JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. REALIZACIÓN INMANENTE DE LA CONVERSIÓN CRISTIANA Conferencia pronunciada en Asís, Pro civitate christiana, XXII Congreso universitario, 30 diciembre 1967 EL acto de fe se plantea de nuevo para cada nueva generacion. Una misma fe exige modos distintos de confesar la fe. Creer en Cristo supone el apartamiento de lo que Cristo no es: el pecado del mundo. Pero este pecado – el mismo pecado de siemprereviste formas nuevas y cambiantes en la historia- Por tanto, ¿en qué forma debe hoy confesarse la fe? El autor aborda el problema en su situación concreta y señala el problema en su situación concreta y señala el problemático y ambiguo lugar en el que forzosamente se ha de manifestar esta conversión: el vino nuevo cristiano exige necesariamente odres nuevos. La fe en Cristo no es un puro anuncio verbal del perdón de los pecados. Supone una interna renovación. Pero esa renovación, ¿es puramente escatológica o supone una realización concreta, visible y significativa?, ¿supone sólo una renovación del individuo o también un cambio en "su" mundo? El problema no es tópico si pensamos que "nuestro" mundo no es el mundo de ayer. Las verdades de siempre han de ser siempre repensadas. Y la reflexión debe partir desde los orígenes. Para solventar el problema es preciso que nos remontemos a la primitiva catequesis recogida en los Hechos de los Apóstoles. Hemos de detenernos especialmente en el discurso de Pedro dirigido al grupo atraído por el milagro de Pentecostés (2, 14-36), en el discurso al pueblo (3, 1226) y a los jefes de los judíos (4, 8-12). Los elementos esenciales de la catequesis apostólica que se transparentan en estos textos serían: venida de Jesús de Nazaret de parte de Dios, muerte redentora en cruz, glorificación, don del Espíritu. Pero esto no es todo. Lucas une significativamente a esta recensión de los puntos esenciales la descripción de aquella primera experiencia de vida cristiana de la comunidad primitiva (cfr. 2, 42 y 44-45; 4, 32 y 34-35) : en ella se daba "comunidad" (koinònía) de corazones y bienes. Ninguno de los que la formaban padecía necesidad porque los bienes de todos estaban a disposición de todos. Aquí se expresa algo muy importante: que nuestra salvación es Cristo vivo. Creer en Él significa ser incorporado a la salvación que se realiza en el Espíritu. El cual, a su vez, es inseparable de la koinònía de corazones y bienes, signo y fruto del Espíritu. No se puede ser fiel al mensaje de Lucas sin reconocer que la fe es aceptación del Cristo viviente en la dialéctica "fe-amor", amor a Cristo y amor a la "fraternidad". Y no sólo en Lucas. El tema recorre todo el NT: la fe en Cristo se hace veraz en el amor fraterno. La misión de Jesús y su mediación redentora han sido la revelación del amor de Dios a los hombres (Tit 3, 4). La respuesta amorosa del hombre a Dios se realiza y se verifica en el amor al hermano (l Jn 3, 23; 4, 8.16.20): la fe que huye de la puerilidad, que se afirma, madura y profundiza consiste en "la verdad realizada en la caridad" (Ef 4, 15). La fe, como tal, es amor de la fraternidad y comunidad de corazones. Todo esto es tópico cristiano. A fuerza de oírlo ya no lo captamos. Pero ahondemos en los primeros textos que hemos aducido y añadamos algo importante: la comunidad de corazones es don del Espíritu. Pero donde no hay efectiva comunidad de bienes es ilusorio hablar de comunidad fundada en el corazón. Notemos que esta afirmación del JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. kerigma primitivo no es jurídica, sino ético-religiosa, aunque sí efectiva: "comunicarás en todas las cosas con tu prójimo y no dirás que algo es propio tuyo, porque si en lo incorruptible sois copartícipes, ¿cuánto más en las cosas corruptibles?". Este texto se encuentra reproducido en dos documentos de la primera mitad del siglo u, en la llamada carta de Bernabé (probablemente de Alejandría) y en la Didajé (probablemente de Siria), procedentes sin dudas de una fuente anterior, que debe ser considerada como una de las obras cristianas más antiguas, contemporánea de la edad apostólica. Aparece así el valor normativo que poseían las descripciones lucanas y su importancia teológica. Pero hay un texto en el que lo dicho cobra particular importancia. Uno de los grandes temas de la carta a los Romanos es el siguiente: fuera de la redención de Cristo, el hombre, judío o gentil, no ha sido capaz de realizar la justicia (en concreto la justicia respecto al prójimo, la que nosotros llamaríamos hoy "justicia social"). Pero en Cristo, en su cruz y resurrección, de las que participamos por medio de la fe -considerada como entrega y amor (Rom 11, 32)- recibimos el don del Espíritu que es libertad del amor y que nos obliga a caminar en el amor. Por eso se dirá que la caridad cumple toda justicia, porque es la plena realización de la Ley (Rom 13, 8-10). Aquí establece Pablo una doble dialéctica. Explícita una: si creemos en Cristo (en el sentido pleno de la fe paulina), tenemos el Espíritu; si tenemos el Espíritu, caminamos en el amor; si caminamos en el amor, realizaremos la justicia (justicia para con los hombres, "justicia social") plenamente. Pero esta dialéctica explícita contiene otra implícita: si no realizamos la justicia, no vivimos en el amor; si no vivimos en el amor, no somos conducidos por el Espíritu; si no somos conducidos por el Espíritu, no vivimos la fe en Cristo. O no tenemos fe, o poseemos una "fe muerta", según la enérgica. expresión de Santiago. Si esto es así la conclusión parece desprenderse espontáneamente: el Pueblo de Dios, como tal, está comprometido con el problema de la justicia en este mundo. Y en este compromiso está en juego la verdad de su fe. La existencia cristiana en un mundo injusto Pero el problema que se plantea es éste: nuestro mundo es injusto. Profunda, sustancialmente injusto. A nivel individual. Y sobre todo, a escala social. El cristiano está íntimamente complicado en estructuras funcionalmente injustas, que brotan de la injusticia, que aseguran y hacen fructificar la injusticia. ¿Qué ha de hacer en esta situación? El problema es grave, complejo, incómodo. Bien es verdad que no todos podemos hacerlo todo. Pero todos tenemos algo que hacer. Y con seguridad todos tendríamos que hacer algo que omitimos. Porque parece que es actitud fundamentalmente cristiana la esperanza de poder caminar hacia una justicia siempre mayor. Por ella el cristiano jamás puede conformarse con permanecer instalado irremisiblemente en la injusticia social, incompatible con una vida en el amor. No puede admitir que la injusticia estructural del mundo en que vivimos, consolidada y violentamente defendida, sea un dato irreductible o una providencia normativa de Dios. Afirmar esto sería, sin más, una blasfemia. Un cristiano que sienta en sí algo de la dinámica del Espíritu, que es irrefrenable liberación de egoísmos y codicias, se sentirá insoportablemente prisionero de la trama de estructuras de nuestro mundo. Porque JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. parece imposible que se realice con suficiencia la justicia a la cual tiende irresistiblemente el amor. Ahora bien, la situación planteada de este modo es trágica porque el impulso de justicia que proviene de la fe, tanto más fuerte aquél cuanto más viva sea ésta, parece quedar condenado a permanecer en un puro ideal platónico, inofensivo e inoperante: ¿nos podrá parecer extraño que muchos sientan un fuerte impulso a superar la injusticia, una inquietante vocación de fraternidad, y se pregunten qué se puede hacer para cambiar estructuralmente nuestro mundo? Responder a esta pregunta significa, sin más, plantear el problema de la revolución. Estructuras actuales y cristianismo Por revolución entendemos aquí un cambio socio-político de las estructuras de nuestra sociedad, con sus implicaciones económicas y jurídicas. De tal modo que sea un "salto" cualitativo y explosivo (en este sentido, violento). Se trata precisamente de no seguir adelante con esas estructuras "evolucionables" teóricamente, pero que no conducen a ninguna justicia; que progresivamente disuelven la fraternidad. Se trata precisamente de romper con el establishment. Concebida así, la revolución no incluye necesariamente la nota de violencia mortífera y bélica, pero sí aquella nota de violencia que consiste en un cambio cualitativo de estructuras: la violencia hecha a un viejo orden. Frente a esta realidad que se abre paso progresivamente en la conciencia de muchos, sean creyentes o no, insistamos en nuestra pregunta: ¿cuál ha de ser la actitud genuinamente cristiana? Creo encontrar la respuesta justamente en el anuncio escatológico del NT, tal como se encuentra en muchas parábolas y en las mismas palabras con que Cristo comienza su predicación: "los tiempos se han cumplido y el Reino de Dios está muy cerca: arrepentios y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). Aquí se nos dice: el acontecimiento del Reino en la historia de salvación significa la revolución central de la historia, una "ruptura" que es llamada que compromete radicalmente al hombre: es preciso dar el todo por el todo, lo cual siempre hace referencia a un abandono de nuestro "estar instalados" en el mundo, a la total disponibilidad para abandonar nuestras posesiones. Por otra parte, a este "acontecimiento" corresponde en el hombre la metánoia, el arrepentimiento, como respuesta a la llegada del Reino. Metánoia que es la total revolución de la existencia personal en su más profundo nivel. Es la revolución interior como respuesta a la revolución acaecida en la historia de la salvación. Lo cual significa justamente que el cristianismo en sentido religioso, ciertamente, es total y radicalmente revolucionario. Pero, ¿qué afirmamos cuando decimos que el cristianismo es revolucionario en sentido "religioso"?, ésignificamos así que la revolución se mantiene abstractamente a nivel intelectual o "celeste"? El cristianismo es religión de encarnación y su revolución ha de ser revolución hecha carne, preñada de efectividad realística, palpable, tangible. Porque el arrepentimiento cristiano es un desprend imiento efectivo, es irrupción del Espíritu, fuerza de amor que empuja con efectividad a la justicia, a la fraternidad, a la koinònía. Se trata precisamente de una revolución de la propia existencia que no puede limitarse a un puro sentimiento desnudo en el fondo de la intimidad, sino que ha de invadir, como JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. hecho revolucionario, la totalidad del existir social y material. Esto es de tal modo claro en la Escritura que todo intento de dulcificarlo es pura traición al mensaje de Cristo y a la fidelidad a su persona. Ahora bien, ¿qué relación existe entre el cristianismo como situación revolucionaria a nivel religioso, histórico y personal, y la revolución a nivel social, económico, político? En principio existe la distinción entre uno y otro plano, porque no se puede afirmar que el Evangelio sea un "modelo" de organización jurídica y técnica de la sociedad humana. Pero tampoco se puede decir que sean de tal modo divergentes que no tengan nada que ver entre sí. Repitámoslo: el cristianismo no es religión de evasión, sino de encarnación. La metánoia cristiana desemboca en una vida según el Espíritu que debe realizar la justicia en el ámbito de las relaciones humanas. No hay ninguna dificultad en que el cristiano pueda (y deba) ser un revolucionario a nivel social y estructural. Por lo menos ha de presentar una postura "abierta" frente a la revolución social si quiere ser consecuente con su fe. Jamás puede ser socialmente "conservador". La razón es muy sencilla: no puede ser conservador quien nada tiene que conservar. Y a esto se le invita cuando se coloca bajo el Espíritu que le impulsa a "dejar" efectivamente "sus" posesiones para vivir en koinònía. El cristiano consecuente con su fe no podrá ser jamás un contrarrevolucionario. Por lo menos ha de estar en muy abierta disponibilidad frente a la revolución social, "dando el manto a quien le quite la túnica". ¿Vemos ya la consecuencia que se desprende de todo esto? El cristiano se sentirá en actitud de convergencia respecto a las revoluciones sociales que existen en el mundo, en la medida en que tales revoluciones signifiquen de hecho la ruptura con muchas injusticias, al menos en aspectos esenciales. Existirán otros aspectos con los que probablemente no podrá estar de acuerdo. Pero también se encontrará en radical divergencia con posiciones socialmente conservadoras, en la medida que representan la voluntad de mantener unas estructuras injustas y bloquear el camino hacia una solución justa. Los cristianos de "nuestra hora" Ésta tendría que ser la actitud de un cristianismo genuino, no adulterado por ideologías y compromisos extraños. ¿Pero es así de hecho?, ¿no sucede exactamente lo contrario? En los países occidentales somos los herederos de la vieja cristiandad, de aquella gran burguesía que llevó a cabo una de las ma yores aventuras de la historia: la revolución industrial. Fue una hazaña heroica y así se ha de reconocer. Pero también en otros campos de la historia ha acontecido que sus "héroes" han sido profundamente injustos. Aunque no tuvieran plena conciencia de serlo. Y esto es así porque su ideología de base estaba montada sobre dos presupuestos principales. Uno de ellos consistía en su concepción de la economía política: sólo el egoísmo individualístico es racional en el campo de la actividad económica, y sólo en la competencia de egoísmos se puede alcanzar el bien común: el egoísmo y la lucha despiadada de egoísmos es la fuente de la salvación y del progreso de la humanidad. Cada ciudadano, dejando hablar a Rousseau y a toda la filosofía iluminística del siglo XVIII, busca y debe buscar su propio interés, en actitud rigurosamente insolidaria. Y la razón está en que del juego compensatorio de intereses, gracias a un dinamismo JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. mecánico-objetivo, resultará la verdadera expresión de la volonté générale, nombre que se da a lo que hoy llamaríamos "bien común". Pero había algo más: junto al individualismo de base, existía otro presupuesto. A saber, una clara actitud de violencia. Hegel, fruto genial de aquella burguesía, lo expresó en su dialéctica de la historia comprend ida como la lucha entre el Amo y el Esclavo: dos mundos contrapuestos que han de luchar a muerte porque precisamente en esta confrontación está la clave del destino, del espíritu y del progreso. La guerra "buena", la que alumbra el espíritu y va en el sent ido de la historia, es la guerra colonizadora de los "caballeros". La civilización del espíritu ha de fundarse en la esclavitud impuesta por el Amo con la fuerza, bajo pena de muerte. El Esclavo debe existir bajo la ley del temor. Parece claro que toda la cultura colonialista y burguesa del siglo pasado responde a esta actitud de tase y, por eso, aun grandes espíritus, no supieron ver como "pecado" lo que se estaba haciendo con el proletariado industrial para llevar a término la nueva sociedad: en su condic ión de esclavitud se verificaba sin más una determinística ley de la naturaleza. Como, también hoy, muchos son incapaces de ver la profunda y pecadora injusticia que rige las relaciones de las grandes potencias económicas con los países del Tercer Mundo. Aquí se encuentra uno de los grandes problemas del cristianismo recibido: ¿es una continuación sin ruptura del cristianismo burgués ideologizado, individualista y violento del siglo pasado? La respuesta parece afirmativa: lo prueba el conservadurismo social que aún lo caracteriza. Bien es verdad que se alza poderosa - "espectral" para algunosuna forma nueva de cristianismo anticonformista y socialmente no conservador. Pero es aún levadura que sólo empieza a fermentar la masa. Una masa que es todavía una gran fuerza conservadora. Ahora bien, esta situación nos coloca ante una colosal paradoja: por una parte, el cristianismo genuino parece radicalmente convergente con la revolución social en cuanto representa una auténtica voluntad de justicia y ruptura drástica con estructuras injustas. Pero, por otra parte, hemos de decir que este cristianismo genuino es profundamente hostil a la violencia mortífera. Y de hecho acontece al revés: el cristianismo recibido es muy conservador, contrario a toda revolución, y muy inclinado a la violencia, a la lucha bélica antirrevolucionaria, al rigor represivo... ¿No existe una expresa contradicción entre las exigencias del cristianismo genuino y el cristianismo común? Marx y Maurras, por distintos caminos y por diferentes razones, llegaron a la misma conclusión: el cristianismo era una fuerza conservadora, violentamente contrarrevolucionaria. Alienante para uno, admirable para el segundo. El conflicto eclesial En el fondo, ¿no es ésta la razón, o al menos una de las razones, de la crisis del cristianismo a que ha llegado la Iglesia en nuestros días: la pérdida del valor profético del testimonio evangélico?, ¿se vive en realidad la verdad del Evangelio de acuerdo con la primitiva predicación? Muchas decepciones, muchas pérdidas de fe parecen confirmar este olvido del testimonio evangélico. La solución última no se puede reducir JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. a la revalorización del Magisterio de la comunidad eclesial, por importante que sea. La crisis de fe hoy, y sobre todo, de cara al futuro, se plantea más radicalmente: engloba puntos esenciales que ocupan un lugar más central que los que se refieren a la función del Magisterio. Lo que hoy está en crisis es el sentido mismo de la fe en Dios, en la Buena Nueva, en Cristo. Y esta crisis no podrá ser resuelta sin una vuelta del pueblo cristiano a la fe viva y operante del Evangelio. Pero podemos preguntarnos con toda razón: ¿le es esto posible a una comunidad cristiana activa y pasivamente inserta en un mundo estructuralmente injusto, construido sobre las bases de supuestos individualísticos, insolidarios y violentos? Como cristiano insisto cada vez más en la petición cotidiana: "venga tu Reino". Y me pregunto: ¿qué pido a Dios en concreto con estas palabras?, ¿acaso no estoy pidiendo entre otras cosas, pero muy radicalmente, que se realice una revolución en el mundo? Pido que se realice ya en la tierra la revolución cristiana de religiosidad encarnada y social. Que haya fe en Cristo, amor a la fraternidad, efectiva koinònía de bienes y corazones, efusión del Espíritu. ¿Y es esto posible sin una revolución radical en las estructuras de la ciudad terrena en la que viven y participan los cristianos y en la que se desenvuelven sus responsabilidades ciudadanas? Cristianismo y capitalismo Ahondaremos más en el problema si nos preguntamos por la actitud que el cristiano tendría que adoptar ante el capitalismo. ¿Cuál es el juicio cristiano que pesa sobre él? En cierto pasaje Pablo habla de unos falsos doctores que diseminaban el error y buscaban su propio interés en el ejercicio de su ministerio. En este contexto se expresa así: "provechosa es la piedad para quien se contenta con lo que tiene (autárkeia). Porque nada hemos traído al mundo y nada podemos sacar de él. Teniendo alimento y vestido sepamos contentarnos. Respecto a los que quieren acumular riquezas caen en la tentación, en el lazo, en una multitud de codicias insensatas y funestas que sumergen a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero. Por haberse entregado a él algunos se han extraviado y se han apuñalado a sí mismos con muchos tormentos" (l Tim 6, 6-10). Subrayemos la palabra autárkeia con su doble significado en el pasaje comentado: por una parte, "suficiencia de bienes" que encontramos en 2 Cor 9, 8, y que hoy llamaríamos "nivel de vida"; por otra, "contentarse con lo que se tiene, sin pretender más". De este modo autárkeia expresa un elemento sustantivo del ideal de vida cristiano: procurarse justamente un nivel de vida verdaderamente humano y contentarse con eso, excluyendo la actitud de codicia ilimitada del "tener más". Si esto es así, ¿no se encuentra el cristiano en radical oposición con el espíritu capitalista montado precisamente sobre la negación de la autárkeia y la apasionada afirmación del deseo ilimitado de lucro, de "tener siempre más cosas"?, ¿no es el máximo beneficio su finalidad última y suprema?, ¿no es capaz de asimilar factores extraeconómicos y subordinarlos a su fin? El neocapitalismo ha comprendido que una política de salarios altos en determinadas circunstancias debe practicarse, no porque sea más justa, sino porque puede favorecer el aumento de producción y de ganancia. ¿No ha abocado así en la "sociedad de consumo", "opulenta", cuya profunda inhumanidad se va revelando progresivame nte? JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. Parece evidente también que la autárkeia está ausente del más reciente capitalismo tecnocrático en el que, al parecer, se persigue el máximo crecimiento de ventas con la mayor rapidez posible. No es este el lugar para extendernos en su análisis. Pero parece claro que el mito que propugna de la "productividad por la productividad" conduce inexorablemente a la exasperación de la "sociedad de consumo", esclavizando al hombre bajo las tendencias de propaganda y manipulación de masas: las diferencias que se dan a nivel de naciones llegan así a lo inaudito. Si se confundiera el tipo de "sociedad opulenta" con el ideal social cristiano se habría llegado al total desconocimiento de la doctrina moral y social del NT. La autárkeia sería imposible. Y la koinónía quedaría destruida en una sociedad montada sobre una trama de consumo forzado, impuesta a base de propaganda y competencia de mercados. Notemos de paso que ambas actitudes no suponen una invitación a la indolencia, una relajación del dinamismo de producción económica. Al revés: una poderosa mística de trabajo con espíritu de servicio constituye uno de los temas centrales de la moral de Pablo (cfr Act 20, 33-35); actitud que se recoge en la Gaudium et Spes: los cristianos se deben destacar por la competencia profesional en una praxis de "vida y acción impregnada por el espíritu de las bienaventuranzas y, en particular, de la pobreza" (GS 72). Se trata de aunar la mística de trabajo económicamente eficaz, creador de riqueza, como expresión de koinònía, con el espíritu efectivo de pobreza evangélica, de autárkeia. Con lo cual se excluye, por principio, la ilimitación del deseo individualista y egocéntrico de tener siempre más, subrayando la actitud de libre señorío, sobriedad y solidaridad. Todo esto nos plantea una gravísima cuestión: si el espíritu del capitalismo, en todas sus formas, está en abierta oposición con la doctrina de la Escritura, ¿cómo será posible al individuo vivir del Espíritu de Cristo en estructuras construidas sobre supuestos y dinamismos diametralmente opuestos al cristianismo?, ¿puede vivirse en serio la vocación cristiana sin un empeño por revisar radicalmente las estructuras del sistema capitalista, rompiendo radicalmente con ellas? La confrontación con el comunismo Ante los sistemas socialista-comunistas el cristiano se encuentra en profunda convergencia en cuanto que en ellos se pretende expresamente organizar la sociedad y la actividad social y económica sobre principios de solidaridad y servicio social y no sobre el puro choque de egoísmos. Pero a esto se añade una profunda reserva ante el totalitarismo montado sobre bases fuertemente antirreligiosas que agravan indudablemente sus consecuencias respecto al destino del hombre. Y no sólo por este presupuesto teórico. También existe una profunda reserva del cristiano frente a otro presupuesto de orden práctico y más grave que el mismo ateísmo si atendemos a sus consecuencias. Es un "pelagianismo", por decirlo de alguna manera, que niega el carácter "pecador" del hombre históricamente existente. Los sistemas comunistas tienden a negar el pecado personal y a reducir el mal a puro pecado social condicionado por la estructura. Establecida la recta estructura social, ¿quedará el mal radicalmente superado y la sociedad funcionará sin contradicciones? El comunismo responde afirmativamente. Pero las consecuencias son graves. A nivel de la praxis absolutiza el carácter fundante y condicionante de las "relaciones de producción": ¿basta la socialización de los medios de producción para alcanzar una sociedad solidaria al JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. servicio del hombre?, ¿no cae el comunismo, desde otra vertiente, en la dialéctica de la productividad por la productividad?, ¿no convergen en este punto el neocapitalismo y el socialismo maximalista, en la medida en que ven la solución del problema humano como "resultado" de la producción y no como "fin" que debe ser conquistado atendiendo también, pero no exclusivamente, a la indispensable productividad? Esperar la resolución conciliatoria de todas las contradicciones, la realización del sentido de la historia y la creación del "hombre nuevo", de una infalible dialéctica de "productividad" sobre la base de una estructura socialista constituye, según creo, una ideología mitológica. Aunque muchos marxistas están dedicados estos últimos años a un trabajo de crítica y revisión prometedor, los "mitos" aún subsisten. El cristiano, en definitiva, cree que el hombre es y permanece defectible, expuesto siempre a caer en el pecado, en el egoísmo y la codicia. Una rectificación de las estructuras sociales se impone. Pero no resuelve definitivamente el problema del mal: sobre bases nuevas podrán surgir nuevas formas de abuso y de injusticia. Y parece que la experiencia, en este caso, da la razón al cristiano. Creer que el socialismo integral será capaz de destruir las raíces del pecado social y de la alienación del individuo, ¿no ha exasperado acaso la concepción totalitaria de la política, forzando la máquina represiva del estado? Una estructura impuesta que pierda de vista las limitaciones del hombre y sus posibles claudicaciones, ¿no tropieza con distorsiones que obligan a acentuar un desesperado esfuerzo policiaco-represivo y totalitario?, ¿acaso no es el estalinismo un fenómeno ligado necesariamente a ciertos elementos ambiguos de la ideología y de la praxis comunista? No basta condenarlo. Es preciso analizar los elementos que lo provocan. Es ésta una tarea histórica. inexcusable a la que están obligadas las democracias populares concretamente existentes. Un poco de memoria histórica no vendría mal para admitir que una cierta concesión a la realidad humana, individual y social, a sus límites, y una cierta moderación en las metas y en los ritmos de un proyecto revolucionario, no son necesariamente traición al ideal o conducencia a un reformismo antirrevolucionario. Creo que es posible una sociedad que no sea ni capitalista ni políticamente totalitaria. Creo que es posible una sociedad socialista en la que se encuentre suficientemente resuelto, a nivel de estructuras, el problema del equilibrio entre libertad personal, espiritual, cultural, integración social solidaria, y participación socio-política, que engloba una auténtica libertad de expresión. Ni el capitalismo ni el totalitarismo son un destino inexorable de la humanidad. Pero lo que me provoca una profunda desazón como cristiano es ver a otros hermanos en la fe (¡y no pocos!) que se alegran al pensar que el comunismo fracasará finalmente en su intento de fundar una sociedad solidaria. Que el mundo entero acabará por entrar dócilmente -¡definitivamente!- en la línea del "ideal" capitalista. ¿No significaría esto esperar que la humanidad renuncie total y definitivamente al esfuerzo creador de estructuras sociales revolucionarias en las que fuera posible colaborar enérgicamente en la producción social, sin caer necesariamente en la "espiral de egoísmos"?, ¿es posible para el cristiano abrigar semejante esperanza? Anotaciones éticas Al determinar el concepto de revolución veíamos que no incluía la nota de violencia material, directamente mortífera. El cristianismo genuino, radicalmente convergente con la "revolución", es profundamente contrario a la violencia mortífera en todas sus JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. formas. El cristiano es "pacífico" y "revolucionario": ¿no estamos ante una contradicción insuperable?, ¿es posible una revo lución no violenta?, ¿si la revolución implica lucha bélica, no podrá el cristiano integrarse en ella? ¿Por qué negarlo?: el problema es espinoso. Ante él sólo podemos dar principios de orientación, conscientes de que la realidad es extraordinariamente compleja y ambigua. Un punto de partida que parece firme es éste: el espíritu cristiano, revolucionario y pacífico a la vez, excluye el espíritu de violencia. Aunque no se puede confundir sin más todo ejercicio de violencia bélico o mortífero -en caso de extrema necesidad y en defensa de derechos fundamentales injustamente conculcados- con el "espíritu de violencia". Estaríamos en un caso de legítima defensa. Por otra parte, una guerra revolucionaria, atendiendo a los fines, parece mucho más justa que una guerra internacional entre dos potencias de poder semejante: las injusticias contra las que se alza la revolución son incomparablemente más radicales y violentas que las que se debaten entre naciones. También parece claro que, en principio, la violencia revolucionaria se justifica mejor que la violencia represiva del aparato estatal en el caso de regímenes opresivos de los derechos fundamentales y sostenedores violentos de estructuras radicalmente injustas. Notemos que no siempre que se habla de violencia se tiene en cuenta que no es mayor violencia aquella en la que suenan disparos y corre la sangre. Sería puro fariseísmo miope ver violencia en los "guerrilleros", por ejemplo, y no verla en regímenes pesadamente opresivos. Porque sólo no hay violencia donde se realiza, con verdad, un orden social en la justicia y en la auténtica libertad. Es decir, en un orden de amor y fraternidad, de reconocimiento de la persona del prójimo, de todo hombre, de cualquier hombre. Ahora bien, parece que la violencia revolucionaria, bélica, sólo podría justificarse en caso extremo como última posibilidad, agotados todos los recursos dentro de una dialéctica de no violencia: se pretendería acabar con una estructura violenta procediendo en la lucha con la máxima economía posible de violencia. Lo cual nos parece ser una aplicación de lo que dice la Gaudium et Spes cuando afirma que "no se puede negar a los gobiernos el derecho de legítima defensa". Pero añade: "el poder de las armas no legitima cualquier uso que se haga de ellas" (GS 79). La legítima defensa no hace que todo sea lícito. Ambas afirmaciones parecen justas. Y justo también que al afirmar la legitimidad de la defensa armada se afirma el derecho de los pueblos oprimidos a defenderse cuando se ven conculcados, de forma evidente y prolongada, sus más fundamentales derechos. El principio ha de valer para todos. Como también vale para todos que la legitimidad de la defensa no legitima cualquier método. Por lo demás, "violencia" y "no violencia" tienen un sentido relativo. No sólo la violencia bélica armada, directamente mortífera es "violencia". Ciertas formas de "no violencia activa" que actúan y pueden actuar eficazmente contra la injusticia son verdaderamente violentas. Violenta fue la denuncia de Cristo contra los pecados religiosos y sociales de su mundo. Como también fue violenta en otro plano y con motivaciones opuestas la reacción de los atacados que llevaron a Jesús a la cruz. Pertenece al espíritu cristiano un elemento de violencia contra la injusticia. Y en idéntica medida un elemento de amor "al prójimo, incluso al enemigo". Por eso la violencia contra la injusticia puede actuar en la forma de la "no violencia activa": pensemos en un Martin Luther King, que no excluye en determinados casos la JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. posibilidad de la violencia física. El principio directivo cristiano estaría en la salvaguarda conjunta de la oposición contra la injusticia y el amor al prójimo, incluso al enemigo. La violencia en situación fáctica Pero, en concreto, ¿qué se puede decir cuando el problema se plantea de hecho y no sólo a nivel de principios?, ¿cómo se expresa la conciencia cristiana? Aun en el caso que, en el orden de la finalidad, la revolución armada se justifique como máxima realización de la posibilidad de defensa bélica justa, nos parece difícil que se pueda evitar el espíritu de violencia, en concreción existencial. En el apasionamiento por la justicia, la acción armada puede perder de vista su misma orientación y caer en un espíritu profundamente injusto. La "dialéctica" de justicia puede convertirse -¡y será difícil evitarlo!- en una dialéctica de violencia que aunque puede ser comprensible no será justificable. La degeneración es fácil: basta con pensar en el desequilibrio de fuerzas entre la revolución y el "orden establecido" que exaspera la subversión al verse impotente. Si esto es así, ¿no permanecemos encerrados en un dilema diabólico? Si digo "sí" a la revolución violenta afirmo algo que puede ser muy justo, pero que en su desarrollo encierra el grave peligro, ciertamente previsible, de incurrir en violencias injustas e inaceptables. Pero si digo "no" a la revolución violenta, ¿acaso no digo "sí" eficaz e inadmisiblemente a la "violencia establecida", más injusta que los posibles excesos de la violencia revolucionaria?, ¿podría consistir una posible ruptura del círculo en el compromiso serio y vivido de la no violencia activa, de la violencia no armada, contra la injusticia del establishment? Para los cristianos el modelo es Cristo crucificado y resucitado: modelo de aquella libertad del amor, capaz de negar el egoísmo y combatir por la injusticia hasta el don de sí mismo. Cristo luchó hasta la muerte. Luchó inerme. Pero su "mansedumbre" violentó terriblemente el "orden establecido" de las potencias de su mundo. Esta no violencia activa, vivida consecuentemente, es respetada por muchos que están lejos de considerarla como mero verbalismo. Pero oponen, con cierta justificación, la siguiente dificultad: se queda en utopía, en romanticismo individualista en el fondo. Por un prurito de conservar las manos limpias hace, en definitiva, el juego a la violencia establecida, al orden injusto y contrarrevolucionario. Por otra parte, estoy convencido de que si un hombre da la propia vida por la justicia, cayendo en la lucha, su acción no cae en el vacío adquiere validez histórica. Puede llegar a ser la encarnación social de un profetismo realmente eficaz. Pero la objeción que se hace a la ano violencia activa" como algo ineficaz, ¿carece de fuerza si atendemos a la experiencia más inmediata? El hambre y sed de justicia, si es auténtica, nos llama a inexorables compromisos eficaces con validez histórica y no a meros gestos personales por sublimes que puedan ser. Pero podemos preguntarnos: ¿por qué el camino de la ano violencia activa" no presenta hoy con suficiente claridad e inmediatez la característica de eficacia y de validez que muchos, sobre todo jóvenes, anhelan en su compromiso por la revolución?, ¿podríamos responder: porque los no violentos activos son una minoría insignificante? Pero, ¿acaso no sería todo bien distinto si masas humanas, si pueblos de hombres fueran JOSÉ MARÍA DÍEZ-ALEGRÍA, S.I. movilizados por una acción no violenta, auténticamente activa y verdaderamente revolucionaria? Me parece que los cristianos, juntamente con otros que no lo son, pero que sienten el mismo -y superior- deseo de justicia deberían ser ampliamente movilizados para esta revolución y para este método de lucha revolucionaria radical. El cristiano debería estar en la máxima disponibilidad en este punto. Lo estaríamos de hecho si fuéramos cristianos genuinos, sin turbios compromisos con el establishment. Pero lo que en cualquier caso resultaría francamente equívoco sería condenar la acción revolucionaria armada, invocando una pseudo- moral cristiana, sin empeñarse a la vez, a fondo, en la lucha por la justicia vivida con todas sus consecuencias en una ano violencia activa", cada uno en su propia circunstancia. ¿No es ésta precisamente la responsabilidad del pueblo de Dios hoy?, ¿no le corresponde directamente y por esencia promover con su actitud revolucionaria -en sentido religioso, pero hecho carne, precisamente porque es religioso- la posibilidad de realización de la revolución social e histórica sin la violencia de las armas? Condensó: ANTONIO PASCUAL PIQUÉ