DNU y Superpoderes

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UNIVERSIDAD DEL NORTE SANTO TOMAS DE AQUINO
Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales
El mundo de los decretos
Por Félix V. Lonigro
Para LA NACION
Cualquier habitante medianamente instruido sabe que un sistema republicano se caracteriza
por la existencia de diferentes órganos de gobierno, a cada uno de los cuales la Constitución
nacional ha asignado una serie de atribuciones específicas. Puede decirse que la salud de
ese sistema es sólida cuando los órganos políticos de gobierno (es decir el Congreso y el
llamado órgano ejecutivo) no presionan a los jueces, y, más aún, cuando tampoco hay
interferencias entre aquéllos. Significa entonces que es nefasto para una república que el
Poder Judicial no sea independiente, y también lo es que el órgano ejecutivo se atribuya
potestades del Congreso y viceversa.
A la luz de estos conceptos cívicos tan importantes, así como también de la realidad
institucional del país en los últimos años, cada uno podrá determinar, en una escala que va
del uno al diez, cuál es la "nota" que le corresponde al funcionamiento del sistema
republicano que rige en la Argentina.
Pero no es el objetivo de este artículo analizar ese ítem, sino la confusión que suele
generarse en un ciudadano cuando, en general, se habla de "decretos", porque es muy
común que se critique a las autoridades que gobiernan utilizando esa herramienta y que se
cuestione el motivo por el cual el Congreso no controla la atribución presidencial de
dictarlos. Por lo tanto, viene bien dar claridad a este intrincado mundo de los "reglamentos" o
llamados "decretos presidenciales", para evitar apresuramientos a la hora de calificarlos.
Señalaba antes que cada uno de los tres órganos de gobierno tiene asignada una serie de
atribuciones por parte de la Constitución nacional. La pregunta es, entonces: ¿con qué
herramientas cuenta cada uno de esos órganos para ejercerlas? La respuesta es sencilla: el
Congreso utiliza "leyes", los jueces emplean "sentencias" y el presidente de la República
utiliza "decretos".
Teniendo en cuenta esta fácil ecuación, uno se pregunta cuál es el motivo por el cual la
utilización de los decretos es tan criticada. También en este caso la respuesta es accesible.
Ocurre que no existe sólo una clase de decretos: están los denominados "reglamentarios o
de ejecución", que el Presidente utiliza para reglamentar las leyes o para ponerlas en
ejecución (de allí el nombre Poder Ejecutivo); están los "decretos autónomos", que el primer
mandatario utiliza para ejercer el resto de las potestades que tiene asignadas, y luego están
los "de necesidad y urgencia" y los "delegados", que son los que el Presidente usa para
ejercer atribuciones del Congreso de la Nación.
Estos últimos son los problemáticos, precisamente porque cuando el Presidente dicta uno,
es para ejercer una facultad que la Constitución nacional le ha conferido al Congreso . En el
caso de los "de necesidad y urgencia" el Presidente se autoatribuye esa potestad,
precisamente invocando emergencia, y en los "delegados" existe una previa autorización o
delegación por parte del Congreso, y es lo que los medios denominan "superpoderes".
Por lo tanto, es necesario distinguir entre los diferentes tipos de decretos o reglamentos,
porque el dictado de los llamados "autónomos" y de los "reglamentarios" es absolutamente
lógico y necesario, ya que es con ellos mediante los cuales el Presidente "hace" y
"gestiona"; luego, si proliferan estos decretos es porque, por lo menos, se percibe "acción"
en las autoridades. Los que no son convenientes son los otros, porque entonces significa
que en el país existen situaciones de emergencia o, por lo menos, de tal necesidad y
urgencia que tornan imposible el normal funcionamiento de las instituciones, lo cual no
resulta alentador.
Lamentablemente, el constituyente de 1994 autorizó al Congreso a delegar sus propias
facultades al Presidente, y a éste a ejercer atribuciones del aquél sin previa autorización.
Desde luego se estableció una serie de condiciones (Arts. 76 y 99 Inc. 3, respectivamente),
pero son tan ambiguas y admiten tantas interpretaciones válidas, que terminan
desnaturalizando la excepcionalidad que sustenta el dictado de ese tipo de instrumentos.
Además, al estar previstos en la Ley Suprema, los presidentes se sienten con derecho a
dictarlos y, en definitiva, a ejercer potestades del Congreso, circunstancia que sí es lesiva
para el sistema republicano.
Por lo tanto, debe comprenderse que no todos los decretos son malos ni dañinos para la
República como sistema de gobierno, sino sólo aquellos que, como los de "necesidad y
urgencia" y los "delegados", son emitidos por el Presidente para ejercer facultades del
Congreso, órgano que está llamado constitucionalmente a controlarlos. Me animo a
considerarlos "cancerígenos" para la salud de las instituciones, porque autorizan al primer
mandatario a ejercer facultades extraordinarias, cuyo otorgamiento, paradójicamente, es
considerado delito por el Art. 29 de la propia Constitución nacional.
Editorial I
Las instituciones, ante un cóctel explosivo
Ni la legitimidad de los votos en una elección popular ni la reconstrucción de la
autoridad presidencial tras la crisis de 2001, ni el argumento de la emergencia económica o
la rebuscada pretensión de que peligra la gobernabilidad pueden hoy justificar la
desfiguración de los trazos esenciales que definen la república.
El principio de división de poderes, el carácter soberano del Congreso de la Nación, la
alternancia en el mandato representativo y la existencia del Poder Judicial como garante de
ese ordenamiento fundamental no son elementos cosméticos, de los que se pueda
prescindir sin afectar la columna vertebral de nuestra Constitución Nacional.
De defender esos ejes se trata cada vez que se habla de la necesidad de mejorar nuestra
calidad institucional, objetivo imposible si no se parte de que, ante todo, deben respetarse
las instituciones republicanas.
En los últimos tiempos, esos principios han soportado severos golpes. Los más recientes
han sido la ley que reglamentó los decretos de necesidad y urgencia (DNU), sancionada
durante la última semana, y el avance del denominado proyecto de superpoderes, por el
cual se busca delegar indefinidamente en el jefe de Gabinete de Ministros la facultad de
disponer las reestructuraciones presupuestarias que considere necesarias dentro del total
de recursos aprobados por cada ley de presupuesto.
Respecto del primer tema, podríamos discutir si la reglamentación del artículo 99, inciso 3°,
de la Constitución Nacional, que reconoció la existencia de los DNU, resulta un avance o un
retroceso; incluso se podría pensar en evaluar las bondades del sistema de delegaciones en
materia de regulación legal que utilizan otros países occidentales, en particular los Estados
Unidos. Pero, en cualquier caso, ello requeriría siempre de un férreo control por parte de
una oposición vigorosa y también de jueces que asuman su responsabilidad ante la historia,
más allá de cualquier mayoría política circunstancial.
Lamentablemente, ninguno de esos dos supuestos se halla presente actualmente en
nuestro escenario público. La oposición es aún un conglomerado de voluntades dispersas e
invertebradas; los jueces ven amenazado su futuro ante la nueva integración del Consejo de
la Magistratura, y nuestra Corte Suprema no ha dictado decisiones contrarias a las
necesidades o a la filosofía que encarna el Poder Ejecutivo.
Muchas veces se ha dicho que la clave del sistema constitucional que nos gobierna se
encuentra en el equilibrio de los poderes, y en el juego de frenos y contrapesos que busca
dominar la humana tendencia hacia la hegemonía política de quienes ejercen el poder.
Desde esta columna editorial hemos alertado en numerosas oportunidades acerca de esa
tendencia hegemónica ante hechos puntuales o pretensiones específicas. Hoy, en cambio,
la preocupación se centra en la convergencia de iniciativas y circunstancias dirigidas hacia
un mismo objetivo: la concentración de facultades en un reducido grupo de ciudadanos que
expresan en su auxilio, y como única justificación, que ellos nunca habrán de traicionar la
voluntad del pueblo, como sí lo hicieron otros gobernantes.
El presidente Néstor Kirchner, al justificar la ya sancionada reglamentación de los DNU,
diferenció el uso que él hizo y hace de los decretos del que se realizó en el pasado. "Otros
los utilizaron para meterle las manos en el bolsillo a la gente. Yo, para aumentarles a los
jubilados y para proteger a la gente", dijo.
No dijo el primer mandatario que ha sido él el jefe del Estado constitucional que más recurrió
a esos decretos en toda la historia argentina.
La realidad es que lo excepcional se ha transformado en una práctica corriente, llegándose
al absurdo de que, entre mayo de 2005 y mayo de este año, mientras el Poder Ejecutivo
envió al Congreso 57 proyectos de ley, dictó 61 DNU, de acuerdo con una investigación del
Centro de Estudios de Políticas Públicas Aplicadas.
Con la reciente reglamentación sancionada, cualquier DNU conservará vigencia a menos
que sea rechazado por ambas cámaras del Congreso. Si uno de los dos cuerpos legislativos
lo aprueba y el otro lo rechaza, el decreto quedará firme y será irrevisable por la Justicia.
En cuanto a los superpoderes, si bien la norma aprobada por el Senado que espera ser
tratada por Diputados expresa que el jefe de Gabinete no podrá elevar el techo de las
erogaciones presupuestarias, en la práctica, el Poder Ejecutivo ha recurrido al DNU para
ampliar el presupuesto sin injerencia legislativa alguna.
La combinación que deriva de la flamante reglamentación de los DNU y de la eventual ley
de superpoderes, como se puede apreciar, puede resultar una verdadera burla a las
instituciones.
La democracia no es una mera ecuación aritmética que descansa en la legitimidad que
emerge de las urnas. La democracia con mayúsculas es un sistema de vida en el que no
caben los abusos de autoridad, basado en la tolerancia, a la que no puede escapar el pleno
respeto por las minorías.
El avance del hiperpresidencialismo, el afán por controlarlo todo, el crecimiento de la
discrecionalidad en el Poder Ejecutivo y la escasa importancia que se le asigna a la división
de poderes nos están alejando de aquellos objetivos y acercando a un sistema político sui
generis en el que los auténticos procedimientos democráticos y las instituciones
republicanas parecen meros formalismos burocráticos y molestos.
Además, Kirchner es medularmente un peronista, no importa cuál sea el nombre que
invoque en sus boletas electorales, y, por lo tanto, alguien que forma parte de una cultura
que no es institucional, sino carismática y plebiscitaria. Porque es un peronista es probable
que, como Menem, transforme una vez más el peronismo y, si la economía sigue en caja,
gobierne, con larga vida y segura sucesión, un país donde una mayoría de ciudadanos lo
acepta porque, hasta el momento, lo que Kirchner ataca no les resulta visiblemente valioso.
Cambiar para que nada cambie
Por Félix Loñ
Para LA NACION
En su escalada para concentrar el poder, el Gobierno ha dado un paso más con la
aprobación de la ley reglamentaria de la facultad presidencial de dictar decretos de
necesidad y urgencia. La referida norma no respeta la Constitución Nacional ni ha tenido en
cuenta los criterios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación acerca de esta temática.
Sobre el punto, la Constitución dice que “el Poder Ejecutivo no podrá, en ningún caso, bajo
pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. Con este
precepto, el constituyente marcó enfáticamente el principio de la división de poderes,
señalando que no le corresponde al Poder Ejecutivo ejercer actividad legislativa. Agrega la
norma mencionada que “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible
seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes (...)
podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia...”.
La Corte Suprema ha señalado, en varios pronunciamientos, el alcance de la expresión
constitucional transcripta. Así, dijo que no es suficiente dar referencias vagas y precisas
sobre las circunstancias que justifican la necesidad y urgencia, sino que es necesario indicar
en qué consisten y por qué ellas afectan al interés general.
Además, destacó que el dictado de un decreto de necesidad y urgencia se enmarca en una
situación absolutamente excepcional que impida seguir el trámite ordinario de sanción de las
leyes, puesto que admitirlos sin esta condición afectaría la división de poderes (“Verrocchi”,
19-8-99).
También afirmó que no basta la crisis de un sector particular para la procedencia de
disposiciones de este carácter, sino que debe estar en riesgo grave el interés general o
social (“Risolía de Ocampo”, 2-8-00). Asimismo, señaló que no cabe recurrir al dictado de un
decreto de necesidad y urgencia si no existe un grave riesgo social, máxime cuando la
medida se adoptó durante el período de sesiones ordinarias (“Leguizamón Romero”, 7-1204). Así, la Corte asentó la improcedencia de la emisión de un dispositivo de este carácter
en la etapa de funcionamiento normal del Congreso.
Otro aspecto que merece destacarse se refiere a que la ley, de acuerdo con la Constitución,
prevé la creación de una comisión bicameral permanente que habrá de revisar los decretos
de necesidad y urgencia. Al respecto, la Carta Magna prescribe que en la integración de la
Comisión deberá respetarse la proporción de las representaciones políticas de cada
Cámara.
Sin embargo, la ley en cuestión contempla que la comisión estará formada solamente por
dieciséis legisladores: ocho diputados y ocho senadores. Una composición como la prevista
no permite preservar la proporción de las representaciones políticas de las Cámaras,
especialmente la de Diputados. Si la cantidad de miembros de dicha comisión fuera mayor,
el panorama cambiaría, pues tendrían cabida en ella más minorías sin menoscabo de la
representación de la mayoría.
Conocida es la importancia de la presencia de las minorías en los cuerpos deliberativos,
pues sobre ellas recae, y no sobre el oficialismo, el control de la gestión del Poder Ejecutivo.
Otra faz importante consiste en que la aprobación del decreto de necesidad y urgencia es
posible, según la ley, con el consenso de una de las cámaras; más aún, si ninguna de ellas
se expide, el decreto permanece vigente, pues sólo será derogado si ambas lo rechazan. La
aquiescencia de una sola cámara es insuficiente para la aprobación del decreto, pues la
Constitución (art. 81) exige para la aprobación de una ley –el decreto de necesidad y
urgencia es una norma de sustancia legislativa– el consentimiento expreso de las dos
cámaras, y basta el rechazo de una de ellas para que la norma no adquiera existencia.
Por último, debido a que el decreto mencionado tendrá vigencia siempre que no sea
desaprobado por ambas cámaras, ya que no se establece un plazo dentro del cual éstas
deberían pronunciarse, la prolongación en el tiempo del silencio del Congreso implica, en la
práctica, una aprobación tácita que, precisamente, se halla prohibida por la Constitución (art.
82): “La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos
los casos, la sanción tácita o ficta”.
A modo de meditación final, se destaca que la ley no modifica la situación preexistente a su
sanción, caracterizada por el uso excesivo e inconstitucional, por parte del Presidente, del
dictado de decretos de necesidad y urgencia, lo cual viene produciendo un desplazamiento,
cada vez mayor, de la facultad exclusiva del Congreso de hacer la ley, violándose, de este
modo, la división de poderes. Así, al quedar las cosas como estaban, resulta aplicable la
reflexión de Tancredi, consignada en la obra El Gatopardo, de Giuseppe Di Lampedusa: “Si
queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.
El autor es profesor de Derecho Constitucional.
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