Con amarga sonrisa cerré los ojos para siempre. En Madrid -una estrepitosa tarde de un verano del dos mil y picovi la luz. El día había amanecido gris y la mugre cubría todo cuanto abarcaban mis ojos. No se movía una hoja. Otro día gris color de rata muerta. Una elevación del terreno impedía la visión de la autopista. Al intentar arrancar, desvencijados motores me indicaban con sus penosos graznidos que estaban allí mismo -a escasos trescientos metros- y que no podían más con su alma. Se podía oír, amortiguado por la distancia, el griterío de los conductores. Las mujeres y los niños -si los hubiese- permanecían mudos en sus asientos traseros. De las fincas próximas llegaban ásperos sonidos; ladridos de puro y universal miedo. Sentía el aire cargado de electricidad. Aire saturado y plomífero, como el abrazo de un peso pesado en un rincón del cuadrilátero. Tuve que arrojar mi muy preciada pitillera contra unos funestos pájaros del demonio y alejarlos de allí. Me quedé sin tabaco. Ya había subido el sol gran techo del cielo, cuando decidí que ya estaba bien. Que se acabó. La herida de mi pierna se veía fatal, pero tenía remedio, cortarla por lo sano. Quedarse sin tabaco, aquí y ahora, no. Con amarga sonrisa cerré los ojos para siempre, y pensé en la buena gente y en la inmensa cantidad de fumadores que pueblan el infierno.