RESIGNIFICAR LA EVALUACIÓN EDUCATIVA, UNA NECESIDAD VITAL PARA RECONSTRUIRNOS COMO SUJETOS Martín Antonio Medina Arteaga Asesor Académico de la UUPN 097 DF Sur Dentro de la educación formal, uno de los aspectos más problemáticos es la evaluación del aprendizaje. Lo es, entre otras cosas, por la connotación que históricamente le han asignado los agentes involucrados en el proceso educativo y por la carga social y cultural que ha representado para quienes han transitado por este tipo de educación y por tanto han sido objeto en múltiples ocasiones de algún acto de evaluación. La connotación a la que me refiero es aquella que ha reducido la evaluación al acto de medir los conocimientos de los alumnos para asignarles una calificación. Lo anterior ha desvirtuado el acto de evaluar, lo ha fragmentado y lo ha convertido en un instrumento de poder, de represión, de certificación y de clasificación social. En efecto, al asumirse el maestro como el poseedor del conocimiento y concebir al alumno como desprovisto del mismo, el maestro se erige en dueño del proceso y utiliza su capacidad para imponer su voluntad a los estudiantes teniendo como principal instrumento para ello la calificación y la certificación de sus aprendizajes. Lo anterior tiene un impacto social importante, ya que implica la posibilidad de los estudiantes de seguir adelante en sus estudios o quedar marginados definitivamente del sistema educativo, con sus correspondientes estereotipos culturales: los buenos ciudadanos, los disciplinados, los triunfadores, los capaces, en uno de los casos, y los burros, los indisciplinados, los fracasados, en el otro. La concepción descrita no es gratuita ni obedece a un acto de volición personal por parte del maestro sino es producto de un estilo de formación docente, de la manera como históricamente se ha conformado la educación pública en nuestro país de acuerdo con un proyecto de sociedad y de un contexto cultural particular ( homogeneizador, credencialista y enciclopedista). Desde luego es producto también, y como consecuencia de lo anterior, de una manera particular de concebir lo que es la educación, lo que es enseñar y lo que es aprender. Si la educación se limita en sus intenciones a la socialización de los sujetos, asignándoles roles e instruyéndolos para desempeñarlos y a la introyección de una serie de reglas y valores socioculturales que aseguren la cohesión social, seguramente la concepción de enseñanza descansará en la idea de la transmisión de conocimientos preestablecidos y de verdades absolutas y el aprendizaje en una actividad de naturaleza pasiva que se restringe a recibir información y a almacenarla. La forma de entender la evaluación que corresponde a tales concepciones, tendrá que ver con la verificación de resultados, con la medición del grado en que se alcanzan las formas de comportamiento deseadas y con una práctica calificadora y clasificadora de los individuos desde el deber ser, en abstracto, establecido por el sistema social. Entonces, se reduce la práctica evaluadora a sólo una parte del proceso, la más superficial: la observable, el resultado final que enaltece o sobaja al sujeto, que le garantiza un lugar en la escala social o que lo margina condenándolo a la exclusión social, de ahí la crítica de autores como Pierre Bourdieu, al carácter selectivo y excluyente del sistema educativo en las sociedades de clase, mismo que coadyuva a la reproducción de las relaciones sociales de desigualdad. La evaluación entendida como calificación, cuando es alta representa un factor de éxito y de estatus social, por tanto alimenta el ego personal y pone a los individuos en competencia, pero cuando es baja o reprobatoria también genera frustración y puede significar la expulsión del sistema educativo, lo que atenta contra el derecho de todos a la educación, marcando de por vida a los de bajo aprovechamiento o a los reprobados, quienes cargarán con el estigma de perdedores hasta el final de su existencia. Los de diez con el ego inflado y envuelto en un papel (certificado, boleta, reconocimiento) transitan por su vida académica acariciando siempre la posibilidad de mantenerse en lo alto, aunque el número no represente muchas veces una capacidad para vincularse con los otros, para recrear el mundo con inventiva o para resolver su existencia en el plano de lo cotidiano. Finalmente lo anterior sucede siempre al interior de los márgenes de la institución, afuera valen otras prácticas y otras concepciones más ancladas a la realidad humana. A lo largo del proceso vital real lo que cuenta escapa a la numerología o a la adoración credencialista, lo demuestra la capacidad de sobrevivir de muchos sujetos desescolarizados que interpretan el mundo y lo habitan en el borde marginal de la destitución de las instituciones y de la sobrevivencia. ¡Cuánto no tendría que aprender la escuela y otras instituciones de las formas alternativas de vida social! Pienso en los chavos de la calle, en los grupos de migrantes que llegan a la ciudad desde zonas indígenas y en los subempleados urbanos, que continuamente tienen que someter su práctica existencial a procesos de evaluación y reconstrucción de la realidad. Tal vez tendríamos que resignificar nuestras percepciones y nuestras concepciones, aquellos que nos empeñamos en educar sin desandar el camino aprendido y siempre invocando los principios absolutos con que nos bautizaron en nuestra trayectoria escolar. Lo anterior, me mueve a pensar la educación y la evaluación en términos de interpretación y reinterpretación de la realidad al interior de un proceso de resolución de la existencia, más vinculado con un proceso potenciador del ser en su ruta real de vida, en el escenario cotidiano de su práctica social concreta, que con un mero acto ratificador de verdades absolutas. El conocimiento que se produce en un proceso como el descrito, no se legitima entonces por su grado de veracidad, ni es medible cuantitativamente sino tiene su trascendencia en la utilidad para desarrollar las capacidades del sujeto y aplicarlas en la mejoría de su práctica social y de su existencia individual, deviene en acto creador y compresivo del universo humano. La evaluación por tanto no apunta su propósito a la verificación de conocimientos sumados y plausibles institucionalmente sino hacía la colaboración en la interpretación de la experiencia para integrarnos de la mejor manera al mundo humano de la cultura y a la resolución de nuestras necesidades vitales básicas y superiores. El ser humano es por naturaleza un sujeto evaluador, en todos los planos de su existencia ejerce su capacidad de discernimiento para valorar situaciones y actuar en consecuencia. Somos por tanto lectores constantes de la realidad, la desciframos y la interpretamos como antecedente fundante de nuestro actuar, a veces nos equivocamos y otras acertamos, pero siempre en relación con nuestros propósitos vitales. Evaluar por tanto es un proceso vinculado por antonomasia al ser humano y a su desarrollo existencial, siempre enmarcado en un contexto social. En ocasiones evalúo para decidir si atravieso una calle o no, otras para decidir sobre el futuro de mi vida en pareja o tal vez para saber a qué grupo o postura política me adscribo. En los casos anteriores, se expresan diferentes niveles de profundidad en mi acción evaluadora, que definitivamente tienen que ver con propósitos y contextos diferentes y con un grado de complejidad también distinto, pero que siempre me remiten a una construcción personal de la realidad en un marco de interacción con los otros . En mi vida cotidiana realizó un sin fin de valoraciones y tomo el mismo número de decisiones, sin embargo, la mayoría de ellas no tienen la intención de calificar nada sino de otorgarme la posibilidad de comprender mi entorno y dotarme de los conocimientos necesarios para iniciar un juego referencial que me permita participar de manera activa en el mundo y con los otros. Entonces, ¿por qué la escuela ignora todo ese caudal de experiencia previa que lo individuos como seres sociales poseen y empiezan a construir desde que nacen y a lo largo de toda su vida? Abordamos ya la idea de la pertenencia a una sociedad y una cultura credencialista, podemos agregar la reflexión sobre el hecho de que la sociedad moderna se ha caracterizado por la trasgresión de sus propios principios, aquellos que ponían en el centro del mundo al hombre y su capacidad de razonar como garante de la libertad. A cambio nos impone, como lo señala Wright Mills, una racionalización de la vida en todos sus ámbitos: el trabajo, la diversión, el arte, el consumo y por supuesto la educación. Racionalización como forma de control y mecanismo de eficienciación de la producción de mercancías, llevada a cabo al interior de las instituciones que se constituyen en estructuras rígidas, preestablecidas, que determinan y dirigen las prácticas sociales de los individuos. En un contexto así, del cual la escuela como institución disciplinaria es uno de los más preclaros ejemplos, la evaluación no puede ser vista de otra manera que como uno de los elementos principales de control y calificación de los futuros ciudadanos. Educar para la vida sí, pero para la vida productiva en la sociedad industrial y de consumo, sacrificando la libertad personal y el aspecto humano en muchas prácticas de los sujetos, entre ellas en la de la evaluación. Como en muchos de los aspectos que tienen que ver con las prácticas educativas y con la escuela como institución, es necesario repensar y transformar las concepciones, los propósitos y las formas de la evaluación. En un mundo en que impera el cambio vertiginoso y el alto desarrollo tecnológico, la escuela no puede seguir partiendo de fudamentos y de prácticas que se originaron y funcionaron en una realidad social distinta, los educadores tampoco podemos continuar desarrollando una práctica irreflexiva que desconozca las determinaciones sociales de nuestro actuar, reproduciendo mecánicamente modelos tradicionales. La evaluación, como tema central de la tarea educativa, demanda una resignificación urgente, que ponga en el centro de la cuestión al hombre y a la posibilidad de su realización a partir de la potenciación de todas sus capacidades. Es esta otra de las asignaturas pendientes para la escuela y tal vez deberíamos empezar por nosotros mismos, es decir, por los maestros, quienes hemos llevado al acto de evaluar a un lugar que no le corresponde: aquel donde reside el fin último del acto educativo, soslayando los procesos y las prácticas de los sujetos, pero sobre todo ignorando sus deseos, sus intereses y sus necesidades sociales e individuales. Entender de una manera distinta a la evaluación implica replantear la función social de la educación, la concepción del ser maestro y del ser alumno, y evidentemente el tipo de hombre y de mujer que queremos formar, sin olvidar que el fin de la educación formal no es sólo la certificación, sino por encima de todo, la construcción de la persona y la humanización del mundo, cuestiones ambas que pasan necesariamente por un proceso de emancipación de las relaciones instrumentales que nos dominan y que nos reducen a simples números. Construir una visión alternativa de la evaluación, a partir de algunas de las reflexiones vertidas aquí, no es sencillo, por el contrario implica reconocer la complejidad de la vida humana, su multideterminación, su omnilateralidad, y el enorme peso que tiene la subjetividad en las interacciones que de ella se derivan, me inclino a pensar en la evaluación debe considerarse como un proceso holístico, complejo y multidimensional, cuya orientación necesariamente debe estar dada por las necesidades de formación y de vida de los sujetos, en este sentido debe utilizarse no como un fin en sí misma sino como un camino hacía la reconstrucción del conocimiento y del sujeto mismo. De acuerdo con lo anterior, resulta imposible identificar o confundir evaluación con instrumentos, con pruebas objetivas o con mediciones, ya que la evaluación se constituye en todo un proceso de investigación permanente para conocer los diferentes aspectos, elementos o procesos que afectan el desarrollo de la tarea educativa, con la intención de actuar sobre ellos para mejorar nuestra práctica docente y por ende el aprendizaje y la formación de los alumnos y alumnas. La conceptualización señalada corresponde a una concepción de la enseñanza no como instrucción sino como formación de los sujetos y como facilitación del desarrollo de todas las capacidades y facultades que el ser humano como totalidad integral tiene. En ella la evaluación no es un enjuiciamiento de los alumnos sino una valoración del proceso enseñanzaaprendizaje incluyendo todos los elementos que lo integran. Como conclusión podemos decir que la evaluación debe partir de un concepto filosófico del tipo de hombre y mujer que se quiere formar, de la concepción psicopedagógica adecuada a ese fin y de la realidad concreta y los sujetos con que se trabaja.