3/24/2016 No Me Token: o, cómo asegurarnos de nunca perder el

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No Me Token: o, cómo asegurarnos de nunca perder el * por completo - Guggenheim Blogs
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January 8, 2014
No Me Token: o, cómo asegurarnos de nunca
perder el * por completo
INGLÉS | ESPAÑOL
BY JOSÉ LUIS FALCONI
Resumen
“¿Qué es exactamente
‘Latinoamérica,’ al fin y al cabo?”
En un amplio y detallado análisis
crítico de las formas en que el
arte y la cultura latinoamericana
se han desarrollado y han sido
recibidas en relación con sus
homólogos internacionales, José
Autor Darío Escobar, Escultura
Transparente 3, 2012. Madera, acero,
plástico, y caucho, dimensiones
variables. Vista de la instalación:
California­Pacific Triennial 2013,
Orange County Museum of Art, 2013.
Foto: Chris Bliss
Falconi demuestra que la
respuesta a esta pregunta
aparentemente simple es todo
lo contrario. Examinando
algunas de las vías por las que la
práctica del arte latinoamericano
ha logrado “progresos”
fundamentales y comerciales en
los siglos XX y XXI, No Me
Token: o, cómo asegurarnos de
1
nunca perder el * por completo
propone una alternativa a la
“monolítica” narrativa histórico-
De izquierda a derecha: Santiago
Montoya, Horizon (I), 2012, 159.5 x
161.5 x 10cm; Horizon (II), 2012,
160.5 x 165.5 x 10cm; Horizon (III),
2012, 160 x 163.5 x 10cm. Todas las
obras en papel moneda sobre acero
inoxidable. Vista de la instalación: The
Great Swindle, Halcyon Gallery,
Londres, 2012. Foto: Alfie Hunter
Images
artística de occidente. Trazando
en su lugar una “cartografía de la
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contemporaneidad,” su estudio
revela cómo la transformación
económica de Latinoamérica en
años recientes ha vinculado sus
naciones constituyentes tanto a
los mercados como a las
formaciones culturales
occidentales al mismo tiempo
que conservan su diferenciación
Elena Damiani, Palimpsests II series,
2010. Foto collages, cada uno de 52 x
35 cm, enmarcado. Vista de la
Instalación: Vanishing Point / Vantage
Point, Dohyang Lee Galerie, París,
2011. Foto: Aurélien Mole
de estos. El efecto de la
globalización ha sido,
argumenta, simultáneamente
homogenizante y enfático de la
diferencia; el reto ahora es
establecer donde reside esa
diferencia.
En su contextualización del arte
latinoamericano y sus varias
trayectorias, es primordial para
Falconi la diversidad de
Latinoamérica como región que
algunas veces se pasa por alto.
La cuestión de la identidad
regional puede, argumenta,
“volverse más preeminente y
presente” antes de que su
relevancia se desvanezca a
medida que el mundo se
“aplana” completamente.
También señala que la
concepción original del
latinoamericanismo fue en cierta
medida producto de la
idealización intelectual europea
a mediados de siglo XIX, y que
nunca fue completamente
asimilada por la cultura popular
de aquellos lugares que
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pretendía caracterizar. También
describe la auto-imagen de
Latinoamérica como un
concepto que a menudo se ha
definido en términos negativos,
debido al sentimiento antinorteamericano y a los
conflictos civiles. Concerniente
a la historia del florecimiento
visual y literario de
Latinoamérica con sus más
extensos cambios políticos y
sociales, Falconi traza un retrato
rico y fascinante de una región
donde las nociones simplistas de
influencia lineal y autenticidad
local continuamente son
problematizadas por un
contexto internacional de
múltiples capas.
Llámeme perdedor, pero no hace mucho me encontré solo pasando el día de San Valentín
en un respetable museo de la ciudad de Nueva York. Sin ninguna cita a la vista e incapaz
de resistirme a la fascinación del arte, decidí intercambiar mis fracasos sociales por un
paseo alrededor de mis objetos favoritos. Imaginaba algo monótono pero estaba a punto
de llevarme una gran sorpresa. De hecho, si no hay nada mejor para enmascarar los
fracasos amorosos que una inmersión en la alta cultura, (ya que tiene el potencial para el
autodescubrimiento a través de la identificación reprimida—una opción especialmente
entrañable para sujetos de la periferia como yo) ésta experiencia situó el umbral
bastante alto.
No salí decepcionado. Inmediatamente después de haber entrado en las sagradas
galerías del museo, fui sorprendido por la significativa prevalencia de las obras
producidas por artistas latinoamericanos. Además de los objetos exhibidos en las galerías
de la colección permanente, el MoMA estaba, ese día en particular, inundado de arte
latinoamericano: la retrospectiva por sus 20 años de trayectoria del mexicano Gabriel
Orozco se encontraba en el quinto piso (diciembre 2009­marzo 2010), la instalación
Navegenda del brasilero Ernesto Neto ocupaba un lugar prominente en el tercer piso
(enero­abril 2010), y un ubicuo proyecto site­specific realizado por el artista argentino
Nicolás Guagnini y colaboradores titulado 9 Screens (febrero­agosto 2010) que
empezaba en la ventanilla de los boletos, antes de expandirse por todo el museo. Los
cinco pisos del museo habían sido acaparados por artistas de toda Latinoamérica.
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Como alguien de una región que siempre se ha sentido excluida o poco representada en
el relato histórico canónico de Occidente (no sólo en el arte sino en la vida cultural en
general), ver tantas obras de latinoamericanos tan prominentemente exhibidas se sintió
como justicia poética, un sueño hecho realidad. Al crecer estudiando el canon occidental
desde los márgenes—tenía muy poco que ver con nosotros, los latinoamericanos
mencionados solo superficialmente—el encontrar la producción cultural propia de repente
situada en el centro del escenario fue placenteramente desconcertante.
No obstante, pese a toda su fanfarria, mi recién adquirido orgullo pronto se disolvió en
dudas. La verdad es que no estaba seguro de qué era exactamente lo que estaba
presenciando. ¿Era esta una culminación del “progreso histórico” del arte latinoamericano
o una mera evidencia de una pasajera moda curatorial? Si era lo primero, ¿por qué la
desazón seguía presente? Más importante aún, ¿por qué la inclusión de estos artistas
llegó a ser un paso histórico de avance para nuestra “tradición”? ¿Qué estaba en juego
con dicha “inclusión” y por qué los latinoamericanos deberíamos sentirnos felices con
ella?
Lo que sigue a continuación es en gran medida un esfuerzo para desenmarañar las
posibles razones por las que dicha inclusión podría sentirse, para algunos de nosotros,
sobredeterminada y vacía—una victoria pírrica (aunque podría parecer paradójico, se
sintió al mismo tiempo justificada y errada). Las razones para esta paradoja son de dos
órdenes diferentes: el primero tiene que ver con los términos mismos de la presunta
inclusión— ¿cuál ha sido el precio de la inclusión? El segundo se refiere a la cuestión de
qué exactamente es ser “incluido”— ¿qué es exactamente “Latinoamérica”, al fin y al
cabo?
Este primer orden de intranquilidad suscita preguntas acerca de las razones detrás de los
esfuerzos para incluir el arte latinoamericano en la narrativa del modernismo occidental y
sus consecuencias; el segundo, da lugar a dudas sobre la pertinencia de términos tales
como arte latinoamericano o incluso Latinoamérica en general. Si existe tal cosa como
Latinoamérica, y si es pertinente usar dicho concepto (incluso metodológicamente),
entonces ¿por qué parece que casi nadie se siente representado por él? Para decirlo sin
tapujos, ¿por qué debería un peruano como yo sentirse incluido en la narrativa artística
occidental por la representación de argentinos, un mexicano y un brasilero en este
museo? Si ellos no son mis compatriotas, y Latinoamérica como concepto es inadecuado
y poco fiable, ¿cómo podría yo estar representado por sus obras?
Antes de intentar articular dichas preguntas, podría ser útil considerar cuatro factores
importantes que históricamente formaron parte del proceso de intentar ubicar el “lugar”
de Latinoamérica en el escenario mundial, como se ve desde los Estados Unidos. El
primero de ellos es la cruda y repentina toma de conciencia de que el mundo se ha
convertido en un lugar interconectado e interdependiente (globalización). El segundo, es
el surgimiento aparente de un régimen temporal para la producción cultural, que ha
prometido la inclusión más allá de los confines modernistas tradicionales
(contemporaneidad). El tercero y cuarto son las cristalizaciones de dos procesos
históricos diferentes que aparecen (a menudo confusamente) mezclados en los EEUU,
pero que deberían ser entendidos separadamente: el surgimiento de ciertos países en
Latinoamérica (Brasil y México, principalmente, que se han convertido en la séptima y
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decimocuarta economía más grande del mundo) como actores importantes en el
escenario mundial, y el surgimiento de la población Latina2 dentro de los EEUU como la
minoría más grande del país (en el 2001, por primera vez , desplazó la población
afroamericana del primer lugar).3
En gran medida, no es posible comprender la transformación radical implícita en la forma
en que el arte latinoamericano ha visto tanto el cambio de su autoimagen como de su
posición internacional sin considerar también la manera en que los factores
anteriormente mencionados han adquirido relevancia capital. Considere, por ejemplo, la
manera en que el surgimiento de la contemporaneidad—el nuevo paradigma temporal de
esta época y uno de los más sobresalientes subproductos del llamado mundo globalizado
—supuso una oportunidad para superar el eterno retraso de nuestra modernidad y para
marchar culturalmente al paso de los grandes centros metropolitanos.4 Aunque es difícil
precisar lo que significa ser “contemporáneo” (¿es un estilo?, ¿una etapa kármica?, ¿un
tono?, ¿un conjunto de fechas?), lo importante es comprender su negación implícita del
ámbito precedente (el moderno).
Para los latinoamericanos, quienes por décadas han intentado finalmente volverse
“modernos”, el surgimiento de un nuevo paradigma temporal fue especialmente
liberador. De hecho, la contemporaneidad fue la materialización de lo que sólo unas
décadas antes había prometido el advenimiento y surgimiento del posmodernismo.5 La
supresión de los límites entre áreas periféricas y centros metropolitanos estableció el
potencial de la producción cultural de la región para equiparar aquella de los centros del
discurso tradicional en Europa y los EEUU. De hecho, precisamente porque implicó dejar
atrás un paradigma modernista, que los latinoamericanos siempre sintieron impropio,
inadecuado y tardío, se han visto impacientes por acogerlo como “prueba” legitimadora
de su estatus cultural a nivel global.
Claro está que este cambio en el ámbito cultural se correlaciona directamente con los
cambios económicos globales de los últimos treinta años. Ciertamente, se podría
argumentar que la contemporaneidad es, en gran medida, un resultado de la forma en
que la noción misma del presente se ha expandido geográficamente, para incluir casi
todo el globo terráqueo, y temporalmente gracias al capitalismo tardío. (Regresaremos a
esta discusión).
Si bien es difícil para cualquier persona de los países en vías de desarrollo, y
especialmente si es de Latinoamérica, aceptar que nuestro sistema económico
repentinamente se ha vuelto global (el hecho de que ahora esto sea notorio, no significa
que un sistema económico mundial no haya sido instalado poco después de que los
europeos pisaran las Américas) y que la transformación en importantes mercados de
consumo de las sociedades cuyas economías estaban sustentadas previamente en la
producción de materias primas (China, India, Brasil y México, por ejemplo) ha modificado
el mapa económico y geográfico.6
Los lugares que se veían hace treinta años como simples enclaves extractivos del
capitalismo, cargados de recursos que escasean en las economías del Atlántico Norte,
ahora son considerados como mercados extensos y boyantes, repletos de ansiosos
consumidores cada vez más acaudalados. Al cambiar su posición en el sistema, de ser
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eslabones en la cadena de suministro a consumidores mayores, ahora se sitúan entre las
principales economías del mundo y cuestionan la unidireccionalidad del intercambio
norte­sur.7
La erupción en el escenario mundial de nuevas economías súper poderosas no sólo ha
hecho más evidente la necesidad del sistema capitalista de identificar y explotar
continuamente nuevos mercados, sino que también ha clarificado la manera cómo la
transformación de lugares una vez olvidados ha provocado que la “cartografía de la
contemporaneidad” se expanda exponencialmente.8 En la medida en que estas naciones
latinoamericanas se vuelven parte del sistema económico como zonas de consumidores,
dejan de ser vistas como meros “lugares” (lo cual enfatiza naturaleza sobre cultura y
espacio sobre tiempo) y empiezan a ser identificadas en términos temporales como parte
del “mundo contemporáneo”.9 Quizás el signo más claro de tal descentramiento de la
latitud norte es la proliferación internacional de bienales. El hecho de que cualquier
ciudad de mediano tamaño ahora se sienta con derecho a entablar un diálogo sobre el
arte contemporáneo mediante la producción de una exhibición a gran escala, advierte la
existencia de una lingua franca compartida y una creencia común en la existencia de
nacientes condiciones de igualdad.
En, o quizás para Latinoamérica, este descentramiento del discurso cultural hegemónico
fue guiado por México y Brasil. Estas dos grandes economías se han convertido no solo
en legítimos miembros de la escena internacional, sino también en centros para la
producción y consumo de arte contemporáneo. En efecto, se podría argumentar que,
basados en el número de museos y galerías de talla mundial que alberga, Ciudad de
México representa el segundo o tercer centro de arte contemporáneo en las Américas
(después de Nueva York y Los Ángeles). Adicionalmente, no sólo Río de Janeiro y São
Paulo juntos se han convertido en los lugares más importantes para el arte
contemporáneo en Suramérica, sino que su región es ahora considerada como una de las
más importantes en el mundo.
Sin embargo, en la pasada década, a medida que un número significativo de pequeños
países ganaba jerarquía económica, sus élites a su vez, se apresuraron a vincular sus
escenas locales a la gran escena del arte contemporáneo.10 Por consiguiente, no solo
hemos visto una proliferación sin precedente en la construcción de museos de arte
contemporáneo (y la re­inauguración de instituciones existentes), sino también la
aparición de nuevas ferias de arte en cada capital de la región. También han surgido un
número de pequeñas bienales regionales, al punto de existir ahora un circuito regional
considerablemente sólido.11
Además de este descentramiento a escala global, el cual ha allanado el camino para el
ascenso de Latinoamérica (especialmente desde la perspectiva de los EEUU), también
necesitamos considerar el ascenso a la prominencia nacional de la comunidad Latina.
Está bien documentado que desde julio de 2001 los Latinos han sido la minoría
demográfica más grande de los EEUU; uno de cada seis norteamericanos es Latino. Esta
posición central emergente no sólo ha convertido a los “Latinos” (a pesar de su
extremada heterogeneidad económica, étnica, racial y de origen nacional) en el blanco
favorito de los políticos sino, que también ha incrementado la visibilidad de la herencia
cultural y artística Latina. Por esa razón, en los últimos años, ha habido un incremento
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exponencial en el número de exhibiciones y publicaciones que se centran en los Latinos,
revelando su importante contribución a la gran cultura norteamericana al mismo tiempo
que enfatizan sus vínculos con la cultura y las tradiciones latinoamericanas.12 De esa
manera, la cultura latinoamericana ha empezado–no obstante indirectamente, y algunas
veces enfocada en una agenda política identitaria demasiado limitada–a ser reconocida
como parte de la familia estadounidense promedio.
Pero si todos estos factores han mejorado el prestigio de la producción cultural
latinoamericana en todo el mundo–y especialmente en los EEUU–también la han
complicado al punto de enmarañar nuestra definición de arte latinoamericano. El
problema es que desde el momento en que las fuerzas de la globalización promueven
una sola lingua franca (aquella del arte posminimalista y arte posconceptual), los rasgos
esencialistas quedan sobrando para los requisitos internacionales. Como lo expresa el
crítico Gerardo Mosquera en el título de uno de sus ensayos, el arte de la región
necesitaba, en cierto punto, transformase a sí mismo de arte latinoamericano a arte
desde América Latina.13 Esto es, desafortunadamente, un callejón sin salida. Si
Latinoamérica ha migrado más o menos sin tropiezos a un estilo “contemporáneo”
desprovisto de esencialismos, ¿por qué de todas formas seguir insistiendo en una
categoría como la de arte latinoamericano? ¿Cómo podría diferenciarse dicha categoría, y
por qué habría de importarnos?
Afortunadamente para mí, esta pregunta parece completamente prematura por dos
razones importantes que también conciernen a la constitución misma de la región. En
primer lugar, mientras Latinoamérica es una de las regiones más homogéneas del
mundo, existen serias diferencias no solamente entre sus países y subregiones sino
también dentro de sus tradiciones nacionales.14 En segundo lugar, a pesar de la
velocidad con la que el mundo se está “aplanando”, parece que mientras las posturas
nacionales a menudo se disuelven en el aire, las posturas regionales (paneuropeas,
panasiáticas) se han fortalecido—un contexto en el que Latinoamérica como concepto
articulador e identitario adquiere un estatus mejorado.15 En ese sentido, antes de que se
vuelva irrelevante, la cuestión de la identidad regional podría volverse más preeminente
y presente.
Es importante recordar cómo fue creado el concepto de Latinoamérica y cómo circuló
originalmente a través de los circuitos intelectuales en Europa o, más precisamente, en
París. En otras palabras, emergió, como la mayoría de los conceptos nacionalistas lo han
hecho, de la nostalgia, al mismo tiempo que fue un producto de la idealización por parte
de algunos personajes de la élite. Si aún hoy en día el concepto no ha movilizado las
masas, y ha fracasado en la constitución de un sentimiento vinculante, es porque no ha
llegado a mayores audiencias y es visto aún, en algunos casos, como un constructo
puramente mental. Ciertamente, como el filósofo uruguayo Arturo Ardao señala en un
destacado ensayo acerca de la identidad latinoamericana, el concepto estaba
inexorablemente vinculado a las aspiraciones de dominación mundial del Imperio Francés
del siglo XIX. Fue de hecho articulado por primera vez por Michel Chevalier, un francés
quien alarmado por el crecimiento exponencial de los EEUU en el continente americano
(su compra del Estado de Louisiana a los franceses en 1803) trató de designar el espacio
de influencia legítimo de Francia (en oposición a su contraparte anglosajona) resaltando
la afinidad cultural entre la América no anglosajona y los franceses en su “latin­idad”.
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Esto llevó, por supuesto, a la invasión de México por parte de Francia a principios de la
década de 1860.16 El historiador Thomas Holloway nos recuerda:
Históricamente, el primer uso
del término Latinoamérica se
remonta hacia los años de
1850. No se originó dentro de
la región, sino desde el
exterior, como parte de un
movimiento llamado
“panlatinismo” que emergió
en los círculos intelectuales
franceses, y más
particularmente en los
escritos de Michel Chevalier
(1806­79). Un
contemporáneo de Alexis de
Tocqueville quien viajó a
México y los Estados Unidos
durante los últimos años de la
década de 1830, Chevalier
contrastó las personas
“latinas” de las Américas con
las personas “anglosajonas”
(Phelan 1968; Ardao 1980,
1993). Desde aquellos
comienzos, cuando Napoleón
III subió al poder en 1852, el
panlatinismo se había
desarrollado como un
proyecto cultural
extendiéndose hasta aquellas
naciones cuyas culturas
supuestamente se derivaron
de las comunidades de
lenguas neo­latinas
(comúnmente llamadas
lenguas romances en inglés).
Empezando como un término
para designar los grupos
históricamente derivados de
la cultura del “Latín”,
L’Amerique Latine se convirtió
entonces en un lugar en el
mapa. Napoleón III estaba
particularmente interesado en
usar el concepto para ayudar
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a justificar su intrusión en las
políticas mexicanas que
llevaron a la imposición del
Archiduque Maximiliano como
Emperador de México, 1864—
67.17
En otras palabras, la razón por la que Latinoamérica o el latinoamericanismo no
funcionan aún como categorías vinculantes podría deberse probablemente al hecho de
que aún operan más como categorías metodológicas que como un sentimiento popular.
Claro está, esto no significa que el concepto de Latinoamérica esté completamente vacío.
De hecho, sí describe un sentimiento de pertenencia—aunque uno débil—porque
generalmente ha sido definido en términos negativos: los latinoamericanos no son
personas del primer mundo, tienen una relación de amor y odio con los EEUU y Europa, y
más importante aún, han caído víctimas del imperialismo extranjero.
Por lo tanto no es de sorprender que el sentimiento latinoamericano ha sido más fuerte
durante los momentos en que el sentimiento anti­imperialista ha sido también más
fuerte, como fue el caso entre 1959 (empezando con la victoria de la revolución cubana)
y finales de la década de 1980. Así, un importante componente de ser latinoamericano es
ser anti­imperialista (o, para ser preciso, anti­norteamericano). Incluso ahora, debido a
la desdichada historia de invasiones por parte de los EEUU (más de cuarenta, que van
desde invasiones militares en el siglo XIX hasta el apoyo directo de los golpes de estado
de derecha durante la Guerra Fría), el llamado a la unidad latinoamericana es usualmente
articulado en contra de las intromisiones norteamericanas percibidas dentro de las
políticas nacionales.18
¿Pero es sólo el anti­norteamericanismo lo que nos une como latinoamericanos?
Ciertamente no, aunque muy poco ha sido ampliamente aceptado como explicación de la
homogeneidad de la región. La primera definición propuesta por el intelectual parisino
antes mencionado ha probado ser sólo nominalmente verdad: muchos latinoamericanos
sí reconocieron esa ciudad como la capital de la cultura hasta finales de la década de
1960, pero la relación oblicua entre el grupo central de naciones con las antiguas colonias
francesas en el continente (la provincia de Quebec en Canadá y Haití) reveló que no
importa que tan fuertes sean los lazos con Francia, la arquitectura cultural dominante del
bloque regional seguiría siendo ibérica.19 Si hay algo definitivo acerca de la percibida
homogeneidad de la región, es el hecho de que todos los países en Latinoamérica han
exhibido tres similitudes básicas durante casi dos siglos: una sola religión (el catolicismo,
aunque esto puede estar cambiando rápidamente en las últimas décadas), el mismo
modelo de sistema legal (derivado del Código Napoleónico), y el mismo tipo de sistema
político (con pequeñas diferencias, todas son repúblicas democráticas).
Si estas similitudes constituyen una explicación suficiente o no, junto con una historia de
agresión y dependencia de Europa y los EEUU, sigue siendo una pregunta abierta. Pero
mientras estos factores son prácticamente indiscutibles, la suma de otros ha demostrado
ser imposible, pues la región ostenta diversos patrones económicos, raciales, lingüísticos
y migratorios. Incluso en términos culturales, la pertinencia del etos fundacional barroco
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—el más relevante de los esquemas culturales que se ha extendido por todo el continente
con la conquista por parte de portugueses y españoles, y el que, podría decirse, dio
forma a las sensibilidades latinoamericanas, incluyendo la educación sentimental de sus
ciudadanías por generaciones—es refutado como un verdadero factor unificador.20 Quizás
el único factor nuevo que podría considerarse como una fuerza sólida unificadora en el
futuro cercano es la transformación de Miami en la capital no oficial de Latinoamérica, la
cual ha desarrollado un tipo distintivo de cultura pan­Latina durante los últimos treinta
años.21
Junto con la génesis del término como una justificación de los diseños imperialistas
franceses en la región, esta incapacidad para articular un caso convincente sobre la
homogeneidad de la zona debería disuadirnos de concebirla como un todo con demasiada
facilidad; Latinoamérica debería ser entendida, antes que nada, como una categoría
metodológica que nos ayuda a organizar información pero no debería ser tomada de
manera literal. Una mirada más detalla de las disparidades de la región puede ser útil
para el entendimiento de cómo y por qué la globalización es favorable para algunos de
sus países o localidades y perjudicial para otros.
Obviamente, el desarrollo económico desigual ha sido responsable de las disparidades
más significativas dentro de la región. Por consiguiente, es importante entender que con
excepción de los países de la cuenca del Río de la Plata, Uruguay y Argentina—que
experimentaron un desarrollo económico sorprendente a principios del siglo XX—la mayor
parte de Latinoamérica no ha sido capaz de igualar económicamente a los países
occidentales desde su independencia de España a comienzos del siglo XIX. Las arcaicas
instituciones económicas y sociales heredadas de tiempos coloniales—sistemas cuasi­
feudales basados en producción agrícola y extracción de recursos naturales, que fueron
impuestos durante siglos por los españoles—no podían competir con la productividad del
ya industrializado Atlántico Norte. Además, la convulsión política—golpes de estado y
guerras civiles entre diferentes caudillos militares—vivida por la mayoría de los países
latinoamericanos durante el siglo XIX los apartó aún más de los centros del mundo
occidental. Si alrededor de 1820 algunos de los países latinoamericanos tenían
estándares de vida comparables a los que se llevaban en algunas partes de
Norteamérica, para el momento del centenario de su independencia, los EEUU había
tomado la delantera de manera significativa mientras que los países latinoamericanos
todavía estaban sumidos en el caos.22 Incluso ahora, después de dos décadas de
crecimiento sin precedente, y con la democracia instaurada en toda la región, el único
país con posibilidades de entrar al exclusivo club del mundo desarrollado es Chile.23
No obstante, el hecho de que ningún país latinoamericano haya alcanzado aún esta
paridad económica no significa que sean equivalentes unos con otros, y las diferencias
entre ellos son indicadores del estatus de un país en particular en términos
internacionales. En efecto, es posible identificar un grupo primario de países que, debido
a su proximidad e importancia para los mercados del Atlántico Norte, se convirtieron en
líderes económicos en la región y empezaron a ganar reconocimiento en la arena
internacional. En Suramérica, Argentina y Uruguay, debido a su histórica asociación con
el Imperio Británico en los albores de sus independencias y a los términos de sus
tempranas políticas de inmigración, se vincularon a lo que se puede considerar “un
Mediterráneo extendido”. México, por colindar con las fronteras de los EEUU y haber
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sufrido la invasión del Segundo Imperio Francés, se convirtió en parte fundamental de la
mitología de la expansión de Norteamérica hacia el Oeste. De igual manera, la tardía
independencia de Cuba del Imperio Español en 1898, y su cercanía al territorio
norteamericano, la ha convertido en un componente clave dentro de la narrativa de la
prominencia norteamericana en la región. Desde su guerra de independencia hasta su
revolución en 1959, la fallida invasión de Bahía Cochinos en 1961, y el subsiguiente
embargo económico, la historia de Cuba está inextricablemente entretejida con la de los
EEUU.
Así, ya sea por una fuerte conexión con Europa o por la proximidad e importancia
histórica para los EEUU, estos países instituyeron un perfil internacional del cual careció
el resto del continente. Ellos fueron reconocidos como participantes en una escena
internacional y obviamente, este nivel de exposición fue equivalente a su posición
económica. Hasta su independencia, Cuba era la joya de la corona financiera del
quebrantado Imperio Español. México se benefició enormemente del cierre de los puertos
al sur de los EEUU y experimentó un crecimiento exponencial como resultado de la
modernización bajo el régimen de Porfirio Díaz (o “Porfiriato”) de 1876—1911. Y a
comienzos del siglo, Argentina se había convertido en uno de los países más ricos del
mundo.24
Efectivamente, fue este selecto grupo de países que inicialmente le dio forma a
Latinoamérica como una categoría cultural distintiva. El hecho de que el paradigma
esencialista que había estado en vigor durante tanto tiempo fuese en realidad una mezcla
de la doctrina del “arielismo” del Río de la Plata propuesta por José Enrique Rodó en la
década de 1900 y el análisis del realismo mágico cubano sobre la interpretación cultural
propuesta por Alejandro Carpentier en la década de 1940, y que ostentó presencia
pictórica a través del muralismo mexicano originalmente promovido por el estado en los
años pos­revolucionarios de las décadas de 1920 y 1930,25 está lejos de ser una
coincidencia. Estos países jugaron roles tan prominentes en la conformación de la noción
de Latinoamérica en términos culturales debido a que su influencia económica se tradujo
en fuerza simbólica: la primera “idea” o “imagen cultural” de Latinoamérica se basó en
los rasgos de estas pocas naciones económicamente prominentes.
Desde luego, la combinación del arielismo—que propuso definir la cultura latinoamericana
en oposición a la variedad materialista norteamericana, de este modo asegurándose de
que la región permaneciera “pura”, “mística” y anclada en las tradiciones propias de sus
legados del latín y griego antiguos—y la fórmula de Carpentier para encontrarle a los
latinoamericanos un lugar legítimo en la gran matriz occidental—posicionándolos como
algo que “naturalmente” los europeos apenas si podían soñar ser—fue poderosa sin duda.
Cuando Carpentier invirtió la relación percibida entre los civilizados europeos y los
bárbaros latinoamericanos, transformando la posición subalterna del sujeto
latinoamericano en una de comparativa ventaja, situó eficazmente a los latinoamericanos
no sólo en un plano diferente al de los europeos, sino un paso delante de ellos. Esto los
hizo inherentemente “mejores”. Es decir, si a los europeos les tomó siglos soñar con el
surrealismo, los latinoamericanos (especialmente los artistas latinoamericanos) eran
naturalmente de vanguardia porque ellos eran ontológicamente surrealistas.26
Estas teorías fueron ampliamente exitosas en la demarcación de una identidad regional
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que, hasta este momento, había sido casi inexistente. Poco a poco, los productores
culturales del subcontinente empezaron a aceptar que la mejor forma de reclamar
independencia cultural de Europa era enfatizar su inmersión en el reino del realismo
mágico. Añádase a esto el explícito aire anti­imperialista encarnado en la retórica visual
de los muralistas, y se obtiene a una combinación teórica atractiva que fue al mismo
tiempo internamente coherente e internacionalmente distinta.
Sin embargo, aunque este discurso era coherente, también era irritantemente limitante y
predecible, retratando a Latinoamérica como emplazada en los límites de Occidente, y
como si voluntariamente se hubiera prestado para jugar el rol de su espejo
distorsionador. Si Occidente era racional, Latinoamérica era naturalmente irracional; si
Occidente era industrializado y materialista, Latinoamérica era naturalmente agraria y
mística. Así, en la reducción binaria entre el Occidente moderno y su incivilizada periferia,
Latinoamérica sirvió (orgullosamente) como el espacio fronterizo último, como el locus de
los sueños de Occidente (ambos grandiosos y desastrosos), el lugar donde las ilusiones
más inverosímiles fueron naturalizadas y las metáforas más disparatadas se hicieron
tangibles.
Este no es el lugar para una detalla reconstrucción de cómo esta autoconfiguración llegó
a ser la versión hegemónica de “Latinoamérica”, es decir, la manera en que el continente
se entendió culturalmente a sí mismo por más de cincuenta años. Lo importante es
entender que, en su núcleo, el realismo mágico que para finales de la década de 1990 se
sintió restrictivo en su militancia modernista e injusto en su provincialismo, fue en algún
punto la manera más efectiva de vincular a Latinoamérica con el canon occidental, sin
reducirlo a una mera derivación de las naciones anglo­americanas y europeas
dominantes cultural, política y económicamente. Las fórmulas de Rodó y Carpentier
fueron eficaces porque consiguieron transformar el rezago y el atraso de la región en un
activo favorable, ofreciendo la primera declaración de independencia válida del molde
europeo y proponiendo un posicionamiento específico para la región. Debido a que los
latinoamericanos no podían probar que eran parte de los orígenes de dicha tradición,
fueron insertados en el espacio de los sueños y deseos de los occidentales. Por
consiguiente, culturalmente hablando, Latinoamérica fue situada por fuera de la
civilización. Era un barrio miseria, un lugar para enloquecer y abrazar lo irracional.
Entonces, si para mediados de la década de 1990 la fórmula del realismo mágico se sintió
demasiado modernista, y por lo tanto pasada de moda, fue porque lo era. Si sólo
privilegió una clase de arte sobre otro, fue porque solamente resaltó una característica
particular de la realidad latinoamericana—específicamente, su diferencia fundamental con
respecto a Europa y los EEUU. En consecuencia, cualquier manifestación cultural
latinoamericana que intentó verse a sí misma como una continuación de la tradición
europea, en vez de exhibir su diferencia abiertamente, fue marginada; situación
especialmente difícil para un número de grupos, movimientos y artistas quienes, en los
grandes enclaves urbanos del Atlántico sur (São Paulo, Buenos Aires, and Caracas),
estaban desarrollando vanguardias desde la década de 1950 en adelante. Los
conceptualistas, minimalistas, cinéticos, artistas ópticos e incluso constructivistas y
abstraccionistas latinoamericanos, la mayoría de los cuales estaban desarrollando una
marca exclusiva de cada una de estas tradiciones (y por lo tanto redefiniendo el legado
del modernismo tardío), fueron aceptados sólo marginalmente y siempre vistos con la
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sospecha de no ser (o hacer) verdadero arte latinoamericano—de hipotecar sus almas a
cambio de un dudoso “cosmopolitanismo” no local.27
Es difícil caracterizar en detalle la manera en que el “paradigma de la diferencia” fue
inscrito en el terreno visual; el crítico mexicano Cuauhtémoc Medina, por ejemplo, usa la
acertada fórmula anafórica “genealogía surrealista­fantástica­muralista­revolucionaria”.
Pero la matriz en la que el arte latinoamericano quedó atrapado acentuó sus cualidades
no modernas y no occidentales como rasgos esenciales de identificación.28 Dicho arte fue
promovido precisamente porque era (presuntamente) la verdadera expresión de nuestra
identidad (presuntamente) única y fantástica.
No hace falta decir que, con la llegada de los frescos vientos de la contemporaneidad a
mediados de la década de 1990, el paradigma de los suaves tonos pastel y las
connotaciones telúricas se encontraba finalmente agotado y había sido reemplazado por
su exacto opuesto. Desde finales de esa década, la nueva hegemonía autoconstruida del
arte latinoamericano ha sido—en consonancia con la agenda global—impulsado por la
matriz posminimalista neoconceptual, la cual se encuentra enraizada en dos tradiciones.
La primera de ellas, brota de la narrativa del abstraccionismo geométrico que ha florecido
en Suramérica desde comienzos de la década de 1940, una tradición que es ahora
reconocida como una legítima contribución al movimiento modernista. La segunda, está
arraigada en la tradición del arte comprometido políticamente que, debido a su diseño,
ejecución o a su naturaleza materialmente efímera (a menudo es en sí misma un
resultado de las difíciles condiciones físicas en las que muchas de dichas obras fueron
creadas), ahora ha sido reformulada como arte conceptual.29 Con un pie bien plantado en
la historia del modernismo occidental por medio del abstraccionismo geométrico y el otro
pie puesto en las neovanguardias de finales de los sesentas por medio del llamado arte
conceptual, el nuevo paradigma ha adquirido, poco a poco, legitimidad histórica y ha
servido como tarjeta de presentación y anclaje histórico para nuestro propio clamor de
contemporaneidad.30
Lo interesante es que este nuevo paradigma ha sido liderado por un segundo grupo de
países que desarrollaron fuertes proyectos nacionales surgidos en los años 20. Entre
estos se encuentran como líderes Brasil y Venezuela, que para la década de 1950 no sólo
habían desarrollado poderosos estados centralizados, sino que también habían tenido un
enorme crecimiento económico. Impulsado por el descubrimiento de grandes depósitos
de petróleo en el Lago Maracaibo en la década de 1910, Venezuela se desarrolló y para
inicios de los años 70, se había convertido en una de las sociedades más prósperas de la
región.31 Lo mismo puede decirse de Brasil, empezando con la llegada al poder de
Getulio Vargas en 1930 y el establecimiento del “Estado Novo”, el cual tenía como
propósito desmantelar la República Vieja y sus rancias élites. Este proceso ayudó a
desencadenar un desarrollo económico fuerte que, para finales de los años 50 (cuando
Brasilia fue concebida y planeada), impulsó una serie de transformaciones socioculturales
nacionales radicales que inexorablemente condenaron al país a la “modernidad” (citando
la provocadora formulación de Mario Pedrosa).32
Lo que es particularmente relevante acerca de los casos de Brasil y Venezuela es que
ambos proyectos de modernización—probablemente los más exitosos en Latinoamérica a
mediados del siglo veinte—estuvieron acompañados de fuertes vientos de cambio cultural
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que moldearon una manera distintiva de ser “moderno”. Debido a las relativamente
débiles relaciones con sus culturas indígenas (en comparación con, Guatemala, Perú o
México), y sus fuertes conexiones con Europa (desde sus mercados hasta la particular
evolución histórica de sus políticas de inmigración desde finales del siglo diecinueve), los
proyectos de modernización cultural de Brasil y Venezuela no necesitaron estar anclados
en mitos locales sino que pudieron vincularse directamente con los linajes de las
vanguardias más radicales de Europa.
En Brasil, en medio de la rápida transformación de São Paulo de un pequeño pueblo
provincial a una metrópoli de clase mundial, los poetas concretistas (conocidos desde
1952 como Noigandres, y liderados por Haroldo de Campos) dirigieron un esfuerzo para
“modernizar” la poesía brasilera traduciendo obras clave del canon occidental. Esto fue
equivalente a la reinvención de la tradición nacional, reconstituyendo formas culturales
aparentemente desde el inicio y haciéndolas aparecer como originadas de un pasado
alterno que constituyó un precursor más coherente para el mundo moderno.33 En su
reconstrucción desde una tabula rasa, los concretistas se enfocaron en dos momentos
fundamentales, la llegada del barroco durante el período colonial y el Manifiesto
Antropófago de Oswald de Andrade de 1928.34
La estratégica realineación de la tradición brasilera propuesta por los concretistas fue
guiada por una necesidad de exponer cómo la subjetividad subalterna era más adecuada
para continuar un proyecto forjado por las vanguardias históricas—es decir, para tender
el puente entre arte y vida. Si esos esfuerzos habían sido interrumpidos en Europa por la
Segunda Guerra Mundial, en las Américas encontraron una tierra fértil. Ya no había
interés en romper con la “tradición occidental” sino, en lugar de ello, había un deseo de
convencer realmente a los occidentales que debido a su irreducible y multifacética visión
foránea, los latinoamericanos eran naturalmente los más capacitados para continuar el
proyecto modernista. Esto, en cambio, los hizo fieles a su propio etos barroco. Como lo
expone de Campos, “Los escritores logocéntricos que se imaginaban usufructos,
privilegiados de una orgullosa koiné de mano única, prepárense para la tarea cada vez
más urgente de reconocer y re­devorar el talento diferencial de los nuevos bárbaros de la
politópica y polifónica civilización planetaria”.35 De esta manera, la inversión de lo
hegemónico y lo subalterno no sólo se cumplió sino que también se garantizó. Sin
embargo, en contraste con la formulación de Carpentier, la formulación hecha por de
Campos está organizada de acuerdo a los términos más centrales del modernismo
occidental: desde el momento en que ya estábamos operando como una “civilización
planetaria”, el sujeto “bárbaro” latinoamericano (mitad dentro/mitad fuera, capaz de
articular diferentes posiciones y tradiciones) tiene un punto de vista privilegiado, y se
vuelve esencial para la continuación de los proyectos de vanguardia. Sólo los caníbales
heredarán el (nuevo) mundo.36
Si se examinan las formulaciones articuladas por muchos otros teóricos y artistas
brasileros en términos de la resonancia del arte y la cultura brasilera en el mundo
occidental, todas ellas son estructuralmente muy similares a la formulación articulada por
de Campos y los concretistas. Es decir que, todos ellos postulan que su “inclusión” en el
gran discurso de la cultura occidental está basada en el hecho de que ellos estaban mejor
equipados para continuar el proyecto establecido por la vanguardia histórica. Diferentes
autores y artistas podrían diferir al identificar precursores específicos y motivaciones
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fundamentales, pero la estrategia para la inclusión (es decir, la creencia que la justifica)
sigue siendo la misma. Por ejemplo, si se evalúa la forma en que Lygia Clark, una de las
más notables exponentes de la escuela neoconcretista de Río de Janeiro, sitúa su
proyecto artístico (y la de los neoconcretistas en general) encontramos una forma de
posicionar la práctica artística que es consistente con la misión de las vanguardias
históricas. A pesar de que sus motivaciones y objetivos pueden diferir, su método de
inserción en el gran esquema de la historia del arte es muy similar al que plantea de
Campos. Clark postula a Mondrian como su precursor histórico: “La gran importancia de
Mondrian, para mí, fue que él ‘limpió’ los lienzos de ‘espacios representativos’ y de esto
surgió el cuestionamiento contemporáneo de este espacio. Nos queda buscar formas
vivas que escapen completamente del espacio representativo, que únicamente puedan
usarse en la medida que lo dicte la experiencia temporal de la obra”.37 En consecuencia,
ella ve su obra como la continuación de la senda de Mondrian. Como el crítico Guy Brett
ha señalado:
Clark tiene una idea clara del
contexto en el cual evolucionó
su obra. Ella sintió que su
expresión no fue local
“brasileña” sino, una
contribución hacia “el
desarrollo universal del arte”.
Al mismo tiempo, ella sostuvo
que su obra, después de las
esculturas geométricas de
1960, como mínimo, “sólo
pudo haber sido realizada por
alguien con las raíces que yo
tengo”. No fue pensada para
el medio del arte de las
galerías y museos sino que
fue dirigida, idealmente, hacia
“el sujeto en la calle”. ¿Cómo
estos elementos del contexto,
que podrían parecer
mutuamente contradictorios,
llegan a entrelazarse? La
pregunta ya da una pista para
la importancia de Clark.38
El comentario de Brett muestra los dos lados de la delicada ecuación necesaria para el
tipo de conclusión que Clark, al igual que de Campos antes de ella, intentaba articular.
Ambas figuras vieron su trabajo como una contribución al desarrollo del arte occidental, y
bastante alejados de cualquier color y estilo particularmente local, también se dieron
cuenta que tal contribución no hubiera sido posible sin sus raíces específicas. Una
contribución al arte “universal” (es decir, global) es posible sólo entonces gracias a la
particularidad de su ubicación (justo por fuera del centro del discurso). Esta posición de
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nativo/foráneo, exclusiva del sujeto periférico, era crucial. La victoria absoluta de
Mondrian solo puede ser descifrada por medio de una sensibilidad desarrollada en las
afueras de la modernidad.
Como hecho interesante, Mondrian también sirve como un anclaje histórico de los
escritos del gran arquitecto e ideólogo de la modernización del repertorio nacional de
Venezuela, Alejandro Otero. Si Otero ya es una figura destacada solamente por su propio
legado artístico, su importancia alcanza proporciones épicas cuando se toman en cuenta
sus escritos y su labor como intelectual público. Es uno de los pocos artistas de la región
que verdaderamente reconfiguró la tradición nacional alterando decisivamente sus
instituciones culturales, incluyendo museos, escuelas y publicaciones.
Aunque fuera la patria del gran “Libertador”, Simón Bolívar (1783—1830), al llegar el
siglo veinte, Venezuela no disfrutaba de una situación cultural prominente entre las
nuevas naciones Suramericanas. Caracas no ostentaba la desbordante efervescencia de
Buenos Aires, Montevideo y São Paulo, ni la grandeza colonial de Lima y Bogotá. Todo
eso cambió con el descubrimiento de las reservas de petróleo del Lago Maracaibo, que
proveyó una oportunidad para que la nación se impulsara a la vanguardia de la región.
Con el fin de hacer uso total de este beneficio potencial, Venezuela necesitaba una
modernización integral y Otero, a su regreso de París a mediados de los años 50, buscó
contribuir decisivamente para tal fin. Mientras vivía en París, Otero fue miembro del
ahora mítico grupo Los Disidentes que, tal como lo sugiere su nombre, se opuso al arte
figurativo retrógrado promovido por las instituciones culturales tradicionales en Caracas.
En su lugar, ellos propusieron un cambio hacia la abstracción geométrica.
Es en esta coyuntura en que la influencia de Mondrian reaparece en el discurso de Otero,
quien aludiendo a sus obras y escritos, fue capaz de declarar que a pesar de que el arte
abstracto rechazara “todo contacto imitativo con la realidad”, esto no significaba que
rompiera con el ámbito social y su mejoría.39 Tal como lo ha señalado recientemente la
crítica Kaira M. Cabañas: “es crucial en este contexto que el giro de Otero hacia la obra
de Mondrian permitió proclamar la relación del arte abstracto con la realidad social (al fin
y al cabo, Mondrian consideraba su obra realista y sus pinturas modelos para una
sociedad armónica), en lugar de atar la producción artística exclusivamente a la
subjetividad individual del artista, como en el trabajo de los pintores del informalismo
que estaban de moda en París”.40
En efecto, como era claro en sus escritos—y en su crucial colaboración con el arquitecto
Carlos Villanueva en la emblemática Ciudad Universitaria de Caracas—Los Disidentes
(Otero en particular) creían firmemente que el arte abstracto era en sí mismo un
fenómeno revolucionario capaz de dirigir las masas hacia el progreso, especialmente si se
vinculaba con la arquitectura modernista. Como señala Marguerite Mayhall:
Para Otero y los demás, la
abstracción era sinónimo de
una síntesis de las artes en la
que los artistas trabajaban
colectivamente para crear
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obras de arte que funcionaron
como agentes de cambio
social. No es de sorprender,
entonces, que cuando el
arquitecto Villanueva fue a
París en busca de artistas que
le ayudaran a alcanzar su
propia versión de esta síntesis
—la Ciudad Universitaria—se
le pidiera a artistas como
Otero y Manaure colaborar. La
confluencia de Los Disidentes,
Villanueva, y los impulsos
renovadores del régimen de
Pérez Jiménez produjo lo que
se considera el lugar
arquitectónico más
importante del siglo veinte en
Venezuela.41
Lo interesante aquí no es tanto la manera en que el arte abstracto se convirtió en el arte
nacional de Venezuela, sino la creencia en la que se basó este cambio. Esto revela, como
en el caso de Campos y Clark, una autoconfiguración conciente por parte de Otero como
un heredero de la promesa de la vanguardia histórica, una creencia en que la tarea de
tender el puente entre arte y vida podría ser mejor lograda en las Américas, y una
confianza en que el arte y los artistas latinoamericanos podrían ser a la vez “universales”
y estar enraizados en una postura marginal muy particular, solo posible para los
latinoamericanos.42
Cualquiera que ha estado involucrado con el arte latinoamericano durante la última
década no solamente reconocerá a Otero, Clark y a de Campos, sino también a Hélio
Oiticica y a la escultora venezolana Gego como miembros de un repertorio que ahora se
presenta como crucial para el desarrollo del arte latinoamericano. Si la vieja lista de
artistas que definió la estética de la región era en su mayoría cubana y mexicana, la
nueva es mayoritariamente venezolana y brasilera. No obstante, tal como el modelo
anterior estuvo anclado en los países del Río de La Plata mediante las enseñanzas de
José E. Rodó y las pinturas de Pedro Figari de finales de la década de 1800, este nuevo
modelo también está enraizado en el trabajo de una figura primordial del cono sur:
Joaquín Torres­García. Como fundador de la sobresaliente Escuela del Sur hacia 1934,
Torres­García desarrolló una versión única del constructivismo fundamentada en
desarrollar un “arte universal” por medio de la producción de un lenguaje americano
distintivos (en su caso basado en motivos precolombinos), que no emanó del norte sino
del sur.43 En la medida en que buscó desarrollar una versión única de una corriente
modernista (constructivismo) bajo fundamentos locales, la “doctrina­sureña” de Torres­
García se convirtió en la piedra angular perfecta, el precursor soñado para que este
paradigma de la “similitud” adquiriera profundidad histórica formal.
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Sin embargo, este nuevo paradigma no se habría convertido en lo que es ahora sin un
mancomunado esfuerzo de un número de importantes miembros de la escena
internacional. Sería injusto no reconocer la enorme cantidad de trabajo que numerosas
personas—curadores, críticos, historiadores de arte, mecenas— han contribuido para el
establecimiento de este nuevo modelo para la comprensión de la producción cultural de
Latinoamérica. En la última década, se han organizado numerosas exhibiciones
importantes que trazan esta historia, empezando con Utopías Invertidas (Inverted
Utopias), organizada por Mari Carmen Ramírez en el 2004, la cual podría ser considerada
como su instancia fundacional en Norteamérica.44 La Geometría de la esperanza (The
Geometry of Hope), organizada por Gabriel Pérez Barreiro en el 2007, fue vital para
establecer que el “impulso geométrico” tuvo un vasto alcance en el continente, y ayudó a
fortalecer el vínculo entre la escuela constructivista de Torres­García, la Escuela del Sur,
y el ímpetu geométrico de los años 50 en adelante en Brasil y Venezuela.45 De igual
manera, Los lugares de abstracción latinoamericana (The Sites of Latin American
Abstraction) de Juan Ledezma en el 2009 ayudó a identificar la abstracción como una
importante preocupación para los fotógrafos en toda la región.46 En exhibiciones tales
como Alfabetos Enredados (Tangled Alphabets) del 2009 en el MoMA, Luis Enrique Pérez­
Oramas mostró cómo la exploración del lenguaje fue una preocupación central de dos
importantes artistas, la brasilera Mira Schendel y el argentino León Ferrari. De este
modo, estableció un diálogo entre dos artistas latinoamericanos sin referencias a una
figura legitimadora europea o americana.47
Al mismo tiempo, Luis Camnitzer y los miembros de la Red de Conceptualismos del Sur
han ayudado a identificar la forma en que un número de diferentes acciones a través del
continente podrían ser re­catalogadas como arte conceptual, y jóvenes académicos como
Daniel Quiles han demostrado la manera en que los artistas argentinos fueron pioneros
en la producción de arte “mass media”, así como en la desmaterialización del objeto
artístico durante las décadas de 1960 y 1970.48 Está claro que una década después de
sus primeras declaraciones contundentes (la exhibición de Ramírez), este nuevo modelo
continúa estando vigente, habiéndose convertido en el discurso hegemónico para la
comprensión de la producción visual de la región. Más importante aún, ha fortalecido y
refinado el argumento que desde comienzos del siglo veinte hasta finales de los años 70,
mientras los artistas de la región eran presentados en el exterior como realistas mágicos
una versión seria y única del modernismo apareció y se desarrolló fuertemente a lo largo
de Latinoamérica.
Pero tal como el “paradigma de la diferencia” sobre­representó ciertos países y
tendencias en la región, lo mismo está sucediendo ahora con el “paradigma de la
similitud”. A pesar de los esfuerzos por lograr lo contrario, este modelo continúa
representando ciertos países desproporcionadamente. En la medida en que el paradigma
hace hincapié sobre las continuidades de la región con Europa, también es evidente que
este modelo se asienta ampliamente en países cuya población está vinculada
estrechamente con el viejo continente; su narrativa se inspira en los países de la cuenca
del Atlántico, a duras penas representando los demás. Más importante, ni el
geometrismo ni la abstracción ni un número de movimientos de vanguardia sumados a
esta gran narrativa tuvieron una conexión directa con las artes populares o vernáculas.
Por consiguiente, la ya percibida desconexión entre las artes populares y las artes de
élite en la región (un asunto común en las sociedades poscoloniales) es exacerbada.
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Incluyendo ciertos aspectos del trabajo de Oiticica existen, desde luego, algunas
excepciones notables a esta relación problemática. Sin embargo, para recordar qué tan
difícil ha sido para la clase de arte impulsado por este paradigma, ser aceptado como
algo no elitista en la región solamente basta con revisar las épicas batallas a finales de la
década de 1950 entre Alejandro Otero y Miguel Otero Silva sobre la capacidad de la
abstracción geométrica para expresar sentimientos comunes; o véase las últimas
escenas de la obra comprometida políticamente La hora de los hornos (1968) del
cineasta argentino Pino Solana, que muestra una fiesta en el Instituto di Tella (en aquel
entonces epicentro del arte argentino de vanguardia).49
Podría decirse que este modelo de similitud y continuidad con Europa podría ser una
mejor preparación para la gran homogenización intrínseca en la globalización imperante.
Pero también podría ser que la actual hegemonía regional de este modelo pudiera ser
una consecuencia de ello. De cualquier manera, no está claro cómo este discurso podría
ayudarnos a analizar los logros y la influencia que artistas como Gabriel Orozco y Cildo
Meireles ejercen en el escenario mundial, o a posicionar las obras más recientes del
mexicano Abraham Cruzvillegas o del venezolano Javier Téllez. Como sucede con
cualquier modelo histórico, este tiene sus limitaciones, incluyendo su inhabilidad para
lidiar con cierta producción artística que, a pesar de su innegable sintaxis
contemporánea, no está completamente anclada en las escuelas, corrientes o tendencias
que este especifica (arte conceptual, geometrismo abstracto y otros).
Dicho modelo también posee problemas para incorporar la producción cultural de
personas que pueden tener identidades regionales y nacionales concurrentes, un
fenómeno bastante común para aquellos nacidos después de 1990. A pesar de su
perspectiva “cosmopolita”, que descansa en identidades nacionales o regionales
inamovibles o semi­inamovibles (Torres­García dejó Europa y se estableció en Uruguay,
Otero dejó París y regresó a Venezuela, Gego dejó Europa y desarrolló su trabajo en
Venezuela, Oiticia y Clark dejaron Brasil y se establecieron en Europa), no tiene cómo
aludir a aquellos que viven en varios lugares al mismo tiempo.
De hecho, es debido probablemente a la prevalencia de este modelo hegemónico en la
interpretación del arte latinoamericano que aún tenemos problemas evaluando el lugar
de figuras centrales tales como Juan Downey o Arturo Herrera, cuyas escurridizas
identidades nacionales los hacen difíciles de definir. La misma clase de problema puede
detectarse subyacente en las complicaciones que surgen del intento por tender un puente
entre el arte latinoamericano y el arte Latino de los EEUU (la población más importante
creada por el proceso de globalización en nuestra región en las pasadas décadas). Si se
continúa insistiendo en un paradigma que enfatice las cualidades de la región en
términos ya sea de singularidad o similitud, seguirá siendo difícil explicar su influencia en
otros lugares. El paradigma de la “similitud” muestra cómo la región ha internalizado y
ajustado tendencias extranjeras pero no puede dar cuenta de la influencia de esta en la
dirección opuesta. Así, por ejemplo—y a pesar de los enormes esfuerzos de Olga Viso y
Elvis Fuentes—la manera en que los latinoamericanos han podido influenciar las prácticas
de artistas como Félix González­Torres y Ana Mendieta permanece considerablemente
desconocida.50 Se está haciendo evidente, pues, que el proceso de globalización requiere
categorías que puedan dar cuenta de movimientos multidireccionales.
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Por todas estas razones, se hace necesaria una mirada crítica frente a la manera en que
el péndulo de la historia ha oscilado recientemente. De otra manera, el universalismo
seguirá siendo confundido con cosmopolitanismo y terminará haciendo otra gran
contribución a la ilustre historia de desaciertos que ha definido la búsqueda de identidad
de los latinoamericanos. El peligro yace en la homogenización y reducción de un conjunto
de asuntos a favor de una agenda que no tiene nada que ver con Latinoamérica per se,
porque efectivamente no existe tal cosa. La tentativa de producir historiografía
latinoamericana en este contexto es perniciosa porque deja a la región atascada en el
atraso. Así como fue errado poner todos los intereses de Latinoamérica en el campo de la
“irreducible otredad”, igualmente es equivocado e ingenuo construir una historia acerca
de nosotros mismo que simplemente enfatice similitudes y continuidades con la
civilización occidental.
Hace aproximadamente doce años, artistas y críticos regionales tenían buenas razones
para estar exasperados por la falta de espacio en la escena internacional para cualquier
arte latinoamericano que no fuese mágico realista. No obstante, la oscilación hacia el
extremo opuesto del espectro, que es evidente hoy, se siente igual de improcedente.
Ambos extremos resultan inadecuados a la final para dar sentido a las múltiples
trayectorias de la modernidad que coexisten en una región vasta y heterogénea; todavía
hay un buen número de países que ningún paradigma ha considerado. Sin embargo, la
verdadera ironía yace no en el hecho de que ambos extremos terminan produciendo una
imagen distorsionada, sino que representan dos lados de una misma moneda—una
moneda que hemos estado dispuestos a entregar para ser incluidos en el canon de
Occidente. Al final, ambos son el resultado de pensar, analizar e historizar la producción
de la región en términos europeos. El problema es que, como ya se planteó
anteriormente, cuando salimos hacia Europa como destino final, realmente al mismo
tiempo terminamos saliendo de Europa. ¡Y uno siempre termina en segundo lugar!
Lo curioso de estas dos versiones de la historia es que en ellas se encuentran residuos de
algunas de las más antiguas visiones de Latinoamérica como aquella que la define como
“naturalmente salvaje”, y que son perpetuadas inadvertidamente. Desde la creencia de
que el continente americano era el lugar natural del Edén (es decir, el lugar correcto para
las utopías de vanguardia), hasta la representación de las personas de estas costas como
naturalmente buenos salvajes, la única cosa “natural” acerca de esta percepción es que
es a su vez una proyección de la metrópolis y todas aquellas visiones que hemos
aprendido a rechazar basados en la exotización que fomentan. Si todo el asunto se siente
ajeno porque, así lo es. Al fin y al cabo, fue creada primero en Europa y luego en los
EEUU y guarda indeleble la marca de las políticas identitarias norteamericanas.
¿Qué pasaría si dejáramos atrás la ansiedad por esta clase de inclusión? ¿Qué significaría
dejar de entender la historia cultural de Latinoamérica como una secuencia de los
períodos estilísticos europeos (definidos ya sea por su proximidad o su total alteridad con
respecto a ellos)? ¿Implicaría esto descartar a los artista que ahora veneramos como
maestros simplemente porque ellos también fueron grandes contribuyentes a la narrativa
occidental? Por supuesto que no—todos estos artistas deberían mantener sus lugares
prominentes. Sin embargo, su importancia no debería desprenderse de la noción de que
ellos representan los más consumados “especímenes modernos” de la región. Si su lugar
derivara de su estatus como una variación “tropical” interesante de un paradigma
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europeo, esto siempre significaría asumir un segundo lugar. Esta invertebrada versión de
la historia daría cuenta tan sólo de una colección irregular de epifenómenos y
sentenciaría los logros del continente como inherentemente tardíos.
Alejarse de esta clase de historia implica encontrar una manera en que los artistas sean
relevantes para la región, en algunos casos primero abogando por la importancia dentro
de sus tradiciones nacionales. En algunos países incluso los análisis históricos más
básicos están incompletos, al punto de que es difícil siquiera saber qué se debe tener en
cuenta. Hay una necesidad urgente de encontrar maneras para fortalecer la discusión
intrarregional mientras se conserva el criterio interregional. Esto implica, por ejemplo, la
necesidad de examinar críticamente los diálogos “sur­a­sur” que por casi una década han
sido punto esencial en conferencias y foros. Si se abordan correctamente, los retos
presentados por la globalización podrían ofrecer la mejor oportunidad para que nos
demos cuenta de nuestra contingencia ineludible y de la especificidad de nuestra base de
conocimientos.51 La globalización, podría ser la mejor excusa para completar la
integración regional e identificar una narrativa emancipadora distintiva, completando los
esfuerzos de Andrés Bello, que mientras honraba la incuestionable herencia europea de
la región, buscó establecer un conjunto de criterios para su gramática, apropiados para la
región exclusivamente.52
Entonces, lo que podría estar en juego aquí no es una nueva epistemología, como
algunos comentadores culturales propusieron en el fervor poscolonial de la década de
1990. Aquello que defiendo no cambia las reglas de juego, pero en su lugar sugiere
nuevas razones para jugarlo. Debemos dejar de creer que la única forma de atribuir valor
al fenómeno cultural es midiéndolo con los monolíticos dictámenes occidentales porque
visto de esa manera, el gran canon se vuelve un canon musical, en el cual un aria del
“progreso” humano, como la “utopía”, primero se canta en Europa y los EEUU, luego se
repite tres barras/décadas después en Latinoamérica. Quiero pensar que los
latinoamericanos son algo más que un eco del narcicismo occidental—que la historia no
toma la forma de una cacofonía del espíritu hegeliano moviéndose ruidosamente de
dirección.
Debemos comenzar a fortalecer la región como región. Si la historia de las artes está
hecha de rupturas y discontinuidades, ¿sería mucho insistir en los vínculos ya
establecidos entre Frida Kahlo y Julio LeParc, Diego Rivera y Roberto Jacoby, Wilfredo
Lam y Doris Salcedo, Fernando Botero y Mira Schendel, Lygia Clark y José Bedia, Jesús
Soto y María Izquierdo, Cildo Mereiles y Martín Chambi, Gabriel Orozco y Luis González
Palma? ¿Por qué encontramos este emparejamiento tan cerca del absurdo? ¿Podríamos al
menos no leer sus miembros como mutuamente excluyentes? y, aceptarlos como si no lo
fueran realmente, ¿llegaría a hacer de Latinoamérica algo más que una categoría vacía
que sólo funciona en tiempos de “intervenciones imperiales”?
Tal vez, si empezamos a reconocer que el argumento para la universalidad de un objeto
particular es completamente diferente al hecho de que sea canónico (en el canon
occidental), podríamos ser capaces, finalmente, de desligar estos términos y, de una vez
por todas, perder el tedioso asterisco (*) que nos ha acompañado por casi dos siglos
sugiriendo una inclusión cualificada en la historia de alguien más. No obstante, hay
bastante trabajo por hacer, porque parece ser que la única forma de conseguir la
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deseada emancipación es desarrollar un análisis histórico crítico que se ocupe de las
necesidades de la región de cara a las fuerzas diluyentes de la globalización.
Solamente cuando ese tipo de historia emancipada haya sido forjada, los
latinoamericanos dejarán de ser sólo un tipo (categoría) y cumplirán el antiguo deseo de
convertirse, en palabras de Octavio Paz, en “contemporáneos de todos los hombres”.53
Traducido por Julia Elena Calderón
1. Una versión preliminar de este texto fue presentada en la conferencia “Entre la teoría y la práctica:
repensando el arte latinoamericano en el siglo XXI” en el Museo de Arte Latinoamericano, de Long Beach,
CA, en marzo de 2011. Parte de su argumento se explora también en mayor profundidad en “Conscientious
Objector: Objects, Non­Objects and Indexes in Darío Escobar’s Sculpture” en José L. Falconi, ed. A Singular
Plurality: The Works of Darío Escobar (Cambridge, MA: Department of The History of Art and
Architecture/Harvard University, 2013), 12–29. No hubiera sido posible completar este texto sin la ayuda de
mis colegas y amigos Paola Ibarra, Martín Oyata, José Luis Blondet, Kaira Cabañas, Lisa Crossman, Santiago
Montoya, Robin Greeley, Daniel Quiles, Gabriela Rangel, y Talia Shabtay. Está dedicado a Fernando Coronil
(1944–2011), no sólo uno de los mejores latinoamericanistas que he conocido, sino uno de los mejores
latinoamericanos que tuve el honor de tener como amigo. No Me Token es un juego lingüístico de la frase en
español no me toques y el inglés “don’t tokenize me” (no me totemices). ↩
2. N. del T. En este caso se ha traducido “Latino population” por “población Latina” haciendo referencia al
grupo étnico residente en los Estados Unidos proveniente de Centro y Suramérica, incluyendo Brasil. En este
documento se usará la palabra Latino(a) con mayúscula para denotar este grupo étnico. ↩
3. La globalización, ya establecida como un criterio clave para analizar y organizar la producción cultural
contemporánea, se utilizó por primera vez de forma prominente en el contexto de un proyecto a gran escala
de artes visuales contemporáneas en la Documenta 11 (2002). Dirigido por Okwui Enwezor, esta exhibición
presentó un número de “plataformas” organizadas por curadores de diferentes países. El término en general
ha sido ubicuo desde mediados de 1990 y sus orígenes pueden rastrearse hasta mediados de la década de
1980 (véase Immanuel Wallerstein, The Capitalist World Economy (Cambridge: Cambridge University Press,
1979) y Roland Robertson, Globalization: Social Theory and Global Culture (London: Sage Publications,
1992). La idea de que lo “contemporáneo” y el “arte contemporáneo” son categorías aún en proceso de
definición ha sido objeto de muchos estudios recientes, entre los que se cuentan Julieta Aranda, Brian Kuan
Wood y Anton Vidokle, eds., What is Contemporary Art? (New York: Sternberg Press and e­flux journal,
2010). En el 2012, el Banco Mundial estableció a Brasil como la séptima economía más grande del mundo y
a México como la decimocuarta, basándose en el PIB de cada nación. Véase “Brasil,” última modificación
2013, worldbank.org/en/country/brazil/overview y “PIB (US$ a precios actuales),” última modificación 2013,
data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.MKTP.CD?
order=wbapi_data_value_2012+wbapi_data_value+wbapi_data_value­last&sort=desc. Para documentación
acerca del incremento de la población Latina en los EEUU véase Lynette Clemetson, “Hispanics Now Largest
Minority, Census Shows,” The New York Times, Enero 22, 2003, y la Oficina de Censos de los Estados Unidos
“Most Children Younger Than Age 1 are Minorities, Census Bureau Reports,” última modificación Septiembre
6, 2013, census.gov/newsroom/releases/archives/population/cb12­90.html ↩
4. El crítico mexicano Cuauhtémoc Medina escribe: “Por encima de todo, lo ‘contemporáneo’ es el término que
se destaca para marcar la muerte de lo ‘moderno’. Este vago descriptor de valor estético se volvió habitual
precisamente cuando la crítica de ‘lo moderno’ (su mapeo, especificación, historización y desmantelamiento)
envió a este último a la papelera de la historia”. Cuauhtémoc Medina, “Comtemp(t)orary: Eleven Theses” en
Julieta Aranda, Brian Kuan Wood y Anton Vidokle, eds. What is Contemporary Art? (New York: Sternberg
Press and e­flux journal, 2010), p. 11. ↩
5. Para el más comprensivo análisis sobre el posmodernismo en el ámbito artístico y cultural véase Hal Foster,
ed., The Anti­Aesthetic: Essays on Postmodern Culture, (New York: The New Press, 2002). Tal vez el estudio
más influyente sobre la promesa del posmodernismo para las regiones periféricas tales como Latinoamérica
es Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad de Néstor García Canclini (México:
Grijalbo, 2004.). ↩
6. La idea del sistema­mundo fue desarrollada por el sociólogo Immanuel Wallerstein, quien en 1974 lo definió
como “una unidad con una sola división de trabajo y múltiples sistemas culturales”. Véase Immanuel
Wallerstein, El moderno sistema mundial (España: Siglo XXI, 2009). ↩
7. De acuerdo con el Banco Mundial en 2012 formó un mercado de aproximadamente 590 millones de
personas, convirtiéndole en una de las economías grandes e importantes en el mundo occidental. Brasil fue
la séptima economía más grande del mundo, México la decimocuarta, Argentina la vigésimo cuarta,
Colombia la vigésimo octava, Chile la trigésimo tercera y Venezuela la vigésimo séptima. data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.MKTP.CD?
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order=wbapi_data_value_2012+wbapi_data_value+wbapi_data_value­last&sort=desc ↩
8. Un dogma central del capitalismo es que debe crecer para mantener su viabilidad, inundando nuevos
mercados con capital y mercancías. Según Marx: “Entre más producción llegue a descansar como valor de
intercambio, por tanto en intercambio, más importantes se vuelven las condiciones físicas de intercambio—
los medios de comunicación y transporte—para los costos de circulación. El capital por su naturaleza va más
allá de la barrera espacial. Por tanto la creación de las condiciones físicas de intercambio—de los medios de
comunicación y transporte—la aniquilación del espacio por el tiempo—se convierte en una extraordinaria
necesidad para tal fin” Karl Marx, “Cuaderno V – Costos de Circulación” en Grundrisse: Foundations of the
Critique of Political Economy, Martin Nicolaus, trans. (London: Penguin Books, 1993), p. 524. ↩
9. Para más información acerca de cómo el capitalismo “aniquila el espacio a través del tiempo” que de otra
manera se hubiesen mantenido intactos como (espacios naturales) en el tercer mundo, véase el primer
capítulo de Fernando Coronil, El estado mágico: naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela; traducción
al castellano de Esther Pérez. (Caracas: Nueva Sociedad: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de
la Universidad Central de Venezuela, 2002). ↩
10. Entre los países pequeños de Latinoamérica, Chile ha logrado el más significativo progreso económico, a tal
punto que se proyecta como una nación completamente desarrollada para finales de la década. De hecho,
algunos de sus indicadores ya sobrepasan los de naciones desarrolladas. Véase “Chile exceeds, for the first
time, a developed country in the Human Development Index,” última modificación Marzo 14, 2013,
gob.cl/english/government­information/2013/03/14/chile­exceeds­for­the­first­time­a­developed­country­
in­the­human­development­index.htm. ↩
11. Además de las dos bienales más importantes de la región, la Bienal de São Paulo (1951) y la Bienal de la
Habana (1984), sin contar Art Basel Miami Beach, existen numerosas bienales pequeñas, ascendiendo a un
robusto circuito regional que abarca casi todo el año. Estos incluyen SP Arte en São Paulo, Zona MACO en
Ciudad de México, PARC y ART en Lima, Arte BA en Buenos Aires, FIA en Caracas, Art Rio ChACO en
Santiago de Chile y ArtBo en Bogotá. ↩
12. El arte Latino se presenta en exhibiciones tales como Pan American Modernism: Avant­Garde Art in Latin
America and the United States (Junio 22–Octubre 13, 2013) en el Lowe Art Museum y Our America: The
Latino Presence in American Art en el Smithsonian American Art Museum (Octubre 25, 2013–Marzo2, 2014).
↩
13. Gerardo Mosquera, “Del arte latinoamericano al arte desde América Latina,” en Caminar con el Diablo:
Textos sobre arte, internacionalismo y culturas (Madrid: EXIT Publications, 2010), pp. 123–33. ↩
14. Comentando sobre los factores comunes y diferencias internas que mantienen a los países de la región
unidos, el historiador Victor Bulmer­Thomas concluye: “Por consiguiente, existe verdadero significado en la
palabra ‘Latinoamérica” y los factores en común son más fuertes que aquellos que unen a los países de
África, Asia o Europa. Además, la membresía del club latinoamericano ha permanecido bastante estable
desde la independencia, con relativamente pocas adiciones o substracciones como resultado del cambio de
fronteras, secesión o anexión; en efecto las fronteras de los estados latinoamericanos, aunque a menudo es
la fuente del conflicto interestatal y que sigue sin resolverse en su totalidad, han cambiado mucho menos en
los pasados 150 años de lo que han cambiado las fronteras en otras zonas”. Victor Bulmer­Thomas, Historia
económica de América Latina desde la independencia (México: Fondo De Cultura Económica, 2011), p. 1. ↩
15. Para más información sobre la manera en que el mundo se está “aplanando” debido a su interconexión
véase Thomas Friedman, La tierra es plana: breve historia del mundo globalizado del siglo XXI (Barcelona:
Martínez Roca, 2006). ↩
16. La segunda intervención francesa en México (también conocida como la “Aventura de Maximiliano”) fue
justificada por el Segundo Imperio Francés por la suspensión del pago de intereses impuestos por el
gobierno de Benito Juárez en 1861. Aduciendo una afrenta al libre comercio, el Segundo Imperio en
coalición con Gran Bretaña y España, invadió Veracruz y poco después impuso a Maximiliano como
Emperador del Segundo Imperio Mexicano, que duró hasta 1867. Véase Paul Vanderwood, “Betterment for
Whom? The Reform Period: 1855–1875” en Michael C. Meyer y William Beezley, eds., The Oxford History of
Mexico (Oxford: Oxford University Press, 2000), pp. 371–96. ↩
17. Thomas H. Holloway, “Latin America: What’s in a Name?” en A Companion to Latin American History
(Waltham, MA: Wiley/Blackwell, 2008). ↩
18. El historiador John Coatsworth afirma: “En los poco menos de cien años entre 1898 y 1994, el gobierno de
los Estados Unidos ha intervenido exitosamente para cambiar gobiernos en Latinoamérica un total de al
menos 41 veces. Eso equivale a una vez cada 28 meses durante todo un siglo” John H. Coatsworth, “United
States Interventions: What For?” en Revista: Harvard Review of Latin America, Primavera/Verano 2005,
drclas.harvard.edu/publications/revistaonline/spring­summer­2005/united­states­interventions. De hecho, la
historia de la retórica anti­norteamericana en Latinoamérica puede rastrearse hasta las crónicas y poemas
de Rubén Darío y José Martí de finales del siglo XIX, que reaccionaron en contra de la percibida amenaza
para la soberanía de la región proveniente de los Estados Unidos. Esta tradición retórica ha tenido grandes
exponentes en los siglos XX y XXI en las figuras de Fidel Castro y Hugo Chávez. ↩
19. La obsesión con Francia y la cultura francesa compartida por los autores y artistas latinoamericanos se
remonta hacia mediados del siglo XIX. Este sentimiento es más evidente en las crónicas y poemas de
Rubén, en los cuales él expresa la continuidad entre las culturas española y francesa. El poema de Darío
“Palabras liminares”, en su Prosas profanas y otros poemas (1896–1901), claramente argumenta que los
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latinoamericanos se debaten entre su herencia española y su obsesión con Francia. La centralidad de París
como la capital cultural para los latinoamericanos duró hasta finales de los años 60. Para mayor información
sobre el ambiente cultural de estos años para los artistas latinoamericanos véase Estrellita Brodsky, Latin
American Artists in Postwar Paris: Jesús Rafael Soto and Julio Le Parc, 1950–1970 (Ph.D. dissertation, New
York University, 2009). ↩
20. La noción del “barroco” como el esquema cultural de Latinoamérica ha sido discutido ampliamente desde el
período colonial. Sin embargo, tal vez el más importante esfuerzo en décadas recientas para demostrar
cómo el barroco constituyó un “tipo de modernidad” se encuentra en la obra de Bolívar Echeverría, La
modernidad de lo barroco (México D.F.: Era Ediciones, 1998). ↩
21. Miami ha sido referida como la “capital de Latinoamérica” desde 1920. En 1927, Charles W. Helser, vice
presidente ejecutivo de la Cámara de Comercio de Miami, declaró que la ciudad era la “capital no oficial de
Latinoamérica”. Más recientemente, el Presidente electo del Ecuador Jaime Roldós Aguilera, en una visita a
la ciudad en 1979, reafirmó el apelativo. Para mayor información acerca de esta transformación, véase
Alejandro Portes y Alex Stepick, City on the Edge (Berkeley, CA: University of California Press, 1994). ↩
22. “La mayoría de países latinoamericanos ganaron la independencia de sus gobernantes europeos en la
década de 1820. Los informes contemporáneos de latinoamericanos y extranjeros estaban repletos de
brillantes reportes de los prospectos que podrían lograrse una vez España y Portugal fueran despojados de
sus monopolios comerciales en la región. Los estándares de vida eran bajos, pero no mucho más bajos que
los de Norteamérica, probablemente a la par con la mayor parte de Europa y tal vez más altos que los de
los nuevos países descubiertos en las antípodas. Todo lo que se necesitaba, se creía, era capital y mano de
obra calificada para encontrar los recursos naturales en el vasto interior inexplorado de América Latina y el
acceso a los ilimitados y ricos mercados de Europa occidental. Después de casi dos siglos, ese sueño aún no
se ha cumplido.” Victor Bulmer­Thomas, The Economic History of Latin America since Independence
(Cambridge: Cambridge University Press, 2nd ed., 2003), pp. 2–5. ↩
23. Véase nota 8. ↩
24. Cuba experimentó un impresionante crecimiento económico después de 1837, cuando la construcción del
primer ferrocarril entre la Habana y Güines conectó los campos de azúcar con el puerto. Para 1860, la
producción de azúcar de la isla equivalía a un cuarto de la producción mundial. Véase David Bushnell y Neill
Macaulay, The Emergence of Latin America in the Nineteenth Century, 2nd. ed. (Oxford: Oxford University
Press, 1988), p. 267. John Coatsworth escribe: “Todas estas pérdidas terminaron con el Porfiriato. Para
1880, el ingreso per cápita de México estaba creciendo a una tasa de tal vez un 1 por ciento al año. Entre
1893 y1907, cuando ya se encontraban disponibles estimados más precisos de los ingresos nacionales, la
economía mexicana creció más rápidamente que la de los Estados Unidos. La producción total avanzó a una
tasa de 5.1 por ciento al año o 3.7 por ciento en términos per cápita. Si durante el Porfiriato hubiera dejado
de crecer la economía de los Estados Unidos, México hubiera recuperado la mayor parte de la tierras
perdidas los primeros cincuenta años después de la independencia. En 1907, la producción total mexicana se
situó a 3 por ciento de la de los Estados Unidos, y había recuperado aproximadamente el 17 por ciento del
producto per cápita de los Estados Unidos”. John Coatsworth, Growth Against Development: The Economic
Impact of Railroads in Porfirian Mexico (De Klab, Illinois: Northern Illinois University Press, 1981), p. 4. “Con
el estallido de la Primera Guerra Mundial” escribe David Rock, “Argentina había vivido casi veinte años de
prodigiosa expansión. El ingreso per cápita igualaba el de Alemania y los Países Bajos y era más alto que el
de España, Italia, Suecia y Suiza. Habiendo crecido a una tasa promedio anual de 6.5 por ciento desde
1869, Buenos Aires se había convertido en la segunda ciudad del litoral Atlántico, después de Nueva York, y
por mucho la ciudad más grande en Latinoamérica”. David Rock, Argentina 1516–1987, From Spanish
Colonization to Alfonsín. (Berkeley: University of California Press, 1987), p. 172. ↩
25. Autor del reconocido Ariel (1900), José Enrique Rodó (1871–1917) fue quizás el más influyente partidario de
la definición del carácter de la cultura latinoamericana como lo opuesto a la cultura “materialista” de
Norteamérica. ↩
26. Para más información sobre Alejo Carpentier y el realismo mágico, véase Lois Parkinson Zamora y Wendy
Faris, eds., Magical Realism: Theory, History, Community (Durham, NC: Duke University Press, 1995). Para
más información sobre las teorías de García Canclini, véase su libro Culturas híbridas: estrategias para
entrar y salir de la modernidad (México: Grijalbo, 2004.). ↩
27. Resulta revelador, por no decir paradójico, que una de las primeras discusiones que implican los términos
“contemporaneidad” y “contemporáneo” en el contexto de la cultura latinoamericana tuvo lugar durante los
ataques perpetrados contra el grupo modernista Los Contemporáneos en el México posrevolucionario de
finales de la década de 1920 y comienzos de los 30. Como pudo predecirse, el tenor de los ataques a la
estética del grupo–que reunía a algunos de los mejores poetas del país como José Gorostiza, Carlos Pellicer,
Salvador Novo, and Jorge Cuesta—estaban dirigidos a su falta de temática “nacional” y disposición
“masculina”. Ser “contemporáneo” era, por consiguiente, ser acusado de “cosmopolita” etéreo y elitista y de
no estar lo suficientemente comprometido políticamente—no ser lo suficientemente “revolucionario”. Para
más información sobre las disputas entre Los Contemporáneos y los “Estridentistas” en México
posrevolucionario en relación con lo “nacional”, véase el reciente ensayo de Robin Greeley “Nietzche contra
Marx in Mexico: The Contemporáneos, Muralism, and Debates over ‘Revolutionary’ Art in 1930s Mexico” en
Alejandro Anreus, Leonard Folgarait y Robin Greeley, ed.s, Mexican Muralism: A Critical History (Berkeley,
CA: University of California Press, 2012), pp. 148–176. ↩
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28. Cuauhtémoc Medina, “Venezquizoide,” en María Inés Rodríguez, ed., Alexander Apóstol: Modernidad
Tropical. (León, España: MUSAC/ACTAR Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, 2010), p. 109. ↩
29. Quizás el más serio e interesante esfuerzo para redefinir la antigua tradición del arte político se hizo durante
la dictadura de la década de 1960 y 70 en los países del cono sur y Brasil, bajo un marco conceptual que ha
sido desarrollado por Luis Camnitzer en su texto Didáctica de la liberación: arte conceptualista
latinoamericano (Montevideo, Uruguay: Casa editorial HUM, 2008). ↩
30. “Después de los debates críticos y construcciones explicativas que negociaron el abandono de todo
latinoamericanismo basado en una identidad esencialista en la década de 1990, al mismo tiempo que el
criticismo de estereotipos de exotización y el aseguramiento de la inclusión de algunos procesos del sur en la
urdimbre histórica del arte occidental, la gran insistencia de las energías retóricas del ‘arte latinoamericano’
desde entonces se han enfocado en la negociación de dos genealogías opuestas. En la esquina azul,
tenemos el establecimiento de la ‘tradición constructivista’ suramericana como una versión aún más
detallada y convincente de la ‘alta modernidad alternativa’. En la roja, la noción de una reactivación del
alineamiento político del llamado ‘conceptualismo Latino’ como el horizonte para comparar todas las
intervenciones políticas y estéticas contemporáneas”. Cuauhtémoc Medina, “Venezquizoide” en María Inés
Rodríguez, ed., Alexander Apóstol: Modernidad Tropical (León, España, MUSAC/ACTAR Museo de Arte
Contemporáneo de Castilla y León, 2010), p. 105. ↩
31. El progreso social y económico que vivió Venezuela después del descubrimiento del petróleo a principios del
siglo XX y la reforma de la industria petrolera por Rómulo Betancourt en los años de 1940 alcanzó un punto
de inflexión en marzo de 1964, al institucionalizarse la democracia con la ascensión de Raúl Leoni a la
presidencia, preparando el escenario para uno de los más largos períodos democráticos ininterrumpidos en
la región. En 1974, cuando Carlos Andrés Pérez asumió la presidencia, la estabilidad y la riqueza de
Venezuela habían otorgado al país una posición de liderazgo. Véase Julia C Frederick y Michael Tarver, The
History of Venezuela (New York: Palgrave, 2006). ↩
32. Para indicadores de la forma en que Brasil se transformó después de la década de 1920, véase Boris Fausto,
Historia do Brasil (São Paulo: Editora da Universidade de São Paulo, 2000), pp. 389–94, y Thomas E.
Skidmore, Brazil: Five Centuries of Change (Oxford: Oxford University Press, 1999). La famosa expresión de
Mario Pedrosa fue pronunciada primero en el Congreso Internacional Extraordinario de Críticos de Arte de
1959. Discutiendo Brasilia, él declara que la construcción de la ciudad es un paso crucial en la historia del
país, es decir, que según él, “condenados a la modernidad” por la “fatalidad” de su propia formación. Mario
Pedrosa, “A Cidade Nova Obra de Arte. Introdução ao tema inaugural do Congresso Internacional
Extraordinário de Críticos de Arte. A cidade nova—Síntese das artes,” in Revista Habitat, no. 57, Noviembre
1959, pp. 11–13. ↩
33. Como Haroldo de Campos declara en su obra “Da Tradução como criação e como crítica”: “Quando os poetas
concretos de São Paulo se propuseram uma tarefa de reformulação da poética brasileira vigente, en cujo
mérito não nos cabe entrar, mas que referimos aqui como algo que se postulou e que se procurou levar a
prática, deram­se, ao longo de suas atividades de teorização e de criação, a uma continuada tarefa de
tradução.” Haroldo de Campos, “Da Tradução como criação e como crítica” en Metalinguagem e Outras
Metas (São Paulo: Editora Perspectiva, 1992), p. 42. ↩
34. El “Manifiesto Antropófago” propone que debido a la falta de una tradición propia, los brasileros (o por
extensión, los latinoamericanos), son como caníbales, capaces de “comer” o “digerir” muchas tradiciones
diferentes, y de esa manera estar un paso adelante del occidental “atascado” en una sola tradición. Véase
Oswald de Andrade, A Utopia Antropofágica (São Paulo: Editora Globo, 1990). ↩
35. El original en portugués dice así: “Que os escritores logocêntricos, que se imaginavam usufrutuarios
privilegiados de uma orgulhosa koiné de mão única, preparem­se para a tarefa cada vez mais urgente de
reconhecer e redevorar o tutano diferencial dos novos bárbaros da politópica e polifônica civilização
planetária” in Haroldo de Campos, “Da Razão Antropofagica: Diálogo e Diferença na Cultura Brasileira”
Metalinguagem e Outras Metas (São Paulo: Editora Perspectiva, 1992), p. 255. ↩
36. Mediante una sutil lectura de La Tempestad de Shakespeare, el poeta y crítico cultural cubano Roberto
Fernández Retamar propone una justificación de la figura del “caníbal” Calibán como una manera de
interpretar la producción artística latinoamericana desde una postura poscolonial. Véase Roberto Fernández
Retamar, Calibán (México DF: Editorial Diógenes, 1974). ↩
37. Lygia Clark, “Mondrian” en Lygia Clark, Livro­Obra, libro artístico de edición limitada, 1983. Véase
lygiaclark.org.br/arquivo_detING.asp?idarquivo=13. ↩
38. Guy Brett, “Lygia Clark: In Search of the Body,” Art in America, July 1994, p. 58. ↩
39. Alejandro Otero, “Del arte abstracto,” Los Disidentes, No. 4, June 1950, p. 12. ↩
40. Kaira M. Cabañas, “Otero’s Doubt,” en Rina Carvajal, ed., Resonant Space: The Colorhythms of Alejandro
Otero (Milán: Five Continents Editions, por publicar en el 2014), p. 4 en manuscrito. ↩
41. Marguerite Mayhall, Latin American Perspectives, vol. 32, no. 2, Marzo 2005, pp. 124–46. ↩
42. El hecho de que Otero y Clark escogieran a Mondrian—no era una figura particularmente popular en París de
mediados y finales de los años 50—como su anclaje histórico ha sido objeto de dos estudios recientes por
parte de las historiadoras de arte Kaira Cabañas y Megan Sullivan. Ambas señalan que la elección un poco
fuera de fecha pone de manifiesto no sólo el gran interés de los artistas (Otero and Clark) en anclar sus
propias prácticas y las tradiciones de sus países como herederos de la vanguardia, sino también la
estructura lógica de la “inclusión histórica”. Con el propósito de impulsar sus tradiciones “hacia adelante”,
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los artistas debían seleccionar una figura “retro” en lugar de alinearse con las últimas tendencias
(informalismo). Véase Kaira M. Cabañas, “Otero’s Doubt,” en Rina Carvajal, ed., Resonant Space: The
Colorhythms of Alejandro Otero (Milan: Five Continents Editions, por publicar en el 2014) y Megan Sullivan,
“Locating Abstraction: The South American Coordinates of the Avant­garde” (Ph.D. dissertation, Harvard
University, 2013). ↩
43. “He dicho Escuela del Sur; porque en realidad, nuestro norte es el sur. No debe haber norte, para nosotros,
sino por oposición a nuestro sur. Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea
de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora,
prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte”. Joaquín Torres García, Universalismo
constructivo (Buenos Aires: Poseidón, 1941). ↩
44. Inverted Utopias fue organizada por el Museo de Bellas Artes, Houston, en el 2004 por Mari Carmen Ramírez
y Héctor Olea. Se ha sostenido que la exposición se deriva de una anterior, organizada por los mismos
curadores en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, en el 2000, titulada Heterotopías. Véase
Mari Carmen Ramírez y Héctor Olea, Inverted Utopias: Avant­Garde Art in Latin America (New Haven, CT:
Yale University Press, 2004). ↩
45. The Geometry of Hope fue organizada por el Museo de Arte Blanton (Austin, TX) en el 2007. Véase Gabriel
Pérez Barreiro, ed., The Geometry of Hope (Austin, TX: The Blanton Museum of Art, 2007). ↩
46. The Sites of Latin American Abstraction fue organizada por la Fundación de Arte Cisneros Fontanals (CIFO)
en el 2007. Véase: Juan Ledezma, ed. The Sites of Latin American Abstraction (Miami: CIFO/Charta, 2007).
↩
47. León Ferrari and Mira Schendel: Tangled Alphabets fue organizada por Luis Enrique Pérez Oramas en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, en el 2009. Véase Luis Enrique Pérez Oramas, ed., León Ferrari and
Mira Schendel: Tangled Alphabets (New York: The Museum of Modern Art, 2009). ↩
48. Véase Luis Camnitzer, Didáctica de la liberación: arte conceptualista latinoamericano (Montevideo, Uruguay:
Casa Editorial HUM, 2008). En los últimos años, Red de Conceptualismos del Sur, una red de académicos y
curadores de origen latinoamericano, ha ayudado a investigar y a exhibir un número de obras de toda la
región hasta ahora desconocidas que, puede decirse, conforman una tradición local conceptual. La más
grande y reciente exhibición del grupo fue Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta
en América Latina realizada en el 2012 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. Para mayor
información sobre la investigación de Daniel Quiles sobre la escena argentina de la década de 1960 y 1970,
véase Ghost Messages: Argentine Conceptualism, 1965–1972 (por publicar en el 2014). ↩
49. El intercambio entre Alejandro Otero y Miguel Otero Silva en 1957 en El Nacional, que en gran medida
moldeó la cultura visual de Venezuela, puede encontrarse en Otero Silva y Alejandro Otero, “Polémica” en
Ariel Jiménez, ed., Alfredo Boulton and his Contemporaries (New York: The Museum of Modern Art, 2008),
pp. 202–22. ↩
50. Para mayor información sobre la obra de Olga Viso sobre Ana Mendieta, véase Ana Mendieta: Earth Body
(Ostfildern, Germany: Hatje Cantz, 2004) y Unseen Mendieta: The Unpublished Works of Ana Mendieta (New
York: Prestel, 2008). Elvis Fuentes ha dedicado una serie de exhibiciones a los primeros años formativos del
artista cubano­americano Félix González­Torres en Puerto Rico, incluyendo Félix González­Torres: Early
Impressions, curada en el 2006 en el Museo del Barrio, Nueva York. Véase Elvis Fuentes y Deborah Cullen,
eds. Félix González­Torres: Early Impressions (New York: El Museo del Barrio, 2006). ↩
51. Luis Enrique Pérez­Oramas, curador de la trigésima Bienal de São Paulo, ha ofrecido una de las
declaraciones más elocuentes sobre cómo la globalización, lejos de diluir nuestros intereses en todo el
mundo, nos incita a reevaluar nuestras propias particularidades históricas y a volvernos más concientes de
la contingencia y las limitaciones de nuestro conocimiento: “Cada vez somos más, y de manera urgente,
exhortados a ser globales. Nos animan cada vez más a trabajar en respuesta a eslóganes, a pensar según
las categorías de comercialización, en función de las marcas y el branding. En otras palabras, somos
empujados a no pensar o a pensar menos, para disimular esta falta de pensamiento con frases cortas, tan
ágiles como ya vacías. Voy a arriesgarme a declarar lo que creo: que es imposible ser global, que un mundo
que es cada vez menos distante es un mundo cada vez más colapsado, que un mundo que está cada vez
más interconectado es un mundo cada vez más complejo pero también impensable, más difícil de entender,
de reducir, de controlar en el silencio húmedo de nuestros anuncios. Cansado de ver los agentes del “mundo
del arte” obstinadamente replicar la práctica neo­colonial, impenitente y pos­etnográfica de realizar visitas
fugaces a los rincones remotos del mundo, que nunca han conocido y nunca conocerán realmente, para complementar su botín con algunos artistas exóticos, generalmente recomendados por informantes locales a
fin de mejorar su reputación como ‘curadores internacionales’, nuestra bienal es simplemente el producto de
nuestro lugar, de nuestra experiencia y de nuestro (necesariamente) limitado conocimiento del arte y del
mundo”. Luis Enrique Pérez­Oramas, “The Imminence of Poetics (A Polyphonic Essay in Three or More
Voices),” en Luis Pérez Oramas et. al., ed., Catálogo trigésima Bienal de São Paulo: la inminencia de la
poética (São Paulo: Fundação Bienal de São Paulo, 2012), p. 27. ↩
52. Considerado como uno de los padres fundadores de la región, el venezolano Andrés Bello fue un poeta,
filósofo y gramático. No sólo contribuyó de manera decisiva a la difusión de las ideas ilustradas del tiempo
en toda Latinoamérica al editar, desde Londres, la revista El Repertorio Americano (1826), sino que también
escribió la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. Publicada en 1847, esto
constituyó el primer y más importante estudio del uso del idioma español en las Américas. Véase Ivan
http://blogs.guggenheim.org/es/map_es/token-o-como-asegurarnos-de-nunca-perder-el-por-completo/
26/27
3/24/2016
No Me Token: o, cómo asegurarnos de nunca perder el * por completo - Guggenheim Blogs
Jaksic, ed., Selected Writings of Andrés Bello (Oxford: Oxford University Press, 1997). ↩
53. Octavio Paz concluye la última sección de su seminal ensayo sobre el “mexicanismo” indicando cómo, en el
curso de un turbulento siglo XX, el país agotó todas las formas históricas que Europa había propuesto,
dejando al sujeto mexicano finalmente solo. Es en esta soledad, discute, compartida por el resto de la
humanidad, que los mexicanos pueden finalmente sentirse “contemporáneos”. Véase Octavio Paz, El
laberinto de la soledad (México DF: Fondo de Cultura Económica, 1983), p. 210. ↩
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Fuera de Trabajo de Esteban Valdés y su
influencia
http://blogs.guggenheim.org/es/map_es/token-o-como-asegurarnos-de-nunca-perder-el-por-completo/
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