El trasplante de células fetales para el tratamiento de la enfermedad

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El trasplante de células fetales para el tratamiento de la enfermedad de Parkinson
Antonio Pardo
Profesor Adjunto. Departamento de Bioética. Universidad de Navarra.
Publicado en Cuadernos de Bioética, 1993;4(13):65-70.
En estos últimos meses, los medios de información nos hablan con cierta frecuencia
del trasplante de células fetales como tratamiento para la enfermedad de Parkinson. El
tema vuelve a ser noticia gracias a los resultados de las últimas investigaciones, que parecen confirmar las esperanzas puestas en el procedimiento. Pero es también noticia por
la discusión que se ha organizado a su alrededor, debida a un hecho elemental: para
poder realizar dicho trasplante es preciso matar al donante.
Casi todos conocemos algún enfermo con el mal de Parkinson. Sus síntomas principales son el temblor fino, los cambios de personalidad, que se hace pasiva, indecisa y
temerosa, la rigidez e inexpresividad del rostro y la dificultad para moverse con soltura. Sin embargo, los enfermos que solemos conocer son los que padecen la enfermedad
de Parkinson senil. Los trastornos de la movilidad son una manifestación más del envejecimiento cerebral, que también se muestra en la pérdida de memoria reciente y
en otros trastornos típicos del anciano.
Hay otros enfermos que, sin ser ancianos, también la padecen, y en un grado tal
que llega a ser completamente invalidante. El médico se encuentra ante enfermos jóvenes
confinados en la silla de ruedas y que, con ayuda de la medicación hoy disponible, sólo
consiguen valerse por sí mismos a ratos.
Este cuadro tiene una causa bien conocida: la degeneración de unas 60.000 neuronas, agrupadas en el mesencéfalo. Al degenerar estas células, se deja de producir dopamina, sustancia básica para la coordinación motora. El resultado es el temblor y la
invalidez típicas de la enfermedad de Parkinson. La administración de dopamina, o
de sustancias que contribuyen a producir su mismo efecto, alivia el problema en los casos leves. Pero, en los enfermos graves, inválidos, la medicación, que tiene limitaciones por los efectos secundarios, no suele ser suficiente para permitir una vida aceptablemente normal.
Las primeras noticias esperanzadoras
En los años ochenta se comenzó a hablar de la posibilidad de trasplantar células
productoras de dopamina al cerebro de estos pacientes. En teoría, con esta técnica se
conseguiría restaurar el funcionamiento de la coordinación motora de estos enfermos,
que podrían llevar una vida relativamente normal. Se comenzaron los trabajos pertinentes de cirugía experimental con monos en los que se había producido la enfermedad de Parkinson, y se obtuvieron algunas mejorías apreciables.
Animados por estos resultados, quizá de modo prematuro, se comenzaron los ensayos
de enfermos. Hacia 1988, los medios de comunicación se hicieron gran eco del trabajo
de Madrazo que, en México, había intervenido a algunos pacientes. Para realizar los trasplantes, con sus primeros enfermos empleó células de la médula de la cápsula suprarrenal del propio paciente (el otro tejido que produce dopamina en el organismo humano); posteriormente inició los trasplantes de células fetales productoras de dopamina.
Los resultados no fueron espectaculares, pero sí esperanzadores: durante algunos meses los pacientes vieron relativamente aliviados sus síntomas y pudieron disminuir la
medicación que recibían.
Estado actual del tratamiento
Los trabajos realizados por diversos grupos de investigadores en los últimos años
han ido poco a poco poniendo en claro algunas condiciones necesarias para la eficacia de
los trasplantes. El trasplante de células suprarrenales es prácticamente ineficaz. Para
que el trasplante de células fetales produzca resultados apreciables, deben implantarse
en el mesencéfalo gran número de esas células (aproximadamente las provenientes de 8 a
12 fetos por paciente trasplantado), pues en el procedimiento mueren bastantes células y cada feto posee sólo unas 15.000 útiles.
El trasplante de células fetales no parece provocar un rechazo inmunológico por
parte del receptor, ni enfermedad del injerto contra el huésped. En cuanto a los resultados, después de un mes sin cambios apreciables en la enfermedad, comienza una mejoría persistente del enfermo, que parece corresponder al establecimiento de conexiones
neuronales entre las células trasplantadas y las del receptor, conexión que es posible gracias a la plasticidad propia de las células fetales. Para que se manifieste esta plasticidad,
estas células deben pertenecer a fetos de 8 a 10 semanas de edad.
Además de la relativa incertidumbre sobre algunos aspectos técnicos, se presentan
algunos problemas insoslayables. Por ejemplo: la intervención es muy cara; no se sabe
su eficacia a largo plazo, pues se ignora si la enfermedad del receptor afectará también
a las células trasplantadas; la realización de las pruebas pertinentes sobre el tejido a trasplantar para evitar la transmisión de enfermedades virales (SIDA, hepatitis, herpes,
citomegalovirus) no es nada fácil y costará tiempo y dinero averiguar cómo realizarlas
sin agotar la pequeña cantidad de tejido disponible para el trasplante y sin obligar a
una espera tan larga que comprometa la supervivencia del tejido.
El origen de la polémica
Por lo dicho, podría parecer que el trasplante de células fetales es un tratamiento
experimental más, que necesita madurar antes de que entre a formar parte de la práctica
médica habitual. Y, básicamente, es así. No es planteable todavía una aplicación sistemática, pues todavía faltan pruebas de su fiabilidad. Sin embargo, la publicación reciente en el New England Journal of Medicine (vol. 327, n° 22, 26-11-92) de estudios algo más extensos que el famoso de Madrazo, ha inyectado optimismo a los investigadores para proseguir sus trabajos. Según los artículos publicados, los pacientes
han mostrado una mejoría parcial, pero duradera y suficiente para llevar un régimen
de vida muy mejorado. En dos pacientes, con Parkinson desencadenado por heroína
sintética contaminada, la mejoría fue muy notable.
Sin embargo, la continuación de las investigaciones necesita materia prima para la
realización de los trasplantes experimentales: para cada uno es necesario programar de
6 a 12 abortos simultáneos que proporcionen las células que se han de transferir. Esto exige mucha coordinación, instalaciones adecuadas y personal especializado. Si se desea
que las investigaciones prosigan a buen ritmo, será necesaria financiación estatal y los
investigadores la han solicitado.
Hasta ahora, la administración estadounidense, a pesar de que el aborto es legal en
ese país, se había negado repetidamente a financiar esta investigación con fondos públicos. Esta política ha estado plenamente vigente durante los mandatos de Reagan
y Bush, de modo coherente con su postura de defensa de la vida: como es imprescindible el aborto del donante, no estaban dispuestos a ayudar a su realización con dinero federal, ni siquiera indirectamente.
Abortos para trasplantes
Ante esta postura de los gobiernos republicanos, la revista Science, de conocida tendencia liberal, levantó ya su crítica el año pasado: si los abortos se realizan, y en canti-
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dades fabulosas (se calcula un total en torno a un millón ochocientos mil cada año en
USA), ¿qué hay de malo –pregunta su editor– en aprovecharlos para un fin bueno, como
es aliviar a los enfermos de Parkinson? Por su parte, el New England Journal of Medicine, en el número que recoge los artículos con los últimos datos científicos sobre los trasplantes, se ha unido a esta reclamación.
En efecto el número de abortos que se lleva a cabo en Estados Unidos es enorme.
Pero los cadáveres desmembrados de los abortos ordinarios no sirven para aliviar el
Parkinson. Se precisan células cerebrales vivas y fetos íntegros, no los despojos fragmentados del aborto “normal”. Los criterios vigentes para tomar algunos órganos de cadáveres para trasplante son aquí inaplicables pues, si se cumplieran, las células que interesa
tomar vivas ya habrían muerto. Los fetos abortados por procedimientos comunes no
son idóneos; los que se usan como fuente de células han de extraerse con precauciones
especiales. Es necesario practicar la vivisección del feto, con la ayuda de la ecografía y
un sistema especial de aspiración.
Los hechos son terminantes: en el caso de trasplante de células fetales, el aborto se realiza con una técnica específica “a fin de” realizar el trasplante. Si no fuera así y se
aprovechara un aborto “normal”, no podría aplicarse esa técnica especial en el feto todavía vivo para obtener las células que interesan. Como esa técnica especial existe, en
esos casos el aborto se realiza “para” realizar el trasplante.
Esto traslada la discusión a su verdadero terreno: el de la ética médica. ¿Puede el
médico programar los abortos para aliviar a los enfermos de Parkinson? Indudablemente no. Sería equivalente a matar a un donante potencial de órganos para poder
aliviar a otros pacientes con los trasplantes: una auténtica esquizofrenia médica.
Del “no” de Bush al “sí” de Clinton
Para resolver los aspectos éticos de estos trasplantes, ya en 1988 se reunió una comisión nombrada por el Congreso. Su dictamen se mostraba partidario de proseguir los estudios, intentando conciliar los dos extremos incompatibles: matar y curar. Para conseguirlo, planteaba la cuestión de los abortos desvinculada de la acción del médico, y
valoraba sólo los resultados. Así esquivaba la dificultad principal, que afecta a la ética
personal del médico (“el médico no debe realizar abortos”), y acusaba al gobierno republicano de incoherencia: si los abortos se van a realizar (pues es legal realizarlos), el
gobierno debería fomentar que se realizaran con un objetivo beneficioso, y no condenar los fetos al desperdicio negando la financiación. La mejor gestión del gobierno
consistiría en financiar la investigación e, indirectamente, el aborto.
Los presidentes republicanos no accedieron a esta propuesta. Entre otras cosas, la administración republicana respondió que, si una gestante indecisa supiera que su feto se
va a emplear para curar a un inválido, quizá se inclinaría hacia el aborto. Por tanto,
no financiaría esa investigación pues fomentaría el aborto, aunque fuera indirectamente.
La comisión contempló esta posibilidad, y planteó desvincular al médico que aconseja
a la gestante del médico que realiza el trasplante, y garantizar que la mujer no sepa si
está ayudando a algún enfermo o no. De todos modos, esta “solución” es problemática, pues no informa a la mujer del empleo que se va a dar al cadáver de su hijo, según
exige la ética médica; por tanto, la influencia de la donación sobre la decisión de la
mujer es inevitable. De hecho, dos votos particulares, que no se sumaron a la opinión
general de la comisión, expresaron sus reservas éticas para seguir la investigación, pues
consideraban inevitable la conexión entre aborto y trasplante.
Ante los intentos de la comisión, y de otras entidades, para convencer de la bondad
ética de la investigación, el gobierno siguió negándose a financiarla. Para que no se le
acusara de privar de un beneficio a los enfermos de Parkinson, adujo que se podrían apro-
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vechar los fetos procedentes de embarazos ectópicos o de abortos espontáneos. El New
England Journal of Medicine revisa esta solución y demuestra que es imposible: esos
fetos no son aprovechables para trasplante. Y arremete contra el gobierno republicano.
Ahora, la nueva administración demócrata está favoreciendo el aborto. Al plantearse
el problema, Clinton ha decidido desbloquear la financiación de estas investigaciones
aduciendo que hay que “liberar a la ciencia y a la medicina de las trabas de la política”
sobre el aborto. Los pro-vida tendrán algo más por que luchar.
Hay otras soluciones
Esta evolución confirma que en una sociedad donde el aborto es un derecho de la
mujer, el valor de la vida humana no nacida queda extraordinariamente depreciado.
Hasta los médicos olvidan que su profesión está dedicada a ayudar a la vida humana.
Si, en ese ambiente, se plantea “aprovechar” los “desperdicios” del aborto, es fácil que
la idea sea bien acogida. Los médicos que caen en este modo de argumentar no se
dan cuenta de que han abdicado de su papel de curador y se han convertido en médicos que, para curar a unos individuos “de primera categoría” (los enfermos de Parkinson), matan a otros seres humanos “de segunda categoría” (los niños no nacidos).
Un médico consciente de su deber hacia todos los hombres, nacidos o no nacidos,
no aceptaría trabajar en esa línea de investigación y convertirse en un asesino. Porque
no es la única salida. Existen otras, ya propuestas en las revistas médicas: introducir
células productoras de dopamina dentro de microcápsulas porosas que permitan la
salida de dopamina e impidan la entrada de los anticuerpos del receptor; introducir
los genes que se encargan de la producción de dopamina en las células de las zonas
afectadas por la enfermedad, etc. Y el ingenio médico, estimulado por su interés por el
paciente, sabrá encontrar otras. Para que estas soluciones progresen al ritmo deseado hay que financiarlas adecuadamente, lo que parece justificado si se considera que en
Estados Unidos el número total de enfermos de Parkinson ronda el millón. Y será una financiación respetuosa con la vida humana.
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