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JULIO
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OLACIREGUI
LOS DOMINGOS
DE CHARITO
LI8IERIA SALAMANCA lTDA.
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AUTORES COLOMBIANOS:
Diseño portada: Planeta Colombi¡
Ilustración: Karen Lamassonne
Julio Olaciregui, 1986
Planeta Colombiana Editorial, S.A., 1986
Calle 22 No. 6-27 Piso 30. -Bogotá, Colombia
Primera edición: abril de 1986
ISBN 958-614-147-0
'extos Servigraphic Ltda., Bogotá
Printed in Colombia
Impreso en Colombia
A mis amores
"
Nada tan duro e insensible
como su juventud.
Daría su amada a los insectos.
Qué fácil devorarla
y qué fácil olvidar!
Pero se cierran puertas
para siempre.
Santiago Mutis
Norte Azul
No VOLVERASA SABERDE MI, había escrito ella sobre una hoja
arrancada al cuaderno del niño. Trató de hacer las letras lo mejor
que podía para que después no fueran a decir que era una
ignorante pues a pesar de haber leído el Eclesiastés no deseaba
pelar el cobre. Mientras se aplicaba le regresó aquella oración,
manecita rosadita muy experta yo te haré para que hagas buena
letra y no me manches el papel. Aquella oración nunca sirvió de
nada; todo, como podrán imaginar, le fue saliendo con gestos
bruscos y ciegos. La frase, de no ser por lo que iría a significar,
podía provocar una sonrisa porque las letras eran grandes, abiertas, una hilerita subiendo al cielo. Ella la había escrito con la boca
estirada en un hipo de cabellos revueltos. Mejor que no lo hayamos visto. El papel con la frase final se quedó ahí alIado de la
frutera, sobre la mesa del comedor, allí donde pedíamos que no se
nos matara con cuchillo sino con tenedor. Las frutas, por qué no
decirlo ahora, eran unas manzanas y unos guineos de plástico un
poco empolvados por la brisa que venía del campo de fútbol. El
fastidioso embate de los Alisios del noreste había destruido desde
un comienzo la ilusión del mordisco. La emisora echaba, como
de costumbre, un bolero, sembré una flor, una propaganda y
luego la hora y el servicio social del momento. Toda la tarde el
radio estaba prendido en aquellas casas. La voz del locutor
alargaba las horas, ustedes saben, daba la impresión de que había
gente viviendo, lejos, en todas partes, tras las paredes y aquellas
puertas cerradas.
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Julio Olaciregui
Alguien vivía en aquellos edificios que se veían a lo lejos. En
esta casa rosada de ventanas verdes se veía una lucecita roja
brillando en el fondo. Tras las puertas cerradas, tras las cortinas,
el cocuyito encendido, la voz del locutor ausente, indicaba que
alguien respiraba por allí, alguien había viviendo. Se fue para
'-siempre pero dejó el radio encendido, pensaría Augusto cuando
regresara; Ella era así, había desaparecido y sin embargo quedaba su espectro, su recuerdo, su protección. Si la guerra que
anunciaban desde hacía tanto tiempo hubiese estallado de verdad
ella, en medio de los disparos y el aguacero, le habría hecho
bucles a su hija o hubiera rallado un coco. Claro que a lo mejor no
habría cocos sino perro muerto.
En medio de los hipos y los pensamientos de odio cabalgando
por su espalda, nunca me quiso nojoda, mientras echaba unas
enaguas y unos brasieres desteñidos, mientras conseguía una.
bolsa de plástico para guardarlo todo, se le ocurría pensar en los
ladrones. Pensarían.que aquella casa no estabasola esa tarde.
Durante todos los años que había vivido allí había aprendido a
tener miedo. Mucho miedo. Cuánto miedo a que Augusto se
atragantara con una espina cuando comía lebranche borracho;
miedo a que la cabeza de la niña seatrancara entre los barrotes de
la cuna. Ya los ladrones. Augusto se había reído cuando ella lo
dijo por primera vez, hace años. Luego, una madrugada, habían
oído pasos sobre las tejas, algo que caía, ,la maldición de una
sombra y después los ladridos a lo lejos. Augusto abrió los ojos y
no dijo nada, se quedó quieto pero después, antes de volverse a
dormir, habló de comprar un revólver de segunda mano en la
Brigada, "0 tal vez mi primo pueda prestarme uno de los suyos",
murmuró sibilante. Ella se asustó pensando en el arma guardada
entre los pañuelos y las camisillas del chiffonnier y por eso prefirió
no volver a quejarse. En alguna parte había leído, además, que
uno no debe quejarse tanto, la lloradera y el tanque de lágrimas,
eso ~ servía de mucho. Claro que ella era lava perros de Augusto
y ya esto era bastante, sin mencionar lode la cresta de gallo. y ya
que hablamos de animales, un día, un día de amargura intensa le
había cantado a través de los calados de la cocina aquella injuriosa canción,
Sapo ese hijo es tuyo,
sapo ese hijo es tuyo.
Los Domingos de Charito
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Después se había echado a llorar. Rosario, la niña Charito,
como le decían las vecinas, sentía miedo estando sola y por eso
prendía el radio desde temprano. Al salir a la calle el miedo la
tocaba. Cuando pasaba a las once de la mañana por la esquina, al
regresar de la carnicería, con el paquete de huesos, el cilantro y 10
otro, los hombres que estaban allí sin hacer nada, fumando, la
miraban. Uno de ellos era un ladrón muerto, amigo de Augusto.
Ella no volteaba a ninguna parte, se imaginan. Ella miraba
derecho, a lo lejos, hacia la Calle de las Vacas, donde la carretera
desaparecía por entre un manchón verde y unas casasde cemento
oscuro. Pero no servía de nada, porque mientras se iba alejando
con su vestido apretado y descosido en la espalda, lenta como era,
sus chancletas resbalaban en aquellos ojos, en aquellos charcos
verdes y pardos, en aquella bavita negra que salía de la carnicería
y se iba bajando, suave, alIado del andén. Ella no temblaba pero
todo le latía y la brisa, arrastrando un papel, le metía una frase
entre las piernas,
Si cocina como camina...
Una paloma de paticas duras con el buche lleno de sangre se
paraba entonces sobre su pecho. No podía evitar este mal pensamiento: la paloma se ahogaba. Cuando se miraba en el espejo no
reconocía a esa mujer de cabellos largos y ondulados, quemados
por el Sol y el jabón, eseescote con una verruguita y unos lunares
en el profundo cuello, esevestido azul. De pura maldad la mujer
la miraba, quieta al principio y de pronto, en voz baja, se le
acercaba y le decía: "mira, ya no tengo dientes". Luego el espejo
quedaba vacío, empañado, porque ella sealejaba por el corredor,
le daba la espalda y encontraba el suave tintineo del adornito que
colgaba del cielo raso.
Esta era una historia sin futuro. Nos iba a costar mucho
trabajo imaginarIa, le iba a costar mucho trabajo aprender a
cultivar cada recuerdo pero tendría que lograrlo a fin de que la
maleza, los gusanos, esto informe, únicamente las ganas de aban-
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Julio Olaciregui
donarse, no terminaran acabando con el jardín. Ella tuvo un
jardín pero había tantos mosquitos y bichos alados que decidieron echarle cemento encima. Ahora no sabía nombrar las matas,
cada flor, a lo mejor un lirio y seis heliotropos, todo amenazaba
olvido, hasta la huella en forma de corazón que un albañil grabó
con su palustre aquella mañana de febrero cuando se terminaron las obras en la terraza. Tanto trabajo y nada, tanta vividera
inútil y mira ahora qué. ¿Cómo? ¿Por qué Augusto? ¿Por qué
Charito? ¿Por qué una casa de ladrillos en el barrio el Carmen?
¿Todo no andaba bien? No era así como se había imaginado la
vida ¿cómo se puede imaginar una vida?
"Ibamos a comprar unas butacas nuevas, el año próximo la
niña estaría en la escuela, Augusto estaba sacando cuentas para
empezar a construir una pieza en el patio y yo..." y ella, ella
estaba, no digamos contenta, pero resignada sí, tranquila. Anoche estuvo remendando unas medias sentada en la sala. Siempre
había sido para mí un misterio la manera como se remendaba una
media rota. Charito le metía un bombillo y luego, delicada y
cuidadosa, repetía los punticos de hilo sobre el hueco abierto. Yo
la veía allí sentada. Un primo de Augusto que vendía mercancía
de contrabando les había dicho que les fiaba el televisor sin cuota
inicial. Margot, la comadre, le hablaba de lo buena que estaba la
telenovela en esos días. La llamaba todas las mañanas y la tenía
su media hora en el teléfono contándole. La hacía llorar con
esas historias, no era llorar aunque ella era buena para las lágrimas, los ojos se le aguaban tan sólo sin que pudiera evitarlo. Ella
sabía que era pura imaginación pero le ardía, era una historia
simple, a retazos, el escozor en la nariz le comenzaba cuando
Margot le decía:
-Figúrate
que ya tú sabes que él no la quiere, que él es un
bloque de egoísmo, no piensa sino en él, la trata muy mal, como si
nunca hubiera tenido madre, como si ella fuera su sirvienta, no la
busca sino para calentarse la pierna, te puedes imaginar, va a
terminar yéndose, egoísta y amañado es lo que es, el caprichito se
le está acabando, a mí me da la impresión de que ambos están
muy aburridos con esta historia que les ha tocado vivir. El
capítulo de anoche terminó cuando él le dijo que le tenía lástima,
ya te puedes imaginar...
Por las noches, mientras se empolvaba frente a la luna del
tocador, antes de meterse a la cama, sonreía al acordarse del~
Los Domingos de Charito
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sufrimiento gratuito de aquellas mañanas. Era como si los personajes estuvieran vivos. Confusos y grises se mezclaban a su vida y
a sus horas y hasta se atrevía a pensar que ella era la mujer
sufriente, la llorona de la cual estaban hablando los periódicos,
los programas de televisión. Ella había anotado en la pared de la
cocina esa palabra que le había repetido tres vecesa través de los
barrotes de la ventana -porque cuando Augusto no estaba ella
no le abría la puerta a nadie- el señor de las inyecciones. El le
había dicho sonriente, mirándole la boca:
-Hipocondríaca, usted esde las que se imaginan siempre algún
mal, contenta de pensar que todo se le pudre. Usted está buena,
me consta, me consta, cuando le pongo las inyecciones; esosgases
se le quitan acostándose bocabajo, mastique bien cuando coma,
camine, tómese seis vasos de agua al día, un dientecito de ajo no le
hace daño, no coma tanto cerdo, no tome café con leche, por el
contrario, las verduritas...
Ahora iba caminando por una calle, mirando las ventanas
cerradas o alguna mujer como ella regando las matas del jardín,
una niñita mirando al cielo, un hombre fumando con un periódico arrugado en una esquina ¿será un ratero?
Allá iba. Caminaba con su bolsa de plástico y la mirada en el
sardinel, pálida bajo el Sol borroso de las cinco de la tarde. La
tarde caía sobre El trópico, una tienda llena de borrachos mentirosos, casi todos ellos trabajadores del Terminal Marítimo, wincheros, aguadores, bebiendo cerveza helada antes de irse a meter
a las casas, serios y cansados. Hasta se oía una música pero ésta
no parecía hacerles mucho efecto.
Ella tenía las sandalias empolvadas y las manos le sudaban. No
sabía. Nada. No sabía dónde iría, dónde dormiría entonces. Se
iba alejando, grande era la sombra sobre las paredes de la escuela.
Pasó un bus, un.camión cargado de algodón, un gordo en bicicleta, una palenquera. Se iba alejando. Un señor alto, parecía una
burla, canilludo, barrigoncito, se la quedó mirando mientras ella
esperaba que pasaran los carros. El hombre la miraba, una
lucecita sonriente le brillaba en las comisuras, te conozco mosco,
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le estaba diciendo con sus cejas, qué buena estás y estas nubes,
esta tarde aburrida, sería bueno estar solitos esperando que la
noche, vayamos a La noche, un hotel barato, con sábanas limpias.
Luz amarilla de intermitencia, el faro se puso verdoso y ella se
alejó. El hombre se parecía a Augusto, con su bolsa del panipócrita y sus pantalones anchos, mirando a las mujeres atravesar la
calle, distraído mirando la carne ajena, las rodillas de aquellas
mujeres con sus bolsas de plástico que caminaban, alejándose, el
medio paso, los pasos cortos, sin saber a dónde ir. Sintió ganas de
llorar, qué bueno que es llorar, pero después se dijo "es muy
temprano, no paga, silentium mortis". Se iría en un bus para
Bogotá, para cualquier Pereira, donde las primas, a las colonias
de la Sierra Nevada, botaría la cédula en una alcantarilla, se
cambiaría el nombre, se haría una operación, se haría cabaretera.
Mejor no seguir pensando. Tenía un billete de quinientos. En ese
entonces no había ocurrido el robo de los cuarenta millones en
Cartagena y por eso aquel billete nuevecito, aquel cara de tabla
que había guardado en el último diciembre, la salvaría, la llevaría
muy lejos, se iría sí, sí, ya no más. Las calles, sin embargo, eran
aún las mismas que había visto siempre, al salir donde el médico o
donde Margot. A lo mejor el teléfono estaba sonando en casa de
Margot, Augusto preguntaba si no había visto a Rosario, a lo
mejor el radioperiódico de esa tarde hablaría de la misteriosa
desaparición de una mujer, viste traje azul., tiene cabellos castaños, ondulados, unos treinta y cuatro años de edad, responde al
nombre de Charito, se ruega dar informes sobre su paradero, hay
buena gratificación. Pero ella ni siquiera era un perrito de raza y
Augusto inventaría una historia dramática, común y corriente,
"mi mujer se volvió loca" o algo así, quemaría sus vestidos,
rompería las fotos, se iría a vivir con los niños donde la otra. Al
principio lloraría, llorarás mi ausencia, llamaría a su hermano, a
los de la Defensa Civil, al cuñado que trabaja en el Hospital.
Revisaría el botiquín como si ella fuera mujer de suicidios, luego
miraría en el. escaparate y en la cajita en donde guardaban el
dinero de la quincena, porque eso era ella, poquita cosa era ella, .
la mujer que pasaba en esos momentos delante de un teatro que
comenzaba a encender las luces. No sentía hambre pero,el olor a
carne frita que brotaba en ráfagas de un restaurante santandereano le trajo un fuerte recuerdo, ella misma delante de la estufa.
Podía verse allí parada, con su espalda joven, sus muslos duros,
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sus dedos rojizos con el cuchillo relajando un pedazo de ubre,
preparándolo todo, a lo mejor cantando una cancioncita, amor
es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer,
era ella la que estaba allí de pie, en la cocina, mirando el reloj,
pelando unas cebollas, iba a ser mediodía, en vez de un televisor
lo mejor sería una licuadora para los jugos, ya iba a pitar la
sirena, la olla de presión., Augusto llegaba sudoroso y de mal
genio, con el periódico desteñido y el Royé-galé ya bajito.
Cuando llegó al parque el reloj de la iglesia marcaba las siete.
Por un alto-parlante se anunciaba la misa, la tómbola o la hora
del juicio final. Había una estación de taxis y en la caseta de la
administración el celador estaba comiendo, la marcha del radioperiódico comenzaba a sonar. Flotaba por los cuatro costados un
olor a llanta húmeda, a crispeta, a cirio encendido. Una pareja de
ancianitos se arrastraba hacia las escalinatas de la iglesia. Iban el
uno sosteniendo al otro, las nudosas manos agarradas a las
piedras. A lo lejos, tras unas ventanas, parpadeaba un televisor
encendido, era la época del 1 can't get no satisfaction, todo el
mundo comenzaba a aburrirse. Charito había oído hablar del
arrepentimiento y como viera que las luces moradas de la iglesia
se iban tragando a las señoras que llegaban comenzó a subir una a
una las escalinatas, serena y pálida, con el rostro iluminado a su
vez, asaeteado por alguna verdad interior. Los hilos dorados de
aquel vestido estrecho que llevaba brillaron un instante y por eso
el celador levantó la cabeza alcanzando a ver su cabellera desor<;ienada.
Se sentó muy cerca a la puerta. La brisa tomó su olor y lo
mezcló al de las flores tibias, al de los vestidos oscuros de quienes
estaban allí inclinados, tan mudos como ella, hundidos en sus
vidas. El sacerdote abría los brazos y la música del órgano
golpeaba las vigas del techo. Charito se descalzó y la frialdad del
mosaico fue una gracia para sus pies. Ojo a los dedos. Estos
tenían las uñas grandes y las venas subían o bajaban. Eran
gorditos, ambiciosos, cada uno señalando hacia una dirección
distinta. No eran los pies de una mujer delicada y acaso era lo
'".
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único que debía esconder si quería aparentar. Tampoco debía
sonreír mucho. Del fondo de la bolsa de plástico sacó una vieja
caja de chicles. Quedaba una pastillita y sin darse cuenta se la
echó a la boca como si estuviera en un cine. Al comienzo, siempre
que iba a cine con Augusto, compraban una caja de chicles.
Luego esa costumbre, ir al cine, se había ido perdiendo, el amor
se había ido gastando (pero yo no quería decirlo tan pronto) y
muchos chicles, muchos pedacitos de lengua rosada quedaron
ahí arrugados bajo las tablas de la cama, bajo las mesas en donde
tanto almorzaban. Ella se había dejado llevar por Augusto, la
culpa era de ambos pero él tenía más culpa. Era natural que el
hombre cargara con la culpa, al fin y al cabo él le llevaba tres años
y además era él quien trabajaba y pagaba las facturas. "Soy
manteca sin sueldo", repetía ella cuando peleaban. Era él quien
mandaba, tenía un gesto especial, casi elegante, al echar la mano
hacia el bolsillo de atrás para sacar la cartera y pagar. Al principio no era tan tacaño como ahora. Siempre compraban chocolates, una cajita de chicles, mediopaquete de cigarrillos. Augusto
tenía mal aliento en esa época. y ella como que también, si no
hacía nunca una buena digestión, ahí con la carne sobada de las
encías y las agrieras. Era romántico pasarse la bolita azucarada
cuando apagaban las luces. Olía entonces a secreto, a salivitadorada, al agua de la misma cañería, a ríos de cerveza, a orín, a
comienzos de fiesta. En una época creyó que esesería el olor de
siempre. Los olores eran vivos, cabellos limpios, sobacos profundos, sábanas, ropa oliendo a plancha caliente. El día de su
matrimonio vio que el sacerdote tenía un grano con una puntica
de pus en el cuello pero no le puso mucho cuidado al asunto; a ella
también le salían granitos como ese en la espalda y en las nalgas
que Augusto se encargaba de reventarle los domingos por la
tarde, después de haber hecho la siesta, la digestión, chaquichaqui. Tirados en la cama, él fumaba después un cigarrillo o se
expurgaba los dientes, se desprendía algún vello mientras ella,
pendeja, satisfecha, gozosa y olvidada, cerraba los ojos de nuevo.
Los Domingos de Charito
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El día de la boda, como se acostumbraba, yendo hacia el
cuarto a cambiarse el vestido de novia por una falda plisadita, ya
por la noche, recordó nuevamente el grano del sacerdote. Seis
años después, sentada, como se dijo, muy cerca a la puerta de la
entrada de aquella otra iglesia, pensó en los días que habían
transcurrido desde entonces. Vio que el sacerdote, un hombre
con cara de profesor, semi calvo, con una sombra en el mentón,
miraba disimuladamente el reloj mientras el monaguillo hacía
volar el incienso. Como cuando le dije ..te quiero" y estaba bostezando.
Charito no quería ponerse triste así tan rápido. Lo que más
debía dolerle era que había perdido los dientes delanteros.
Augusto había cambiado mucho. Ella no le hizo reproche alguno
sino que comenzó a engordar, esa fue su venganza, comía en
silencio, a las tres de la tarde ya las once de la noche, a las cinco o
a las dos de la madrugada, un pedazo de pudín, un vaso de leche,
yuca brava, guineos, dulce de guayaba, arroz frío con huevo, otro
dulce, ñervo, y cuando se le cayó el primer diente, se le astilló
mordisqueando un hueso, cuando se le salió, ella sintió como un
triunfo pequeñito al oírlo llegar, amanecido, haciéndose el borracho. Ella encontró desnuda, con los ojos abiertos y el cabello, el
paraco derramado sobre la almohada, la encontró con el roto al
lado del colmillo. Augusto se echó a llorar pero no dijo nada.
Apagó la lamparita y después, cuando ella sedurmió, así abierta,
la cubrió con una toalla.
Algunos decían, habían dicho, dirían, que el matrimonio de
ambos había sido el final de una juventud que aunque, vengativamente, podría calificarse hoy en día de mediocre, tuvo para ellos
ese sabor fugaz e intenso, prohibido y nuevo, que todos tuvimos
alguna vez en el cie\o de la boca. Los sabores que Augusto
prefería eran los del camarón, la cebolla, la piña y el ron; los de
ella eran el queso y el bollo de mazorca, el dulce de grosella
madura y los guineos pasos que vendían en la estación de los
buses en Ciénaga.
Charito estaba linda esa mañana. La brisa jugueteó con sus
cabellos, largos y ondulados, color miel, al momento de bajarse
del taxi y entrar a la iglesia. Augusto tenía veintinueve años y una
sonrisa fuerte. Algunos miembros de la familia de Charito juzgaban que era todo lo que poseía de bello o de bueno pero otros,
como la prima Nicolasa, iban más lejos en su severidad yencon-~
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Julio Olaciregui
traban que aquella sonrisa era grosera y chocante a fuerza de ser
tan vistosa: esa sonrisa quería decir, sin más vueltas, que al tal
Augusto le gustaba el placer y que no sentía vergüenza alguna en
mostrarlo. Sus compañeros del aeródromo, en donde trabajaba,
le decían cara de burro.
-Si yo fuera tú le tendría miedo a esehombre -le había dicho
Nicolasa a Charito, días atrás, al acompañarla donde la modista
a medirse el traje de novia. Rosario había sonreído suavemente.
-¿Miedo de qué, Nico?
-¿No has visto la manera que tiene de sonreír? Se las debe
saber todas.
Nicolasa se había sorprendido al ver en la sonrisa de Charito
cierto destello que le recordó la cara de Augusto yaunque nada
dijo esto bastó para tranquilizarla: pesea la palidez de su cuello, a
esos ojos dulces y a la fragilidad de su talle (la modista había
dicho: "es una de las novias más delgaditas que me ha tocado
vestir") Charito daba la impresión de ser "como una palmera",
armoniosa y flexible, resistente y fina, producto de estas tierras
calientes y ordinarias pero al mismo tiempo elegante, discreta,
una lucecita de burla y sabiduría btillándole en alguna parte.
Ya era entonces la noche, bien caída, sobre los árboles y los
techos cuando salió de la iglesia. Había tocado el yeso de colores
de un santo y cerrando los ojos con fuerza había gritado algo para
ella misma. Las miradas que le dirigieron las viejas creyentes de la
cuadra no fueron ni siquiera curiosas. Eran, a lo mejor, miradas
de envidia pensando que aquella mujer tenía una pena bien
grande. Los choferes de taxi tomaban el fresco, conversando en
grupos, oyendo la transmisión de un partido de fútbol importante. La vieron acercarse, la bolsa de plástico ahora contra el pecho
y dejaron de hablar, de fumar, para detallarla un poco. El taxista
de turno se separó del grupo y vino a su encuentro. Era un
hombre bajito, requemado, de mejillas duras, el cabello con
mucha brillantina, la camisa muy ancha, las llaves del carro
tintineando en una mano. Ella pidió que la llevara a la estación de
buses, cerca al mercado y fue así como abandonaron el parque, la
Los Domingos de Charito
21
iglesia, entrando de verdad en lo oscuro. El interior del taxi hedía
a un desinfectante dulzón que le provocaba un ligero vértigo.
Charito miró con ternura una muñeca de plástico que colgaba del
techo del vehículo, casi rozando con sus pies desnudos la frente
del hombre conduciendo distraído, en apariencia, el pesado hombro izquierdo echado contra la ventanilla. La figurita estaba
desnuda e implorante. Estaba colgada de los cabellos, una larga
cola de caballo! Se balanceaba suavemente frente al tipo cuando
el vehículo tomaba una curva. El ojo del taxista -se dio cuentaestaba ahora encima de ella. Trataba de saber algo más sobre
aquella figura hundida en el plástico marrón del asiento de atrás.
Era un ojo indiferente y nervioso, apareciendo en el retrovisor
con un rictus insistente.
El cuerpo del hombre seguía sin moverse. Ahora sonreía. Ella
estaba cansada, sentía la barriga flojita y por eso nada pudo hacer
cuando una lágrima cayó sobre el tapete del carro.
A lo mejor el señor que ponía las inyecciones tenía razón y lo
que ella estaba haciendo era provocar la desgracia con tanto mal
pensamiento. Porque está demostrado que una idea fija es dañina. Cómo le gustaba imaginar que iba en un taxi sin saber el final
de la noche, vela ¿no?oyendo respirar a un desconocido a su lado,
rumbo a la catástrofe. Qué palabra. Sacó un trocito de papel
higiénico de la bolsa y se restregó la cara, fue borrando las
arrugas, la amarga boca reseca, la nariz levemente encogida.
-Mire, lléveme donde quiera señor. Lo misma da.
El hombre no dijo nada. Volteó bruscamente la pesada cabeza
y el automóvil pareció perder el control. El hombre aminoró la
marcha y el vehículo, solito, tomó una curva. Todo estaba obscuro. Fue entonces cuando él. le dijo:
-Ah, bueno, estaba pensando, estaba pensando viéndola así,
creí que se iba a echar a llorar. Yeso sí que no, me parte el alma.
Casi que le digo que se baje, no soporto las plañideras.
La luz de una bomba de gasolina rompió la intimidad del
asunto. El hombre dijo algo que ella no entendió. Ella sepersignó
cuando entraron de nuevo a las tinieblas. Oyó su voz:
22
Julio Olaciregui
-¿Cómo te llamas, hermana?
-Rosario. Pero me dicen Charito.
No se dijeron más nada pero el zumbido de la brisa entrando
por las ventanillas del carro, mientras rodaban por los lados del
río, fue suficiente. La hierba de los jardines estaba húmeda y las
casas cerradas, las calles solas. Era un martes y olía a huevo
podrido, al ácido sulfídrico que se cocinaba día y noche en las
retortas de la llamada Vía 40. Las paredes de los talleres parecían
más altas que de costumbre, las puertas de los garajes más
pesadas. Ella tuvo de pronto esa idea dolorosa, pasar frente a la
casa en el taxi, ver si Augusto estaba durmiendo como todos o si
tenía las puertas abiertas, la luz encendida como cuando hay
tragedia a medianoche, alguna vecina preparándole un agua de
toronjil y hierbabuena para los nervios, diciéndole "ya vendrá, ya
vendrá ". Pero era una idea 10ca y no dijo nada, ya todo debía
seguir su rumbo, ni un paso atrás, no podía regresar. Ahora
tendría que inventarse otro peinado, otra manera de andar. A lo
mejor debía teñirse el cabello, color Coca-cola le sentaba muy
bien, le habían dicho que su piel se prestaba.. Sobre todo con
aquellos hombros tan gruesos.
Había movimiento por los lados del Paseo Bolívar y ella creyó
que de todas formas podría tomar un bus esa madrugada hacia
cualquier montaña. Había todo ese humo, los charcos, un camión del Aseo Público estacionado frente a la Barbería "Viena".
Los barrenderos comían ostiones delante de un carrito, saboreando, alimentando el vigor, apoyados en susescobas sucias, las
cachuchas sudadas bajo el sobaco.
-Tomemos
un poco de sopa -dijo
el hombre señalando
vagamente a través del parabrisas-. Cae bien siempre y así es
más fácil pensar.
Desde el pavimento pudo leer el aviso intermitente y dorado,
Los tres golpes -Nunca cierra, Los tres golpes, Nun... Había unos
camiones, mudos y severos, calientes aún de la carretera, estacionados ahí. Ella miraba todo con ansias, siguiendo las espaldas del
chofer. Se dio cuenta que éste era realmente ancno y que tenía la
Los Domingosde Charito
23
camisa pegada, con unas estrías sucias de tanto arrecostarse. Se
sentaron al fondo, cerca al baño, junto al lavamanos. Había
parejas como ellos, taxistas y mujeres trasnochadas, viajeros que
acababan de llegar y un indio vendiendo amuletos y collares. Dos
policías se escarbaban los dientes mirándolos instalarse. Ella
empezó a buscar algo en la bolsa de plástico para no mirar al
hombre. Este le dijo, posando una de sus manos sobre las suyas:
-y o me llamo Anatolio, ¿te provoca algo sólido?
Ella levantó suavemente los ojos y los clavó sobre aquella cara
achatada y grasosa que le sonreía abierta bajo el ruido y los olores
de esa noche. Las aspas de un ventilador oxidado descargaban
sobre ellos un poco de amoníaco o de ají picante. Anatolio era
moreno, ya lo sabía, con mejillas de niño de caucho, con un rígido
bulto de cabello sobre la frente. Y el cuello, el cuello interminable. El debió sentir todo aquello porque sacó un pañuelo y
comenzó a pasárselo por la cara y por el cuello, otra vez!,
secándose concienzudamente. Después se atrevió a mirarla toda,
sin pestañear. Le vio los cabellos ondulados, aferrados al cráneo,
perdiéndose luego en racimos, cayendo sobre su pecho. Charito
sintió que el pecho se le calentaba. Su pecho estaba prisionero de
la tela. Anatolio, no se sabe por qué, comenzó a sonreír.
Un día de primavera
ANHELO LA prosa: construcción paciente de un edificio con
entrañas templadas y sólidas que posean algo de postes metálicos, de columnas de estadio, de montañas que se hundan en las
nubes, de esqueleto inacabable, de armazón de insecto obscuro.
Todavía, siendo un amateur en estos asuntos, estoy obligado a
gritarlo con el fin de convencerme ante todo a mí mismo de la
urgencia, de la necesidad de que este ejercicio se lleve a cabo.
Estos pequeños prólogos en donde hablo del instrumento -la
escritura- son inevitables. Es como atravesar cortinas de humo
para poder acercarme al centro del fuego, es decir, a la narración
pura y olvidadiza que ya no necesita reflexionar sobre ella misma
ni justificarse.
El señor Narciso Medrano está gordo. Ahora se ha quedado
dormido en el mecedor porque es mediodía y hace calor, música
clásica y quietud. El perro gris de los vecinos ha saltado por
encima de la paredilla y está en nuestro patio escarbando, escarbando. Camina mirando a todas partes bajo la enramada en
torno a la cual crece perezosa, ensortijada, la mata de uvas playa.
Marleni despierta sobresaltada de la siesta y lo espanta, lo persigue con una escoba. Hay una gallina botando baba bajo el
lavadero. Nuestra perra, Mara-Hari, está gorda, tetona, encadenada al palo de limón, derritiéndose. Nunca la han oído ladrar.
Dicen que los ladrones que se meten de noche pueden darle carne
molida con vidrio. A veces, cuando el niño-que-será-novelista
viene de la escuela por la tarde, seacerca a ella y le toca la chucha.
A la perra le gusta, le gusta.
A mi tío Julio le decimos el patón. Calza 44 y tiene el pelo
cuscú, usa los pantalones anchotes y tiene la cara roja. Los
domingos, cuando viene, don Narci pone el trío Matamoros:
Ahora te voya enseñarcómo sehacen las maracas. Todos seríen. A
veces viene un fotógrafo. En días así se ven las matas del jardín,
unas pencas con espinas y unas flores moribundas, alguien extraño asomado por entre los barrotes de la ventana.
-¿Qué quieres niñito?
-Nada.
-¿Cómo te llamas tú?
-Cucaracho.
28
Julio Olaciregui
-¿Dónde vives?
-Allí a la vuelta.
-¿Cómo se llama tu mamá?
-La señora Rosenda.
-¿Por qué no te vas para tu casa?
-Bueno.
-Ve, Charito, da le un poquito de helado para que se vaya.
Por la noche, el calor hace que nos echemos en el piso de las
terrazas intentado coger el fresco. La euforia apagada por lo
pronto. Vemos pasar a ese que nos está nombrando, un hombre
distraído y nervioso a quien varias mujeres han olvidado. A
nuestra edad, algunos hemQs terminado el bachillerato yesperamos ansiosos el momento en que por fin comenzaremos a ingresar "en la novela de la vida", en esa vida que se insinúa en los
avisos de los periódicos, en las caderas de las muchachas, en las
catástrofes, las mediocres catástrofes de los hombres maduros
que a esta hora regresan a sus casas. Puede oírse, si se esfuerzan,
el ardoroso chillido de..la carne al caer en la paila. Aun cuando
nadie por aquí diría paila sino sartén. Por estascalles que atraviesan los personajes no sesiente en modo alguno el aleteo secreto de
los antiguos siglos. Pronto nos iremos a dormir pero es como si
acabáramos de despertar. Un novelista inexperto jamás se privaría de citar aquí a Quevedo:
jFue sueño ayer; mañana será tierra!
jPOCO antes, nada; y poco después, humo!
j y destino ambiciones,
y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!
Hay un taxi estacionado en la esquina, un automóvil fabricado
en 1951 en los talleres de Detroit, una ciudad que nunca conoceremos. El cárro tiene los guardafangos oxidados y hace pOGOsu
chofer fue atracado por cinco antisociales.como lo dijera, como
lo dice el radioperiódico que se escucha en estos momentos por
encima del olor a carne asada. Al chofer lo apodamos desde
entonces el salaD.
Los Domingosde Charito
29
Cuando llegó la hora de escoger una profesión o un oficio, un
destino, como dicen, a nadie por aquí se le ocurrió ser novelista.
Anatolio, Claudio y Orteguita decidieron ser choferes de taxi.
Los carros los traían de Venezuela y era fácil participar en el
mercado del transporte, señoras adúlteras, niños con gastroenteritis camino a la Central de Hidratación, ancianos chorreados
que olvidaban sus maletines a bordo (la novela, perdí los originales de mi novela!) jóvenes hampones con ganas de ir a una
discoteca por los lados del Country Club. Una vez, condu~iendo
la máquina por el Boulevard de la 54, me vi obligado a reprender
a uno de estos jóyenes que se hurgaba la nariz con disimulo y
aplastaba lo suyo contra los cojines. Esto no tiene importancia
pero una novela permite muchos detalles inútiles.
Con toda seguridad que el hombre que años más tarde describiría a los muchachos echados en la terrazá, cogi~ndo el fresco, se
estaba preguntando cómo era posible que esto sucediera mientras allá a lo lejos oh, la guerra, la guerra acogía a cien, a
doscientos, a trescientos muchachos con todos los sueños intactos. La culpa puede brotar como un rabo, la culpa tiene el rabo
pel'udo. Con este hermoso apéndice, con este áspid que reposa
entre las carnes podemos espantar los mosquitos por la noche y
las gordas moscas lecheras por el día.
El desordenado pensamiento hacía estragos entre la juventud
de la época. A merced del vaivén de las modas y las leyes que rigen
el comercio, solitarios, flacos, con parásitos, egoístas:y sin ardor,
también olorosos a perfume, triunfantes, con llaveros de oro,
negociantes en cocaína, boxeadores, muchos considerábamos, al
llegar a los 30 años, que ya habíamos agotado todo lo que nos
había sido dado vivir y que la ilusión, bah, era tan sólo un
recuerdo.
Aunque no tuvieran novias, aunque no tuviéramos novias, la .
costumbre era andar siempre con' una cajita de chicles en el
bolsillo. y una peinilla. Había quienes exageraban y andaban con
un espejito, dos o tres preservativos en la cartera y un pañuelo
entre la nuca y el cuello de la camisa a fin de evitar la mugre.
30
Julio Olaciregui
Había que estar preparados para lo que cayera, hombre prevenido vale por dos, el que espabila pierde, si te descuidas en el
-desarrollo te vuelves marica.
El hombre que vendía el hígado-bofe-corazón y riñones venía
sobre su burra en posición flor de loto, sus grandes pies polvorosos en primer plano. Había quienes le admiraban el animal
mientras él saltaba al pavimento a negociar sus vísceras con las
señoras -entre ellas podía distinguirse a Charito- que abrían
las ventanas para preguntarle:
-¿Lleva lengua, compadre?
De haber nacido en la ciudad, el compadre habría sido baterista en alguna orquesta. Todas las señoras reconocían su ritmo
desde lejos, era la hora de preparar el almuerzo, con la misma
vara con que le medía el ánimo a la burra, hurgándole el flanco,
puyándola para que caminara, el hombre llevaba su ritmo, solo
sostenido, redoble intenso. El cajón en donde traía las tripas
vibraba alegre:
-Se me terminó. Llevo el mondongo fresco, comadre.
Había unas goticas de sangre cuajada en el sillón de la burra.
Dos moscas revoloteaban embriagadas, engordando verdosas,
.las pesadas alas. La burra levantaba su rabo y abanicando ciegamente el aire las espaqtaba, tolón, talón, mostrando suculo negro
y brillante, profundo. Las malas lenguas, que todo degustaban,
.decían que era caliente como el de las mujeres. Al narrador no le
consta. Al autor tampoco.
Eramos unos caballos sueltos y ante nosotros los montes eran
anchos. Pero como en una noche de plenilunio Augusto seencontró bachiller mientras estallaba el flash de un fotógrafo, en verdad nunca gustó de aquella iniciación al amor que era frecuente
atribuimos.
Se reservaba para Charito, la muchacha.
-Su
primera piedra, sin embargo, le fue extraída por una puta.
Tres o cuatro años antes había tenido que aplicarse una cuchara
caliente en las tetillas para evitar que las piedras que allí guardaba
Los Domingos de Charito
31
le crecieran, empujándolo hacia el e.xtravío de Tarzán el redondo,
conocido vendedor de Lucky strike frente a los Almacenes Tía.
Aquella fruta madura, el sexo, como se dice, había caído
pronto sobre él. El viento estaba encaprichado aquella noche en
que él, el otro, venía zarandeado no por el viento sino por su hija,
la brisa, que levantaba un arenal y lo empujaba hacia ella, ella,
ella.
Con excepción de algunas cartas y tal vez de un requerimiento
anotado en un papelito, la servilleta de la Lunchería Santa Marta
en donde solían encontrarse a escondidas antes de ir a la pensión
y pasar al acto, nada había sido escrito aún. No había pie a
novelas, al menos eso pensaban y por eso el destino era alegremente banal, callejero, olvidadizo.
Se conocieron tal vez en un bus. El iba a buscarla después a la
salida del colegio. Caminaban, caminábamos porOlaya Herrera,
burlándonos un poco de nosotros mismos. Hermanados por la
vulgaridad, nos reíamos de la cara de las señoras y los niñitos que
salían a esa hora de Mi vaquita después de haber comido "opíparamente".
-Ajo, Gu~to ¿dónde te aprendiste esa palabrota?
-Ah, tú sabes, hay que culturizarse para que no le echen
cuentos a uno- le contestaba yo.
Intenté decirle a Charito que atravesáramos a la otra acera
para evitar pasar alIado de una media docena de albañiles que se
estaban enjuagando en un tanque al pie de un edificio en construcción, pero ya era muy tarde. Uno de ellos, sin camisa, peinándose frente a un pedazo de espejo, soltaba un largo chiflido y
Charito sonreía. Los otros, con las caras húmedas, los cabellos
aún llenos de cemento, se volteaban a vemos pasar. Uno de ell~s,
que tenía únicamente una pantaloneta de baño, setocaba el bulto
entre las piernas y decía:
-Ay, me duele el chichón que tengo aquí.
Los demás soltaban la carcajada. Otro, dirigiéndose a mí:
-Lo que se ha de comer el gusano que selo coma él humano...
Yo estaba morado de la rabia y de la vergüenza. Me sentía
cobarde, con el rabo entre las piernas. Le dije a Charito:
-Camina rápido, nojoda.
Pero ella no me prestaba atención. Tenía una sonrisa más
ancha y volteaba a mirar hacia atrás a cada instante. Como le dije
que dejara de provocarlos me contestó:
.
32
Julio Olaciregui
-No seas tan celoso, niño.
Seguimos en silencio.
Encontré una caldereta y comencé a patearla con una especie
de ira aguachenta, sin convicción. Sentía un nudo, la manzana de
Adán se me había atragantado, deseaba matar a alguien, no
podía respirar, no tenía saliva. Charito me estaba mirando,
curiosa y contenta. Después se ponía seria y con los labios
fruncidos, posando una mano entre los senos, murmuraba:
-Perdón.
Vi que tenía los ojos brillantes y que una vena le palpitaba en la
frente. Estábamos enamorados. Fue entonces cuando se me dio
por agarrarle la mano. Era suave como peluche. Miré a todas
partes para ver si nadie se estaba riendo. Afortunadamente ya
estaba oscuro y así nadie se dio cuenta que ahora era yo quien
tenía un bulto ahí. Pero creo que Charito lo notaba porque me
decía:
-Llévame a cine.
Oí que Charito ge.míay aunque sentí un ligero estremecimiento
en la nuca, el temor a que alguien se diera cuenta que tenía mi
mano bajo ,su falda no me dejó gozar. Le pregunté al oído:
-¿Te gu'stá7
y ella abrió los ojos lentamente, como descansando. de un
dolor, recuperándose poco a poco, un tanto despeinada. Mi
mano se había quedado quieta y entonces ella aprovechó para
desenterrarla. Me miró con un poquito de indiferencia y asco y
cuando pensé que iba a decirme alguna cosa sesonrió enigmática.
Cogidos de la mano, sin hablar, con emoción y vergüenza,
habíamos llegado al teatro "La Bamba", una sala gigantesca, sin
techo, grande e iluminada como un buque en la bahía, situada
frente a una bomba de gasolina, al lado de un parqueadero,
rodeada a un costado por bares y piqueteaderos. Tan pronto
apagaron las luces sentimos un olor a amoníaco y un brusco
cambio de temperatura. Ella me preguntó:
-,.-¿Tienes un chicle?
Comenzamos a mascarlo despacio, yo dejaba que el sabor a
menta impregnara mis amígdalas, los huecos de mis muelas. Me
sentía tenso, ansioso, con ganas de orinar. Yo no estaba muy
enamorado de ella, dentro de mí brincaban pensamientos inconfesables, íntimas mentiras. Me sentía sucio y malo, un gran
I
!
ft
~
r.
Los Domingosde Charito
33
centauro sudoroso alIado de una niña desnuda, en la banca de un
parque, con la cosa parada.
Nos casamos. Un año después ella me dijo por primera vez que
yo sólo usaba su carne su carne morena. Ella me hacía la sopita de
mondongo mientras yo estaba leyendo, cuántas brutalidades
tragaba, el librillo, los periódicos. No sé por qué sentí esa tarde
que Maruja, la otra, había quedado encinta mientras estábamos
en aquel hotel de la Calle San BIas. Se veía a sí mismo pidiendo
prestado para financiar el primer aborto de su larga historia,
buscando a un doctor aburrido y cansado. Aun cuando trampeaba pagaba los impuestos cada noviembre, no le gustaba mucho ir
al trabajo y por eso andaba de mal genio, esperando con ansias las
vacaciones, la pereza pura, ahorrar algo para lo inservible, visitar
cervezales, palacios de espejos, mujeres de profundas cabelleras,
mujeres de rotundas caderas.
En las vacaciones se la pasaba eructando, escudriñando la
bóveda celeste. Persistía en la idea de comprarse un revólver de
segunda mano, cada vez que salía de la casa de la otra, con miedo
a que lo guindaran en una esquina, la idea le martillaba. Tal vez
era el olor de sus piernas lo que me iba protegiendo, se decía.
Día en casa
f
!:
c
[
ILUSION del más puro canto, inútil como un domingo.
Lo que importa es la ilusión pues tal canto ahora ya no me es
posible; basta darse cuenta que en seguida he establecido un
sistema paralelo, la comparación
("como un domingo")
y he¡
recurrido además a los adjetivos "puro" e "inútil",
evidencias
estas que demuestran mi longitud de onda ideológica, el desperdicio de mi ambición, mis propósitos y alcances, mi escepticismo, mi aspiración hacia una bondad francamente inocua. Toda
bondad es inocua.
Discursos sin historias ni personajes, catarsis. ¿Purificación,
purgante? La historia buscándome, buscándose, el amor buscándome, ojalá pudiera encontrarme. Pensé esta mañana, ahora
ya una vieja mañana que tan sólo existe gracias a la lectura del
recuerdo, el libro de mi memoria, mientras me hallaba en la
cocina calentándome un café, en escribir una autobiograf1a llena
de mentiras. Me veía dándole a la máquina de escribir noche tras
noche pero este aparato anda casi solo y estereotipado me lleva y
posudo me arrastra, rebuscado.
"
f'íc;f)
111..[.)$
En aquella casa Charito tenía algunas tardes libres. Esa tarde
ella se estaba bañando con mucha suavidad y paciencia,disfrutando del olor del jabón. Tenía cita con Vicente a las cinco. El
señor le había pagado la quincena ese mediodía y casi podía
sentirse contenta, hasta estuvo canturreando una canción. Era en
verdad una extraña sirvienta. Permanecía largas horas en el baño
sin que pudiéramos saber qué estaba haciendo. Casi no hablaba,
no espabilaba nunca y por eso no pudimos saber de dónde venía
la tarde en que el camión la dejó en la puerta. Entró a la casa con
sus chancletas mojadas y un pequeño maletín de plástico en la
~ano, mirándolo todo con sus ojos resbaladizos. He aquí lo que
VIO:
Bajo un cuadro de la Ultima Cena (ella se aprendió elletrerito
de memoria, amen dico vobis quia unus vestrum me traditurus est)
estaba el señor en camisilla, comiendo. En la otra pared había un
gobelino en el que un jaguar atacaba a un harem sobre las
aterciopeladas, las ebúrneas arenas del desierto. Soplaba un
viento solano y por eso las cortinas se movieron suavemente al
cerrarse la puerta tras ella. En ese instante, como tenía que
ocurrir, sonó la campanita que colgaba del pescuezo del gato de
porcelana que merodeaba allí, estático, sobre un armario. Mi
señora sonreía sin saber qué hacer~los brazos en el aire, barnizada
y suave. Se gustaron. Estaba encendido el radioperiódico de las
seis de la tarde, un bombillito en un rincón. Los muebles eran
pesados y grandes, las vigas del techo marrones, cosidas con hilos
38
Julio Olaciregui
de araña. Había un corredor que se perdía al fondo. Mi señora se
lo señaló con un dedo y yo la miré entonces.
-¿Quién es esa bruja? -pregunté.
-Nojoda,
y a ti qué te importa -contestó Marleni.
-Si me importa, yo soy el que pago y esta es mi casa.
-Me la manda Leoncio para que me ayude.
Charito alcanzó a oír este diálogo, seco y violento, tieso y
compuesto que se desarrollaba por sobre el tintineo de los cubiertos y el sonido del hielo en la jarra de agua que se inclinaba en
aquel momento sobre el vaso del señor. "Espérame en la cocina,
niña, que ya voy para allá ", le dijo mi señora. Siguió avanzando
entonces, de frente a la obscuridad del patio, por el corredor,
.antes de encontrar una pieza iluminada que tenía las paredes
manchadas de grasa y una nevera oxidada en los bordes. Entró y
se quedó ahí parada frente al laváplatos, quieta, chorreando,
mirando el. precipitado caminito de las hormigas noctívagas
transportando pesadas migajas de pan.
Vio aparecer la cabeza de un niñito. "¿Cómo te llamas tú?".
"Rosario". No se dijeron más nada porque el niño le dio la
espalda para coger un vaso y servirse agua de la nevera. Se fue
haciéndole un gesto con la boca y la nariz que ella no comprendió.
Después llegó la señora a decirle que se cambiara de ropa para
que comiera y la ayudara a lavar la loza. Esa primera noche aquí
en nuestra casa se la pasó llorando, removiéndose en la cama de
lienzo que le habían puesto en el corredor pero a la mañana
siguiente se sintió mejor en el patio, regando las matas. La señora
le regaló unos vestidos de su hermana, la señorita, y le dijo que
ésta, ojo, se había muerto porque le pusieron mal una inyección
cuando tenía diecisiete años. Charito dijo que no quería los
vestidos pero la señora le contestó que no fuera boba y selos dejó
sobre la mesa de planchar.
Oía de noche respirar las paredes. Esperaba largo rato antes de
decidirse a encender la luz. Nadie. El cuarto estaba tranquilo, la
cortinita amarilla no se movía, el almanaque tampoco. Luego
pensaba: es el inodoro el que hace ese ruido, me voy a levantar.
l
Los Domingos de Charito
39
Pero atravesaba el corredor, veía las sombras, un triciclo abandonado, la silueta del escaparate, muda, y luego al llegar al baño
todo estaba en silencio, no era nada. Volvía entonces a la cama y
allí vagaba, se resbalaba, le reventaba la cabeza a Augusto de un
martillazo, pero sólo había chispas, cristales rotos y la luz de la
sala ~itilando.
-¿~é
t'tlsÓ, Charito?
-Debe ser un cortocircuito, señora. O se fue la luz. Hizo
"pum" y se reventó.
-Desconecte la nevera. Fíjese si la estufa está prendida. ¿Qué
irá a decir don Narci cuando llegue?
Debían ser los fríjoles con cerdo que le habían caído mal.
Hacía tiempos que no soñaba con Augusto y ella, ahora, lo
estaba deshojando, había levantado su mano contra él pará
romperlo como una alcancía, no quería matarlo, sólo quería saber
lo que tenia adentro. Nada, ahora ya no sirve, pensó antes de
despertarse. Sonreía cuando el niño vino a meterse en su cama,
apretujándose contra sus pechos sueltos. Volvió a dormirse. Lo
de la televisión había sido preparado. "Siempre quise matar a
alguien", estaba diciendo. Pero no, nadie sabía cómo se sentía,
todos la estaban mirando como si estuviera enferma, la enfermedad del amor. Alguien dijo: "hay que llamar al loquero". Anatolio le había explicado cómo hacer fundir una televisión. De nada
sirvió porque en la puerta de la calle había un camión guajiro
cargado de licuadoras, secadores, chancletas y televisores. La
telenovela de las diez de la noche estaba en lo mejor esos días.
Allí no hacía sino cocinar, de vez en cuando cambiar las
sábanas de las camas, peinar al niño, cortarle el pan, trapear el
baño, restregar las baldosas, sacar la basura. Por eso en las horas
en que podía vagar sin hacer otra cosa que mirar las telas, los
vestidos de flores y los zapatos de charol, las cremas y las pantuflas que traían de Maicao, que se amontonaban, era, bueno... la
brisa levantaba las faldas de las mujeres que paseaban como ella
mirándolo todo sin comprar, por las galerías y las esquinas del
centro, inútiles.
¡.
40
Julio Olaciregui
Don Narci la miraba de una manera rara mientras ella traía la
bandeja, los vasos, los tenedores. Era una de esas miradas de
perro, triste, prisionero no se sabe de qué, un poco con la lengua
afuera como si quisiera que ella le pasara su mano por el lomo, le
acariciara, le dejara revolver su hocico. No era una mirada de
hombre pero entonces ella se asustaba porque la entendía, sin
darse cuenta la entendía, caminaba pegándosea las paredes
mientras su cabello flotaba por el comedor.
-Charito, le agradezco se recoja esepelo -le dijo ese mediodía la señora mientras ella estaba sirviendo la sopa. A lo mejor,
desde su silla, había olido lo que estaba pasando.
El señor había venido una noche a la puerta de su pieza, en el
fondo de la casa. Ella estaba tirada en la cama, con sus grandes
piernas al descubierto, leyendo. Ya había cogido la manía de leer.
La había mirado así otra vez. Ella se sentó, recuperando su
compostura. Cuando iba a decir algo, él le dio la espalda y se
alejó. Estaba en piyama y llevaba también un libro en la mano.
El niño tenía la misma mirada del señor, ella lo había notado
en unas fotos que estuvo viendo. Pero los bucles dorados del niño
y sus piernecitas eran alegres. Ella lo apret!iba contra el pecho y él
protestaba. Luego se quedaban tranquilos, se dormían. Se había
encariñado con aquella figurita silenciosa y por eso pasaba horas
caminando con él por las avenidas, bajo los frondosos árboles de
aquel barrio, el Paraíso, mecidos por la brisa, ligeros, viendo los
rayos del Sol restregarse contra los ventanales polarizados de los
edificios, sintiendo la mirada de los celadores revolotear pesadas
en torno a ella.
La tarde de un lunes, muchas semanas atrás, la señora le había
dado dos billetes de cien pesos para que comprara la carne, el
papel higiénico, unos cuadernos para el niño y un frasco de DDT
porque de noche las cucarachas se apoderaban de la cocina. La
señora estaba vestida como en un retrato, ~l cabello un tanto
inflado y la blusa sin una arruga, los senos en apariencia duros y la
falda verde obscuro, botella, bien planchada también. Debía ser
una mujer celosa porque tenía en permanencia goticas de sudor
sobre los labios. Casi nunca se miraban de frente, sus ojos resbalabanhacia algún lado, debía ser la cabellera de Charito lo que le
molestaba ya que por las mañanas ésta no era sino un manchón
enrojecido, enmarcando su sonrisa desportillada, aplastada hacia un lado, un poco obscena, grande, cruda.
Los Domingosde Charito
I
c
41
Con el niño de la mano y el canasto de la otra debía parecer una
figura chocante, pero allá iba. A veces, la gratuita caricia de la
mañana, el olor de la hierba en los jardines, la visión de aquellas
otras mujeres camino al supermercado, silenciosas, la hacía sonreír. Era casi feliz, como aquel niño grande que caminaba dando
salticos a su lado, gritando al ver pasar un automóvil "mío",
"mío", "mío", contestando por su cuenta las ininteligibles peticiones que los choferes gritaban a Charito desde las ventanillas de
los taxis.
Aunque había hecho aquel camino 'hasta el cansancio seguía
leyendo mecánicamente todos los avisos que encontraba sobre
las vitrinas y paredes, el consultorio de medicina general del
doctor Cuentas, la bizcochería "Gloria", la tienda "El Rosal",
Lavandería "La Cascada", la Farmacia de la Hoz. El supermercado aparecía allá en el fondo, redondo, abultado, con sus colores verdes y rojos, sus alto-parlantes, sus camiones descargando y
el incesante tráfico de mujeres entrando y saliendo. La bandera:
verdirroja flotaba también en lo alto. Un hombre vestido de :
payaso estaba parado en la entrada repartiendo folletos de propaganda como siempre. Quigo hacer una mueca graciosa al niño
y lo único que consiguió fue que éste se aferrara a las piernas de
Charito, con miedo.
En el interior estaba sonando esa música, ella la conocía pero \,
QO podía saber qué era. La hacía sentir lejos de allí, en un
dl~iel1jbre:luera de esa hora sin importancia. De vez en cuando la
voz de una empleada interrumpía aquellos elásticos compases
para anunciar lo baratas que habían amanecido esedía las sardinas importadas del Ecuador. Empujando el carrito, mientras el
niño la seguía, penetrando por .la hilera de los productos de
limpieza, se confundió definitivamente con .lasseñoras distraídas
que miraban y sopesaban los jabones y la cera para brillar las
baldosas. Ella se distrajo también. Lo primero que hizo fue
dirigirse a la sección de ropa interior. Allí estaba el hombre que
armaba los maniquíes con un brazo en la mano ajustando a una
muñeca de cabellosxecortados, lacios, cayéndole sobre la frente y
que sonreía, sonreía. Estaba desnuda pero sólo ella y el niño se
detuvieron frente a la pareja a mirar. El hombre encargado del
asunto tenía una bata blanca como un científico. Era en verdad
un muchacho moreno, de cara huesuda, de patillas largas estilo
Simón Bolívar-entrando-en-Porquera, con zapatos de caucho un
42
Julio Olaciregui
tanto grandes. Ahora estaba peinando a su muñeca. Lo hacía con
una sola mano y luego seretiraba unos pasitos hacia atrás, midiendo el efecto. Sedio cuenta que lo estaban mirando y entonces dejó
la peinilla, se la guardó en el bolsillo y de una caja de madera que
tenía al pie sacó una bayeta y comenzó a frotarle los pechos, los
muslos, el ombligo, abajo, las rodillas, la espalda, sacándole
brillo por todas partes a esa carne silicona marrón chocolate.
Charito envidió aquel amoroso cuidado pero como era su maniquí preferido lo único que hizo fue ladear la cabeza y sonreír
indulgente. El muchacho había comenzado a vestirla con las
prendas transparentes que se estaban poniendo de moda en esos
días. El m,es pasado había sido el signo astrológico entre las
piernas y Charito había imaginado que caminaba por todas
partes con un escorpión ansioso, listo al ataque. Ahora eran los
días de la semana, un color rosado para eselunes de tanto calor,
pensó entusiasmada.
A Charito la trataban bien en aquella casa. El señor, al me~_os,
estaba joven todavía, a lo mejor lleno de p.rQy~~tosparae!fQ~YJo.
nervioso y pálido, protegido con unas enormes gafas de carey.
Por las mañanas, mientras exprimía unas naranjas y rompía los
huevos, oía la música a todo volumen colándose por las rendijas
de la puerta de la cocina. Cuando le llevaba eljugo al señor, éste le
decía: "Charito ¿le gusta Bach?", o bien, "¿No le molesta la
música, verdad?". Ella sonreía, pestañeaba sorprendida oyendo
aquellas trompetas deliciosas. Lo que no le gustaba mucho era
trasnochar, o el ruido de los vasos y las botellas cuando ya se
estaba quedando dormida y había reunión en casa (como decía el
señor), los jueves o los sábados, noches de fiesta, comida y
montones de ollas sucias esperándola para mañana.
El resto del tiempo no hacía sino exprimir las naranjas, planchar, comprar los bollos, ir a la esquina a perseguir el camión de
la leche, recoger los papeles sucios del baño (el señor fumaba y
dejaba unas colillas vivas, moviéndose en el agua, abiertas) barrer el patio, sacar las sábanas, tender las camas, sacudir los
elefantes de porcelana.
Los Domingos de Charito
43
De pronto se quedaba quieta, con la escoba apoyada en el
pecho, mirándose las uñas de las manos, pensativa.
Luego, sacudía la cabeza y seguía, relajar la carne, pelar las
cebollas, machacar los ajos, limpiarle el culito al niño, echar el
arroz al caldero, lavar los ñames. En días así se acordaba de
Augusto.
Día sin amor
EL HOMBREamaneció hoy lleno de envidia y soledad, de pereza,
marihuana verde, coñac, gripa, menta, auto-conmiseración,
confortablemente instalado para leer la prensa. La nieve caía en
remolinos desordenados, frágil.
Alguien me habla de la nostalgia (la tristeza), el alma enferma,
de ver caer la nieve sin la persona amada (ojo, tema reaccionario).
Mi viaje ha sido: del Sol a la Cabeza Hibernal.
La nieve cae silenciosa y grácil, sin gravedad. Son pedacitos de
algodón, estrellas heladas que van desprendiéndose de un cielo
vacío y hondo, ausente y serio. A los ancianos el reumatismo los
aqueja, los tiene todo el día entre las cobijas, esperando con
ansiedad que sea la una de la tarde para instalarse inamovibles
frente al televisor. Cuando el frío baja uno se da cuenta que la
nieve se ha vuelto lluvia. En esta melancólica estación sólo los
pinos conservan su ve:rdor, esos dibujos japoneses y rudos oponiéndose a la muerte. Hay pocos negocios en los almacenes y por
eso los propietarios se quejan y dicen que es la Morte saison,
tiempo en el que los clientes duermen o trabajan. Los árboles
desnudos aguardan ya el retoño de la primavera lejana. Esa
desnudez es prueba de la esperanza. Lo irónico al contemplar
estos paisajes urbanos es que a cada momento uno siente deseos
de describirlos, de fotografiarlos o dibujarlos. Pasalo mismo que
con ciertas noches de Luna: en lugar de admirar en silencio lo que
misteriosamente nos es ofrecido exclamamos: "parece un cuadro
de Magritte!".
Oh soledad: la fábrica está en un camino. Hay que atravesar un
monte en el que los galeras se festejan a mediodía, parados sobre
la calavera eterna y sonriente de un perro. Baten las alas como
cartones tiesos, haciendo el amago de volar cuando se acerca
alguien. Hay árboles raquíticos, más botellas y llantas viejas, la
tira reseca de una guardacaminos, una enagua rasgada en la que
se ven aún encajes manchados de goticas de sangre marrón, la
adolescente llamada sangre. Por allí viene Augusto con los zapatos empolvados, la cara arrugada por el agrio olor que exuda la
maleza como una cicatriz abierta en medio de las casitas allá
lejanas. De frente, el muro de una fábrica de neveras, un letrero
gigantesco, los dueños de estafábrica son unos turcos hijueputasy
explotadores, de brochazos enérgicos, desesperados.
-¿Así que este es el joven Pradilla?
-y a ve usted. El heredero, como dicen.
-Tira piedra y todo, me imagino, ¿ah?.. jo!
-Medio comunistoide, usted sabe, la juventud, pero más bien
tranquilino, distraído...
-Tranquilino.
¿Y qué sabe hacer usted don Tranqui?
-iQué va a saber hacer nada! ¿Qué sabes tú, Gusto?
¿Qué sabía? Sabía de memoria, por ejemplo, la sensación del
vagabundeo solitario: no me gustaba }).ajaral centro de la ciudad
porque me hacía soñar "inevitablemente" con su pasado que
siempre imaginé de otra manera pero que encontraba careado
por eso que algunos llaman "la muerte que depara el olvido".
48
Julio Olaciregui
Pese a todo, me negaba a destruir las postales de mi último viaje
con esa especie de suerte negra que lleva al asesino a recobrar los
pasos que ha dado hasta el lugar de su crimen. Un calor sano,
"macho" como decía Charito, le subía por las piernas mientras
daba vueltas por el mercado, la calle Murillo o el barrio Chino.
Pero esta vez todo había terminado para siempre. Todos estaban
cansados, hasta él, del va y viene.
-Bueno, él dizque lee mucho, pero hacer como hacer yo creo
que no sabe hacer nada. Dele cualquier cosa a ver si se desembolata. El estaba terminando el bachillerato, pero se le dio por
meterse a estudiar radiotecnia y después que si el dibujo, hasta
contabilidad estudió, algo debe saber. Tal vez si pudieran meterlo
en el kárdex o en los archivos, algo debe saber este vergajito.
-Archivos...
bueno, tú ves que ésta es sólo una fabriquita de
ladrillos. No hay archivos. No hay nada como para él. Tal vez mi
hermano, ¿supiste que salió de suplente al Concejo en la lista de
Madero? tiene una fábrica de latas... te vaya dar una tarjetica
para él. Yo le echo una llamada, sin embargo. Es una fábrica de
unos cientoveinte obreros, grande ¿cierto? Tal vez él lo pueda
acomodar en las oficinas para que no se vaya a joder mucho el
cuero.
-Ah, eso sería bueno, ¿cierto Augusto? ¿Pero usted cree que
hay posibilidades?
-Claro, hombre, espérate y lo llamamos.
Allá iba Augusto sintiéndose improductivo. En tercero de
bachillerato toda la clase había repetido en coro el Sólo-sé-quenada-sé, felices de encontrar al fin un pretexto ilustre para la
ignorancia y la pereza. En el fondo todo eso continuaba, aunque
menos alegre ahora porque, a la fuerza, la tabula rasa se había
llenado: tal vez el horror de la juventud, una mariposa disecada o
las aspas de un abanico en un hotel de cualquier parte, hicieron
posible el esfuerzo y la decisión final de embarcarme. No medí
todo lo que aquello significaba hasta que finalmente un viernes
de agosto a las cinco de la tarde me hallé en una villa sumergida
en la tranquilidad de las montañas.
Todos los compañeros que Augusto encontraba tenían ya un
oficio (y él se decía, pero yo tengo un swing): unos eran dentistas,
los otros choferes o profesores. Algunos estaban en el ejército o
eran veterinarios, abogados, ingenieros. Conocía a varios vendedores de almacén y a unos cinco o seis economistas. Augusto
r
~
i
i.
Los Domingos de Charito
49
había soñado con embarcarse "para ver el mundo gratis" porque
la figura de un ahijado de su madre le atraía. Su cabeza rapada de
marinero, sus tatuajes azules entre pecho y espalda y la pesadai
esclava de falsa plata que llevaba en la muñeca izquierda eran lo
de menos.. Lo importante era las historias que contaba de Río dei
Janeiro, Norfolk y el Pireo. Pero nada. El mismo pariente se
encargó de disuadirlo después del quinto viaje: "no seas marica, tú no serás capaz de acostumbrarte al trencito: cuarentaicinco
días en altamar comiendo pescao al desayuno, al almuerzo y a la
comida. Además los que no saben hacer nada, a bordo, tienen!,
que ayudar en la cocina, lavar la cubierta, mover los bultos."
Déjate de huev?_nadas,est~dia, es puerta de l~z un libr~ ~bierto
entra por ella nmo y no serascuando grande m esclavo mJuguete,..
servil de los tiranos",
La puerta era de hierro azul, El celador asomó la cabeza por la
ventanita, oyó su explicación, vio latarjetica para el señor gerente y descorrió el cerrojo. Le mostró al fondo las oficinas. Augusto ?¡
atravesó el patio y le pareció agradable: había grandes pirámides ,de tanques, una palmera solitaria en medio del playón, arrumes
de láminas de acero made injapan, ángulos, ruedas y estrellas de
hierro que soltaban un polvo cortante parecido a la ceniza. Todo
bien en orden. Sudaba copiosamente al caminar, la puerta de
cristal esmerilado con su aviso Aire acondicionado Siga Ud, 10
acogió. Vio la fila de escritorios, el desordenado movimiento
habitual de las oficinas a las doce menos diez, la' fuente de agua
helada y las secretarias: morenas, pálidas, tetonas, con sus colasde-caballo, sus grandes labios rojos riéndose un poco, escarbando en las carteras, con los cepillos y los espejitos, alistándose para
salir a almorzar, Sealegró. El gerente le sonrió amable, le echó un
vistazo a la tarjeta y le dijo: "Oká, apúrate para que alcances a
hablar con el jefe de personal antes de que se vaya. Ya yo le hablé
de ti". El jefe de personal lo mandó esa misma tarde al octavo
piso del Centro Cívico, a la oficina del trabajo, para que renunciara a la miopía y a una muela que tenía careada. Llenó el
formulario y volvió con todos los papeles al día siguiente. El tipo
le dijo entonces: "venga esta tarde a trabajar".
Cuando le entregaron los guantes y el casco se asustó:
-¿Y esto?
-Ese es su equipo, cuídelo. Tráigase una ropita vieja mientras
le damos la orden y se toma las medidas para el overol,
50
Julio Olaciregui
El jefe de personal mandó llamar a alguien. Apareció un gordo
ahí, con un casco y unos guantes iguales a los que acababan de
entregarle, aunque no nuevos como los suyos sino ya usados,
manchadosde grasa.
-Vea Saavedra, muéstrele al joven lo que tiene que hacer.
Póngalo a trabajar en algo. Es un nuevo colaborador de la
empresa.
Augusto y el gordo tomaron un pasillo y se dirigieron hasta el
fondo. Allí encontraron una puerta, el gordo abrió. Sesintió algo
como el aliento o el rugido de un animal, enseguida la temperatura fresca de las oficinas huyó de sus axilas y sus pies y un calor de
hierros y máquinas se le instaló.
-Este es el taller! -le gritó el gordo-. ¿No trajiste ropa de
trabajo? Se te va a dañar la pinta, tráela mañana.
Augusto casi no le oía, el corazón le latía fuerte y además
estaba fascinado. Vio cadenas y grúas, rollos de alambre más
grandes que él, planchas de acero ordenadas en hileras que
dejaban pasadizos para los obreros. Todos los trabajadores estaban vestidos con overoles azul grisáceo, diseminados en el gigantesco galpón, encaramados en escaleras metálicas o frente a unas
máquinas que se cerraban y abrían lentamente con pesados
suspiros. El techo era altísimo.
-Bueno, ayúdame con este cable. Hay que cortar cien metros.
Pon cuidado porque si se te suelta puede darte un coletazo. Este
cable se llama alma de acero y pega durísimo. Oale pues, coge,
ahí va...
Cuando regresó a la casa, ese primer día, se sintió como si
estuviera encementado, las manos le ardían y el hueso de la
cadera le sonaba adentro como si se le hubiera desprendido y
estuviera flotando.
La vida, gruesa palabra, se había detenido.
Todo el ensueño de la vida de unjoven hombre podía verse allí,
representado en los objetos que había atesorado, manía infantil
de guardarlo todo, construyendo recuerdos, prometiéndose la
revisitación, fotos de la playa, la cabeza tallada en madera de un
Los Domingos de Charito
51
hombre desconocido con el aire de don Quijote que fio en un
almacén de la calle Jesús, años atrás, durante unas vacaciones.
Una vez disipado el miedo que padeció durante su adolescencia
comenzó a observar sus propias reacciones, su manera de irse
acomodando al giro de los días, Vira, Vira, a la vuelta de la noche
y al ansiado regreso del Sol. El abría los ojos y se reubicaba,
dejándose llevar por el impulso de la hora, el desayuno, la calle
con un movimiento de hombres y mujeres camino a las fábricas y
a las oficinas del Centro, con sus bolsas de comida, en grupos de
dos o tres, riéndose.
A los ojos de los demás debía parecer un inválido, egoísta,
cobarde, puesto que al afrontar el mundo de la fábrica se le
notaba irresoluto, rebelde ~sto no me concierne), con la idea de
que no se quedaría mucho allí; 10 que más le tentaba era trabajar
hasta cansarse, llenarse de odio hasta las orejas, "mandar a
comer mierda al gerente". El problema de su ubicación era que se
sentía un artista, lo creía a veces con los ojos cerrados, en el bus
que lo llevaba al trabajo;falsa creencia que hacía las cosas más
duras, l,os hierros más pesados, los horarios...
El viejo Pradilla y él vivían solos en un caserón del barrio El
Carmen, cerca a la Central de Hidratación, disimulándose el
respeto y el menosprecio que se inspiraban mutuamente. Augusto se asustaba a veces al llegar por la noche, viéndolo dormido en
un mecedor, con un libro abierto sobre el vientre, el bigote
encanecido y un vaso de agua en el piso, su gran cuerpo navegan-l
do en la obscuridad y el vacío de la sala. Y eran como dos extraños
personajes: más que un parecido fisico el aire de familia les venía
de algo ordinario en el carácter, de ciertas actitudes bruscas e
incongruentes. La seguridad de que comenzaban a resbalar, el
uno hacia adelante y el otro hacia atrás, en un destino idéntico,
provocaba en ambos la misma confusa, débil y regocijada com- i
pasión. Claro está que, en esencia, lo que diferenciaba al viejo del \
muchacho era la pasión escondida que este último sentía por la '\
música.
¡
Días escritos
ALLI ENesaventanita iluminada del quinto piso vivía yo y a veces
cuando alguien pasaba por la calle sedecía gratificado que el "yo"
estaba en vida, escribiendo, amando, caminando, leyendo. Era
bueno imaginarIo encerrado, recuperando de lo vivido un cierto
orden fraseológico, una gramática vesperal.
¿y cuál es la materia de la escritura? Tal vez la espera, las
huellas que deja la búsqueda del conocimiento. Vivimos en estado permanente de aprendizaje: los viejos son los que se niegan a
aprender más o los que ya lo aprendieron todo. Aprendí a escribir
y se multiplicó el pensamiento leído, legendario. ¿Era sagrada
toda escritura? Alguien viene y me sopla al oído lo siguiente: el
Signo y la Divinidad nacieron al mismo tiempo y en el mismo
lugar. Por eso a lo mejor no había que desperdiciar nada, la
narración de algunos hechos -narración casi periodística- venía a ser un desperdicio necesario pues de todo aquel montón de
descripciones podía surgir inesperadamente una "revelación",
un sentido en blanco y negro. Por eso el apetito nos llevaba a la
anotación, al numeraje, a la progresión, al encuentro consonántico, a las ideas plasmadas, encuadernadas y al alcance de los
sentidos, miren lo que dice aquí, oigan, miren, vengan acá que les
voy a contar la historia de un beso.
El muchacho de los maniquíes se llamaba Vicent.e pero ella,.,atrevi
le dijo BQ[i desde el co~ie_n_~.Q..
Era de tarde y había ido
alsupermercado a comprar cualquier cosa para la comida, Se
conocían, se miraban, se gustaban ya. El Íe dijo: "te invito a cine
esta noche" y ella le contestó: "Voy a ver si me le puedo escapar a
los patrones. Mis días de salida son los domingos", La sonrisa de
él no fue muy alegre cuando supo que trabajaba de sirvienta. Ella
sedio cuenta, casi le pudo leer en el rostro lo que estaba pensando, visos psicologistas de la novela, "yo creí que eras una muchacha que te aburrías con tu hijito, te veía dando vueltas por aquí
todas las tardes". Ella no quiso desilusionarlo del todo y por eso
añadió: "Tú sabes, no me considero una sirvienta, no soy una
sirvienta de verdad-verdad, estoy ganándome unos centavitos
ahí, tengo que ajuntar un dinero que me hace falta para el pasaje,
el año que viene me voy, para donde sea pero me voy, ya estoy
haciendo
el papeleo,
hasta para los Estados Unidos soy capaz de
irme".
.
Así que esa noche, entonces, sebañó concienzudamente, recortándose las uñas de los pies, afeitándose las axilas, depilándose
las piernas, pasándose un poco de piedra pómez por los codos y
las rodillas, en todas las callosidades obscuras que se le habían
ido formando por el descuido, La señora le había regalado una
peluca color paja abandonada que le daba un parecido con una
maestra que ella había tenido en la escuela, Sepuso también unas
gafitas negras y unas medias transparentes color carne. Se perfu-
56
Julio Olaciregui
mó tras las orejas, como seacostumbra, y estuvo ensayando unas
sonrisas frente al espejo, constatando cómo debía hacerlo para
que Vicente no se diera cuenta que le faltaban los dientes de
arriba. La señora estaba en bata viendo la televisión cuando ella
apareció en la sala con ese olor barato y con las mismas sandalias
con las cuales había llegado el primer día. El señor, don Narci,
estaba en camisilla sentado en la mesa del comedor, ,escribiendo a
máquina. Ella lo vio sonreír por primera vez desde su llegada a
esa casa. Tenía las mejillas duras y la cabeza grande, unas canas
florecían en sus sienes mientras iba engordando en aquel rincón.
-¿Me presta sus llaves, don Narci? Voy a llegar un poquito
tarde esta noche- dijo ella inclinándose burlona.
Boli la estaba esperando en la esquina. Se veía raro sin la bata
del supermercado, ahí flaco, con las manos en los bolsillos,
solitario bajo un farol.
~Te voya llevara un sitio mejor-le dijo él-. Otro día vamos
a cine. Además me están esperando allá.
Charito no pudo evitar algunos pensamientos cuando cogieron un bus que iba hacia los lados de las cañadas de San Nicolás.
Tenía algo de miedo, despuésde todo nada sabía de aquel hombre.
Había imaginado siempre que alguna tragedia comenzaba en la
plaza, frente a la estatua de Colón, una muchacha que sería
perjudicada y acuchillada sobre la arena sucia de la Bahía de
Cupino había reído locamente una hora antes mientras ponía su
pie derecho en el estribo del bus. Cosas así se imaginaba. Sin
darse cuenta pensó en Dios. Ella había olvidado a Dios; en la
pared de la iglesia Santo Domingo, cerca a la casa de sus padres,
hacía muchos años, ella había visto dibujado un animaleja, ya
nadie respetaba, la iglesia era la puerta del infierno, eso estaba
pensando. ~[fÍá)a sonreír llena de contento el-día en que_Yi~~!!te
! -que.se la pasabaatoaa-fiora'cltarido'(ifjros=-t~s.Q.nt~.r~J~
escribió
da en el Rimbaud
infierno: en uno de aqueUQ$YJ.!~!!!9.~._9~~Y~r~ueaCreo hoy en día. sin embargo, haber terminado
el relato de mi estadía en el infierno. Pues
se trataba en verdad del infierno; del antiguo.
aquel cuyas puertas abriera el hijo del hombre.
Los Domingos de Charito
57
Una luz suave, enmohecida, flotaba siempre en la iglesia de
San Nicolás. La iglesia era también un paradero de buses; cuando
l
llovía todo el mundo corría a meterse en la iglesia, los que no
L. tenían paraguas, ni trabajo, ni citas urgentes. Y últimamente, los
que hacían huelga de hambre. Tuvo tiempo de mirar hacia el
,: interior y vio a unos hombres descolgando la estatua de Jesucristo,pintura
el pobrecayéndosele,
Jechu, comomoribundo
pasado de moda,
desconchinflado
con
, la
y sonrosado
pesea todo.yA
lo
""
r
I
mejor
iban a INRI,
dar sule
mano
pintura.
Elletrerito
que colgaba
de
su le
cabeza,
trajo,decomo
siempre,
recuerdos
de su
infancia, ella también se imaginaba lo que querían decir aquellas
letra~, en eso pensaba mientras jugaba alo de una limosnita, a la
otra casita. Ella había tenido un traje especial para ir a la iglesia.
Tenía en verdad varios trajes y cuando secasó con Augusto hasta
mandó a coser uno solamente para los velorios y las misas de
muerto, uno con bolitas negras que debía ponerse con un chalequito beige y una pañoleta morada, como las otras señoras
jóvenes que ella había visto en los velorios a los que fue siendo
aún una niña. ¿Cuánto hacía que no se confesaba? Vicente, a su
lado, la vio sonreír sin saber por qué. Ahora ella estaba pensando
en aquellos juegos con Augusto, cuando estaban de novios y él
empezaba a pedir algo más que un beso. Ella le decía: "¿quieres
que te diga mis pecados? ¿Cuánto me pagas? Son rojos y bien
gordos, hediondos, puñalada trapera...". Un cieguito, acurrucado junto a la entrada de la iglesia, estaba tocando un acordeón
oxidado. Ella sacó una moneda de su cartera y se la arrojó en el
chócoro. El hombre dejó de tocar algo que se parecía a la marcha
nupcial ("ya-se-casó-ya-se-jodió"), se metió la mano al bolsillo y
le tendió una tarjetica (Hotel La luna, pasajeros, ambiente familiar, por horas y por días, baños y abanico, frente a la estatua de
Cristóbal Colón). Mientras se alejaban lo oyeron cantar algo de
su propia inspiración. Esto cantaba:
El beso negro, la cinta roja
esas dos cosas me harán quererte,
el beso negro, la cinta roja...
Charito sin saber por qué, recordó que una tarde '-:"atravesa,ndo un solar de la mano de Augu~to, rumbo auno de~oscursiflos
58
Julio Olaciregui
pre-matrimoniales que les exigió el sacerdote para casarlosunos hombres habían gritado desde lo alto de unos camiones:
¿Adónde la llevaaaannnn?
A la loma, a darle palooooma!
Pero esa noche, todo lo que ocurrió fue maravilloso. Boli no
decía nada pero tampoco fueron a la playa ni a sitio parecido. El
bus que habían tomado los dejó cerca a un edificio semioscureci.,
do.
Entraron por un jardín en el que lo único que parecía vivo era
un olor a heliotropo, profundo, y el canto de algún bichito
sediento pidiendo agua lluvia. No había mucha brisa y las ventanas de las casas de alIado estaban también sumidas en la oscuridad. "Por aquí es", dijo él inútilmente, empujando un portón. En
el interior de aquel caserón el olor de las flores desapareció dando
paso a uno más fuerte de sudor y aserrín. Charito oyó al fondo
alguien pujando, respirando con dificultad pero también, inexplicablemente, dejó de sentir miedo. Vio que había sillas, unas
tarimas negras, unos muñecos colgando. Boli le dijo al oído:
"están ensayando ya, espérame aquí, siéntate". Ella supo entonces que estaban en un teatro.
Se sentó lentamente, mirándolo todo con los ojos bien abiertos, siguiendo el movimiento de toda aquella gente silenciosa y
grave que entraba y salía. Estaba sonriendo. Boli apareció sin que
ella sediera cuenta, vestido con una especiede uniforme azul, una
gorra, unas gafas ray-bans y un sapo en la mano. Charito sintió
nacer en ella una carcajada lenta e inútil, sin sentido y por eso se
contuvo, se tapó la boca para que nadie se diera cuenta de su
atrevimiento. Boli extrajo un fusil de un cajón y lo colocó alIado
de una butaca, en el fondo del escenario. Caminaba encorvado,
envejecido, difícilmente, buscando algo en aquella pieza en la que
ahora se había quedado solo. Tenía las cejas blancas, abundantes, cansadas. Se inclinó para cerrar un candado aquí, para correr
una cortina allá. Luego, desconfiado, hosco, severo, miró hacia el
techo, a todas partes. Se sentó en la butaca y encendió un radieci-
t
Los Domingos de Charito
59¡i!
to que tenía a su lado. Durante mucho tiempo estuvo así, sin
moverse, mirando el vacío mientras la música sonaba allábajo,
llena de ruidosos parásitos. De un paquete que tenía a los pies,
sacó un portacomidas y comenzó a fingir que comía algo sabroso. Charito sintió ganas de aplaudir y, no supo por qué, ganas de
estrecharlo contra ella y darle el seno. Esta idea la desconcertó,
cualquiera que hubiese podido traspasar la obscuridad y asomarse a sus ojos, lo hubiera constatado. ¿Qué hacia esa silueta
silenciosa y desconocida en el fondo de la salita? Aunque ella
sabía que todo era por jugar parpadeaba tratando de espantar la
tristeza que le había producido aquella imagen del hombre encerrado, comiendo, brillando ahora la punta del fusil descuidadamente con la manga de la camisa mientras se escarbaba los
dientes con la lengua, haciendo un ruidito de aire comprimido.
I
,
;
,
;
,
:
t¡
Al salir del edificio, después del ensayo, Vicente le agarró la
mano a Charito por primera vez. Caminaron sin hablar durante¡
mucho rato. El llevaba el ceño fruncido y sus grandes zapatos de
caucho hacían un ligero ruido burlesco que sin embargo no
alcanzaba a romper la hosquedad del pavimento húmedo. Como
la pieza de Vicente quedaba por los lados del Boliche, simple
coincidencia,
tuvieron
parte
del mercado.
Desde
la1
ventanilla de un
bus queque
ibaatravesar
hacia Santo
Tomás
un hombre
le dijo
a Vicente: "oiga cuñado, tratémela con cuidado, no me la descosa mucho!". La Luna, esa noche, estaba velada y muy alta, sucia
o escondida. Charito se sintió feliz, muchacho, mi corazón,
marido mío, tuae Charitoe du/cis anima. Había conocido a un
actor de teatro. Ahora pasaban delante de almacenes cerrados,
viendo los rectángulos azules de las casas irse borrando poco a
poco a medida que el himno nacional anunciaba el fin de los
programas d~ televisión. Charito se imaginó que Vicente, con,
toda seguridad, saldría algún día en aquellas pantallas, con su
rostro de mártir tuberculoso, sus ojos dulces y sucios, sus dientes
manchados por la nicotina.,
.\
INDICE
NORTE
Un
día
9
AZUL.
de
primavera
25
35
Díaencasa
Día
Días
sin
escritos.
amor.
45
53
ROJO
Día
Oíadehierro
Un
día,
de
SUR labajoluna
otro
cielo.
.
61
77
83
95
ESTE
Día
Díassinreposo
Día
Luz
blanco.
de
BLANCO
hermético.
del
OESTE
103
115
125
133
145
157
plata.
día.
NEGRO.
...
Días de
Día
robados.
plomo.
...
Día enamorado.
..
La injerencia
del día
167
177
185
197
211
CENIT
.
Un día otoñal. ...
Día de estaño. ...
217
233
243
NADIR
259
Descargar