Derecho, ética y negocios - Biblioteca Virtual Universal

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Luis Fernández de la Gándara
Derecho, ética y negocios
Índice
Discurso de apertura del año académico 1993-1994
I. Preliminar
II. La progresiva degradación de los hábitos mercantiles como problema
abierto
1. Descripción sumaria del fenómeno
2. Relevancia teórica y práctica
III. El tratamiento del problema: ética y negocios
1. Propuestas en favor de una ética de los negocios: breves
referencias históricas
2. Formulación actual
3. Los Códigos de conducta como expresión normativa de la moderna
moral negocial
IV. Alcance y límites de la ética en el ámbito de las relaciones
económicas
V. Ética y derecho: bases para un nuevo planteamiento
1. Sistema capitalista, normas éticas y magia de las palabras
2. La lucha por el Derecho, una prioridad política de nuestros días
3. Juridificación del tráfico mercantil: evolución y perspectivas
4. «Insider trading» y abuso de información privilegiada: normas
éticas y normas jurídicas en la represión de la actuación ilícita de
los iniciados
VI. Observaciones finales
I. Preliminar
Pocas cuestiones merecen, con mayor fundamento, la consideración de «tema
de nuestro tiempo» -resucitando un término de clara resonancia orteguianacomo las relaciones entre ética y negocios. El clamor, cada vez más
extendido, en favor del sometimiento de las actividades mercantiles a
determinadas pautas de comportamiento moral ha desbordado las fronteras
trazadas por las operaciones de carácter especulativo o por los préstamos
usurarios para abarcar las actividades empresariales in toto. Un hecho de
tal magnitud que ha obligado a plantear, desde una nueva óptica, las
conexiones entre Ética y Derecho, Ética y Política y, con una particular
virulencia en nuestros días, las relaciones entre Ética y Economía. Que el
ciudadano medio reconozca, por ejemplo, la importante función social que
las instituciones financieras desempeñan en la actualidad no ha sido
obstáculo para que, en el sentir popular, buena parte de sus actividades
sigan siendo objeto de una difusa reprobación moral, que por estimulante
aporía no siempre coincide con los principios del Derecho. Una condena
moral -lo recordaba no hace mucho Guido ROSSI- cuya patente literaria hay
que buscarla en la figura del hebreo medieval Shylock, el mercader de
Venecia inmortalizado por Shakespeare, cuyo egoísmo e interés personal
nunca se vieron abandonados de una profunda fe en el Derecho y en la
estricta observancia de sus reglas.
Parece oportuno examinar por consiguiente si el sometimiento del mundo de
la economía a los dictados morales, sean de la conciencia o de la ley,
constituye una exigencia de nuestra época y una de las bases psicológicas
del capitalismo moderno. De un sistema para el que -como es sabido- el
lucro y la ética del egoísmo, y en general el desarrollo de la actividad
económica que de ahí derivan, han de quedar sujetos, por ser una
prolongación o ejercicio de las libertades del hombre, a determinadas
reglas y valores. Ello nos permitirá afrontar la cuestión capital de si
los excesos del sistema deben ser valorados y, en su caso, sancionados a
través de reglas éticas o si, por el contrario, deben quedar sometidos a
normas de carácter exclusivamente jurídico.
Trataré de dar respuesta a tan espinoso asunto en el curso de esta
exposición haciendo referencia a uno de los problemas más lacerantes del
sistema financiero actual: el abuso de información privilegiada por los
iniciados.
-6II. La progresiva degradación de los hábitos mercantiles como problema
abierto
1. Descripción sumaria del fenómeno
Que la ética de los negocios se haya convertido en un tema de moda y que
desde hace años constituya una disciplina autónoma, enseñada incluso en
numerosas Universidades y Escuelas de Negocios, no es ciertamente fruto
del azar. A esa inquietud moral -que nace de la crisis de los buenos usos
mercantiles, de la pérdida de tono moral en la acción de los poderes
públicos, de la corrupción burocrática y que en su versión actual plantea
más problemas que soluciones- ha contribuido la progresiva disminución del
nivel ético en el mundo de los negocios con escándalos que salpican, casi
a diario, las páginas de la prensa económica y que muestran la cara mas
sombría del sistema capitalista, de un sistema -hay que apresurarse a
decirlo- en el que los criterios de enriquecimiento rápido y éxito a
cualquier precio han terminado por sustituir la reglas de honestidad y
juego limpio en el mercado.
Corrupción en las concesiones de obras públicas o en otras contratas del
Estado; corrupciones políticas que enfangan con frecuencia el mundo de los
negocios; corrupción igualmente en los negocios privados, donde la
instauración de la moral del éxito alimenta la sospecha acerca de la
dificultad de ganar dinero sin robar. Comisiones irregulares, sobornos,
blanqueo del dinero procedente del narcotráfico, venta de facturas falsas
al por mayor, prevaricaciones, espionaje industrial, tráfico de
influencias, fraudes cometidos por los ejecutivos a costa del vaciamiento
de sus propias empresas, gestión irresponsable de las mismas. Se trata de
hechos aislados que por desgracia ocupan, cada vez con mayor frecuencia,
la crónica política y económica de nuestro país.
Pese a su gravedad no son estos episodios lo más preocupante. Lo que
debiera hacernos meditar en esta hora es que el irregular tránsito de
algunos sujetos por el mundo de los negocios rara vez lleva aparejada la
repulsa de sus semejantes o es objeto de sanciones legales eficaces. La
consecuencia -contrariamente a lo que sucede en otros países- es que tales
sujetos se aúpan a la cima económica y social y sus actuaciones
incorrectas terminan alentando otros comportamientos poco escrupulosos en
el mercado.
A este deterioro han contribuido finalmente -y me limito tan sólo a
mencionarlo para no hacer demasiado prolija esta exposición- los sistemas
ilegales de financiación de algunos sindicatos y partidos políticos,
organizaciones cuyos aparatos se han convertido, en no pocos países
democráticos europeos, en verdaderas mafias recaudatorias al margen de la
Ley.
-7El resultado de todo ello es -lo recordaba no hace mucho Juan Luis CEBRIÁN
en un vibrante ensayo sobre «La ética (y la estética) de los negocios»que al ciudadano medio le asalta la sensación de que en este proceso de
creación de riqueza, que los españoles hemos vivido recientemente, han
terminado prevaleciendo las conductas antisociales, los comportamientos
especulativos y la corrupción. Y es a partir de esta convicción, o de esta
sospecha, cuando comienza a escucharse una tímida protesta social contra
lo que en términos coloquiales ha dado en llamarse la «cultura del
pelotazo». Una reacción que, pese a su rápida difusión, no parece haber
encontrado la misma respuesta en todos los ámbitos económicos y de la que
se han terminado haciendo eco mucho más los medios financieros que los
comerciales.
Es justamente en el mundo de la banca, de las empresas multinacionales, de
las transacciones bursátiles y financieras donde, para atajar los
escándalos y la corrupción, surge la necesidad de crear una nueva «ética
del capitalismo», como si el decálogo por excelencia, el de las Tablas de
Moisés, no bastara, en su sobria enunciación, para atajar aquellos males.
2. Relevancia teórica y práctica
La corrupción es sin duda un problema político. Un problema que, como
señala Antonio GARRIGUES, afecta por tanto a la clase política -una clase
desprovista por lo general, dicho sea de paso, del distanciamiento, la
pasión por la objetividad, la serenidad y la prudencia necesarias para
afrontar este tema con un mínimo de garantías intelectuales, dada su
inevitable dependencia de las urnas-. Pero no sólo concierne a los
políticos; afecta a la sociedad en su conjunto y está llamado a cobrar una
especial significación en los procesos de aplicación del Derecho.
En efecto, la deseable moralización de la vida económica, pública y
privada, plantea desde el punto de vista político-jurídico numerosos y
delicados problemas que se traducen, bien en una revisión a fondo del
papel de los institutos jurídicos, dando entrada dentro del mundo del
Derecho a determinadas concepciones éticas compartidas por la sociedad
civil, bien en el reconocimiento por los poderes públicos de ciertos
mecanismos de ejecución propios de la clase empresarial, una suerte de
autorreglamentación independiente del ordenamiento positivo, que ha
terminado adoptando la vestidura de un Código de conducta profesional.
Sea cual fuere la decisión que se adopte, asistimos desde hace años a un
proceso de convergencia entre las normas éticas y las normas jurídicas
como instrumentos de ordenación y gobierno del mundo de los negocios. Ello
suscita en el ámbito de la sociología jurídica importantes cuestiones
teóricas, que se anudan básicamente a la exigencia o no de una mayor
juridificación de la vida social y económica de nuestros días y, en
particular, a la necesidad o conveniencia de establecer nuevos
instrumentos de control -8- sobre el funcionamiento del mercado. La
existencia de tales controles se justificaría no sólo por razones de
tutela individual de los operadores económicos -especialmente de los
ahorradores e inversores- sino también por razones de tutela institucional
del mercado mismo, que es el corazón de la Constitución económica
promulgada en 1978.
La simple enumeración de algunos excesos del sistema capitalista, como la
que acabamos de realizar, nos pone ya en guardia de los peligros que
reservan este tipo de prácticas y nos sitúa a todos, jueces y juristas,
ante la exigencia de un desarrollo del Derecho secundum legem, que tenga
por cometido someterlos a control y censura. De esta suerte, lejos de
producirse una disminución del nivel ético de la vida económica, tendría
lugar una elevación de su tono moral ya que por esta vía se restringiría,
llegando incluso a eliminarse, el denominado «moral hazard», es decir, la
tendencia a un comportamiento moral menos cauto por parte de aquellos
sujetos jurídicos, cuya responsabilidad es fácilmente sorteable por medios
legales indirectos.
III. El tratamiento del problema: ética y negocios
1. Propuestas en favor de una ética de los negocios: breves referencias
históricas
Pese a la atención despertada en los medios empresariales y a la áspera
polémica que en estos momentos suscita, el problema de las relaciones
entre ética y negocios no es un tema nuevo. A lo largo de más dos milenios
la doctrina económica y la filosofía moral no han sabido sustraerse a las
críticas formuladas por ARISTÓTELES en la Ética Nicomachea contra el
beneficio del préstamo de dinero o contra las ventajas obtenidas merced a
una posición de monopolio en el mercado. Una orientación que ha sido
posteriormente recogida y formalizada por la Escolástica, donde encuentra
el imprescindible armazón conceptual. El brocardo de TOMÁS DE AQUINO de
que «el dinero no se reproduce» («Nimes non pari numos», según señala en
La Suma Teológica. La Justicia.) -formulado en un período histórico en el
que paradójicamente se inicia el proceso de acumulación capitalista- y la
severa condena canónica contra la usura y el ánimo de lucro, elemento éste
último, que está en la base misma de toda actividad mercantil, han
ejercido un poderoso influjo sobre las diversas corrientes de pensamiento
económico que dominan la escena europea hasta finales del siglo XVIII.
A partir de esta fecha, y a raíz sobre todo de la aparición de la
«Investigación sobre la naturaleza y la causa de la riqueza de las
naciones», la obra capital de ADAM SMITH -miembro destacado de la escuela
filosófica escocesa, catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de
Glasgow y presidente de la Sociedad de Filosofía -9- de Edimburgo y
que siendo el padre del librecambismo acabó sus días de forma paradójica
como funcionario de Aduanas- así como de la importante contribución
teórica de RICARDO, el estudio de la economía comienza a desligarse de la
ética. Dentro de este nuevo clima intelectual se inscriben las propuestas
de Jeremy BENTHAM de dar un trato de favor al mundo de los negocios y las
finanzas, recogidas en «An Introduction to the Principles of Morals and
Legislation», construcción cuya expresión última se encuentra en la
filosofía radical de Benjamín FRANKLIN, que como es sabido terminó
haciendo del beneficio el eje y fundamento último de toda existencia
humana. Pese al escaso eco doctrinal de esta última orientación, que fue
objeto de una severa crítica por Max WEBER en su obra cumbre «La ética
protestante y el espíritu del capitalismo», la ruptura entre la Moral por
un lado y la Política, la Economía y el Derecho, por otro, se había
consumado.
Más de un siglo de progresiva secularización del Derecho ha terminado por
sellar, definitivamente, la escisión de este cuerpo doctrinal. A partir
del siglo XIX el análisis de los procesos económicos queda sustraído a los
postulados de la filosofía moral. Sólo en algunos sectores, como los
mercados primarios europeos de emisión de títulos, la moral negocial
-entendida como transposición del principio de buenas costumbres al
tráfico mercantil- ha seguido desempeñando un destacado papel en la
valoración del comportamiento de los operadores económicos.
Esta situación experimenta un cambio radical en la segunda mitad del
presente siglo. A ello contribuyen factores tales como la pérdida de
homogeneidad de los intervinientes en el tráfico comercial y financiero,
el acceso a las actividades industriales y mercantiles de numerosos
ciudadanos sin tradición ni conciencia profesionalizada y, sobre todo, la
progresiva internacionalización de las transacciones financieras ilícitas
fruto de la expansión de las empresas multinacionales. A partir de ahí
comienza a debatirse la conveniencia, e incluso la necesidad, de
restablecer los vicios principios de moral negocial y de elaborar códigos
de conducta que suplan las insuficiencias del Derecho económico.
2. Formulación actual
En efecto, todas las corrientes de pensamiento en favor del
establecimiento de un contenido ético específico en el comportamiento de
los operadores económicos se originan, como apunta ROSSI, en períodos
históricos en que las instituciones jurídicas y las estructuras
fundamentales de la sociedad están en crisis. La incapacidad, aparente o
real, de éstas últimas para sancionar actos, que no sólo son reprobables
desde un punto de vista ético sino que, por su propia naturaleza, son
susceptibles de comprometer la subsistencia misma del sistema capitalista
justificaría pues esta nueva orientación. Ha sido en suma la incapacidad
de los poderes públicos para imponer el respeto -10- de las normas
jurídicas lo que, en última instancia, ha empujado a los propios
empresarios, a los operadores en el mercado, a elaborar normas de carácter
autorreglamentario y a establecer una «ética del comportamiento»
específica para el tráfico mercantil.
A partir de ahí surge, en el seno del propio sistema de economía de
mercado, lo que en términos gráficos se ha dado en llamar la
«ética-tapón»: un modelo de valoración moral establecido por las propias
instituciones capitalistas con el fin de garantizar el juego limpio en el
mercado y asegurarse el apoyo de los operadores económicos, sin el cual el
sistema perdería su base de legitimación social. Se origina así una
comente de pensamiento político y económico que al mismo tiempo que busca
la exaltación del mercado -cuyo buen funcionamiento estaría garantizado
por una legislación especial de carácter cuasi-constitucional en materia
de defensa de la competencia (prohibición de prácticas restrictivas y
sanción de la competencia desleal) y por normas penales destinadas a
reprimir los fraudes en los mercados financieros- postula una más rigurosa
responsabilidad «moral» de los empresarios frente al resto de la sociedad.
A este doble propósito obedece el catálogo de deberes contenido en los
Códigos de conducta, que las empresas se ven obligadas a cumplir tanto
frente a sus accionistas y empleados como frente a los competidores y
consumidores, la Administración Pública y la propia colectividad. Y es que
la «ética-tapón», a la par que dota de contenido moral al principio de
libre empresa y al juego de la concurrencia, sirve de parámetro valorativo
del comportamiento de los managers, cuya responsabilidad, como ya
advirtiera Milton FRIEDMAN en «The Social Responsability of Business is to
Increase Its Profits», tiene como presupuesto esencial -y principio
ordenador- la «maximación del beneficio de los accionistas».
El sometimiento de los dirigentes empresariales a determinados patrones de
comportamiento ético se fundamenta en el propio contenido moral de la
libre iniciativa económica y del mercado. Configurados como piezas
esenciales del sistema político-jurídico y económico, la competencia y la
libre empresa quedarían exonerados de toda demostración previa (ROSSI).
Este carácter institucional de la ética mercantil no ha pasado ciertamente
inadvertido a los operadores económicos. Desde época temprana inversores,
ahorradores y empresarios han sabido apreciar la dimensión instrumental de
los valores morales, haciéndose eco de la sentencia de Erich FROMM, de que
«el día del mercado es el día del juicio para los productores del esfuerzo
humano». El sometimiento a un código de valores morales, compartido y
voluntariamente aceptado, engendra solvencia y buena reputación; la ética
se transforma así en un valor añadido de la calidad del servicio, lo que
origina con frecuencia una mejora en la cuenta de los resultados.
Esta vertiente utilitarista de la ética negocial está presente en amplios
sectores de la vida empresarial y se hace particularmente visible en
nuestro país en el sector de las instituciones financieras y del mercado
de capitales. El sometimiento de la operatoria -11- bancaria y
bursátil a reglas éticas adecuadas habría permitido, en palabras de Rafael
TERMES, «internalizar los efectos externos, reducir los costes de control
y minimizar el papel del Estado». El comportamiento ético se convertiría
así en una condición necesaria, aunque no suficiente, de los procesos de
maximización de valores económicos futuros.
Llegados a este punto, tal vez no sea del todo ocioso advertir que
semejante fórmula convencional del pensamiento ético, aplicada sin más al
mundo empresarial, corre el peligro de convertirse en una mera façon de
parler y termina induciendo a error por ser víctima, a mi juicio, de un
malentendido fundamental. El concepto de «ética negocial» nada tendría que
ver, en efecto, con los viejos planteamientos deontológicos de la moral,
que como es sabido dan prioridad absoluta al concepto de «deber» ínsito en
las convicciones personales y se desligan de toda consideración respecto a
las consecuencias de la acción realizada. El mundo de los negocios parte
por el contrario de una concepción de la ética, en la que la idea de lo
«justo» se anuda a las consecuencias del acto y a la valoración que del
mismo se haga; su expresión formal descansa en el principio utilitarista
de la responsabilidad.
Desde que Max WEBER hizo del principio de racionalidad económica el
elemento nuclear del espíritu del capitalismo («Wirtschaft und
Gesellschaft»), toda la moderna teoría del equilibrio económico y el
funcionamiento de la sociedad del bienestar descansan sobre esta filosofía
utilitarista, que persigue el máximo de bienestar posible y que hace del
mercado -cuando se gobierna según las reglas de la libre competencia- el
instrumento por excelencia de la política social. Una concepción que había
sido ya mantenida por Adam SMITH, al reconocer, junto al interés egoísta
que impulsa todo comportamiento humano, la existencia de una suerte de
equilibrio, creado por una mano invisible y que va a encontrar su más
acabada formulación en el «óptimo paretiano», según el cual los
equilibrios concurrenciales de maximación del beneficio alcanzan al final
una situación tal «en la que no cabe que ninguno esté mejor sin que alguno
esté peor» («Manuale di economia politica con una introduzione alla
scienza sociale»).
3. Los Códigos de conducta como expresión normativa de la moderna moral
negocial
La existencia de unos criterios o de una ideología moral a la que debamos
acomodar nuestras conductas en el terreno económico, tanto si son de
origen religioso -la moral calvinista que hace de los negocios mismos la
prolongación de un comportamiento ético con el corolario de que el triunfo
económico individual y el éxito profesional constituyen una auténtica
retribución moral al esfuerzo realizado, el reconocimiento -12- social
de una conducta que se reputa honesta, siendo por ello motivo de emulación
y de ejemplo para los demás- como si se refieren a la ley positiva se
manifiesta hoy en el plano normativo en forma de «Códigos de conducta».
Bajo esta locución se albergan determinadas reglas de comportamiento
«correcto» establecidas por el gremio de los propios interesados en ese
concreto sector de actividad con la finalidad de ordenar sus relaciones
recíprocas y con el resto de los agentes económicos. Operaciones
bursátiles, transacciones financieras, conferencias marítimas y
transportes internacionales, transferencia de tecnología, inversiones
extranjeras, empresas multinacionales y un largo etcétera se encuentran
sujetos, desde la década de los setenta, a una disciplina, cada vez más
articulada, de normas de comportamiento leal que contribuyan al
funcionamiento eficaz de los mercados y que garanticen una adecuada
protección de los intereses del público.
La elaboración de «Códigos de conducta» se concibe pues como una suerte de
compromiso entre el Estado y la Economía con vistas a la elaboración de
una normativa que descansa sobre el principio del «do ut des»: la
transición desde una reglamentación ética a otra jurídica se produce sin
solución de continuidad sobre todo cuando, como señala Klaus J. HOPT en
«Recht und Geschäftsmoral multinationaler Unternehmen -Unlautere
Finanztransaktionen und Geldzuwendungen im internationalen
Wirtschaftsrecht», los destinatarios de tales normas pertenecen a sectores
económicos organizados. Nos encontramos de este modo ante una nueva fuente
de producción normativa por delegación del Estado, un sistema de
autocontrol voluntario en favor de determinadas asociaciones de actividad
por categorías.
Los agentes económicos afectados toleran por su parte esta autolimitación
en la medida en que se hallan legitimados para establecer, ellos mismos,
standards de conducta que hasta esos momentos no habían sido reconocidos o
practicados con carácter general. Se dotan de esta suerte, al socaire de
la normativa estatal, de un dispositivo de reglas éticas más flexible, al
no estar sujeto a controles jurídico-formales de carácter burocrático ni a
sanciones penales.
Buen ejemplo de lo que acabamos de decir lo constituye el Código de
Conducta Europeo relativo a las transacciones referentes a valores
mobiliarios, aprobado por la Recomendación de la Comisión 77/534/CEE de 25
de julio de 1977 (DOCE L 212 de 20 de agosto de 1977) con la finalidad de
permitir a las empresas financiarse en los mercados de valores asegurando
a la vez la protección de ahorradores e inversores. Adoptando la forma
jurídica de «Recomendación» y desprovisto por tanto de todo carácter
vinculante para los Estados miembros -se limita tan sólo a establecer un
marco referencial general susceptible de orientar una armonización
posterior mediante Directivas- el Código, además de formular los
requisitos que han de presentar las informaciones que se faciliten a los
inversores con vistas a la creación de un mercado transparente
(informaciones correctas, comprensibles, fidedignas y difundidas a su
debido tiempo), trata de asegurar la credibilidad del mercado sometiendo a
los principios -13- de igualdad de trato e igualdad de oportunidades
todas las transacciones de valores. Junto a ellos se imponen otros deberes
fiduciarios tanto a quienes sean miembros de los órganos de administración
y dirección de una sociedad cotizada como a los operadores del mercado de
valores, estableciéndose asimismo la obligación de evitar cualquier
conflicto de intereses entre los agentes financieros y sus clientes,
adoptándose así una orientación análoga a la seguida en nuestro país por
el título VIII de la Ley 24/1988, de 28 de julio sobre el Mercado de
Valores.
Al renunciar a sus funciones tradicionales de control y autorizar tales
reglas de comportamiento, de carácter voluntario, el Estado obtiene claras
ventajas. No sólo se evita buena parte de los problemas inherentes a la
elaboración de una disciplina jurídico-positiva y al establecimiento del
correspondiente marco procedimental; se libera además de la obligación de
instaurar un dispositivo orgánico de vigilancia y control, sin perjuicio
de que los poderes públicos intervengan cuando circunstancias
excepcionales así lo reclamen.
La teoría del proceso formativo y del nacimiento de las normas jurídicas
debería bastar para comprender cómo se llega a esta forma de transición
entre reglamentación social y reglamentación estatal, qué ventajas se
pueden obtener -desde el punto de vista de la efectividad de las normasde esta colaboración de los poderes públicos con los propios
intervinientes en el tráfico y en qué medida pueden verse perjudicados los
intereses de aquellos operadores que, por ser económica y profesionalmente
más débiles, no gozan de una tutela efectiva.
Sin perjuicio de las observaciones que al final se formulan, hay que
alertar ya sobre las dificultades inherentes a la valoración sobre el
sentido y justificación de estos códigos de carácter metajurídico. Dos han
sido -en una síntesis apretada- las objeciones fundamentales esgrimidas
contra la tendencia seguida en algunos Estados de recurrir a la «moral
suasion» como instrumento de dirección de la política económica.
Por un lado la dudosa efectividad de sus normas desprovistas, por
definición, de todo aparato jurídico sancionador; por otro, el
procedimiento hasta ahora adoptado para la elaboración de estas reglas de
conducta.
El primero de los argumentos tiene interés ya que sirve para ponernos en
guardia ante normas, que bien mirado tienen como destinatarios únicamente
a los cumplidores. O con otras palabras dicho: los Códigos de conducta
priman la no observancia a costa precisamente de los que se atienen a sus
disposiciones. Amén de que por esta vía se crean desequilibrios y se
introduce un insoportable déficit de equidad, se posibilita que los
infractores adquieran ventaja en la actividad concurrencial, adelantándose
a sus competidores en la lucha por el mercado. Por otro lado nada impide
la aparición de situaciones de conflicto con los poderes públicos, que a
través de una cierta complacencia voluntaria con la Economía podrían verse
desplazados de los procesos de -14- conformación del mercado en contra
de los postulados en que descansa el sistema de economía mixta. Este es el
nudo de la primera objeción.
La segunda crítica pone de manifiesto el origen irregular de estos cuerpos
de normas, nacidos de negociaciones entre el Estado y los operadores
económicos interesados, sin la transparencia o control -por el Parlamento
o la prensa- inherentes a la formación del Derecho económico. Se crea así
el peligro de una closed shop y, con ello, la posibilidad de no tutelar
debidamente los intereses de los marginados. En el momento actual siguen
siendo mayoría los códigos de conducta no sujetos a mecanismos externos de
protección jurídica, es decir a un dispositivo que garantice bien al
cumplimiento de los autocontroles estipulados o bien la observancia llana
y simple de las prohibiciones legislativas.
Ello genera -como no podía ser de otro modo- una atmósfera de escepticismo
y desconfianza respecto de la aptitud funcional de estos textos normativos
no jurídicos para resolver los delicados conflictos de intereses
planteados dentro del sector profesional, al que se aplican. El hecho, no
irrelevante, de que tampoco se establezcan mecanismos de responsabilidad,
al faltar parámetros que permitan identificarla con la precisión que
requieren las más elementales exigencias de la seguridad jurídica y de la
calculabilidad del Derecho (judex non calculat) refuerza aún más los
temores sobre la efectividad de este instrumento técnico.
Las objeciones anteriores no obstan para que, tanto en la práctica
empresarial y financiera como en la propia ciencia jurídica, siga
sosteniéndose mayoritariamente la oportunidad de esta fórmula
autonormativa en base a una doble consideración: los Códigos de conducta
no sólo se han convertido en un instrumento eficaz de política económica;
en el momento actual representan la única alternativa razonable a los
ordenamientos estatales, incapaces de dar respuesta, por sí solos, a los
requerimientos de una realidad económica en permanente transformación. Su
introducción permitiría remediar, al mismo tiempo, las insuficiencias de
una Administración de Justicia lenta y desprovista de la preparación
técnica exigida por los modernos procesos económicos.
No es seguro -se ha argüido por otro lado- que los Códigos de conducta
generen un grave déficit de seguridad jurídica al estar desprovistos de
mecanismos de responsabilidad. En primer término porque los operadores
económicos que a ellos se acogen quedan sometidos a una responsabilidad de
tipo negativo, entendida como violación de una prohibición, y este tipo de
responsabilidad no plantea problemas de calculabilidad y previsibilidad,
que sí se originarían a la inversa, es decir, haciendo justiciable
cualquier violación de un deber positivo de exacta actuación.
En segundo lugar porque los empresarios y demás intervinientes en el
mercado, que deciden voluntariamente someterse a su contenido normativo,
tienen siempre a su alcance la posibilidad de informarse. Si no lo hacen y
no tienen fe en su propio buen criterio ¿por qué han de creer en el de los
restantes intervinientes en el tráfico?
-15Finalmente porque, como sucede frecuentemente, la imprevisión sólo se
puede atajar -según apuntaba hace años, en otro contexto normativo, PUIG
BRUTAU- con una recta aplicación de los criterios de política jurídica que
subyacen a las normas y que no son meros ejercicios de «lógica maquinal».
Y hay veces en que los argumentos de seguridad jurídica se traen a
colación intencionadamente para -en palabras de PAZARES- funcionar como
burda ideología.
IV. Alcance y límites de la ética en el ámbito de las relaciones
económicas
Al llegar a esta altura de la exposición y encarar directamente el tema de
la fundamentación última de la moral negocial tocamos el corazón mismo del
problema. Entramos en un terreno muy delicado porque, al fin y al cabo,
todo el esfuerzo dirigido a sostener la exigencia de una ética especial
para el ejercicio de las actividades económicas podría disiparse con una
simple frase: «eso no lo dice el legislador y por tanto no está en la
ley». La hipótesis, obviamente distinta, es determinar si, aunque no lo
diga el legislador, está presente en la ley.
Pero vayamos por partes. Es menester comenzar señalando que, en el momento
presente nadie duda de que la ética, con sus principios y valores, deba
inspirar la actuación de cuantos operan individualmente en el mundo de los
negocios. No parece necesario detenerse ahora en un análisis exhaustivo de
las razones que avalan esta conclusión, casi todas ellas obvias, al menos
para mí. Y aún cabría decir más: desde su propio origen la ética normativa
acompaña al capitalismo y ha contribuido a su configuración como sistema
social.
Esta última afirmación no justifica, por sí sola, que en el marco de las
actividades económicas hayan de adoptarse parámetros éticos específicos
diferentes de los establecidos por la ética general y con un contenido
teleológico autónomo ni que deban atribuirse a las actividades
empresariales o al mercado -en la inteligencia de que constituyen per se
un bien social indiscutible- una dimensión ética propia. La conocida
máxima, erróneamente atribuida a Walter RATHENAU en su «Von Aktienwesen-
Eine geschäftliche Bettachtung», de que la obligación de los
administradores de las empresas de navegación era no sólo distribuir
beneficios entre los accionistas sino «hacer que los barcos alemanes
navegasen por el Rhin» y las teorizaciones dogmáticas de NETTER en favor
de la «Unternehmen an sich», recogidas básicamente en «Zur
aktienrechtlichen Theorie des Unternehmens an sich», sólo parecen haber
contado con respaldo legislativo en los trabajos preparatorios de la
Aktiengesetz de 1937, texto normativo en el que el concepto de «empresa
ética» caminaba pari passu del ideal de «Estado ético» consagrado por el
nacionalsocialismo.
-16Desde entonces los países con un sistema de economía de mercado no han
dudado en aplicar -con unos u otros matices- la doctrina sentada en la
famosa sentencia de la Corte de Michigan de 1919, según la cual era
obligación de la Ford fabricar automóviles en interés de los accionistas y
no de los consumidores.
A mí me parece -conviene decirlo con toda claridad- que no tiene sentido
hablar hoy de una ética negocial como categoría conceptual y sistemática
independiente y distinta de la ética general. Esta orientación -que es la
que estimamos más correcta desde el punto de vista técnico, pese a ser la
que hasta estos momentos menos adhesiones haya merecido- se justifica a
nuestro juicio con sólidas razones. Tal vez no sea ocioso a este propósito
comenzar recordando que, aunque se trate de la consecuencia lógica del
cumplimiento, también moral, del mandato recibido de los accionistas, la
ética -general- no puede tener como objetivo prioritario la maximación de
las ganancias, una exigencia que, como apunta SOMBART en «Der moderne
Kapitalismus», sigue siendo el elemento de legitimación por excelencia de
la empresa capitalista. Una cosa es que en el ejercicio de su actividad
administradores y gestores queden sujetos, individual y preventivamente,
como cualquier otro ciudadano, a los deberes impuestos por la moral
general y otra bien distinta que se vean obligados a promover el bien
social colectivo. O por decirlo con las mismas palabras de ROSSI: no
existe la «empresa ética» entendida en términos globales.
Todo intento de atribuir a la economía de mercado o a la libre empresa una
dimensión ética y de hacerles por tanto moralmente responsables no sólo
parte de un grave malentendido -que se hace preciso desechar de una vez
por todas- sino que termina naufragando en el laberinto de los conflictos
de intereses. Ello es así porque, en el momento actual, resulta imposible
individualizar, con la certeza suficiente, los destinatarios últimos de
este supuesto deber de un comportamiento ético empresarial.
Que el interés exclusivo de los accionistas es el beneficio y que éste
carece de dimensión ética está a mi juicio fuera de discusión. El
fundamento ético de la empresa deberá entonces buscarse entre los
restantes participantes en la misma o en la propia colectividad. Y es
justamente en esta búsqueda donde se plantea el conflicto de intereses
entre los propietarios del capital y los trabajadores -o entre los
titulares de la empresa y las normas de protección del medio ambiente- por
poner sólo ejemplos conocidos. Al examinar la correspondencia entre bajos
salarios y altos dividendos en «Die Börse», obra fechada en 1894, Max
WEBER describía ya, con su sagacidad habitual, los términos de este
conflicto: todo lo que una empresa pague de más en concepto de salarios
implica una correlativa disminución de los beneficios repartibles.
No existe, en suma, una ética de la responsabilidad empresarial corolario
de la racionalidad del sistema capitalista. Anudar la fuente del valor
ético al comportamiento racional del particular que debe tener en cuenta
la actuación de los demás operadores sería incurrir finalmente, como
advierte ROSSI, en el llamado «dilema del prisionero», -17- según el
cual el resultado derivado de todo comportamiento racional es la mutua
desaprobación en detrimento de la cooperación recíproca. Un conflicto
llamado a desembocar en una situación de guerra generalizada de todos
contra todos, en los términos lúcidamente descritos por Thomas HOBBES en
su «Leviathan».
El «dilema del prisionero» preside en efecto el mundo de los negocios de
hoy. Su existencia constituye -como acabamos de ver- la base misma de los
Códigos de conducta: quien se proponga actuar observando sus preceptos se
coloca en una posición desventajosa frente a los competidores desleales,
por lo que se ve racionalmente obligado a no cumplirlos. Y este
inclumplimiento es posible justamente porque las reglas de la moral
negocial no tienen en sí mismas carácter sancionatorio. La ética
desconoce, por definición, tanto la sanción estatal como la exclusión de
las organizaciones intermedias toda vez que la infracción de sus
principios no comporta, de suyo, la pérdida de status social.
No sería correcto por otro lado afirmar que el problema fundamental de la
nueva ética de la finanzas -entendida como elemento corrector de la ética
smithiana del egoísmo y de la lógica capitalista de la maximización de
ganancias- sea la relación entre «deberes» y «consecuencias» de ellos
derivados. En un sistema de economía mixta como el constitucionalizado en
los países europeos -el nuestro incluido- unos y otras dependen en forma
creciente de la intervención de los poderes públicos. Sectores normativos,
como la reglamentación del medio ambiente o de los mercados de capitales,
así lo ponen de manifiesto.
Cuando se trata, por el contrario, de normas destinadas a regular la
competencia -regulación sobre prácticas restrictivas o sobre competencia
ilícita- resultan asimismo infructuosos los intentos de atribuir a éstas
últimas un contenido moral. Es cierto que en toda legislación antitrust la
exigencia de tutelar los intereses de la parte económicamente más débil
-el consumidor- ofrece una tenue coloración ética: ésta no es sin embargo
la única ni siquiera la más importante de sus motivaciones. El respeto de
una particular lealtad en medio de la deslealtad opera de hecho como las
viejas «reglas de la caballería»: una especie de «metis homérica» cuya
finalidad última no es tanto el noble principio de la igualdad en la
distribución de la riqueza social sino, lisa y llanamente, la
supervivencia del mercado, la política de reestructuración industrial, la
mayor eficiencia del sistema económico. Objetivos que, por su propia
lógica, toleran toda clase de desigualdades y se apartan por consiguiente
de la segunda fórmula del imperativo kantiano, recogida en la «Crítica de
la razón práctica», que obliga a «actuar de modo de tratar a la humanidad,
tanto en tu persona como en la del prójimo, siempre como un fin y no sólo
como un medio».
-18V. Ética y derecho: bases para un nuevo planteamiento
1. Sistema capitalista, normas éticas y magia de las palabras
Las consideraciones recogidas en los epígrafes precedentes creo que son
suficientes para que nos pongamos en guardia de los peligros que esconde
la denominada «moral de los negocios» y de la urgente necesidad, pese a
sus dificultades, de deslindar genética y funcionalmente la esfera de la
Ética y de la Economía. Pero con ello no está todo dicho: un problema no
puede solucionarse -son palabras de WIEDEMANN en «Haftungsbeschränkung und
Kapitaleinsatz in der GmbH»- aduciendo que es muy difícil de solucionar.
Es menester desligarse además de ciertas concesiones retóricas, de la
«magia de las palabras», y dotar a los términos e instituciones del
contenido técnico, que les es propio, tratando de superar el lamentable
estado de desconcierto respecto a la valoración de los comportamientos
económicos. Desconcierto tanto mayor en un país como el nuestro, anclado
hasta fechas bien recientes en tradiciones agrarias y feudales, donde al
no haber existido un verdadero capitalismo la plutocracia española, como
dice CEBRIÁN, «ha temido mucho más a la ley de Dios que a la de los
hombres y ha sido la sotana más que la toga, quien ha condicionado sus
conductas». De este debate, desde luego apasionante, ha estado en cierta
medida lejos la sociedad española, sin una tradición liberal sólida y
donde -frente a las culturas anglosajonas- los requerimientos sociales y
los derechos individuales han sido valorados como cuestiones
contrapuestas.
La primera precisión es ésta: la ética de los negocios no reviste
particularidades que la distancie de las demás formas de comportamiento
humano. Es obvio que el sistema de economía de mercado comporta la idea
del triunfo individual, la competencia, el éxito en la lid. Pero de ahí a
suponer que en el terreno de juego todas las normas son válidas y que sus
excesos queden sometidos a criterios morales, antes que jurídicos, dista
un gran trecho.
La segunda puntualización: es precisamente en la ética del egoísmo -que
nos descubre la existencia del interés frente a lo que vagamente podríamos
llamar principios- en donde se fundamenta toda la ciencia económica de
nuestros días y la construcción del capitalismo moderno. De ahí que no sea
la lógica del mercado sino su deformación, sujeta a mecanismos
sancionatorios ineficaces, la que hace posible el enriquecimiento de unos
pocos a costa de la ruina o del sacrificio de los demás. El sometimiento a
un sistema moderno de normas jurídicas -y no a vagos principios éticosconstituye hoy por hoy, como inmediatamente se dirá, el mejor medio de
combatir las perversiones del sistema y de asegurar que el mercado
funcione, y sea al mismo tiempo más legítimo y más lícito.
-19Para facilitar la cabal inteligencia de este temario y su trascendencia
práctica tal vez fuera conveniente plantear algunos ejemplos
paradigmáticos, que levemente retocados, se podrían tomar de la prensa
económica y de la jurisprudencia. A los efectos que aquí interesan baste
con recordar uno solo de ellos -la realización de operaciones
especulativas- que por su significación permite ilustrar cuanto antecede.
Que la especulación forma parte del sistema capitalista, tal y como lo
entendemos, no debiera ofrecer duda alguna. Con el fin de incrementar la
oferta y demanda de valores así como de ampliar las modalidades operativas
de los inversores, las Bolsas de todos los países han ido desarrollando
-junto a las tradicionales operaciones a plazo- los denominados mercados a
crédito y mercados de opciones y futuros en los que, como es sabido, los
intervinientes son esencialmente especuladores, que desharán sus
operaciones a corto plazo. Se trata de técnicas universalmente aceptadas
en la medida en que se han convertido en un elemento estabilizador y
moderador de alzas y bajas, permiten mejorar la rentabilidad de las
inversiones, aumentan la gama de posibilidades operatorias y sirven de
guía para operadores al contado.
Pues bien, pese a tales ventajas, los negocios especulativos bursátiles
-y, en general, el ancho campo de las actividades especulativas
inmobiliarias o financieras- son rechazados por la conciencia de muchos
juristas y de amplias capas de la población al amparo de prejuicios
morales, que traen su origen una vez más de la filosofía escolástica.
Desde que se publico el «Liber IV Sententiarum» de las «Opera omnia» de
Duns Scotus subsiste la creencia -recientemente defendida, entre otros
foros, por el Tribunal Supremo alemán en una controvertida jurisprudenciade que la especulación, entendida como «ganancia sin trabajo», es
moralmente reprobable; se trata en suma de un precio que al no proceder de
labores et expensae rompe con el principio de la sinalagmaticidad o de las
ventajas equivalentes para ambas partes.
Con esta afirmación se pone el dedo en la llaga de una cuestión que a
estas alturas no debiera ser objeto únicamente de tratamiento
jurisprudencial sino legislativo y que, hoy más que nunca, merece el
análisis y fundamentación de la ciencia jurídica. La necesidad de adaptar
a los tiempos actuales el marco ordenador de los negocios aleatorios del
sector de la inversión patrimonial y de conectar, por esta vía, el Derecho
civil patrimonial y el Derecho económico justifican un examen a fondo de
este temario, del que aquí sólo pude hacerse una mención superficial.
Hay que empezar diciendo ante todo que se trata de una materia a la que
los juristas -salvo honrosas excepciones como NELL-BREUNNING en «Grundzüge
der Börsenmoral»- hemos prestado escasa atención. A este desinterés ha
contribuido sin duda la tacha de irracionalidad, falta de seriedad y
carácter moralmente censurable, que desde tiempo inmemorial acompaña a las
actividades especulativas. Esta orientación contrasta abiertamente con la
seguida tanto por la ciencia económica -para la cual, a toda decisión
inversora o a cualquier tipo de operación de crédito subyacen
expectativas, cuyo eventual -20- incumplimiento es objeto directamente
de análisis, hasta el punto de que tal incertidumbre pasa a formar parte,
en cuanto tal, de los cálculos empresariales-. Y choca asimismo con los
postulados de la psicología, cuyos cultivadores han considerado el juego,
usando las mismas palabras de HUIZINGA en «Homo ludens- Vom Ursprung der
Kultur im Spier», «como un elemento esencial del comportamiento cultural
del hombre».
Pues bien, ante la imposibilidad de abordar, dentro del estrecho marco de
esta intervención, las complejas relaciones entre especulación, mercado y
Derecho, dos precisiones se hacen, cuando menos, necesarias.
La primera es que entraña a mi juicio un grave error poner en práctica, de
forma unilateral e indiscriminada, políticas jurídicas destinadas a
tutelar a los inversores frente a los negocios especulativos, cuando éstos
constituyen en la actualidad una necesidad y se hallan además legitimados
en todos aquellos mercados sujetos a un orden constitucional económico
semejante al nuestro. Mientras subsistan el actual marco constitucional y
los mecanismos técnicos que habilitan tales operaciones, resulta ocioso -y
podría ser incluso perturbador, como dice STEINDORFF en la «Einführung in
das Wirtschaftsrecht der Bundesrepublik Deutschland»- empecinarse en un
debate acerca de su corrección moral.
La segunda puntualización tiene por finalidad señalar que la regulación de
las operaciones bursátiles y la política liberalizadora del mercado de
metales preciosos han puesto de manifiesto, con total claridad, las
insuficiencias de un control inmanente de carácter exclusivamente
jurídico-obligacional. De ahí la necesidad de contemplar aquellos otros
aspectos metajurídicos que, como factor de legitimación, subyacen a la
actual disciplina. Estos elementos no tienen sin embargo carácter ético
sino simplemente económico. Quien cierra una operación bursátil a plazo y
quiere protegerse de eventuales oscilaciones del mercado no por ello
convierte en objeto del negocio las posibilidades futuras sino que -como
sucede con los Hedgeschäfte o con los negocios encubiertos de diferencias,
según señala SCHWARK en «Spekulation-Markt-Recht», busca únicamente
asegurarse el rendimiento de su esfuerzo. Otra cosa distinta es que el
exceso de especulación llegue a deformar el mercado cuando éste no es
necesariamente especulativo en todo. En este caso habrá que adoptar las
oportunas medidas correctoras. Mientras ello no suceda, la suposición de
que la especulación es mala en sí carece de fundamento tanto desde el
punto de vista capitalista como desde la lógica del funcionamiento del
mercado. El sistema de economía de mercado, que el texto constitucional de
1978 consagra como sistema de economía mixta, establece reglas y
principios que encajan prima facie en el marco de producción capitalista.
Y así como se hace necesario acoplarse a un código de entendimiento basado
en la honradez -en lo que antes se llamaba la caballerosidad- que
favorezca la implantación de un capitalismo anclado en la sensibilidad
moral que lo engendró, no por ello hemos de entender que el capitalismo
sea en sí mismo una ética ni que las perversiones del sistema deban
juzgarse preferente o exclusivamente desde el prisma de una supuesta moral
negocial.
-212. La lucha por el Derecho, una prioridad política de nuestros días
Si quisiéramos ahora condensar el sentido último de la propuesta trazada a
lo largo de esta exposición bastaría con decir que la cuestión de la moral
en los negocios, tal como hoy se plantea, es falaz y engañosa. Tras ella
se esconde, como dice ROSSI, una crisis todavía más profunda: la crisis
del Estado y de las instituciones y, entre éstas, en primer lugar, la
crisis de la Administración de Justicia. El recurso a una ética especial
que gobierne el mundo de los negocios con el auxilio de un sistema
autonormativo propio, formalizado en los Códigos de conducta, implica
negar tanto la virtualidad de la ética general para prevenir en la esfera
individual los comportamientos incorrectos como la funcionalidad del
ordenamiento jurídico para sancionarlos. Quiebra así un largo proceso
histórico de independización de la Moral y el Derecho, fruto de la
secularización de este último a lo largo de más de un siglo y con
argumentos no sustancialmente nuevos vuelve a plantearse la vexata questio
de la efectiva vigencia social de las normas éticas en el campo de la
economía.
No me parece que esta concepción deba compartirse. Con ella se pone en
entredicho el principio, absolutamente irrenunciable, de la realización
del Derecho. La certeza de éste último y la efectiva aplicación de sus
sanciones constituye la única garantía del correcto funcionamiento del
mercado. Promulgar normas justas acordes a las necesidades, siempre
cambiantes, del tráfico económico y asegurarse de que serán aplicadas se
ha convertido, como dice ROSSI, en el problema crucial de todo proyecto
político concreto.
Los empresarios que corrompen a los políticos o a los funcionarios
públicos no son hombres malvados; se trata únicamente de delincuentes que
han infringido los preceptos legales. Su comportamiento no debe ser objeto
por tanto de juicios morales; bastará con que queden sometido a la
disciplina del Código Penal. El hecho de que exista la corrupción y domine
anchas zonas del mundo de los negocios no obedece tanto a la ausencia de
principios éticos sino a las propias insuficiencias del ordenamiento
jurídico y de la Administración de Justicia. Estas insuficiencias no son
empero de tal gravedad como para abandonar a su suerte al mundo del
Derecho y sustituirlo por sistemas autonormativos de moral negocial al
margen de la Ley. La tarea es por el contrario, creo yo, reformar las
leyes, modernizar los dispositivos de prevención y control de los
comportamientos irregulares y, sobre todo, conseguir que jueces y
magistrados actúen con mayor resolución y eficacia a la hora de aplicar la
cláusula general de la buena fe, las buenas costumbres, la corrección y
transparencia y otras cláusulas generales.
Se trata, en suma, de una tarea que debiera ser asumida no solo por los
hombres del Derecho sino por la sociedad en general sobre todo en aquellos
supuestos en que la iniquidad moral de alguna ley hubiera quedado
suficientemente acreditada. Es justamente en estos casos cuando el
principio cívico de la «lucha por el Derecho», que dio -22- título a
la célebre obra de Rudolf v IHERING, cobra su verdadera significación; ni
siquiera el recurso a la ética justificaría su eliminación.
¿Cuál sería pues el papel asignado a la moral en el ámbito de las
actividades económicas? Desde que Hans KELSEN formalizó en su «Teoría
general del Derecho y del Estado» la autonomía e independencia recíproca
de ambos ordenamientos, la moral opera exclusivamente dentro de la esfera
subjetiva reservada a cada persona; todo intento de entrecruzamiento y
conmixtión entre ésta última y el Derecho económico carece en consecuencia
de fundamento.
De ahí no se deduce empero que la incomunicación sea total. Existe, como
señala ROSSI, un punto de encuentro, cuya significación no es posible
ignorar: aquel en que, con una norma técnica de reenvío, el ordenamiento
concede a la moral la facultad de fijar el contenido de la norma jurídica.
A través de esta suerte de delegación, principios, que no traen su origen
inmediato de la Ley, pasan a convertirse en normas de clausura. Tal es el
caso del artículo 36 del Tratado constitutivo de la Comunidad Económica
Europea cuando incluye los motivos de moralidad entre las posibles y
válidas excepciones a la libertad de comercio entre los Estados miembros.
Y ésta es asimismo la orientación seguida por las legislaciones nacionales
al tipificar el criterio de las «buenas costumbres» -es decir, al servirse
de un conjunto de reglas prejurídicas, no formalizadas ni promulgadaspara declarar la nulidad de los negocios jurídicos.
Que este tipo de cláusulas generales permite una conmensurabilidad
negativa de la conducta, es incontestable. El juez puede determinar la
existencia de una incorrección aunque no se encuentre en condiciones de
decir cómo debiera realizarse adecuadamente. Al igual que en los delitos
de omisión tipificados por el Derecho Penal, el ordenamiento no siempre
está en condiciones de establecer qué conducta habría que seguir aunque sí
puede sancionar como antijurídica una determinada conducta. Estas simples
consideraciones revisten importancia en la medida en que permiten eludir,
al menos parcialmente, los problemas de la falta de seguridad jurídica.
Se trata en cualquier caso de un recurso técnico no exento de tensiones
dada la indispensable certeza del Derecho y la mutabilidad e imprecisión
de la ética, sujeta por su propia naturaleza a las valoraciones
individuales del juzgador. El conflicto surge no sólo en el ámbito del
Derecho sino también en otras áreas que, como la literatura o el arte,
reivindican una propia autonomía, con reglas duraderas, independientes de
los dictados cambiantes de la moral. Ha tenido que transcurrir casi un
siglo para que el proceso abierto en 1857 a Madame Bovary de FLAUBERT y a
las Fleurs du mal de BAUDELAIRE por atentar contra la moral pública y las
buenas costumbres, y la posterior condena de sus autores, fueran objeto de
revisión y se acordara la rehabilitación de los mismos, en 1946 y 1949
respectivamente.
Si la dimensión subjetiva de la ética sólo atiene a la conciencia
individual y debe limitarse por tanto -como aquí se sostiene- a inspirar
el comportamiento de los operadores -23- económicos, sin especificidad
alguna, resulta claro -y éste ha sido el hilo conductor de toda la
exposición- que lo que el mundo de los negocios necesita no es una
valoración moral sino una valoración exclusivamente jurídica -y en
consecuencia sancionatoria- del comportamiento de sus miembros. Son las
normas jurídicas -expresión de los valores y también de los principios
éticos compartidos por la sociedad y reflejo a su vez de las necesidades
colectivas- el instrumento regulador por excelencia de las actividades
mercantiles y financieras. Las reformas legislativas y la labor
interpretativa de los Tribunales velarán en todo caso por una correcta
adaptación de las mismas a los datos de una realidad económica, que cambia
constantemente de reglas y comportamientos, productos e intermediarios.
Afirmación que encuentra hoy su mejor ejemplo en la tutela del medio
ambiente o en la regulación de los mercados financieros, sectores ambos en
los que los vínculos y deberes establecidos para atemperar la maximización
del beneficio empresarial han terminado por depender mucho más de las
reglamentaciones públicas que de una supuesta contención moral de los
propios operadores.
3. Juridificación del tráfico mercantil: evolución y perspectivas
El objetivo de restablecer el juego limpio en el mercado es tarea
prioritaria del Derecho, cualquiera que sea la «moral negocial» o el grado
de autoexigencia ética de los operadores que en él intervienen. Con otras
palabras: la autonomía y dignidad del hombre y la corrección con que actúa
no son hoy los presupuestos, sino la consecuencia de un buen ordenamiento
jurídico, no son por consiguiente institutos privados sino institutos
políticos. Derecho privado, Estado Social, Estado de Derecho no son partes
aisladas de la civilización moderna del Derecho sino, por decirlo con las
mismas palabras de WIETHOELTER en su «Rechtswissenschaft», aspectos de una
evolución unitaria, esto es, de la democratización interna de la Sociedad
política.
El tránsito del Estado liberal a lo que se ha dado en llamar el Estado
social ha sido posible, junto a otros factores, merced al papel
desempeñado por el Derecho como instrumento necesario para la realización
de un valor determinado, el de la seguridad jurídica, requisito
imprescindible del ejercicio de su libertad por los ciudadanos. Sólo la
previsibilidad de las consecuencias de las conductas, fundada en la norma
preexistente y en la certeza de su aplicación, permite -como puso
certeramente de manifiesto en su día el Profesor GIRON TENA en «Tendencias
generales en el Derecho Mercantil actual (Ensayo interdisciplinario)»- una
conducta libre del arbitrio de los poderes jurídicos y fácticos. Los
hechos se han encargado de desmentir la vieja idea smithiana de que una
mano invisible conduce a los protagonistas de la vida económica a promover
el bien común cuando, de suyo, lo que éstos buscan es realizar un interés
particular. De ahí la convicción, hoy generalizada en los países
occidentales, en cuanto -24- a la necesidad y eficacia del
ordenamiento jurídico como instrumento de dirección de los procesos
económicos.
Si admitimos, como parece inevitable hacerlo, que la libertad no supone,
por sí, intrínsecamente orden y que la libertad no regulada se destruye a
sí misma, deberemos forzosamente reconocer que el Derecho y el sistema
económico están profundamente ligados en el tráfico mercantil de nuestros
días. La conservación del sistema de libertad de economía de mercado es,
ante todo, una tarea jurídica, que incorpora a este ámbito del
comportamiento humano el elemento de lo «justo». El Derecho brinda al
aparato de producción y distribución de bienes y servicios las formas
jurídico-institucionales y estructurales así como determinados mecanismos
de seguridad jurídica. Su tarea fundamental es sin embargo suministrar los
parámetros de justicia exigidos por ese sector económico-social y, al
mismo tiempo, asegurar la racionalidad, el armazón de rigor sistemático,
la ordenación lógica y la precisión jurídica conceptual que los procesos
económicos, sujetos a una constante transformación reclaman.
El fenómeno de la juridificación de la vida económica se hace
particularmente visible cuando se trata de prevenir o corregir los
comportamientos incorrectos de los sujetos que operan en el mercado.
También aquí la realización de los objetivos fundamentales de seguridad y
de estabilidad jurídicas presupone la previsibilidad legal de las
consecuencias de nuestras conductas, ligada, como hemos visto, a la
coherencia racional del sistema jurídico en que se inserta. Ahora bien:
para disciplinar y en su caso sancionar de forma adecuada los nuevos
comportamientos antisociales de carácter económico y financiero la
práctica totalidad de los ordenamientos nacionales ha terminado
abandonando la investidura del viejo Código decimonónico, como corpus
dogmático completo y cerrado, y en su lugar han introducido una
legislación especial, en la que vierten asimismo los valores y necesidades
compartidos por la comunidad social y que con el transcurso del tiempo
tiende progresivamente a convertirse en sistema.
Los resultados alcanzados a través de este proceso de juridificación de
las actividades económicas con vistas a sancionar prácticas financieras
incorrectas son hoy difíciles de evaluar. Por un lado siguen siendo
todavía profundas las diferencias existentes entre los distintos sistemas
jurídicos en el tratamiento de esta materia; por otro lado, los criterios
adoptados por las autoridades nacionales encargadas de su aplicación son
con frecuencia dispares y en ocasiones contrapuestos. La dificultad de
arbitrar medidas técnicas comunes dentro de un mercado financiero
progresivamente internacionalizado termina por agravar finalmente esta
situación.
Existen síntomas que permiten no obstante alimentar un cierto optimismo
respecto de la evolución seguida tanto dentro de nuestro país como fuera
de él. En primer lugar los avances registrados en la represión del fraude
fiscal y del blanqueo de dinero procedente de actividades criminales o del
narcotráfico; en segundo término el mayor grado de corrección profesional
en el ejercicio de actividades bancarias o bursátiles.
-25Prescindiendo de éstas últimas, a las que haré una referencia sucinta en
el apartado siguiente, hay que señalar, por lo que al fraude fiscal se
refiere, que se trata de un tema clásico del derecho penal tributario y
que, como sucede con los delitos de cuello blanco, en general, el problema
no es tanto determinar el hecho incriminatorio y su sanción sino la prueba
de su existencia, sujeta como es sabido tanto a la presunción
constitucional de inocencia como -dentro de límites cada vez más
estrechos- al respeto del secreto bancario.
En relación con la represión del blanqueo de dinero procedente de
actividades ilícitas las dificultades no son menores. La realización de
estas prácticas se ha visto favorecida por la absoluta neutralidad moral
de las reglas que disciplinan los mercados, la actuación de los
intermediarios financieros y el comercio internacional. Un examen
superficial permite advertir la sustancial afinidad de los canales e
instrumentos jurídicos, que se ponen al servicio tanto de las operaciones
legales como de las ilegales. Una eficaz represión de estas últimas
obligaría a encontrar previamente una fórmula de compromiso entre el
derecho al sigilo, que está en la base misma del secreto bancario, y la
regulación de los mercados financieros con criterios de transparencia
informativa.
En esta última dirección se orienta la Declaración de principios de 12 de
diciembre de 1988, elaborada por el «Comité de Basilea para las
reglamentaciones bancarias y las prácticas de vigilancia», en la que se
establecen determinadas pautas de comportamiento destinadas a impedir que
los establecimientos de crédito amparen o den cobertura a operaciones
incorrectas. Se trata de un modelo que ha sido formalmente adoptado por
algunos ordenamientos nacionales como el francés -Ley de 11 de abril de
1989- el luxemburgués -Ley de 7 de julio de 1989- o el británico -Drug
Trafficking Offences Act de 1986, en los que, sin perjuicio de otras
obligaciones profesionales, la banca queda sujeta, específicamente, al
deber de identificar a los clientes que realicen ingresos en numerario. En
fechas recientes se ha llegado incluso a examinar la oportunidad misma de
establecer, junto a la anterior, una obligación de carácter
administrativo. Una iniciativa que, de prosperar, consagraría un «modelo
de sospecha», sobre cuya existencia cabría formular serios reparos. La
finalidad última es, en todo caso, inmovilizar fondos dudosos y confiscar
aquellos capitales obtenidos mediante la realización de actos ilícitos.
Dentro del sector del tráfico bancario cabe por último señalar la
introducción, tanto en las legislaciones nacionales como en el Derecho
comunitario europeo, de un sistema jurídico de disciplina, intervención y
control de los establecimientos de crédito, que en países como el nuestro
viene acompañado de un mecanismo sancionatorio particularmente riguroso.
Este notable impulso político-jurídico destinado a reglamentar la vida
económica encuentra su fundamento último -y su explicación- en
consideraciones que, como -26- se ve, están abiertamente orientadas a
asegurar una mayor eficiencia del sistema, aunque en ocasiones se
instrumentalicen determinados principios éticos y luego se les vacíe de
contenido.
La concepción funcional e instrumental de la Ética y del Derecho al
servicio del mercado, luce con particular claridad en el Preámbulo de la
Declaración de Basilea antes citada. El tenor literal de este texto no
deja lugar a dudas: «...la confianza del público en los bancos, y por
consiguiente su estabilidad, puede verse dañada por la publicidad negativa
que deriva de una involuntaria asociación de los propios bancos con la
criminalidad. La banca puede además verse expuesta a pérdidas directas por
fraude, por negligencia al identificar a clientes indeseables o bien
porque la integridad de sus propios empleados quede en entredicho al
asociarse con delincuentes. Por estas razones los miembros del Comité de
Basilea estiman que incumbe a las autoridades de vigilancia bancaria la
tarea, de carácter general, de estimular la observancia de principios
éticos de conducta profesional por parte de la banca y de las demás
instituciones financieras».
Pocos documentos reflejan a mi juicio con tanta fidelidad el uso
distorsionado que del concepto de ética se realiza en el mundo de los
negocios. Siempre, claro está, que estimemos -como parece forzoso hacerloque la finalidad de los valores morales sigue siendo la recogida en la
segunda fórmula del imperativo categórico kantiano. Como ha puesto
lúcidamente de relieve ROSSI, la estabilidad de la banca o la prevención
de pérdidas de las empresas no son exigencias dotadas en principio de
contenido ético alguno ni, por su naturaleza, sometidas a valoraciones de
esta índole sino presupuesto -y consecuencia al mismo tiempo- de un
eficiente funcionamiento del mercado.
4. «Insider trading» y abuso de información privilegiada: normas éticas y
normas jurídicas en la represión de la actuación ilícita de los iniciados
Desde que en 1733 Sir John Bernard, uno de los mejores conocedores de las
operaciones realizadas en la City de Londres, denunciara que, poco antes,
personas próximas a la Compañía de Indias holandesa se habían enriquecido
a costa de los demás accionistas, al disponer de información confidencial
sobre la caída de beneficios de la sociedad y apresurarse a vender sus
títulos, mientras que las participaciones en poder de los restantes
inversores, al hacerse la noticia de dominio público, veían reducido su
valor al cincuenta por ciento, los medios jurídicos y financieros han
mantenido viva en todos los países la preocupación por los efectos que
conlleva la utilización abusiva de aquellas informaciones, a las que sólo
tienen acceso determinados operadores por razón de la actividad
profesional a que se dedican.
-27En efecto, investigaciones empíricas realizadas en diversos mercados
europeos han puesto claramente de manifiesto, según apunta HOPT en «Der
Kapitalanlegerschtz im Recht der Banken», que en los meses anteriores a la
fecha en que se hace pública en la prensa la noticia de un aumento de
capital realizado con medios propios de sociedades bursátiles, los títulos
de estas últimas tienden a mejorar sus cotizaciones. Las alzas
experimentadas en las cotizaciones o precios de los valores negociables
serían consecuencia directa de la adquisición masiva de los mismos por
parte de insiders, es decir, por aquellas personas que -como establece el
artículo 1 de la Directiva 89/592/CEE- debido al desempeño de una función
u oficio disponen de información privilegiada sobre cualquier
circunstancia que pueda incidir en el mercado (la inminente realización de
una OPA, la fusión entre dos o más sociedades, etc.) -extremo en esos
momentos no conocido por los otros inversores- y en lugar de abstenerse de
realizar cualquier operación sobre tales títulos hacen un uso ilícito de
la misma con fines básicamente especulativos.
Esta práctica -generalizada hoy en todos los países merced sobre todo a la
estrechez de los mercados, la ausencia de una normativa clara y la
creciente vinculación corporativa entre la banca y el mundo empresarialha dejado de ser un privilegio de los mejor informados, social y
jurídicamente tolerado, para convertirse en un comportamiento, calificado
primero de incorrecto y más tarde de ilícito, sujeto en la actualidad a un
dispositivo sancionatorio extremadamente riguroso. A este cambio de
tendencia han contribuido no sólo los juristas -que desde la promulgación
en 1934 de la Securities Exchange Act no han cejado en el empeño de
reforzar la sensibilidad jurídica de los Tribunales y de crear un estado
de opinión contrario a tales comportamientos ilícitos- sino también, y de
forma decisiva, la prensa económica y la propia opinión pública. Desde el
momento en que la inversión mobiliaria se ha convertido en una de las
formas de ahorro de capas de población económicamente débiles, las
irregularidades cometidas en el mercado de capitales dejan de ser cuestión
que afecta a unos pocos especuladores para interesar a un alto porcentaje
de ciudadanos.
Pese a las consideraciones político-jurídicas que militan en favor de la
represión legal del insider trading o «negociación de iniciados» y al
establecimiento en numerosos ordenamientos de sanciones, incluso penales,
respecto de estas operaciones fraudulentas, la problemática que suscita
este fenómeno sigue estando en el centro de una áspera polémica. La
explicación hay que buscarla, por un lado, en la resistencia de los
sectores afectados, que han tratado de enmascarar el problema al amparo de
la limitada transparencia que los acontecimientos bursátiles siguen
teniendo frente al gran público; por otro lado, en la incierta y
controvertida apreciación de las consecuencias derivadas de la actuación
de los iniciados frente a los inversores en valores mobiliarios, los
restantes operadores económicos y el mercado en general. Y ello es así
porque, pese a los esfuerzos realizados por la doctrina y la
jurisprudencia, ni el concepto de «manipulación en los mercados
financieros» tiene todavía un significado técnico -28- jurídico
preciso ni tampoco se encuentra unánimemente reconocida la impropiedad o
irregularidad de estas operaciones. Al contrario: una vez examinadas sus
consecuencias, son muchos quienes, como FISCHEL y ROSS («Should the Law
Prohibit «Manipulation» in Financial Markets?»), defienden la inocuidad de
estas transacciones, que a su juicio tienen la virtualidad de incentivar
la Bolsa y la Economía a la par que retribuyen la actividad profesional de
los administradores de las sociedades. El beneficio personal conseguido
gracias a la explotación de noticias obtenidas en el ejercicio de su
propia función dentro de la sociedad no sólo no vulneraría el deber de
confidencialidad sino que, a juicio de MANNE, sería el justo premio al
espíritu emprendedor demostrado para alcanzar y descubrir una información
no divulgada. Se señala, finalmente, que, debido al índice de riesgo de
las mismas, los eventuales efectos negativos tienden a autoexcluirse y que
el alto costo económico que comporta la ejecución legal de la prohibición
hace aconsejable renunciar sin más a su establecimiento.
No ha sido ésta ciertamente la orientación seguida por el Derecho español.
De conformidad con lo establecido en la normativa comunitaria europea se
ha optado finalmente por sancionar los abusos de información privilegiada,
en el convencimiento de que, para que la Bolsa pueda absolver la función
de ser un mercado eficiente, es menester que toda la información con
trascendencia bursátil esté disponible para el mercado y para sus
operadores en igualdad de condiciones. La Ley del Mercado de Valores,
reformada en 1991 en lo relativo al insider trading, prohíbe a quienes
dispongan de información privilegiada realizar operaciones en el mercado
sobre los valores afectados por tales informaciones; comunicar esta
información a terceros, salvo que se realice en el ejercicio normal de su
trabajo o funciones; recomendar la compra o venta de tales valores o hacer
que otros los adquieran o cedan en base a tales informaciones. Este mismo
texto sanciona, con la más alta calificación como infracción, el
desarrollo de prácticas dirigidas a falsear la libre información de los
precios en el mercado de valores así como el incumplimiento de las
obligaciones arriba mencionadas.
La posición beligerante de los poderes públicos al velar por el buen
funcionamiento del mercado de valores, impidiendo y en su caso sancionando
las transacciones incorrectas realizadas por los iniciados, reflejaría en
último término la vigencia de determinados principios de «moral negocial»
y con ello la necesaria concurrencia de normas éticas y normas jurídicas
en la regulación del tráfico financiero. Basta una ojeada al Derecho
comparado europeo para advertir que, junto a ordenamientos como el francés
(ley de 3 de enero de 1983) -o en tiempos más recientes el inglés (Company
Securities (Insider Dealing) Act de 1985 y Financial Services Act de
1986)-, en los que se cuenta ya con una normativa juridificada, al haber
asumido el Estado la función represora de la actuación de los iniciados,
existen países como Alemania en que la persecución de los abusos de
información privilegiada viene confiada por los poderes públicos a entes y
reglas autonormativas, a las que se someten voluntariamente las empresas
que cotizan en Bolsa (Insiderrecht 1970, modificado -29- en 1976 y
1988), por entender que las conductas de los iniciados sólo perjudican a
las sociedades y a los propios operadores en el mercado. La Comisión de
las Comunidades Europeas ha optado, por el contrario, por promover en
todos los Estados miembros normas de carácter obligatorio y de origen
legal.
Cualquiera que sea la valoración de estos procesos legislativos, no parece
posible admitir, a estas alturas, que la valoración del insider trading
esté sujeta a consideraciones de orden ético. Si se examina con alguna
atención, el actual debate en torno a la represión del abuso de
información privilegiada -tratar de evitar los graves daños sociales que
produce, en términos de aumentos de costos y distorsiones en el sistema de
los incentivos, aun a riesgo de asumir otros costos más graves derivados
del procedimiento de represión- pone en juego prioridades políticas,
jurídicas o económicas que nada tienen que ver con los principios y
valores de la llamada «ética negocial». Al establecer la exigencia de
transparencia en las transacciones mobiliarias, tanto las legislaciones
nacionales como los modelos de autorregulación acogidos en los Códigos de
conducta se proponen preservar y facilitar las funciones encomendadas a
los mercados financieros, en general, y a las Bolsas en particular. La
eficiencia de estos últimos presupone ciertamente la honestidad y lealtad
de los operadores; tales comportamientos éticos tienen en la práctica, sin
embargo, una dimensión esencialmente instrumental con vistas a una
correcta asignación de los recursos.
VI. Observaciones finales
De la disciplina y función normativa sobre represión del abuso de
información privilegiada se induce claramente un principio, cuya
justiciabilidad se ampara en su carácter netamente jurídico. Una correcta
comprensión del actual debate sobre la «ética de los negocios» obliga a
adoptar una perspectiva estrictamente jurídica, en consonancia con la
autonomía de las esferas del Derecho y de la Moral. Entendida como
desaprobación socialmente organizada, ésta última podrá hacerse valer,
bien por la vía de las reformas legislativas, incorporando al ordenamiento
positivo nuevos parámetros de valoración establecidos en la sociedad
civil, bien a través de las delegaciones o reenvíos que el propio
legislador hace a la moral pública, a la buena fe, a las buenas costumbres
y a otras cláusulas generales o especiales, cuya exégesis y aplicación es
competencia exclusiva de los Tribunales de Justicia.
Para despejar cualquier equívoco, creo conveniente destacar, pese a su
obviedad, el importante papel que la Ética está llamada a desempeñar tanto
en el plano subjetivo individual como en el desarrollo y consolidación de
las instituciones sociales. Esta decisiva función no autoriza sin embargo
a los empresarios a dotarse de una ética propia para sus negocios ni a los
políticos a abordar, a su manera, la cuestión moral.
-30Con esto pongo fin a mi disertación. La moralización de la vida pública
pasa -como ya se ha dicho- por la exigencia, absolutamente irrenunciable,
de la realización del Derecho. Fuera de ella es evidente que los dictados
de la Ley corren el grave peligro de quedar reducidos a lettre morte, a
palabras hueras. No es el momento de dar cuenta ahora de la agonía de la
herencia positivista y de la emergencia simultánea de una nueva cultura
jurídica. Bastará aquí, para cerrar esta breve intervención, traer a
colofón el refrescante legado de IHERING, recogido en su ensayo «Theorie
der juristischen Technik», y pensar que el Derecho está llamado a gobernar
más allá de su propia apariencia, más allá de lo que consta en los papeles
desnudos de la ley. La realización es pues la vida y la verdad del
Derecho. «Das Recht ist dazu da, dass sich verwirkliche». Fuera de este
pensamiento, de la lucha por el Derecho, no hay lugar ni para una
verdadera moral ni para una auténtica justicia.
Septiembre 1993.
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