La idea del hombre como fundamento de la

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La idea del hombre como fundamento de la educación - Edith Stein
Humanitas 74 En toda actuación del hombre se esconde un logos que la
dirige.
Es muy difícil reproducir en una lengua moderna el
significado que
encierra el sustantivo “logos”, como
resulta patente en los esfuerzos de
Fausto por encontrar una traducción certera de este término.
Con “logos” nos referimos por un lado a un orden objetivo de
los entes, en el que también está incluida la acción humana.
Aludimos también a una concepción viva en el hombre de este
orden, que le permite conducirse en su praxis con arreglo al
mismo (es decir, “con sentido”). El zapatero debe estar familiarizado
con la naturaleza del cuero y con los instrumentos
para trabajarlo. Debe saber también, para poder desempeñar su
oficio de modo adecuado, qué es lo que se exige a unos zapatos
utilizables. Pero esta concepción viva que subyace al trabajo
no tiene por qué haberse convertido en todos los casos en una
clara imagen mental, en una “idea” del asunto de que se trate,
y menos en un concepto abstracto. Siempre que utilizamos palabras
terminadas en “-logía” o “-tica” estamos intentando captar el logos de
un campo concreto e introducirlo en un sistema abstracto basado en un
claro conocimiento, esto es, en una teoría. Toda labor educativa que trate
de formar hombres va acompañada de una determinada concepción del
hombre, de cuáles son su posición en el mundo y su misión en la vida, y
de qué posibilidades prácticas se ofrecen para tratarlo adecuadamente.
La teoría de la formación de hombres que denominamos pedagogía
es parte orgánica de una imagen global del mundo, es decir, de una
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metafísica. La idea del hombre es la parte de esa imagen global a la que
la pedagogía se encuentra vinculada de modo más inmediato. Pero es
perfectamente posible que alguien se entregue a una labor educativa
sin disponer de una metafísica elaborada sistemáticamente y de una
idea del hombre amplia y desarrollada. Ahora bien, alguna concepción
del mundo y del hombre ha de subyacer a su actuación, y de
esta se podrá deducir a qué idea responde. Es asimismo posible
que las teorías pedagógicas se hallen insertas en contextos
metafísicos de los cuales los representantes de esas teorías,
y quizá incluso sus autores, no tengan una clara percepción.
Puede también suceder que alguien “tenga” una metafísica,
y al mismo tiempo construya una teoría pedagógica que corresponde
a una metafísica completamente diferente. Y es bien
posible que alguien proceda en la praxis educativa de modo
poco congruente con su teoría pedagógica y con su metafísica.
Esta falta de lógica y de consecuencia tiene también su lado bueno:
constituye una cierta protección contra las repercusiones radicales de
teorías erróneas. Sin embargo, las ideas o teorías que se tengan nunca
dejarán de surtir sus efectos. Quien las defienda procurará actuar en
consonancia con sus ideas, pero también estará influido involuntariamente
por ellas, incluso cuando su actuación práctica se vea determinada
por concepciones opuestas más profundas, o de las que no sea
claramente consciente.
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Así pues, para mostrar sintéticamente la importancia que la idea
del hombre reviste para la pedagogía y las labores educativas, se
podría partir de los principales tipos de teorías y procedimientos
pedagógicos pasados y actuales, poniendo de manifiesto los contextos
metafísicos a que pertenecen. Sin embargo, para ello necesitaríamos
más tiempo del que disponemos. Solamente podremos ofrecer aquí
algunas indicaciones que sirvan de estímulo, para lo cual me gustaría seguir el camino
inverso: partir de algunas concepciones del hombre relevantes en nuestra época y estudiar
sus consecuencias pedagógicas.
I. Imágenes del hombre actuales con repercusiones para la pedagogía
Considero al hundimiento del idealismo alemán —que a mediados del siglo
XIX hubo de retroceder ante las corrientes materialistas y positivistas, pero que en el
último decenio de ese siglo experimentó un renacimiento y volvió a extenderse victorioso—
como un suceso esencial y muy característico de la vida espiritual alemana
de la actualidad. Aproximadamente a partir del cambio de siglo empezaron a actuar fuerzas
que lo hicieron
retroceder paulatinamente, hasta que en la I Guerra Mundial se asistió a su gran fracaso. En
la pedagogía sigue influyendo poderosamente
hasta el día de hoy. No podemos detenernos aquí a describir su carácter
filosófico general, sino que habremos de limitarnos a exponer algunos rasgos de su imagen
del hombre, que todos conocemos por
la lectura de los clásicos alemanes.
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1. La imagen del hombre del idealismo alemán y su significado pedagógico
El hombre, tal y como concuerdan en verlo Lessing, Herder, Schiller
y Goethe (a pesar de todas las diferencias que se pueden señalar
entre ellos), es libre, está llamado a la perfección (a la que denominan
“humanidad”) y es un miembro de la cadena formada por todo el género
humano, que se acerca progresivamente al ideal de la perfección. Cada
individuo y cada pueblo tienen, en razón de su peculiar modo de ser,
una misión especial en la evolución del género humano. (Esta última
idea, que en realidad ya va más allá del clasicismo, es la contribución
propia de Herder al ideal de la humanidad.)
Esta concepción del hombre explica el alegre optimismo y activismo
que se advierte en los vivos movimientos de reforma pedagógica de
finales del s. XVIII y del s. XIX. El ideal de la humanidad es para el
educador una elevada meta, en referencia a la cual tiene que ir formando
al educando. La libertad hace posible y necesario apelar al esfuerzo
del propio educando para alcanzar esa meta. Su independencia y sus
capacidades individuales deben despertarse y desplegarse para que
llegue a ocupar el lugar que le corresponde en su pueblo y en la humanidad
como un todo. Solo así podrá efectuar su propia contribución a
la gran creación del espíritu humano, la cultura.
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Que la labor educativa implica una lucha con la “naturaleza inferior”
es algo que se da por supuesto. Con todo, la confianza en la bondad de la
naturaleza humana y en la fuerza de la razón (una herencia de Rousseau
y del racionalismo) es tan grande que no se duda de su victoria. Es característico
del intelectualismo de esta filosofía el hecho de que solo tiene en
cuenta lo accesible al intelecto. De lo irracional (sentimientos, instintos,
etc.), cuya existencia no puede negar, solo presta atención a lo
iluminado por la luz de la conciencia. (Solo así cabe comprender
la aparición de una psicología superficial, cuyo único objeto es
la mera serie de los datos de la conciencia.)
El romanticismo descubrió las fuerzas de lo profundo, los
abismos de la existencia humana. Pero no pudo imponerse a la
corriente más fuerte en su época. Hoy, cuando desde otros supuestos
hemos reencontrado sus ideas, hemos vuelto a apreciar
a estos precursores.
2. La imagen de la psicología y sus repercusiones pedagógicas
La tranquila superficie de la conciencia, o de la vida externa
bien ordenada (sea de la vida privada o de la pública), se ve
alterada en ocasiones por extrañas convulsiones, que no cabe
derivar de las anteriores ondulaciones de la superficie de la
vida. Percibimos entonces que nos hallamos precisamente ante
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una mera superficie, debajo de la cual se esconde una profundidad, y que
en esta profundidad actúan oscuras fuerzas. Muchos de nosotros las
hemos descubierto en toda su intensidad gracias a las grandes novelas
rusas. Tolstoi y Dostoievski, grandes conocedores del alma humana, nos
han desvelado los abismos de la existencia del hombre. A otros, han
sido sucesos de sus vidas los que les han hecho descubrir esos abismos:
las enigmáticas fracturas de la vida “normal” del alma, con las que se
ve confrontado el psiquiatra, y no menos frecuentemente el pastor de
almas, han hecho que sus miradas se dirijan a esas escondidas profundidades.
El psicoanálisis supuso un primer gran avance en este sentido.
La literatura rusa y el psicoanálisis han captado la atención de grupos
cada vez más amplios de intelectuales, pero casi exclusivamente
de estos. Las fuerzas profundas no se han hecho visibles para todos
hasta la llegada de la guerra y las convulsiones de la posguerra. La
razón, la humanidad y la cultura han [N. del E: revelado?] una y otra
vez una estremecedora impotencia.
Es así como una imagen del hombre distinta ha ido ocupando el lugar
de la humanista. O mejor: otras imágenes del hombre, pues no cabe hablar
de unidad en este terreno. Unidad existe solo en este punto: cuantos
han profundizado en el conocimiento del alma han podido constatar
que estas profundidades, que permanecen ocultas al hombre ingenuo,
son lo esencial y activo, mientras que la vida de la superficie —los pensamientos,
sentimientos, movimientos de la voluntad, etc., que afloran
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con claridad a la conciencia— es un efecto de lo que sucede por debajo
de ella. Por eso mismo, lo que sucede en la superficie es una señal que
permite al analista, y en general a quien reflexiona sobre el mundo del
alma, descender a esas profundidades.
Los espíritus se dividen a la hora de concebirlas de una u otra manera.
Para el fundador del psicoanálisis —y para grandes grupos que, si bien
estimulados en un primer momento por él, hoy adoptan posiciones contrarias
en importantes puntos— las fuerzas profundas que determinan
la vida en calidad de poderes invencibles son los instintos del hombre.
Ahora bien, existen diversas corrientes según cuáles sean los instintos
que se consideran dominantes.
Los psicólogos también discrepan según
acepten la unidad del alma en la que se engarzan
los instintos (como lo expresa ya en su nombre
la psicología individual), o bien conciban la vida
del alma, en las vivencias superficiales al igual que
en las más profundas, como un caos que ya no
resulta posible reducir al denominador común de
la unidad de la persona. Comparada con la concepción
idealista, en esta nueva imagen del hombre se hace patente el destronamiento
del intelecto y de la voluntad libremente dominadora. También
se dejan de perseguir metas objetivas, accesibles al conocimiento
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y alcanzables por la voluntad. Se descomponen asimismo
la unidad espiritual del hombre y el sentido objetivo de su
creación cultural. ¿Sigue teniendo sentido una preocupación
pedagógica con esta concepción del hombre? La única meta a la
que se sigue tendiendo es el hombre cuyos instintos funcionan
“con normalidad”: por todo objetivo se persigue la curación
o prevención de perturbaciones anímicas, y no se emplean
otros medios que el análisis de la superficie de la vida, el
descubrimiento de instintos potentes y la posibilitación de su
satisfacción o de una sana reacción contra los mismos.
Podemos observar las consecuencias de esta concepción en los más
amplios círculos de padres y educadores, así como en los jóvenes mismos.
Esas consecuencias se extienden también a quienes no se apoyan
conscientemente en una antropología y en una pedagogía psicoanalíticas
o emparentadas con el psicoanálisis.
Veo una primera repercusión en el hecho de que los instintos reciben
una valoración mucho más alta que anteriormente. Los propios jóvenes,
y muchas veces sus educadores, dan por supuesto que esa valoración ha
de tener un correlato práctico. Y “darle un correlato práctico” significa
casi siempre satisfacer los instintos. Cualquier intento de combatirlos
se considera una rebelión contra la naturaleza que carece de sentido
y es incluso nociva.
Una segunda consecuencia del psicoanálisis es que en padres y
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educadores la tarea de dirigir y de formar retrocede en beneficio del
esfuerzo por comprender. Ahora bien, cuando se emplea el psicoanálisis
como medio de comprensión —y esto sucede hoy en día muchas veces,
no solo entre los educadores, sino también en los jóvenes de cara
a sus educadores— existe el gran peligro de seccionar el vínculo vivo
entre las almas, que es condición de toda intervención pedagógica, e
incluso de toda auténtica comprensión. (Por eso mismo, la psicología
practicada por profanos en la materia representa un peligro, no solo
pedagógico, sino también para toda la vida social, y muy especialmente
en la labor pastoral.)
3. La existencia humana en la filosofía de Heidegger
Junto a la concepción psicoanalítica del hombre, quisiera situar
otra que hoy en día goza de gran vigencia en los más altos
círculos intelectuales. Atiende también a la contraposición
entre superficie y profundidad, pero su concepción de la profundidad
y del acceso a ella es muy diferente. Estoy pensando
en la metafísica de nuestros días, concretamente en su forma
más impresionante, que nos sale al encuentro en los escritos
de Martin Heidegger.
La gran pregunta de la metafísica es la que versa sobre el ser.
Esta pregunta nos viene planteada por nuestra propia existencia
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humana y, según piensa Heidegger, solo puede encontrar
respuesta desde la existencia humana misma. El hombre está
rodeado en su existencia cotidiana por todo tipo de preocupaciones
y anhelos. Vive en el mundo y trata de asegurar su
puesto en el mismo. Se mueve en las formas tradicionales de
la vida social. Entra en relación con otras personas, y habla,
piensa y siente como “se” siente. Pero todo este mundo, firmemente
establecido, en el que se encuentra y al que contribuye, toda su atareada
actuación, no es sino una gran pantalla que le mantiene [N. del
E: apartado?] de las preguntas esenciales que están inseparablemente
unidas a su existencia, a saber, las preguntas: “¿qué soy yo?” y “¿qué
es el ser?”. Y, sin embargo, no logra sustraerse permanentemente a
esas preguntas. Por debajo de todo lo que se dice sobre esto y aquello,
pervive la preocupación por su propio ser. Hay algo que se lo recuerda,
y que sin embargo le lleva una y otra vez a huir de esas preguntas y a
refugiarse en el mundo: se trata de la angustia, que va indisolublemente
ligada a su ser mismo.
En la angustia se le manifiesta al hombre lo que es su existencia. Tan
pronto se plantea [N. del E: la?] pregunta se le ofrece la respuesta, pues
el ser resulta patente para quien se decide a querer verlo. El hecho al
que el hombre trata de hurtarse es que está “arrojado” a la existencia
para vivir su vida. A su existencia pertenecen posibilidades que tiene
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que aceptar libremente, entre las que se tiene que decidir. El punto
más extremo al que se encamina, y que pertenece irremisiblemente a
la existencia humana, es la muerte: su vida está signada con la muerte.
El hombre viene de la nada y a ella se dirige, sin poder detenerse. Quien
quiera vivir en la verdad debe soportar mirar cara a cara a la nada, sin
huir de ella hacia el autoolvido u otras formas de engañosa seguridad. La
vida profunda es para Heidegger una vida según el espíritu. El hombre
es libre, en el sentido de que puede y debe decidirse por un verdadero ser.
Pero no le ha sido señalado ningún otro fin que ser él mismo y perseverar
en la nada de su ser.
Heidegger no ha edificado teoría pedagógica alguna. Tampoco
puede ser tarea nuestra examinar hasta qué punto su
metafísica repercute en su praxis pedagógica, o en qué medida
se da en esta una saludable inconsecuencia. Debemos evaluar
tan solo a qué consecuencias pedagógicas conduce esta idea
del hombre. Si el hombre ha sido llamado al verdadero ser
(habrá que preguntarse, con todo, qué sentido puede tener esa
llamada cuando se dirige a una existencia que procede de la
nada y marcha hacia la nada), la misión del educador de cara a
los jóvenes será la de defender esa llamada y destruir ídolos y
formas engañosos. Ahora bien, ¿cómo podrá entregarse a tan
triste tarea, y quién podría dedicarse a ella con buena conciencia?
Pues ¿estaría seguro de que la otra persona tendría la capacidad
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de mirar cara a cara a esa existencia y a la nada, y de que
no preferiría más bien volver al mundo, o incluso huir de la existencia
para refugiarse en la nada?
II. La imagen del hombre de la metafísica cristiana
Solo será posible evitar el nihilismo pedagógico que se sigue del nihilismo
metafísico si se logra superar a este último con una metafísica
positiva, que dé una respuesta adecuada a la nada y a los abismos de
la existencia humana. Quisiera por ello terminar esbozando la idea del
hombre correspondiente a una metafísica cristiana y desarrollando sus
consecuencias pedagógicas.
Tampoco aquí podremos proceder históricamente, ni prestar atención
a las diferencias que se dan entre los grandes pensadores cristianos.
Únicamente trataremos de poner de relieve algunas líneas comunes.
No será posible prescindir por completo de las diferencias dogmáticas
existentes entre las distintas confesiones cristianas, pues de lo contrario
no se podría exponer la idea del hombre. Es decir, no me propongo tratar
distinciones dogmáticas, pero dado que por metafísica cristiana entiendo
una que haga uso de las verdades de fe, debo decidirme por un fundamento
dogmático concreto.
1. Su relación con las ideas expuestas
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La antropología cristiana comparte con la desarrollada por el idealismo
alemán la convicción de la bondad de la naturaleza humana, de
la libertad del hombre, de su llamada a la perfección y de la responsabilidad
que le incumbe dentro del todo unitario del género humano.
Pero da a todo ello un fundamento diferente. El hombre es bueno por
haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza, en su sentido
que le distingue de todas las demás criaturas terrenas. En su espíritu
lleva grabada la imagen de la Trinidad. San Agustín ha estudiado con
máximo rigor las diferentes posibilidades de concebir la imagen de
Dios inscrita en el espíritu humano1. Aquí no podemos exponerlas
con detalle; me limitaré a indicar lo más relevante para la cuestión
que nos ocupa.
El espíritu del hombre se ama a sí mismo. Para poder amarse, tiene
que conocerse. El conocimiento y el amor están en el espíritu; son por
tanto una sola cosa con él, son su vida. Y, sin embargo, son diferentes
de él y entre sí. El conocimiento nace del espíritu, y del espíritu que
conoce procede el amor. De esta manera, se puede considerar al espíritu,
al conocimiento y al amor como imagen del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Y esto no es una mera comparación, sino que tiene un
significado bien real. El hombre es solo por Dios, y es lo que
es por Dios. El espíritu puede conocer porque es, y porque en
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tanto que espíritu está dotado de la luz de la razón, es decir,
de la imagen del logos divino2. Al ser voluntad, el espíritu se
siente atraído por la bondad (por la bondad pura y por sus
imágenes terrenas), y ama y puede unirse a la voluntad divina,
para solo así encontrar la verdadera libertad. Conformar la
propia voluntad a la divina: tal es el camino que conduce a la
perfección del hombre en la gloria.
En este punto se hace patente de nuevo la radical diferencia
que separa a la concepción cristiana del hombre de la humanista.
El ideal de la perfección es para esta última un objetivo terreno
al que tiende la evolución natural de la humanidad. En la concepción
cristiana, se trata de un objetivo trascendente: el hombre puede y debe
esforzarse por llegar a él, pero no le es dado alcanzarlo con sus solas
capacidades naturales.
Con ello llegamos a lo que la antropología cristiana tiene en común
con las concepciones modernas que han reconocido el carácter superficial
de la conciencia. También ella conoce las profundidades del alma
y los lados oscuros de la existencia humana. No son para ella descubrimientos
nuevos, sino hechos con los que siempre ha contado, pues
comprende las raíces de que se nutren. El hombre era originalmente
bueno. En virtud de su razón era dueño de sus instintos, y estaba libremente
inclinado al bien. Pero cuando el primer hombre se apartó
de Dios, la naturaleza humana cayó de ese primer estado.
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El resultado fue la rebelión de los instintos contra el espíritu, el oscurecimiento
del entendimiento, la debilidad de la voluntad. El primer
hombre ha transmitido por herencia esta naturaleza corrompida a todo
el género humano. Con todo, aunque abandonado a sí mismo, el hombre
no queda sin embargo totalmente a merced de las fuerzas oscuras:
la luz de la razón no se ha apagado en él por completo, y conserva la
libertad. De esta manera, todo hombre tiene la posibilidad de luchar
contra su naturaleza inferior, si bien siempre estará en peligro de ser
vencido, y nunca logrará por sus propias fuerzas la victoria total. Ello
se debe, por un lado, a que ha de pugnar con enemigos invisibles (el
que haya aprendido a desconfiar de la superficie no implica en modo
alguno que tenga la seguridad de poder desvelar realmente
su profundidad); por otro, a que tiene al traidor detrás de sus
propias líneas: la voluntad, a la que tan fácil es hacer capitular.
Así pues, vemos por una parte a hombres que se agotan en
la lucha, y por otra a hombres que dejan de luchar o nunca
lo han hecho, esto es, que se abandonan al caos, en ocasiones
hasta tal punto que ya no resulta visible la unidad de la persona.
(Esa unidad, sin embargo, existe a pesar de que no lo
parezca, puesto que cada alma es una, ha sido creada por Dios
y está llamada a la inmortalidad. Si se pierde para sí misma,
será responsable de ello, puesto que en todo momento puede
acceder a la profundidad en la que le resulta posible reencontrarse
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consigo misma). Es indudable que hay hombres en los
que la inclinación al bien inscrita en la naturaleza humana,
que no se ha perdido totalmente por la caída, parece tener
una fuerza especial. Estos hombres alcanzan un alto grado
de armonía en un nivel meramente natural. Ahora bien, la fractura
pasa también por su naturaleza. No sabemos cuánto notan de ella en
lo escondido de su interior, ni cuándo saldrá a la luz de manera que
se hagan visibles los abismos.
El hombre no tiene poder alguno sobre las fuerzas profundas, y no
puede encontrar por sí solo el camino que conduce a las alturas. Con
todo, hay un camino preparado para él. Dios mismo se ha hecho hombre
para sanar su naturaleza y devolverle la elevación sobre lo meramente
natural que le ha sido asignada desde toda la eternidad. El Hijo del
eterno Padre se ha convertido en la nueva cabeza del género humano.
Cuantos se unen a él en la unidad del cuerpo místico participan de su
filiación divina y llevan en sí mismos una fuente de vida divina, que
salta hasta la vida eterna y al mismo tiempo sana las fragilidades de
la naturaleza caída.
Asimismo, la luz natural de su entendimiento ha sido fortalecida por
la luz de la gracia. Está mejor protegida contra los errores, si bien no
asegurada contra ellos. Sobre todo, los ojos del espíritu están abiertos
para todo lo que en este mundo nos habla de otro mundo diferente.
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Por su parte, la voluntad está inclinada al bien eterno, de manera que
no es fácil apartarle de él, y queda robustecida para luchar contra las
fuerzas inferiores.
Con todo, durante esta vida el hombre permanece sometido a la
necesidad de luchar. Debe implorar constantemente que se le conceda
la vida de la gracia, y ha de procurar conservarla. La perspectiva del
status termini, de la vida de la gloria, en la que contemplará
la verdad eterna y se unirá inseparablemente a ella por el
amor, se le presenta solamente como recompensa por haber
luchado. Tender a este objetivo sin desviarse de él: esta debe
ser la pauta para toda su vida, de modo que en todos los
asuntos y sucesos de su vida terrena busque su relevancia
de cara a esa meta eterna, y los valore y actúe sobre ellos
conforme a ese criterio.
De esta manera, al cristiano se le exige una actitud crítica
ante el mundo, en el cual se encuentra como hombre que
despierta al espíritu, y también ante el propio yo. La llamada
a atenerse al verdadero ser, que con tanta radicalidad se nos
formula desde la metafísica de Heidegger, es una llamada del
cristianismo más originario: es un eco de aquel “convertíos”,
“Metanoeite”, con el que el Bautista invitaba a preparar los
caminos del Señor.
Entre todos los pensadores cristianos, ninguno ha respondido
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a esa llamada con tanta pasión y energía como san Agustín con
su Noli foras3 ire, in te redi, in interiore homini hábitat veritas. Es muy probable
que nadie haya profundizado tanto en su propio interior como
Agustín en sus “Confesiones”, pero tampoco nadie ha planteado una
crítica más dura y más radical al mundo de la vida del hombre que la
contenida en “La ciudad de Dios”.
Ahora bien, el resultado es completamente distinto. En el interior del
hombre habita la “verdad”: esta verdad no es el hecho desnudo de la propia
existencia en su finitud. Por irrefutablemente cierto que sea para san
Agustín el hecho del propio ser, aún más cierto es el hecho de ser eterno
que se halla tras ese frágil ser propio. Esta es la verdad que se encuentra
cuando se llega hasta el fondo en el propio interior. Cuando el alma se
conoce a sí misma, reconoce a Dios dentro de ella4. Y conocer qué es y lo
que hay en ella solo le es posible por la luz divina. “Tú me conoces, y yo
querría conocerme como soy conocido”5. “¿Qué puede haber en mí que te
esté oculto, Señor, a ti que penetras el abismo de la conciencia del hombre,
incluso aunque yo no quisiese confesártelo…? Por eso, Dios mío, hago mi
confesión en silencio ante tu rostro… Nada verdadero digo a los hombres
que tú no hayas oído antes de mí, y tú no oyes de mí nada que tú no me
hayas dicho antes”6. En estas palabras se advierte un profundo escepticismo
ante todo autoconocimiento meramente natural. Ahora bien, dado que
para san Agustín el autoconocimiento es más originario y más cierto que
todo conocimiento de cosas externas, la empresa de poner al descubierto
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las escondidas profundidades de almas ajenas con medios meramente
naturales tiene que parecerle verdaderamente temeraria.
A modo de resumen podemos decir: desde la antropología
cristiana, se advierte que el ideal humanista proyecta una imagen
del hombre que conserva su integridad, el hombre antes de la
caída, pero no presta atención alguna a su origen y a su meta, y
prescinde por completo del hecho del pecado original. La imagen
del hombre de la psicología profunda es la del hombre caído,
visto también estática y ahistóricamente: quedan sin considerar
el pasado del hombre y sus posibilidades futuras, así como el
hecho de la Redención. La filosofía existencial nos muestra al hombre en
la finitud y en la nada de su esencia; considera únicamente lo que el
hombre no es, y por ello desvía su mirada de lo que, con todo, el hombre
es positivamente, así como del Absoluto que comparece por detrás de
este ser condicionado.
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