La democracia no es solo un problema de derecho humano

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TUCÍDIDES EN CHILE
(Y EN HAITÍ, NUEVA ORLEANS…)
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
El guión es siempre el mismo: primero actúa la naturaleza y, de su
brazo, los hombres. Primero, aquélla envía con profesional puntualidad sus plagas:
terremotos, maremotos y demás “ríos torrenciales” que, como nos dijera
Maquiavelo, cambian las tierras de lugar, las situaciones de sitio, dejando a su paso
un rastro de devastación y dolor infinitos; después, sobre esos escombros, los seres
humanos fraguarán episodios con los que mostrar que, además de humanos son
también sólo seres, demostrando entonces que todo infinito es relativo, que la
desesperación se puede agravar. Y de los “malecones y diques”, por continuar con
la alegoría maquiaveliana, que los países hayan construido en los tiempos de
bonanza, los institucionales incluidos, dependerá su mayor o menor hundimiento
en la barbarie y que la muerte llegue a tiempo o no de ampliar a destajo su imperio.
Chile, no por fortuna, sino por virtù –al principio los hombres hacen las
instituciones, luego las instituciones hacen a los hombres, decía Montesquieu- no
es Haití, y ni siquiera Nueva Orleans, razón por la cual la obra del hombre, salvo
en contadas pero reveladoras escenas, apenas ha conseguido aún perfeccionar el
poder destructor de la naturaleza con su capacidad de destruir la moral: esa
milagrosa facultad de transformar las ruinas naturales en escombros sociales.
No hay transacción psicológica ni moral posible con unos hechos que
en un simple parpadeo han demolido el pasado, el presente y el futuro de sus
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víctimas, convirtiendo sus destinos en títeres y a la incertidumbre y el miedo en
titiriteros, al menos hasta que la ley de la vida, caso de que logre hacer surtir su
magia, transforme una operación habitual del instinto en una gesta de la voluntad;
no hay repetición que los naturalice, predicción que los acostumbre, familiaridad
que los legitime, experiencia ajena que los enseñe, experiencia propia que los
aprenda, por lo que su estallido, aun sabido, será siempre una sorpresa y su furia
inmensamente mayor de la que la razón consigue soportar.
Y con todo, tampoco cabe ya la sorpresa ante la invariable irrupción del
árbol del mal, depurado del máximo bien posible, en todo paraíso del dolor, la
incertidumbre y la desesperación. Nos lo revelan, una y otra vez, los episodios de
pillaje, saqueos, amenazas, asesinatos -en Chile, insisto, mucho menos violentos
que en otras partes- que invariablemente surgen cuando, en la eventualidad de una
hecatombe como la producida por un terremoto, los vínculos sociales sufren serios
desperfectos y en su red se abren rotos a través de los cuales se vuelcan al exterior
los demonios antes contenidos, que quizá se creyó en algún momento extirpar del
alma humana, pero que ante lo extraordinario vuelven tan pujantes como siempre
exhibiendo el poder de la eterna juventud. Se disimulan bajo figuras conocidas,
improvisando bandas de delincuentes que explotan las necesidades humanas más
elementales, pero que en lugar de engordar con el sudor de los demás lo hacen con
la urgencia que tienen éstos, llegado el caso, de venderse para sobrevivir. Se
disimulan así, pero son mucho más, haciendo patente que no sólo “todo hombre
porta en sí mismo el principio de la tiranía”, como decía Fénelon, sino, mucho peor
–al fin y al cabo una tiranía no guillotina la esperanza de librarse del tirano como
sea-, el principio de la anarquía.
Y no cabe la sorpresa ante semejante alucinación porque Tucídides ya nos lo
testó un día y para siempre con pelos y señales, y si bien la Ilustración afirmó
poder curar el mal inyectando en el paciente, la totalidad del género humano,
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grandes dosis de educación y cultura, frente a la lección de Tucídides -un
cataclismo natural es la occasione de otro social, en el que el ser humano muda
rápidamente su piel de serpiente civilizada por la de la barbarie-, que la historia no
se cansa de repetir, sólo ha conseguido escenificar la extensión de una creencia a
ideología. Es verdad que quien hurta alimentos para aliviar el hambre en un tal
contexto está lejos de ser un criminal y, quizá, ni siquiera un ladrón; como lo es
que no todos sacan a relucir un alma mafiosa en dicha circunstancia, e incluso que
se asiste a sinceros actos de generosidad y altruismo, que la solidaridad exterior se
activa como un resorte y que las víctimas devienen beneficiarios de bienes vitales.
Ahora bien, aparte de que a tales bienes se adhieren ocasionalmente
hipotecas futuras; de que cabe dudar, si no de la sinceridad, sí al menos de la
continuidad de los arrebatos y efusiones del corazón en un paisaje no dominado
por la desgracia; de que las ayudas proceden de países ajenos al cataclismo; o, al
contrario, de que quien empieza con hurtos por necesidad prosigue a veces con
robos por interés, convirtiéndose así en un violento más entre los que pululan junto
a él, ¿qué hubiera sucedido de haber sido Chile Haití y el ejército chileno no
hubiera podido refrenar la violencia? ¿Caben dudas acaso de que también aquí ésta
habría ampliado sus dominios, de que la parte mafiosa de las almas, pacientemente
oculta por la normalidad, habría desempeñado un papel estelar? Como dije antes,
la respuesta está en Tucídides.
Su Historia de la Guerra del Peloponeso traza el relieve de la condición
humana con sobrecogedora precisión. Acaba de terminar el primer año de guerra
entre las dos potencias supremas de la Hélade, Esparta y Atenas, y la suerte, vistos
los hechos, desea abanderar la causa de la democracia. Pericles, el líder ateniense,
rinde a los caídos un homenaje en nombre de sus conciudadanos, y en ese
Partenón hecho con palabras que por su belleza es su discurso destaca por encima
de todas las cosas una ciudad regida por un sistema político que merece ser imitado
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en el resto de la tierra merced a la libertad, la igualdad y la participación política, y
un tipo de ser humano, que lo hace y al que rehace, que en el mapa de la especie
supone una novedad esencial, un ciudadano que, además de amar a los dioses y a
las leyes y de respetar las diferencias en los otros, es en sí mismo un hito que logra
reunir en su persona características que hasta él se tenían por incompatibles y sin él
vivían por separado.
En esa ciudad única y modélica, habitada por individuos impares, irrumpe
repentinamente un huésped no deseado: la peste, una de esas enfermedades que
rebajan la cultura a naturaleza. Permítanme ahorrarles los detalles sobre sus
síntomas y difusión, y pasar directamente in medias res, esto es, a sus
consecuencias. La primera muerte que la peste inflige a la vida es su
desnaturalización, al matar en el apestado algo incluso anterior al deseo de vivir, a
saber: el instinto de supervivencia. Y hasta cabe decir de él que está de suerte,
porque es de suponer que una vida inerte, una vida que se contradice a sí misma,
no está en grado de morir en vida una segunda vez antes de hacerlo
definitivamente al contemplar la segunda obra de la peste: el fin de la vida del
corazón y de la vida del alma al extinguir los sentimientos y valores de honor,
compasión, entrega y solidaridad, por cuanto mata también a quienes en tan
calamitosa situación deciden olvidarse de sí mismos y socorrer a sus familiares o
conciudadanos, es decir, mata a los portadores del virus de la humanidad.
Si todo concluyera ahí nada nos habría dicho Tucídides digno de ser traído a
colación en circunstancias tan adversas como las padecidas hoy por chilenos o
haitianos. Prosigamos, pues. Al igual que en vicio hay grados, según nos dijera el
poeta trágico Racine, también el daño y sus males diferencian entre sus víctimas,
distinguiendo a los muertos de los heridos y a éstos de los afectados, que en mayor
o menor medida serán la mayoría. Y los afectados por la peste que no estaban
enfermos de peste, aunque contaran con llegar a estarlo en cualquier momento,
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aprendían de los hechos: del caso anterior, por ejemplo, que el mal no distingue
entre buenos y malos -y cuando lo hace favorece a éstos-, como del hecho de que
las víctimas morían incluso en los santuarios aprendían la impotencia de las
divinidades. Por lo que todo signo de amor o respeto hacia ellas cesó.
De su propia reconversión moral, de la muerte de autoridades, la de Pericles
entre ellas, del caos con el que la enfermedad reorganizó la polis, etc., aprendieron
que en la anarquía estaban solos, que obrar según el propio antojo era posible, y
que de hacerlo derivaban beneficios personales de los que no se había de rendir
cuenta: luego dijeron adiós al amor a la autoridad, a la de las personas cuanto a la
de las leyes, así como también al respeto al otro. Del horizonte desaparece la causa
noble que antes embriagaba el alma y producía en su dueño una sed de grandeza
que le instaba a llevar a cabo los grandes hechos con los que grabar la leyenda de
su nombre en el tiempo; se volatiliza el pensamiento del futuro, necesario si se ha
de dar continuidad a la persona, inherente a la prudencia del gobernante o incluso
vital para la prognosis del médico que aún quisiera curar a los enfermos y
albergara todavía esperanzas de hacerlo; una dimensión del tiempo ésa, la del
futuro, que Tácito asociaría al concepto de república.
Y lo que aparece es una existencia nueva, en la que al volatilizarse el temor
a los dioses y a las leyes –he ahí una involuntaria denuncia de la perversidad de las
religiones por su inutilidad, y de las leyes que basan su eficacia en el miedo-, y al
no existir una conciencia autónoma en cada sujeto capaz de constituir una brida
para él en situaciones no dominadas por la necesidad, todo lo alcanzable se vuelve
posible, el límite se vuelve ridículo y la contención del respeto –un predicado de
nuestra condición de seres sociales- indeseable. En esa existencia nueva, sólo lo
prohibido, junto con sus placeres anexos y la inmediatez de su disfrute, es ley.
Al sacar la noche oscura del alma a la escena pública Tucídides ha
redondeado la imagen de nuestra estirpe; no nos prohíbe con ello volver a construir
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sociedades e intentar recuperar antiguas formas de felicidad o buscar otras nuevas,
más saludables para todos, sino que simplemente nos sitúa ante el oráculo de
Apolo para que al recordarnos nuestra mortalidad nos deshagamos de aquellas
ilusiones que crean forjar algo derecho con el leño torcido de la humanidad, como
nos dirá más tarde Kant (entre ellas un mundo constituido por una asociación de
sociedades civiles republicanas). Nos dice asimismo que ninguna conquista de la
humanidad es permanente, en el sentido de que se mantendrá por sí sola una vez
adquirida, incluida la democracia, porque la barbarie del estado de naturaleza se
halla siempre al acecho de nuestra sociedad al no hallarse temporalmente antes de
la misma, como nos enseñó Hobbes, sino siempre después, como posibilidad, al
hallarse dentro de ella (como sabía Hobbes, aunque no le turbara en exceso
enseñarlo): en nosotros mismos, configurando el fondo de nuestra condición
fáustica. Los cataclismos de estos días en Chile, de días pasados en Haití, de días
antepasados en Nueva Orleans, etc., han teatralizado una vez más en la arena social
la profecía de Tucídides, que sin ánimo alguno de profeta vaticinara simplemente
al describir ante un cataclismo todo lo que somos.
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