Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Grigori asió el fusil con ambas manos, y los dos hombres lucharon por hacerse con él,
cara a cara en el estrecho espacio de la pequeña torrecilla, junto a la ventana sin cristal.
Grigori oyó unos gritos exaltados y se dio cuenta de que la gente de la calle debía de
estar viéndolos.
Él era más grande y más fuerte, y sabía que conseguiría hacerse con el arma. Kozlov
también lo comprendió y de pronto soltó el fusil. Grigori se tambaleó hacia atrás. Veloz
como el rayo, el policía sacó su corta porra de madera, arremetió contra el soldado y le
golpeó en la cabeza. Por un momento, Grigori vio las estrellas. También vio, como
entre niebla, que Kozlov volvía a alzar la porra. Levantó el fusil y la porra se estrelló
contra el cañón. Antes de que el policía pudiera atacar de nuevo, Grigori soltó el arma,
agarró a Kozlov con ambas manos por la parte delantera del abrigo y lo levantó.
El hombre era pequeño y pesaba poco. Grigori lo alzó del suelo un momento.
Después, con todas sus fuerzas, lo arrojó por la ventana.
Kozlov pareció caer por el aire muy despacio. La luz del sol hacía resaltar las vueltas
verdes de su uniforme mientras sobrepasaba el pretil del tejado de la iglesia. Un largo
grito de puro terror resonó en el silencio. Después se estrelló contra el suelo con un
golpe sordo que se oyó incluso desde el campanario, y el grito quedó bruscamente
interrumpido.
Tras un momento de silencio, estallaron los vítores.
Grigori se dio cuenta de que la gente lo aclamaba a él. Habían visto el uniforme de la
policía en el suelo y el uniforme del ejército en la torrecilla, y habían comprendido lo
que acababa de suceder. Mientras miraba hacia abajo, la gente salía de los portales y de
las es quinas y se quedaba de pie en la calle, dirigiendo la vista hacia arriba, hacia él,
gritando y aplaudiendo. Era un héroe.
No se sentía cómodo con ello. Había matado a muchos hombres en la guerra y ya no
sufría aprensión, pero de todas formas le resultaba difícil celebrar una muerte más, por
mucho que Kozlov hubiese merecido morir. Se quedó allí unos instantes, dejando que lo
aplaudieran, aunque se sentía a disgusto. Después volvió a esconderse dentro y bajó la
es calera de caracol.
Recogió su revólver y su fusil al bajar. Cuando salió a la iglesia, el padre Mijaíl lo
estaba esperando con cara de miedo. Grigori lo apuntó con el revólver.
- Debería dispararle -dijo-. Ese francotirador al que ha permitido subir a su tejado ha
matado a dos amigos míos y por lo menos a tres personas más, y usted es un demonio
asesino por dejar que lo hiciera.
El sacerdote se sobresaltó tanto al oír que lo llamaban demonio que se quedó sin
palab ras, pero Grigori no encontró valor para disparar a un civil desarmado, así que
masculló algo con repugnancia y salió a la calle.
Los hombres de su pelotón lo estaban esperando y rugieron con entusiasmo cuando
apareció a la luz del sol. No pudo evitar que lo subieran a hombros y se lo llevaran en
procesión.
Desde ese elevado punto de vista, vio que el ambiente de la calle había cambiado. La
gente estaba más borracha, y en cada manzana había una o dos personas inconscientes
tiradas en algún portal. Se asombró al ver a hombres y mujeres que iban mucho más allá
de un simple beso en los callejones. Todo el mundo iba armado: estaba claro que la
turba había saqueado otros arsenales, y puede que también fábricas de armamento. En
todos los cruces había coches estrellados, algunos con ambulancias y médicos
atendiendo a los heridos. Tanto niños como adultos recorrían las calles, y los más
pequeños se lo estaban pasando especialmente bien, robando comida, fumando
cigarrillos y jugando en los automóviles aban donados.
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