la inseguridad ética, fuente de creatividad moral

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PAUL VALADIER
LA INSEGURIDAD ÉTICA, FUENTE DE
CREATIVIDAD MORAL
Hoy se da una gran inseguridad para saber dónde está el bien y dónde el mal. ¿Esto es
algo negativo o puede ser una fuente de "creatividad moral" ? El crítico y sugerente
artículo que presentamos nos descubre que del aparente caos actual de valores éticos
puede surgir una moral más creativa, y por tanto más dialogante y más humana.
Notre précarité, une chance pour la vie morale, Christus, 34 (1987) 234-244
A menudo, hacemos del mundo moral un mundo de sue ños: qué sencillo sería todo si
pudiéramos ver con claridad dónde está el bien y dónde el mal. Este sueño, dadas las
incertidumbres y contradicciones de nuestra época, se convierte las más de las veces en
nostalgia del pasado, cuando uno sabía a qué atenerse, cuando se enseñaba a los niños a
respetar a sus padres y los adultos conocían bien las normas de conducta. Cierto que
nunca fue fácil cumplir con el deber, pero al menos se tenían unas ideas relativamente
claras acerca de las normas a seguir, de los va lores a defender y de los ideales a
promover (matrimonio, concordia social, etc.). Las dudas se limitaban a los medios para
vivir moralmente.
Los sueños y la realidad de la vida
Es muy posible que esto no sea más que un sueño malsano. No hace creer que la edad
de oro ya pasó y que nos ha tocado vivir una época turbulenta; da alientos a un cierto
masoquismo, y acaba proporcionándonos multitud de excusas para adoptar una postura
cómoda y prescindir de la moral con buena conciencia: si los tiempos no fuesen tan
difíciles, si la moral fuese más cierta, entonces sí que podríamos y deberíamos vivir
mejor... Si no nos obligan más que los valores que aparecen perfectamente claros, no
hay duda que podremos dispensarnos de seguirlos en la mayoría de los casos. Cuando se
trata de decisiones algo complejas, cuando nuestras opciones afectan a otros o de ellas
depende un futuro incierto..., corremos gran peligro de considerar que como no
gozamos de la tranquilidad de la certeza, podemos seguir la corriente, hacer como todo
el mundo, no examinar las cosas más de cerca... Este es el engaño, la perversidad de la
tentación que enmascaran nuestros sueños.
Hay que exorcizar una y otra vez este viejo mito de una vida moral perfectamente
reglamentada tanto para tocar de pies en el suelo por lo que respecta a la realidad de la
existencia humana, como para no cargar sobre la época en que vivimos la culpa de hacer
imposible la vida moral. Ha de quedar bien claro que el sueño que analizamos no es más
que un contrasentido dentro de la moral. Esta no consiste en sacar consecuencias
prácticas coherentes con unos principios pretendidamente sólidos. Ya Aristóteles
insistía en que el razonamiento moral consiste en el discernimiento concreto sobre una
situación también concreta; cosa que implica mucha más valentía y decisión que no la
mera obediencia a una deducción totalmente cierta. Hacer desvanecer estos sueños nos
pone además en condiciones de entender que si bien nuestra época presenta bastantes
problemas, no por eso representa ni el hundimiento en la incoherencia, ni el caos ético,
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ni el desprecio de todo ideal con respecto a una mítica edad de oro de la vida moral.
Aunque sea una perogrullada, conviene recordar que vivir como hombre auténtico
(llevar una vida moral), no ha sido, ni lo será jamás -tampoco hoy-, cosa fácil. Nuestra
época, como las otras, no hace fácil la vida moral; hay que reconocer que la hace
incómoda por ciertas razones que le son específicas.
El supermercado ético
Si la vida moral no se desarrolla en régimen de evidenc ias y certezas, es claro que el
peso de ella reposa sobre "la aptitud de cada persona para juzgar" siguiendo una
conciencia bien formada. La época actual hace particularmente difícil la vida moral
precisamente porque desestabiliza el juicio ético, lo enloquece y problematiza su misma
formación. El desconcierto no afecta tanto a los valores (¿quién hay que no quiera la
justicia, la paz...?) como a las conciencias, que aparecen incapaces de decidirse y, por
tanto, de determinar en concreto dónde está el bien y dónde el mal.
Una explicación de esta crisis radica en el bombardeo de valoraciones contradictorias al
que nos vemos sometidos continuamente ya desde muy pequeños. ¿Que niño hay en la
sociedad urbana de hoy que, además de los valores inculcados por su familia, no se tope
con otros procedentes de la televisión, de los "comics", de los compañeros, de la escuela
o de los anuncios de la calle, que no siempre concuerdan con los primeros? ¿A quién ha
de escuchar? ¿Son del mismo peso los valores presentados por los padres (o quizás por
los abuelos...), que los otros? ¿A partir de cuáles se irá formando la "voz de la
conciencia"?
A una cacofonía tan poco propicia a la estabilidad de los criterios, se añade el "choque
entre las opiniones contrapuestas". Se habla del ocaso de las ideologías, pero sus restos
subsisten y los enfrentamientos acerca de cuestiones fundamentales suelen ser muy
vivos. El hecho mismo de que muchos intelectuales condenen hoy a la hoguera lo que
adoraban ayer, tampoco ayuda a asentar la autoridad de quienes podrían desempeñar el
papel de "sabios". Y menos mal si no se desacredita cualquier búsqueda de la verdad
como sospechosa de andar tras un mito o de defender intereses inconfesables. Todo ello
lleva a un endurecimiento de posiciones y a una lucha frontal sea a nivel mundial sea en
la discusión más banal. Así, para unos la interrupción del embarazo es una afirmación
de la libertad, una conquista femenina y un signo de dominio sobre el propio cuerpo;
mientras que para otros, es un asesinato, un crimen trivializado hasta hacerlo correr a
cargo de la seguridad social o una forma sutil de alienación ante la técnica. Igualmente,
la inmigración extranjera es para unos signo de decadencia nacional y para otros,
ocasión de beneficiarse de nuevas energías y mentalidades, perfectamente en línea con
la tradición nacional de dar siempre una buena acogida.
Las "opiniones contrapuestas" se apoderan del lenguaje moral en provecho propio y
entorpecen así la capacidad de enjuiciar, ya que "su lenguaje constituye una barrera"
para llegar a la realidad y abarcar la complejidad de las cosas al señalar de buenas a
primeras qué se deben pensar. Todos reivindican para sí lo bueno e identifican a los
contrarios con el egoísmo, el atraso y el mal. ¿Quién puede poner en tela de juicio la
práctica de la fecundación in vitro si se la presenta como fruto de la generosidad, como
un gesto desinteresado en servicio de una pareja atribulada? De forma parecida, la
propaganda se las ingenia para presentar una política de rearme como "iniciativa de
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paz". En cambio, las medidas necesarias para mejorar la competitividad de una empresa
se hacen aparecer como manifestación de la voluntad destructora de los patronos o del
gobierno que se afana por crear miseria. Una vez más, las conciencias se dejan engañar
por enunciados que parecen dispensar de un examen más cercano de las cosas, sobre
todo cuando éstas son difíciles de abarcar para el común de los mortales.
Tras el choque de opiniones no hay sólo causas ideológicas. La complejidad de los
problemas concretos hace que a menudo sus soluciones presenten nuevos problemas,
cosa que hace pensar si se trata de verdaderas soluciones. El diagnóstico prenatal, p. Ej.,
parece algo muy positivo que hay que promover, pero ¿quién no ve que puede colocar a
la gestante y a su médico ante decisiones muy serias, que puede favorecer el aborto, que
puede abrir la puerta sutilmente a prácticas eugenésicas, moderadas al principio y
sistemáticas luego? ¿Es, entonces, un bien o un mal? Otro caso: armarse para defender
la independencia o un cierto modo de vivir y un tipo de civilización, parece correcto;
pero ¿qué pasa cuando esto requiere un armamento muy costoso, que dura poco y que es
terriblemente mortífero, de modo que lleva consigo peligros que se oponen a los valores
que se trataba de defender? También, ¿qué hacer si para lograr la competitividad de una
empresa no hay más remedio que enviar gente al paro? Estos ejemplos presentan
contradicciones ya a nivel de principios ya por el hecho de que no vemos claro cómo
respetar unos valores sin usar de medios que los ponen en entredicho. Nos desconcierta
el que, al parecer, los condicionamientos técnicos no permiten dar con soluciones
aceptables desde todos los puntos de vista. Parece que "la moral se oponga a la moral" y
que la convicción de la validez de los valores incontestables, en lugar de reducir los
obstáculos, los aumenta. ¿Hay que desesperar de la moral?
¿Habrá que darse por vencido ante el relativismo, única solución aparentemente viable?
Pero seguir la corriente y obedecer los imperativos de la "técnica" al servicio del
progreso", tampoco resuelve nada. Como ha quedado patente en el caso del diagnóstico
prenatal, la técnica no dice de por sí qué hay que hacer, o bien se convierte en madrastra
caprichosa y dominante.
Si no hay que soñar, parece que la única actitud correcta es la de "tomarse en serio la
situación ética desgarrada" en la que hemos de vivir como hombres y como cristianos,
sin pararse, estupefactos, a estigmatizarla. Hay que "descubrir en ella qué posibilidades
hay de llevar una vida digna de hombres y de hijos de Dios". Habrá que edificar la vida
moral apoyándose precisamente en los puntos críticos enunciados.
Ningún voluntarismo nos librará de nuestras temibles incertidumbres ni de las
oscilaciones propias de conciencias formadas en el supermercado ético descrito. Nuestra
época engendra conciencias inseguras. De ahí que surjan tendencias a la rigidez, a
reclamar una autoridad que hable fuerte y claro, a los fundamentalismos de los
ayatollahs del imperativo categórico. De ahí, también, que unas mismas personas
puedan caer, poco después, en el laxismo, el indeferentismo y las concesiones más
exageradas al "espíritu de los tiempos". Hay que someter a tratamiento esta conciencia
insegura y frágil para que, estructurándose, alcance estabilidad. Eso no se conseguirá
más que denunciando pacientemente los "no hay más remedio que" de la moral ("no hay
más remedio que" volver a los principios, reencontrar un catolicismo que nos dicte el
derecho y la moral...), porque son ellos los responsables o los cómplices de los súbitos
derrumbamientos cuando se resquebrajan las bellas fachadas autoritarias. A quien cede,
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en cambio, hay que recordarle la importancia y conveniencia del ideal moral, aunque
uno se sienta lejos de él.
Aparece también una salida, una solución, por el lado de los choques entre "opiniones
contrapuestas". El recurso a los valores morales no puede, hoy, dejar de lado los
debates. El emplearse en la discusión se hace más urgente supuesto que las conciencias
se enfrentan a juicios contradictorios. Hoy no puede concebirse una educación moral
libre de tales confrontaciones. Cabe, sin embargo, evitar ese relativismo para el que todo
vale, si los adultos que formulan sus convicciones saben situar y fundamentar sus
puntos de vista en el mismo debate. Los jóvenes encontrarán en ellos, no legisladores
imperturbables enunciando leyes que no les afectan, sino individuos comprometidos con
aquello que les parece mejor y motiva su vida. Eso hay que aplicarlo también a nivel
colectivo, p. Ej., a la iglesia. No encontrará la credibilidad necesaria huyendo del debate
sino enfrentándose y mostrando la validez de su postura al escuchar, acoger y debatir
con quien no comparte sus ideas. Por el contrario, la afirmación imperturbable de unos
valores que se proclaman como absolutos, engendra, conserva y refuerza el relativismo.
Hay que denunciar la complicidad que se da entre el autoritarismo moral y el laxismo
práctico, a fin de allanar el camino al razonamiento y al comportamiento moral
concreto.
La aceptación del debate nos hará, también, menos ingenuos ante las desviaciones de
sentido del "lenguaje corriente". No hay que creer que basta decir bien las cosas para
obrar bien, olvidando que "del dicho al hecho hay un gran trecho". Para dar origen a una
existencia verdadera, hoy se requiere un esfuerzo por precisar qué queremos decir
cuando afirmamos que tal acto es bueno o que tal postura es censurable. Se trata de una
tarea difícil pero indispensable si no queremos caer en la trampa de lo fácil, del
tecnocratismo o de las falsas evidencias. ¿Qué quiere decir en realidad la petición de un
enfermo de que se ponga fin a sus días? ¿Quiere realmente lo que dice? ¿Qué quiere
decir una pareja estéril que desea un niño a toda costa? ¿De qué necesidad de poder, de
qué miedos secretos o de qué debilidades internas es víctima el ayatollah del imperativo
categórico que quiere hacernos creer que proclama la verdad y la justicia desechando
los extravíos de la época? ¿Vamos a aceptar como moneda constante y sonante los
discursos basados en la afirmación perentoria o en la condenación de los tiempos que
corren cuando uno presiente las cegueras y timideces de que se nutren? En estos casos
hay que superar la inmediatez de las palabras para robustecer el propio juicio moral con
unos fundamentos menos baladíes.
No seamos víctimas de ilusiones ópticas. Es cierto que en nuestra sociedad se presentan
casos de conciencia gravísimos creados por ella misma como consecuencia del progreso
técnico. Hemos hablado de "la moral opuesta a la moral", pero si se discute sobre la
fecundación in vitro, el aborto, el rearme o el paro es porque se ve que en todo ello se
están poniendo en juego cosas fundamentales; que no todo es siempre permisible; que
hay cosas que "deben" hacerse y otras que "deben" evitarse. No olvidemos la amplitud
de los consensus éticos que unen hoy las conciencias. Recordemos el favor de que
gozan los derechos humanos hasta convertirse en el sustituto de la ley natural de antes.
Qué pocos se atreverían a atacar el principio del respeto a la persona y a toda persona,
aunque luego no se saquen siempre las debidas consecuencias. Los extravíos o la mera
dificultad en la aplicación de este principio no debe hacernos olvidar su fuerza de
convicción. Es como "el punto de referencia universal" que justifica todos nuestros
debates. ¿A qué tantos debates sobre la eutanasia, el aborto, el paro, el hambre o el
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racismo, si los hombres no fuesen más que un fardo de necesidades o una sombra
ilusoria y no tuviesen todos la misma dignidad?
Lo que ayuda a vencer el relativismo no es saber inmediatamente a qué nos compromete
un concepto universal. El criterio moral hay que debatirlo, encontrarlo y fortificarlo en
la confrontación con puntos de vista opuestos o con los retos que suscitan las nuevas
técnicas, y nuestra capacidad de decisión se ha de estructurar para que madure en
contacto con los datos concretos analizados e interpretados a la luz de aquel principio.
¿Cómo no ver cuánto puede ayudar la fe cristiana, sobre todo si no cae en tentaciones
doctrinarias y voluntaristas, a que los hombres enjuicien su situación a la luz de la
vocación divina? Y eso, no para escapar de la esfera del relativismo como por milagro,
sino para llevar una vida digna de nuestra vocación.
La moral "arriesgada" propia de nuestro tiempo
Desvanecidos los sueños, vemos que hemos de vivir nuestra vida de hombre y de
cristianos en una época de incertidumbres morales, caricaturizada de caos relativista por
ciertos temperamentos melancólicos, pero que vive también atormentada por "una
voluntad nada vulgar de respetar lo humano en cada hombre y en todos los hombres",
que tiene este principio por alfa y omega de la moral, aunque luego, en la práctica, no
sepa siempre reconocerlo. En vez de desesperar y denunciar estos tiempos como
relativistas y sin brújula (cosa que tanto agrada a ciertos cristianos), hay que reconocer
que se trata de una situación llena de esperanzas y esforzarse por mantener viva dicha
referencia a los derechos humanos y a la dignidad de hijos de Dios en la singularidad de
cada caso y situación. El moralista, pasa de ser un librador de soluciones concretas a
una posición kenótica: a aceptar que aun los deberes más elevados se discutan
vivamente a nivel académico y vulgar; a no saber dónde le lleva su fidelidad al ideal
pero seguro de que no ha de desentenderse de los problemas, que ha de informarse de
las soluciones, que debe guardarse de falsas evidencias en conclusiones prefabricadas,
que está obligado a debatir con otras conc iencias para discernir con ellas lo que hay que
hacer dada su competencia técnica, sensibilidad moral y tacto psicológico. La falta de
certeza concreta, tan insoportable para quienes viven acongojados por el ideal, fuerza a
la "creatividad moral" en equipo.
Quizás sea ésta la suerte de nuestro tiempo. No cabe seguir las huellas de nuestros
antepasados, por venerables que sean. A partir de un riquísimo patrimonio de sabiduría,
hemos de "inventar" para que el hombre siga conservando su faz humano-divina, desde
la inseguridad de unos difíciles debates.
Tradujo y condens ó: JOSE MESSA
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