletas ni autos. Sólo
podemos confiar en las piernas... ¡Y hay que ver los
saltos que nos toca dar! Vosotros habéis tardado dos
días en venir desde Udine, mientras nosotros
cubrimos ese trayecto en menos de una jornada.
- Camarada Lozzi -objetó Kalinin-, si seguimos
así, no nos acostumbraremos a las montañas. Aquella
vez llevábamos puestos los zuecos. Con ellos no se
puede andar mucho...
- ¡El ocio nos mata!
- ¡Llevamos ya dos años sin hacer nada!
Beltiukov añadió en ruso:
- ¡Líbranos de nuestras vacaciones, jefe!
¡Lánzanos al combate!
Lo dijo en tono tan categórico que Lozzi, aún sin
comprender ni una palabra, prorrumpió en carcajadas
y dijo:
55
Los soldados no se ponen de rodillas
- Bueno, camaradas, ¡hágase vuestra voluntad!
Los rusos fueron distribuidos entre los grupos de
italianos, yendo a corresponder dos o tres a cada uno
de ellos. Eso, naturalmente, no había sido su anhelo,
pues querían estar juntos en la lucha. Pero
comprendían que la decisión del jefe era más
acertada, pues los italianos tenían ya experiencia en
la guerra de guerrillas, conocían el lugar y estaban
relacionados con la población. Y además, el contacto
permanente con los compañeros del grupo les
permitiría a los rusos aprender más pronto el idioma.
Grigori, Leonid y Pável Podobri fueron a parar al
grupo de Mario. A este muchacho le confiaban,
según la expresión de Lozzi, las operaciones más
"delicadas" en la propia ciudad de Udine y en los
pueblos de sus alrededores. Se llamaban "delicadas"
porque debían hacerse sin ruido y requerían no poca
astucia, audacia y destreza. El grupo mantenía
relaciones con el centro clandestino que operaba en
la ciudad, recogía datos de información y traía de
Udine explosivos y municiones, así como víveres de
las aldeas.
Ereméiev y sus compañeros rabiaban porque en
los dos meses de estancia entre los guerrilleros no
habían tenido la ocasión de efectuar ni un solo
disparo ni tampoco ver a un alemán. Mario no se los
llevaba consigo a la ciudad ni a las aldeas,
motivándolo con que cualquier transeúnte, al
divisarles, podría determinar en el acto su
nacionalidad. Y los transeúntes no eran todos
iguales...
Nuestros amigos se veían obligados a pasar las
horas muertas tendidos en los matorrales o en las
rocas cercanas a los pueblos a fin de proteger, en
caso de necesidad, la retirada de Mario y sus
compañeros. Pero como el mozo era diestro y
prudente, ellos no habían tenido que echar mano a las
armas ni una sola vez.
Grigori dijo, irritado, que se les utilizaba
únicamente como fuerza de tracción, para llevar a
cuestas los pesados sacos de víveres o municiones, y
que no se les dejaba participar en la lucha verdadera.
Otros, siendo rusos como ellos, habían combatido ya
más de una vez.
Pável, tartamudeando (a causa de una contusión),
le hizo eco:
- ¡Y e-e-eso se lla-a-a-rna co-o-ombatir!
Leonid, el más sereno, aunque en el fondo del
alma sufría también, trató de hacer entrar en razón a
sus compañeros, diciéndoles que hasta en el frente no
todos manejaban las armas. Alguien debía cocinar,
alguien debía herrar a los caballos, alguien debía
formalizar los documentos en la plana mayor...
VII
El jefe del campo no se olvidaba de la amarga
píldora que le hicieran tragar los rusos. Se había visto
obligado a enviar al sargento "Waschen" a otro
campo. También había logrado liquidar su conflicto
con la administración de la fábrica. Pero el recuerdo
del día en que ni él ni sus soldados habían estado en
condiciones de quebrantar la resistencia de los
prisioneros rusos le sustraía la paz al comandante. Y
no sólo a él.
Su ayudante llamó de nuevo a Shulgá. La
advertencia fue breve y concisa: una de dos... Antón
comprendió que, para salvar la pelleja, era preciso
renunciar a la política de neutralidad. No podía más
permanecer al margen de la invisible lucha entre los
hitlerianos y los prisioneros.
Al cabo de algunos días apareció en el campo un
alemán delgaducho, de naricilla puntiaguda. Dijo a
Shulgá que era estudiante y que deseaba practicar el
ruso. Ladino y ubicuo, andaba por el campo desde la
mañana hasta la noche, entrometiéndose en las
conversaciones y fijándose detenidamente en cada
persona. A quien más lata daba era a los que estaban
ocupados dentro del campo: a los cocineros,
encargados de la limpieza, médicos y enfermeros.
Podría parecer que quería saberlo todo: de dónde
eran, en qué barraca se alojaban, con quién y cómo
pasaban los ratos de ocio. Las hazañas realizadas en
el campo de batalla y las peripecias sufridas en el
cautiverio no le interesaban en absoluto.
A las dos semanas, los prisioneros estaban ya
habituados a ver a ese ser endeble con cara de ratón y
ojos miopes muy arrimados el uno al otro y observar
el cómico regocijo con que acogía cada palabra
nueva, cada dicho o refrán. No abordaba los temas de
la guerra, remarcando que era ajeno a la política:
como filólogo, se interesaba única y exclusivamente
por el folklore ruso. Decía llamarse Johann, o sea,
Vania en ruso. Por este nombre le conocían los
prisioneros. Se reían de su extravagancia y del afán
con que coleccionaba los refranes. Los soldados de la
guardia le trataban sin miramientos: a la mañana le
recibían con befas y a la noche le echaban del campo,
gritándole: "¡Eh, tú, estudiante, vete a dormir!"
Al aparecer Vania, el Comité de la CFP se puso
en guardia y ordenó que los jefes de los grupos
hablaran con los cinco miembros de los mismos
acerca de la necesidad de avivar en los prisioneros el
espíritu de vigilancia. Pero los días pasaban, y el
estudiante continuaba dedicado a sus investigaciones
científicas, sin interesarse más que por lo folklórico.
Al parecer, había decidido matar el tiempo de sus
vacaciones en la colección de refranes.
El ayudante del jefe del campo volvió a llamar a
Shulgá. Esta vez se quedó mirándole fijamente en
silencio. Y Antón, firme ante él y anegado en frío
sudor, presentía la proximidad de una desgracia. El
prolongado mutismo del oficial le auguraba un
peligro mortal.
- ¿Por qué te pegaron aquella vez? -dijo por fin
entre dientes el alemán, al tiempo que aplastaba el
cigarrillo en el cenicero.
- No sé -balbuceó Antón, preguntándose
56
febrilmente quién podía haberle informado acerca del
caso. Pues los apaleados habían convenido entre sí
que callarían como los peces. Ni siquiera sus
compañeros de barraca se habían enterado de ello.
- ¿Por qué no me informaste al respecto?
- Consideré que fue una cosa sin importancia, una
simple pelea.
- Tú no eres nadie para considerar. Tu obligación
es informar acerca de todo. Y nosotros veremos si es
una simple pelea o un acto político. ¿Quién te pegó?
Shulgá quedó turbado. En su alma luchaban el
miedo a los alemanes con el miedo a los prisioneros.
En todo caso, al alemán, que se encontraba al otro
lado de la alambrada y tenía arma, no le pasaría nada;
pero a él, que vivía en la barraca, cerca de los
prisioneros...
- ¿Has oído lo que te pregunto? ¡¿O te has tragado
la lengua?!
- En la sala de baño no había luz y no pude
fijarme...
- Veo que quieres encubrir a los delincuentes -el
oficial se levantó lentamente-. Tendré que refrescarte
la memoria...
Y llevó la mano hacia la funda de la pistola.
Shulgá se apresuró a decir:
- Sí, recuerdo. Pero no a todos… debido al vapor
y a la oscuridad.
El miedo al alemán había vencido: el oficial con
la pistola estaba a tres pasos de él, mientras los
prisioneros se encontraban allá lejos, al otro lado de
la alambrada.
- Conque Pokotilo y Shevchenko -apuntaba el
alemán-. Ucranianos, como tú... ¿Por qué se echaron
sobre ti tus paisanos?
- ¡Qué paisanos ni qué ocho cuartos! Ellos son de
la Ucrania Soviética, y yo de la Occidental. Me
tienen inquina porque yo quiero una Ucrania
independiente y ellos una bolchevique para estar
pegados a los rusos...
- ¡Aah!... ¿Y quiénes son sus amigos? ¿Con quién
se franquean más?
- Medio campo está con ellos. A quienquiera que
usted nombre, es su amigo...
- Comprendo... Y tú, ¿tienes amigos?
- ¡Qué va! Con el único que tuve me peleé.
- ¿Quién es?
- Vasili Shájov, el superior de los Stubendienst.
- ¿Por qué os peleasteis?
- Cuando me hice policía... -empezó Shulgá, y se
paró en seco. Vasili no debía ir a parar a la lista. Pese
a todo, había sido su amigo, le había ayudado tanto.
Era preciso buscar una escapatoria.
- ¡A ver, cuéntamelo detalladamente!
Antón inició su relato, tratando de justificar a
Shájov.
- El no quería que yo me alistara de policía,
porque, según él, era expuesto, los propios podrían
matarme, si yo les pegaba. Me lo había prevenido ya
V. Liubovtsev
en Moosburgo. Pero yo no le hice caso…
Discutíamos mucho. El no cree en Dios. Y como se
reía de que yo rezaba, nos peleábamos. También
chocamos en la cuestión de los koljosianos... Por eso
rompimos las relaciones... Pero le aseguro, señor
oficial, que él es un hombre pacífico y
complaciente...
- Veremos. Puedes retirarte... ¡Un momento!
Debo castigarte, porque tú no me has informado
acerca de la paliza. Serás, por el momento... un
simple policía. Dame el brazalete. Dile a tu ayudante
que se presente. ¡Media vuelta, mar!
El soldado Hans (al que Shájov conocía ya, lo
mismo que al resto de la guardia) le hizo señas para
que se acercara a la alambrada.
- Oye, Basil, mañana irás conmigo a Moosburgo.
Lleva contigo cigarrillos que allí se está mal de
tabaco.
- ¿A Moosburgo? -preguntó Shájov-. ¿Por qué?
- No sé. Lo ha ordenado el jefe del campo...
¿.Tienes un par de pitilleras? Puedo darte por ellas
una hogaza de pan y un paquete de margarina.
- Sí tengo. Ahora mismo te las traigo... ¿Iremos
sólo nosotros dos?
- No, irán dos rusos más de los vuestros. A ver,
trae las pitilleras. ¿Y no tienes pendientes, boquillas
o pulseras?
- Voy a ver -Vasili quería saber con más exactitud
quién iría con ellos y por qué se los enviaba a
Moosburgo-. ¿Qué me darás por ello?... A propósito,
¿quién de los nuestros irá?
- No tengo cigarrillos. Si quieres, podré darte
algunos marcos... ¿Que quién irá? He leído la orden,
pero no recuerdo los apellidos... ¡A ver, date prisa!
Shájov escondió en lugar seguro el pan, la
margarina y los ocho marcos que a cambio de una
pitillera, dos anillos y una boquilla le había dado el
guardia. La incertidumbre le torturaba. Debía ir sin
tardanza a la fábrica a ver a los compañeros. Hizo el
intento de colarse en las filas de los obreros de la
cocina, como solía hacerlo siempre, pero el
suboficial le echó de la formación. Antes había sido
más tolerante. Semejante cambio no auguraba nada
bueno.
Vasili se apresuró a pedirle en voz baja a uno de
los prisioneros:
- Busca a Tania y dile que se acerque esta noche a
la alambrada. Quiero despedirme de ella. Díselo sin
falta.
Estaba seguro de que Tania lo entendería
debidamente. Puesto que si Vasili la llamaba para
despedirse, era porque algo había sucedido. Hasta
entonces no la había llamado nunca, ya que no había
tenido que ir a ninguna parte.
La noticia alarmó, en efecto, a Tania. Al
enterarse, por conducto de ella, de que Shájov la
llamaba para despedirse, Kúritsin y Tólstikov no
supieron cómo interpretarlo. Pero tenían la certeza de
57
Los soldados no se ponen de rodillas
que Vasili no habría dado ninguna señal así porque
sí. Al cabo de media hora ya lo sabía Batovski.
¿Sería el fracaso?, se preguntaban todos con zozobra.
A la noche, Tania llegó corriendo a la alambrada.
- Vasili, ¿qué pasa? -preguntó, sofocada.
- Me envían a Moosburgo. No se por qué ni para
qué. ¿Se lo has dicho a los muchachos?
- Sí.
La muchacha miraba ansiosamente a su amado.
Por sus mejillas rodaban lágrimas.
- No está mal la damita -comentó a espaldas de
Shájov un policía que pasaba por allí-. Yo también
hablaría con ella de mis sentimientos. Pero no a
través de la alambrada, sino más cerca...
A Vasili le acometió el deseo de propinarle un
bofetón, pero se contuvo, diciéndose: "El perro ladra
y la caravana pasa". Sólo faltaba eso: armar camorra
sin acabar de decirle lo que era preciso a Tania.
Nunca le había parecido ella tan suya, tan querida,
tan cercana y lejana a la vez. La muchacha estaba
casi pegada al alambre. El ligero airecillo zarandeaba
sus cabellos de color castaño oscuro y agitaba la
falda de su viejo vestidito de percal, que le quedaba
ya corto. Sus ojazos, también castaños, miraban
acongojados, aunque ella se esforzaba por sonreír
con labios trémulos, abultados como los de los niños.
Quería parecer valiente, pese al terror que le infundía
el pensar en la posible suerte de Vasili y en la suya
propia... Shájov sentía el vehemente deseo de tomar
en brazos a esa chicuela delgaducha y algo torpe,
apretarla contra su pecho y decirle algo que ella no
había oído hasta entonces. Pero eso podía sólo
susurrarse al oído, y no gritar a voz en cuello. Por
desgracia, la alambrada y el centinela que amenazaba
con el índice desde su torre no permitían dar un paso
hacia Tania...
Entretanto ella, saltando de un tema a otro,
hablaba con premura:
- ¡Lo que me ha costado escapar de allí! Savva me
ayudó. Le dio algo al policía... ¿Y cómo voy a vivir
yo ahora, sin ti?... Escríbeme, por lo menos... ¡Oh,
qué idiota soy! Ya sé que no os lo permiten...
¿Recuerdas mi dirección de Rostov?... Mira, el
soldado está gritando otra vez...
Hacia la alambrada venían Batovski, Valia, Lida y
Korbukov con el cual Shájov había conversado ya
unas cuantas veces. Simulaban darse un paseo por
allí. Abarcando con el brazo los hombros de las
muchachas, se acercaron a Tania. Korbukov saludó:
- ¡Hola, Vasili!... ¿No sabes por qué te envían?
Shájov movió negativamente la cabeza.
- Lleva allá sin falta el llamamiento y el
programa. Todavía no hemos logrado establecer
contacto con Moosburgo. Y eso es muy importante.
¿Comprendes? Hay que crear allí también una
organización. ¡Salud!
Las dos parejas siguieron adelante, como si no
hubieran sostenido ningún intercambio verbal. Y
Shájov, otra vez a solas con Tania, escuchaba sus
atropelladas palabras y le contestaba de idéntica
manera, pensando ya al mismo tiempo en cómo
cumplir mejor la tarea de llevar a Moosburgo los
documentos de la CFP.
VIII
Mediaba el verano cuando a oídos de los
guerrilleros llegó la noticia de que las tropas anglonorteamericanas habían efectuado un desembarco en
Sicilia. Y luego otra, más sorprendente aún: a raíz de
un golpe de Estado, Mussolini estaba detenido y el
poder había pasado a manos del conde y mariscal
Pietro Badoglio. Pero no había cesado aún la
discusión acerca de lo que eso significaba para Italia,
cuando se recibió una nueva noticia: que se había
firmado un armisticio con los países de la coalición
antihitleriana. Y una más: que Hitler había trasladado
a Italia unas cuantas divisiones, dándoles la orden de
ocupar el país, y que Mussolini, liberado de la cárcel
por los alemanes, había fundado, con ayuda de las
bayonetas de los "SS", una república al Norte de
Italia.
. La atmósfera en el país se caldeaba. El pueblo
iba alzándose con creciente resolución a la lucha
contra el odioso régimen fascista. Los alemanes, que
de aliados de Italia se habían convertido en sus
ocupantes, campaban por sus respetos como en
territorio arrebatado a un enemigo. A fin de luchar
contra las fuerzas de la Resistencia, promulgaron una
serie de leyes prohibitorias que restringían la libertad
de tránsito. Las ciudades y aldeas se vieron invadidas
por los "SS". Las redadas y ejecuciones se sucedían
unas a otras. Miles de italianos fueron arrojados a los
campos de concentración y cárceles de Alemania.
Muchos campesinos, obreros, estudiantes y
soldados que habían desertado del ejército italiano se
alistaban al destacamento de Lozzi, completando sin
cesar sus filas. La situación requería una mayor
intensificación de las actividades guerrilleras. Los
combatientes de Lozzi, que habían operado en los
alrededores de Udine, ensancharon su zona de
acción. Algunos grupos se trasladaron a los Alpes
Cárnicos y hasta a los Dolomíticos. Donde más
inquietaron a los hitlerianos fue en el ferrocarril que
iba de Munich e Innsbruck a Bolzano y Piave di
Cadore. Eran arterias muy importantes, unas de las
principales vías de comunicación entre Alemania,
Austria e Italia. Por ellas pasaban en torrente
continuo trenes con toda clase de cargas, municiones
y tropas. Los alemanes las custodiaban celosamente.
No obstante, ya aquí, ya allá, los guerrilleros
desmontaban los raíles y provocaban voladuras de
puentes y descarrilamientos de trenes. En una de esas
operaciones Mario pereció y Pável Podobri resultó
herido. Ereméiev fue elegido jefe del grupo.
Sus quejas de que los rusos no luchaban sino que
sólo figuraban formalmente en las listas de los
guerrilleros, le parecían ya risibles, puesto que en la
58
segunda mitad del verano no dejaron de combatir.
Casi día por medio había tiroteos con los alemanes y
asaltos audaces a los puestos de vigilancia de los
hitlerianos. Era ya una guerra verdadera.
Su grupo, al igual que el resto del destacamento,
se había encontrado en más de un trance difícil. Más
de una vez habían caído bajo el fuego de las armas
automáticas y de los morteros. ¡Bastaba recordar los
cuatro días de combate en el desfiladero junto al
Muro de las Cabras! Los hitlerianos, enfurecidos,
lanzaron contra los guerrilleros la artillería, los
tanques, la aviación. No escatimaron bombas ni
proyectiles. Podría decirse que removieron las
montañas. Los tanques, por cierto, no lograron hacer
casi nada, pues no habían sido creados para andar por
esas alturas. En cambio la aviación se ensañó
terriblemente.
Pese a ello, en cuanto los alemanes se lanzaban al
ataque, las pendientes de las montañas cobraban
vida: las ametralladoras tableteaban hasta
atragantarse, detonaban disparos de fusiles,
explotaban sordamente bombas de mano y sobre las
cabezas de los hitlerianos caían piedras. Los
guerrilleros, replegándose en combate, lograron
romper el cerco y escapar. Las pérdidas fueron
considerables: entre muertos y heridos, casi la mitad
del destacamento. Cierto es que también muchos
hitlerianos cayeron segados por las balas de los
guerrilleros. Estos se llevaron incluso algunos
trofeos: municiones, armas y víveres. Lo que más les
alegró fue la sal. Por falta de ella, habían tenido que
alimentarse durante semanas enteras con una sopa
sosa, y a muchos de ellos se les movían ya los dientes
y les sangraban las encías.
La comida era mala, tan mala posiblemente como
en Larvik. Los prisioneros, en los campos, habían
recibido al menos, una vez al día, además de la
ración de pan, media marmita de sopa de nabos,
caliente y debidamente sazonada. En cambio los
guerrilleros no siempre lograban cocer una sopa
aguada y a veces se pasaban el día sin probar una
miga de pan. Se alimentaban con cualquier cosa, con
lo que les daban los campesinos. Sólo ahora
comprendió Grigori por qué había alegrado tanto a
los italianos el tabaco que él les enviara, pues,
frecuentemente, tenían que fumar musgo y hojas.
El hambre no le inquietaba mucho a Grigori:
estaba habituado a tener que apretarse el cinturón. Lo
principal era que combatía y pegaba duro a los
fascistas. Pero una circunstancia le privaba del
sosiego. Al encabezar el grupo, notó bien pronto que
el cargo de jefe no era sólo honorable, sino también
fatigoso, pues imponía muchas obligaciones. Era
precisamente él, Ereméiev, quien a partir de entonces
debía procurar que los veintitrés hombres recibieran
una alimentación adecuada; que al cumplirse la tarea
se evitaran, en lo posible, las pérdidas; que el aldeano
Carlo no se fuera a su casa so pretexto de tener que
V. Liubovtsev
cosechar; que el esloveno Lucezar no se peleara con
Gianni, declarando que los italianos habían
perseguido y oprimido siempre a los yugoslavos, y
que sólo ahora, cuando los rusos batían a los
alemanes en el Este, ellos se habían levantado contra
su duce. En fin, muchas preocupaciones, grandes y
pequeñas, ignoradas hasta entonces, llenaron la vida
de Ereméiev.
La gente del destacamento era muy heterogénea.
El uno se había alistado porque la conciencia le
obligaba a luchar contra el fascismo; el otro se había
hecho guerrillero porque su vecino, un camisa negra,
le había arrebatado parte de su terreno; el de más allá
se había ido a las montañas por haberse peleado con
la policía o por la única razón de no haber querido
separarse de su amigo. Había allí escolares y
estudiantes de ayer, que buscaban lo romántico de la
vida; había también campesinos y antiguos
prisioneros de guerra, soldados desertores, obreros e
intelectuales. Lozzi era un maestro comunista, y
Romano, su sustituto, un pequeño comerciante que
había militado antes en el partido de Mussolini. Pero
el odio a los hitlerianos unía a todos. Ninguno de
ellos podía hablar tranquilamente de los alemanes.
Para los italianos, serbios, eslovenos y rusos, todo
alemán era un enemigo que no merecía ser tratado
con piedad ni condescendencia.
No obstante, muchos motivos suscitaban
continuas querellas entre los combatientes. Como los
italianos eran tan apasionados y no sabían hablar
tranquilamente, las conversaciones más comunes le
parecían a Grigori altercados rayanos en peleas. Al
comentar las noticias y opinar sobre este o aquel
problema, los guerrilleros gesticulaban mucho,
interrumpiéndose el uno al otro y alzando la voz
hasta gritar. Gianni, obrero ferroviario, era
comunista. Alberto era un monárquico que tenía fe
ciega en las buenas intenciones del rey Víctor
Manuel al que Mussolini había engañado sin
escrúpulos. El tercero era un católico fervoroso; el
cuarto, socialista moderado; el quinto y el sexto no
reconocían ninguna política, calificándola de
ocupación de gentes ociosas que no regaban con el
sudor de la frente su pedregoso terreno ni sabían lo
que era hacerse callos en las manos con el azadón.
Algunos combatientes del grupo de Ereméiev eran
analfabetos, no habían tomado jamás en sus manos
un lápiz y tenían una idea muy vaga de lo que
sucedía en el mundo y ocupaba el cerebro y el alma
de la humanidad; sus intereses no pasaban los límites
de su patria chica. Ellos podían declarar de repente
que tenían que ausentarse por unas semanas para
atender los quehaceres domésticos; y no se debía
retenerles, porque, como decía Lozzi, no se podía
obligar a nadie a luchar en contra de su voluntad;
cada cual tenía el derecho de proceder a su libre
albedrío, ya que no era soldado, sino guerrillero.
Los rusos, deseosos de fortalecer un poco la
59
Los soldados no se ponen de rodillas
disciplina en el destacamento, hicieron el intento de
influir sobre Lozzi. Pero él frunciendo el ceño,
replicó categóricamente:
- ¡Ay, camaradas, si se pudiera! En nuestro país
todo es muy complicado. ¿Aceptaríais en vuestro
destacamento a antiguos fascistas? No. Pues nosotros
los aceptamos. Romano no es el único. ¿Por qué?,
preguntaréis. Porque no podemos desechar a un
hombre que ha roto con el partido de Mussolini y
quiere ir con nosotros. Está claro que le sometemos a
prueba, pero no le desechamos. Porque Mussolini ha
engañado a miles de personas honestas, que ahora
comienzan a ver claro; y es nuestro deber revelarles
la verdad. La gente acude a nosotros por su propia
voluntad, y no por movilización. Es la conciencia la
que les mueve a luchar. Por eso no podemos obligar
a nadie a que se quede en el destacamento por más
tiempo de lo que él desee...
- No se debe retener a nadie por la fuerza -dijo
Laptánov con un enérgico ademán- ni tampoco hacer
la vista gorda.
Ereméiev le apoyó:
- Hay que convencer y educar. ..
Lozzi arqueó las cejas y se echó a reír:
- ¡Qué graciosos! ¿Y aun me diréis que ponga de
educadores a los comunistas y designe a comisarios,
como en el Ejército Rojo? ¿No sabéis acaso que eso
puede producir divergencias en el destacamento?
Romano y otros empezarían a gritar que ellos han
venido aquí a luchar contra los alemanes, por una
Italia libre, y no por los comunistas. ¿Qué une en el
presente a los comunistas, católicos, monárquicos,
socialistas, etc.? El odio a Hitler que ha ocupado
nuestra patria. Sólo eso nos une a todos. Mientras
batamos al enemigo, serán comunes las cuentas, la
ira, los anhelos. Pero cuando termine la guerra, cada
cual tirará por su lado. Así es, muchachos...
- Pese a ello, haremos el intento de educar a la
gente -dijo Grigori con obstinación-. Puede que
entonces, después de la guerra, os sea más fácil a
vosotros, los comunistas, ¿eh?
Lozzi movió dubitativamente su cabeza poblada
de rizosos cabellos.
Capítulo VIII. ¡Que estalle más fuerte la
tormenta!
I
Hacía ya algunos días que Shájov, Pokotilo y
Shevchenko vivían en la barraca núm. 39 del campo
de concentración VII-A de Moosburgo. No era una
barraca corriente. Los alemanes la llamaban
Sonderblock, o sea, bloque especial, pero los
prisioneros alojados en ella la denominaban
"correccional". Al lado había otra igual que ésta, y
las dos estaban cercadas por una alambrada de púas y
aisladas del resto del campo. Un policía, apostado a
la cancela, cuidaba de que nadie saliera de aquella
zona. Únicamente los cocineros que traían la comida
tenían acceso a las correccionales.
La barraca estaba dividida en dos locales. El más
grande estaba destinado a los castigados por haber
emprendido los preparativos de una fuga o por
haberse negado a trabajar y obedecer a los policías.
En el local más pequeño, llamado calabozo, se
encontraban los sospechosos de sabotaje y
propaganda antifascista, así como los prófugos
capturados. Pero los alemanes no se atenían siempre
a esa clasificación.
Shájov, Pokotilo y Shevchenko fueron a aparar al
local común, donde había ya algunos rusos. Cerca de
ellos dormían prisioneros franceses y polacos.
Tanto los viejos moradores de la barraca como los
recién llegados comenzaron a sondearse mutuamente.
Shájov y sus compañeros tenían decidido no hablar,
por el momento, de la CFP. ¡Quién sabía a quién
habían metido allí los alemanes! Se decía que en el
calabozo había hasta antiguos policías...
Los amigos se fijaron especialmente en dos rusos.
Uno de ellos era joven, robusto, de mirada
inteligente. Todos le llamaban "Contramaestre". Al
preguntarle Efrem si era cierto que había servido en
la marina, el muchacho rompió a reír.
- ¡Qué va! Soy de la infantería... Me han
bautizado así porque llevo puesta esta camiseta de
marino. Me llamo Rostislav, o simplemente Slavka.
Era el más joven de todos. No tenía aún veintiún
años. Pero su mirada, su modo de andar y de hablar
denotaban firmeza y madurez.
El otro aparentaba más de los cuarenta. Era un
hombre delgado que se mostraba siempre sereno y
comedido, andaba des apresuradamente y hablaba
con dignidad. A Shájov le gustó que él no ocultase su
grado militar. Al estrechar por primera vez la mano a
los recién llegados les dijo:
- Soy el comandante Mijaíl Petrov.
Y miró fijamente a cada uno con sus ojos
escrutadores, hondamente asentados en las órbitas.
Bajo esa mirada le acometía a uno el involuntario
deseo de plantarse "firme".
Al principio, los viejos moradores de la barraca
hicieron mil preguntas a los recién llegados: dónde
habían combatido, cómo habían caído prisioneros, en
qué campos de concentración habían estado, por qué
habían ido a parar a la "correccional". A Pokotilo y
Shevchenko les fue más fácil responder a esta última
pregunta: según ellos, se los tenía por sospechosos de
haber realizado sabotaje. En cambio Shájov no podía
sino encoger los hombros, pues él mismo ignoraba la
causa. En efecto, no sabía explicar por qué habían
sido trasladados allá sólo tres de los miembros del
Comité.
Petrov cambió una mirada con Slavka Vechtómov
y dijo en tono calmoso y burlón:
- Pobrecito, no sabe por qué le han metido aquí.
¿Qué has sido en el campo? ¿El superior de los
Stubendienst? ¡Ah! ¿Puede que no hayas complacido
60
a algún alemán o que a alguno de los "chacales" le
haya gustado tu puestecito? ¡Ay, hermano, has
cometido un yerro! Hubieras debido servir mejor,
esmerarte, lamerles las botas a los fritzes. Entonces
habrías conservado ese puesto lucrativo...
El comandante le dio la espalda a Shájov con
visible desprecio y animadversión. Vasili sintió el
irresistible deseo de decir a voz en cuello que él no
había tratado de ganarse los favores de nadie, sino
que había luchado: sus compañeros podían
confirmarlo. Pero optó por callar; se tragó la píldora,
porque no conocía aún a esa gente ni tenía el derecho
de revelar quién era. Sus amigos tampoco podían
ayudarle. Cierto es que Pokotilo dijo con una voz que
se quebraba:
- No hay que apresurarse nunca a hacer
deducciones. La prisa hace falta sólo para cazar las
pulgas. A las personas se las juzga por sus acciones,
y no por lo que digan de sí mismas...
Petrov miró algo extrañado a Pokotilo y se
encogió de hombros. Se le habían ido, en apariencia,
las ganas de continuar la plática. Pero el sondeo no
cesó. Después de las pullas de Petrov, Shájov no
metía baza en las conversaciones; se mantenía
apartado, comprendiendo que los rusos ya no se
franquearían con él. Nunca, desde que se hallaba en
el cautiverio, había experimentado tanto dolor.
El comandante no era locuaz, ¿o se contenía?
Resultó ser colega de Pokotilo, pues, al igual que él,
había ejercido el magisterio durante cinco años.
Luego actuó en las operaciones militares contra los
guardias blancos finlandeses. La guerra le sorprendió
en Besarabia, al frente de un batallón. Se replegaba
en combate por Ucrania, cuando fue herido. Después
del hospital mandó un regimiento en las batallas de
Járkov y Vorochilovgrado. Y helo ya un año en el
cautiverio. Había pasado por más de un campo de
concentración, por la cárcel de Járkov, por los
"cuarteles de Pilsudski" en Vladímir-Volinski;
también había estado en la penitenciaria de
Nuremberg y en el campo de Munich-Perlach. En la
"correccional" se encontraba ya por segunda vez: la
primera había ido a parar al calabozo por sospecharse
que él había realizado labor de agitación entre los
obreros de una fábrica de grafito; la segunda, por
sabotaje en los talleres de reparación de automóviles
Oppel-Blitz. Hacía tan sólo unos días que le habían
traído a Moosburgo. Petrov manifestaba claramente
que no estaba dispuesto a trabajar para los alemanes
ni se lo aconsejaba a nadie.
Slavka el "Contramaestre" era más comunicativo,
tal vez porque llevara ya mucho tiempo encerrado en
la "correccional': Conocía a Mijaíl Ivánovich Petrov
desde tiempos de su primera reclusión en el
calabozo, y, por falta de experiencia, consideraba que
al Sonderblock no iban a arrojar a una mala persona.
Se prestaba de buen grado a referir a los novicios sus
tribulaciones. Había sufrido muchas penurias. Su
V. Liubovtsev
padre había sido en Manchuria maestro de una
escuela para niños soviéticos y después, empleado
del consulado soviético. La familia regresó a la
URSS en el año 1934. Slavka cursó la escuela
secundaria, y en 1940, a la edad de diecisiete años,
abandonó los estudios en el Instituto Politécnico de
Leningrado para alistarse voluntario al ejército.
Sirvió primero en el Extremo Oriente y luego en la
Ucrania Occidental. En julio de 1941, siendo
sargento de infantería y jefe de una sección de
exploradores, fue herido en las inmediaciones de
Brody e internado en un hospital. Y allí, postrado en
el lecho, fue capturado por los alemanes.
- Lo que vino luego, no ofrece ningún interés Vechtómov sonrió confuso-. Me arrastraron, como a
todos, por diversos campos de concentración. Padecí
de hambre y frío, faltó poco para que la diñara en
Lodz. En agosto del año pasado me trajeron acá;
después me llevaron a Munich, donde trabajé en un
aeródromo de la aviación civil. En marzo mi amigo
Vasia Doroféiev y yo nos escapamos. Tras andar dos
semanas hacia el Este llegamos casi hasta Yesenice,
que está en Yugoslavia, y allí nos prendieron. Íbamos
a cruzar un puente cuando los italianos nos cogieron
por el gañote y nos metieron en la cárcel. Daba pena
haber sido atrapados a dos pasos de la base de los
guerrilleros... Y, claro, nos dieron una buena tunda,
para que nos sirviera de escarmiento. Pasé de una
cárcel a otra, hasta que me metieron aquí, en el
calabozo. En mayo logré colocarme en un equipo de
obreros de la fábrica de grúas de Moosburgo.
Después de estudiar la situación, quise huir, pero me
pescaron de nuevo. Después de acosarme con perros,
me trajeron a esta barraca. Y aquí me tenéis. Pero
adondequiera que me manden, yo me escaparé de
todos modos. ¡No me tendrán metido tras la
alambrada!
A los dos o tres días los novicios fueron
sometidos a interrogatorio. Regresaron a la barraca
apaleados, con cardenales en el rostro, arrastrando a
duras penas los pies. Se tumbaron en las literas, sin
pronunciar palabra.
- Conozco la labor -dijo Slavka, sentándose al
lado de Shevchenko-. Aquí hay especialistas en hacer
picadillo. ¿De qué se os acusa?
Nikolái le describió a grandes rasgos la huelga
organizada por los prisioneros en señal de protesta
contra "Waschen". Los alemanes consideraban que
esos tres habían sido los jefes y provocadores del
motín.
- ¿Y Vasili... también?
- Sí.
- ¿Pero es cierto que vosotros estabais metidos en
el lío, o, como suele decirse, "me han casado en mi
ausencia"?
Shevchenko hizo un indefinido ademán y dijo
evasivamente:
- No hay humo sin fuego.
61
Los soldados no se ponen de rodillas
Vechtómov, movió la cabeza comprensivamente y
lanzó un silbido. No preguntó nada más, pero estuvo
un rato largo hablando en voz baja con Petrov. Al
anochecer, éste pidió a Pokotilo que le contara
detalladamente lo de la huelga.
- ¡Bravo, muchachos! -exclamó conteniendo la
voz, después de escuchar el relato de Efrem-. ¿Cómo
habéis logrado poner en pie de lucha a ochocientos
hombres? ¡Que no son diez ni cincuenta ni cien, sino
ochocientos!
- Camarada comandante, será mejor que no
hablemos de eso aquí. Mañana saldremos a tomar el
sol y entonces...
Al día siguiente, cuando todos los moradores de la
barraca, a excepción de los del calabozo, salieron al
patio, los cinco rusos se sentaron en un banco de
tierra fuera del campo visual del policía que vigilaba
junto a la cancela. Shájov explicó sucintamente a
Petrov y a Vechtómov lo que representaba la CFP y
cuáles eran sus actividades. Les dijo también que el
Consejo de la CFP de Munich les había
encomendado la tarea de ayudar a crear en
Moosburgo una organización.
Petrov fue el primero en romper el silencio:
- Perdona, amigo, por haberte ofendido. Pensé
mal de ti. Tú debes comprender por qué... Lo de la
organización es magnífico. A mis oídos habían
llegado ciertos rumores, pero yo no lograba ponerme
en contacto con nadie y obraba por propia iniciativa.
- Nosotros también hicimos el intento de formar
un grupo -suspiró Slavka-. Pero cada cual procedía
por propia cuenta y riesgo. A veces obtenía algún
resultado... En enero, cuando trabajábamos en el
aeródromo del Lufthansa, Doroféiev y yo decidimos
honrar la memoria de Lenin, el día de su muerte,
interrumpiendo la labor durante cinco minutos. Lo
convenimos con los muchachos, y a las siete menos
diez paramos las máquinas y dejamos tiradas las
cargas. Al vernos inmóviles, de pie, los franceses y
los holandeses hicieron lo mismo... Nuestro capataz,
un viejo gritón -¡había que oírle cuando chillaba!- se
quitó también la gorra de cuero y quedó inmóvil. En
el taller se produjo el más completo silencio... Y el
día en que Vasta y yo fraguamos el plan de la fuga le
pedimos un mapa a nuestro capataz, a ese mismo que
tanto se desgañitaba. Era expuesto, naturalmente,
pero si el hombre había honrado la memoria de
Lenin, ¿por qué no podíamos hacer el intento?... ¿Y
qué creéis? ¡Lo trajo! Nos dio, además, una linterna
eléctrica, dos gorras y pan. De modo que no todos los
alemanes son iguales... Hasta entre los soldados hay
quienes se compadecen de nosotros. Recuerdo que,
cuando me trajeron acá -abofeteado, mordido por los
perros- y me encerraron en la garita, el soldado que
me custodiaba anduvo, anduvo y, de pronto, dijo en
nuestro idioma: "Yo estuve prisionero en Rusia, ya
en la otra guerra. Los rusos son gente buena. No nos
trataron así. Pero no todos los alemanes son bestias.
¿Quieres fumar?" Y eso que se jugaba la vida al
ofrecerme tabaco...
- ¡Basta ya de sentimentalismos, "Contramaestre"!
-le interrumpió Petrov-. Luego, si logras salir vivo de
aquí, te dedicarás a escribir memorias. Hablemos de
la organización. No podemos prescindir de ella. De
ninguna manera. La gente está que arde de
indignación. La ira se desborda a veces, pero todo
resulta de una manera espontánea, desorganizada.
Aquí, en Moosburgo, sucedió lo siguiente...
Y habló del motín de los servidores de las piezas
antiaéreas. A finales del año 1942, los hitlerianos
decidieron capacitar a un grupo de prisioneros para
atender dichas piezas. Tras escoger por la fuerza a
más de doscientos hombres, los alojaron en una
barraca especial. Al enterarse del propósito con que
se los había reunido allí, los rusos se negaron
rotundamente a ser servidores de los cañones
antiaéreos. Los alemanes trataron primero de
convencerles de que no tirarían más que contra los
aviones de los ingleses, en cambio, serían
abastecidos como soldados. De nada valieron las
exhortaciones. Entonces los hitlerianos tomaron
represalias. Para echar de la barraca a los prisioneros,
metieron en ella a mastines. Los rusos arrojaron por
las ventanas los cadáveres de los perros, destrozaron
las literas y formaron una barricada ante la puerta.
Los hitlerianos abrieron fuego, mataron a una
veintena de hombres y distribuyeron a los restantes
entre los diversos grupos correccionales. El motín
quedó liquidado.
Habíanse dado también otros casos de rebeldía
espontánea. Los prisioneros de guerra arrancaban los
retratos de Hitler, escribían en las paredes de las
barracas consignas e injurias contra los fascistas, se
negaban a trabajar. Pero eran sólo raras explosiones
de protesta...
Shájov, sin dejar de escuchar, estaba revisando
una de sus botas. Tenía guardados bajo el forro de la
caña los documentos de la CFP. Los extrajo con
cautela y se los ofreció a Petrov.
- Lea esto, camarada comandante. Lo que allí
falte, se lo diré yo. -Y se dirigió a Shevchenko-:
Vigila mientras tanto.
- ¡Formidable! -Mijaíl Ivánovich dobló con
cuidado los papeles y se los guardó en un bolsillo. ¿Me permites?... ¡Qué alcance! Es preciso decir que
el programa está elaborado con inteligencia. ¿Qué
querías añadir?
Vasili le habló de la directiva del Consejo de
Munich respecto a la formación de grupos de
combate de la CFP para el caso de una insurrección
armada; también le dijo que a Moosburgo, centro de
deportación donde se hallaban recluidos miles y
miles de prisioneros, se le atribuía un papel muy
importante y que era preciso instituir ante todo un
comité y proceder a la creación de una organización.
Luego de cavilar un rato, Petrov dijo:
62
- Aquí, en el correccional, hay muchachos
valientes:
Konoválov,
Yurpolski,
Uvárov,
Artamóntsev y otros. Podríamos atraerlos a esa labor.
- ¿Y Platónov? -le interrumpió Vechtómóv-. ¡Es
un águila!
- Sí, un águila. Pero yo no se lo confiaría. Grisha
es demasiado expansivo, no sabe contenerse. Por
cualquier cosa se mete a pelear. ¿No habéis visto aún
su exposición de cuadros? -preguntó dirigiéndose a
los compañeros-. ¡Ya la veréis! No sale del calabozo,
le pegan despiadadamente, y él se vuelve aún más
fiero. Es, sin duda, un muchacho audaz. Cayó
prisionero en las inmediaciones de Sebastopol,
siendo teniente de navío. El brazo izquierdo, desde
que se lo hirieron, le ha quedado casi inmóvil. Hace
poco tuvo esta ocurrencia: se tatuó en el pecho el
retrato de Lenin y empezó a andar por el campo con
la guerrera desabrochada. Y, naturalmente, fue a
parar de nuevo acá, al calabozo... Es muy intrépido.
Se prestará a realizar cualquier misión. Pero no sabe
dominarse. Creo que por el momento debemos
abstenernos de incorporarlo a la organización. Hay
que ir encauzando su ira hacia lo que sea necesario.
¿A quién más podríamos llamar ahora?
Shájov intercaló:
- No tiene ningún sentido crear una organización
sólo aquí. Es preciso que abarque todo el campo.
¿Cómo hacerlo?
- Eso es posible. En las barracas corrientes hay
también hombres de confianza. Por ejemplo:
Boichenko, Shaliko, Serov, Víjoriev y otros... Pero a
mí me parece que no debemos limitarnos a los rusos.
Es preciso que con nosotros colaboren los franceses,
los polacos, los serbios, los checos... En fin, todos.
- ¿Y los ingleses también? -preguntó Vechtómov
en tono desafiante-. Mira qué jetas tienen. Reciben
paquetes por correo. Se pasan el día entero jugando
al fútbol. Esto es para ellos una casa de reposo. ¿A
santo de qué van a luchar?
- Y los ingleses, y los americanos "también" replicó calmoso el comandante, remarcando esta
última palabra-. Ellos también ven en los fascistas a
sus enemigos.
II
Al enviar a Moosburgo a esos tres prisioneros
sospechosos, el jefe del campo anejo a la fábrica
Krauss-Maffeil creía haberse desembarazado de los
cabecillas que enturbiaban las aguas. Lo mismo
opinaba su ayudante.
Pero tanto el uno como el otro notaban que la
resistencia de los rusos no estaba quebrantada y que,
posiblemente, los que habían sido deportados no
fueran los principales perturbadores del orden. Los
prisioneros continuaban manteniéndose unidos. Ya se
habían dado algunos casos de evasión, sin poderse
tampoco esta vez capturar a los fugitivos. En la
fábrica no cesaba el sabotaje.
Después del traslado de Shájov y sus compañeros
V. Liubovtsev
a Moosburgo algunos miembros del Comité opinaron
que habría que interrumpir por algún tiempo las
actividades para que los alemanes no pudiesen caer
sobre el rastro y descubrir toda la organización.
Kúritsin, no obstante, insistió con calor en que se
continuara e intensificase la lucha. Había que hacerlo
para que los alemanes no viesen justificada su
sospecha de que los tres deportados tenían algo que
ver con la huelga y el sabotaje. Si la lucha
continuaba, los hitlerianos comprenderían que no
habían apresado a quienes hubieran debido.
Cierto es que se decidió reforzar la vigilancia y
observar más cautela. Por alguna razón, después de la
deportación de Shájov y sus compañeros. "Vania"
había dejado de aparecer por allí. Aquello, sin duda,
había sido obra suya. No se habían llevado a tres
hombres cualesquiera, sino a activistas de la CFP.
Mas, cosa extraña: ¿por qué no se habían llevado a
los demás? Puesto que juntamente con Shájov no
habrían debido deportar a Pokotilo y Shevchenko,
sino a Kúritsin y Tólstikov, hombres más influyentes
que aquéllos. Eso no tenía explicación. Los
compañeros ignoraban que la administración del
campo había atrapado a esos tres de manera casual,
sin sospechar nada acerca de la existencia de una
organización. Simplemente, al conversar con el
"estudiante Vania”, a algún prisionero se le habría
ido de la lengua lo de la paliza propinada a Shulgá en
la casa de baños. De ahí había salido el hilo...
Como no habían habido más detenciones, los
miembros del Comité se tranquilizaron y la lucha de
la CFP continuó. La fabricación de toda clase de
chucherías destinadas al cambio por productos
alimenticios fue reducida considerablemente. En el
turno de la noche se hacían cuchillos, rompecabezas,
porras y tijeras para cortar alambre de púas. Estas
armas eran traídas al campo con precaución, entre las
prendas, y guardadas en escondrijos, hasta el
momento oportuno.
III
Zimmet podía ya no turbarse en presencia de
Korbukov. Después de las primeras entrevistas con el
ruso, le había quedado por mucho tiempo una
sensación de malestar. ¡No era para menos! ¡Haberse
jactado como un chiquillo de que existía el Frente
Popular Antifascista Alemán, cuando toda la
organización estaba integrada por contadas personas!
El podía ya mirar sin reparo a los ojos de Iván. En
esos meses se habían obtenido algunos resultados. La
organización contaba ya con muchos afiliados. ¿Qué
importaba que algunos de ellos actuaran por
separado, sin sospechar que este o aquel obrero
ocupado en la máquina contigua era también
miembro de la misma asociación? Lo requerían las
leyes de la conspiración. La gente, unida por grupos
de a tres o de a cinco, conocía únicamente a su
dirigente... El incremento de las filas de la
organización y su consolidación no se debía a
63
Los soldados no se ponen de rodillas
Zimmet solamente. Mucho habían hecho también los
Gutzelmann y Jahres. Los rusos habían aportado
igualmente su óbolo. Eran ellos los que habían
puesto a Jahres en contacto con antifascistas firmes
de entre los alemanes que, como él, trabajaban en la
"Krauss-Maffeil". Allí existía ya un grupo vigoroso.
Hasta Kleinsorge, el jefe de un taller, resultó ser
enemigo de los nazis, aunque estaba afiliado al
partido hitleriano.
En fin, las cosas iban viento en popa. Ya tenían
armas. Los rusos se las habían ingeniado para montar
dos emisoras. ¡Qué valientes eran! Si hubiesen tenido
a muchachos como ésos en aquellos memorables días
de abril del año diecinueve, ¡nadie hubiera podido
estrangular la República!
Sonó el timbre. Zimmet abrió la puerta. En el
umbral apareció Hans. Al pasar al cuarto exclamó
nervioso:
- ¡Karl, no se puede así! Debes decirle a Iván que
la conspiración es la base de todas las bases...
- ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
Se esclareció que, ese día, Korbukov había
llevado a un checo a la casa de los Gutzelmann y se
los había presentado diciéndole que ellos también
eran antifascistas. Hans y Emma quedaron perplejos.
¡Contarle eso a un hombre al que veían por primera
vez!... Iván había dicho, además, que Hans avisara a
Zimmet de que al día siguiente, a las cinco de la
tarde, él vendría a verle en compañía del forastero.
- Pierde cuidado, Hans. Iván es un hombre muy
prudente. Por lo visto, ha averiguado todo cuanto
respecta a ese checo...
En efecto, Korbukov había sondeado a fondo a su
nuevo conocido. Se encontraron en una piscina.
Entablaron conversación. Karel Svatopluk Mervart
hablaba en ruso con soltura. Según le explicó a Iván,
había nacido en Petrogrado en el año dieciocho. Su
padre era a la sazón un teniente del 1er regimiento
checoslovaco del ejército ruso. Karel contaba dos
años de edad cuando sus familiares regresaron a
Praga. Su padre, como antiguo legionario, recibió
una pensión y un estanco de tabaco. A instancias de
él, que simpatizaba con Rusia, Karel fue a estudiar a
un liceo ruso y luego, a la Facultad de Química de la
Universidad de Praga. No logró terminar sus
estudios, porque el país fue ocupado por los
alemanes. Después de los disturbios estudiantiles en
los que Karel había participado activamente, él se vio
obligado a abandonar la Universidad al cuarto año de
estudios y colocarse de telegrafista en el ferrocarril.
A comienzos del año cuarenta y tres le destinaron en
calidad de auxiliar de laboratorio a la fábrica
metalúrgica Leischner, en Munich. Allí tuvo poco
cuidado al hablar de política con los checos y los
alemanes y, para no caer en las garras de la Gestapo,
tuvo que ocultarse. Hacía tiempo que deseaba
ingresar en la Legión Checoslovaca formada en
Inglaterra. Al fallar en su intento de cruzar la frontera
suiza, regresó a Munich. Y helo ya varios días
viviendo como las avecicas de Dios: sin trabajo y sin
hogar. Por suerte, tenía amigos que le daban comida
y albergue...
Para Korbukov, aquello no fue suficiente. A
través de personas de confianza que trabajaban en la
fábrica obtuvo informes sobre Mervart. Lo que Karel
había dicho de sí se vio confirmado. Y sólo después
de eso Iván se decidió a atraerle a la organización y
presentarle a los Gutzelmann y a Zimmet.
Al enterarse de la existencia del grupo
clandestino, Mervart dijo que él hubiera preferido,
naturalmente, batir a los nazis en el campo de batalla
como soldado de la Legión Checoslovaca o
guerrillero; pero ya que eso era imposible por el
momento, estaba dispuesto a luchar allí.
Después de trabar conocimiento con Mervart,
Zimmet dijo, entre otras cosas, que a partir de
entonces sería mucho más fácil establecer el contacto
entre los rusos y los alemanes. Korbukov y sus
compañeros dominaban bastante bien el alemán, pero
no tanto como para hablar sobre pormenores de la
política. En cambio, Karl, conocía perfectamente los
dos idiomas.
La segunda vez que se encontraron, Zimmet no
despreció la ocasión para utilizar a Mervart como
intérprete. Jahres, los Gutzelmann y él acosaron a
preguntas a Korbukov y a Plajotniuk. Querían saber
detalles de la vida de los koljoses, y también cuál
había sido la actitud de los soviéticos frente a los
sucesos acaecidos en los últimos años.
IV
El verano transcurrió en constantes colisiones con
los hitlerianos, en combates, asaltos a las vías
ferroviarias y rupturas de las redes tendidas por las
fuerzas punitivas. Quedaban atrás cientos de
kilómetros andados por las montañas. ¡Dónde no
habrían estado los guerrilleros en aquellos meses! En
los Alpes del Tirol del Sur, en los Dolomíticos, en los
de Trento y en los Julianos. Los vientos de las
nevadas cumbres y el acariciante sol de los valles, los
altísimos puertos y los hondos desfiladeros, los
sombríos abetales y las orcas agrestes, todo había
alternado como en un caleidoscopio. De cuando en
cuando llegaban noticias de que los norteamericanos
habían realizado un desembarco de tropas en Nápoles
y libraban combates en el Sur de Italia. También se
comentaba que los hitlerianos estaban pasando las de
Caín en el Frente Oriental.
Los guerrilleros habían sufrido muchas pérdidas
durante aquel verano. En los combates habían
perecido Kalinin y Orlov. Laptánov estaba herido.
De los diecisiete rusos alistados al destacamento en
abril, sólo dos -Ereméiev y Beltiukov- habían
quedado ilesos. Pável Podobri, herido en una de esas
agarradas, se había reincorporado ya a las filas.
El destacamento se trasladó desde la espesura de
los Alpes a la zona de Udine, donde había estado
64
antes. Ello se debía a dos causas. Primera: muchos
guerrilleros no deseaban alejarse del pueblo natal,
para visitar de vez en cuando a sus familiares.
Segunda: el clima de allí era más suave, lo que tenía
mucha importancia para los guerrilleros ligeramente
vestidos y no habituados a los vientos y al frío de las
regiones alpinas. Habrían de pasar el otoño y el
invierno en los alrededores de Udine.
Pero la gente perecía no sólo en los campos de
batalla. También sucumbían algunos de los que
trabajaban en la clandestinidad. Al ingresar en el
destacamento, Ereméiev esperaba ver entre otros el
semblante conocido de Kiril, o Kirchó como había
dicho aquella vez en la taberna. Pero los días pasaban
sin que Kirchó apareciese. Un día, Grigori le
preguntó a Lozzi dónde estaba aquel muchacho. El
jefe del destacamento pegó el índice a los labios:
- ¡Chitón! El no suele ir a las montañas; está allí
abajo.
- Comprendo -Grigori lo remarcó con un
movimiento afirmativo de la cabeza.
Y al regresar en otoño al viejo lugar, Lozzi le dijo
con dolor que Kirchó y unos cuantos compañeros
más del comité clandestino de Udine habían caído en
manos de la Gestapo.
- Kirchó era un buen búlgaro, un verdadero
comunista, un valiente...
A fines de octubre, Ereméiev y sus compañeros
fueron a ver al jefe para hacerle la propuesta
siguiente: ellos se prestaban a efectuar un raid en la
ciudad, arrebatarles a los alemanes víveres y
municiones e izar una bandera roja en la roca que
descollaba sobre Udine, para, así, rendir homenaje a
la Revolución de Octubre en su vigésimo sexto
aniversario.
La idea le gustó a Lozzi. Pero, guiado una vez
más por el deseo de conservar la unidad en el
destacamento, dijo que, en honor a la justicia, habría
que izar también la bandera italiana. Los rusos se
mostraron de acuerdo.
Dos grupos se pusieron en camino: el de
Ereméiev y el de Roberto, un italiano ya entrado en
años.
Puntualizando sobre la marcha los detalles de la
acción, llegaron a la conclusión de que la batería
antiaérea sería el lugar más apropiado para proveerse
de víveres y municiones, pues estaba algo apartado
de la ciudad y Grigori conocía allí cada piedra. A ello
se sumaba la circunstancia de que los depósitos no
eran vigilados con extrema rigurosidad. Y, por
último, podía ser que allí estuvieran sufriendo como
ellos en otros tiempos, prisioneros a los que podrían
arrancar del cautiverio. Roberto le dio la razón,
ofreciéndole parte de sus combatientes para apoyarle;
los restantes irían con él a izar las banderas en la roca
y minar los accesos a la misma.
Escondido con su grupo en un refugio, Ereméiev
se pasó el día entero observando la batería. A través
V. Liubovtsev
de los gemelos de campaña, estaba a la vista como
sobre la palma de la mano. Al parecer, en aquellos
meses no se había operado ningún cambio. La misma
alambrada, las mismas barracas... Pero no se veía a
ningún prisionero, y en lugar del foso abierto para la
construcción del depósito subterráneo de municiones,
se extendía, a poca altura del suelo, una plataforma
lisa de grisáceo hormigón. Conque, a pesar de todo,
habían construido el depósito... Los puestos de
vigilancia se encontraban donde antes: uno junto al
depósito y el otro junto a la entrada. Y uno más,
junto a los cañones, pero ése no era de contar, pues
estaba lejos...
La noche avanzaba con rapidez. Desde Udine
llegó, amortiguado, el repique de las campanas de la
torre del Ayuntamiento, anunciando la hora. Diez
campanadas... Era pronto aún... Once... Había que
esperar otro poco... Doce... ¡Manos a la obra!...
El sabía que cada dos horas había relevo de
centinelas. Por consiguiente, éstos acababan de
montar la guardia. Los guerrilleros tenían que hacerlo
todo en menos de ciento veinte minutos sin efectuar
ni un solo disparo.
Grigori le dio mentalmente las gracias a Mario
por haberles enseñado, a él y a los demás rusos, a
dominarse y obrar con suma cautela, sin hacer ruido.
Habiendo dejado a unos cuantos guerrilleros en la
linde del conocido huerto, a fin de que pudieran, en
caso de necesidad, proteger con las armas la retirada
del grupo, Ereméiev y los demás avanzaron a rastras
hacia la batería. Ante todo, abrieron un paso ancho
en la alambrada, valiéndose para ello de pinzas
cortantes. Una abertura estrecha no servía, porque en
caso de alarma y bajo el fuego del enemigo, no todos
lograrían escurrirse.
- Con tal que no haya bombardeo como aquella
vez -dijo bajito Leonid.
Grigori le apretó la mano: ¡chitón! A él mismo le
inquietaba ese pensamiento.
Fue el primero en meterse por la brecha, pues, a
su entender, el jefe debía enfrentarse con lo más
difícil y peligroso. Precisamente él y su ayudante,
Beltiukov, debían quitar de en medio, sin dilación, a
los centinelas que custodiaban el depósito y la
entrada. Eso sería ya la mitad de la tarea y la garantía
del éxito.
¡Ah!, ahí estaba el centinela... Un salto, un golpe
con la culata de la pistola a la cabeza, mientras la otra
mano le tapaba fuertemente los labios al alemán...
Leonid le metió de prisa un trapo en la boca, lo
maniató y, para estar más seguro, le asestó otro golpe
en la sien.
Quitar al soldado que vigilaba a la entrada fue una
tarea más difícil, pues encima del portón se
columpiaba una bombilla azul... Los guerrilleros,
pegados a la tierra y tratando de fundirse con ella, se
arrastraron a lo largo de la cerca hacia el portón... Ya
estaban a dos pasos de él... ¡Maldita bombilla!...
65
Los soldados no se ponen de rodillas
¡Cómo estorbaba! El centinela encendió un cigarrillo.
Y ese instante fue fatal para él. Deslumbrado por la
luz del mechero, no vio cómo dos sombras se le
echaron encima. El cigarrillo cayó de sus labios. No
alcanzó a proferir ni un ay. Se desplomó al suelo,
abatido por Beltiukov.
Ereméiev se inclinó sobre él. Estaba exánime. No
obstante, por si acaso (como no había tiempo para
comprobar si respiraba aún o no), le amordazaron,
ataron y apartaron de la entrada. Ya tenían las manos
libres.
El asalto del depósito de víveres fue fácil. Se
encontraba en una barraca grande de madera.
Grigori, Leonid y Pável conocían cada rincón y
sabían dónde se encontraba cada cosa. Más de una
vez había llevado de allí a la cocina patatas, harina,
grano y azúcar. No costaba nada penetrar por las
ventanas tapadas con hojas de madera contrachapada.
Pero el depósito de municiones era distinto. Ellos
mismos habían cavado el foso y en su presencia
habían comenzado las labores de hormigonado. Era
imposible abrir los candados ni quitar las puertas. Sí,
podrían quitarlas empleando un par de bombas de
mano. Pero, ¿para qué hacer ruido? Debían retirarse
sin hacer ni un solo disparo.
Examinaron por fuera el depósito de municiones.
No había manera de penetrar en él. Las puertas eran
de acero y por los diminutos respiraderos sólo podría
pasar un gato.
Mientras Grigori se preguntaba qué hacer con las
municiones, los guerrilleros comandados por
Beltiukov y Pável sacaban del depósito de
provisiones sacos llenos de sal, tabaco, harina,
azúcar, jabón y los llevaban al otro lado de la
alambrada, donde les aguardaba el grupo de
protección.
Ereméiev llamó aparte a Beltiukov:
- Oye, Leonid, ¿cómo vamos a dejarles tantas
reservas a los fritzes? Da rabia...
- Podemos prenderle fuego a la barraca. Pero ¿qué
hacer con eso? -Leonid señaló con la cabeza hacia el
techo redondo y aplanado de hormigón del depósito
de municiones, que como una galleta gris afloraba a
tierra en la cercanía-. No se me ocurre nada.
- Los proyectiles tienen más importancia que la
comida. ¿Arrojamos un par de bombas de mano por
el respiradero?
- No te dará tiempo para apartarte de ahí. Será
mejor que eches estopa ardiendo. Deja que lo haga
yo. Vete. Tú respondes del grupo...
- ¡Cállate! Y date prisa. Me acuerdo de que en el
depósito viejo había trapos para limpiar los cañones.
Ve allá y búscalos. ¡Rápido!
Leonid regresó al cabo de unos minutos con un
montón de trapos. Al cogerlos Grigori notó que
estaban húmedos.
- ¿Y no había secos? -preguntó irritado.
- Pero si los he empapado intencionadamente en
alcohol. Allí había un tonel lleno. ¡Ojalá pudiéramos
llevárnoslo! Te aseguro que Lanka nos colmaría de
besos...
- ¡Cállate! Vete con los nuestros y esperadme, A
todos los que lleven cargas, mándales que se vayan.
Y tú quédate con los que tengan las manos libres.
Quizás debáis proteger mi retirada. Pero no abráis
fuego sin necesidad. Será mejor que nos vayamos en
silencio.
Beltiukov asintió con la cabeza, le estrechó la
diestra a Grigori y se esfumó en la oscuridad.
Ereméiev se pegó a la pared de la barraca. Tenía que
esperar hasta que los guerrilleros que portaban las
cargas se hubieran alejado a un kilómetro o kilómetro
y medio de allí. ¿Por dónde empezar?, se preguntaba
él. Lógicamente, por el depósito de municiones. Era
muy expuesto. La explosión podía producirse antes
de que él se apartara de allí. Y entonces... ¡adiós
vida! No tenía sentido comenzar por la barraca.
Porque como era de madera seca, se inflamaría
instantáneamente. Y entonces él no podría acercarse
a la mole de hormigón ni escapar de allí...
En lontananza resonaron dos campanadas. ¿Qué?,
¿eran ya las dos? ¡Diantre, él no tenía reloj!... Pero si
eran las dos debería darse prisa, pues ahora mismo
tendría lugar el relevo de la guardia...
Tras meter un trapo ardiendo por el respiradero,
corrió hacia la barraca y penetró en ella por la
ventana. Sería mejor incendiarla por dentro. Le daría
tiempo para retirarse. ¿Dónde estaban los trapos y el
tonel del alcohol?... ¡Ah, allí estaban!
La azulada lengüecita de la llama lamió los
trapos, subió a la pared y empezó a danzar por las
tablas. Grigori, lastimándose las manos en la áspera
madera, saltó pesadamente a tierra y se lanzó hacia la
alambrada. El instinto de conservación le apremiaba:
"¡Vete de aquí, rápido!"
De pronto dio traspiés y cayó. Al levantarse oyó
un gemido. Había tropezado con un hombre. ¿Quién
era? No había tiempo para pensar ni perderse en
conjeturas. La imaginación pintaba el cuadro
siguiente: la estopa ardiendo había caído sobre una
caja de municiones. Ya ardían las tablas. Ya se había
calentado al rojo la ojiva de un proyectil. De un
momento a otro... Era mejor no pensar en lo que
podría ocurrir de un momento a otro.
Grigori cargó con el hombre y, jadeando, siguió
adelante a toda prisa para escapar a lo que su
imaginación pintaba. En algún rincón de la
subconsciencia surgió de golpe, para desaparecer al
instante, la idea de que había que haber
encomendado esa tarea a otro. Entonces no hubieran
dejado a un compañero a merced del enemigo.
Se olvidó por completo de que no había sonado
ningún disparo y que, por consiguiente, no podía
haber heridos. Cierto era que aun acordándose de
ello, no habría dejado de llevar su carga, pues más de
una vez se había dado ya el caso de que los
66
guerrilleros perdían el conocimiento a causa de la
debilidad, del hambre o de alguna vieja herida que se
había hecho sentir repentinamente.
Perseguido por el miedo, Grigori se desvió del
camino y se alejó del grupo de protección que
continuaba esperándole. Se desplomó exhausto. Le
faltaba aire. Al mirar atrás vio un rojo resplandor
sobre el emplazamiento de la batería y las diminutas
figuras de los alemanes que corrían ajetreados
alrededor de la barraca ardiendo. Pero el depósito de
municiones no explotaba. ¿Habría fracasado la
tentativa de volarlo?
Grigori arrojó una furtiva mirada al herido.
¿Quién había perdido el conocimiento? Quedó
atónito al percatarse de que no era ningún guerrillero,
sino el centinela alemán al que habían derribado
junto al depósito. Tenía los ojos cerrados y la cara
anegada en sangre. No obstante, a los tenues reflejos
del incendio Grigori reconoció en él al soldado
jovencito que, en cierta ocasión, le había advertido de
que el suboficial Gotzke era un zorro astuto.
Sin comprender por qué lo hacía, Ereméiev volvió
a cargar con el hombre y siguió adelante hacia el
lugar convenido.
Mientras se arrastraba, no dejaba de preguntarse:
"¿Se producirá la explosión o no?" Era lo único que
le inquietaba en aquel momento. Ya había perdido la
esperanza cuando notó de pronto que la tierra se
estremecía debajo de él. Al instante, una columna de
fuego se elevó al cielo y un estruendo ensordecedor
se expandió por la comarca, desgarrando el silencio
de la noche.
V
Quien observara a Vechtómov sin conocerle, se
resistiría a creer que el corazón de aquel mozuelo
calmoso y bonachón podría dar cabida a tanta ira y
tanto odio. El, que hablaba con cierta cordialidad de
algunos alemanes probos que se le habían cruzado en
su camino, se enfurecía de tal manera al ver a los
prisioneros lacayos de los hitlerianos que daba miedo
mirarle en aquellos momentos.
- ¡Hay que estrangular a esos reptiles! -repetía,
sofocado por la furia.
Por eso se aferró con las dos manos al punto del
programa de la CFP donde se indicaba que los
prisioneros debían organizar tribunales para luchar
contra los traidores. Y aunque los demás no lo
consideraban como una tarea de primer orden, él
logró que el tribunal fuese instituido. Al principio le
nombraron presidente del mismo; pero luego, al ver
que en algunos casos él no había obrado con
objetividad, que el odio le cegaba, resolvieron
designarle al cargo de fiscal. Pues la misión del
tribunal, según lo entendían Petrov y otros
compañeros, no consistía únicamente en darle su
merecido al traidor, sino también en enseñar a todos
las causas de la alevosía. Vechtómov se mosqueó al
principio; pero luego se apaciguó. Hasta resultaba
V. Liubovtsev
mejor ser fiscal, pues así podría no contener la ira.
Con envidiable tesón buscaba entre los recluidos en
el calabozo y las barracas correccionales a ex
policías, stárostas, jefes de equipo y otros, lo que no
era nada fácil hacer, ya que estaba privado de la
posibilidad de llevar las investigaciones en amplia
escala, solicitar la colaboración de prisioneros de los
campos de tipo corriente y organizar careos para
desenmascarar a los traidores.
Cabe decir, que después de las derrotas sufridas
por los fascistas en la región del Volga y el arco de
Kursk, muchos perjuros que se habían ganado los
favores de los alemanes y ensañado con sus
compatriotas, comprendieron que no era de esperar
ya nada de Hitler y que la situación cambiaba
radicalmente. Los más perspicaces empezaron a
renunciar, bajo toda clase de pretextos, a sus cargos y
trataban de evadirse para luego, al ir a parar a otro
campo de concentración bajo otro nombre y apellido,
fundirse con la masa de los prisioneros o de los
civiles caídos en el cautiverio.
El Comité de la CFP creado en Moosburgo
comprendía que esos renegados eran capaces de
traicionar de nuevo a sus compañeros. Era sobre todo
muy grande el peligro de su infiltración en la
organización clandestina.
Un único síntoma les diferenciaba del resto de los
prisioneros: eran más gordos que los demás. Pero
este indicio podía ser engañoso, pues en las barracas
correccionales se encontraban asimismo evadidos de
las granjas rurales, fábricas de azúcar molinos, donde
habían trabajado. Ellos también tenían buen aspecto.
¿Cómo saber, pues, quién de ellos había sido policía
y quién trabajador? ¡No lo llevaban escrito en la
frente!
Pero Vechtómov tenía un olfato especial. Tras de
hablar una u otra vez con el sujeto que le parecía
sospechoso, pedir referencias acerca de él a sus
vecinos y observarle, Slavka le identificaba sin
equivocarse. Shájov y Pokotilo se preguntaban,
extrañados, cómo lograba él descubrir a los traidores.
- Todos ellos guardan entre sí un parecido
asombroso -explicaba él-. Los tengo ante mis ojos.
Cuando recuerdo cómo esos reptiles se ensañaban en
mis compañeros, me parece que calo hasta el fondo a
cada uno de esos que andan entre nosotros...
Vechtómov no se daba descanso en la búsqueda
de los felones. Por intermedio de Iván Yurpolski,
limpiador del calabozo, uno de los pocos que tenían
libre acceso a las barracas correccionales, él
transmitía al campo común las señas personales de
los sospechosos. Al que conociera a algún policía o
intérprete, le pedían que se acercara de día a la
alambrada y le enseñaban disimuladamente al
sospechoso. Si el testigo reconocía al traidor,
comunicaba a través de Yurpolski cuanto sabía
acerca de él. Y entonces se reunía el tribunal. Luego
de acorralar en el semioscuro cuarto de aseo al
67
Los soldados no se ponen de rodillas
policía en cuestión, le sometían a interrogatorio.
Aunque había presidente -en los últimos tiempos lo
era Petrov-, casi todos participaban en la vista de la
causa. Cuando el acusado negaba su culpabilidad y
quería escurrir el bulto, Vechtómov, utilizando los
datos que había logrado recoger, le ponía entre la
espada y la pared. Los policías y otros traidores, por
regla general cobardes, desembuchaban, aunque
trataban de demostrar que eran personas de buen
corazón y que no habían maltratado a los prisioneros.
Eso lo habían hecho otros. Después del
interrogatorio, se pronunciaba la sentencia, adoptada
por todos. El castigo dependía de la gravedad del
delito. Los más miserables eran condenados a
muerte. A los alemanes se les explicaba que el
prisionero había sido castigado por haberle robado el
pan a un compañero.
Dos grupos de la CFP actuaban ya en el Stalag:
uno en el campo correccional, adonde llegaba gente
de continuo para completar luego los equipos de
obreros, y el otro en el campo común. Cada grupo
difundía entre los prisioneros las ideas de la CFP.
Pronto tuvieron adeptos en la cocina y en la oficina
de trabajo encargada de distribuir a los cautivos entre
las empresas. A través de Evgueni Serov, empleado
de la misma, que a la par del comandante
Máslennikov dirigía el grupo del campo común, se
logró que decenas de prisioneros; afiliados a la CFP
fuesen destinados a los diversos equipos de trabajo
del Sur de Alemania.
Los emisarios de la CFP agrupaban en torno a
ellos a activistas enérgicos que efectuaban labor de
sabotaje, organizaban evasiones, hacían propaganda
antihitleriana y antivlasovista, juzgaban a los
traidores y establecían contactos con los obreros y
prisioneros de otros países. Sólo en los campos de
concentración de Baviera se registraron en 1943 más
de veinte mil evasiones. A los vlasovistas les daba
miedo entrar en los campos de los rusos, pues éstos
les apedreaban y no les dejaban hablar. Después de
los golpes fulminantes asestados por el Ejército
Soviético en el Este, los alemanes que custodiaban
los campos de concentración de Alemania también se
volvieron más mansos. Algunos de ellos trataron de
aprender ciertas palabras en ruso, preguntando con
zozobra si era cierto que los bolcheviques no
admitían prisioneros, sino que fusilaban en el acto a
los capturados. Los rusos les explicaban que eso lo
había inventado Goebbels y que los soviéticos eran
muy humanos.
La situación de Alemania fue haciéndose cada vez
más alarmante. La atmósfera se caldeaba. Entre los
obreros e intelectuales alemanes crecía el
descontento. La Gestapo andaba husmeando por el
país para caer sobre el rastro de las organizaciones
clandestinas de la Resistencia. A fin de luchar contra
la CFP, acerca de cuya existencia -pese a todas las
precauciones- los alemanes se habían enterado, fue
instituida una sección especial de la policía secreta.
Los campos de los "obreros orientales" y de los
prisioneros de guerra se vieron invadidos por
provocadores y agentes de la misma. Los metían en
los equipos de trabajo, exigiéndoles que se infiltrasen
en la organización. Pero los prisioneros estaban sobre
aviso y no se franqueaban con cualquiera.
El castigo de los ex policías, que después de las
barracas correccionales, había comenzado a
practicarse también en las demás barracas del Stalag,
no pudo menos de poner en guardia a la Gestapo.
Con tanta más razón que en cosa de dos o tres meses
se había descubierto en los Sonderblock a unos
treinta traidores y provocadores.
Una noche, dos oficiales de la Gestapo y el
sargento Moroz, vlasovista del destacamento de la
guardia, irrumpieron en la barraca núm. 39 y
mandaron formar filas. Los oficiales pasaron en
silencio ante la formación, fijándose detenidamente
en cada rostro. Moroz, con el fusil automático
terciado, vigilaba a la entrada.
El oficial más viejo dijo con voz chillona y
áspera:
- Aquí se descubren ya ladrones en demasía. Y
todos -no se sabe por qué- han sido intérpretes y
policías.
Pasó una vez más ante la formación y se paró ante
los franceses.
- Señores, ustedes que son gente civilizada,
¿cómo pueden tolerar tan bárbaros ensañamientos?...
Les advierto que si el linchamiento vuelve a
repetirse, aunque sea una sola vez, todos serán
fusilados. En primer lugar, los rusos y luego, los
serbios, los polacos y los franceses, o tal vez todos
juntos.
- ¡Mientes, canalla! -rugió alguien-. ¡No nos
fusilarás a todos! ¡Y si nos matas, otros se
levantarán!
Los de la Gestapo corrieron hacia allá.
- ¿Quién lo ha dicho? ¡¿Quién?!
Los prisioneros callaban sombríos. En la fila de
atrás, Shájov y Vechtómov asían de los brazos a
Platónov, que temblaba de furia. La luz de la linterna
se deslizó por los semblantes.
Una sonrisa burlona torció la boca del oficial.
- ¡Te ocultas a espaldas de otros! ¡Puerco!
¡Quieres que otros paguen el pato! ¡Tú sabes hacerlo
sólo a la chita callando!
Platónov pugnaba por decir algo y salir de la
formación. Los compañeros le contenían a duras
penas.
- ¡Ya os atraparé, a ti y a tus compinches! -dijo el
oficial en tono amenazador y giró sobre los talones-.
¡Todos a dormir!
Shájov discurrió para sus adentros que el
comandante Petrov había tenido razón al opinar que,
por el momento, no se debía incorporar a Platónov a
la organización. Más que hombre, ¡era pólvora!
68
VI
-¡Grigori! -Beltiukov, de puro gozo, le dio una
dolorosa palmada al hombro-. ¡Qué diablejo! Yo
creía ya que tú... Nos cansamos de esperarte. Como
no aparecías después de que ardió la barraca, pensé
que algo te había sucedido. No podíamos volver ya a
la batería. Te dimos por muerto... ¿Cómo hemos
podido perdernos de vista? ¿Quién es éste? ¿Para qué
lo has traído?
- No sé -Grigori abrió anchamente los brazos-. De
buenas a primeras creí que era nuestro. No me dio
tiempo para pensar. .. Y luego vi que era un alemán.
Pero le reconocí. Es el mismo que aquella vez me
puso sobre aviso. ¿Recuerdas?
- Bueno. ¿Y qué hacemos con él?
Ereméiev se encogió de hombros. Sabía que entre
los guerrilleros era ley irrevocable no hacer
prisioneros. En las montañas no había campos de
concentración ni hombres para custodiar a los
cautivos ni tampoco víveres para alimentarlos. Los
enemigos capturados debían ser pasados por las
armas; tal era la cruel necesidad de la guerra de
guerrillas. Pero Ereméiev sabía también que a él no
se le movería la lengua para ordenar que fusilasen al
muchacho. El no permitiría que le mataran. Era
soldado, y no verdugo. En el campo de batalla
hubiera podido liquidar sin vacilación a éste o a otro.
Pero en aquel momento... El chico, por añadidura, no
era ningún enemigo, sino hasta en cierto modo un
simpatizante de los rusos. Pues su advertencia acerca
del suboficial le hubiera podido costar caro… Y sin
embargo, ¿por qué Grigori le había llevado a cuestas
hasta allí? Al ver que no era de los propios, hubiera
podido dejarle tirado. Y ahora, ¡a devanarse los
sesos!
Llamó aparte a Leonid y a Pável y les expuso sus
dudas. Podobri se enfureció y sacando la pistola de
debajo del cinturón, gritó:
- ¡V-v-vaya u-un p-p-problema! ¡L-liquidarle... y
a-asunto co-concluido!
Ereméiev le asió de la mano.
- Espera, Pável, yo no he terminado... Matar a una
o dos docenas de fascistas es una acción loable.
Cuando ellos van armados. Pero éste no lleva armas.
Y además, no es un fascista. Ni es nuestro, claro está,
ni es fascista. Siempre tendremos tiempo para
liquidarle. Lo más difícil -¡y más importante!- es
hacer de él una persona. Pues según van las cosas, el
pueblo de Alemania llegará al poder. ¿Comprendes?
¡¿Quién creará la nueva Alemania si liquidamos a
todos los que, como éste simpatizan con nosotros?!
Acababa de concebir esa idea. Y se aferró a ella,
convencido de que tal era precisamente la razón que
le impedía fusilar al prisionero. Beltiukov, a su lado,
mordisqueaba en silencio una hierbecita. No decía ni
sí ni no. Podobri objetaba acusando a Grigori de
blandura y mentecatez intelectual; dijo que en él se
había despertado a destiempo el antiguo maestro, que
V. Liubovtsev
en la guerra era preciso guerrear y no dedicarse a la
reeducación del enemigo y que el único idioma
convincente para los alemanes era el de las armas.
- ¿Eso es todo lo que querías decir? -Leonid
escupió la hierbecita-. Creo que Grigori tiene razón,
aunque sé que la cosa nos acarreará muchos
contratiempos.
- Eso es a lo que yo iba. Por mí, que viva. Pero no
vaya a resultar como suele decirse: éramos pocos y
parió la abuela. Oye, Grigori, si no quieres que esta
muerte pese sobre tu conciencia, suéltale. Deja que
regrese a la batería. Eso servirá también de
propaganda en favor nuestro. Dirán que somos
humanos, porque lo hemos soltado cuando
hubiéramos podido liquidarle...
Los amigos se acercaron al cautivo. Leonid le
iluminó con la lámpara de bolsillo. El soldado había
vuelto en sí. Estaba sentado en una pose incómoda encorvado, con la cabeza encogida-, porque tenía las
manos atadas a las espaldas. Un chorrito de sangre le
corría desde la frente hacia la barbilla. El miedo se
había petrificado en su semblante.
Ereméiev le desató las manos y ordenó a Pável
que le pusiera un ligero vendaje en la cabeza. En
cuclillas ante el alemán, le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
El soldado apenas pudo despegar los labios:
- Woldemar Gutzelmann.
- ¿Es un nombre alemán?
- No. Creo que es francés. No sé.
- No tiene importancia... ¿Puedes andar? A ver,
haz la prueba.
El alemán se levantó, dio unos pasos inseguros y
se tambaleó. Beltiukov le apoyó y le ayudó a
sentarse.
- Hum, estás flojillo para andar -comentó Grigori. Bueno, descansa hasta mañana. Y luego irás
despacito a la batería. No está lejos. En total, a unos
tres kilómetros de aquí. Lo principal es bajar a la
carretera. Allí te recogerán.
El soldado meneó la cabeza. En sus ojos brillaron
lágrimas.
- Imposible. Si no me fusilan ustedes, me
fusilarán allí. No creerán que los guerrilleros me han
soltado. Dirán que yo les he ayudado. Si yo hubiese
estado, maniatado, en el recinto de la batería, quizá
me hubieran creído. Pero, de todos modos, me
habrían enviado a una compañía de castigo. Hubieran
dicho que yo había dormido en mi puesto...
- Si hubieses quedado allí, hace tiempo que
habrías estado en el cielo... Porque el depósito...
kabut! -Y Ereméiev, para ser más gráfico, echó las
manos hacia arriba e imitó el estrépito de una
explosión.
Leonid le dio la razón al alemán:
- Claro que él no puede volver allá. Viene a
resultar como en la canción: aquí plomo y allí
plomo... En resumidas cuentas, no hay salvación.
69
Los soldados no se ponen de rodillas
Kaput!
- Kaput! -murmuró el prisionero con los labios
solamente y quedó cabizbajo.
Grizori, acordándose del suboficial, le preguntó a
Woldemar si deseaba pasar a Suiza para esperar allí
el fin de la guerra.
- ¡Pura fantasía! -el alemán sonrió tristemente-.
¡Andar trescientos kilómetros por montañas
desconocidas, solo, sin mapa ni brújula ni
provisiones! Si no me pescan los gendarmes y no me
fusilan como desertor, me liquidarán vuestros
guerrilleros...
- Hay que tomar alguna decisión -dijo Grigori,
levantándose.
- Ya que las cosas están así, que se venga con
nosotros -Leonid se sacudió el polvo del pantalón-.
Debemos preparar a nuestros muchachos para que
nos apoyen. Porque ellos no tragan a los alemanes.
Hay que hablar con cada uno y decirle que este
soldado es un antifascista, que nos ha ayudado
cuando nos encontrábamos aún en el campo.
¡Vamos!
Roberto y sus combatientes llegaron dos horas
después. Venían emocionados porque habían logrado
izar las banderas y minar los accesos. ¡Qué explosión
más potente se había producido en la batería! ¡Un
espectáculo grandioso!
Luego de distribuir las cargas entre los dos
grupos, rompieron la marcha hacia la base del
destacamento. Todos estaban de buen humor. ¡Y no
era para menos! ¡Cuántos sinsabores habían
ocasionado a los alemanes sin perder ellos ni un solo
hombre! Y además, percibían a sus espaldas el
agradable peso de las mochilas llenas. Ya tenían
víveres y tabaco para todo un mes.
Y sólo Grigori y sus compañeros se sentían
abrumados. La perspectiva de tener que hablar con el
mando del destacamento acerca del prisionero
empañaba la alegría de haber cumplido con éxito la
misión. Grizori volvía a cada momento la mirada
hacia el soldado, al que por turno apoyaban sus
combatientes. Había logrado convencer a los suyos.
Ellos accedían a perdonarle la vida al alemán a
condición de que el jefe y sus compañeros
respondiesen de él. Pero, ¿qué sucedería en el
destacamento?
VII
El valor manifestado por los soviéticos en el
cautiverio fascista les granjeó las simpatías de los
demás prisioneros. Los serbios, los checos, los
franceses, los polacos y representantes de otras
nacionalidades que recibían en los campos de
concentración paquetes de la Cruz Roja trataban de
aliviar en lo posible la dura situación de los rusos,
compartiendo con ellos los víveres y el tabaco y
comunicándoles las noticias llegadas del teatro de la
guerra.
La CFP fue planteándose tareas de más vasto
alcance. Quería aunar los esfuerzos de todos los
prisioneros de guerra y ponerlos en pie de lucha
contra el fascismo.
Donde las condiciones lo permitían, se crearon
grupos de la CFP integrados por extranjeros. Los
soviéticos mantenían estrechas relaciones con los
prisioneros progresistas, procurando a través de ellos
ejercer influencia sobre los demás compatriotas.
Esa labor se realizaba también en Moosburgo.
Petrov y Shájov establecieron enlace con el
comunista Branko y el doctor Kičič, los cuales
gozaban de prestigio entre los prisioneros serbios.
Vladímir Bondariets se puso en contacto con los
polacos Crzybowski y Wrólewski. Por encargo del
Comité de la CFP, Ilyá Fedkó penetró en la zona de
los hindúes y organizó allí una colecta de víveres
para los prisioneros debilitados.
Los
vínculos
internacionales
fueron
fortaleciéndose cada vez más en ese campo de
concentración, uno de los más grandes de Baviera, lo
que permitió llevar a cabo con éxito, en el transcurso
de algunos meses, un vasto programa de acción:
incorporar a los equipos de obreros, a través de la
oficina de trabajo, a miembros de la CFP con tareas
concretas: abastecer de víveres por algún tiempo a
los prisioneros que se preparaban para la evasión;
averiguar las últimas noticias de los frentes; obtener
ayuda para los enfermos y débiles, así como esconder
en la zona de los prisioneros extranjeros a los rusos
que corrían el peligro de ser duramente castigados.
...Un día, el comandante Petrov reunió a sus
compañeros en el cuarto de aseo.
- Me ha venido la idea de celebrar el vigésimo
sexto aniversario de la revolución. ¿Qué os parece? dijo, frotándose por costumbre la frente.
- Aquí es posible -repuso Shájov-. Pero en el
campo común, no sé. No podemos confiar en todos.
- Lo pensaremos. Los muchachos de allí verán la
forma de hacerlo. Naturalmente, aún hay miserables
capaces de denunciar a los oradores...
- ¿Qué le parece Mijaíl Ivánovich, si quitamos las
bombillas? Para quedar en la oscuridad... -propuso
Vechtómov.
- ¡Estupendo!
A avanzadas horas del 6 de noviembre, en la
sección común del Sonderblock núm. 39 nadie
pensaba ir a dormir. No había habido necesidad de
quitar las bombillas, pues allí todos eran gente de
confianza. Ciento cincuenta hombres -franceses,
serbios, polacos y rusos-, sentados en las literas,
escuchaban el informe de Petrov. El hablaba
pausadamente, porque su discurso era traducido.
Cierto es que los serbios y los polacos lo entendían
casi todo sin ayuda del intérprete; sólo de cuando en
cuando alguno de los que dominaban el ruso
puntualizaban éste o el otro pasaje del informe. Un
polaco lo vertía al francés.
Las palabras de Petrov caían pesadamente en el
70
silencio de la barraca:
- Cada uno de nosotros tiene patria. Llámela cada
cual a su manera, en su idioma... Pero esa patria gime
hoy bajo la férula de Hitler, padece bajo el yugo de
los invasores; nuestras madres, mujeres e hijos se
ahogan en un mar de lágrimas; la tierra gime bajo las
botas fascistas. En Rusia y en Francia, en Polonia y
en Servia, nuestros hermanos libran una lucha
encarnizada contra los alemanes. Nosotros sufrimos
en el cautiverio. ¿Significa eso que ya no somos
combatientes y que debemos esperar, resignados, el
desenlace de la lid? ¡No y no! Cada cual debe hallar
el lugar que le corresponde en esta patriótica lucha.
¿Cómo puede llamarse hijo el que ha abandonado a
su madre en un momento crítico? ¡Sólo un infame
puede hacer eso!
Petrov espero que los intérpretes terminasen de
traducir lo que había dicho. Alguien le ofreció un
cigarrillo encendido. Ello rechazó ceñudo.
- Hace veintiséis años que, en esta misma fecha,
respondiendo al llamamiento de Lenin, los soldados,
marinos y guardias rojos se lanzaron al asalto del
Palacio de Invierno, el último baluarte de la
burguesía. La revolución triunfó. Pero su bandera
está teñida no sólo por la sangre de los rusos,
ucranianos, bielorrusos y otros pueblos de Rusia.
También hay en ella gotas de la hirviente sangre de
los ingleses y franceses, alemanes y polacos. Por esa
revolución, por el primer país de los trabajadores
combatieron la francesa Jeanne Laboure y el serbio
Oleko Dundic, el checo Jaroslav Hašek y le húngaro
Máté Zalka. Combatieron no sólo en las filas del
Ejército Rojo, sino también en su patria, negándose a
cargar las armas que los capitalistas enviaban a los
guardias blancos e invasores. Luchemos pues
también nosotros, aquí, tras la alambrada, hombro
con hombro contra el fascismo. Ese será nuestro
aporte a la guerra contra el enemigo común. Al
luchar en los campos contra los hitlerianos,
lucharemos así cada uno por su patria y todos juntos
por la liberación de la humanidad, por la justicia y la
paz en la tierra. ¡Que nuestra unión y nuestra
solidaridad sean una arma terrible en esta lucha!
Se oyeron aplausos. Petrov alzó la mano:
- Cuidado, compañeros. No conviene llamar la
atención...
Después del comandante intervinieron con breves
discursos representantes de los franceses, serbios y
polacos. Tenían los rostros inflamados y los ojos que
ardían. Al observarles, Shájov se admiraba de la
belleza especial que parecía irradiar de ellos. Tenía la
sensación de que le crecían alas. De que bastaría
agitarlas para remontarse a alturas cada vez
mayores...
Uno de los franceses saltó de su asiento y,
arrancándose la boina, entonó una canción. Todos a
un mismo tiempo le hicieron eco. Por la semioscura
barraca se expandió con creciente sonoridad La
V. Liubovtsev
Internacional, cantada en cuatro idiomas. No todos
sabían la letra del himno, pero la melodía si.
A la puerta asomó la cabeza de uno de los rusos
que vigilaba a la entrada:
- ¡Silencio! Que el policía junto a la cancela mira
ya inquieto hacia acá.
Petrov hizo un ademán, como diciéndole:
"¡Déjanos en paz! No estropees la canción. ¡Al
diablo el policía!"
A continuación cantaron La Marsellesa, Katiucha
y otras canciones.
Los franceses hicieron un pequeño obsequio a los
rusos: tres galletas y unos cuantos cigarrillos a cada
uno. El carirredondo Jean, aquel que había entonado
La Internacional, dijo:
- Camaradas, a falta de champaña, que es lo que
corresponde tomar ahora, aceptad nuestro modesto
agasajo. ¡Pero quedamos debiéndoos la champaña! concluyó, guiñando un ojo alegremente.
VIII
Las pobladas cejas de Lozzi comenzaron a
temblar y se arquearon en un gesto de perplejidad al
oír él lo que Grigori pedía. No le dejó acabar. Con un
rotundo "¡No!" le dio la espalda, dando a entender así
que no deseaba tratar sobre este tema. Pero Grigori
no cejó en su intento. Se plantó de nuevo ante él,
recalcando que eso lo deseaba todo su grupo. Lozzi
rugió otra vez: "¡No! ¡Al prisionero hay que
fusilarlo!" Grigori puso en juego la última carta:
- Entonces, camarada Lozzi, Leonid, yo y los
demás compañeros rusos nos veremos obligados a
irnos del destacamento.
- ¿A dónde?
- A la brigada de guerrilleros rusos que opera en
Yugoslavia. No está lejos. En total, a unos
cuatrocientos kilómetros de aquí.
- ¡Váyanse allá con su alemán! -gritó exasperado
Lozzi-. ¡Veremos cómo le recibirán!
Grigori se volvió bruscamente. No había querido
exacerbar las pasiones. En realidad, hacía poco que
se habían enterado acerca de la existencia de dicha
brigada y no habían tenido aún tiempo para tomar
alguna decisión. Pero ya que se trataba de defender
los principios...
- Oye, Grigori -le retuvo Lozzi-, hablemos con
calma. Si no, tú gritas, yo grito, y cada cual se oye
sólo a sí mismo. Siéntate. Mira, además de infringir
la regla y asumir una gran responsabilidad, vosotros
os echáis sobre los hombros una carga bien pesada.
Pues no podréis dejar de vigilar al alemán ni de día ni
de noche. Cuando vayáis a cumplir una misión
tendréis que llevarlo con vosotros. Pues nadie
quedará aquí a vigilarle. También habrá que darle de
comer. ¿Se lo merece?
- Naturalmente. Todo ser algo humano se lo
merece.
- ¡Qué gente más rara sois vosotros, los rusos!...
Aunque tú eres comunista y yo lo soy también, no
71
Los soldados no se ponen de rodillas
podemos entendernos. Y si yo no puedo entenderte,
menos aún podrá Romano. Los hitlerianos nos han
causado mucho menos daño que a vosotros. No han
incendiado nuestras aldeas ni arrasado nuestras
ciudades. Y sin embargo, nosotros, los italianos, les
odiamos por todo lo que han perpetrado en Italia...
En cambio tú y tus compañeros, que por culpa de los
fascistas habéis padecido tanto en los campos de
concentración, ¡os mostráis tan generosos con ellos!
- Máximo Gorki dijo: "Si el enemigo no depone
las armas, hay que matarlo". No sé si me he
expresado bien en italiano. Y éste, aun teniendo un
arma en las manos, no ha sido un enemigo. ¿Por qué,
pues, debemos matarlo?
- Temo, Grigori, que tu humanismo redunde en
una desgracia. -Al cabo de una pausa Lozzi se dio
una palmada en las rodillas y dijo-: ¡Tened cuidado!
Su rostro sombrío se dilató de pronto en una
ancha sonrisa.
El ex soldado de la batería antiaérea Woldemar
Gutzelmann era ya el vigésimo cuarto combatiente
del grupo de Ereméiev. ¿Combatiente? No tanto.
Sería difícil precisar qué era en realidad. ¿Prisionero?
En parte, sí. Eso se notaba sobre todo en los primeros
tiempos, cuando muchos guerrilleros le miraban con
desconfianza y no le quitaban el ojo de encima.
¿Compañero? Sí, los rusos le trataban como a un
compañero. El comía de la misma marmita que ellos,
dormía a su lado bajo un mismo capote, iba por las
mismas sendas que ellos, empapado por la lluvia y
azotado por vientos gélidos que calaban hasta los
huesos, e igual que ellos, sufría accesos de una tos
desgarradora al fumar tabaco mezclado con
hojarasca. Pero los italianos y los yugoslavos
tardaron mucho en admitirle en su ambiente y
reconocerle como compañero. Las miradas y el
tratamiento de que era objeto le hacía sentir de
continuo que él era tolerado únicamente por
satisfacer a los rusos y que, si no le tenían como
rehén, en el mejor de los casos le consideraban como
soldado internado del enemigo.
Los rusos preguntaron en seguida a Woldemar
qué había sucedido en la batería después de su
evasión. El les contó que la fuga se descubrió a la
mañana del día siguiente. E inmediatamente se
procedió a la persecución de los evadidos con ayuda
de los perros. El también había tomado parte en la
misma. Pero no se habían alejado más que a unos
pocos kilómetros del lugar, cuando volvieron sobre
lo andado: no osaron ir más allá. Capturaron a un
solo hombre que, inexplicablemente, en vez de
marchar hacia el Norte, iba hacia el Este. Le pegaron
duro y lo llevaron a la Gestapo. Woldemar oyó decir
luego que el hombre aquel, al igual que los demás
prisioneros, había mantenido contacto con un italiano
cuyo huerto se encontraba al lado mismo de la
batería. Al hortelano lo habían detenido también.
Grigori cambió una mirada con sus compañeros.
Conque Andréi, en la Gestapo, había delatado al
italiano. ¡Miserable! Capturado por su cobardía,
había causado la perdición a un buen hombre... Ellos
tenían la culpa. Mas ¿quién podía saber que Andréi
habría de portarse así? De haberlo sabido, no
hubieran hablado tanto en su presencia...
- ¿Y el suboficial Gotzke? -inquirió Ereméiev.
- Se lo llevaron también a la Gestapo. Dicen que
quería huir a Suiza. Pero después lo soltaron. Y ahora
está en la comandancia de Udine.
- Va ascendiendo, pues. ¿Como escurrió el bulto?
El alemán se encogió de hombros:
- No sé... Me parece que ya antes había mantenido
relaciones con la Gestapo. Siempre rondaba a los
soldados y platicaba con ellos sobre política... Pero,
¿para qué necesitan los soldados la política? Pensar
en ella aún pueden; pero hablar. ¡Dios libre y guarde!
Woldemar era oriundo de Munich. Sus padres
residían aún allí. En 1931, a la edad de siete años,
había ido con ellos a Leningrado a visitar a una tía, la
hermana mayor de su madre. La ciudad a orillas del
Neva no le había gustado, porque allí hacía frío y
llovía. Pero conservaba un recuerdo indeleble de los
días pasados en Crimea. Sobre todo de la semana
vivida en Artek. ¡Oh, aquello había sido un sueño!...
- ¿Cómo fue a parar tu tía a Leningrado? preguntó Beltiukov-. ¿Como emigrada?
- No. Ella estaba casada con un médico ruso que
había caído prisionero en la primera guerra mundial.
Al estallar la revolución en Alemania, ellos se
trasladaron a Rusia…
- ¿Qué opinión tienen tus padres acerca de los
comunistas?
- No sé... Pero odian a los nazis. Recuerdo que
mamá estuvo en la cárcel cerca de dos años. Yo
contaba diez cuando se la llevaron.
- ¿Por qué?
- Los chiquillos de nuestra calle me llamaban "el
hijo de la ladrona", "el defensor de los judíos" y me
hacían objeto de befas. Yo lloraba... Al preguntarle a
mi padre si eso era cierto, él repuso: "Ellos son hijos
de fascistas. Repiten lo que dicen sus padres. Pero tú,
Wol (así me llamaba él), debes enorgullecerte de tu
mamá. Ella no temió echarles en cara a los nazis la
verdad". Estas palabras han quedado grabadas en mi
memoria...
- ¿Y acaso los fascistas han fusilado a pocos
comunistas y a otras personas honradas de
Alemania? -dijo Grigori, poniendo la mano sobre una
rodilla del alemán-. ¿Lo sabes?
- Algo de eso sé. Pero no me atañe, porque es
cosa de la política y se debe a la diferencia de ideas.
Yo no sustento ninguna idea. No represento nada.
Soy joven. No he alcanzado aún gozar de la vida.
Simplemente, no quiero la guerra, no quiero matar a
nadie ni que nadie me mate a mí. ¿Será posible que la
humanidad no esté en condiciones de vivir
pacíficamente en esta tierra inabarcable y que a toda
72
costa deba hacer uso de las armas?
- ¡Qué gracioso eres, Woldemar! Esa es
precisamente la idea que nos empuja a luchar. Tú
dices que la tierra es inabarcable. Sí, y en ella hay
lugar para todos. ¿Por qué, pues, Hitler se ha
apoderado de tantos países y quiere convertir en
esclavos a tantos seres humanos? ¿Necesitas tú la
tierra de Francia o de Rusia? ¿Necesitas esclavos?
- ¿Para qué?
- La avidez no deja en paz a Hitler ni a sus
secuaces. Más que seres humanos, son fieras y hasta
peores que ellas. ¡Caníbales! Para que no haya
guerra, ni injusticia, ni esclavización, ni matanzas,
nosotros
disparamos
contra
los
fascistas.
¿Comprendes? ¡Como se dispara contra los perros
rabiosos!
- Tienes razón, Grigori -suspiró el alemán-. Pero,
¿cómo podrías tú distinguir desde lejos a un fascista
de un simple soldado como yo? Muchos de los que
llevan puesto el uniforme no desean la guerra ni han
querido abandonar sus hogares para meterse en las
trincheras. Ellos tampoco representan nada. Han
recibido la notificación, y ya están en los cuarteles.
Se les ordena que abran fuego, y ellos aprietan el
gatillo. ¿Qué pueden hacer? Si no disparan, le matará
el enemigo o le fusilarán los propios, como a un
traidor. Nadie quiere morir. Esa es la cuestión,
Grigori...
- ¡Ay, Volodka, Volodka! -Ereméiev le había
"bautizado" ya al estilo ruso-. Tienes los sesos
torcidos. Habrá que enderezártelos.
Y sin embargo, tanto él como sus compañeros
percibían en las palabras de Woldemar cierta verdad,
que ellos no podían dejar de tomar en consideración,
a pesar de la resistencia. Las pláticas con él les
colocaban a menudo en situación embarazosa, pues
no siempre hallaban argumentos convincentes. De
nada les valían las consignas ni las verdades que, a
juicio de ellos, eran asequibles hasta a un niño de
pecho. Querían que Woldemar se transformase de
testigo de la lucha contra el fascismo en participante
de la misma.
IX
Por algo preocupaba a la Gestapo la situación
reinante en los campos de los prisioneros y de los
"obreros orientales". Múltiples indicios -la expresión
del semblante, el porte, la manera de andar, de
conducirse, de mirar, etc.- denotaban que los cautivos
no eran ya como antes, en el otoño del cuarenta y
dos. Eran y no eran los mismos. En los actuales había
mucho menos desconcierto, menos resignación. Eso
podía ser atribuido, claro está, a los fracasos sufridos
por las armas alemanas en el Este; pero los
hitlerianos comprendían que había algo más. Al
estudiar los informes semanales de sus agentes
secretos y representantes oficiales acerca de la
conducta de los prisioneros, los jefes de la Gestapo
de Munich veían que en los campos de concentración
V. Liubovtsev
operaba la mano experta de alguien. En campos
distanciados entre sí por muchas decenas de
kilómetros, así como en los equipos de obreros que
trabajaban en distintas empresas se observaba el
mismo cuadro: sabotaje, policías castigados, negativa
a escuchar a los propagandistas vlasovistas y
evasiones, a lo que cabe añadir que los fugitivos, por
regla general, mantenían contacto con la población
civil y se disolvían sin dejar huella entre los "obreros
orientales". Difícilmente podría admitirse que todas
esas coincidencias fuesen casuales. Aún más
alarmaban a la Gestapo los casos de secuestro de
armas en el ferrocarril. Si hubiesen desaparecido una
o dos pistolas, la cosa no hubiera tenido importancia.
¡Pero a los soldados que iban al frente les robaban
fusiles y armas automáticas! Y en el trayecto de
Munich-Rosenheim, por un boquete abierto en el
techo de un vagón se habían sacado unas cuantas
ametralladoras ligeras nuevecitas, sin montar.
Los sabuesos de la Gestapo husmeaban
febrilmente por todo el Sur de Alemania. A la más
leve sospecha y aún sin motivo alguno se procedía a
las detenciones. Los hitlerianos aplicaban las torturas
y se valían de la astucia para hallar el camino al
centro de la organización. Tenían ya noticia sobre la
existencia de una red muy ramificada de la
clandestina Comunidad Fraternal de los Prisioneros
de Guerra; en sus manos habían caído algunos
documentos de la CFP, y entre ellos su programa. A
instancias de la Gestapo, en otoño de 1943 los
campos de prisioneros rusos que menos confianza
inspiraban fueron reorganizados. Empezó, como
decían en tono de broma los cautivos, la gran
migración de los pueblos. Muchos de los prisioneros
rusos que habían trabajado en la "Krauss-Maffeil"
fueron trasladados a otra empresa; su lugar fue
ocupado por italianos internados que, en realidad,
eran tan prisioneros de guerra como ellos. A los
cautivos se los barajaba como las cartas. La Gestapo
quería así romper los vínculos establecidos y apagar
las llamas de la lucha que ardían ya en el interior de
Alemania.
Las medidas adoptadas por la Gestapo creaban
realmente diversos obstáculos para las actividades
prácticas de la CFP. Fue preciso restablecer cuanto
antes todos los lazos rotos por el desplazamiento de
los prisioneros. Urgía porque hacia mediados del
otoño la organización había estado ya preparada para
una insurrección armada.
El Consejo de la CFP de Munich no sólo había
establecido hacia entonces todos los vínculos
necesarios y creado grupos de combate en la propia
ciudad y sus alrededores. También había contribuido
al nacimiento y consolidación de organizaciones
similares en otras ciudades del Sur de Alemania y de
Austria. Por encargo de Korbukov, Mervart había ido
en ese ínterin tres veces a Viena, donde, a través de
un conocido suyo, de nacionalidad checa, se había
73
Los soldados no se ponen de rodillas
puesto en contacto con los prisioneros soviéticos, les
había entregado una serie de documentos de la CFP y
relacionado
con
austríacos
progresistas.
Aprovechando
los
falsos
certificados
de
licenciamiento que les suministraban Emma y otros
antifascistas, los representantes del Consejo
enlazaban también con otras ciudades.
Korbukov, sus compañeros, toda la organización
de la CFP se preguntaban con impaciencia cuándo,
por fin, las tropas anglo-norteamericanas iniciarían
las operaciones militares en Europa. En tal caso el
sudoeste de Alemania habría de ser la retaguardia
más próxima al Frente Occidental hitleriano. Y
hubiera llegado el momento más oportuno para la
insurrección.
Pero las semanas pasaban, transformándose en
meses, y los aliados no se apresuraban a abrir el
segundo frente, no lograban salvar el canal de La
Mancha. En el Sur de Italia permanecían también
inactivos, sin hacer los esfuerzos que de ellos se
esperaban. El Ejército Soviético se encontraba aún
lejos de las fronteras de Alemania. En tales
circunstancias hubiera sido prematuro y muy
expuesto emprender una insurrección armada, pues
podría llevar a la derrota a esa organización creada
con tanto esfuerzo.
Se decidió continuar la labor y la lucha contra los
hitlerianos, pero duplicar y triplicar a la vez la
vigilancia y la cautela, así como renunciar a los actos
de manifiesto sabotaje. Lo importante era conservar
la potencia combativa de la organización para el
momento decisivo en que se pudiera asestar un golpe
a la espalda del odioso régimen hitleriano.
La Gestapo notó en seguida que la resistencia de
los prisioneros había disminuido. Muchos altos jefes
de la policía secreta se frotaban las manos con
satisfacción, creyendo que las medidas adoptadas
habían destruido los medios de enlace y que la
organización se había disgregado. Pero también
habían en la Gestapo hombres inteligentes que
comprendían que aquello no era el fin de la lucha,
sino la calma temporal que precede a la tormenta. Y
esa tormenta, que iba aproximándose con fuerza cada
vez mayor, se percibía en todo. Faltaba saber quién
se adelantaría a quién.
La sección especial de la Gestapo, instituida a
comienzos del otoño de 1943 para luchar contra la
CFP, trataba de ganar tiempo...
Capítulo IX. Cuando los verdugos son
impotentes.
I
Cuatro pasos de la pared a la puerta. Media
vuelta. Cuatro pasos de la puerta a la pared. Otra
media vuelta. Y de nuevo hacia la puerta. Ocho pasos
redoblados hacían dieciséis, luego treinta y dos,
sesenta y cuatro... ¿Cuánto habría andado durante el
día? Shájov contó una vez hasta veintitrés mil y...
dejó de contar. La longitud del paso sería de setenta
centímetros. Por consiguiente, en el transcurso de un
día había recorrido cerca de quince kilómetros. Si no
hubiera llevado ya pronto dos meses andando de acá
para allá por ese saco de piedra como una fiera
enjaulada, él habría dejado atrás casi novecientos
kilómetros y estaría ya lejos del requetemaldito
Moosburgo. Mas, por mucho que él anduviera por
aquella celda parecida a un armario puesto de
costado, no podría salir de allí.
Vasili se sentaba a veces a descansar unos
minutos en el estrecho camastro para luego reanudar
la caminata de la pared a la puerta y viceversa. Se
cansaba terriblemente durante el día, pero ¿qué otra
salida le quedaba, si a la media hora de permanecer
inmóvil comenzaba a tiritar? De noche también se
veía precisado a saltar a menudo de su lecho y hacer
gimnasia para entrar en calor.
Cuatro pasos de la pared a la puerta. Media vuelta
hacia la izquierda. Cuatro pasos de la puerta a la
pared. Media vuelta...
Vasili andaba lenta y pesadamente. No tenía por
qué apresurarse. Hablaba consigo mismo en voz alta.
Recitaba poesías. De lo contrario, hubiera perdido el
don de la palabra. Su propia voz le parecía ajena,
desconocida. ¡Cuántas semanas llevaba ya sin
contemplar un rostro humano agradable! Sólo a los
soldados que le traían de comer una vez al día. La
terrible soledad le agobiaba tanto, que a veces
hubiera querido aullar como un lobo.
En esos dos meses había sido sometido a
interrogatorio una sola vez. Un coronel barrigudo,
sentado ante la mesa del escritorio, le había
escudriñado con una mirada tenaz de sus abotargados
ojos y preguntado a quemarropa:
- ¿Qué cargo desempeñabas en la CFP?
A Vasili se le oprimió el corazón: eso significaba
el fracaso. Con el asombro dibujado en el semblante,
replicó:
- Señor oficial, yo no he sido más que el superior
de los Stubendienst en la Krauss-Maffeill.
Al coronel se le inflamó el rostro:
- ¡No te hagas el tonto! ¡Te pregunto acerca de la
CFP!
- ¿Es una fábrica?
- ¡Ay, él no lo sabe!... ¡A ver, refrescadle la
memoria!...
Cuando le hicieron recobrar el conocimiento
echándole un jarro de agua fría, el juez de instrucción
sonrió siniestramente con sus labios abultados.
- ¿Qué? ¿Te has acordado?
- Señor oficial... - Vasili se pasó la lengua por los
aflojados dientes y se limpió la sangre con la manga-,
explíqueme a qué se refiere usted, para que yo sepa
al menos por qué se me maltrata. Le juro que jamás
he oído hablar de esa CFP. No ve que yo trabajaba en
el campo y no iba a la fábrica. ¿Puede que ese taller o
esa empresa tenga también otro nombre?
74
- ¡Imbécil! -El coronel asestó un puñetazo a la
mesa-. ¡Al calabozo! ¡Y que no se comunique con
nadie!...
Cuatro pasos de la pared a la puerta. Media
vuelta. Cuatro pasos de la puerta a la pared...
Dos meses en el calabozo. Sesenta días. Por lo
tanto, debían de estar, aproximadamente, a fines de
marzo de 1944. Sí, pues le habían traído allá en los
primeros días de febrero.
Poco después de que celebraran el aniversario de
Octubre, el grupo de prisioneros de la barraca núm.
39 fue destinado al equipo correccional que se
encontraba en la pequeña ciudad de Pfarrkirchen.
Una barraca solitaria circundada por una múltiple
alambrada de púas. Una penosísima jornada de doce
horas, metidos hasta las rodillas y hasta el pecho en
las frías aguas del Rott. Vagonetas de tonelada y
media cargadas de grava. Pesados picos y palas.
Apremiantes "¡Rápido, más rápido!" Apaleamientos,
befas. Y el mísero rancho de los recluidos, reducido a
la mitad de lo que se recibía en los campos comunes.
Todo ello, en tales circunstancias, era una lenta
agonía.
Los cautivos resolvieron evadirse. Dieciocho
lograron romper la alambrada y huir. Divididos en
grupos de a tres se dispersaron en varias direcciones.
Los unos tomaron el camino hacia el Oeste, para
ponerse en contacto con el Consejo de la CFP de
Munich e incorporarse a las filas de los luchadores.
Los otros fueron hacia Linz y Viena con la esperanza
de hallar asilo en Austria.
Shájov, Pokotilo y Shevchenko, atormentados por
el frío y el hambre, anduvieron una semana entera
por los bosques en dirección a Munich. Tuvieron que
dar muchas vueltas y rodeos, pues todas las vías
estaban cerradas y la policía y la población local
tenían la misión de capturar a los "bandidos
fugitivos". Los amigos fueron aprehendidos a mitad
del camino. Les apalearon más de una vez hasta
privarles del conocimiento. Tras permanecer dos
semanas en el calabozo fueron devueltos al equipo
correccional de donde habían huido. Se hizo eso con
el evidente propósito de que la enfurecida guardia
acabara con ellos. Y, efectivamente, allí se les
castigaba casi a diario.
Pero los malos tratos no quebrantaron su voluntad
de luchar. Hasta allí, entre los recluidos de la
correccional, trataron de desplegar las actividades de
la CFP. Por las tardes reunían a los compañeros para
estudiar algunos problemas y opinar acerca de los
libros leídos. Organizaron un pequeño coro. Aunque
el equipo de la correccional estaba aislado del resto
del mundo, los prisioneros podían darse cuenta de la
situación en el frente. No recibían los partes de
guerra, pero de sus conversaciones con el capataz,
miembro del partido nacional-socialista, deducían
que, si él no manifestaba especial entusiasmo al
hablar de la posible victoria de los alemanes en esa
V. Liubovtsev
guerra y se cansaba ya de esperarla, los asuntos de
los hitlerianos no debían de marchar bien. Cerca del
lugar donde trabajaban los prisioneros había un
cementerio. Un día, Shájov quedó extrañado al ver
un entierro original. Un grupo de mujeres pasó
llorando en dirección al camposanto. Llevaban un
gran retrato. Lo metieron en una fosa, lo cubrieron de
tierra y clavaron en el promontorio una cruz. Vasili le
preguntó al capataz por qué hacían eso.
- Es un entierro simbólico -masculló el alemán-.
El hijo cayó en el Frente Este y, durante la retirada,
no tuvieron tiempo de sepultarle...
En el acto, los prisioneros hicieron la siguiente
deducción: cuando en una ciudad tan pequeña como
Pfarrkirchen tenían lugar frecuentes "entierros
simbólicos", ¡qué habría de suceder en las grandes
ciudades! Si los hitlerianos no tenían tiempo para dar
sepultura a sus muertos y los dejaban tirados en el
campo de batalla, debía de ser porque los soviéticos
les presionaban fuertemente.
Por mediación de los compañeros del equipo de
los "obreros orientales", traídos a Pfarrkirchen a
finales del año, se logró establecer contacto con el
centro de Munich.
Y a comienzos de febrero, tres prisioneros, entre
ellos Shájov, fueron enviados inesperadamente a
Moosburgo. A partir de entonces él se sentía como
expulsado de la vida: ni una sola noticia penetraba a
través de las húmedas paredes de aquel saco de
piedra.
Cuatro pasos de la pared a la puerta. Media
vuelta. Cuatro pasos...
II
La Gestapo se apresuraba a contrarrestar la
inminente tempestad. Mientras la CFP aguardaba la
aproximación del teatro de la guerra, la activación de
las tropas anglo-norteamericanas en Italia y la
apertura del segundo frente, la policía secreta no
permanecía con los brazos cruzados. Parecía que
peinaba con una lendrera los campos de
concentración para sacar de allí a todos los
sospechosos y a cuantos de una u otra manera se
habían destacado de los demás prisioneros de guerra
y "obreros orientales". Los sabuesos hitlerianos no
ahondaban en las sutilezas sicológicas; ellos prendían
a todo aquel que se portaba con dignidad, que no
bajaba los ojos con temor ni doblaba sumisamente la
espalda.
A fines de noviembre de 1943, la Gestapo
descubrió en el campo núm. 25 de los "obreros
orientales", situado en la Hoffmannstrasse, un lugar
de reuniones clandestinas de la CFP. Por allí
comenzó una serie de detenciones masivas. La caza
de los conspiradores se prolongó hasta mayo del
cuarenta y cuatro. Cientos de prisioneros rusos y
civiles llenaron las cárceles de Munich.
Interrogatorios, torturas, interrogatorios...
Casi todos los miembros del Consejo de la CFP
75
Los soldados no se ponen de rodillas
de Munich, encabezado por Korbukov, fueron
detenidos. La Gestapo dio también con la huella de la
organización antifascista clandestina de los alemanes.
Zimmet, Hans y Emma Gutzelmann, Rupert Huber,
Karel Mervart, Kleinsorge y otros fueron arrojados a
la cárcel. Al enterarse del fracaso, Georg Jahres se
suicidó en el momento en que los representantes de
la Gestapo venían a detenerle.
Todo eso acaeció en enero de 1944.
III
- ¡Ea, ruso, sal de allí con tus bártulos!
La recia voz del suboficial y el estrépito de la
puerta al abrirse despertaron a Shájov. El hombre
saltó del camastro.
- ¡Recoge tus bártulos y sal de allí!
¡Qué bártulos ni qué ocho cuartos! No había nada
que recoger... Vasili salió al pasillo. El centinela le
dio un empujón a la espalda con el cañón de su arma
automática.
En la barraca de control, donde por regla general
solían reunir a los prisioneros destinados a los
equipos, Shájov vio a un grupo de hombres alineados
a lo largo de la pared. Entre ellos se encontraban
Shevchenko y Pokotilo. Vasili se alegró, pues pese a
todo estarían otra vez juntos. Se dieron un apretón de
manos.
- ¡A formar de a dos!
Los contaron, confrontaron sus números con los
de la lista y les esposaron.
Al ver tanta escolta -un soldado para cada dos
prisioneros-, los lugareños debían de tomarles por
criminales rematados. Mientras esperaban el tren
suburbano, trataban de mantenerse lejos de los
prisioneros y, al mirarles con recelo, agradecerían
posiblemente a Dios porque esos rusos terribles iban
a viajar en un vagón aparte bajo la vigilancia de
veinte aguerridos soldados y oficiales.
En Munich hicieron trasbordo. Y una hora más
tarde, los prisioneros se apeaban en una pequeña
estación. En el frontón de la misma estaba escrito con
caracteres góticos: Dachau. Conque se les llevaba a
un campo de concentración.
Por las calles pasaba a cada rato gente con
vestimenta de color gris-azulado a rayas y escoltada
por soldados de los "SS". Ahí estaba la torre con el
portón de hierro sobre el cual desplegaba sus alas un
águila con una svástica en las garras. El "SS"
larguirucho que había abierto el portón les gritó algo.
Los
prisioneros
quedaron
inmóviles
sin
comprenderle. El alemán se plantó de un salto ante
ellos y, de un manotazo, le abatió el gorro al primero;
luego, al segundo, al tercero...
- ¡Ante el águila y los "SS" hay que andar con la
cabeza descubierta! ¡Ya os enseñaremos a respetar a
los arios! A ver, repetidlo bajo mi mando.
Estuvo adiestrando a los prisioneros lo menos
quince minutos sin dejar de repartir golpes entre
quienes, a su parecer, no cumplían debidamente sus
órdenes. Por fin se reblandeció:
- Bueno, por ser la primera vez, basta. Y ahora, ¡a
bañarse!
De aquel primer encuentro con el "SS" Shájov y
sus compañeros dedujeron lo que les esperaba allí. El
baño confirmó que aquello no había sido nada frente
a lo que habría de venir. El "SS" encargado del aseo
era también, al parecer, un "amante de las bromas".
Cuando los prisioneros se hubieron desnudado, unos
hombres con vestimenta a rayas les raparon,
dejándoles sendas franjas de pelo corto de la anchura
de la máquina desde la frente hasta la nuca.
- Es el camino de Moscú a Berlín -dijo riendo el
"SS" y les mandó que se colocaran bajo la ducha.
Abrió el grifo del agua fría. Los hombres se
apartaron de un salto. Pero él les obligó a puntapiés a
colocarse de nuevo bajo la ducha helada. Luego cerró
de prisa el grifo del agua fría y abrió el de la caliente,
que estaba casi hirviendo. Los prisioneros volvieron
a echarse hacia las paredes y el "SS" a meterlos bajo
la ducha.
Cuando él se cansó de hacer eso, los prisioneros
recibieron vestimenta a rayas: pantalones, chaquetas
y boinas. Las chaquetas llevaban pintada en la
espalda una "R" mayúscula.
Los condujeron a una de las barracas que se
alzaban a lo largo de la calle principal del campo.
- Este es el bloque núm. 27 -dijo el tercer "SS"
que les acompañaba-. Vosotros debéis recordar bien
el número, porque está prohibido dormir en otro
bloque. ¡Vamos a disparar!
Se dio media vuelta y se fue. E inmediatamente a
los novatos se acercaron los viejos moradores de la
barraca. Entre ellos habían rusos, franceses e
italianos. El bloque núm. 27 era como un sector
donde se ponía a la gente en cuarentena.
Uno de los rusos preguntó si entre los recién
llegados había paisanos suyos y dijo acongojado:
- A comienzos de febrero trajeron aquí a treinta
pilotos de los nuestros. Y hace poco los fusilaron a
todos. Os han dado las ropas de ellos. ¿Veis? ¿Aquí
están los agujeritos zurcidos.
Vasili se estremeció. Con esa chaqueta había
andado ayer un aviador desconocido. Y ya no estaba
entre los vivos. Mañana o pasado mañana -¡quién
sabe!- tomarían la de Vasili, cuando estuviera
muerto, y luego de quitar las manchas de sangre,
lavarla y zurcirla, se la pondrían a otro que también
habría de usarla poco...
- No moriremos antes de la hora señalada comentó con una triste sonrisa el comandante
Krasitski, palpando el agujero burdamente zurcido
sobre el bolsillo del pecho-. Si vamos a pensar en la
muerte, el alma fenecerá antes de que nos fusilen... A
ver, muchachos, explicad lo que es Dachau. Como se
dice en mi terruño: ¿con qué se come eso?...
Shájov había trabado conocimiento con él, así
como con el teniente coronel Shijert y otros oficiales
76
del campo de Munich-Perlach al ser trasladados
hacia allá.
- Con el tiempo vosotros mismos llegaréis a
saberlo -repuso aquel que buscaba a paisanos entre
los recién llegados.
- Sácanos de la ignorancia -insistió Krasitski-. No
vaya a ser que dentro de un par de días nos manden
al otro mundo, como a los aviadores, sin que
lleguemos a conocer el punto de partida...
- Bueno. Pero el cuento será tétrico.
Shájov sabía ya desde mucho antes que el campo
de concentración de Dachau no era ningún rincón del
paraíso. A sus oídos habían llegado algunas noticias
sobre ese lugar horrendo situado a cincuenta
kilómetros de Munich. Y ahora él mismo se
encontraba allí.
El campo de concentración había sido organizado
por los hitlerianos en el año 1934. Era el primero de
los diez campos de exterminio en masa que luego se
multiplicaron para envolver en una densa red no sólo
a Alemania, sino también a Austria, Polonia,
Bielorrusia y Ucrania. En Dachau precisamente nació
la canción Los soldados del pantano, pues el campo
fue construido realmente, en un pantano, donde
sucumbieron los primeros recluidos.
- Aquí están representadas, creo yo, todas las
nacionalidades del mundo -siguió contando el viejo
morador de la barraca-. ¡Hay hasta negros! ¿Veis esa
chimenea? Es el crematorio. Humea día y noche, sin
cesar. Incineran a los muertos. -El hombre echó una
recelosa mirada a su alrededor y añadió, bajando la
voz-: Dicen que arrojan al horno hasta a gente medio
viva... El ser humano no tiene aquí ningún valor.
Cuántos miles se han esfumado ya por esa chimenea.
Nadie los ha contado...
En el umbral apareció un hombre alto y fornido
con cara de valiente, ligeramente picada de viruelas.
No aparentaba más de los treinta, aunque tenía el
cabello completamente cano. Un mechón de nívea
blancura caía sobre sus ojos. Una camiseta de
marinero ceñía su robusto pecho. No llevaba puesto,
como los otros, un traje a rayas, sino pantalón negro
muy acampanado y chaqueta de marino. Al verlo
aparecer, los viejos moradores de la barraca se
levantaron respetuosamente. El les saludó con la
cabeza y se acercó a los recién llegados.
- ¡Salud, muchachos! Soy Nikolái Jrizanto, un
marino de la flota del mar Negro que se encuentra
temporalmente en tierra debido a la borrasca. He
querido desamarrar, pero no me dejan salir del
puerto. Y vosotros, ¿de dónde venís?
- De Moosburgo -contestó Shijert, paseando una
mirada reprobatoria por la vestimenta y el tupé de
Jrizanto.
Los otros recibieron también a Nokilái con ojos
sombríos. Un hombre que andaba por el campo de
concentración con ese atuendo, sin que le raparan
como a los demás, sería sin duda un lacayo de los
V. Liubovtsev
hitlerianos. Asombraba también su voz potente y
briosa, su desenvoltura y su sonrisa, como si al otro
lado de la pared no humease la chimenea del
crematorio.
- ¿Por qué os han traído aquí?- siguió indagando
Jrizanto.
Krasitski repuso cáustico:
- Si tanto te interesa, pregúntaselo a los alemanes.
Ellos no nos han informado al respecto.
- ¡Ah, comprendo! -la sonrisa se borró del
semblante de Nikolái-. Me tomáis por un pendejo.
¿Acaso tengo cara de miserable?
Todos callaban. Jrizanto torció el gesto, hizo un
ademán de desesperanza y, andando pesadamente,
salió de la barraca.
- ¿Quién es ese tipo? -preguntó Krasitski,
volviéndose hacia los viejos moradores de la barraca.
- ¡Jrizanto!
- Ya sabemos que se llama así. Pero ¿por qué le
dejan usar ese tupé y ese traje de lechuguino? ¿Hace
de policía o qué?
- ¡No! ¡Es Jrizanto! ¡El que resucitó entre los
muertos!
Y los recién llegados oyeron la historia siguiente:
Los médicos nazis realizaban en Dachau diversos
experimentos con los recluidos. Un grupo de
monstruos enfundados en batas blancas efectuaba
"investigaciones científicas" en diversas ramas de la
medicina militar. A hombres sanos se les inoculaba
el tifus abdominal y exantemático, el paludismo, la
peste bubónica y el cólera, para luego someterles a
nuevos métodos curativos y estudiar el efecto de
nuevas drogas. Médicos y estudiantes de las escuelas
especiales de "SS" hacían prácticas de cirugía,
operando a gente sana. "Hombres de ciencia"
llevaban a cabo toda clase de experimentos.
Escogían, por ejemplo, a veinte o veinticinco presos
de los más robustos y los colocaban en una cámara
especial donde se podía subir o bajar repentinamente
la presión atmosférica. Lo hacían para establecer
cómo se reflejaban en el organismo humano las
grandes alturas y los descensos rápidos en
paracaídas. Había también un laboratorio donde, por
encargo de las fuerzas aéreas, el médico "SS"
Rascher y su esposa procedían al enfriamiento de sus
víctimas en el agua. Al mariscal Hermann Goering,
jefe de la aviación hitleriana, le interesaban los
métodos de reanimación de los pilotos cuyos aviones,
al ser derribados, caían en el mar. Los Rascher
metían a los recluidos en un baño muy frío y los
tenían allí hasta que éstos perdían el conocimiento.
Los más vigorosos resistían de veintiocho a treinta y
seis horas. Los criminales galenos les sustraían
sangre y les medían la temperatura periódicamente.
Cuando ésta bajaba hasta veinticinco o veintiséis
grados, las víctimas eran sacadas del agua y se
procedía a su reanimación con ayuda de lámparas de
cuarzo, agua caliente y electroterapia. A ese bárbaro
77
Los soldados no se ponen de rodillas
experimento habían sido sometidos cientos de presos.
La mayoría de ellos había perecido. Sobrevivían
contadas personas, las cuales después de "resucitar"
quedaban inválidas o perdían el juicio. Nikolái
Jrizanto había resistido dos veces aquella prueba
únicamente porque tenía una salud férrea. Los "SS"
le valoraban como una prueba palmaria de la eficacia
del "método" elaborado por los esposos Rascher,
pues a pesar de haberle bajado la temperatura hasta
19 grados, el ruso estaba vivito y coleando. Como
Nikolái, había también otros dos: un yugoslavo y un
polaco. Por eso Jrizanto gozaba de pequeños
privilegios como el de vestirse y peinarse a su antojo
y ocupar el puesto de ayudante del capo en la cocina.
Al tener prestigio y ciertas posibilidades, trataba de
ayudar a los rusos y enviar a sus barracas uno o dos
calderos más de sopa.
- ¡Qué feo ha resultado eso! -dijo Shijert después
de oír la historia de Jrizanto-. El hombre venía con la
mejor intención, y nosotros le echamos encima un
jarro de agua fría...
Krasitski no le dejó acabar:
- El, como todos los titanes, no debe de ser
rencoroso. Comprenderá...
IV
La vida apacible abrumaba a Grigori. "Esto no es
una guerra. ¡Es una casa de descanso! -discurría con
desazón en su fuero interno-. Sólo hay escasez de
víveres. Si no... El aire de montaña es purísimo; el
agua, cristalina. No tenemos casi nada que hacer. De
cuando en cuando, quizá un par de veces al mes,
abandonamos la base por dos o tres días, les
cosquilleamos los nervios a los fascistas y... de vuelta
a las montañas, a tumbarnos a la bartola. ¡En verano
y otoño era otra cosa!"
En invierno se redujeron algo las actividades de
los guerrilleros. Muchos de ellos se fueron a sus
respectivas casas a descansar. Y con razón, puesto
que el destacamento contaba ya con más de
ochocientos hombres y era un problema alimentar a
todos en las montañas. En invierno quedaron en la
base menos de la mitad: aquellos que, como los
rusos, no tenían adónde ir y los que corrían peligro al
presentarse en sus casas. A fin de abastecerse de
víveres y municiones, los guerrilleros asaltaban de
vez en cuando las pequeñas guarniciones alemanas
dislocadas en los pueblos. A eso se limitaban, en
realidad, sus actividades invernales. Todos esperaban
con impaciencia los primeros aires templados,
cuando en los puertos de las montañas se derretiría la
nieve y se podría actuar con más energía.
Ereméiev y sus compañeros, cansados de esperar,
asediaban de continuo a Lozzi, pidiéndole que les
dejara ir al ferrocarril transalpino.
- Los alemanes andan ahora muy tranquilos y
despreocupados porque hace tiempo que no sienten
nuestra presencia -argüía Laptánov-. Comprende,
Lozzi, que es el momento más apropiado para
cosquillearles los nervios.
- ¡No pidáis eso, muchachos! -decía Lozzi
tajantemente-. Vosotros no tenéis idea de lo que
significa recorrer en invierno ciento cincuenta o
doscientos kilómetros por los Alpes. ¡Y otros tantos
para volver! Si llegarais incluso al ferrocarril e
hicierais algo, el camino de regreso sería insuperable.
¡No os dejaré ir!
- ¡Pero Lozzi, acuérdate de Suvórov! -dijo
Grigori-. ¡El pasó con todo un ejército por el San
Gotardo! Si nuestros abuelos pudieron, ¡por qué no
hemos de poder nosotros!
Lozzi arqueó las cejas, señal segura de que estaba
a punto de soltar la carcajada o de montar en cólera.
- ¡Para eso fue Suvórov! Vosotros no sois
mariscales de campo...
Al fin y a la postre, se dio por vencido y accedió
que emprendiesen la marcha, nombrando jefe del
grupo a Laptánov y a Ereméiev, su ayudante. El
grupo se formó exclusivamente de voluntarios. Lo
integraron, además de los rusos, Lucezar, Gianni, dos
compañeros de éste y Woldernar.
En esos meses, el alemán había cobrado gran
apego a Grigori y a sus amigos. Los demás
guerrilleros parecían haberse acostumbrado a él, o
habían comprendido tal vez que no todos los
alemanes eran fascistas: no se notaba ya ningún
aislamiento. Woldemar, o Volodka, como a iniciativa
de Ereméiev empezaron a llamarle, resultó ser un
muchacho simpático y valiente. Más de una vez
había acompañado a los guerrilleros en las
operaciones, sin querer, no obstante, empuñar las
armas. Se prestaba a llevar a cuestas sacos pesados
con trofeos o a distraer la atención de los centinelas
para que los guerrilleros pudiesen acercarse
desapercibidamente y atacarles por la espalda. Pero
disparar y hacer que se vertiese sangre alemana, ¡eso
no!
Los rusos se pasaron muchas horas departiendo
con Volodka. Le hablaron de la vida en la Unión
Soviética, de las atrocidades cometidas por los
fascistas con los prisioneros de guerra y la población
de las zonas ocupadas. Por sí solo vino a resultar que
aquellas conversaciones se salieron del marco de las
conversaciones corrientes para transformarse en
clases de educación política, no sólo del alemán, sino
de todo el grupo. En los meses invernales había
tiempo libre de sobra, y las charlas alrededor de la
hoguera, comenzadas por los recuerdos personales de
los guerrilleros, desembocaban en una discusión de
los problemas de actualidad y en anhelos del futuro
en un mundo de paz.
- ¡Qué bien vamos a vivir! -exclamó Beltiukov
abriendo anchamente los brazos como si quisiera
abarcar el Universo-. Figúrate, Volodka, tú,
ciudadano de la República Socialista Alemana,
vienes a visitarme a Sarátov. ¡Tenemos unos lugares
maravillosos! Tomamos un yate y nos vamos con las
78
cañas de pescar a una isla. Encendemos una hoguera
como ésta y cocemos una sopa de pescado. No falta
la botellita de vino. Y allí, al amor de la lumbre,
recordamos los Alpes. Entretanto, las olas del Volga
lamen la playa con un dulce murmullo. El ruiseñor
desgrana sus trinos en los matorrales. Huele a heno
de los prados. ¡Y nada de guerras! Tu serás entonces
ingeniero o médico...
- ¡Qué dices! -el alemán sonrió tímidamente-. ¿De
dónde voy a sacar yo el dinero para estudiar?
- Alemania será una república socialista, y tú,
además de estudiar gratuitamente, cobrarás un
estipendio.
El alemán meneó la cabeza con desconfianza.
Tampoco Lucezar y los italianos daban mucho
crédito a las palabras de los rusos. Eso de que no
había paro forzoso y de que se curaba e instruía
gratuitamente parecía un cuento hermoso.
Aquellas conversaciones se llevaban en una
mezcla de lenguas, aunque el alemán -idioma del
enemigo común- solía ser a menudo el medio
fundamental de comunicación.
El grupo de voluntarios emprendió la marcha
hacia el ferrocarril alpino de Brenner. Si el camino se
hubiese extendido en línea recta, no habría sido muy
largo: de ochenta a cien kilómetros. Pero nadie había
preparado ese camino para los guerrilleros. Ni
tampoco podrían salvar por vía aérea esa distancia.
Había que darle un rodeo a cada peña, escalar cada
montaña y descender de ella, cruzar a vado muchos
riachuelos que no se helaban, dormir sobre un suelo
húmedo y también sobre la nieve y comer carne de
caballo y nabos sin sal. A veces tenían que avanzar
metidos en la nieve hasta las rodillas, si no hasta la
cintura, y pasar por estrechos escalones. Al sexto día
de la marcha los guerrilleros divisaron la helada
cumbre del Marmolata; pero sabían que se
encontraba aún muy lejos. Al fin del octavo día
cruzaron el Piave. Ya estaban cerca de la meta.
Debían sólo seguir por un desfiladero y escoger el
lugar para el sabotaje. Por aquella región, un poco
más al noroeste, ellos habían andado ya el verano
anterior.
Tras mandar a cuatro combatientes a explorar los
accesos a la vía férrea, Laptánov y Grigori fueron a
escoger el lugar más vulnerable.
Iban por la vertiente de una montaña. Abajo, a
doscientos metros de allí, pasaban de cuando en
cuando, traqueteando pesadamente, trenes con las
luces apagadas. Más abajo aún se deslizaban por la
carretera automóviles con los faros camuflados.
- Oye -Serguéi se inclinó hacia Grigori-, ¿qué te
parece si matamos dos pájaros de un tiro:
estropeamos la vía férrea y cortamos el tránsito por la
carretera?
- Será difícil hacerlo. ¿Ves cómo pasan los coches
uno tras otro? ¡Cómo vas a sembrar minas!... Si
V. Liubovtsev
pudiéramos hacer que el tren descarrilado cayese
sobre la carretera y la obstruyera...
- Eso puede hacerse sólo en una curva muy
pronunciada. Sigamos adelante...
La oscuridad impedía hallar el lugar más
apropiado para la ejecución de sus planes.
Resolvieron aplazarlo hasta la noche siguiente. El
grupo se dividió en dos partes: la primera debía
seguir por el lado occidental del desfiladero, y la
segunda por el opuesto, para reunirse al anochecer
del otro día.
Grigori y los hombres puestos bajo su mando
tomaron la ladera occidental. Tras andar unos cuatro
kilómetros se echaron a descansar. El cierzo, que
traía de las cumbres punzantes copos de nieve, calaba
hasta los huesos. No podía encender lumbre.
Acurrucados en un montón, pegados de espaldas el
uno al otro, se pasaron la noche tiritando. Al
amanecer reanudaron la marcha. De cuando en
cuando, reptando como culebras entre las piedras, se
aproximaban al desfiladero para observar muy abajo
el camino. En aquel momento estaba casi vacío.
Raras veces se oía el traqueteo de ruedas, repetido e
intensificado por el eco.
Sólo después del mediodía Grigori divisó por fin
lo que ellos andaban buscando. El desfiladero, por el
fondo del cual corría un río, tomaba allí la dirección
noroeste, mientras la carretera y la vía férrea torcían
bruscamente hacia el noreste para internarse en un
túnel. En ninguna otra parte hubieran encontrado los
guerrilleros un lugar más apropiado que aquél para la
consecución de sus fines. Cerca del túnel se alzaba
una barraca, y ante el negro boquete, adonde se
metían las dos vías, saltaba a la vista la caseta rayada
del centinela. Entre el túnel y la curva del camino
mediaba una distancia aproximada de setecientos
metros.
El grupo llegó a reunirse a la anochecida. Grigori
ardía en deseos de asaltar la barraca de la guardia,
pero Laptánov le atajó:
- ¡Sería el suicidio! Allí habrá, por lo menos,
cuarenta hombres, y nosotros somos once. ¡Mucho
ruido y pocas nueces! Si pudiésemos volar el túnel,
¡eso sí que sería espléndido! ¡Qué lástima! No nos
alcanzan los explosivos...
Durante el día no pasaron más que un tren de
pasajeros y unos cuantos de mercancías. Los
alemanes se sentían allí, al parecer, bastante
tranquilos, pues el automotorraíl de patrullaje con
tres soldados y un guardavía había sido visto sólo dos
veces.
- Oye, -le dijo Beltiukov- ¡qué te parece si nos
quedamos aquí una nochecita y un día más, por duros
que sean, y hacemos las cosas de modo que a los
hitlerianos les quede un buen recuerdo?
- ¿Qué propones?
- ¡Al diablo la curva del camino! Volemos un tren
en el túnel. Le meteremos un taponcito tan compacto
79
Los soldados no se ponen de rodillas
que los alemanes tardarán lo menos dos semanas en
sacarlo. Porque una obstrucción del camino es poca
cosa: puede ser liquidada en un par de días.
- Lo de la voladura no está mal -dijo Laptánov
tras una larga pausa-. Pero a quien encienda la mecha
no le dará tiempo de salir del túnel...
Eso apaciguó un poco los bríos de Leonid. En
efecto, uno de ellos debería ir al encuentro de la
muerte. No tenía ningún sentido volar el tren a la
entrada misma del túnel, puesto que los hitlerianos
quitarían rápidamente el tapón. Era preciso que la
explosión se produjese a unos cien metros del
comienzo, y además que tuviese la potencia necesaria
para obstruir debidamente el túnel. Pero como la
mecha era corta, quien la encendiese no escaparía de
allí. No obstante esa idea quitaba el sosiego a los
guerrilleros. Les martilleaba de continuo el cerebro.
No podían deshacerse de ella. "En realidad, pensaba
Grigori, siendo la primera operación de este año,
habría que comenzarla con una explosión tan osada y
significante. Es preciso asestarles a los fascistas un
golpe sensible en el plexo solar. Están más tranquilos
porque los guerrilleros no les han tocado en todo el
invierno. No debe dejarse de aprovechar la ocasión".
Mas, ¿quién se atrevería a encender la mecha? El,
Grigori, ¿se prestaría a cumplir esa misión? De sólo
imaginar el negro boquete del túnel, el traqueteo cada vez más patente- de las ruedas y a sí mismo
llevando el fósforo encendido a la mecha, el hombre
sintió malestar. ¡Brr! Eso era peor que entonces en el
emplazamiento de la batería, cuando había prendido
fuego al depósito... Allí había tenido tiempo de
escapar, pero aquí... Encender la mecha no era nada
complicado; lo importante era hacerlo a tiempo, para
que la explosión se produjese bajo las ruedas de la
locomotora, ni un minuto antes ni después. Para eso
había que tener los nervios bien apretados en un
puño...
- Bueno -dijo Laptánov-, dejémoslo para mañana.
Puede que se nos ocurra algo mejor...
Tras apostar a los centinelas, los guerrilleros se
tumbaron a descansar. Pasó una noche más, larga,
interminable. La gente estaba transida de frío.
Hablaban con voces enronquecidas, acatarradas,
tosían.
De día vigilaron la barraca y la carretera.
Por la mañana habían hallado ya la solución.
Podrían prescindir de la mecha, empleando en lugar
de ellas los cebos de las granadas. Únicamente
debían calcularlo todo con suma precisión, para no
fallar.
Durante el día elaboraron el plan de la operación.
Decidieron no tocar el cable telefónico que iba de la
garita del centinela a la barraca; no fuera a ser que el
teléfono estuviese mudo cuando alguien quisiera
ponerse en comunicación con el centinela. Era
preciso, pues, capturar vivo al soldado, atarle y que,
amenazado por una pistola, respondiese a las
llamadas telefónicas. Para que no se fuera de la
lengua, Woldemar le controlaría. Dos de los
guerrilleros irían al túnel a colocar el explosivo. Los
demás deberían permanecer en un refugio y apuntar
contra la barraca a fin de asegurar, en caso de alarma,
la retirada de los ocupados en la preparación del
sabotaje. El relevo de centinelas tenía lugar cada
cuatro horas, y en ese tiempo podría hacerse todo sin
prisa. Lo único que faltaba por saber y de lo que
debía tenerse noción a toda costa, era si el centinela
se comunicaba con la estación más próxima.
Al ver apuntados a la cara los cañones de los
fusiles automáticos, el centinela -un soldado de baja
estatura y entrado en años- lanzó un ay y,
empavorecido, levantó las manos. Después de atarle,
Grigori dijo en voz baja a Beltiukov:
- ¡Adelante!
Leonid se metió con Lucezar en el túnel. En la
garita quedaron tres: Grigori, Woldemar y el
centinela atado.
- Volodka -dijo Grigori en alemán-, habla con él.
Ya sabes lo que debes averiguar...
Gutzelmann, ceñudo, asintió con la cabeza.
- No tema usted -dijo al centinela-. Si se queda
neutral y cumple nuestras órdenes, usted quedará
vivo.
- ¿Y qué debo hacer?
- Conducirse como si nada hubiera sucedido. ¿Le
telefonean a usted con frecuencia desde el cuartel?
- No. Sólo para avisarme cuando debe pasar algún
tren...
- ¿Y viene alguien aquí por la noche a controlar
cómo cumple usted sus obligaciones?
- No.
- ¿Dice usted la verdad? Le advierto que si hay
alarma, usted recibirá el primer balazo de los
guerrilleros. Y yo no tengo ningún deseo de que eso
suceda...
- Lo que le digo es muy cierto. Yo tampoco tengo
ganas de morir.
- Cuando suene el timbre del teléfono, yo le
pondré al habla. Pero usted debe contestar como
siempre, para no despertar ninguna sospecha. ¿Me
entiende?
- Trataré de hacerlo.
- ¿Pasan por aquí de noche trenes de pasajeros?
- No.
- Cuando debe pasar un tren, ¿le comunican a
usted si va con soldados o con mercancías?
- No. Sólo me dicen el número.
- Y el automotorraíl de patrullaje, ¿circula de
noche?
- En otoño circulaba. Pero ahora muy de cuando
en cuando. Y siempre se me avisa.
- ¿De dónde suele salir?
- Por lo común, de Carbonina, una estación
situada al otro lado del túnel y a seis kilómetros de
80
aquí. A veces viene de Piave di Cadore.
- ¿De dónde vienen con más frecuencia los trenes
nocturnos?
- Del Norte.
Se produjo el silencio, puesto que habían
averiguado cuanto les interesaba. Los minutos se
arrastraban lentos. Tras cierto titubeo, el centinela
alzó los ojos hacia Woldemar.
- Perdone. Usted habla como un verdadero
alemán. No se le nota ningún acento extranjero.
- Soy alemán -repuso Woldemar con toda
sencillez.
- ¿Soviético?
- No. El otoño pasado yo usaba aún el mismo
uniforme que usted.
- ¿Ha desertado?... Perdone, quería preguntarle si
usted se ha pasado al campo de los guerrilleros. Y
éstos, ¿no le han fusilado a usted?
- Como ve - Woldemar sonrió.
- ¿Y usted combate contra los propios... es decir,
contar sus compatriotas?
- ¿Combato? Eso es mucho decir. Mire, no llevo
siquiera un arma. Les ayudo un poco a los
guerrilleros en su justa causa.
- ¿Es usted comunista? ¿Por qué no le confían a
usted un arma?
Gutzelmann movió la cabeza.
- Soy tan comunista como usted. Y en cuanto al
arma...
En eso empezó a zumbar como un abejorro el
teléfono de campaña. Grigori sacó una navaja y
arrimó el filo al cuello del centinela. Woldemar
colocó el auricular junto al oído del alemán y se pegó
también con la mejilla al aparato.
- ¡Heinz! -comenzó a tronar en el microteléfono
una voz joven, algo gruesa-. ¿Qué hay, viejo?
¿Durmiendo como siempre en tu puesto?
- No grites de esa manera, Ludwig -exprimió de sí
Heinz y lanzó una mirada de soslayo a la mano que
empuñaba la navaja-. ¿Qué quieres?
- Te noto por la voz que estabas roncando. Bueno,
cuando pase el tren, terminarás de mirar tus sueños.
¿Has visto algo por lo menos?
El soldado, al parecer, estaba aburrido y tenía
ganas de charlar. Pero era peligroso alargar la
conversación. Woldemar le hizo una señal al
soldado; éste asintió con la cabeza.
- Dime el número del tren y la hora de salida.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás enojado? ¿Te da rabia de
que te haya despertado? Bueno, sigue roncando.
Apunta: número noventa y uno cero tres; sale de
Carbonina a la una cincuenta y ocho... ¡Salud, viejo!
Y Ludwig colgó el auricular.
Woldemar se enjugó el sudor de la cara. A pesar
del frío, sentía calor. En los contados minutos de su
conversación, había sufrido una emoción terrible.
Más que nada había temido que Heinz se fuese de la
lengua y que Grigori se viera precisado a matarle. La
V. Liubovtsev
tensión le había costado mucho también al centinela.
Después de hablar por teléfono había quedado
fláccido. Grigori consultó el reloj: eran las dos menos
cuarto. Doce minutos antes de la salida del tren.
Cinco o siete minutos más para recorrer un trayecto
de seis kilómetros... ¿Dónde estarían los muchachos?
¡Por qué tardaban tanto en regresar.
Luego de dar la carabina a Woldemar y decirle:
"Quédate aquí, que yo vuelvo en seguida", salió de la
garita.
Los alemanes quedaron solos. Woldemar,
desconcertado, tenía en la mano la carabina
arrebatada al centinela. Comprendía que Grigori
había obrado con imprudencia, pues por vez primera
había puesto su suerte y la de sus compañeros en
manos de un alemán. Bastaría descolgar el
microteléfono y gritar una sola palabra "¡Guerrilleros!"- para que cundiese la alarma y
fracasara la operación. El oficial de guardia
alcanzaría a telefonear desde el cuartel a la estación,
y el tren no saldría. En ese tren viajarían soldados
alemanes, y entre ellos posiblemente, su padre. Todo
podía ser... Al cabo de algunos minutos, el convoy
pasaría a toda velocidad por el túnel, detonaría la
explosión, la locomotora pegaría un salto, caería de
costado, y los vagones, aplastados como cajitas de
fósforos, se encaramarían el uno al otro... No era
tarde aun. Sólo de él dependía en aquel momento que
esa catástrofe se produjera, llevando a la tumba a
cientos de alemanes jóvenes y viejos o que no
resultara nada de lo planeado por los guerrilleros...
"¡Levanta el auricular! ¡Levanta el auricular! -le
exigía el corazón-. Si Grigori está al otro lado de la
puerta, tú alcanzarás a murmurar esta sola palabra
antes de que él te liquide. ¿Mira que en el tren vienen
tus compatriotas, gente de la misma sangre que la
tuya!"
"¡No lo levantes! ¡No lo levantes! -replicaba la
razón-. ¿A qué vienen tus compatriotas a este país?
¡A matar! ¿Quieres ser cómplice de ellos? Acuérdate
del frío que pasasteis Grigori, Lucezar, Gianni y tú
en estas diez largas noches de invierno, de los
doscientos kilómetros recorridos en compañía de
ellos por las sendas de las montañas, de que ellos han
compartido contigo cuanto tenían. Ellos luchan
porque en el mundo no haya guerras, ni hambre, ni
paro forzoso, ni injusticia. ¿Puedes traicionarles
después de eso?"
"¡Pero en el tren viajan alemanes, seres vivos!
¡Ellos no tienen la culpa de que les hayan metido en
los vagones y llevado a Italia a matar a otros!"
"¿Y si no hay gente en el tren? ¿O tan sólo unas
cuantas personas? Puede que el tren lleve cargas,
municiones, tanques..."
Las contradicciones le desgarraban el alma. Al ver
llegar a Grigori, Woldemar suspiró aliviado.
Permanecía en el mismo sitio y en la misma postura
en que minutos antes le había dejado Grigori. Y éste
81
Los soldados no se ponen de rodillas
no sospechaba siquiera qué batalla acababa de librar
consigo mismo el alemán; le había dejado en la garita
a vigilar al centinela sin ningún temor, como se lo
hubiera confiado a su mejor amigo.
- ¡Todo irá bien, Volodka! Vamos.
- ¡Oiga usted! -le imploró el centinela-. Póngame
una mordaza, tíreme al suelo y asésteme un golpe al
hombro con la culata. ¡Pero no a la cabeza, por favor!
Porque, si no, me fusilan. ¡Más fuerte! ¡Ay!
Grigori satisfizo su ruego con todo esmero, o con
demasiado ahínco quizás, pues el dolor desfiguró el
semblante del centinela.
Woldemar y Grigori corrieron a donde estaban los
suyos, cortando de paso el cable telefónico en unos
cuantos lugares. Todos estaban ya reunidos.
Laptánov les ordenó que subiesen unos cien metros
por la vertiente. Confiaba en una retirada sin
combate.
De pronto tembló la tierra y se oyó una sorda
explosión. Al toque de alarma, los soldados salieron
corriendo del cuartel. Pero los guerrilleros,
amparados por la oscuridad, iban alejándose más y
más sin haber efectuado ni un solo disparo. Después
de tan exitosa operación se sentían, como siempre en
tales casos, muy animados y alegres, con los
corazones rebosantes de júbilo. Penas, inquietudes y
dificultades quedaban relegadas al olvido. Y sólo un
hombre de los once -Woldemar no compartía su
regocijo. Seguía preguntándose si había procedido
justamente. Tenía ante sus ojos la mueca de dolor de
Heinz. Su imaginación pintaba un montón de carne
ensangrentada y huesos, de lo que media hora antes
habían sido hombres vivos, alemanes, compatriotas.
¡El había hecho correr esa sangre! ¡El los había
matado! El no había querido eso, pero tampoco había
podido evitarlo. No tenía derecho. "¡Oh, Dios, cuán
difícil y complicada es la vida!"...
V
Woldemar no se hubiera mortificado tanto, sin
duda, y se habría decidido incluso a empuñar un
arma y disparar, si hubiese podido echar una ojeada a
las cámaras de tortura de la Gestapo de Munich,
donde los maestros en su oficio llevaban
interrogando ya por centésima vez a los padres del
muchacho. ¡Qué no habrían experimentado en esos
meses Hans, Emma y sus compañeros!
Emma, a los cuarenta y tres años, estaba hecha
una vieja. Nada quedaba ya de su garbo ni de su
jovialidad. Los cabellos, encanecidos, le colgaban en
desorden. Tenía la espalda encorvada y las mejillas
hundidas. Los dedos fracturados durante las torturas tumefactos, nudosos, como retorcidos por el reuma-,
no se le desdoblaban. Su cuerpo entero era un
cardenal. Sólo podía permanecer tendida boca abajo.
Su marido estaba tan desfigurado como ella. Y a
Mervart y Zimmet daba miedo mirarles.
La Gestapo tenía prisa. Los interrogatorios, los
tormentos, las noches en vela con las piernas metidas
hasta las rodillas en agua helada o bajo la luz
deslumbrante de unas lámparas de gran potencia, la
sed y el hambre; todo eso debía, a juicio de los
verdugos, quebrar la firmeza de los conspiradores y
obligarles a declarar. Los jueces de instrucción tenían
la certeza de no haber capturado a todos los
miembros de la organización clandestina, puesto que
no habían detenido más que a nueve personas. Los
restantes debían de haber quedado en libertad.
- ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! -era lo que se oía de
continuo en cada interrogatorio y en cada tormento.
Pero ellos callaban. Los de la secreta, fuera de sí,
inventaban torturas aún más refinadas, pero no
lograron arrancarles ningún nombre, ni siquiera a la
delicada Emma. Ella sólo temía irse de la lengua al
perder el conocimiento a causa del dolor. Era preciso
olvidar cuanto había quedado fuera de los muros de
la cárcel, borrar de la memoria el pasado. Ella no
sabía nada ni nada había habido. Su corazón no podía
deshacerse únicamente del recuerdo del hijo. Era un
dolor que continuaba mortificándola todavía, al cabo
de tantos meses, haciéndole sufrir más que los golpes
y las torturas. En todo el mes de noviembre no había
llegado ni una carta de Woldemar, y en diciembre
recibió de vuelta las que ella le había enviado.
Alguien había puesto en los sobres: "El destinatario
está ausente". Desesperada, se dirigió por escrito al
jefe de la unidad, preguntándole en términos
implorantes qué le había pasado a su hijo. Y mientras
esperaba la respuesta, se perdía en conjeturas. ¿Le
habrían enviado al Sur de Italia donde se combatía
contra los norteamericanos? Pero él era servidor de
arma antiaérea. ¿Habría caído una bomba en la
batería y él estaría herido? En tal caso él le hubiera
escrito. ¿Y si había perecido? No, no; ella no quería
admitir eso... A mediados de diciembre llegó por fin
un paquete postal: el jefe de la unidad le comunicaba
que su hijo había desaparecido durante una incursión
de los guerrilleros. El cadáver no había sido
descubierto... Emma, abatida por esa noticia, cayó
enferma. A ello siguió la detención.
Sin haberlo acordado de antemano, Hans y Emma
Gutzelmann, así como Karl Zimmet, a fin de salvar a
los restantes, cargaron con toda la responsabilidad. El
más informado era este último; por añadidura, tenía
una gran experiencia de la lucha en la clandestinidad.
Como los hombres estaban recluidos en la cárcel de
Neudeck, y las mujeres en la de Stadelheime, Karl
logró avisar a todos los detenidos, salvo a Emma.
Ellos debían decir que no habían estado relacionados
con nadie más que con Zimmet, el cual les había
inducido a emprender actividades prohibidas; y
haciendo como que cumplían sus indicaciones, no
habían cometido, en realidad, nada en contra del
régimen establecido. Los hitlerianos procedían a
veces al careo de los interrogados con Emma, la
única que no había sido prevenida. Pero en esos
momentos no se le podía decir nada a ella.
82
El juez de instrucción agitaba ante los ojos de
Zimmet las octavillas firmadas por el Frente Popular
Antifascista Alemán, exigiéndole que dijera quién,
además de los detenidos, militaba en esa
organización. Karl explicaba que hasta el año 1943
había actuado solo, tratando, no obstante, de crear la
impresión de que existía toda una asociación. Sí, él
había recurrido al engaño y al chantaje para
conseguir que Huber imprimiese las octavillas.
¿Hans y Emma Gutzelmann? Les había embaucado y
amedrentado también, sabiendo que Emma, en cierta
ocasión, había obrado con imprudencia al permitirle
a un ruso escuchar la emisora de Moscú. ¿Qué había
querido lograr con la octavilla titulada "Noviembre
de 1918 se repetirá"? Esa guerra, al igual que la
primera mundial, no podría acabar felizmente para
Alemania. Estallaría una revolución. Y él, aunque no
era comunista, creía que era necesario ayudarle al
pueblo alemán a abrir los ojos, derribar el régimen
nazista e instaurar la paz, llegar a un común acuerdo
con todos los trabajadores del mundo. ¿Huber? Era
un pobre diablo. Después de embaucarle, Zimmet le
daba a veces dos o tres libras de grasa de cerdo por la
edición de las octavillas. ¿Dónde conseguía la grasa?
El había tenido la posibilidad de proporcionárselo.
¿En qué invertía el dinero obtenido de la recaudación
de las cuotas? N o merecía la pena de hablar de los
míseros trescientos marcos que él lograba recoger.
¡Cómo no habría de tener la futura organización sus
propios recursos!... ¿Que el servicio de investigación
había hallado unos cuantos centenares de carnets en
blanco? Naturalmente, creyendo que con el tiempo la
organización crecería, él le encargó a Huber que
imprimiese un gran número de carnets. ¿Por qué los
había de color rojo y de tonalidad gris clara? Los
carnets rojos eran para los miembros activos, para los
probados, y los grises para los candidatos.
Los de la Gestapo no eran tan simplotes como
para no darse cuenta de que el acusado trataba de
desorientarles y llevarles por una vía falsa. Y aunque
los
demás
conspiradores
confirmaban
las
declaraciones de Zimmet, los jueces de instrucción
tenían la certeza de que aquélla era una versión
preparada de antemano.
Como en los cuatro meses que se prolongaban ya
los interrogatorios no se había logrado recoger sino
escasos datos acerca del Frente Popular Antifascista,
la Gestapo resolvió llevar las investigaciones por otro
conducto. De los materiales de las pesquisas y de los
documentos capturados se sabía que el FPA estaba
relacionado con la CFP. ¿Podrían descubrirse
algunos grupos del mismo a través de los prisioneros
de guerra?
VI
Shájov llevaba ya una semana y pico recluido en
Dachau. Los primeros días le perseguía el
pensamiento de que todos ellos estaban condenados a
salir, si no hoy mañana, en forma de espesas
V. Liubovtsev
bocanadas de humo negro por la chimenea del
crematorio. Pero la naturaleza humana es así:
mientras uno vive, no puede pensar de continuo en la
muerte. La vida tomaba lo suyo. El estómago pedía
alimento, los brazos trabajo y la mente buscaba una
salida a la situación.
En la plaza del campo, donde dos veces al día se
pasaba lista, los amigos se encontraron con algunos
conocidos de Munich: Korbukov, Batovski, Yákov
Varlámov y otros. Habían sido traídos a Dachau unos
días antes. "Las cosas van mal -dedujo Shájov-. Todo
el Consejo de la CFP ha sido capturado..."
- Sí -confirmó Savva con voz trémula-, ha sido el
fracaso, el fracaso más completo. Se los han llevado
a todos...
- No debíamos habernos fiado de los aliados. Les
hemos esperado en vano -comentó Korbukov con un
dejo de amargura-. De haberlo sabido, hubiéramos
alzado a la gente y armado una buena... Antes que
morir aquí, tras la alambrada, preferiríamos caer en la
lucha...
- Después de la pelea no hay por qué blandir los
puños... -sentenció Batovski, pero Iván le
interrumpió:
- Lo lamentable es justamente que la cosa no llegó
a la pelea. Pero, ya veremos. Quizá tengamos la
suerte de no morir como los borregos...
Cada día llegaban grupos de presos. Los novatos
eran alojados en el bloque de la cuarentena. Una vez
apareció Tólstikov por allí.
- ¿A ti también te han pescado? -exclamó
Shevchenko, corriendo emocionado a su encuentro.
- ¿De qué te alegras? -replicó Iván con irónica
sonrisa-. Podría creerse que no nos hemos encontrado
en un campo de concentración, sino en un balneario.
- Pese a todo, estamos juntos de nuevo. ¡Cuánto
tiempo sin vernos!
- Yo preferiría no ver aquí a ninguno de vosotros.
Hubiera sido mejor que estuvierais en libertad o en
un campo corriente. Bueno, ¿cómo estáis?
- Habla tú primero. ¿Cómo están los nuestras?
Hace ya nueve meses que nos llevaron de la
"Krauss".
- Ya no queda allí ninguno de ellos. Sólo quedan
los "orientales". Nos desparramaron por los diversos
campos. Yo he estado hasta hace poco muy cerca de
aquí; luego me arrojaron al Sonderblock de
Moosburgo y de allí a Dachau. Kúritsin se evadió. A
Doroñkin se lo llevaron a otro campo con una parte
de los nuestros. En fin, nos han dispersado en todas
direcciones como a los botes en una tempestad.
¡Pero, hermanos, no os podéis imaginar con quienes
me encontré en Moosburgo! Puros comandantes y
tenientes coroneles. Yo era el único sargentito entre
ellos. Y me tuteaba con todos. ¡Qué gente más
admirable! En su mayoría eran de Sebastopol,
veteranos que ya en la guerra civil habían sacudido
de lo lindo a las tropas de Wrángel y Denikin y que
83
Los soldados no se ponen de rodillas
en esta contienda han realizado también proezas.
¡Verdaderos águilas!
- ¿Y todos pertenecían a la CFP?
- Sí... La que hubiéramos podido armar con ayuda
de ellos si...
A ese "si" desembocaban muchas conversaciones.
¡De qué valían los razonamientos acerca de lo que se
hubiera hecho o podido hacer, si...! Cada cual ponía
en esa palabra toda su desazón por haber dejado
escapar la posibilidad de mostrarles a los hitlerianos
cómo los rusos luchaban y morían con las armas en
las manos allí, en Alemania. Ese "si" era como una
barrera invisible en la que se estrellaba toda
conversación acerca del pasado.
A comienzos de mayo, todos los rusos que habían
llegado juntamente con Shájov fueron trasladados al
bloque núm. 16, y días después, gracias a Nikolái
Jrizanto -el cual resultó ser uno de los dirigentes del
Comité clandestino de ayuda mutua de los presos de
Dachau-, Vasili y sus compañeros fueron alistados al
"equipo de los toneleros". Su obligación era llevar los
toneles de sopa a las barracas. Diez o doce personas
se uncían a dos grandes carros conocidos entre ellos
por los nombres de "Katiucha" y "Andriucha":
cargados con los toneles de la bazofia, iban de la
cocina a los bloques y de los bloques a la cocina.
Shájov, Tólstikov, Pokotilo y Shevchenko fueron a
parar a un mismo "atelaje". A su lado, con las correas
sobre el pecho, marchaban el teniente coronel Shijert,
los comandantes Krasitski, Petrov, Grómov y otros.
Jrizanto, el encargado del reparto de la sopa,
despachaba sistemáticamente más toneles de lo
establecido, indicando a qué bloques llevarlos. No
escapaba a su atención ningún preso debilitado.
La Gestapo continuaba "limpiando" de elementos
indeseables los campos de los prisioneros de guerra y
de los "obreros orientales". A Dachau arribaban más
y más grupos. Y nuestros amigos iban diariamente al
bloque de la cuarentena a ver si entre los recién
llegados había algún conocido. Un día Shájov divisó
entre la muchedumbre a Vechtómov.
- ¡Contramaestre!
Slavka se le acercó. En el medio año de su
separación había adelgazado visiblemente. La
camiseta a rayas le colgaba como en una percha. Pero
su mirada conservaba la firmeza y el ardor de antes.
Luego de informarse sobre la suerte corrida por sus
compañeros, Vechtómov les contó su historia. Se
había fugado con otros del equipo correccional de
Pfarrkirchen. Después de dividirse en grupos, Slavka,
Víctor Egorski e Iván Popov tomaron el camino
hacia Austria. Al tercer día fueron capturados en una
redada policíaca. Como era de suponer, los apalearon
brutalmente. Una noche, el jefe de la guardia llevó a
Vechtómov a un campo y le ordenó que echara a
correr; tenía el visible propósito de liquidarle a
balazos. Pero Slavka se tiró al suelo y dijo que no
daría un paso; si el jefe deseaba, que lo matara ahí
mismo. Le mantuvieron durante algunos días
completamente desnudo e incomunicado. Y otra vez
le apalearon. Lo llevaron a Moosburgo y lo arrojaron
al calabozo. En enero lo enviaron en un equipo
correccional a las canteras de Eichstätt. Para no
trabajar, se fracturó los dedos de la mano izquierda.
Lo devolvieron a Moosburgo e internaron en la
enfermería. De allí huyó al campo común y estuvo
escondido entre los polacos durante dos meses. En
abril fue descubierto por un suboficial cojo y volvió a
parar al calabozo. Y de allí a Dachau. Eso era todo.
Los amigos quedaron pensativos. ¿Qué hacer?
Slavka estaba muy extenuado. Había que buscarle
algún trabajo dentro del campo, pues fuera de él no
resistiría ni una semana. Lo consultaron con Jrizanto,
el cual no viendo la posibilidad de colocarle en la
cocina ni en el "equipo de los toneleros", prometió
hablar al respecto con sus compañeros. Quizás
hallaran alguna solución. Y, en efecto, al cabo de
unos días Vechtómov obtuvo trabajo en la casa de
baños.
En mayo, durante un bombardeo aéreo quedó
destruido el edificio de la Gestapo de Munich. La
sección especial de la policía secreta, dedicada a
investigar el asunto de la CFP, se trasladó a Dachau.
Y diariamente, desde la mañana hasta la noche, los
"SS" sacaban del campo a prisioneros rusos para
llevarlos a una barraca de madera. El primer
interrogado fue el coronel Tarásov.
Shájov, que hasta entonces sólo le había conocido
de oídas, llegó a comprender en esos días por qué
precisamente Mijaíl Ivánovich era uno de los
dirigentes de la CFP y por qué precisamente él había
encabezado el levantamiento en Moosburgo, uno de
los campos de concentración más grandes del Sur de
Alemania. De ese hombre recio y robusto con la cara
poblada de espesa barba negra emanaba una fuerza
espiritual extraordinaria. Se portaba con excepcional
dignidad y sangre fría. El valor y la serenidad no le
abandonaban nunca. Veterano de la guerra civil,
había estado al frente de una escuela de artillería, y
en tiempos de la guerra de Finlandia había sido uno
de los primeros en entrar en Víborg. La unidad a su
mando había protegido la evacuación de las tropas
soviéticas de Sebastopol. Y allí, herido, le habían
capturado los fascistas...
Tarásov regresó del interrogatorio al cabo de
algunas horas. A consecuencia de los golpes
recibidos apenas podía mantenerse en pie.
Escupiendo sangre, dijo a sus compañeros qué
trataban de averiguar los de la Gestapo. Según él,
éstos andaban aún a ciegas, sin disponer de datos ni
de pruebas suficientes que confirmaran la pertenencia
a la CFP de muchos de los prisioneros allí reunidos.
Querían saber a toda costa quiénes eran los dirigentes
de la misma y cómo estaban relacionados con los
campos y los antifascistas alemanes. Por
consiguiente, era preciso desorientar al servicio de
84
investigaciones. Quien tuviera la posibilidad, que
rechazase toda acusación y declarara no haber oído
nunca nada acerca de la CFP. A juicio de Tarásov,
los hitlerianos tratarían de romper ante todo la
resistencia de los oficiales superiores, viendo en ellos
a los jefes de la organización.
Dos días después, el coronel fue llevado
nuevamente al otro lado del portón. Cuando él
regresó a la barraca, Shájov advirtió que tenía la
barba chamuscada, un ojo totalmente hinchado y
hablaba con dificultad porque le faltaban algunos
dientes.
- No importa -dijo trabajosamente Mijaíl
Ivánovich-, no importa... Las hemos pasado más
negras también... y aún será peor. Debemos estar
preparados para eso...
Tarásov tenía razón. Los de la Gestapo empezaron
por los oficiales de más elevado rango. Luego
sometieron a interrogatorio a los comandantes
Ozolin, Krasitski y Kondenko, a los tenientes
coroneles Shijert y Shelest, al intendente Korbukov y
a otros. Los oficiales dieron prueba de excepcional
valentía y firmeza. Al capitán Grigori Platónov
también lo llevaron allá, aunque antes de ir a parar al
campo de concentración él no había sabido nada
acerca de la existencia de la organización
clandestina.
- Conque me teníais apartado, lo hacíais todo a
mis espaldas, ¿eh? ¿Temíais que yo os denunciara? reconvino con amargura a Shájov y a otros conocidos
de tiempos del Sonderblock.
Pero ellos, tratando de justificarse, replicaban:
- No te lo decíamos, Grigori, porque no sabes
dominarte. Acuérdate de lo del tatuaje o de como les
gritaste a los gestapistas: "¡No nos fusilaréis a
todos!". En un momento de arrebato, tú, sin querer,
hubieras podido estropearlo todo.
Platónov comenzó a exasperarse:
- ¿En un momento de arrebato? ¡Si yo estoy que
ardo todo el tiempo! ¡El odio me anuda la garganta!
En fin, vosotros sabéis mejor por qué habéis
procedido así. Posiblemente hayáis hecho bien en no
decírmelo. Pero me duele...
La Gestapo se ocupó después de los restantes.
Shájov fue llevado allá más de una vez. Ateniéndose
a las instrucciones de Tarásov, continuó asegurando,
como en Moosburgo, que no sabía nada acerca de la
CFP y que en el campo anejo a la "Krauss-Maffeill"
no había existido tal organización. Al menos él no
había oído hablar de la misma. Y además, él había
trabajado permanentemente en el campo, sin ir a la
fábrica.
Durante el segundo interrogatorio, Shájov divisó
una cara conocida junto a la del juez de instrucción.
¿Quién era aquel tipo enjuto, de nariz puntiaguda y
ojos muy juntos, de pájaro? ¡Ah! ¡Era Vania!
- ¿Me reconoces? -el gestapista entornó los ojos-.
Conozcámonos más de cerca. A ver, amigo, cuéntalo
V. Liubovtsev
todo...
Esos ojos inmóviles y opacos como dos botones
de plomo adquirieron inesperadamente una mirada
punzante que se clavó en la cara de Vasili sin querer
soltarle.
Shajóv se encogió de hombros:
- Pero si yo no he trabajado en la fábrica. No sé
nada...
- ¡Deja de hacer el tonto! -chilló "Vania" y,
abalanzándose al preso, le embistió con el huesudo
puño en el ojo-. ¡Habla!
La paliza no fue muy dura. Podía decirse que el
interrogatorio en la Gestapo no había sido tan brutal
como el castigo que sufrieran al ser capturados
después de su huida del equipo correccional. Por lo
visto, aquí se le pegaba más para atemorizarle que
para desatarle la lengua, pues las declaraciones de
Shájov parecían convincentes.
Igual de leve fue, relativamente, la suerte corrida
por sus amigos, los cuales no cesaban de asegurar
con obstinación que no sabían nada. Shájov,
Pokotilo, Tólstikov y Shevchenko fueron sometidos a
reiterados cacheos con los oficiales. Puesta la mirada
en los rostros ensangrentados de Korbukov y de
Batovski, los compañeros meneaban la cabeza: no,
no los hemos visto, no los conocemos. ¿Qué
importaba que Batovski hubiera trabajado en la
misma fábrica que ellos? No había sido el único;
ellos habían visto allí a cientos de rusos. Era
imposible conocer a todos, y además, estaba
rigurosamente prohibido apartarse del lugar de
trabajo. ¿Y Korbukov? Lo veían por primera vez.
¿Que si era posible que no le hubiesen visto en
Dachau? Como allí había miles de rusos, ¿quién
podía acordarse de cado uno? Posiblemente lo
hubieran visto, pero no le conocían...
En uno de esos días en que Vasili, de pie ante la
pared y con las manos enlazadas en la nuca (eso era
lo establecido) esperaba ser llamado al gabinete del
juez de instrucción, por la ventana entreabierta
llegaron a sus oídos estos gritos:
- ¡Os aborrezco! ¡Por más que os ensañéis en
nosotros, no evitaréis vuestro pronto fin! La tierra
arde bajo vuestros pies...
El chasquido de un golpe y el ruido de un cuerpo
al caer dejaron truncada la frase. En el momento en
que Vasili era conducido al interior del gabinete, se
cruzó con un "SS" fornido que arrastraba por las
piernas a un hombre. La cabeza de la víctima se
bamboleaba sin vida. Shájov le reconoció: era Alexéi
Kirilenko, uno de aquellos que no había conocido
antes de ir a parar a Dachau. Aparentaba ser una
persona muy blanda e inteligente irreprochablemente
amable y correcta hasta en el ambiente del campo de
concentración. Trataba de "usted" a cuantos le
rodeaban, lo que pareció al principio una gravedad
afectada y antinatural. Se decía que antes de la guerra
Kirilenko había tocado la trompeta en una orquesta,
85
Los soldados no se ponen de rodillas
mas no se sabía exactamente en cuál: si en la del
Gran Teatro o en la de Jazz de Knushevitski. En
Dachau también había tomado parte en los conciertos
dominicales ofrecidos por un grupo de aficionados. Y
ahora, ese hombre delicado había hallado en sí
mismo las fuerzas necesarias para echarles en cara a
los verdugos toda la verdad, su desbordante odio...
Vasili sabía que Kirilenka había sido miembro de la
CFP en uno de los campos de los "obreros
orientales"; sabía también que los que no eran
oficiales superiores habían recibido la indicación de
negar su pertenencia a la misma, pues la
organización no había sido derrotada hasta el fin, era
preciso conservar a la gente, no perder en lo posible
el dominio de sí mismo ni descubrir ante los
alemanes sus sentimientos verdaderos. Pero Alexéi
no lo había resistido...
Faltó poco para que Shájov siguiese su ejemplo.
Ya que de todos modos les esperaba la muerte, era
preferible morir como un combatiente y no -según la
expresión de Iván Korbukov- como un borrego. No
hacer el títere ni el tonto ni tampoco renegar de la
CFP. Morir como el comisario Sazónov. Pero el
propio Sazónov había dicho: se puede morir cuando
eso obra en bien de la causa... En bien de la causa...
¿Y qué se ganaría con que él echase en cara al
gestapista lo mismo que Kirilenko?
Shájov bajó la mirada para que el juez de
instrucción no viera lo mucho que él le aborrecía y se
preparó para hacer el mismo papel que en los
interrogatorios anteriores...
VII
La marcha al ferrocarril les costó caro a los
guerrilleros. En el camino de regreso, Serguéi
Laptánov, que iba delante, cayó a un precipicio desde
un estrecho escalón recubierto de hielo y se mató. No
habían alcanzado sus compañeros a reponerse de
aquella desgracia, cuando un nuevo suceso vino a
sumarse a aquél: un alud dejó enterrados bajo la
nieve a Lucezar y a un italiano llamado Luigi que
había ido a explorar el terreno. Al cabo de dos días
de incesantes búsquedas, los compañeros lograron
desenterrar a este último, pero ya estaba muerto: se
había asfixiado. A Lucezar no lo hallaron: el hombre
quedó tirado bajo el compacto manto de la nieve.
Sólo al décimo sexto día de haber realizado el acto de
sabotaje regresaron ellos a la base del destacamento.
En el último trayecto -de unos cuantos kilómetros-,
más que andar, avanzaban a rastras, sin fuerzas.
Estaban helados, flacos y ennegrecidos por los
vientos, el hambre y el sol. El éxito de la operación
realizada no les alegraba ya. Grigori comprendía, por
supuesto, que ninguna victoria se obtiene sin
sacrificio. Antes habían sufrido igualmente la pérdida
de compañeros; los perderían también en lo sucesivo.
Y podía ser que una bala le segara a él. Pero lo más
doloroso era que el propio acto de sabotaje había
transcurrido sin un solo disparo y que una absurda
casualidad les había arrebatado a tres compañeros. ¡Y
qué compañeros! Hasta Luigi, que en nada se había
destacado de los demás, le parecía ahora a Ereméiev
un excelente luchador. Y Lucezar, ese lerdo que
siempre se había guaseado de Gianni, también... Pero
lo más doloroso era la muerte de Serguéi. ¡Cuántos
momentos de la vida ligados a su recuerdo! ¡Cuánto
le había apreciado Grigori! El, que había soñado con
regresar a Kíev, buscar a aquella niña y decirle:
"¿Ves? ¡He venido, como te lo prometí!", él no
volvería ni diría nada más. Yacía en la tierra fría y
endurecida por las heladas, en algún lugar de los
Alpes Cánicos, a miles de kilómetros de su región de
Nóvgorod y del lago Ilmen, y ni siquiera ellos, sus
amigos, podrían hallar su tumba en aquel caótico
amontonamiento de las rocas. No se alzaba sobre ella
un obelisco coronado de una estrella, sino un canto
rodado con una inscripción burdamente hecha con
cuchillo.
Lozzi les recibió con aire sombrío. Todo él
parecía decir: "Yo estaba en contra. Yo me oponía.
Pero vosotros os salisteis con la vuestra. Y aquí
tenéis el resultado. Aun queda por saber si el sabotaje
ha sido eficaz. Vosotros mismos habéis quedado
fuera de combate. Tendréis que dedicar un par de
semanas a restablecer las fuerzas y la salud"...
Pero no dijo eso en voz alta. Después de escuchar
el informe de Ereméiev y de hacer algunas preguntas,
les ordenó que descansaran. Grigori hubiera
preferido que Lozzi descargara sobre él toda su ira y
le tratase con aspereza.
A la vuelta de unos días, Lozzi se personó en el
refugio de Grigori. Sentado en el camastro, estuvo un
rato largo dándole chupadas a su corta pipa y
tosiendo. Grigori adivinó que algo serio le traía.
Lozzi despegó por fin los labios:
- ¡Bravo, muchachos! Acabo de recibir un
informe. ¿Sabes cuántos días estuvieron los alemanes
arreglando el túnel? ¡Trece! Lo taponasteis bien. Fue
un tren de tropa... No te aflijas, Grigori, así es la
vida. Los hitlerianos las han pagado bien caras por la
pérdida de nuestros tres compañeros… ¡Descansa,
amigo! Te agradezco por la lección que me has dado.
Conque también en invierno se puede guerrear en los
Alpes. Lo tendremos en cuenta...
- ¿Has oído, Volodka? -dijo animado Grigori,
volviéndose hacia Gutzelmann, el cual yacía a su
lado-. Nuestros esfuerzos no han sido inútiles.
Hemos aniquilado un tren de tropa...
Y quedó cortado. Un rictus de dolor compungió el
rostro del alemán.
- ¿Qué te pasa?
Al principio, Woldemar no quiso hablar, pero
luego le contó cuánto había sufrido en ese tiempo.
- ¿Comprendes? -dijo en voz baja, sofocado por la
emoción-. Cuando regresábamos y al llegar ya a la
base yo trataba de hacerme a la idea de que en aquel
tren no había viajado gente. No digo ya nadie, sino
86
casi nadie. De que en él sólo iban cargas. Y me lo
tenía ya creído, porque me había obligado a creerlo...
Pero ahora veo que en aquellos vagones viajaban
alemanes tan jóvenes y sanos como yo. Dormían,
soñaban con las chicas que habían quedado en el
terruño… Ellos no iban a la guerra por su propia
voluntad; los llevaban... Y ahora, no están... De eso
tengo la culpa yo, porque hubiera podido evitarlo…
Pero no pude. ¡Qué pena! ¡Qué dolor!... No sé qué
hacer... Me pesa... ¡La de días que llevo
torturándome!
Ereméiev movió la cabeza comprensivamente y
pasó la mano por el hombro de su compañero. ¿Qué
podía decirle en aquellos momentos en que todo se
trastrocaba en su alma? Lo que por costumbre había
sido inconmovible, se venía abajo. Y era preciso
decidir dónde estar: a éste o al otro lado de las
barricadas. No se podía permanecer al margen de la
lucha.
- ¿Has oído hablar alguna vez sobre la guerra civil
librada en Rusia?
Woldemar se encogió de hombros: ¿qué tenía que
ver eso con él?
- En aquella guerra sucedía a veces que el padre
luchaba contra el hijo y el hermano contra el
hermano. Era un parentesco mucho más cercano que
el de simples compatriotas. Escucha lo que te voy a
contar...
No recordaba ya los nombres de los protagonistas
ni todos los giros argumentales de los relatos de
Shólojov leídos en otros tiempos; pero lo principal le
había quedado grabado para siempre en la memoria y
el corazón. Al estallar la guerra civil él era un niño de
corta edad. En la adolescencia había envidiado
terriblemente a los intrépidos defensores de Poder
soviético y leído con avidez los libros que relataban
sus hazañas. Un día cayó en sus manos La Estepa
Azul en modesta encuadernación. Admirado de los
personajes de esta obra de Shólojov, la releyó unas
cuantas veces.
Y ahora transmitía a su manera el asunto de la
misma, añadiendo o inventando algunos detalles
escapados a la memoria y reuniendo en un todo
diversas historias. Refirió cómo el cosaco rojo Fiodór
fusiló a su mujer que acababa de dar a luz a un hijo.
La fusiló, porque ella había traicionado a la
revolución. Y no le dejó amamantar al niño ni
siquiera una sola vez, porque no quería que el
pequeño ingiriese leche envenenada por la alevosía.
Refirió cómo un chaval que cuidaba los melonares
escondió en su choza a su hermano -un combatiente
rojo herido-; cómo les sorprendió en la cabaña su
padre, que servía a los guardias blancos, y cómo ese
muchachito dócil, queriendo salvar a su hermano
para que triunfara la nueva vida y la gran causa por la
que éste luchaba, mató a su propio padre; los
hermanos se incorporaron a los rojos. Refirió cómo
un padre y dos hijos se alzaron en defensa de la
V. Liubovtsev
revolución, y el tercer hijo, que había pasado al
campo de los enemigos, no se apiadó de su padre ni
de sus hermanos al encontrarse cara a cara con
ellos...
Al contar eso, Grigori quería que Woldemar
comprendiese lo trágico y natural de esa escisión, su
convicción de que era necesario determinar al lado de
quién se estaba en la lucha. Le costaba mucho hacer
eso, pues no dominaba suficientemente el idioma
alemán.
No obstante, Woldemar, al oír su emocionada
voz, le comprendía.
- Sé que muy recientemente aún alemanes
antifascistas lucharon al lado de los republicanos en
España -continuó Ereméiev-. ¡Y cómo luchaban!
Contra Franco, que gozaba de la ayuda de Hitler y de
Mussolini. ¡Alemanes luchaban contra alemanes!
Nadie les había llamado a España, nadie les había
enviado la notificación de reclutamiento ni obligado
a empuñar las armas para ir al combate y perecer.
Pero ellos fueron allá voluntarios, combatieron y
perecieron en aras del triunfo de la justicia y la
libertad de los españoles. Podría uno preguntarse:
¿qué tenían que ver ellos con los españoles? Sabían
que era preciso ofrecer resistencia al fascismo, que la
libertad no se consigue a fuerza de pedirla, sino que
se la conquista con las armas en las manos. Esos
alemanes eran muchachos honrados, luchadores,
antifascistas. Y no estaban solos. Estoy seguro de que
también ahora hay en Alemania no pocos muchachos
como ellos, que emprenden algunas actividades a
pesar del terror de la Gestapo. Algunos de los
nuestros que cayeron prisioneros después me mí me
han contado que a veces los proyectiles fascistas no
explotaban porque venían ya estropeados de la
fábrica. Volodka, tú debes resolver al lado de quién
te pones. No puedes permanecer al margen de la
lucha.
- Ya lo he resuelto -dijo Woldemar con una triste
sonrisa-. Cierto es que al principio eso no dependía
de mí. Tú debes comprender...
- Comprendo -le interrumpió Grigori-. Por eso no
te apremio. Piénsalo bien y resuelve tú mismo. Tú
puedes, claro está, quedar limpito y, formalmente, no
mancharte las manos con la sangre de tus
compatriotas ni disparar contra ellos. Pero ¿cómo te
sentirás cuando te pregunten luego cómo has
contribuido a la derrota del fascismo y al nacimiento
de una nueva Alemania y tú no tengas casi nada
concreto que responder'? Te lo preguntarás a ti
mismo y tus hijos te lo preguntarán.... Perdona mi
brusquedad, Volodka. Por algo se dice: "No se puede
rezar simultáneamente a dos dioses". Una de dos: a
éste o a aquél. Y démoslo por acabado.
VIII
- ¡Vasia! -exclamó Vechtómov al divisar a
Shájov-. ¡Salud!
- ¡Salud!
87
Los soldados no se ponen de rodillas
- Demos una vuelta...
Quien deseaba hablar con un compañero sin
despertar sospechas, no debía aislarse, sino, por el
contrario, estar a la vista de todos. Tal era lo
reglamentado en Dachau. Por las tardes, cientos de
presos se paseaban de a dos o tres, tomados del
brazo, por las calles del campo de concentración o
formando círculos en la plaza donde solían pasar
revista y conversar en voz baja.
Vasili barruntaba que Slavka el "Contramaestre"
ardía en deseos de comunicarle alguna novedad. Así
fue.
- ¡Los aliados han efectuado un desembarco de
tropas en Francia!
- ¡Qué me dices!
- Es verdad. Yo mismo lo he oído por radio...
- ¿Un receptor de radio aquí? ¿Cómo es eso?
- Sí, tenemos uno en la sección de desinfección.
Los alemanes mismos lo han construido a espaldas
de los "SS". Yo he escuchado hoy la emisión
londinense. ¡Ya tenemos el segundo frente!
-¡Magnífico! Ahora sí que Hitler se irá pronto al
diablo... ¡Ay, qué les costaba haber abierto el
segundo frente unos meses antes!
- Yo trataré de comunicarte diariamente los partes
de guerra, y tú difúndelos. No estaría mal hacerlo a
través de octavillas, pero aquí es peligroso jugar con
tales cosas.
Vechtómov le contó a Vasili que entre los que
trabajaban en la casa de baños había muchos
verdaderos antifascistas. En el transcurso de unas
cuantas semanas él había logrado intimar
especialmente con dos alemanes -Karl Saltan y
Ludwig Renz-, ex combatientes de la brigada
internacional. Después de luchar contra el ejército de
Franco y de retirarse en combate hasta más allá de
los Pirineos, fueron internados en Francia y luego
entregados, juntamente con otros republicanos, por el
renegado Petain a los hitlerianos. Entre los recluidos
que trabajaban en la casa de baños y en la cámara de
desinfección había también españoles, con los que
Slavka había trabado amistad. El, al igual que
Tólstikov, había hallado rápidamente un idioma
común con decenas de personas del más diverso
origen: alemanes, españoles, italianos, belgas...
Vechtómov logró en contadas semanas granjearse
también la confianza de un grupo de periodistas
serbios y del círculo de los sacerdotes polacos. El y
Tólstikov poseían al parecer el don innato de
reconocer a las personas inteligentes y conquistar sus
simpatías. A Vasili le costaba mucho más conseguir
eso; se sentía en su elemento sólo entre los rusos. Es
posible que aquello se debiera a la diferencia de
caracteres: Shájov era mucho más reservado y menos
locuaz que Slavka o Iván; tenía que habituarse a la
persona antes de intimar con ella.
Al campo de concentración iba llegando más y
más gente. ¡La de veces que la Gestapo había hecho
pasar por su cedazo a los prisioneros de guerra! Y se
llevaba a aquellos que, si bien no habían pertenecido
a la CFP, se distinguían de los demás, al entender de
los hitlerianos, por su carácter rebelde y gozaban de
autoridad entre los recluidos. Así habían sido
llevados de uno de los campos Nikolái Kúritsin y de
otro el comandante Petrov.
Tólstikov, abrazando a su amigo, dijo:
- Conque ya ves, Nikolái, nuestro comité de la
Krauss está reunido. Falta sólo Doroñkin,
Zaporozhets y Glújov.
- No los necesitamos aquí.
Shájov y Pokotilo estrecharon largamente la
diestra de Mijaíl Ivánovich Petrov. El primero le
preguntó si los fascistas, al llevárselo, sabían que él
era comandante y activista de la CFP.
- Creo que no. Yo figuro ahora bajo otro nombre
y corno soldado raso. En invierno, cuando me
enviaron del campo común de Moosburgo al equipo
de obreros, los muchachos de la oficina de trabajo me
pusieron otro número, el de uno que había muerto.
De modo que el comandante Mijaíl Petrov ha dejado
de existir y ante vosotros está Nikita Jliábintsev.
Habíamos trabajado con suma precaución,
procurando no dejar ningún rastro, cuando en mayo
me arrestaron, no sé por qué, y me enviaron de nuevo
a Moosburgo. Después de permanecer un mes y pico
en nuestro Sonderblock he sido trasladado acá.
Los amigos le contaron a Petrov cuanto sabían. La
Gestapo continuaba dando vueltas como un perro que
quiere atrapar su propia cola. A juzgar por todo, la
investigación no daba un paso adelante. Los oficiales
sometidos como antes a interrogatorio no decían esta
boca es mía. Petrov no debía confesar que pertenecía
a la CFP. Y si estaba allí como soldado raso, mejor
para él. El no sabía nada acerca de la CFP. Lo mismo
debía tener en cuenta Kúritsin.
- Tampoco yo llevo el mismo apellido de antes dijo riendo Nikolái-. No soy ya Kúritsin, sino
Tsiplionkin… Después de que yo me escapé y ellos
me atraparon, fui trasladado al Stalag. Cuando me
preguntaron cómo me llamaba, se me ocurrió decir:
Tsiplionkin. Así lo anotaron. Una advertencia,
muchachos: vosotros no me conocéis ni yo os
conozco. ¿Está claro?
Los compañeros asintieron con la cabeza.
IX
Por más que los hitlerianos trataban de sembrar el
antagonismo nacional, no lo lograban. El sentimiento
de solidaridad era más fuerte. Todos los antifascistas
comprendían que la Gestapo se proponía debilitar,
mediante la escisión, el espíritu de compañerismo de
los recluidos. Pero el comité clandestino de ayuda
mutua hacía todo lo posible para fortalecer la unión.
Alemanes, franceses, belgas, rusos, serbios,
españoles y representantes de otras nacionalidades
actuaban de mancomún.
Excepción de ello fue el pequeño puñado de los
88
"verdes", o sea, de los delincuentes, algunos de los
cuales desempeñaban altos cargos en la
administración interior del campo. Por su ferocidad
se distinguía especialmente el "tío Volodia". Corrían
rumores de que él descendía de una familia
aristocrática georgiana y que, habiendo huido al
extranjero después de la revolución, llegó a ser
ladrón de fama mundial. Siendo superior del campo,
podía permitirse muchas cosas. Y como odiaba todo
lo soviético, al sólo oír mencionar la palabra "ruso"
montaba en cólera. Cierto es que descargaba también
su furia sobre los ucranianos, los gitanos, los
bashkires y los georgianos, pues todos ellos eran
soviéticos, a su entender, rusos. El torturar a los
niños y adolescentes -cuyo número, en Dachau, era
más que elevado- constituía la ocupación predilecta
del "tío Volodia". Experimentaba un placer especial
al maltratarles. Los chicos le temían más que a los
"SS", y al verle andar por el campo, se apresuraban a
esconderse.
Los compañeros del Comité Internacional de los
Presos Políticos, acerca de cuya existencia el "tío
Volodia" no sabía nada, se las ingeniaron para
advertirle que dejara de portarse así y de maltratar a
los presos, si no deseaba un buen día marcharse al
otro mundo. El superior del campo se amansó un
poco, aunque de vez en cuando hacía de las suyas...
A través de Tólstikov y de Vechtómov, Shájov
conoció e intimó con los alemanes Walter Leitner,
Karl Reder, y Adolf Probst, el checo Frantisek Blaga,
el holandés Nico Rost y otros antifascistas. El
profesor Blaga era uno de los dirigentes del Comité
Internacional de los Presos Políticos del campo de
concentración; Karl era el más antiguo de los
cautivos de Dachau (quedaban ya pocos de ésos):
llevaba ya diez años allí; Adolf y Walter habían
luchado en España. El periodista Nico Rost, según
llegó a enterarse Vasili, era una especie de cronista
del campo de concentración. Ayudado por sus
compañeros, los cuales le habían conseguido trabajo
en
la
enfermería,
llevaba
un
diario.
Clandestinamente, por supuesto. Porque si los "SS"
se enteraban de ello, a Nico y sus amigos les
esperaría la muerte.
Una vez, a mediados del verano, Nikolái Jrizanto
y Karl Reder buscaron a Shájov y le refirieron un
suceso acaecido poco antes en el Kabel-Kommando.
Este equipo, integrado por alemanes, franceses y
algunos rusos, se dedicaba a montar instrumentos de
radio y electricidad para aviones. Después del
control, dichos instrumentos eran empaquetados y
enviados a la fábrica. Durante el proceso de embalaje
los presos los estropeaban, haciéndolos inservibles.
Llegó un momento en que se descubrió el sabotaje y
la Gestapo arrestó a todo el equipo. Comenzaron los
interrogatorios y las torturas. Uno de los rusos, para
salvar a los restantes, cargó con la culpa, declarando
que sólo él, a espaldas de sus compañeros, había
V. Liubovtsev
perpetrado el sabotaje. Se llamaba Nikolái. Estaba
encerrado en un sótano de donde era imposible
escapar. Le amenazaba la muerte. Era preciso
averiguar por lo menos su apellido y sus señas. Se
organizaría un encuentro de Shájov con ese
muchacho. El llevaría al sótano el caldero de la
comida. Jrizanto, entretanto, distraería al "SS", y Karl
acompañaría a Vasili. De suyo se comprende que era
peligroso entablar conversación con los presos en el
sótano, pues uno mismo podría ir a parar allí. Pero
era necesario.
- ¿Por qué me lo dices? -replicó Vasili con
enérgico ademán-. ¿Acaso no comprendo que el
hombre se lo merece? Sacrifica su vida para salvar a
los compañeros.
Con el termo de la bazofia echó a andar en pos de
Jrizanto y Karl. El calabozo estaba cerca: más allá de
la cocina y apartado de las barracas.
La maciza puerta de hierro rechinó para dejar
pasar a Shájov y a Reder. A la mortecina luz de las
bombillas eléctricas ese sepulcro de los vivos con su
aire viciado y olor a moho y humedad parecía más
tenebroso aún. Hubiera sido mejor la oscuridad
completa.
- Quién es Nikolái?- preguntó bajito Vasili.
Se oyó un gemido. Alguien repuso con voz
enronquecida:
- Yo...
- ¿Cómo te apellidas, amigo? ¿De dónde eres?
- Chubukov... Soy de Sérpujov...
Shájov se lanzó hacia el rincón de donde provenía
la voz, e inclinándose, abrazó a Nikolái. El hombre
gimió de nuevo:
- Cuidado... No me queda ni un hueso sano...
- Yo también soy de Sérpujov. Vivía a dos pasos
de la fábrica de tejidos. ¿Y tú?
- En la calle Sitsenabivnaia. ¿Sabes dónde está?
- ¡Cómo no lo vaya saber! ¡Está muy cerca de la
nuestra!
- Ahí tengo a mi madre, a mi mujer y a dos
pequeñuelos. Si logras salir de aquí, visítalos y
cuéntales cómo fui al encuentro de la muerte...
El hombre enmudeció. Shájov le abrazó de nuevo.
Karl tosió para avisarle que ya era hora de retirarse.
Vasili le estrechó la mano a Nikolái y se encaminó
hacia la salida.
- ¡Adiós, amigo! -murmuró en la penumbra del
sótano. Tenía anudada la garganta.
- Es paisano mío -dijo con dificultad, cuando los
tres volvían hacia la cocina-. De Sérpujov... una
pequeña ciudad de los alrededores de Moscú...
El alemán posó las manos en los hombros de
Shájov, le atrajo hacia sí y dijo con una voz quebrada
por la emoción:
- Una pequeña ciudad... ¡Pero qué hombre más
grande salió de ella!
Nikolái Chubukov fue ahorcado al día siguiente
entre las barracas y la enfermería. Allí estuvo
89
Los soldados no se ponen de rodillas
colgado durante dos días. Los recluidos se quitaban
los gorros al pasar.
X
Aprovechándose de que los "SS" no entraban por
las noches en la enfermería, Nico Rost ponía orden
en su diario. Sacó del colchón las hojas sueltas para
reunirlas cronológicamente y leer una vez más,
detenidamente aquellos renglones escritos de prisa
con lápiz.
6 de julio. Nikolái, el ruso que trae la comida a los
enfermos, ha aprendido ya bastante bien el alemán.
Cuando le pregunté hoy si sabía algo acerca de
Pushkin, él se puso a hablar en seguida con
admiración acerca de la literatura rusa. Luego estuvo
lo menos una hora describiéndonos la vida en una
colonia correccional rusa. Habiendo perpetrado un
hurto, llevaba ya tres meses recluido allí, cuando los
alemanes le tomaron prisionero y le trasladaron a
Dachau.
En el momento en que él estaba contando eso, K.
se acercó a hacernos compañía y dijo que Nikolái
debía de sentirse contento de encontrarse aquí, pues
allí, en la colonia rusa, las habría pasado seguramente
mucho peor...
Nikolái saltó como mordido por una serpiente:
"¿Peor que aquí? ¡Mentira! Allí no hay alambradas.
Ni custodia. Ni pegan ni fusilan. Nadie se evade de
allí. Todos estudian. De allí dejan salir. En cambio
los alemanes son unos bandidos. ¡Hitler es un
bandido!"
K. quedó estupefacto, y yo me reí de buena gana...
Pues Nikolái y sus amigos hacen justamente lo
contrario de lo que de ellos esperaban los hitlerianos
al meter a cientos de muchachos rusos de las colonias
correccionales en nuestros campos de concentración.
Ellos hacen propaganda de su patria y hasta de sus
colonias correccionales.
26 de julio. He conversado largamente con los dos
chiquitos rusos que habitan entre nosotros. La
conversación ha sido dificultosa, porque ellos no
dominan aún el alemán.
El jefe de los sanitarios los trasladó, por suerte, al
puesto de sanidad, aunque ellos no estaban enfermos:
aquí están fuera de peligro, porque el georgiano
responsable del campo no puede ya tratarles con
tanta fiereza como antes. Vasili tiene once años, Piotr
trece. Hace ya dos años que se encuentran aquí. Son
de Vorochilovgrado. Sus padres han sido fusilados
por los hitlerianos. Los dos chicos duermen ahora
juntos en una cama, ayudan un poco a servir la
comida, a lavar las fajas o a cortar las gasas de
vendar. Por las mañanas juegan a menudo al marro o
al escondite entre los ataúdes y los cadáveres sacados
de las barracas y colocados en la calle ante la
enfermería para que el equipo del crematorio venga a
recoger su horripilante carga diaria.
Al preguntarle a Vasili si deseaba ir conmigo a
Holanda después de la guerra, él movió los hombros
con desdén y dijo clara y tajantemente: "¿A Holanda?
¡No! ¡A la Unión Soviética!" Lo dijo como si
Holanda fuese un lugar agreste, un rincón perdido;
está firmemente convencido de que su patria es lo
mejor del mundo.
¡Tienes razón, amigo Vasili! Regresa únicamente
a Vorochilovgrado. Puedes enorgullecerte de tus
compatriotas y de la Unión Soviética, que es capaz
de darte mucho más que cualquier otro país del
mundo. Y cuando sea posible, yo iré a verte.
7 de agosto. Hoy, a primeras horas de la mañana,
los de la sección política se llevaron de nuevo a un
enfermo. Esta vez ha sido un joven ruso del cuartel
IV, bloque 3. Como siempre: "¡A interrogatorio!" De
esos "interrogatorios" nadie ha regresado aún con
vida.
El "SS" estaba plantado ante el cuarto de registro
con objeto de recibir al preso. Al volverse él hacia
otro lado, yo me metí en la barraca y reconocí
inmediatamente al ruso. El muchacho -de veintidós
años sobre poco más a menos- llevaba ya cuatro
meses internado aquí. Tenía escayolada la pierna
derecha y un tumor en el sobaco. Me acordé de una
conversación sostenida con él unas semanas antes.
Nolrenius acababa de dar un concierto de
violonchelo para los enfermos y se disponía a
guardar el instrumento, cuando el muchacho le pidió
que tocase algo de Chaikovski. El músico accedió.
El joven ruso se lo agradeció mucho y nosotros
quedamos aún hablando largamente con él. Así
llegamos a saber que él conoce bien no sólo la
música rusa, sino, en la misma medida, la francesa
contemporánea...
Tendido en la camilla, llamó al sanitario para
pedirle que repartiese entre sus paisanos lo poco que
él tenía: una navaja confeccionada por él mismo en la
fábrica Messerschmitt, un cinturón y un pedacito de
pan. Sus paisanos yacían a cierta distancia de él, y él
sabía con toda certeza lo que le esperaba.
Cuando le sacaron de la barraca, él hizo un gesto
significativo, pasándose la mano alrededor del
cuello... Yo, que me encontraba junto a la puerta, le
estreché fuertemente la mano. Una sonrisa de
satisfacción se deslizó por su semblante. Sus ojos
brillaron...
Inclinado sobre la última página del diario, el
periodista meditaba. Sólo allí, en el campo de
concentración, había llegado a conocer hasta el fin la
bajeza e inhumanidad del fascismo, así como la
grandeza de espíritu de aquellos que, encontrándose
lejos de Dachau, en la clandestinidad y en los
destacamentos de los guerrilleros, había luchado
contra los hitlerianos y continuaban la lucha en ese
campo, de aquellos que, al morir, quedaban siendo
fieles a sus ideales y a su Patria.
XI
A fines de agosto se dio por acabado el
expediente de la causa incoada contra la CFP. Los
V. Liubovtsev
90
funcionarios de la Gestapo comprendieron que de
nada les valdrían las torturas: no lograrían arrancarles
la verdad a los acusados. Tras separar del resto de los
presos a los oficiales comprometidos en el asunto de
la CFP, los encerraron en una barraca rodeada por
una alambrada y apostaron a ella una guardia.
Todos comprendían que sus compañeros estaban
condenados a morir; pero no podían hacer nada para
salvarles. El acceso a la barraca estaba rigurosamente
prohibido. El "equipo de los toneleros" debía dejar
junto al portón los toneles de la sopa y el pan. Los
miembros de la CFP que habían quedado en el
campo común no podían siquiera averiguar los
nombres de los oficiales a los que no conocían. A
ello hay que añadir que muchos vivían en el campo
de concentración bajo otro apellido o únicamente
conocidos por el nombre.
El domingo 2 de diciembre la orquesta de los
presos debía ofrecer dos conciertos: uno para los
"SS" y otro para los compañeros. Pero la víspera el
director de la misma, un italiano, notificó al
comandante del campo a través de su jefe que la
orquesta no podría tocar, porque faltaba el virtuoso
trompeta ruso; sin él, no resultaría nada. El
comandante dispuso que Kirilenko fuese puesto en
libertad por el día de domingo a fin de que pudiese
tomar parte en el concierto.
Alexéi sabía que sería posiblemente la última vez
que iba a tocar. Sus compañeros de la orquesta lo
comprendían también. Por eso procuraron que el
concierto para los "SS" fuese corto y que no se
interpretaran piezas con solos de trompeta. En
cambio después de la comida tocaron para los
recluidos hasta la noche. La inmensa plaza estaba
abarrotada de hombres con chaquetas a rayas.
Permanecieron en pie, inmóviles, durante varias
horas bajo los rayos abrasadores del sol. Kirilenko
tocaba casi todo el tiempo; la orquesta no hacía sino
acompañarle. La canción del mercader indio, de
Sadkó; el solo de trompeta de El lago de los cisnes,
de Iván Susanin, de El príncipe Igor, Vasto es mi
país querido... Alexéi ponía en esas melodías todo su
amor a la música, a la vida, a la Patria Soviética. Se
había olvidado de las ametralladoras de romos
hocicos que atalayaban la plaza desde las torres y de
los sombríos "SS" que le observaban ceñudos.
Tampoco pensaba en que al día siguiente él no
estaría ya entre los vivos. En aquel momento se
sentía enteramente transportado al mundo de la
música, al mundo de los sonidos deleitantes, donde
no había lugar para los verdugos vestidos con
uniformes negros ni para la muerte. De su trompeta
salían para remontarse al cielo melodías jubilosas y
tristes, solemnes y melancólicas; pero su voz
argéntea cantaba un himno a la vida que triunfaba a
pesar de todo y frente a la cual los hitlerianos nada
podían hacer.
Un "SS" venía ya desde el portón. Había que
terminar el concierto porque se acercaba la hora de la
revista nocturna. Y entonces Kirilenko arrimó la
trompeta a los labios y por la plaza se expandió la
severa, agitada y exhortante melodía de La guerra
sagrada:
¡En pie, país inmenso,
En pie a la lid mortal
Contra el fascismo fiero,
La horda criminal!
Al principio sonó quedamente; pero luego fue
tronando cada vez más potente y amenazadora. Nadie
más que los rusos conocían la letra. Pero todos les
hicieron coro.
El "SS" se abría paso hacia la orquesta a
empujones y puñetazos. Desde el portón acudían ya
otros en su ayuda. Mas, hasta que el "SS" se le
acercó, Alexéi alcanzó a tonar toda la canción. Luego
de dar un beso a la trompeta, se la entregó con
cuidado al director italiano. El soldado le derribó al
suelo y se puso a pisotearle. Los "SS" dispersaron a
los presos, obligándoles a meterse en sus respectivas
barracas. Alexéi, molido a golpes, fue arrastrado al
bloque donde se hallaban reunidos los oficiales...
Dos días después -el 4 de septiembre- cuando los
recluidos habían sido llevados ya al trabajo, por el
campo de concentración corrió el rumor de que los
"SS" llevaban al crematorio a todos los comunistas
con el propósito de fusilarlos; de que el primer grupo
se encontraba ya en camino; de que todo el campo
estaba rodeado por una doble guardia, y el
exterminio se prolongaría durante unos cuantos días.
La noticia de la liquidación planificada de los
comunistas provocó inmediatamente el pánico entre
los demás presos. Estaba claro que los hitlerianos no
se contentarían con ello: después de los comunistas
exterminarían a los restantes. Puesto que los fascistas
sufrían reveses en todos los frentes, era dudoso que
dejaran con vida a los cautivos, que sabían
demasiado acerca de sus fechorías. Aún estaba fresca
en la memoria la acongojante noticia de la muerte de
Ernesto Thaelmann, el cual, según la versión oficial,
había sucumbido durante un bombardeo en
Buchenwald. Esta noticia, como una herida
sangrante, no dejaba en paz a nadie. ¡Oh, cómo
ansiaban vengarse en aquellos verdugos!
Karl Reder trabajaba en un taller del campo de
concentración junto al cual pasaba el camino que
conducía al crematorio. El hombre se asomó: el
camino estaba desierto. Los compañeros en torno
discutían acerca de lo que debían hacer. Todos
llegaron a la conclusión de que era imposible dejarse
matar como el ganado: había que ofrecer resistencia.
Decidieron armarse de martillos, hachas y barras,
alzar una barricada y luchar hasta lo último.
Pero antes debían averiguar si era verdad que los
"SS" habían emprendido preparativos para el
91
Los soldados no se ponen de rodillas
exterminio de los presos. ¿Quién osaría, pues,
realizar la exploración?
- Yo -declaró Karl, dando un paso adelante-.
Como hojalatero me veo precisado a ir al campo con
más frecuencia que otros. Y si no regreso dentro de
media hora, será porque me han atrapado. Y entonces
deberéis ofrecer resistencia...
Karl salió del taller con la caja de instrumentos al
hombro. En apariencia, iba despreocupadamente,
aunque estaba todo tenso, dispuesto en todo
momento a golpear con la caja al "SS" que quisiera
detenerle. Al pasar por el portón observó de soslayo
que allí no había ninguna guardia reforzada. Junto al
local de registro, ante la plaza, Reder vio a un grupo
numeroso de presos y en torno a ellos, a los "SS"
armados. ¡Rusos! Entre la multitud se destacó una
cara conocida: Kirilenko...
Karl pasó tan cerca de allí, que uno de los "SS"
tuvo que gritarle y amenazarle con el arma
automática. Reder se deslizó de prisa hacia la parte
trasera de la barraca y tropezó con Shájov. Pálido,
mordiéndose el labio inferior, observaba de cuando
en cuando por detrás de la esquina. Sus puños se
crispaban y se aflojaban como si estrujase algo.
El alemán no le dijo ni una palabra. Simplemente,
se paró a su lado. Shájov le agarró del brazo, más
arriba del codo, y se lo oprimió. Por las mejillas de
Reder rodaron lágrimas...
Vasili le susurró sordamente al oído:
- No llores, Karl, no llores. Mira cómo mueren los
soviéticos.
Tras formar de a cuatro a los oficiales soviéticos,
los "SS" los rodearon y se los llevaron en dirección al
crematorio. Los hombres marchaban pesadamente, y
aquellos que no podían andar solos, iban apoyados en
sus compañeros. Vasili vio por última vez la barba
encanecida de Tarásov, la cabeza orgullosamente
erguida de Iván Korbukov, la chaqueta desabrochada
de Grigori Platónov, el cual hasta en aquellos
terribles momentos había descubierto con aire
desafiante ante los fascistas el retrato de Lenin
tatuado en su pecho. Allí estaba también Savva
Batovski; sostenía con la mano izquierda el brazo
derecho fracturado por los gestapistas. Shijert,
Shelest, Kondenko... Vasili iba contándolos para sus
adentros. Tres, cinco, ocho, doce, dieciocho,
veintitrés. Veintitrés multiplicados por cuatro.
¿Cuántos eran? Noventa y dos personas, noventa y
dos camaradas... Y los que por el momento habían
quedado con vida no conocían las señas ni los
apellidos de más de la mitad de los oficiales que
marchaban hacia el lugar de su ejecución... ¿Sería
posible que esos héroes quedaran desconocidos?...
No. El mismo día de su liberación -ese día
amanecería para alguno de ellos- sería preciso
apoderarse de los archivos de la Gestapo... Allí
debían de estar registrados todos... Contando, por
supuesto, con que ellos habían dicho sus verdaderos
nombres...
Los "SS" vociferaban, golpeaban a los prisioneros
con las culatas de los fusiles, les apremiaban y
andaban ajetreados en torno a ellos. Pero los rusos
siguieron caminando sin prisa, tranquilos, con
dignidad.
- ¿Sabes? -dijo Karl-, los "SS" parecen una jauría
de perros que ladran alrededor de un oso. Gritan y se
mueven tanto porque les tienen miedo...
Alguien de la columna que marchaba hacia el
crematorio entonó La Internacional. Los demás
condenados a muerte hicieron lo propio. Y por
mucho que se enfureció la escolta, no pudo impedir
que la columna entrase en el recinto del crematorio
cantando ese himno.
Karl se despidió de Shájov:
- Debo irme. Mis compañeros me están
esperando...
Vasili no repuso nada.
Aquellos sordos disparos taladraban sus oídos.
Reclinado en la esquina de la barraca, rompió a llorar
amargamente, estremeciéndose...
Aquel día no trabajó nadie. Fue corno una muda
manifestación de duelo por el trágico fin de aquellos
valerosos hombres soviéticos. Los "SS" que
vigilaban a los recluidos en los equipos de trabajo lo
notaron también. Pero ninguno de ellos tomó alguna
medida contra los presos: ni gritó ni golpeó, como
solían hacerlo de ordinario. Se daban cuenta, al
parecer, de que sólo faltaba la chispa para que se
produjese la explosión...
XII
Algunos meses después -en enero de 1945- en el
patio del crematorio del campo de concentración de
Dachau fueron ejecutados los activistas del Frente
Popular Antifascista Alemán: Hans Gutzelmann,
Rupert Huber y el checo Karel Svatopluk Mervart.
En todo el período de su reclusión en las mazmorras
de la Gestapo, ninguna tortura había podido
obligarles a traicionar a sus compañeros de lucha.
Prefirieron la muerte.
Karl
Zimmet,
mutilado
durante
los
interrogatorios, se encontraba internado en el hospital
de la cárcel. Los gestapistas abrigaban aún la
esperanza de desatarle la lengua a ese obstinado jefe
de la organización clandestina que debía conocer, sin
duda, a los conspiradores todavía no capturados.
Emma Gutzelmann, que había logrado escapar de
la cárcel destruida en un bombardeo, se pasó dos
meses escondida en casa de unos amigos y pereció
bajo los escombros de la misma durante un ataque de
la aviación a Munich.
El ingeniero Kleinsorge falleció en la Gestapo a
consecuencia de las torturas. Murió sin denunciar a
ninguno de sus compañeros.
Los demás complicados en el asunto del FPA
fueron condenados a largos plazos de prisión.
92
Capítulo X. Los vivos luchan.
I
La primavera, el verano y el otoño de 1944
transcurrieron en incesantes combates, marchas y
choques con las fuerzas punitivas, así como en
osados asaltos a las guarniciones alemanas. Las filas
de los guerrilleros menguaban. No pocas tumbas
cavadas a la ligera quedaron perdidas en las
vertientes de los Alpes. Otros luchadores venían a
completar las filas, pero el recuerdo de los
compañeros caídos pervivía en el corazón de los
veteranos. Fue sobre todo muy honda la pena de
Grigori cuando una bala fascista hirió mortalmente a
Woldemar. Eso acaeció cerca de Villa Santina, en el
momento en que dos grupos de guerrilleros que
regresaban de una acción toparon con una emboscada
de los hitlerianos. Los guerrilleros eran pocos.
Extenuados por la larga marcha y rendidos por el
cansancio, fueron cogidos de sorpresa. Era preciso
evitar el choque. Grigori y unos cuantos
combatientes armados de una ametralladora ligera se
agazaparon en la falda de una montaña a fin de
proteger la retirada de sus compañeros. Se
mantuvieron durante una hora y media sin darles a
los "SS" la posibilidad de alzar la cabeza. Woldemar
estaba tendido tras una peña a cierta distancia de
Ereméiev. Empuñaba la misma carabina que habían
arrebatado en invierno al centinela junto al túnel.
Disparaba metódicamente, como en un centro de
instrucción.
Al abrigo de las sombras vespertinas lograron
deshacerse de los hitlerianos, los cuales, temiendo
caer en una trampa, no se atrevieron a perseguirles.
Sólo entonces advirtió Grigori que Woldemar andaba
medio encorvado y se tambaleaba.
- ¿Qué te pasa? -le preguntó, acercándose a él.
- Nada -murmuró el alemán, aunque su rostro
blanqueaba en la oscuridad como una mascarilla de
yeso-. Nada. Una herida sin importancia.
Ereméiev abarcó con el brazo sus hombros para
apoyarle. Woldemar empezó a caer sobre él con una
flaccidez repentina. Se detuvieron para poner el
vendaje. La herida era grave: todo el costado
derecho, algo más abajo de la tetilla, estaba
ensangrentado. Era imposible explicarse cómo
Woldemar, con esa herida, había podido andar aún
cerca de una hora. Sobre una camilla improvisada
con dos fusiles y capotes llevaron por turno al herido
por aquellas empinadas sendas. Con semejante carga
no se podía andar de prisa y menos aún en la
oscuridad. Pero los guerrilleros se apresuraban.
Tenían fe en que Lanka, su simpática Lanka, esa
bosníaca de ojos negros que hacía suspirar a muchos
de ellos, sabría curar y salvar a Woldemar.
Alcanzaron a los suyos. Aunque todos estaban
terriblemente extenuados de marchar tantos días,
decidieron no descansar, sino tratar de llegar cuanto
antes a la base. El alemán yacía mudo, sin emitir un
V. Liubovtsev
solo gemido. Cada vez que hacían un alto en el
camino, Grigori, lleno de zozobra, pegaba el oído a
su pecho para cerciorarse de que respiraba aún.
Rayaba el alba cuando Woldemar abrió los ojos, y al
ver a Grigori a su lado, esbozó una leve sonrisa. Con
los labios resecos, dijo trabajosamente:
- Estaba pensando...
Grigori se inclinó hacia él:
- Calla, calla, Volodka. Piensa, pero no hables.
El alemán cerró dócilmente los ojos y enmudeció.
Pero al cabo de unos minutos sus labios se movieron
de nuevo. Ereméiev se inclinó otra vez sobre el
herido, tratando de captar lo que él bisbiseaba.
Arrimó a sus labios la cantimplora. El alemán tomó
un trago y miró a sus compañeros con ojos
empañados por el dolor:
- Dime, ¿he expiado con mi sangre tan siquiera
una partícula de la culpa?
- ¡Calla, Volodka! ¡Tú no has tenido ninguna
culpa! ¡Y no debes hablar!
El alemán hizo un esfuerzo para incorporarse y,
mordiéndose el labio, replicó:
- Dímelo, sin falta. Puede que dentro de un
minuto ya esté muerto. ¿He expiado tan siquiera una
gota de la culpa de mi pueblo frente a vosotros, los
rusos? Dímelo sinceramente...
A Grigori se le anudó la garganta y se le oprimió
el corazón.
- Tú sabes perfectamente que nosotros no hemos
acusado a vuestro pueblo. No luchamos contra él,
sino contra los fascistas.
- El pueblo tiene también la culpa, porque se ha
sometido a Hitler y le ha seguido. O no ha protestado
ni luchado contra los nazis. Como yo, como mi padre
y muchos, muchísimos más... Dime, ¿he expiado una
gota de la culpa de mi pueblo?
Ereméiev comprendía que el alemán no se
tranquilizaría mientras no recibiese la respuesta: eso
le inquietaba en aquel momento no menos que el
dolor de la herida.
- Sí, camarada Gutzelmann -dijo con más
solemnidad de la que lo requerían las circunstancias-,
tú has luchado contra los hitlerianos como un héroe,
como un auténtico antifascista. ¡Y lucharás todavía!
¡Más de una vez iremos aún juntos a cumplir tareas!
¡Ya verás como Lanka te cura!
El alemán sonrió tristemente y cerró los ojos. El
también quería creer eso. ¡Quería vivir!
Pero su agonía fue larga y penosa. Por desgracia,
Lanka no pudo hacer nada: el muchacho había
perdido demasiada sangre, y el hospital de los
guerrilleros no reunía las condiciones necesarias para
operar a heridos de tal gravedad. Por vez primera en
tantos años. Grigori lloró a lágrima viva, como un
chiquillo. Nunca había penado tanto, ni siquiera al
perecer Serzuéi Laptánov. Woldemar no había sido
para él un simple alemán, sino un ser querido, casi un
hijo a pesar de la poca diferencia de edad -le llevaba
93
Los soldados no se ponen de rodillas
tan sólo seis años-; en él había colocado una partícula
de su propio corazón. Le había querido hasta más que
a un hijo, más que a un amigo. Pues Ereméiev y sus
compañeros habían hecho que Woldemar se
transformase de espectador de la lucha en verdadero
luchador. Y el muchacho moría ante los ojos de
Grigori sin que éste pudiera ofrecerle alguna ayuda...
Un día de otoño, Lozzi mandó llamar a Grigori,
BeItiukov y PáveI. Estaba taciturno.
- Hemos recibido la orden de trasladar la base
hacia Occidente, en dirección a Milán. Vosotros, los
rusos, ¿iréis con nosotros? Os lo pregunto, porque me
habéis pedido en más de una ocasión que os deje ir a
la brigada rusa que opera en Yugoslavia. Yo no
puedo reteneros por la fuerza. Ahora, cuando nos
marchamos hacia el Oeste, se os ofrece la posibilidad
de elegir. Resolvedlo vosotros mismos...
Hablaba con sequedad, sin mirarles. Y eso tenía
explicación. Pues separarse de los rusos era para él
tan doloroso como una puñalada. Llevaban ya un año
y medio luchando juntos, y en ese tiempo les había
tomado gran afecto a esos muchachos. Pero él no
tenía ningún derecho de llevárselos en aquel
momento, a cientos de kilómetros más hacia
Occidente. Notaba que ellos dirigían sus miradas
hacia Yugoslavia, hacia el Este. Querían acercarse a
la Patria y encontrarse cuanto antes entre los propios.
Hasta les era más grato ir al combate en compañía de
los rusos, en aquella brigada especial de guerrilleros.
Y sin embargo, no quería dejarles ir...
Los muchachos salieron de allí muy agitados.
Aunque el destacamento contaba a la sazón con
cuarenta rusos, sólo tres eran veteranos del mismo,
pues se habían incorporado a él dieciocho meses
antes. Del primer grupo sólo quedaban tres: los
restantes yacían en las tumbas. Y esos tres gozaban
de prestigio, su opinión era muy tenida en cuenta.
¿Qué decidirían ellos?
Reunieron a sus compañeros y les contaron lo que
había dicho Lozzi. La opción era voluntaria. El que
quisiera, podría quedarse en el destacamento. Pero
los tres habían resuelto ir a Yugoslavia a incorporarse
a la brigada rusa. ¿Quién deseaba ir con ellos?
Todos.
Gianni se mostró muy afligido. Se había
encariñado mucho con los rusos.
- ¡Venid con nosotros, camaradas! -insistió él-.
Atraparemos al gordo Mussolini y armaremos un
jaleo tremendo...
- Déjales que se vayan, Gianni -le interrumpió
Lozzi-. Temo que lleguemos tarde. Por algo se dan
tanta prisa los norteamericanos... Bueno, muchachos,
démonos un abrazo... ¡Batid a los fascistas allí como
lo habéis hecho aquí!
- Gracias, ¡y que vosotros también tengáis muchos
éxitos! Llevaremos una cuenta común...
Diez días después, el pequeño grupo de rusos se
incorporó a la brigada. La disciplina que en ella
reinaba asombró de inmediato a los recién llegados.
En todo se percibía un régimen militar especial,
propio de las unidades del ejército regular. Aunque
los jefes de las secciones eran elegidos por los
propios combatientes en las asambleas y por votación
abierta, la gente se subordinaba a ellos
incondicionalmente. Los jefes de las compañías y de
los batallones eran nombrados por el mando de la
brigada, pero, al hacerlo, no siempre se tomaba en
consideración el grado militar. Por eso podía verse a
veces a un teniente o a un capitán al frente de una
sección, mientras un sargento o incluso un soldado
de filas mandaba una compañía.
El jefe de la brigada, Anatoli Diáchenko, un
marino robusto de baja estatura, miró a los recién
llegados con sus ojos vivos como el azogue, y
aunque quedó contento, al parecer, de constatar que
se trataba de gente avezada y experta, que tanto
necesitaba, les hizo la advertencia siguiente:
- ¡Nada de anarquismos! ¿Está claro? Allí, en
Italia, os habéis acostumbrado a obrar cada cual a su
libre albedrío. Pero aquí, olvidaos de ello. Somos una
unidad regular del Ejército Soviético que combate en
la retaguardia del enemigo. Tenedlo bien presente.
¿Habéis prestado juramento?... ¿Cómo que cuándo?
Cuando os llamaron a filas. El cautiverio no exime
del juramento... ni a mí, ni a vosotros, ni a los demás.
¿Está claro?
Los recién llegados fueron incorporados en
calidad de sección a la tercera compañía. Ese mismo
día se celebró una reunión en la que Grigori fue
elegido jefe y Leonid su ayudante. A Pável Podobri
le tocó encabezar un pelotón.
Y continuó la vida guerrillera, plena de
dificultades. Combates, retiradas, rupturas, asaltos,
tiroteos. Lo mismo que en Italia. Sólo que aquí las
montañas eran menos elevadas y el enemigo más
diverso. El destacamento de Lozzi había tenido que
batir casi siempre a los "SS" y rara vez a los camisas
negras de Mussolini. En cambio, en Yugoslavia, los
guerrilleros tenían que vérselas tanto con los
alemanes como con los chetnikis, los ustaches y los
vlasovistas. En cuanto a víveres, experimentaban las
mismas penurias que en Italia.
Pero en la brigada, los combatientes debían no
sólo luchar, sino también perfeccionarse. En el
destacamento de Lozzi cada cual había podido
disponer a su antojo de los ratos de ocio. La
asistencia a las clases políticas organizadas por
Ereméiev no había sido obligatoria. Si no te
interesan, quédate tumbado a la bartola
contemplando el cielo o durmiendo a pierna suelta.
Lo de limpiar el arma había dependido de la
conciencia de cada uno... En cambio, en la brigada
todo era distinto. En los intervalos entre los combates
había instrucción y clases políticas; la asistencia a las
mismas era obligatoria. Las armas debían brillar
como el cristal.
94
Todo eso no fue del grado de los novatos.
Tampoco a Grigori y a sus amigos más íntimos les
gustó tal severidad y observancia puntual de los
reglamentos en tiempos de guerra.
Un día, el jefe de la compañía amonestó a
Ereméiev porque trataba con demasiada familiaridad
a los combatientes. Eso sacó de quicio a Grigori:
- ¿Que yo trate de "usted" y diga, por ejemplo,
"camarada Beltiukov" a un compañero que ha
compartido conmigo una vida llena de penurias y
peligros?
- Sí, en presencia de los subalternos es
obligatorio. Para vosotros sólo existen los
diminutivos. ¿O es que en los años del cautiverio os
habéis olvidado de la palabra "camarada"?
- ¡Vete a... ya sabes adónde! Yo, si quieres
saberlo, sólo en el cautiverio calé a fondo el sentido
de esa palabra. Mire, camarada jefe -recalcó
Ereméiev con causticidad-, aunque usted me
destituya, yo no dejaré de tratar a mis amigos como
lo he hecho hasta el día de hoy. Que mande otro. Yo
he sido y seré un soldado raso, y no aprenderé jamás
a tratar de "usted" a mis compañeros...
El jefe de la compañía, disgustado, se alejó de allí.
Grigori le siguió con una mirada llena de
animadversión: "¡¿.Qué formalista, de dónde salen
esos desalmados?!"
Aunque nada había cambiado y el diálogo aquel
no había tenido consecuencias, Ereméiev notó al
cabo de cierto tiempo que, involuntariamente, en
lugar de "chicos" y "muchachos" empleaba con
creciente frecuencia la palabra "camaradas". Y eso, al
parecer, hasta le disciplinaba en cierto modo, lo
mismo que a los demás. No obstante, él no dejó de
tutear ni de llamar por el diminutivo a sus
subordinados.
La brigada rusa especial, aneja al 9° cuerpo de
guerrilleros yugoslavos, avanzaba combatiendo hacia
Trieste. Ya quedaban atrás las ciudades y los pueblos
de Eslovenia liberados de los hitlerianos y sus
secuaces y, desde los puertos de montaña se
vislumbraban ya las azules aguas del mar Adriático.
El aire estaba saturado de aromas primaverales. Las
elevadas cumbres habían cedido su lugar a las pétreas
colinas y grises lomas de la península de Istria,
animadas aquí y allá por el vivo color del joven
follaje de los olivares y viñedos.
Avanzaba la primavera del año 1945.
II
- ¡Vasili! ¡Escóndete, rápido!
Shájov alzó los ojos hacia el médico, movió la
cabeza, señal de que había comprendido, y echó a
andar renqueando trabajosamente hacia el retrete.
Otra vez tendría que permanecer una hora, si no dos
o tres, en aquella caseta traspasada por los vientos.
Conocía a Pável Sekretta desde tiempos de
Moosburgo; era miembro de la CFP y trabajaba en la
enfermería del campo. Se encontraron de nuevo allí,
V. Liubovtsev
en el campo de concentración de Mauthausen. Pável
reconoció a Vasili cuando lo trajeron medio muerto
de Gusen, una sucursal del campo, a la enfermería.
¡Cuánto habían tenido que sufrir en aquellos
meses! Gran parte de los recluidos cuya pertenencia a
la CFP se sospechaba fueron sacados de Dachau en
noviembre y distribuidos entre diversos campos de
concentración:
Mauthausen,
Buchenwald,
Oswiecim...
Shájov, Shevchenko, Tólstikov y Pokotilo fueron
a parar a Mauthausen. A Vasili no se le borraba de la
memoria el día de su llegada a ese campo de
concentración.
En la estación les esperaba una escolta numerosa
al mando del subjefe del campo, Anton Streitwieser,
la más fiera de las fieras. En cuanto la columna salió
de la ciudad, los "SS" ordenaron a los recluidos que
echaran a correr cuesta arriba. Los hombres,
extenuados por las torturas, enfermos y debilitados
por el hambre, no podían mantenerse en pie. A los
que caían les golpeaban con palos y culatas de
fusiles, y a los que no podían levantarse los
remataban a tiros. Eso era peor que lo sufrido en la
fortaleza de Deblin.
Llovía a cántaros. Soplaba un viento frío,
huracanado. Los recién llegados recibieron la orden
de quitarse la ropa y esperar desnudos ante la casa de
baños. Sólo al cabo de una hora y media les dejaron
entrar. Se repitió lo mismo que en Dachau: tan pronto
les caía encima agua helada como agua a punto de
ebullición. Por lo visto, el "SS" de Dachau no había
sido el inventor de aquel escarnio.
Después del baño los echaron desnudos a la calle
y, tras mantenerles a la intemperie cerca de una
media hora, les dieron ropa interior y los llevaron a la
barraca de la cuarentena.
Al cabo de dos semanas Vasili y otros fueron
enviados en paños menores al equipo de Gusen-2, el
cual, integrado aproximadamente por diez mil
hombres, estaba construyendo una fábrica de
aviación subterránea en los Alpes, cerca de la ciudad
de Linz. En lugar de los presos fallecidos se traían a
Mauthausen nuevas partidas de dos mil hombres al
mes.
Todo lo visto por Shájov en los años de su
cautiverio palidecía frente a los horrores que la gente
experimentaba allí a diario. Hasta el campo de
Ostrow Mazowiecki, en comparación con éste, era el
paraíso. En Gusen-2 no trataban tanto de construir la
fábrica como de ver quién aniquilaba a más presos.
Los "SS" mataban a la gente de paso, entre otras
cosas, por darse un gusto o entrenarse en el tiro al
blanco, utilizando para ello a seres vivos. Inventaban
mil procedimientos para matar, como si cada uno
tratara de adelantarse a los demás en materia de
atrocidades. Igual que los "SS" eran los capos,
tomados de entre la gente del hampa que cumplía
condenas.
95
Los soldados no se ponen de rodillas
A comienzos de enero de 1945, casi en presencia
de Vasili sucumbió su viejo amigo Nikolái
Shevchenko. Se había metido con un ruso en un
rincón oscuro de la galería para fumar un cigarrillo
adquirido a fuerza de mucho buscar. Shájov, que no
fumaba, se había sentado a descansar en un lugar
apartado, aprovechando la ausencia de aquel que les
arreaba de continuo. Y estaba dormitando cuando un
grito le despertó.
El capo y un "SS" salidos inesperadamente de una
galería cogieron de sorpresa a los fumadores. El
primero arremetió a puñetazos al compañero de
Shevchenko. El "SS", parado a cierta distancia, le
observaba, azuzándole con voz chillona. Vasili vio
cómo Nikolái tajó el aire con el pico. El capo se
desplomó tras lanzar un corto grito. Shevchenko
avanzó hacia el "SS". Este retrocedió y desenfundó la
pistola. Detonó un disparo, otro, y dos más. El
alemán,
terriblemente
asustado,
continuó
descerrajando tiros a los presos ya muertos hasta
vaciar el peine de la pistola.
Así, queriendo defender a un compañero, Nikolái
sucumbió. Pero antes de morir descrismó a una fiera.
La pérdida acongojó por largo tiempo a Shájov.
Siempre le faltaba Shevchenko, ese hombre tan
bueno, tan optimista y dicharachero, Pero no en vano
había ido él al encuentro de la muerte, porque
después de ese suceso los capos dejaron de tratar con
tanta fiereza a los recluidos.
Los piojos pululaban en las barracas en cantidades
astronómicas. En pleno invierno, llegó un jefe de
Mauthausen y dispuso que se procediera a la
desinfección de la ropa y de los locales como medida
preventiva contra el tifo. Un día de enero se ordenó a
los presos que se desnudaran, dejasen la ropa y
salieran al patio. Las barracas fueron cerradas y
llenadas de gas. Los hombres, desnudos, estuvieron
"desinfectándose" durante más de dos horas a la
intemperie: unos caían, otros se helaban. Después de
eso, la pulmonía llevó a muchos a la tumba.
Por aquel entonces Shájov y otros enfermos
fueron enviados a "curarse" a Mauthausen e
internados en el lazareto. Los médicos rusos,
franceses, polacos y checos de entre los recluidos se
esforzaban por conservar, si no la salud, al menos la
vida de sus pacientes. Las posibilidades eran,
naturalmente, mínimas, y el mando del campo
vigilaba con severidad de que los presos no
permaneciesen mucho tiempo en la enfermería. Un
médico de los "SS" recorría sistemáticamente la sala.
Y a los enfermos que, según él, estaban demasiado
débiles se los llevaban inmediatamente al crematorio.
Hombres aún vivos eran metidos en los rumorosos
hornos e incinerados. Los médicos trataban de
ocultar a los ojos de aquel "SS" con bata blanca a los
que por lo menos estaban en condiciones de moverse
un poco. Les daban de comer lo que había
correspondido a los muertos. Al tratar de
restablecerles la salud se jugaban su propia vida; pero
no podían proceder de otra manera.
Pese al régimen terrorífico reinante, en el campo
de concentración actuaba una organización
clandestina de la Resistencia. Secretamente se
creaban grupos combativos de a cinco, que en el
momento decisivo debían impedir el exterminio de
los recluidos por los "SS". Se había elaborado un
plan de insurrección armada, según el cual los grupos
de combate deberían ocupar las torres donde estaban
emplazadas las ametralladoras, desarmar la guardia y
liberar el campo cuando las tropas soviéticas o de los
aliados se aproximasen. Los presos comprendían que
los hitlerianos tratarían de aniquilarlos a todos ellos,
por eso debían estar preparados para ofrecer
resistencia y librar la última batalla.
A comienzos de febrero los moradores del bloque
núm. 20 se rebelaron. Dicho bloque, que colindaba
con el calabozo, era un lugar macabro. Cada día se
traían allá a decenas de personas, pero nadie había
visto jamás salir de allí a nadie. Se sacaba a la gente
en camillas. Y de allí se iba únicamente al
crematorio. La comida era repartida según se les
antojara a los "SS". Podían privar de ella a los
recluidos durante uno, dos o más días. Su diversión
predilecta era observar cómo los hombres andaban a
gatas para lamer del suelo la sopa vertida por los de
la guardia. De allí llevaban al crematorio diariamente
de cien a ciento cincuenta cadáveres. El bloque núm.
20, por sus dimensiones, no se diferenciaba de los
demás: debía dar cabida a doscientas personas. Pero
en él alojaban hasta quinientos presos. Los que iban a
parar allá quedaban privados de los auxilios médicos
más elementales, y muchos perecían a manos de
criminales escogidos con ese fin. Los moradores del
mismo eran, en lo fundamental, soviéticos:
intelectuales, militares, aviadores, paracaidistas y
aquellos de los que se sospechaba la complicidad en
actividades clandestinas contra el fascismo.
Sabiendo lo que les esperaba, los moradores del
bloque núm. 20 no quisieron morir pasivamente. Se
prepararon para la insurrección y la evasión. Era casi
imposible llevar a cabo ese cometido, pues la barraca
estaba circundada por un muro de mampostería sobre
el cual había una alambrada de púas traspasada por
corriente eléctrica de alta tensión. En las esquinas se
alzaban torres con nidos de ametralladoras. Aun
venciendo ese obstáculo, habría luego que salir del
campo y abrirse paso a través de una múltiple
alambrada por la que también pasaba corriente.
Pese a ello, los cautivos resolvieron hacer el
intento de evadirse. Al frente de los insurrectos se
colocaron los coroneles Isúpov y Chubchenkov, el
teniente coronel Nikolái Vlásov, el comandante
Leónov y otros oficiales. La insurrección debía
llevarse a efecto a fines de enero. Pero un día antes
de la fecha señalada casi todos los dirigentes de la
operación fueron fusilados por los hitlerianos. Hubo
96
que postergar la evasión.
La noche del 2 al 3 de febrero trajo no pocas
inquietudes a los presos de Mauthausen. De súbito se
apagó la luz en las barracas. Ráfagas de
ametralladora cortaron el silencio. Los "SS"
empezaron a correr de acá para allá por el campo. Se
prohibió a los presos salir de las barracas. Ora
cesaban los disparos, ora detonaban con renovada
fuerza. La gente comentaba en voz baja que, al
parecer, había comenzado el exterminio en masa.
Todo el mundo pasó la noche en vela. Los cautivos
del fascismo estaban plenamente decididos a
defender su vida y rechazar a los hitlerianos.
A la mañana siguiente se supo lo del
levantamiento del bloque núm. 20. Tras aniquilar a
los celadores y a los soldados de la guardia, los
moradores del mismo emprendieron la fuga. Se
escaparon unos cuantos centenares.
Aquel día nadie salió a trabajar. Los "SS" se
llevaron de las barracas los instrumentos
contraincendios: hachas, bicheros y hasta extintores,
los cuales, según había llegado a verse, podían servir
como armas en manos de hombres valientes, pues los
fugitivos habían cegado al centinela de la torre con
un chorro de espuma. Junto al portón se alzó un
montón de cadáveres helados. En los días
subsiguientes fueron trayendo al campo a decenas de
fugitivos capturados. No se les podía reconocer: tan
desfigurados estaban por las palizas y torturas. Vivos
y muertos eran arrojados a los hornos del crematorio.
De los setecientos fugitivos sólo sesenta y dos
lograron escapar a la persecución.
Después del levantamiento, el bloque núm. 20 fue
liquidado y el resto de sus moradores pasado por las
armas.
Aquella aventurada evasión produjo una
conmoción general. Conque, pese a todo, se podía
escapar del campo de la muerte. Sólo era preciso
actuar conjuntamente, muy unidos y en forma bien
estudiada.
Pero los "SS", con el presentimiento de que no
quedaban sino contadas semanas de su poder,
continuaban cometiendo atrocidades. Querían
liquidar cuanto antes a todos los rebeldes y testigos
de sus crímenes. Fusilaban y ahorcaban a los
recluidos, los metían vivos en los hornos del
crematorio y los mataban de hambre. En uno de esos
días cundió por el campo la horripilante noticia de
que la noche anterior los "SS" y sus secuaces de los
llamados "bomberos", maleantes que cumplían
condenas, habían ajusticiado a un grupo numeroso de
oficiales soviéticos.
La ira y el odio colmaron los corazones. Shájov
estaba furibundo. Le parecía que si las miradas
pudiesen matar, hacía tiempo que todos aquellos
monstruos estarían muertos. Y una envidia terrible le
quemaba el pecho al pensar en Tólstikov, que le
había hallado en la enfermería. Iván, miembro de un
V. Liubovtsev
grupo de choque, tenía ya escondida una pistola y
podía andar por el campo. En cambio Vasili debía
permanecer en la enfermería, al margen de la
próxima lid, porque apenas movía las piernas... Pero
si él no estaba en condiciones de empuñar una pistola
e ir al combate como los soldados, ¡su arma sería la
palabra!
III
Abril, el mes de las flores, tocaba a su fin. Pero en
el fragor de los incesantes combates, los guerrilleros
no percibían aquel desborde primaveral. Sólo en los
pocos intervalos entre los ataques algún combatiente,
paseando la mirada por las grises y pétreas colinas de
Istria, suspiraba:
- En nuestro Kubán deben de haber acabado la
siembra. De seguro que los trigales verdean ya en
toda su anchura. ¡Qué diferencia! Aquí hay sólo
tristeza. Lo único que consuela es la cercanía del
mar. Nosotros también lo teníamos cerca, y no era
peor que aquí. ¡Aquello era hermoso!
- Sí -corroboraba otro-, a estas alturas del año era
mucho más hermoso que esto. Dígase lo que se diga,
no hay otro país como Rusia.
El tercero, no se sabe por qué, olfateaba una
viscosa hojita de parra y la frotaba entre los dedos.
Ahora, cuando se veía que la guerra estaba a punto
de terminar, una súbita nostalgia se apoderó de todos.
¡Tres años de espera, de sufrimiento! Había que
asestar cuanto antes el golpe de gracia al enemigo y
regresar a casa.
Pero el enemigo ofrecía resistencia. Cuanto más
se aproximaba su fin, cuanto más se acercaban los
guerrilleros a Trieste, apretando a los hitlerianos a la
costa, tanto más desesperada era la resistencia. A
veces los combates por la posesión de una cota
desconocida se prolongaban hasta dos días seguidos.
La absurda resistencia de los fascistas, que retardaba
el fin de la guerra y el retorno a la Patria, enardecía
aún más a los combatientes. Apretando los dientes,
caían para levantarse de nuevo bajo el fuego de las
armas y lanzarse al combate cuerpo a cuerpo.
Ya flameaba al viento de mayo la bandera roja
sobre el Reichstag; los generales hitlerianos, muertos
de miedo, habían firmado ya el acto de la
capitulación completa; los fuegos artificiales
dibujaban ya en el cielo de las capitales europeas sus
trayectorias como cuellos de cisnes, acompañados de
las triunfales salvas de los cañones; ya al cabo de
muchos años la gente arrancaba de sus ventanas las
negras cortinas de camuflaje, mientras aquí, en la
costa del Adriático, los combatientes, segados por las
balas o por los cascos de metralla, se ahogaban en su
propia sangre, y los guerrilleros, bajo las explosiones
de las bombas y las ráfagas de las ametralladoras, se
levantaban una y otra vez al ataque a la bayoneta.
En el último combate, Ereméiev perdió de golpe a
dos íntimos amigos: a Leonid Beltiukov y a Pável
Podobri. Más de sesenta hombres de su compañía
97
Los soldados no se ponen de rodillas
perecieron entonces. ¡Con qué furia se lanzaban al
combate cuerpo a cuerpo aquellos que se habían
salvado de las bayonetas! Aunque caían, volvían a
ponerse en pie para arremeter de nuevo contra los
hitlerianos. Los rostros de los "SS", desencajados por
un miedo cerval, sus manos alzadas implorando
clemencia, el ronco "¡aaa!" salido de las resecas
gargantas de los guerrilleros en vez del "¡hurra!",
todo, en la percepción de Ereméiev, se fundió en un
minuto largo, muy largo...
Grigori tiró el arma automática, demasiado ligera
para tan encarnizada lid, y, empuñando la bayoneta,
pinchaba, disparaba y repartía culatazos a diestro y
siniestro. En sus oídos sonaban las últimas palabras
de Leonid: "¡Lucha, Grigori! ¡Yo ya estoy muerto!"
A poca altura de su cabeza pasó silbando una
granada de mortero. O un proyectil. Ereméiev se
lanzó hacia donde se habían atrincherado los
hitlerianos.
- ¡Adelante, muchachos!
A poca distancia de allí se produjo una explosión
ensordecedora. La ola expansiva levantó a Grigori y
lo tiró con violencia al suelo.
Ante el caído pasaron corriendo sus camaradas.
Los guerrilleros emprendían el ataque para desalojar
al enemigo de Trieste y arrojar al mar a los restos de
la chusma fascista. Por el caluroso cielo azul, sobre
la ciudad, se expandía, ya sonoro, ya apagado, a
través del estruendo del combate, el potente
"¡Hurraaa!" ruso.
Epilogo
En las ciudades, los carteros pasan completamente
desapercibidos. Rara vez molestan a alguien con sus
llamadas. Meten las cartas en el buzón para fundirse
de inmediato con el torrente de los peatones.
Ladeado el cuerpo bajo el peso de la barriguda
cartera, van presurosos de casa en casa, subiendo
hasta el último piso. Siempre andan atareados.
Al cartero de la aldea le gusta conversar. El no
meterá de prisa los diarios y cartas en el buzón para
llegar cuanto antes a la casa siguiente. El llamará a la
puerta
para
entregar
personalmente
la
correspondencia y cambiar una que otra palabra con
los dueños de la casa. De vez en cuando se sentará a
la mesa para tomar un vaso de té y comentar las
últimas noticias. Tras despedirse de ellos con el
afecto propio de un familiar, echará a andar hacia la
casa siguiente por el lodo otoñal o el caminito
apisonado en la espesa capa de nieve.
Independientemente de su edad, el cartero de la aldea
es una persona seria que conoce a toda la vecindad lo
mismo que todos le conocen a él.
El cartero estima a Vasili Shájov. Y con razón.
¡La de cartas que el hombre recibe! Lo menos diez
por día. La mayoría de ellas provienen del extranjero.
¡Y qué variedad de sellos! Habrá que visitarle sin
falta para conversar con él sobre diversas cosas.
Aunque en el pueblo de Vérjneie Shájlovo el maestro
Vasili Mijáilovich no es el único intelectual -también
hay médicos y técnicos-, nadie recibe tantas misivas
como él.
El cartero llama a la puerta, le entrega
respetuosamente un montón de cartas, se sienta con
gravedad en la silla que le han ofrecido y después de
conversar sin prisa, se despide y se va.
¡Ay, cartero, cartero! Si supieras que cada
llamada tuya no es un simple golpe a la puerta, sino
al corazón...
Vasili no se apresura a rasgar el sobre. Fija la
mirada en el matasellos, trata de adivinar quién le ha
escrito.
Esta carta llegada de Praga es de Frantisek Blaga.
Stuttgart... De Walter Leitner.
París... Un grueso paquete de Valley, el secretario
general de la Organización Nacional de los Presos de
Mauthausen.
Heidenheim, RFA... Adolf Probst.
Viena... Karl Reder.
Amsterdam... Nico Rost.
Munich... Karl Zimmet.
Volgogrado... Slava Vechtómov.
Istra, región de Moscú... Mijaíl Petrov.
Moscú… Pável Sekretta.
Moscú… Daniel Levin.
Rostov del Don... Lida Bokariova.
Kizil Kia... Grigori Ereméiev.
Mientras Vasili va mirando los sobres, en su
memoria surgen, como arrancados a la oscuridad por
el foco de un reflector, cuadros del pasado.
El levantamiento en Mauthausen... El transporte
blindado norteamericano... El tiroteo con los "SS"...
La dicha inverosímil e indescriptible de la
liberación... Seres grises, esqueléticos, izando la
bandera roja sobre el campo de concentración... El
hospital de Linz, el hospital de Viena y muchos otros
hospitales...
La búsqueda de los amigos. Las primeras cartas y
las primeras respuestas... Los amigos trabajaban
abnegadamente en diversos puntos del país. La mitad
de la patria transformada en ruinas... Ojos tristes de
viudas y madres que alentaban aún la esperanza de
volver a ver a sus seres queridos... Niños sin hogar...
Huérfanos que habían perdido a sus padres en la
guerra... El Comité de Distrito del Partido, y esa
pregunta planteada a rajatabla: "¿Quiere usted
trabajar en una casa de niños? Es una de las tareas
más importantes del momento..." El cargo de director
de orfelinato privaba del sueño, porque en esos
tiempos duros se experimentaba la escasez de todo, y
a los chicos había que darles de comer, vestirlos e
instruirles...
Vasili ha hallado a Grigori Ereméiev. Ejerce el
magisterio, lo mismo que Efrem, como Mijaíl
Ivánovich, o él. Su campo de acción es también un
campo de batalla donde se forja el porvenir de la
98
humanidad.
Nikolái Kúritsin ha respondido también. Está
enfermo. Habrá que ayudarle en alguna forma.
Slavka el "Contramaestre" es geólogo. Se dedica a
la búsqueda de petróleo.
Casi todos ellos tienen hijos mayores, algunos de
los cuales están terminando ya sus estudios. ¡Cómo
vuela el tiempo! ¡Cuán desapercibidamente pasan un
año, dos, tres, diez...!
A Shájov le parece que está viejo, muy viejo, y
que ha vivido más de una vida. En realidad, es así.
Una fue la de antes de la guerra; otra, la de los cuatro
años de la contienda en la que se acumuló tanto que a
algunos les hubiera bastado hasta el fin de sus días; la
tercera es la que vive en la actualidad.
Pero esas tres vidas están fuertemente ligadas
entre sí. Separar la una de la otra es tan sólo posible
en un cuestionario, donde se hallan concisamente
delimitados el pretérito y el presente.
El tiempo implacable borra de la tierra y cubre de
hierba las huellas de las explosiones y de las
trincheras. Los años atenúan el dolor de la pérdida de
los seres queridos. Cada vez molestan menos las
viejas heridas que nos hacen recordar el pasado. Pero
no se olvidarán jamás los tormentos sufridos en el
cautiverio hitleriano ni los compañeros caídos en la
lucha por la liberación de la Patria Soviética y el
triunfo de la paz y la justicia.
Fríos están los hornos de los crematorios de
Dachau y de Mauthausen. Un silencio de museo
envuelve esos campos de la muerte. Hace tiempo que
no quedan ya ni las cenizas del führer, suicidado con
veneno para ratones, ni de sus cómplices más
próximos, ahorcados en Nuremberg. No obstante, por
la tierra de Bonn andan miles de hitlerianos
escapados al castigo que vociferan acerca del
desquite y que, soñando con arrasar todo el planeta,
hacen lo posible e imposible por obtener la bomba
atómica. Y ellos no están solos. Los criminales de
guerra de ayer van del brazo con sus contrarios de
ayer: los generales ingleses, franceses y
norteamericanos. Monstruos que jamás podrán lavar
de sus manos la sangre de miles y miles de mujeres y
niños asesinados por ellos, brindan hoy, en los
banquetes, por el triunfo de las humanas tradiciones
del "mundo libre".
¿Qué escribe al respecto Karl Zimmet, escapado
por milagro a la muerte? "Nunca más deberá existir
una Alemania fascista. Debemos hacer todo lo
posible para evitarlo. Yo no dejo de preguntarme: en
el año treinta y tres, ¿hiciste cuanto pudiste para
conjurar el peligro de la peste parda y haces ahora
cuanto de ti depende para impedir la inminente
fascistización de la Alemania Occidental y, por
consiguiente, la nueva guerra?"
El hombre queda siendo hombre. Es verdad. Pero
también la fiera queda siendo fiera. Dondequiera que
hoy corra sangre, se sofoque la libertad y se pisotee
V. Liubovtsev
con botas herradas la dignidad humana
reconoceremos la "letra" de los gestapistas de ayer,
que se han puesto al servicio de nuevos amos. Ellos
hablan en el idioma común de los verdugos y
estranguladores de la libertad. Son fieras, fascistas...
Nuestros hijos -piensa Vasili- conocen la guerra
sólo a través de los libros, las películas
cinematográficas y los relatos de las personas
mayores. Ellos no han oído nunca los aullidos de los
bombarderos que hielan la sangre en las venas, no
han visto las deslumbrantes explosiones de las
bombas, los edificios reducidos a escombros y
cenizas, las mujeres, los niños y los ancianos
asesinados; a ellos no les ha perseguido día y noche
el olor a carne quemada proveniente del crematorio
ni los rostros demacrados de sus compañeros,
esqueletos vivos que, al morir, no han inclinado la
cabeza ante los verdugos, dejándoles pasmados por
su fuerza de espíritu y valentía. Nuestros hijos son
mucho más felices que nosotros, pues por las noches
no les atormentan las horribles pesadillas del pasado,
en su alma no han quedado dolorosos recuerdos, la
ira no sacude tan vigorosamente su corazón cuando
leen en los diarios que el que ayer fue ayudante del
jefe de Mauthausen o médico "SS" de Dachau, no
habiendo cumplido ni la mitad de su corta condena,
ha sido puesto en libertad y destinado a un alto cargo
en Bonn.
Ojalá que nuestros hijos no lleguen a percibir
jamás ese dolor ni ese odio. Que nunca quemen su
corazón las cenizas de amigos arrojados al horno del
crematorio. Que las salvas y los fuegos artificiales,
en los días solemnes, les traigan sólo alegría y no el
recuerdo de las terribles jornadas de lucha ni el
reflejo de aquella gran guerra que atronó toda la
tierra.
Vasili evoca un diálogo sostenido con su hijita,
nacida algunos años después de su regreso a la patria.
Al mirar en el televisor una película sobre la guerra,
la niña, aferrándose a su brazo, le preguntó con voz
trémula:
- Papá, ¿por qué esos hombres corren, caen,
disparan? ¿Están jugando? ¿No mueren de veras?
- No, hijita. Están jugando a la guerra y hacen
como que mueren.
La chiquilla se tranquilizó. Ya que era un simple
juego, no había nada que temer. Y él pensó: nuestros
niños, los niños de todo el orbe, no deben llegar a
saber lo que es una guerra verdadera cuando sobre
las ciudades y las aldeas caen bombas, en el campo
de batalla sucumben los soldados, y las madres y
esposas aguardan con tímida esperanza y
acongojantes presentimientos la llamada del cartero a
la puerta. ¡No, ellos no deben saber eso! Las cenizas
de los que perecieron entonces queman el corazón,
exigiendo que estemos alerta y plenos de resolución
para impedir el estallido de una nueva guerra.
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