UN JUICIO JUSTO Son las 8 hs. de la mañana de un

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UN JUICIO JUSTO
Liliana Fassi
Son las 8 hs. de la mañana de un viernes de marzo.
Un hilo de sangre fluye por el rostro del hombre tendido en el suelo y se pierde en el
charco disfrazado por las baldosas terracota.
Hace unos minutos, Esteban se levantó, abrió la puerta del ropero y permaneció un
largo rato mirando la caja de zapatos en la que guardan el revólver. Arrastrando los pies,
recorrió la casa y salió al patio.
Falta muy poco para que Lucrecia, su mujer, vuelva de la calle. Abrirá la puerta, irá a
la cocina y dejará sobre la mesa la bolsa con bizcochos. Se dará cuenta de que Esteban
no puso a calentar el agua para el café.
Lo llamará, pero no recibirá respuesta. Lo buscará en el dormitorio, en el baño; abrirá
la puerta que va al patio y volverá a llamarlo. Un grito agudo romperá el aire tranquilo
de la mañana cuando lo vea tendido en el piso con el arma junto a su mano.
Ese día, como los demás, el despertador sonó a las siete y media. Lucrecia lo apagó,
se levantó y repitió el ritual mañanero: una ducha rápida, un leve toque de maquillaje,
una hebilla en el pelo. Buscó la billetera, la llave y salió hacia la panadería. Le
sorprendió encontrar más clientes de lo habitual. Con una curiosidad morbosa, se
recreaban con la noticia del día: la muerte de una importante figura de la política
nacional. Mientras esperaba su turno, Lucrecia escuchó los detalles sombríos: el hombre
había sido encontrado en su departamento con un balazo en la sien.
Cuando regrese y encuentre muerto a su marido, sus gritos ahuyentarán a los
gorriones que tienen su nido en el jacarandá del fondo. Esperará que su vecino se asome
sobre la pared que separa ambas casas, aunque sabe que el hombre se va a trabajar muy
temprano. Cuando esté segura de que nadie acudirá en su ayuda, entrará a la casa y
llamará a la policía.
Mientras espera, recordará que la noche anterior, como incontables veces en los
últimos tres días, Esteban se acercó adonde ella preparaba la cena y le pidió perdón.
Como incontables veces en los tres últimos días, ella ni siquiera le dirigió una mirada.
Al oficial Funes le tocará acudir al llamado de auxilio. Sentado ante la mesa de la
cocina, tomará notas a medida que Lucrecia relate lo ocurrido desde el momento en que
se despertó esa mañana. Ella se reprochará por demorar en la panadería; se preguntará, y
le preguntará al policía, si hubiera evitado la tragedia regresando antes. En el patio, los
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técnicos recogerán muestras, tomarán fotografías, harán lo usual ante una muerte
dudosa. El oficial le advertirá que esa tarde tendrá que continuar su declaración en la
seccional. Deberán buscar también posibles testigos; quizá un vecino haya escuchado el
disparo.
Cuando el vecino llegue a la comisaría, preguntará por el oficial Funes. No podrá
referir nada sobre esa mañana porque se fue a trabajar muy temprano, como siempre.
Relatará, en cambio, algunos fragmentos de una discusión que oyó unas noches atrás,
posiblemente el miércoles. Él no es una persona que suela curiosear en la vida ajena; fue
casual que escuchara las voces mientras regaba las plantas. No tiene amistad con esos
vecinos; nomás se saludan cuando se cruzan en la vereda. No sabrá decir por qué
discutían.
La noche del miércoles anterior determinó el momento preciso en que Lucrecia
descubrió quién era el hombre con el que se había casado. Nunca pensó que él fuera
capaz de mentir; menos aún de un acto tan ruin como el que llegó a confesarle.
Cuando el vecino declare, dirá que la mujer lloraba y le preguntaba a su marido una y
otra vez cómo había podido; cómo había sido capaz. No sabrá decir más; repetirá que
sólo le llegaban retazos de la conversación.
Cuando se vaya no se cruzará con Lucrecia, que llegará a la seccional para continuar
declarando. El oficial le preguntará si hubo alguna razón para que su marido pudiera
tomar la decisión de suicidarse; querrá saber si en las horas o en los días anteriores
ocurrió algo desacostumbrado. Lucrecia llorará y negará. Dirá que no sabe, que no
puede entender, que nunca imaginó algo semejante. Volverá a reprocharse. El policía se
tornará insistente. Parecerá desconfiado. Dirá que hay testigos de una discusión reciente.
Lucrecia jurará que fue una pelea sin importancia; todas las parejas pelean: ellos son
una pareja normal, una pareja como todas. Todavía no podrá usar el verbo en tiempo
pasado.
El noticiero de la tarde del miércoles dedicó mucho tiempo a la denuncia de
violación de una niña de once años por parte de un joven de veintidós. Lucrecia siempre
pensó que los violadores merecían la pena de muerte. Nunca toleró la idea; que le
ocurriera a una niña era para ella algo inconcebible. Ningún abogado debería defender a
un hombre capaz de hacer algo semejante.
Esteban dijo que todos deberían tener un juicio justo. Lucrecia preguntó quién
defendía los derechos de las víctimas. Él dijo que había que conocer cada situación.
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Lo que Esteban dijo la sorprendió. Estaba segura de que sobre ese tema los dos
pensaban lo mismo. Para ella, no era justificable la agresión de un hombre a una niña.
Él dijo que no se trataba de justificar, sino de explicar. Puso el ejemplo de un hombre
borracho, inconsciente de sus actos. Quizá después, estando sobrio, ni siquiera
recordara. Y si recordaba, podía ser que pasara el resto de su vida arrepintiéndose.
Ella se enfureció. Esos hombres no eran capaces de arrepentirse; no tenían
sentimientos. Sólo les importaba satisfacer sus instintos y, peor aún, nunca se curaban.
Por eso ella defendió siempre la pena de muerte. Así, no eran un peligro para la
sociedad.
Cuando él la miró, Lucrecia vio sus ojos llenos de lágrimas y una súbita angustia la
azotó. Sintió que su marido escondía algo insospechado.
Después de un largo silencio, Esteban confesó que llevaba muchos años carcomido
por el remordimiento; por guardar un secreto que cada vez lo envenenaba más.
Lucrecia sintió náuseas.
Y los recuerdos volvieron, atronadores como un río entre peñascos. Revivió aquella
tarde, cuando tenía trece años: el aliento a alcohol del hombre que estaba sobre ella; las
embestidas; el dolor; el asco; el miedo; la vergüenza… Lo único que no recordaba era
su rostro.
Poco a poco, Esteban le fue contando. Su memoria era un borrón; no sabía quién era
la niña. Él había bebido mucho. La había visto cruzar la calle. Nunca supo qué fuerza lo
había poseído. En todos esos años no dejó de pensar qué habría sucedido con aquella
niña; qué habría sido de su vida.
Lucrecia lo odió. Recordó su infancia trunca; su adolescencia aterrorizada. Necesitó
años de terapia para desterrar sus pesadillas; para no cambiar de vereda cada vez que
alguien caminaba a su espalda; para no ver a cada hombre como un posible violador.
Jamás dejó de preguntarse dónde estaría él; a cuántas más les habría robado la niñez. Le
había resultado muy difícil aprender a confiar en Esteban. ¿Cómo había podido…?
¿Cómo había sido capaz…? ¿Cómo…?
Sintió que todo su mundo se derrumbaba. El hombre con el que compartía su vida no
era diferente de aquél. Supo que ya nada sería igual para ellos.
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Son las siete y media de la mañana del trágico viernes de marzo. Como todos los
días, suena el despertador. Lucrecia lo apaga, se levanta y repite el ritual mañanero: una
ducha rápida, un leve toque de maquillaje, una hebilla en el pelo.
Unos minutos después, Esteban se levanta. Durante un largo rato, mira adentro del
ropero la caja de zapatos donde está guardado el revólver. Arrastrando los pies, recorre
la casa y sale al patio. Siente que la angustia lo ahoga. Lucrecia no volvió a hablarle
desde el miércoles, cuando él le reveló el secreto que lo torturó siempre. Siente que
merece la condena de ella y que eso aumenta hasta el infinito su sentimiento de culpa.
Piensa que es irónico que ambos tengan una historia semejante. Cosas como esa no
resultan creíbles ni siquiera en las novelas: ella, una víctima; él, un victimario. Se
pregunta qué pasará de ahí en adelante.
Cuando Lucrecia termina de arreglarse, vuelve al dormitorio y ve que él ya se levantó.
Abre la caja de zapatos donde está guardado el revólver. Lo carga. Sale al patio. Mira
hacia la medianera para confirmar que su vecino ya se fue: desde allí no llega ningún
ruido.
Esteban está sentado en el banco de piedra, de espaldas a ella. Se acerca a él. Le apoya
la mano en el hombro y le dice que no podrá perdonarlo. Pone el cañón del revólver a
escasos centímetros de la sien de su marido y dispara. Él cae al suelo y ella deja el arma
a su lado. La sangre empieza a disfrazarse en las baldosas color terracota.
Lucrecia vuelve al baño y se lava las manos. Busca la billetera, la llave y sale hacia
la panadería para comprar los bizcochos para el desayuno.
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