1 Desde hace varios años vengo planteándome y formulando

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COMISIÓN DE EDUCACIÓN, HON. CÁMARA DE DIPUTADOS
PROYECTO DE LEY SOBRE EDUCACIÓN SUPERIOR (BOLETÍN 10783-04)
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER, PROFESOR TITULAR DE LA UDP, DIRECTOR CÁTEDRA
UNESCO DE POLÍTICAS COMPARADAS DE EDUCACIÓN SUPERIOR.
SANTIAGO, 12 DE SEPTIEMBRE DE 2016
Desde hace varios años vengo planteándome y formulando públicamente una serie
de preguntas sobre la reforma de la educación superior (ES), preguntas que han ido
aumentando con el transcurso del tiempo, especialmente desde el momento que se
presentó el proyecto hoy en estudio por esta Comisión.
Agradezco por lo mismo la invitación para compartir con ustedes algunas de esas
preguntas, cuya fundamentación más extensa dentro del cambiante contexto
político de esos años, puede consultarse en el documento que haré llegar a la
Secretaría de la Comisión.
Permítanme resumir entonces mis principales interrogantes frente al proyecto
gubernamental, sintetizadas de tal manera que puedan ser útiles también a la hora
que se comience a discutir la indicación sustitutiva anunciada por la señora Ministra
de Educación.
1. ¿Cuál es el diagnóstico que fundamenta y justifica el proyecto de
reforma? No ha existido, me parece a mí, un esfuerzo serio por explicitar y
concordar un diagnóstico que justifique y oriente la reforma propuesta. ¿Está en
crisis terminal el sistema? ¿Muestra en alguna dimensión fundamental de calidad,
equidad o eficiencia (interna o externa) resultados inferiores a los sistemas de
enseñanza terciaria de AL? ¿Se halla estancado sin mostrar progresos? ¿La
investigación académica es menos productiva o de menor impacto que la de los
países líderes latinoamericanos, considerando el tamaño relativo de los sistemas
nacionales? En términos comparativos, ¿acaso le va mal al sistema nuestro o a
nuestras universidades? ¿Tenemos aquí tasas de deserción mayores o menores
tasas de participación o de graduación que los países de la región? El retorno
privado o los beneficios públicos de la educación superior chilena, ¿muestran
alguna falla que llame la atención en el contexto internacional? Según indican las
estadísticas, los estudios y la experiencia internacional, ante cada una de estas
interrogantes la respuesta es no. Y vale para todas las variables o dimensiones
mencionadas. Es de esperar pues que la indicación sustitutiva del Ejecutivo parta
por llenar este vacío de diagnóstico y ofrezca argumentos y evidencia que justifiquen
la calidez de los cambios propuestos.
2. ¿Qué visión de sistema preside la reforma y cuáles son las metas que ésta
se propone alcanza? Me parece a mí que tampoco en este plano la actual política
--ni tampoco el proyecto en discusión-- proporciona una respuesta mínimamente
satisfactoria. Desde el primer día, hasta ahora que se presentado el proyecto, las
propuestas han carecido de un punto de llegada y han transitado por caminos
inciertos. Por ejemplo, ¿se busca fortalecer, mantener o debilitar el régimen mixto
de provisión y/o el esquema de costos compartidos? ¿En qué consiste el carácter
público de una institución de ES (IES)? ¿El Estado se hará cargo y apoyará a todos
los estudiantes chilenos o solo a los que concurren a una categoría de
ellas? Cuando se señala que la ES estatal debe tener una posición dominante en
el sistema, ¿significa que su matrícula de pregrado debe alcanzar al 51% de la
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matrícula, o un 75% o el 100%? ¿Cómo se espera llegar a esa situación de dominio
y en cuánto tiempo? ¿Se crearán nuevas instituciones universitarias del Estado,
dónde, en qué momento, con qué programas y cual presupuesto? ¿O se espera
estatizar algunas instituciones privadas? ¿O bien se buscará retirar el
reconocimiento oficial a instituciones privadas, a cuántas y en qué plazo? ¿O se
usarán los procedimientos de acreditación para eliminar instituciones privadas, con
qué criterios y en qué plazo? Más en general, ¿se desea expandir la cobertura del
sistema, a qué ritmo o, por el contrario, se buscará reducir la matrícula y volver más
selectivas a las universidades? ¿Toda universidad deberá tener una plataforma de
investigación para conservar su status, con cuántos investigadores (jornada
completa equivalente), y medida con qué indicadores de resultados o de
desempeño?
3. ¿En qué consistirá la gobernanza del sistema? ¿Cómo expresará los
principios y valores fundamentales de la cultural académica moderna y como
coordinará a las instituciones entre sí, con el Estado y los mercados? La
reforma tiene como foco la gobernanza del sistema, su institucionalidad, y el
financiamiento de la ES. Respecto del primero de ambos focos, hay preguntas
claves que el proyecto no responde y que han suscitado un amplio espectro de
críticas y objeciones. ¿Por qué, se pregunta uno, todo apunta al disciplinamiento de
las IES, su supervisión, vigilancia, sanciones --en fin, a un régimen de control
panóptico-- en desmedro de la autonomía de las instituciones, su autogobierno y
autorregulación que son las bases del régimen universitario moderno? ¿Por qué
mientras los países de la OCDE buscan reducir la interferencia centralista y
burocrática en la coordinación de sus sistemas, optan por una "conducción a
distancia" y escogen usar instrumentos de cuasi mercado, aquí pretendemos ir en
la dirección contraria? ¿Por qué se cree necesario estatalizar la gobernanza justo
cuando lo que se necesita es diversificarla e incorporar a las variadas "partes
interesadas” (stakeholders) de la sociedad civil, las comunidades regionales, los
poderes locales, el sector productivo y los órganos expresivos de la esfera pública?
¿Acaso alguien ha sumado todas y cada una de las atribuciones que se entregan a
organismos e instancias gubernamentales o para-gubernamentales para intervenir
en la esfera de acción de las universidades e instituciones no-universitarias de ES?
Dichas instancias y organismos incluyen la Subsecretaría de ES, la
Superintendencia de ES, el Consejo de Calidad, la instancia que fijaría el precio de
los aranceles, el marco nacional de cualificaciones, el manejo del régimen de
admisión y otros. ¿Y quien ha contabilizado las consecuencias que traería consigo
para las instituciones el hecho de tener que desenvolverse bajo una pesada malla
de reglas, exigencias, limitaciones y regulaciones de carácter burocrático? ¿Será
que no se termina por aceptar que nuestro desafío es gobernar un sistema con una
economía política estatal-privada y un régimen de provisión mixta, donde coexisten
universidades públicas de gestión estatal y privada, al cual en vez de fortalecer
estaríamos debilitando?
4. ¿Es deseable, conveniente o siquiera posible llevar a cabo una radical
transformación de la economía política del sistema, que de hecho es el más
importante foco de la reforma propuesta por el gobierno? En efecto, ¿qué
significa la gratuidad universal postulada por la reforma si no una completa
transformación de la ES chilena? ¿Acaso no sería una novedad, universal también
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en el sentido de mundial, el tener un sistema nacional con mayoría de matrícula
privada íntegramente financiado por la renta nacional? Efectivamente, no existe
sistema alguno en el mundo que se haya propuesta está audaz medida. ¿No
acabaría necesariamente con el carácter mixto de la provisión y con la diversidad
de misiones y proyectos? En efecto, ¿no es consustancial a la gratuidad universal
una provisión homogénea, centralmente estandarizada, con precios públicos y
acceso determinado por la autoridad? ¿Y no es eso, precisamente, lo que desde ya
sugiere el proyecto, aunque la materialización de la gratuidad queda postergada
literalmente ad kalendas graecas, es decir, algo que no tendrá lugar nunca, ya que
en Grecia no existían las calendas, nombre que se designaba el primer día del mes
romano? De hecho, según el cálculo del Ministro de Hacienda, la gratuidad universal
podría finalmente arribar a Chile el día que los ingresos del fisco alcancen a un 30%
del PIB. El informe financiero del proyecto no explícita las bases de este cálculo.
Como sea, ese día, el de las calendas griegas, se afirma que el Estado chileno
estará en condiciones de sustituir todo el gasto actual (fiscal y privado) en ES. Es
decir, igual que hoy, gastará alrededor de 2,5% del PIB, volviéndose un sistema
íntegramente dependiente del Fisco. ¿Por qué sería esto un hecho positivo? ¿Qué
Estado, en el mundo entero, aspira hoy a sustituir, en vez estimular, la contribución
privada? Y aparte de eso, ¿cómo entender el cálculo ministerial? De ser cierto, el
fisco chileno gastaría ese día de las calendas 2,5 puntos del PIB sobre 30 puntos
de ingreso, mientras que en la actualidad el Estado con mayor gasto fiscal en ES,
Suecia, destina 2,0 puntos del PIB sobre 50 puntos de ingreso ¿Puede concebirse
que llegará el día en que Chile gaste el doble que Suecia en ES gratuita, medido el
gasto público como porcentaje del ingreso fiscal? ¿Todo esto esto cuando
probablemente persistirá aun entre nosotros una severa insuficiencia del gasto
público en infantes, niños y jóvenes entre 0 y 18 años?
En suma, hay interrogantes de fondo --de todo orden, relativas al diagnóstico y a la
meta de la reforma, y a sus contenidos en materias de gobernanza y economía
política-- que hasta hoy no tienen respuesta y siembran confusión e incertidumbre
entre las instituciones, dentro de la NM (de la que soy parte), en las filas de la
oposición, en la opinión pública y dentro de la sociedad civil.
Por su lado el gobierno, en vez de defender lo que se supone es un proyecto
resultado de 30 meses de trabajo, frente a las preguntas y críticas decide modificar
una vez más su posición y anuncia una indicación sustitutiva. En cuanto al eje del
proyecto, el de la gratuidad, volverá a discutirse por segundo año consecutivo en
torno a una glosa de la ley de presupuestos del sector público. Nada de esto es
serio.
La ES constituye una pieza clave del desarrollo del país y un patrimonio de la nación
producto de una larga y rica historia. Merece ser tratada con respeto,
reflexivamente, a la luz de sus propias tradiciones y de la capacidad de autogobierno
de las comunidades que la forman. Una ley que debería proyectarla hasta la mitad
del presente siglo necesita reunir sólidos consensos y articular los intereses
legítimos de todas las partes interesadas, dentro y fuera de las IES. Los cambios no
pueden improvisarse o alterarse a cada momento según los vaivenes de las
opiniones y las presiones.
Se necesita articular una estrategia de cambio de mediano y largo plazo que parta
de un diagnóstico compartido, fije una visión clara de la meta, trace un camino --una
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carta de navegación-- y seleccione los instrumentos más adecuados. Los cambios,
su turno, deben incluir el fortalecimiento de la gobernanza y los imprescindibles
mejoramientos del esquema de financiamiento, junto con una serie de otros temas
que hasta aquí han sido ignorados, como por ejemlo:
 El tránsito hacia nuevas modalidades de enseñanza/aprendizaje junto con
una puesta al día de los currículos, la arquitectura de grados y títulos y de los
métodos pedagógicos y tecnologías educativas.
 Un nuevo impulso a la formación técnica, tecnológica y profesional en la
perspectiva del aprendizaje a lo largo de la vida y de la constante renovación
de las competencias del siglo XXI en toda la fuerza de trabajo.
 El reforzamiento de la diversidad en todo tipo y clase de IES y en todas sus
dimensiones, no sólo en el acceso y la composición de los cuerpos
estudiantiles si no igualmente de sus cuerpos académicos, métodos de
evaluación, oferta programática, vínculos con el entorno y pluralismo de
valores.
 La profundización de nuestro régimen de aseguramiento de la calidad,
robusteciendo su independencia, el control interno de calidad en cada
institución, la evaluación por pares para el mejoramiento continuo y procesos
exigentes y realistas de acreditación fácilmente comprensibles para el
público.
 La apertura de la investigación académica hacia nuevos modos de
producción de conocimientos, del tipo triple hélice (universidad- empresagobierno) y de cuádruple hélice (universidad-sociedad civil-Estado y esfera
pública,) de modo de incrementar la participación de las IES en la
modernización de las fuerzas productivas y en la deliberación democrática,
respectivamente.
 La internacionalización de las organizaciones y actividades académicas y
vocacionales para multiplicar los lazos de nuestra ES dentro del espacio
iberoamericano y con las comunidades científicas y técnicas de los países
de la OCDE.
En fin, sugiero aprovechar el nuevo respiro --a propósito de la próxima indicación
sustitutiva dentro de este complicado proceso de reforma-- para cimentar un
diagnóstico compartido, darle un norte claro al proyecto, responder a las múltiples
interrogantes que se han abierto, mejorar los débiles o equivocados diseños en
materia de gobernanza y financiamiento de la ES y para incorporar a las políticas
de la reforma nuevos temas hasta ahora ignorados.
Muchas gracias.
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Anexo
Selección de columnas de opinión de J. J. Brunner referidas a la política de reforma de la
Educación Superior
Publicadas en El Mercurio, entre agosto de 2013 a septiembre de 2016
Sin visión ni compás: no se puede avanzar
4 de septiembre 2016
Han transcurrido casi dos meses desde que el Gobierno envío al Congreso el proyecto de ley de
educación superior, pieza vital --se ha dicho-- para reformar este sector. Durante este tiempo han
abundado las críticas. Se confirman así, agudizándose a veces, los juicios negativos formulados
inicialmente.
El principal y más grave es que la reforma planteada, igual que el proyecto de ley que debe concretarla,
no indican puerto de llegada y carecen de una carta de navegación. No hay una visión del sistema de
educación terciaria que se desea alcanzar ni un camino a seguir. Es inexplicable que, tras dos largos
años de preparación y dos meses de intenso examen, las cabezas políticas y técnicas del gobierno
no hayan logrado explicitar una meta y los medios y actividades que conducirán a su logro.
En efecto, ignoramos qué se persigue, cuáles son los objetivos, qué instrumentos se usarán y cómo
se financiarán las diversas medidas. Más elemental aún: no se conoce cuál es el diseño de la reforma,
quienes responden por él ni se entiende por qué nadie lo explica y defiende razonadamente en público.
Por el contrario, la experiencia internacional comparada de procesos similares de reforma --en países
tan diversos como Inglaterra, Perú, Malasia, Australia, Portugal, Finlandia, China o Colombia-- muestra
que todos han construido una visión compartida, apuntan a una meta común y definen una estrategia
para el desarrollo sustentable del sector a mediano y largo plazo.
En Chile estos elementos se hallan ausentes. El personal superior del gobierno y sus técnicos carecen
de un diagnóstico común. La coalición de partidos que lo apoya está confundida. La oposición no tiene
ideas que oponer. El diseño de la reforma es improvisado y poco pertinente. La gratuidad, eje de ese
diseño, hace rato se transformó en una política de arancel diferenciado. Se trajina pues en medio de
un impresionante desorden intelectual.
La propia autoridad cambia de posición frecuentemente y transmite mensajes contradictorios. Su
proyecto de ley está metido en un callejón sin salida. Mezcla tal variedad de materias, cada una de
suyo complicada, que --como se señaló desde el primer día-- su tramitación se ve dificultada y su
aprobación se torna casi imposible. Ahora el gobierno enfrenta el reto de tener que separarlo en varios
proyectos para salvar a lo menos uno.
A esta altura, la mayor parte de las cosas adquiere una dinámica singular y comienza a desenvolverse
por su cuenta. ¿La gratuidad? No será universal ni inclusiva. Se discutirá por segunda vez bajo la
presión del tiempo y de los intereses corporativos de las universidades, dentro de una glosa del
presupuesto de la nación para el 2017. ¿Los aranceles? Seguirán cobrándose sin que los estudiantes
tengan seguridad de contar con créditos y becas. ¿La acreditación? Ahora que vuelve a funcionar de
manera más rigurosa e independiente, el gobierno anuncia el propósito de usarla como un dispositivo
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de calificación, disciplinamiento y sanción de las instituciones. ¿El régimen mixto de provisión?
Continuará existiendo, solo que sobre bases más inestables y sujeto a reglas del juego confusas.
En paralelo se han vuelto evidentes los problemas de gestión política y las fallas comunicacionales de
las autoridades el sector. Cito solo los ejemplos más recientes: el bochornoso cambio de rectoras de
la Universidad de Aysén que proyecta una sombra sobre la autonomía de esta iniciativa; la fragilidad
física de la flamante Universidad de O'Higgins buscando (¡qué desafortunada coincidencia!) un
hospital donde guarecerse; la rezagada tramitación del proyecto que debía facilitar la conversión de
IPs y CFTs en personas jurídicas sin fines de lucro; la zigzagueante comunicación gubernamental
frente a las instituciones de Laureate en Chile; el retraso en la entrega del subsidio de gratuidad a las
universidades; las flaquezas que exhibe el dispositivo de administración provisional de universidades
intervenidas, como sucede en el caso de la Universidad ARCIS.
No debe llamar la atención en consecuencia que la opinión pública haya tomado distancia de la
reforma de la educación. En la encuesta semanal CADEM, el desacuerdo de la gente con este proceso
alcanzó la cifra récord de un 72% a fines del mes de agosto, 25 puntos porcentuales más que a
comienzos de enero pasado. Quienes aprueban la forma como en general el gobierno está
gestionando la educación ha llegado a su punto más bajo: 17% , una caída de 20 puntos porcentuales
durante 2016. En las actuales circunstancias, si las personas tuvieran que escoger entre la gratuidad
universal o mejorar las pensiones, las cifras serían de 30% y 69% respectivamente y lo mismo ocurriría
si la elección fuese entre gratuidad o más médicos especialistas en los hospitales públicos (30%
versus 70%).
Ante este cuadro, cabe una doble reflexión. Por un lado, sorprende el formidable peso y
persistencia de las malas ideas en la política pública. La reforma de la educación superior está mal
concebida, mal diseñada y hasta aquí, además, mal administrada. Sin embargo, sus ideas de fondo
no han cambiado un ápice. Por otro lado, preocupa el escaso aprendizaje que parece producirse en
el terreno de las políticas públicas. Los males que hoy aquejan a esta reforma fueron anticipados hace
30 meses. Los argumentos de evaluación negativa del proyecto han sido continuos, variados y
contundentes. Y la opinión pública ha restado su apoyo al proceso. A pesar de todo, el gobierno insiste
en avanzar sin visión ni compás.
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Indigencia de un debate: el peso de los malos argumentos
14 de agosto de 2016
Llama la atención la facilidad con que nuestro debate sobre reforma de la educación superior se
desplaza hacia asuntos de menor cuantía. La polémica en torno a la petición de renuncia a la rectora
encargada de crear una universidad estatal en la Región Aysén del General Carlos Ibáñez del Campo
es un ejemplo ilustrativo.
En vez de una discusión de fondo sobre la creación de nuevas instituciones estatales de educación
terciaria -su contribución al desarrollo regional, sus modalidades de organización y gobierno, la forma
cómo se asegurará la calidad y efectividad de sus funciones, sus vínculos con la comunidad regional
y el sector productivo, el tipo de programas que enseñarán y de investigación que realizarán, su plan
estratégico, metas e indicadores de desempeño que usarán, y así por delante- asistimos a un
lamentable espectáculo del cual salen mal paradas tanto la ministra que pide la renuncia como la
rectora que se niega a presentarla.
Mientras esa polémica se toma la agenda, preguntas valiosas quedan en el aire. ¿Qué fundamento
tiene la propuesta del Gobierno? ¿Cuales lecciones extrae y utiliza de experiencias exitosas previas
de desarrollo de universidades estatales regionales como las Universidades de Talca y La Frontera,
dos casos bien conocidos? ¿Qué relación se estableció con la prestigiosa Universidad Austral ya
instalada anteriormente en la región? ¿Cuáles son las innovaciones de tipo académico, de gestión y
emprendimiento que propone la nueva Universidad de O'Higgins en la Región del Libertador donde en
el pasado iniciativas similares -tanto privadas como estatales- fracasaron ni siquiera con ruido, sino
apenas con un quejido, como escribe el poeta?
Así como suele decirse que en las economías de mercado la mala moneda desplaza a la buena, puede
postularse también que en el mercado de las ideas existe una Ley de Gresham. De acuerdo con esta,
los malos argumentos, relatos, discursos e ideologías desplazan a los buenos. Este movimiento sería
el resultado, conjeturan algunos, de la proliferación de medios de comunicación y redes sociales, del
decaimiento de la deliberación pública y, en general, de la banalización de las opiniones propia de las
sociedades de masas. Tal suele ser la explicación invocada por intelectuales y académicos
conservadores.
Sin duda, hay algo de verdad en este punto de vista. Pero también hay otra forma de encarar la pérdida
de valor de ciertos argumentos en el mercado de las ideas. Puede ser que la oferta misma de ideas y
propuestas sea de baja calidad. O que no exista suficiente diversidad de planteamientos de valor. O
bien que la competencia intelectual se halle entrampada por tendencias monopólicas o favoritismos.
O que los públicos sean poco exigentes. O que los promotores de iniciativas -como la creación de
nuevas universidades y centros de formación técnica- prefieran eludir la deliberación pública y por lo
mismo procedan con estrategias comunicativas de baja intensidad.
De hecho, la reforma de la educación terciaria muestra fenómenos de tipo Gresham también en el
plano nacional, particularmente, en relación con el rico debate existente sobre materias similares a
nivel global.
En efecto, hay dos tópicos -el del aseguramiento de la calidad y el del financiamiento de las
organizaciones académicas- que hoy se discuten vivamente a nivel mundial con abundancia de
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argumentos, evidencia, información y conocimiento. Al contrario, en nuestro medio están
prácticamente ausentes. Ni siquiera parecieran interesar a los participantes en el debate.
En cuanto al aseguramiento de la calidad, se avanza en el mundo -con excepción de países con
regímenes autoritarios de izquierda o derecha- hacia esquemas flexibles, de carácter público, pero
independientes de los gobiernos, que reconocen la diversidad institucional y de misiones y funciones,
descansan sobre la confianza y la autorregulación y son exigentes a la hora de evaluar a las
universidades con el propósito de producir un continuo movimiento de mejoramiento. Es decir, una
tendencia diametralmente opuesta a aquella manifestada en el proyecto de la administración Bachelet.
Ahí impera un esquema lleno de rigideces, dependiente del poder presidencial, que busca uniformar
a las instituciones, desconfía de ellas y parece haber sido diseñado para clasificarlas, alinearlas y
sancionarlas.
Algo similar ocurre con el financiamiento de las instituciones. Mientras decenas de informes de la
OCDE muestran que los países buscan establecer esquemas de costos compartidos (con fondos
fiscales y de fuentes privadas) y usan instrumentos de cuasimercado para asignar recursos tanto a la
demanda como a la oferta, en Chile en cambio remamos contra corriente. En vez de mejorar el
esquema mixto de financiamiento que desde ya tenemos, estamos empeñados en trasladar el costo
íntegro de esta masiva empresa al Estado. Justo cuando aún quienes son fiscalmente más
desaprensivos constatan los serios déficits que hoy existen en salud, pensiones y en los niveles
inferiores del sistema escolar.
Entonces, ¿qué sentido tiene insistir en la consigna "gratuidad universal", facilitando así que una "mala
moneda" argumental desplace los buenos argumentos, obligándolos a camuflarse incluso como ocurre
con el ingenioso informe financiero del Ministerio de Hacienda que acompaña al proyecto del
Gobierno?
En fin, es desalentador percibir que estemos más ocupados de aspectos marginales y subalternos de
la reforma que de salvar a nuestra deliberación de caer aplastada bajo la implacable Ley de Gresham.
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En defensa de la universidad pública y su historia: cómo recuperar la razón crítica
24 de julio de 2016
Una discusión seria sobre el carácter público de la institución universitaria y sobre las universidades
públicas se halla ausente de nuestros debates. Sin embargo, es un tema clave.
La universidad nació como una corporación medieval de maestros y alumnos reconocida por la Iglesia
y el poder secular --emperador, monarcas y príncipes-- para expedir grados académicos y títulos
profesionales. Es más antigua que el Estado y que la división moderna de lo público y privado.
A partir del año 1500, con el surgimiento de las monarquías nacionales, la división de la cristiandad
tras la Reforma religiosa y la Ilustración europea del siglo XVIII, las universidades se nacionalizan y
comienza su gradual dependencia de los Estados nacionales.
De estas condiciones nace la universidad moderna en torno a 1800, impulsada por un doble
paradigma. Por un lado, el concepto napoleónico de un Estado docente absoluto, encarnado en la
Universidad Imperial, suerte de ministerio de educación con poderes sobre todo el sistema
educacional. Y, por el otro, el Estado cultural prusiano de Guillermo von Humboldt, que reconoce a la
Universidad de Berlín un estatuto de relativa autonomía y a sus catedráticos y estudiantes la libertad
de enseñar, investigar y aprender.
Aparecen así las llamadas universidades constructoras del Estado que, se dice, le confieren
legitimidad, preparan su personal directivo, forman a la élite profesional y convierten a los catedráticos
en representantes de la República de las Letras.
Esta idea se encarnó también en nuestra sociedad durante el siglo XIX. Así, en 1888 don Valentín
Letelier refiriéndose a la Universidad de Chile señala: “Llamada, como corporación docente, a
desarrollar la ciencia, corresponde a ella como poder espiritual, como 'superintendencia de la
instrucción pública', imprimir a la enseñanza nacional el doble sello de la aplicabilidad social y de la
unidad científica, y mantener encendida en este suelo la luz de la filosofía". Feliz fusión, como puede
verse, de Napoleón y Humboldt; del utilitarismo profesional y la vocación intelectual, del Estado
docente y el cultural.
Durante esta etapa, hasta mediados del siguiente siglo, mientras las universidades estatales son
financiadas por el Estado, en Chile éste apoya la formación de un número de universidades privadas
confesionales y no-confesionales, a las que financia igualmente. Crea pues un régimen mixto de
provisión financiado casi puramente con recursos fiscales, característico del sistema chileno.
A partir de 1950, la educación superior cambia en el mundo entero. De ser un privilegio de las élites
pasa a ser un derecho de las masas hasta desembocar, de facto, en una obligación universal. Los
proveedores se multiplican y diversifican. La mayoría de los países adopta esquemas mixtos de
provisión de la educación y para su financiamiento. Se vuelve común recuperar costos a través del
cobro de aranceles con esquemas de ayuda estudiantil, incluso en universidades estatales. Con ello
se modifican también las bases sobre las cuales se sostenía el carácter público de la universidad y la
identidad de las universidades públicas.
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Primero, la exclusividad estatal de lo público se diluye y banaliza. Desemboca en una noción
propietario-administrativa de la universidad estatal. La universidad tiene dueño, dirán nuestros
rectores. Lo público pierde su vínculo con la filosofía del Estado docente napoleónico y con la
concepción del Kulturstaat (Estado de cultura) del tiempo de Humboldt. Se difumina su aura. La
universidad deja de ser imaginada como un poder espiritual, heredera laica del poder cultural de la
Iglesia.
Segundo, la idea de que la universidad estatal importa un valor único por los bienes públicos que
produce también se debilita. A fin de cuentas, estos bienes pueden ser de origen estatal, privado,
comunitario, filantrópico o, incluso, lucrativo. Se acepta además que las universidades producen en
realidad bienes mixtos: de valor público y de retorno privado, de beneficio social e individual, de valor
monetario y no monetario. La idea que estatal sería igual a público deja de tener sustento.
Tercero, flaquea asimismo la idea que la universidad debe mantenerse alejada del comercio humano.
La vieja idea medieval de que “el conocimiento es un don de Dios y no puede venderse" sucumbe ante
las tentaciones del mercado. El conocimiento se convierte en un medio de producción y mercancía;
un generador de capitales e innovaciones en torno al cual se realizan continuas transacciones.
Por último, cuarto, lo público de la universidad migra hacia la esfera pública, ese espacio donde desde
Kant el ejercicio de la razón crítica distingue a la universidad, situándola entre la sociedad civil (redes
asociativas y mercados) y el Estado. La universidad misma es pública por tanto no por su dependencia
del Estado si no en contraposición reflexiva y crítica a él, al mercado, la sociedad civil y sus propios
intereses corporativos. Tal es su lugar en la deliberación democrática.
Dicho sucintamente, la universidad pública y lo público han mudado a lo largo de la historia. Sería
trágico que, a propósito de la reforma de la educación superior, el Estado, desconociendo esa
evolución, terminase ahogando lo público y a las universidades bajo su peso político-burocrático.
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Declinación del sentido de lo público: ficción burocrático-económica
15 de mayo 2016
La idea de lo público en relación con la universidad experimentó un claro estrechamiento a lo largo del
siglo XX. Hoy se encuentra en una sima de confusión y malos entendidos. De hecho, se ha
transformado lo público en una manifestación cuasi administrativa de lo estatal, público=Estado, o bien
ha sido reducido a una categoría económica, equivalente a: público=producción de bienes públicos o
de beneficios sociales. Ambas deformaciones de lo público sirven un propósito táctico y utilitario:
permitir a un grupo de instituciones reclamar un trato preferente; en concreto, una mayor participación
en los recursos del presupuesto nacional.
En cambio, la idea de lo público como una característica inherente a la universidad moderna es mucho
más que lo anterior. Ante todo, es un atributo de la razón que en ella se expresa. Según decía Kant,
la universidad es cultivo público y crítico de la razón. De allí la necesidad de reconocer su autonomía
y de proteger la libertad de sus miembros para enseñar, investigar y aprender. Del gobierno, agregaba
él, la institución universitaria debe esperar "nada más que no poner trabas al progreso de las luces y
de las ciencias".
A cambio de esos fueros y del financiamiento (parcial) de sus actividades, la universidad ofrece
oportunidades de aprendizaje, conocimiento, el ideal de una comunicación no-distorsionada,
preguntas fundamentales y verdades socialmente elaboradas que permiten a los individuos vivir vidas
examinadas y, a la sociedad, conocerse y transformarse.
Dentro de esta tradición imaginó e instituyó Humboldt la universidad que investiga y enseña a las
nuevas generaciones a vivir en una cultura reflexiva avanzada. Dentro de ella pensó Jaspers a la
universidad como conciencia lúcida de su época. Y hasta hoy, como ocurre con Derrida, se proclama
que la universidad "exige y se le debería reconocer en principio [...] una libertad incondicional de
cuestionamiento y de proposición, e incluso más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo
lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad".
¿Cómo pudo esta poderosa idea banalizarse al punto de convertirse en una mera ficción jurídica (lo
estatal) o en el símil de una fábrica de bienes públicos? Hay dos vertientes explicativas para este
fenómeno. Por un lado, la universidad pública (de tradición kantiana) al identificarse plenamente con
el Estado-nación durante el siglo XIX, sufrió los avatares de aquel durante el siglo XX: quedó a merced
de regímenes totalitarios en el mundo soviético, se identificó con el Estado nazi (de la mano del rector
Heidegger) o fue sometida a una rigurosa vigilancia como ocurrió durante la dictadura en nuestro país.
La cadena de lo público=Estado=interés general se rompió en mil partes y perdió legitimidad. En la
actualidad perdura apenas como un reflejo burocrático-formal.
Por otro lado, la universidad estatal se volvió una corporación utilitaria proclamándose, en el lenguaje
económico de nuestra época, una productora de bienes públicos -tales como acceso equitativo,
desarrollo regional, empleabilidad e innovación tecnológica- y propuso ser reconocida como una
fuente generadora de beneficios sociales a cambio de un subsidio fiscal.
Desde el momento que asumió esa doble inflexión administrativa y utilitaria, la universidad estatal
quedó atrapada en su propia lógica. Debió competir con múltiples otras organizaciones por
estudiantes, académicos, recursos y prestigios; ser acreditada bajo unas mismas reglas con esas
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competidoras; complementar sus ingresos cobrando aranceles; vender servicios de conocimiento y
ser medida con idénticos indicadores de producción, desempeño y resultados. Sus diferencias
respecto de universidades privadas (sin fines de lucro) perdieron relevancia. Ambas producen bienes
públicos, fomentan la equidad y el mérito, admiten alumnos bajo un mismo régimen de selección,
adoptan métodos de gestión empresarial, comparten una idéntica organización de la carrera
académica, emplean esquemas de financiamiento compartido y se gestionan en función de criterios
de efectividad, eficiencia y creación de valor comunitario.
Al igual que entre las universidades privadas, también entre las universidades estatales hay una gran
heterogeneidad y variedad de tipos alrededor del mundo: pluralistas, militantes, comprometidas con
los ruidos de la calle, religiosas, comerciales, altamente selectivas, masivas, de acceso libre o
pagadas, locales e internacionales. Incluso, con cierta ironía podría decirse que además hay
universidades públicas entre las estatales (en la tradición kantiana) mientras otras son más bien
corporativizadas, o se han privatizado a sí mismas, o sirven a grupos políticos o ideológicos, o se
ocupan únicamente de los intereses de sus propios miembros. En suma, si queremos recuperar el
sentido de lo público, debemos abandonar el esquematismo de lo público=estatal. Más bien, tenemos
que salir a buscar lo público en la racionalidad sustantiva de las instituciones, sus principios formativos,
su capacidad de formularse preguntas, su independencia reflexiva frente a los poderes (de todo tipo)
y su sujeción a un marco normativo que asegure su "libertad incondicional de cuestionamiento y de
proposición".
Lo importante, en esencia, es cómo la universidad participa en la esfera pública, ese espacio que se
halla entre el Estado y la sociedad civil (el mercado y los organismos privados). A fin de cuentas, el
contrato principal de la universidad es uno entre generaciones cuyo objeto es transmitir una cultura de
la razón pública, del pluralismo de valores y del conocimiento en todas las dimensiones de lo humano.
Su naturaleza estatal o privada es más bien un rasgo secundario.
12
Autonomía o dependencia de las universidades: ¿pluralismo o control?
3 de abril 2016
Desde su origen las universidades han existido en tensión entre los poderes externos que
contribuyeron a su formación y sostenimiento -la Iglesia, la corona y los municipios de las ciudades
europeas más ricas- y el poder de la propia corporación; aquella que Alfonso X "el Sabio" describió
como "ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y con
entendimiento de aprender los saberes". Con el arribo de las modernas universidades europeas a
comienzos del siglo XIX, estas adquirieron su autonomía frente a aquellos poderes externos y la
libertad académica de sus miembros, profesores y alumnos.
De hecho, hoy, las universidades aspiran, en todo el mundo, a regular sus relaciones con los Estados
según el modelo inspirado por Guillermo von Humboldt hace dos siglos. El de universidades
independientes, con vocación pública que sirven a su país y al Estado a través de la producción y
transmisión del conocimiento avanzado y la formación de personas en las ciencias y las humanidades.
A su turno, el Estado autolimita sus potestades para asegurar la autonomía institucional de las
universidades y garantiza a sus miembros el libre ejercicio de la enseñanza, la investigación, el estudio
y la crítica fundada en la razón. Como dijo Kant: al soberano la universidad debe pedirle "nada más
que no poner trabas al progreso de las luces y de las ciencias". Así podría "disponer para su esfuerzo
docente e investigador de una independencia moral y científica frente a cualquier poder político,
económico e ideológico", según proclama la Magna Charta Universitatum (1988).
También en América Latina estos principios inspiran a las mejores universidades y son declarados por
las autoridades políticas. En la práctica, sin embargo, solo han ido asimilándose lentamente en las
culturas nacionales -incluso de las comunidades académicas-, frente a múltiples resistencias y
obstáculos.
Los gobiernos de caudillos, dictadores, gobernantes autoritarios y militares -abundantes en nuestra
región- han eliminado invariablemente la autonomía universitaria y suprimido o coartado las libertades
académicas. También en Chile tuvimos universidades intervenidas y vigiladas. En otros casos, las
propias universidades se vuelven militantes y se confunden con los ruidos de la calle. Inmersas en las
trincheras abandonan entonces su misión reflexiva.
En tiempos normales, las cosas son distintas. Pero igual surgen dificultades y vallas para el pleno
ejercicio de los ideales de autonomía y libertad que inspiran la universidad moderna.
Por ejemplo, en estos días se discuten unas minutas ministeriales que anticipan el diseño político,
organizacional, administrativo y financiero del sistema de educación superior chileno, en caso de
llevarse a cabo la reforma que prepara el Gobierno.
Lo menos que se puede decir es que dicho diseño no adopta como eje axial el valor de la autonomía
ni valora el autogobierno de las organizaciones; es decir, la capacidad de decidir ellas mismas su
propia misión académica y proyecto estratégico.
Al contrario, se crea un orden enrarecido por la vigilancia y el control externos, donde el gobierno
determinaría asuntos propios de la autonomía sustantiva y procedimental de las universidades.
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Entre los primeros, fijaría por medios políticos-administrativos la oferta de programas y el número de
vacantes, el precio de los estudios, la admisión de los estudiantes, y regularía el currículo y los
estándares de la enseñanza a través de un marco nacional de cualificaciones. Además, una vez
completado el régimen de gratuidad universal, las instituciones dependerían en su integridad del
dinero fiscal y pasarían negociando su destino con las autoridades de Educación y Hacienda.
En el terreno de la autonomía de procedimientos, las trabas impuestas por la acción combinada de
una (nueva) Subsecretaría de Educación, una agencia (nueva) de acreditación, una superintendencia
(realmente panóptica) de control y vigilancia, un (nuevo) sistema de universidades estatales y su
comité coordinador y un fortalecido CRUCh son tales, que hacen realidad la profecía de Max Weber.
Él dijo que llegaría el momento en que todas las organizaciones se tornarían férreamente burocráticas,
obligándonos a vivir (trabajar, pensar, crear, comunicarnos y morir) como dentro de una jaula de hierro.
La tendencia de los países de la OCDE, en cambio, es precisamente la contraria. Han ido ampliando
la autonomía (sustantiva y procedimental) de sus universidades, adoptando sistemas mixtos de
financiamiento público-privado y promoviendo formas de gobernanza de las universidades que
aseguren responsabilidad (accountability ) en los planos legal (incluyendo probidad y transparencia),
de la eficiencia (uso de medios y recursos, productividad) y de la efectividad (calidad, pertinencia de
los títulos, impacto regional, contribución a la integración social y a la deliberación democrática).
Para el sistema chileno, por tanto, el momento actual es uno de encrucijada.
Una alternativa es mantener un régimen plural y diverso de universidades con autonomía profundizada
y responsable, financiamiento de costos compartidos (entre el Estado, la sociedad, las familias y los
beneficiados), con regulaciones claras y estables, acreditación exigente y basada en la confianza en
las instituciones y las comunidades académicas. La otra alternativa es deslizarnos hacia un modelo
centralista, con coordinación político-burocrática, de alta supervisión, vigilancia y control, con
regulaciones minuciosas de la autonomía sustantiva y procedimental, basado en la desconfianza, la
estandarización y las sanciones, hasta desembocar en una dependencia generalizada del
financiamiento fiscal y de la voluntad de los órganos gubernamentales.
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Futuro incierto: Demasiadas interrogantes, escasas respuestas
31 de enero 2016
Este año, la educación superior (ES) sale de vacaciones con pronóstico incierto. En lo inmediato, la
gratuidad deja en suspenso varios asuntos. Un número de estudiantes aún no sabe si pertenece al
grupo cuyo arancel será pagado por el Estado. Por su lado, las universidades con oferta gratuita no
conocen todavía el monto que recibirán por este concepto. Tampoco se concretó el anunciado nuevo
marco legislativo para el sector; se postergó hasta marzo/abril próximo.
Los motivos de incertidumbre se suman. ¿Volverá a aplicarse la gratuidad mediante glosa
presupuestaria en 2017? ¿A cuántos alumnos beneficiará? ¿Incluirá a institutos y centros? Y ¿qué
contendrá el proyecto de ley marco? ¿Se crearán en paralelo una Subsecretaría de ES en el Mineduc
y un Ministerio de Ciencia y Tecnología? ¿Cómo se clasificará a las instituciones? ¿Habrá agencia de
acreditación y superintendencia? ¿Gozarán de independencia?
Lo cual da paso a interrogantes de fondo. ¿Hacia dónde desea el Gobierno conducir la ES? ¿En qué
consistirá el cambio de paradigma prometido? ¿Se busca fortalecer o desmontar gradualmente el
régimen mixto de provisión? En concreto, ¿cuál es la meta de incremento de la matrícula estatal para
2018 y 2020? ¿Se restringirán las vacantes en programas académicos (universitarios)? ¿Aumentará
su número en carreras técnicas y programas vocacionales? ¿Cómo y en qué porcentaje?
Un principio clave de organización de los sistemas de ES es la autonomía de las instituciones, su
autogobierno, respeto por la diversidad de sus misiones y libertad de cada una para determinar sus
propias funciones, programas docentes y proyectos de investigación, así como para gestionar sus
vínculos con el medio.
El Estado no interviene administrativamente en estos asuntos. Al contrario, confía su administración a
las propias instituciones. Fomenta su autorregulación. Fija reglas del juego, establece regulaciones de
carácter general, determina estándares, exige información y rendición de cuentas (accountability),
dispone incentivos y sanciones para favorecer o controlar conductas, y guía al sistema a distancia en
función de prioridades del desarrollo nacional y regional, la generación de beneficios sociales y de
valores públicos.
Consecuentemente no aspira a dirigir al sistema mediante instrumentos de control y comando, no
legisla hasta el último detalle, no gobierna por reglamentos, no gestiona la minucia operativa ( micromanagement ); no planifica cuantitativamente insumos, vacantes, aranceles y graduados. Tampoco
limita las iniciativas e innovaciones surgidas desde las organizaciones. Prefiere que estas posean una
estructura diversificada de ingresos, generen un excedente y lo inviertan en su propio desarrollo y
mejoramiento, antes que hacerlas depender únicamente de recursos fiscales.
¿Comparte el Gobierno esta filosofía? No parece ser así. Más bien favorece un paradigma distinto,
según se desprende de documentos oficiales, aunque sin definirlo con claridad ni traducirlo con
medidas coherentes.
Donde más agudamente se manifiestan dichas ambigüedades es en las políticas de financiamiento.
Su eje es la apuesta gubernamental a la gratuidad universal, que se alcanzaría en 2020. Significa que
el Estado costearía no solo la investigación, la infraestructura y el equipamiento, sino además el valor
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total de los aranceles pagados actualmente por los propios estudiantes y familias (con ayuda de becas
y créditos).
Chile se transformaría entonces en el país con mayor gasto estatal (como porcentaje del PIB) dentro
de la OCDE, superando a los países nórdicos y duplicando al del promedio de los países de dicha
organización. De un salto pasaríamos a ser un Estado de bienestar avanzado en el campo de la ES,
mientras en los demás niveles educacionales seríamos uno de los países con menor gasto público
por estudiante. Este solo sinsentido muestra lo absurdo, inviable y regresivo de una política tal. En
cambio, durante la presente década podríamos aspirar a extender la gratuidad a todos los estudiantes
pertenecientes a los cinco deciles de menor ingreso y apoyarlos hasta completar sus carreras.
En suma, llevado por el espejismo de la gratuidad universal, el Gobierno genera además una serie de
confusiones y preguntas adicionales. ¿Piensa acaso que podría avanzar hacia la gratuidad
disminuyendo el gasto en el sector? Solo podría hacerlo tomando medidas del siguiente estilo, según
muestra la experiencia internacional: reducir el número de jornadas académicas, aumentar la carga
docente por profesor y el número de alumnos por aula; dejar de invertir en equipamiento,
infraestructura y tecnología; recortar el bienestar estudiantil, ahorrar en investigación y en jóvenes
investigadores, y recortar ítems de extensión cultural. ¿Considera el Gobierno seriamente imponer a
las universidades alguna de esas medidas? ¿Pero cómo podría evitarlas si de verdad se propone
sustituir el cuantioso aporte privado obtenido vía aranceles por recursos de la renta nacional?
En fin, ¿hasta cuándo deberán soportar las instituciones este cuadro de confusiones e incógnitas?
¿Cuánto tiempo más durará la indeterminación de las reglas del juego? ¿Qué espera el Gobierno para
reconocer que equivocó el rumbo? ¿En qué momento pondrá en discusión una estrategia viable para
la ES? ¿Qué posibilidad existe de que a vuelta de vacaciones la autoridad instaure un diálogo leal con
todas las instituciones -sin tratos preferentes ni discriminaciones arbitrarias- para crear una visión
compartida y una base común para la reforma legislativa? ¿O continuarán la confusión y la
incertidumbre hasta el último día de la administración?
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Falta una visión estratégica y deliberación: qué asuntos incluir
10 de enero 2016
Ahora que se postergó la discusión parlamentaria del proyecto que reformará la educación superior (o
terciaria), podemos preguntarnos qué asuntos debe incluir esa reforma.
Para partir, lo lógico sería contar con un documento que diera cuenta de la visión estratégica que el
Gobierno tiene del sector, a lo menos en los siguientes aspectos.
Primero, un diagnóstico serio del estado de nuestra educación terciaria. Hay en este terreno
demasiados mitos, desinformación, errores, pseudoevidencias, falsas comparaciones, ignorancia o
derechamente mala fe y manipulación de datos. Lo anterior dificulta una evaluación compartida. Por
ejemplo, hay quienes sostienen -contra toda evidencia y sin rigor alguno- que el sistema nacional de
educación superior se halla en crisis y presenta fallas estructurales insalvables. Al contrario, uno puede
demostrar que funciona con razonable efectividad, ostenta un nivel claramente superior al promedio
en equidad dentro de la región latinoamericana y que la inversión anual en el sector, medida como
porcentaje del PIB, es de las más altas del mundo. Me temo que el Gobierno desconoce estas
realidades y comparte, en cambio, aquellos otros juicios fantasiosos.
Segundo, un marco de principios para nuestra educación superior . En tiempos turbulentos es
imprescindible establecer con claridad los fundamentos. ¿Se desea mantener o poner fin al régimen
mixto de provisión? ¿Se reconoce y promueve la autonomía como principio axial del campo
universitario? ¿Se acepta una amplia diversidad de misiones y objetivos académicos? ¿Se respeta o
no la igualdad de trato, sin discriminaciones arbitrarias, entre estudiantes y su libertad de elegir
carreras y universidades? ¿Se ha de regular al sistema sobre la base de la confianza o se le impondrá
un orden burocrático?
Tercero, una legislación y reglas que consagren ese principio axial de la autonomía , condición de la
libertad de enseñar, aprender, investigar y del vínculo de las organizaciones académicas con la
sociedad civil y el Estado. ¿Garantizarán nuestros gobernantes la autonomía organizacional,
financiera, del personal y académica, en los términos reconocidos por la práctica internacional? Esta
consagra la facultad del autogobierno y para crear estructuras académicas y entidades legales; la
capacidad de reclutar, despedir, promover y determinar las condiciones de trabajo del personal
académico y administrativo superior; la decisión sobre vacantes y admisión de alumnos, el
establecimiento o supresión de programas de pregrado y posgrado y la aprobación de sus currículos;
la adopción de mecanismos de aseguramiento interno de la calidad, y la capacidad para disponer de
su infraestructura, adquirir créditos en el mercado financiero y cobrar matrícula y aranceles, generando
así un excedente para respaldar la autonomía institucional y el mejoramiento continuo.
El gobierno Bachelet tiene un enfoque fuertemente restrictivo respecto de la mayoría de esos asuntos
esenciales para la autonomía universitaria. Desde ya la gratuidad, tal como se ha implementado,
representa serios riesgos y ha provocado dificultades e incertidumbres.
Cuarto, una institucionalidad adecuada para la gobernanza del sistema. Parece urgente contar con un
Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología que ayude a superar la crisis de gobernabilidad
y gestión que ha ido instalándose en este sector. Asimismo, urge tener una agencia pública de
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acreditación que funcione de manera independiente, con estándares definidos, respeto por la
diversidad institucional y guiada por el juicio de los de pares evaluadores. Además, se halla pendiente
la creación de una superintendencia que vele por la solidez patrimonial y financiera de las instituciones
y garantice su estatus no lucrativo. Postergar este asunto sirve nada más que como un medio para
desprestigiar y frenar el desarrollo de la provisión privada.
Por último, debe formarse una asamblea o consejo de rectores de universidades acreditadas y una
instancia similar para la educación técnico-vocacional, dejando atrás al CRUCH convertido en un mero
órgano de defensa corporativa.
Quinto, un acápite especial debería destinarse a las líneas centrales de política que, siendo
imprescindibles para la reforma de la educación terciaria, sin embargo no son materia de una ley.
Entre ellas, (i) el fortalecimiento de la educación superior técnico-vocacional, en especial, aquella de
ciclo corto; (ii) la ampliación equitativa del acceso, la retención y graduación de estudiantes; (iii) la
renovación del pregrado a través de currículos basados en competencias del siglo 21 y el uso de las
tecnologías digitales, y (iv) el fomento de la investigación en ciencias y humanidades el cual, luego de
un avance positivo, últimamente vuelve a retroceder.
Tras dos años puede exigirse al Gobierno una visión estratégica de las políticas y la legislación para
la educación superior. Se acabó el tiempo de las consignas. Hasta el momento, sin embargo, los textos
con la posición gubernamental son francamente de escasa entidad y valor. Son pobres en ideas y
técnicamente insuficientes. El debate reciente sobre presupuesto de la gratuidad resultó igualmente
frustrante.
El Mineduc está en condiciones de reparar esa imagen escasamente meritoria si da a conocer su
visión estratégica y la somete a deliberación pública para enriquecerla con las contribuciones de todas
las partes interesadas. La Presidenta Bachelet está en deuda y su gobierno tiene los medios para
saldarla.
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Profundizar una visión equivocada: un proyecto de ley mal preparado
20 de diciembre de 2015
Mientras aún permanece abierta la discusión sobre el financiamiento de la gratuidad introducida por
el Gobierno mediante una improvisada y mal diseñada glosa presupuestaria, los medios de
comunicación y los miembros de la comunidad académica hemos conocido un borrador del proyecto
de ley que reforma las bases del sistema de educación superior (ES).
Lo sorprendente del caso es que ese proyecto, próximo a ser enviado al Congreso Nacional de
acuerdo a lo dispuesto por la Presidenta Bachelet, es un documento igualmente mal preparado y
redactado sin suficiente estudio y conocimiento de las materias que aborda. Es débil en su fondo,
confuso en la forma, engorroso y mal ensamblado.
Por lo pronto, reúne esbozos desigualmente elaborados de varias leyes en un solo texto, sin mayor
lógica ni coherencia interna. Aún así, alcanza a más de 170 artículos permanentes y 40 transitorios,
redactados desordenadamente en 80 páginas, faltando todavía el mensaje con los fundamentos
conceptuales de esta iniciativa legal.
En tiempos normales y en condiciones de mayor seriedad y rigor, las materias cubiertas por esta
iniciativa sin duda darían lugar a varios proyectos separados. Ello contribuiría a una efectiva
deliberación pública y a una racionalización legislativa más adecuada de los diversos asuntos. No se
entiende por qué el Gobierno optó por este otro camino. Como sea, no contribuye a fortalecer el debate
intelectual.
Por ahora la iniciativa legal incluye asuntos tan diversos como: (i) la creación de una Subsecretaría de
Educación Superior (ES), órgano encargado de dirigir, coordinar y controlar este sistema; (ii) el
establecimiento de un sistema de financiamiento público de la ES referido a la gratuidad, la docencia
de pregrado, los aranceles regulados, los aportes basales para instituciones estatales y privadas y el
régimen de créditos estudiantiles; (iii) la formación de una red de instituciones de ES estatales
receptora preferente de recursos fiscales; (iv) la propuesta de un marco nacional de cualificaciones;
(v) el control de las vacantes ofrecidas por el sistema; (vi) la organización de una agencia de calidad
(servicio público no independiente) y de los procedimientos para evaluar instituciones y programas,
junto con producir una clasificación ( ranking oficial) de las instituciones en cuatro niveles jerárquicos
de solidez y calidad; (vii) la institución de una Superintendencia de ES que vele por el correcto uso de
los recursos y disponga sanciones para las entidades infractoras; (viii) obligaciones de transparencia
e información.
Dado el exceso de materias tratadas, varias aparecen apenas insinuadas, entregándose el desarrollo
de la legislación a unos reglamentos que en número de veinte (¡qué tal!) debería dictar el Mineduc.
Esta técnica político-legislativa es justificadamente criticada pues inhibe una discusión acabada de los
asuntos, al tiempo que impone una agenda de negociaciones que el propio Gobierno luego no es
capaz de conducir.
En cuanto a la filosofía inspiradora del proyecto, ella se aparta de las tradiciones de autonomía,
pluralismo de proyectos institucionales, coordinación abierta y provisión y financiamiento mixtos que
caracterizan el desenvolvimiento de nuestra ES. Por el contrario, el proyecto revela intensa
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desconfianza en las instituciones y busca limitar de diversas maneras su autonomía de dirección
estratégica, académica, de gestión y financiamiento.
Particular sospecha exterioriza frente a las instituciones privadas de ES, cuyo ámbito de acción
autónoma y sentido de misión o identidad se verían limitados por todos lados de aprobarse esta
legislación. Similar desconfianza exhibe el texto frente a la libertad de elección de los estudiantes
ajenos a las instituciones del CRUCh, lo cual conlleva el riesgo de discriminaciones arbitrarias como
aquellas que el Tribunal Constitucional acaba de objetar.
En el mediano plazo parece apuntar hacia la completa supresión de las becas y créditos estudiantiles,
desechando la experiencia acumulada por la ES chilena en este ámbito y contrariando la tendencia
internacional que se orienta precisamente hacia allá.
En fin, predomina en el proyecto gubernamental un espíritu de control burocrático-político de la ES, el
deseo de poner en una jaula de hierro al régimen mixto de provisión, de disciplinar minuciosamente a
las instituciones de ES, de hacerlas depender de la sola voluntad del poder financiador del Gobierno
y de sujetarlas a una malla de reglas e inspecciones que buscan estandarizar sus actividades y crear
un orden funcionario en torno de ellas. ¡Nada más a contramano de lo que deberíamos hacer!
Poco realmente efectivo hay, en cambio, a favor de la calidad, la innovación, el fortalecimiento de las
ciencias y la tecnología y la educación técnico-profesional.
Bien sabido es que la ES funciona creativamente y contribuye al desarrollo económico social y a la
cultura de las naciones solamente si acaso se desenvuelve en un orden de libertades. Un orden, por
tanto, que reconoce a las instituciones su autonomía y la pluralidad de sus proyectos, confía en sus
capacidades de autogobernarse y gestionar sus asuntos, y les proporciona un medio ambiente de
políticas y regulaciones estables y consecuentes con esos valores y aspiraciones.
Particularmente un régimen mixto como el chileno -de provisión y financiamiento público-privadonecesita una relación entre la ES y el Estado alineada con el bien público, las libertades del espíritu y
la autonomía de las organizaciones culturales.
Es frustrante tener que concluir, una vez más, que el Gobierno y su tecnocracia parecen no reconocer
esa necesidad.
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Falla de dirección: una gratuidad perfectamente imposible
29 de noviembre 2015
El Gobierno utilizó la discusión de una glosa presupuestaria para iniciar el camino hacia la gratuidad
universal de la educación superior (ES). Ha empleado pues una estratagema que, como veremos,
genera una serie de consecuencias -de forma y fondo- cuyo impacto previsible se debe evaluar. ¿Por
qué actuó así, sin una deliberación razonada y con la premura de un plazo fatal? Como sea, evitó una
discusión sobre los alcances de su decisión.
¿En qué consiste el cambio buscado?
Básicamente, en trasladar una parte del gasto en educación superior que hoy financian los privados
hacia el Estado. Es el primer paso de una política que eventualmente llevaría a sustituir el total del
aporte de las familias y los estudiantes por gasto fiscal. Se reemplazaría así un esquema de costos
compartidos entre el Estado y los hogares -que existe en la mayoría de los países del mundo- por uno
dependiente exclusivamente del subsidio fiscal.
¿Podrá Chile concretar esa promesa y alcanzar la gratuidad universal en 2020?
Es perfectamente imposible. Hoy Chile junto a Canadá son -entre los país de la OCDE- los que tienen
un mayor gasto total en ES (2,5% del PIB), inmediatamente debajo de los Estados Unidos (2,8% del
PIB) y levemente encima de Corea (2,3% del PIB). Estos cuatro países poseen esquemas de costos
compartidos, bajo el supuesto que la ES produce beneficios públicos y privados.
En cambio, los seis países OCDE que financian su ES únicamente con recursos fiscales (Alemania,
Austria, Bélgica, Eslovenia, Noruega y Suiza) destinan en promedio 1,4% del PIB a esta, a pesar de
poseer ingresos tributarios significativamente más altos que Chile.
Ahora bien, mirando al fondo de la cuestión, y dado que Chile hasta ahora ha sido exitoso en la tarea
de financiar su ES a través de un esquema de costos compartidos, ¿qué razón hay para descartar
dicho esquema e intentar sustituirlo por uno distinto, de fuente (fiscal) única e inviable a corto y
mediano plazo?
Este es uno de los arcanos de la política gubernamental más difíciles de descifrar, sobre todo si se
recuerda que la propia Presidenta Bachelet señaló al comenzar la campaña presidencial que la
gratuidad universal era un arreglo que ella no desearía para sus hijos y el país. Veamos pues qué
razones pueden invocarse y cuán sólidas son.
Primero, que el financiamiento mixto impide una alta tasa de participación en la ES. Falso: Chile posee
una tasa igual a la del promedio de los países OCDE, situándose en la parte más alta de la
comparación dentro de América Latina.
Segundo, que ese esquema mixto obliga a Chile a excluir al quintil de menores recursos de la ES.
Falso: Chile posee el mejor índice de participación de ese quintil dentro de la región latinoamericana,
según las cifras más recientes del Banco Mundial.
Tercero, dado el peso del cofinanciamiento privado, Chile tenderá a una alta deserción y una baja tasa
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de jóvenes graduados por primer vez de la ES. Falso: Las estadísticas publicadas por la OCDE hace
unos pocos días muestran que Chile se sitúa dos puntos porcentuales por arriba del promedio de los
países OCDE en este indicador.
Cuarto, que la financiación mixta impide planificar el desarrollo del sistema con negativos efectos sobre
la inserción laboral de los graduados. Falso: en Chile la tasa promedio de retorno privado a la
educación superior es la más alta dentro de los países de la OCDE; la empleabilidad inicial promedio
es satisfactoria según datos de Mi Futuro y el desempleo de los titulados es similar al del promedio de
los países OCDE.
Es imprescindible, por tanto, que el Gobierno explique por qué y para qué está pretendiendo alterar
un esquema de financiamiento que aparece sólido y capaz de movilizar el esfuerzo nacional. Y que
diga cómo espera asegurar que los cambios sean para mejor y no negativos.
Que las cosas pueden ir para peor, ya lo adelantó la Presidenta.
De hecho, la discusión y aprobación de la glosa presupuestaria que comentamos confirma ese aserto.
Por lo pronto, discrimina entre jóvenes chilenos con las mismas necesidades socioeconómicas y
similares méritos. Unos acceden a la gratuidad como un privilegio mientras otros quedan excluidos de
ese derecho. Enseguida, discrimina entre instituciones. Unas se ven favorecidas discrecionalmente
en perjuicio de otras. Además discrimina respecto de los derechos adquiridos por las instituciones en
cuanto al pago del aporte fiscal indirecto (AFI). Especialmente las universidades privadas creadas con
posterioridad a 1980 verán recortado a la mitad dicho aporte sin compensación alguna. En suma, las
cosas empeoran respecto del pasado y se tornan más confusas e inciertas respecto del futuro.
Por último, el nuevo arreglo de financiación para la ES significa -¡cómo está a la vista!- sustituir un
esquema que reduce al mínimo la discrecionalidad gubernamental en la asignación de recursos por
uno que la aumenta al máximo, con un evidente riesgo de favoritismos y formación de redes
clientelares.
Me parece a mí que en todo esto el ministro de Hacienda ha mostrado una débil conducción. No ha
podido detener una política que debe saber es equivocada y perjudicial para el sistema. Por su lado,
el Mineduc no parece haber avanzado un ápice en sentido común y capacidad técnica. Resulta
incomprensible asimismo que los líderes parlamentarios del oficialismo hayan permitido discutir tan
complejas materias en torno a una glosa parlamentaria y hayan finalmente aprobado un esquema
claramente regresivo. Sorprende por último -¿o no debería sorprendernos ya?- que los rectores de
universidades, con escasas excepciones, jueguen un rol tan menguado en la deliberación pública de
estos asuntos, que comprometen el futuro de sus instituciones.
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Gratuidad: vamos por ínsulas o encrucijadas: un ejercicio contable
18 de octubre 2015
Las universidades son organizaciones peculiares: trabajan con conocimiento avanzado, su personal
es altamente calificado, sus tareas son relativamente imprecisas y sus fines son varios y
entremezclados. Además, son organizaciones variadas. Difieren en múltiples dimensiones: estatuto
jurídico y misión; historia y tamaño; composición social de sus estudiantes; calidad de su cuerpo
académico; formas de gobierno y gestión; prestigio y financiamiento.
En Chile, esa amplia diversidad existe a partir de un régimen mixto de provisión (público-privado).
Hasta el momento, el sistema ha evolucionado dinámicamente, transitando desde un acceso
minoritario, elitista-burgués, a un acceso masivo mesocrático que ahora se aproxima a la fase de
acceso universal, con creciente participación de jóvenes de los dos quintiles de menores ingresos.
La eficiencia interna del sistema (ratio de graduados/titulados por número de ingresados) es similar a
la de los Estados Unidos de América y se parece también a la de los países del sur de Europa,
situándose en el nivel superior dentro de la región iberoamericana.
La calidad de nuestra educación superior, si bien difícil de medir y comparar, mantiene una sólida
reputación latinoamericana y es evaluada como razonable por observadores del escenario
internacional comparado. Además, la calidad está mejorando impulsada por la expansión de las
capacidades y cualificaciones del personal académico y por los procedimientos de evaluación
interpares y de acreditación. Evidentemente, hay programas e instituciones que no alcanzan un nivel
normal. Estos deberían corregir sus déficits o ser eliminados.
En cambio, ¿dónde están los problemas y desafíos mayores? ¿Estamos abordándolos
correctamente?
Primero, hay un problema de eficiencia externa o pertinencia. La información y análisis disponibles
indican que existen brechas entre las destrezas y competencias requeridas por la economía y la
sociedad y aquellas que obtienen los egresados de la enseñanza superior. Incluso, podría haber casos
de jóvenes graduados con baja empleabilidad o cuyos ingresos del trabajo no sean suficientes para
cubrir los costos de su formación. Sin duda, hay ahí un desafío de primera importancia.
Segundo, las responsabilidades del Estado frente al sistema se hallan al debe. Este no posee una
estrategia para el desarrollo sustentable de nuestra educación superior al mediano plazo. Las
regulaciones públicas no están a la altura; hay fallas en la acreditación y supervisión de las
instituciones y en la forma como ellas informan a la autoridad y la sociedad. Tampoco el financiamiento
fiscal de estudiantes e instituciones es suficiente y está mal distribuido. En cada uno de estos tres
planos los desafío son complejos y requieren ser abordados coordinadamente.
Tercero, tanto el subsistema universitario como el de formación técnica necesita ponerse al día de
cara al futuro. El universitario, mediante un reforzamiento del personal, los programas, las políticas y
el financiamiento de las actividades de I+D. La formación técnico-vocacional de ciclo corto,
consolidando su conexión con el mundo del trabajo e integrándose con la educación media técnicoprofesional y con la educación tecnológica universitaria. Ambos requerimientos irán volviéndose más
y más exigentes a medida que nuestra economía se diversifique y se vuelva más innovativa.
23
Frente al conjunto de desafíos mencionados, la política de la administración Bachelet parece
completamente descentrada, inconducente, irrelevante incluso.
En efecto, agita la bandera de una "gratuidad universal" que es inviable, equivocada y un espejismo
de alto riesgo. ¿Por qué? Pues obliga al sistema entero a preocuparse de un falso dilema: entre
gratuidad total, incluso para el tercio más rico de los hogares, y costos compartidos (entre el sector
público y los privados) con un aporte del Estado que debería ser mayor al actual. Lógicamente, este
último parece ser el camino a seguir. Chile lo ha venido haciendo con una positiva curva de aprendizaje
desde hace 25 años. Asimismo, es el camino adoptado por casi todas las economías emergentes.
Adicionalmente, el enfoque gubernamental desperdicia la oportunidad de abordar los problemas y
desafíos cruciales de nuestro sistema en la perspectiva del año 2050. Seamos claros: en este
momento no discutimos ningún problema relevante para el futuro de nuestra educación superior. Todo
se reduce a cómo sumar 170 mil millones de pesos a los 380 mil millones que desde ya el Estado
gasta en gratuidad para los estudiantes del 50% de hogares de menores ingresos. Es, básicamente,
un ejercicio contable. Pero terminó sentando en la mesa de negociación al Gobierno con las
universidades, las cuales, una a una, buscarán obtener el mayor provecho posible para sus
corporaciones, mientras el Ministerio de Hacienda trata de resguardar el interés fiscal.
Por último, esta política generará adversas consecuencias para el sistema relacionadas con la
gobernanza del mismo, el Gobierno y la autonomía de las instituciones y sus equilibrios financieros.
En suma, estamos en uno de esos momentos en los cuales -parafraseando la advertencia de don
Quijote a Sancho- la disputa no es por ínsulas (bienes materiales, subsidios y aportes para las
universidades) sino de encrucijadas, o sea, el futuro del sistema y las instituciones, su autonomía,
gobernabilidad, relevancia y validez cultural. No entenderlo así podría iniciar un lento y gradual
deterioro de nuestra educación superior.
"Estamos en uno de esos momentos en los cuales -parafraseando la advertencia de don Quijote a
Sancho- la disputa no es por ínsulas (bienes materiales, subsidios y aportes para las universidades)
sino de encrucijadas, o sea, el futuro del sistema y las instituciones, su autonomía, gobernabilidad,
relevancia y validez cultural".
Financiamiento y gratuidad en perspectiva: siglos debatiendo
6 de septiembre de 2015
Quizá la historia nos ayude a salir del enmarañado pleito sobre la gratuidad universal de los estudios
superiores. A fin de cuentas, la humanidad lleva siglos debatiendo sobre cómo financiar la educación.
Por ejemplo, en la antigüedad los sofistas fueron acusados de enseñar por dinero, prostituyendo el
saber -se decía-, igual como ocurre con la belleza cuando se paga por ella.
Una similar contraposición emergió de nuevo durante el medioevo. ¿Era el conocimiento un don de
Dios con el cual no cabía hacer negocio lucrativo alguno (scientia donum dei est, unde vendi non
potest , decía la clásica formula latina) o era, como comenzaban a percibirlo los espíritus renacentistas,
un medio de descubrimientos y poder, de intercambio y adquisición?
Los concilios lateranenses de 1179 y 1215 proclaman la gratuidad de la educación elemental y
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religiosa para los pobres ofrecida en los colegios catedralicios: "A fin de que no se quite a los pobres
que no pueden ser ayudados por los recursos de los padres la oportunidad de leer y de formarse, que
cada iglesia catedral conceda algún beneficio adecuado al maestro que enseñe gratis...".
Este mismo principio se quiso extender -en la medida de lo posible- a las primeras universidades
europeas. Como allí enseñaban también maestros que no poseían un beneficio eclesiástico, había
que encontrar otra forma de asegurarles un ingreso. Se despliega un alambicado aparato de
interpretación para hacerlo posible. Por ejemplo, a comienzos del siglo 13, el jurista alemán Johannes
Teutonicus elucida el ideal de la gratuidad con sentido práctico, dictaminando que el catedrático
carente de beneficio eclesiástico puede cobrar por sus enseñanzas, a menos de tener los medios
suficientes para vivir. Puede aceptar -pero no pedir- pago de sus estudiantes ricos, jamás de los
pobres. Es decir, una suerte de arancel diferenciado.
De a poco se admite una sutil diferencia: el maestro no vendía scientia -por aquello de que es un don
de Dios y no tiene precio-, sino que recibe un premium por la labor de transmitirla.
Sin embargo, en los siglos siguientes los claustros, el alma máter, se comercializó e incluso corrompió,
acusarían hoy. Creció la presión sobre los alumnos por el pago de tasas, aranceles y multas; los
estudiantes ricos solían ofrecer guantes de primera (símbolo de estatus) a sus maestros a la hora de
aprobar los exámenes; las cátedras se adornaron materialmente con inusual lujo mientras algunos
catedráticos vestían como nobles y príncipes, a diferencia de las oligarquías académicas actuales que
destacan más por su espíritu de empresa o poder burocrático que por su riqueza y elegancia.
A medida que las universidades se vieron envueltas en procesos de modernización, diferenciación,
especialización y secularización, fueron tornándose cada vez más dependientes de la obtención de
recursos para subsistir y proyectarse.
Contemporáneamente, la educación superior exhibe tal magnitud, masividad, complejidad,
importancia socioeconómica y cultural, y una estructura de costos tal, que no hay parangón posible
con Bolonia, París u Oxford en sus inicios. En particular, el conocimiento avanzado -que es la materia
con la cual trabajan las universidades- ha adquirido el carácter de un bien multifacético: a la vez público
y privado, de estatus y de experiencia, sagrado y secular, codificado y tácito, teórico y práctico, apto
para ser vendido y comprado, generador de beneficios individuales y sociales y que circula
indistintamente por canales burocráticos, comunitarios, de mercados y redes.
Suponer que todas esas dimensiones pueden reducirse a una sola y ser financiadas por una única
fuente e instrumento es una ilusión absurda. Pretender que el conocimiento fluya solo por medio de
intercambios comunitarios, como un don recíproco, ajeno a cualquier contacto con intereses
materiales lucrativos, es un completo anacronismo. Igual como sería intolerable tratarlo nada más que
como una mercancía al margen de cualquier consideración ideal, reflexiva, estética o de emancipación
humana.
Las universidades se ocupan de todo ese variado registro y necesitan tener por lo mismo una
economía política suficientemente diversa, compleja y flexible como para adaptarse a las cambiantes
demandas y circunstancias de su entorno. Deben poder acceder a subsidios fiscales, vender productos
y servicios de conocimiento, recibir donaciones, cobrar aranceles a los alumnos que pueden pagarlos,
participar en esquemas de becas y créditos estudiantiles públicos y privados, ofrecer gratuidad en los
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términos de Johannes Teutonicus y estar facultadas para crear spin-offs y empresas.
Asimismo, deben poder conducirse con acuerdo a su misión y proyecto, actuar con racionalidad de
medios y fines, administrar sus asuntos con autonomía y recurrir a personal especializado en gestión,
trátese de universidades estatales, privadas subsidiadas por el Estado o privadas sin fines de lucro
que obtienen sus recursos por el cobro de aranceles.
La búsqueda de una gratuidad para "los pobres que no pueden ser ayudados por los recursos de los
padres" debería ser un objetivo compartido por todos, como ha sido en Chile durante el último cuarto
de siglo. Sorprende que el Gobierno no haya continuado en esa línea. Por el contrario, ha puesto las
cosas en un terreno anacrónico -el del conocimiento como un bien incompatible con el negocio y los
mercados- y ajeno a las realidades del mundo contemporáneo. Por esa vía no llegaremos a una
economía política sustentable, capaz de mantener el desarrollo de nuestra educación superior.
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A las puertas de la gratuidad: el desbarajuste que podría causar
16 de agosto 2015
La idea de consagrar la gratuidad universal de la educación superior, y de hacerlo discriminando entre
jóvenes chilenos con iguales necesidades socioeconómicas y méritos académicos, ha recibido
contundentes críticas. Sin embargo, aún no se evalúa el desbarajuste que podría causar.
Por lo pronto, esta medida no se ha ensayado en ningún país con un régimen mixto (público/privado)
de provisión. En la mayoría, las instituciones (públicas y privadas) cobran aranceles (no meramente
nominales). Sucede así en Chile, China, Colombia, España, Estados Unidos, Japón, Filipinas,
Holanda, India, Italia, Malasia, República de Corea, Singapur y Tailandia.
Hay un segundo tipo de regímenes mixtos donde solo las instituciones privadas cobran aranceles
mientras las público-estatales son gratis, como ocurre en África del Sur, Argentina, Brasil, Costa Rica,
Ecuador, México, Panamá, Paraguay, Perú y Portugal. Suele llamársele 'modelo latinoamericano'. Un
caso especial de provisión mixta es el de los países donde las instituciones público-estatales reciben
en una misma sala de clases a estudiantes becados (gratuidad) junto con otros que pagan sus
estudios.
Finalmente, los regímenes de provisión exclusivamente estatal incluyen dos grupos con arreglos
contrastantes. Por un lado, países donde los estudiantes pagan un arancel anual como Australia,
Canadá, Francia, Inglaterra, Nueva Zelandia y Suiza. Por el otro, países cuyas instituciones reciben a
sus estudiantes sin cobro alguno, como Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Irlanda,
Islandia, Noruega y Suecia. Allí reina la gratuidad universal y los países se caracterizan por una alta
carga impositiva; en promedio, equivale al 41,3 por ciento del PIB. Es decir, casi duplica a la de Chile.
A esta selecta cofradía aspira a unirse el país hacia el 2020.
Considérese además que entre las tendencias actuales de la educación superior mundial se cuenta la
rápida difusión de esquemas de costos compartidos, donde el financiamiento de las universidades se
compone de recursos provenientes de la renta nacional (subsidio fiscal) y de fuentes privadas (como
pago de aranceles y otros).
Solo unos pocos países -Alemania y Turquía, entre ellos- experimentan igual que Chile dinámicas de
reversión y abandonan el cobro de aranceles para regresar al statu quo ante : el de la gratuidad
universal o parcial.
Chile financió en el pasado la educación superior gratuita de los herederos del capital social,
económico y cultural. Eran pocos y el coste de su formación se repartía entre muchos. Sin embargo,
con el advenimiento del acceso masivo a partir de 1990, el Estado debió optar por el modelo de costo
compartido, con aranceles de referencia regulados y un esquema de becas y créditos progresivamente
más amplio, de tipo Estado benefactor.
La pregunta es por qué el Gobierno no eligió profundizar esa política -llamémosla de gratuidad
equitativa- garantizando la gratuidad a los estudiantes de los tres primeros quintiles matriculados en
cualquier institución acreditada. La razón invocada suena exquisitamente discursiva: se buscaría
'desmercantilizar' la educación superior, abandonando aranceles, becas y créditos para así
transformar en un derecho social lo que hoy se transa como un bien de consumo. Si así fuera, países
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como Australia, Canadá, Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda no reconocerían tal derecho. Y en
Argentina y México solo tendría vigencia en las instituciones estatales. Es francamente patético.
En cualquier caso, la administración Bachelet eligió otro camino. Y echó a andar hacia un modelo
latinoamericano corregido, el cual asegura gratuidad a los jóvenes de los cinco primeros deciles
matriculados en instituciones estatales y en un puñado adicional de instituciones privadas (dentro y
fuera del CRUCh). Todas ellas recibirán una subvención por alumno extendida como un subsidio por
vacante ofrecida, sujeto a la aceptación de reglas y convenios determinados por la autoridad.
El anuncio de que en noviembre partimos en esa dirección ha resultado incongruente y confuso. El
Gobierno titubea respecto de qué criterios usará para definir la participación en, y el costo de, algo
que por ahora se asemeja más a un privilegio estamental que a un derecho social.
Luego vendría el ascenso a la cumbre más alta de la gratuidad universal, con un coste cercano a dos
puntos del PIB (unos cinco mil millones de dólares), los cuales beneficiarían ante todo a los jóvenes
herederos de los hogares acomodados. Mientras las clases desaventajadas permanecerán en el
plano, buscando oportunidades de aprendizaje que compensen los efectos de la desigualdad.
A todas luces, esta política de gratuidad universal, y su aplicación prevista, está definitivamente
extraviada. Conduce a un callejón sin salida. No tiene precedente en el mundo. Corre a contramano
de la tendencia actual hacia el financiamiento de costo compartido. Desecha el avance de nuestra
educación superior hacia una gratuidad equitativa. Procura financiar un gasto descomunal con un
limitado ingreso tributario en vez de usar los recursos en jardines infantiles y colegios efectivos. Todo
esto sin mencionar otros riesgos, como el potencial daño a la autonomía universitaria, la
burocratización de la gestión académica, la dependencia institucional del ciclo político, la previsible
caída del gasto por estudiante, el clientelismo en las universidades y la pérdida de incentivos para la
innovación. Tales son las lecciones de la experiencia latinoamericana.
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El próximo traspié: bases para una reforma de la educación suprior
26 de julio 2015
Finalmente, en medio de la confusa tramitación del proyecto de ley sobre Carrera Docente, el Mineduc
dio a conocer el documento "Bases para una reforma al sistema nacional de educación superior". Ni
siquiera con ese ambicioso encabezamiento pudo atraer, sin embargo, la atención de las diferentes
partes interesadas y suscitar un debate sobre el futuro de este crucial sector.
Como resultado de 18 meses de trabajo, el documento es frustrante. Sus contenidos son vagos, la
utilización de la evidencia disponible, escasa; casi no hay referencias a la experiencia internacional, y
la elaboración del texto fue poco participativa y alejada del debate público. En todos estos aspectos el
documento es claramente inferior a la propuesta de 2008 preparada por una comisión asesora del
anterior gobierno de Bachelet, presidida por el rector de la UDP, o al reporte de 2012 sobre
financiamiento estudiantil, elaborado por la comisión de expertos dirigida por el profesor Ricardo
Paredes de la PUC. En comparación con reportes similares de otros países es notoriamente más débil.
Por lo pronto, carece de un diagnóstico del estado actual de la educación superior chilena. No hay en
consecuencia una evaluación que justifique los cambios propuestos. No hay una valoración del
régimen mixto de provisión, un análisis de las formas de gobierno de las universidades, un juicio sobre
la gestión de las instituciones estatales y sobre el desarrollo del sector de proveedores privados.
Tampoco se señala si el Gobierno considera suficiente el gasto actual en educación terciaria con
relación al PIB.
Con excepción de algunas declaraciones esencialmente retóricas sobre orientaciones de principio y
valores, no hay una noción clara de la autonomía de las instituciones, sobre la participación de partes
interesadas externas en el gobierno de las organizaciones y respecto de las responsabilidades
corporativas. Ni existe un reconocimiento del pluralismo y la diversidad de misiones y proyectos
educativos. Falta igualmente un decidido respaldo a la profesión académica y a su rol en asegurar los
estándares de calidad al interior de las instituciones.
En el plano práctico, rescato la intención del Gobierno de avanzar por el cauce de una admisión
reglada meritocráticamente, con exámenes y pruebas de selección, medios adicionales para valorar
los talentos e intereses de los postulantes y con cuotas razonables de alumnos aceptados por vías
especiales, incluyendo medidas de discriminación positiva. Lejos, por tanto, de cualquier populismo
académico.
Respecto de las demás medidas esbozadas en el documento de "Bases", hay tres que me parecen
francamente mal concebidas.
Primero, el énfasis en gobiernos universitarios con participación triestamental en los órganos
superiores, fórmula que corre a contramano de las tendencias observadas en esta materia en los
países de la OCDE. Su implementación podría lesionar la autonomía y la efectividad de las
instituciones, transformándose además, como ha ocurrido frecuentemente en otras partes, en un
obstáculo para el cambio y la innovación al someter a las autoridades universitarias al veto cruzado
de los grupos de interés internos.
Segundo, la idea de que un sistema nacional puede crearse político-administrativamente -de arriba
29
hacia abajo- mediante reglas y convenios impuestos a las instituciones y funcionar en un ambiente
altamente burocratizado. Ni lo uno ni lo otro es posible. Precisamente por esta razón los países de la
OCDE impulsan hoy ambientes donde se reconoce la independencia de las universidades. Y los
gobiernos guían a los sistemas nacionales desde la distancia mediante estímulos, instrumentos de
información, procedimientos de control de la calidad y modalidades de financiamiento ajustadas al
desempeño y los resultados de las instituciones.
Tercero, por el contrario, el esquema de financiación enunciado en las "Bases" solo serviría para
estrechar el cerco burocrático en torno a las universidades. El Gobierno determinaría directa o
indirectamente el número de vacantes, la matrícula de los programas, el precio (público) de las
enseñanzas (aranceles) y -previo compromiso suscrito 'voluntariamente' por las instituciones con el
Mineduc- estas recibirían subsidios definidos por la autoridad, incluido aquel necesario para proveer
un servicio gratuito.
La experiencia latinoamericana es rica en este tipo de esquemas de financiamiento. Inevitablemente
produce dependencia de las instituciones, conformación de redes clientelares, mayor inequidad en el
uso de los recursos, ineficiencia interna y priorización de los intereses corporativos antes que de los
vínculos con las partes interesadas externas.
En cuanto a la improvisada propuesta de dar un primer paso hacia el espejismo de la gratuidad
universal, restringiendo su cobertura a estudiantes pertenecientes al 60% de hogares de menores
recursos matriculados en universidades del CRUCH y en unos pocos CFT e IP (representarían apenas
un 35% del total de esos alumnos de menores recursos), no es necesario insistir en su carácter
arbitrario, discriminatorio e inequitativo. En efecto, esta medida transforma un derecho en un privilegio,
todo lo contrario de una política dirigida hacia la inclusión.
Es de esperar que el realismo comprometido por el Gobierno, combinado con un grado primordial de
sensatez, lo lleve a revisar estas "Bases" replanteándolas de manera más creativa, rigurosa, madura
y alineada con el interés general de la sociedad.
"Es de esperar que el realismo comprometido por el Gobierno, combinado con un grado primordial de
sensatez, lo lleve a revisar estas "Bases" replanteándolas de manera más creativa, rigurosa, madura
y alineada con el interés general de la sociedad".
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Balance y anuncio del 21 de mayo: indeterminación de la educación superior
24 de mayo 2015
El estado de la nación en materia educacional se aleja de aquel presentado por la Presidenta Bachelet
en días pasados.
Por lo pronto, no hubo mención alguna a los resultados del aprendizaje. ¿Hemos avanzado o no? Y
hoy, ¿estamos progresando?
Un nuevo estudio comparativo (CIPPEC, 2015) sobre la educación en los países de América Latina
participantes en PISA (OCDE) y TERCE (UNESCO) (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú
y Uruguay) muestra que Chile avanzó decididamente durante la última década. Y su sistema se puso
a la cabeza de la región. Esto indica que las políticas educacionales de los años 1990 y 2000
empezaban a dar frutos.
Sin embargo, el mismo estudio y datos del SIMCE más reciente llevan a conjeturar que tan positiva
dinámica estaría agotándose; los resultados parecen haberse estancado. Lo más preocupante: un
porcentaje de alumnos (entre un tercio y un 40%) no logra superar el umbral mínimo de competencias
cognitivas básicas esperado para los respectivos grados o edades (en los demás países
latinoamericanos, dicho porcentaje fluctúa entre 40 y 75%).
La pregunta que debemos hacernos es si acaso las políticas impulsadas por el gobierno de Bachelet
podrán contrarrestar dicho estancamiento, y revertirlo. Parece poco probable, a la luz del balance y
anuncios presidenciales.
En lo inmediato no hay medidas efectivas destinadas a cambiar esta tendencia.
La ampliación de la cobertura en la educación temprana no está funcionando, y deberá ajustarse a la
demanda, dijo la Presidenta. Incluso así subsistirá el problema crítico: la formación y profesionalización
de las parvularias se hallan por debajo de un estándar adecuado.
El fin del lucro, el copago y la selección esgrimido como el éxito de 2014 no pasa de ser un marco
legislativo engorroso a la espera de una docena o más de reglamentos que lo precisen y aclaren. El
riesgo es terminar en una verdadera "jaula de hierro" burocrática, como Max Weber llamaba al
minucioso y excesivo control de las organizaciones.
En cambio, poco o nada se ha avanzado en clarificar el destino de la educación pública municipal. Se
repite que quedará en manos de servicios locales dentro de la esfera del Mineduc. ¿Qué significa
esto? ¿Quién se hará responsable de los resultados, y ante quién? ¿Cómo se asegurará la autonomía
de los establecimientos y se garantizará la estabilidad del servicio, el mejor desempeño de sus
docentes y un clima escolar productivo?
La política de fortalecimiento docente y de la carrera del profesor -en discusión en el Congreso- es
una pieza clave. Con todo, el proyecto del gobierno es débil: no incluye a las parvularias, no robustece
el rol de los directores, no apoya suficientemente a las universidades que forman profesores, no
establece un sistema razonable de mentorías para los jóvenes docentes, no estructura
adecuadamente los escalones de la carrera y los incentivos para ascender, no garantiza una correcta
evaluación docente, no ofrece suficientes oportunidades de capacitación, no mejora en todo lo posible
31
la retribución de los buenos maestros. Ni convoca tampoco a estos a atender al 40% de nuestros
estudiantes que no alcanzan el umbral mínimo de competencias.
Asimismo, la cuenta y anuncios presidenciales vuelven a pasar por alto a la educación media: no se
clarifica su sentido para los jóvenes, ni su articulación con la educación superior, ni el destino de la
educación media técnico-profesional (EMTP).
En cuanto a la educación superior, la política continúa envuelta en un velo de misterio.
La única medida específica dada a conocer es la gratuidad para el 60% de alumnos más vulnerables
matriculados en instituciones del Consejo de Rectores (CRUCH) y en instituciones privadas no
universitarias acreditadas y sin fines de lucro. Se trata, pues, de un privilegio concedido por el Estado
a un determinado segmento juvenil, y no de un derecho reconocido a los estudiantes meritorios y sin
recursos, como muchos anhelábamos. Nada puede justificar tan flagrante discriminación.
En breve, estamos ante un estado y proyección educacionales de la nación que no pueden dejarnos
satisfechos. Más frustrante aún es para quienes respaldamos a la Presidenta y su gobierno.
Además, hay severos vacíos de cara al futuro.
Seguimos sin un mapa de objetivos y una carta realista de navegación. Se mantienen la confusión y
las interrogantes sobre cómo financiar las diversas leyes y medidas. No hay un enfoque que articule
ideas, intereses y actores diversos. Falta una clara prioridad para la educación temprana. En los ciclos
básico y medio se elude lo esencial: cómo mejorar las oportunidades para el 40% más vulnerable de
los estudiantes.
El cuadro de la educación superior se proyecta en medio de una gran confusión e incertidumbre. Ahora
adicionalmente con el sesgo de una gratuidad que en vez de ensanchar la igualdad crea un estrato de
jóvenes privilegiados. Mientras tanto, no se avanza en renovar el sistema de aseguramiento de la
calidad ni se crea la superintendencia para este nivel. Las instituciones ignoran cómo serán calificadas,
evaluadas, acreditadas, financiadas; y cómo podrán expandir su infraestructura, personal,
equipamiento y capacidades docentes y de investigación. Para la educación, en suma, el Mensaje del
21 de mayo de 2015 no resultó alentador.
Ideas de universidad y educación superior: imprescindible reflexividad del proceso
5 de abril 2015
En sus mejores momentos, la universidad moderna fue pensada a partir de una idea constitutiva. Ideas
como la libre determinación de la razón, según Kant; o la formación y el desarrollo personales (Bildung)
basados en la unidad de las ciencias, según Humboldt; o la preparación de élites profesionalburocráticas para el Estado, según el ideal napoleónico; o la educación liberal ( liberal arts ), rasgo
distintivo del gentleman , según el cardenal Newman; o como sede de la más clara conciencia de la
época, según Jaspers; o la formación del "hombre medio" culto, según Ortega y Gasset; o el
compromiso social, la pertinencia y la transformación de las relaciones de poder según diversos
pensadores latinoamericanos; o un conglomerado de comunidades, funciones y resultados (una
multiversidad) al servicio de diversas expectativas y demandas, según Clark Kerr, ilustre rector de la
Universidad de California, Berkeley, en los años sesenta; o el diálogo institucionalizado, pues "solo en
el diálogo de las ciencias, las artes, la filosofía y las religiones puede hacerse posible la elaboración
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de auténtica cultura", según el documento de Buga de 1967, suscrito por intelectuales de la Iglesia
Católica, que tan fuerte impresión hizo sobre mi generación; o bien, finalmente, la idea de la
responsabilidad por mantener la separación entre saber y poder, razón y performatividad, metafísica
y dominio técnico, según Derrida.
A la luz de este esquemático recuento, la pregunta que debemos hacernos es qué ideas de universidad
y de educación superior inspiran a las autoridades del gobierno encargadas de diseñar la reforma de
este sector y, en general, a los directivos académicos -rectores, administradores, decanos y
catedráticos- que representan las tradiciones y valores de la cultura universitaria.
Nada fácil de responder, debido a la relativa parquedad de ideas y palabras sobre estos tópicos en las
altas esferas académico-gubernamentales. La deliberación pública -que justo en el sector universitario
podría esperarse alcance un máximo de intensidad- apenas se ha insinuado tímidamente y, con
frecuencia, solo como expresión de intereses corporativos o como evaluación de instrumentos
financieros.
Así, el debate se dirige, por un lado, hacia la exigencia de mayores recursos para las universidades
del Consejo de Rectores o, por el otro, hacia los temas de política pública relativos a la gratuidad
universal o focalizada, costeada mediante créditos o impuestos, sujeta a reglas de mérito o de mera
necesidad.
Y ni siquiera esas discusiones alcanzan un estatuto mínimamente reflexivo debido a la falta de
antecedentes, justificaciones, argumentos y propuestas racionalmente articuladas. Más bien se
contiende y alega sobre la base de trascendidos, globos de ensayo, prejuicios o meras
manifestaciones de deseos.
¿Dónde quedan entonces las ideas de universidad y de la educación superior que deberían presidir
nuestra controversia de propuestas y opiniones e iluminar las encrucijadas que enfrenta nuestro
sistema de formación terciaria? Guardadas en el desván de la memoria, o bien derechamente
ignoradas.
Al contrario, campea una noción utilitaria de la universidad. Se la confunde con una armaduría de
capital humano, una palanca de competitividad económica, una escalera para la movilidad social
ascendente, una máquina de beneficios privados y públicos, un aspa dentro de la "triple hélice"
integrada junto con la industria y el gobierno; en fin, una organización puesta al servicio de fines
externos. Kant se revuelve en su tumba; Humboldt aprieta los dientes.
En efecto, los valores axiales de la institución -autonomía, razón ejercida en público, deliberación,
reflexividad, autorregulación, conciencia, responsabilidad, cultura crítica- no aparecen por ninguna
parte en los prolegómenos de la reforma. Infundada, por tanto; carente de fondo o principio.
Carente también de perspectiva de futuro, de horizonte. ¿Qué modelo de enseñanza queremos
impulsar? ¿Cómo conviene formar a jóvenes destinados a vivir en un mundo de redes, intenso en
conocimiento, de ocupaciones cambiantes, pluralismo de valores y multiplicación de los riesgos
morales? ¿Cuáles son las competencias y las capacidades claves para convivir en un medio donde el
individualismo coexiste con la presión de masas y el conformismo de las mayorías? ¿Cuánto peso
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otorgar a la información, los conocimientos y la sabiduría y qué balance trazar entre especialización y
cultura general, entre entrenamiento y educación liberal?
Nada de esto parece importar al pensamiento pragmático predominante en los círculos académicogubernamentales. Prima allí el afán por tornar gratuitos los diplomas y grados con la falsa ilusión de
aumentar así el bienestar social; se desea que los estudios sean pertinentes, pero no exigentes;
importa que la universidad atienda a los ruidos de la calle, no que guarde la distancia necesaria para
pensar más allá del acontecimiento; interesa la conformidad con los mandatos de autoridad (civil o
eclesiástica), no la libertad de enseñanza ni la disputatio académica que desde antiguo caracterizaron
la vida intelectual de las universidades.
La reforma que a la postre resulte de este estilo de pensamiento no irá más lejos que un modelo de
financiamiento, un cálculo de aranceles, una forma de distribuir recursos. Nada parecido, pues, a las
ideas que dieron origen y trascendencia histórica a la institución de la educación superior.
34
Escenarios de futuro: la cuestión de los jóvenes
15 de marzo 2015
A propósito de la reforma educativa impulsada por el Gobierno, nuestra atención y deliberaciones se
dirigen obsesivamente hacia el presente. Hemos dejado de reflexionar con una perspectiva de futuro.
¿Qué está por venir? ¿Cuáles son algunos rasgos del futuro en que se desenvolverá la educación?
Digámoslo esquemáticamente: Entornos tecnológicos que cambian rápidamente. Intensa movilidad.
Pluralismo de valores. Debilitamiento de las tradiciones. Tensiones entre individuación y cohesión
social. Libertad de elección y riesgos. Importancia de las redes. Comunicación digital. Infinitas
conexiones. Especialización minuciosa. Presión por rendimientos. Continuo examen del mérito
personal. Cosmopolitismo. Adelgazamiento de lazos comunitarios. Multiplicación del conocimiento.
Aprendizaje
permanente
para
adaptarse
a
un
medio
en
transformación.
En estas condiciones emergentes deberá la educación redefinir su organización, funciones y métodos.
Ante todo, necesitará hacer frente a los cambios en los procesos de socialización, vida y cultura de la
niñez y juventud. Las bases de la educación se están transformando. Al mismo tiempo que las ciencias
del aprendizaje descubren la importancia de la familia en esos procesos de socialización inicial, esta
institución experimenta una fuerte crisis de transformación. El hogar como ambiente de aprendizaje
se ve alterado, igual que los roles parentales.
A esto se agrega un nuevo ambiente digital-comunicativo en torno a juegos, pantallas, imágenes y
manipulación de aparatos móviles, ambiente al cual los infantes se introducen desde temprano. ¿Qué
nuevas mentalidades surgen de estos entornos digitales? ¿Qué aprenden las generaciones
informatizadas? ¿Y qué dejan de aprender, imaginar y soñar? ¿Cómo afecta este ambiente a la
autocomprensión del niño? ¿Qué efectos trae consigo esta constante rotación de signos? ¿Y el estar
intercomunicados al instante? ¿Se ganan o pierden vínculos comunitarios? ¿Cuáles competencias y
destrezas requerirán tener quienes nacen hoy y trabajarán casi hasta el final del siglo 21? ¿Puente
hacia dónde debería ser la educación que hoy tratamos de construir?
Tómese otro ejemplo.
No solo en Chile la educación secundaria parece haber perdido sentido, no tener ya una clara misión
ni encontrarse en condiciones de facilitar el tránsito de los jóvenes a una etapa siguiente, inicio de la
vida adulta.
Sin duda, para miles de jóvenes ese tránsito aparece como puesto entre paréntesis, suspendido entre
tres letras (PSU), a punto de irse en una dirección u otra, ¡o ninguna! , según como caigan unos dados
que solo parecen seguros para unos pocos.
Por lo pronto, a los jóvenes que completan la enseñanza secundaria en la rama técnico-profesional,
su formación previa podría parecerles ahora un freno existencial. Ni cuentan con las competencias de
aprendizaje y uso del conocimiento que abren las puertas hacia la educación superior ni han sido
preparados, salvo excepciones, para ingresar productivamente al campo laboral.
35
De hecho, una fracción significativa de esos jóvenes no irá, literalmente, a ningún lado. Quedará
atrapada en esa zona donde se encuentran quienes ni estudian ni trabajan. Pero aun aquellos que
transiten por la inestable pasarela hacia un centro técnico o académico, muchas veces carecen de
competencias de aprendizaje suficientemente desarrolladas y su conocimiento de base en matemática
y ciencia es pobre, su comprensión lectora y capacidades de comunicación limitadas y su preparación
para una vida más independiente escasa.
El ciclo terminal de la enseñanza secundaria se confunde además en la trayectoria de los jóvenes con
múltiples descubrimientos: de sí mismos y los otros, del sistema de vida para el cual están siendo
preparados, de las desigualdades y abusos existentes a su alrededor, de la diversidad de valores, la
vida de la ciudadanía, los comprimidos políticos, las ventanas quebradas de su barrio, la violencia de
las pandillas, la circulación de drogas, los caminos sin salida, la vida fría del mercado, los límites del
consumo y la falta de vitalidad de los procedimientos escolares.
¿Acaso no vemos perfilarse estos mismos problemas tras los muros que separan a las segregadas
comunas de nuestras ciudades, en las sombras de la noche, en las explosiones de rabia durante las
manifestaciones estudiantiles, en los quiebres de la convivencia escolar, en los grafitis urbanos y la
áspera solidaridad de las pandillas?
¿Acaso más allá de los círculos privilegiados, la cota alta, los colegios bien dotados, en fin, los hogares
que heredan a sus hijos los dados de la fortuna, no se justifica que miles de jóvenes se sientan
defraudados y piensen, parafraseando a Paul Nizan: Tengo 17 años y no permitiré que nadie diga que
es la edad más bella de la vida?
Pero claro, tampoco estos problemas encuentran un lugar en nuestra conversación sobre la educación
y su futuro. Estamos concentrados en asuntos más inmediatos que, sin embargo, no debieran acallar
esos otros o echarlos al olvido.
A fin de cuentas, la educación que hoy discutimos, si carece de futuro, carece también de sentido.
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Reforma de la educación superior: ¿qué hacer? La calidad en el centro
22 de febrero 2015
Como la mayor parte de los países de América Latina, Chile posee un régimen mixto -público-privadode provisión de educación superior. Distinguen al caso chileno tres factores: las universidades
estatales cobran aranceles, hay un grupo de universidades privadas subvencionadas por el Estado y
los estudiantes disponen de un amplio esquema público de becas y créditos para acceder a cualquier
tipo de instituciones acreditadas.
En el contexto regional, los indicadores de nuestro sistema son positivos en cuanto a acceso,
participación de jóvenes de los dos quintiles de menores ingresos, balance entre estudiantes
matriculados en programas universitarios y técnicos, proporción de personas con educación superior
dentro del grupo de edad de 25 a 34 años, impacto académico de los artículos científico-técnicos y
grado del financiamiento total (público y privado) de este nivel educativo.
Cabe esperar, por lo mismo, que al iniciarse próximamente la reforma de la educación superior
anunciada por el Gobierno esta no parta con un diagnóstico distorsionado, como ocurrió en la reforma
escolar, y potencie -en vez de debilitar- los progresos obtenidos durante los últimos 25 años. Esta vez
la calidad sí tiene que estar en el centro.
Para ello, la primera medida debe ser el reemplazo del actual esquema de acreditación. Este se halla
en crisis y ha perdido la confianza de estudiantes, académicos, familias, empleadores y autoridades.
El Gobierno ha demorado en reaccionar. Se espera que un nuevo esquema combine respeto por la
diversidad de las instituciones con estándares más exigentes, procedimientos menos burocratizados,
foco en el mejoramiento continuo de la calidad y creación de una agencia pública integrada por
especialistas reputados en su campo. Actuar con prontitud es esencial para restituir la confianza en la
educación superior.
A mediano plazo el principal desafío de calidad es superar una formación de pregrado que, en general,
es rígida, tempranamente especializada, posee currículos sobrecargados con información accesible
vía internet; que utiliza métodos de enseñanza obsoletos, hace un uso excesivo de clases
presenciales, causa altas tasas de deserción y una exagerada duración para llegar al respectivo título
o grado. Además es dispendiosa y de alto costo.
Superar este modelo supone un cambio del paradigma. Y encaminarnos hacia un modelo que ofrezca
oportunidades diferenciadas, pero de calidad, que cuide la selectividad académica de las instituciones
más exigentes, que utilice intensamente la tecnología digital y estimule con fuerza la educación
técnico-profesional. Sería fatal volver a plantear un criterio contrario a la selección académica y de
escaso aprecio por el mérito personal y de las instituciones como ocurrió con la reforma escolar.
El tercer desafío que la reforma necesita abordar es definir una estrategia de largo aliento para el
desarrollo de la investigación académica y la innovación vinculada al sector productivo, la sociedad
civil y las políticas públicas. Hay que apoyar a las universidades líderes en estas actividades, a las
universidades regionales y a las universidades emergentes en este campo. En particular, habría que
impulsar un fondo para las humanidades y las artes, y revisar el esquema de medición, evaluación y
financiamiento de las ciencias sociales y la investigación educacional.
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Adicionalmente, la reforma -si va en serio- deberá corregir la débil gobernanza del sistema. Es
imprescindible establecer un ministerio de educación superior, ciencia y tecnología, en condiciones de
ordenar las políticas y guiar el desarrollo del sector. Se requiere crear un consejo con los rectores de
todas las instituciones acreditadas en reemplazo del CRUCH.
La autoridad se ha comprometido además a modernizar el gobierno de las universidades estatales,
permitiéndoles actuar con mayor flexibilidad, fortalecer su conducción estratégica y capacidad de
gestión, junto con garantizar su autonomía, colegialidad y accountability. El cogobierno de los
estamentos no es la única ni la mejor solución. Para cautelar el uso de los recursos públicos y la
finalidad no-lucrativa de las organizaciones universitarias, debería apurarse la creación de la
superintendencia para este sector, que el Gobierno ha dilatado sin justificación.
Por último, la reforma tendrá que diseñar un esquema de financiamiento sustentable para la educación
superior en el largo plazo. Chile es uno de los países de la OCDE que más invierte en educación
superior en relación con su PIB.
Sin embargo, el Estado necesita contribuir aún más: (i) directamente a las instituciones acreditadas
considerando su misión, generación de bienes públicos, desempeño y resultados; (ii) a los estudiantes
incluyendo becas de gratuidad para aquellos provenientes del 60% de hogares de menores recursos
matriculados en universidades, CFT e IP acreditados, así como créditos subsidiados para los demás
alumnos cuya devolución desde ya es contingente al ingreso, debiendo garantizarse que jamás podrá
convertirse en una carga insoportable para los graduados o titulados. Los estudiantes del 20% de
hogares de menores recursos deberían disponer asimismo de becas de apoyo y subsistencia.
Insistir en una gratuidad universal al corto plazo, por el contrario, resulta inviable y perjudicaría al
sistema escolar, postergando una vez más la promesa de mayor equidad y calidad en la base del
sistema educacional. Sería una política contraria al interés del país.
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¿Hacia dónde va la ambigüedad? Ambigüedades, contradicciones e incertidumbres
17 de agosto 2014
A pesar de ser un eje central del discurso gubernamental, la gratuidad de la educación superior
aparece envuelta en ambigüedades, contradicciones e incertidumbres. Así ha sido desde el momento
en que fue anunciada por Michelle Bachelet durante la campaña pasada (abril de 2013). En dicha
oportunidad señaló: "Creo que es regresivo que quienes pueden pagar no paguen". Y agregó: "Mi
opinión personal es que no encuentro justo que el Estado pague la universidad de mi hija si puedo
pagarla". ¡Toda la razón!
Su programa de gobierno propuso algo distinto, sin embargo: "Avanzaremos gradualmente en la
gratuidad universal y efectiva de la educación superior", anuncia, "en un proceso que tomará 6 años".
Durante el actual período accederían a la gratuidad los estudiantes pertenecientes al 70% más
vulnerable de la población.
Tan enredado planteamiento inicial luego se fue complicando cada vez más. Efectivamente, los
argumentos esgrimidos frente a una política de gratuidad universal resultan difíciles de sortear.
Primero, el avanzado grado de masificación de la matrícula impone un altísimo costo a cualquier
política de gratuidad universal. Se calcula en alrededor de 5 mil millones de dólares anuales. En
relación con los ingresos tributarios del Estado, Chile se convertiría por lejos en el país del mundo con
un mayor gasto en este nivel educacional.
Segundo, el hecho de que cerca de un 80% de la matrícula sea provisto por instituciones privadas,
incluidos algunos CFT e IP constituidos como organismos con fines de lucro, agrega una dificultad
adicional. De hecho, ningún país con un régimen mixto de provisión ha implementado una política de
gratuidad universal.
Tercero, dado que los grupos con mayor capital económico, social y cultural poseen una evidente
ventaja en cuanto a la participación de sus hijos en la educación superior, resulta difícil justificar la
gratuidad universal. En la práctica, el diez por ciento más rico recibiría un 24% del gasto en dicho
subsidio, contra solo un 3% el diez por ciento más pobre; ¡ocho veces más!
¿Qué se propone para deshacer el enredo y alivianar la carga de la gratuidad universal?
El ministro sugirió financiar los estudios solamente durante un período acotado de años. Su asesor
principal indicó que el gasto destinado a gratuidad y al fortalecimiento de la educación superior no
sería mayor que el 30% de lo recaudado por la reforma tributaria para financiar al sector educacional
en su conjunto.
Los rectores de universidades estatales plantean que la gratuidad solo incluya inicialmente a los
estudiantes de las instituciones que ellos dirigen. Ciertos dirigentes estudiantiles -junto con reclamar
"por el hondo desorden y la falta de claridades dentro del Ejecutivo"- proponen derechamente adoptar
un régimen estatal de provisión, con instituciones íntegramente subsidiadas, ingreso libre y gratuidad.
Y más aún. Expertos próximos al ministerio se declaran partidarios de cobrar un impuesto a los
graduados como una manera de compensar el costoso gasto en gratuidad. Otros prefieren mantener
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un esquema de créditos contingentes al ingreso y becas de estudio y subsistencia. Hay quienes
sugieren limitar la gratuidad solo a los estudiantes más meritorios, o más resilientes, o más
necesitados. Otros desearían reservarla solo para programas de estudio de interés social o prioritarios
para el desarrollo nacional.
La mera profusión de fórmulas improvisadas para sortear los obstáculos que se erigen frente a la
gratuidad universal muestra que esta es una propuesta inmadura, contradictoria en su origen y con un
débil sustento intelectual y técnico. Por lo demás, la mayoría de esas fórmulas no conducen al fin
buscado; algunas son inviables, otras puramente utópicas y varias añaden complicaciones antes que
ofrecer soluciones.
De cualquier forma, ahora corresponde al Gobierno actuar. Debe aclarar cómo pretende poner orden
en una situación que a todas luces se ha desordenado. ¿Es posible y justa la gratuidad universal de
los estudios superiores antes siquiera de tener una educación básica y media de calidad y gratuita?
¿Puede volverse no-regresiva una medida que tan clara y contundentemente favorece a los herederos
del capital cultural, social y económico? ¿Podrá el Gobierno resistir las presiones? O terminará nada
más que implementando una gratuidad "a la manera" latinoamericana; esto es, para un limitado
número de universidades y solo una proporción de los estudiantes, creándose así un nuevo privilegio
estamental para ellos.
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Hora de responder: confusiones de la gratuidad
20 de abril 2014
Un senador de la Nueva Mayoría, presidente de la comisión de Educación de la Cámara Alta, ha
calificado como caótico el debate en curso sobre la reforma educacional. En efecto, hay múltiples y
contradictorias declaraciones y promesas, poca claridad respecto de la agenda gubernamental,
variados alegatos sin base en evidencia alguna, ausencia de ciertos tópicos claves, y, en general,
reinan la confusión y el desconcierto. Las propias autoridades parecen desorientadas y los actores del
sistema no saben exactamente a qué atenerse.
Hay varios asuntos que requieren una urgente clarificación.
Participación universal . Chile ostenta una matrícula terciaria que alcanza a 71% de la cohorte de entre
18 y 22 años de edad, muy próximo al promedio de los países ricos del mundo. Como resultado, el
41% del grupo de entre 25 y 34 años posee un grado o título de educación superior, similar a Bélgica
u Holanda. Asimismo, ha aumentado el número de jóvenes del quintil de menores ingresos que
acceden a la formación técnica y profesional. ¿El gobierno favorecerá una mayor expansión? De ser
así, ¿buscará canalizarla a través de carreras de ciclo corto o de programas académicos
universitarios? O bien ¿regulará la oferta y limitará el acceso, como proponen algunos? El ministro ha
declarado que existen certificados "de baquelita": ¿cuántos, en qué profesiones y expedidos por qué
instituciones? ¿Qué se propone hacer para contrarrestar el efecto social de esta aberración y ayudar
a los jóvenes perjudicados?
Provisión público-privada. Frente a una demanda cada vez más variada por servicios y productos de
conocimiento, también la oferta institucional creció en Chile, tanto en el sector estatal como en los
sectores privados con y sin subsidio directo del Estado. El gobierno plantea crear dos nuevas
universidades estatales y una red de centros de formación técnica dependientes de aquellas. ¿Qué
estudios apoyan la necesidad de estas instituciones? ¿Se establecerán bajo la norma vigente del
licenciamiento de nuevas organizaciones? ¿Agregarán vacantes, o transferirán matrícula desde el
sector privado al estatal? ¿Traerán consigo alguna novedad en cuanto a su gobierno, gestión y planes
formativos? ¿Cuáles especialidades ofrecerán los nuevos centros técnicos y cómo se vincularán con
el sector productivo?
Investigación. No resulta en absoluto clara la posición del gobierno frente a esta valiosa actividad
social. ¿Habrá o no igual tratamiento para todo tipo de instituciones en función de la calidad
competitiva de sus proyectos? El ministro del ramo dice "sí" y "no" o todo lo contrario. ¿Se mantendrá
una base plural de equipos de investigación, o el Estado actuará a través de instituciones que
nominalmente controla? ¿Qué concepto de autonomía académica y de libertades de investigación y
aprendizaje inspiran a las políticas gubernamentales en este sector?
Gasto total/producto . Únicamente cuatro países de la OCDE -Chile entre ellos- gastan arriba del 2%
de su producto interno en educación terciaria. Logran esta elevada cifra en virtud de esquemas de
costos compartidos entre los sectores fiscal y privado, incluyendo el cobro de aranceles respaldado
por dispositivos de becas y créditos.
Por el contrario, nuestra discusión gira en torno a cómo transferir el costo íntegro de la educación
superior al Estado, lo que fácilmente podría desembocar en un deterioro de la calidad y una
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disminución de la equidad. Sorprende, por lo mismo, el nivel de kindergarten teórico (como decía T.
Parsons) con que aquí discutimos sobre estos asuntos. Lo público y lo privado han sido banalizados
hasta el punto de volverse equivalentes con Estado y lucro, respectivamente.
En breve, ¿nos encaminamos efectivamente hacia la gratuidad universal? ¿O se aumentará nada más
que en diez puntos porcentuales el actual umbral de gratuidad? ¿Cómo se fijarán o controlarán los
aranceles? ¿Qué monto se transferirá al quintil de mayores ingresos, el más altamente representado
en la educación universitaria?
La gratuidad, como sea que se establezca, ¿significará además ingreso libre, o se mantendrá una
prueba de selección al ingreso? ¿La gratuidad valdría solo temporalmente -al momento del acceso-,
y luego se cobrará un impuesto especial a los graduados?
Por ahora, la autoridad genera incógnitas más que fijar objetivos y trazar una carta de navegación.
Parece más interesada en apaciguar a los actores del sistema que en articularlos tras una estrategia
concertada. Las preguntas se acumulan. Es hora de responder.
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Revolución al revés: ¿ir hacia peores resultados?
13 de octubre 2013
Estamos ante un planteamiento paradójico. Se propone trasladar el peso de gravedad del sistema
educacional hacia proveedores educacionales más centralizados y distantes de las comunidades
locales y hacia universidades y CFTs estatales; asegurar en estas instituciones estatales la gratuidad
del servicio, incluso para los más ricos; reducir o terminar con las evaluaciones externas del
aprendizaje del tipo Simce y, en general, aumentar el gasto público asignándolo a la oferta al mismo
tiempo que se reduce la proporción destinada a subsidiar la demanda educacional de las personas y
las familias.
Resulta paradójico este planteamiento porque erige como ideal el statu quo educativo existente en la
mayoría de los países latinoamericanos —como Argentina, Brasil, Colombia, México, Perú o
Uruguay— cuyos resultados, sin embargo, son inferiores a los que en la actualidad obtiene nuestro
país. Nada hay tampoco de novedoso en este modelo, ni se asemeja al acariciado sueño finlandés.
Más bien es una invitación a caminar hacia atrás.
Efectivamente, en América Latina, en promedio, un 50% de los estudiantes a los quince años no
domina las mínimas competencias de comprensión lectora frente a un 31% en Chile y un 19% en los
países de la OCDE (PISA, 2009). La población chilena tiene 11,6 años de escolarización, contra 9,4
en el resto de Latinoamérica. Un 28,6% completa al menos un año de educación terciaria frente a un
15,8% en el resto de la región (BID, 2013). Entre los adultos jóvenes, de 25 a 34 años, Chile ostenta
un 41% de profesionales y técnicos, comparado con 39% en los países de la OCDE y menos de 20%
en América Latina (Unesco, 2013).
La tasa neta de participación de jóvenes chilenos pertenecientes al quintil de menores ingresos en la
educación terciaria alcanza a un 21,2%, la segunda mejor de América Latina después de Venezuela
—cuya estadística en este aspecto se halla fuertemente cuestionada— frente a una tasa promedio de
8,7% para los demás países latinoamericanos (Sedlac, 2013). Asimismo, la distribución de años de
educación entre los jóvenes adultos (21 a 30 años de edad) es la más equitativa de la región (con un
Gini de 0,122), comparado con un Gini de 0,234 para los demás países de la región (17) con datos
comparables (Sedlac, 2013).
En términos cualitativos, PISA ubica a los estudiantes chilenos en el primer lugar de América Latina
en comprensión lectora y ciencia y segundo después de Uruguay en matemática (OECD, 2010). A su
turno, un informe de McKinsey (2010) incluye a la educación chilena como caso de estudio de los
países que a nivel global muestran un avance significativo de mejoría en los resultados de aprendizaje
de sus alumnos, ascendiendo del nivel bajo al intermedio. En cuanto a la educación superior, el ranking
de Universitas 21 ubica al sistema chileno en el primer lugar entre los cuatro sistemas latinoamericanos
incluidos (Argentina, Brasil, Chile y México), considerando recursos, resultados, conectividad y medio
ambiente regulatorio.
Por último, cabe notar que el gasto total en educación de Chile —fiscal y de los hogares— relativo al
PIB se sitúa por encima del promedio de la OCDE, en tanto que en el nivel terciario es uno de los más
altos del mundo: casi un punto porcentual superior al del promedio de dichos países (OECD, 2013).
Aun así se necesita incrementar el componente público de dicho gasto en los niveles preprimario,
primario y secundario para aumentar el efecto compensatorio de desigualdades de la educación
temprana y escolar.
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Visto este cuadro, ¿qué razón justifica salir al encuentro de un modelo cuyo rendimiento promedio es
claramente inferior al del sistema educacional chileno? ¿Acaso la gratuidad de la educación terciaria
en favor de los hijos del quintil más pudiente no terminará perjudicando las oportunidades para los
niños y jóvenes de menores recursos y capital cultural? De abandonarse las evaluaciones externas,
¿se vería favorecido nuestro sistema escolar o más bien perjudicado, como creo yo? Un trato
preferencial para los establecimientos denominados del Estado, ¿mejoraría la calidad y disminuiría los
niveles de desigualdad o, por el contrario, solo reforzaría el burocratismo y la segmentación social?
¿Podría mantenerse la fuerte inversión educacional al traspasarse íntegramente a la renta nacional?
En breve, lo que se propone es una revolución al revés.
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Interrogantes y contradicciones de la gratuidad: ¿es universal posible?
11 de agosto 2013
La gratuidad de la educación superior constituye una propuesta envuelta en interrogantes y
contradicciones.
Para comenzar, no es un cambio estructural como suele presentarse. Según enseña la experiencia
latinoamericana, incide muy poco sobre la ampliación de la cobertura, la calidad de la docencia, el
rendimiento de los aprendizajes, una mayor equidad del acceso, una integración más diversa del
cuerpo estudiantil, tasas superiores de retención y graduación, aumento en la empleabilidad de los
graduados o una más justa distribución de las certificaciones para el mundo laboral.
Tampoco entre nosotros alguien se ha aventurado a ofrecer explícitamente alguno de estos beneficios.
Al contrario, la gratuidad representaría un cambio de paradigma ideológico: el paso desde una
concepción de la educación superior como un bien de consumo hacia su consagración como un
derecho social. Tal sería el giro copernicano que nos aguarda: sustraer, se dice, este bien público de
la esfera mercantil, salvando así al alma máter de la contaminación comercial.
¿Significa esto entonces que allí donde los estudiantes pagan aranceles u obtienen créditos
subsidiados para hacerlo, la educación superior cesó de ser un derecho, perdió su carácter de bien
público y ya no genera beneficios sociales sino meros retornos privados a la inversión en capital
humano? ¿Es esta acaso la situación en Australia, Canadá, Estados Unidos, Holanda, Inglaterra,
Japón o República de Corea, donde las universidades estatales cobran aranceles al tiempo que gozan
de reputación mundial? Resulta absurdo sugerirlo siquiera. En verdad, la gratuidad es básicamente
una medida de ingeniería fiscal; un asunto de racionalidad instrumental revestido por un halo de
eticidad.
En cambio, su real novedad radica en el calificativo de “universal” con el cual se la promete en el
contexto chileno. ¿Qué significa? Primero, un compromiso de que su aplicación se extenderá a todos
los estudiantes e instituciones, sin exclusión. Es decir, será un derecho social sin límites, incluyendo
incluso a los jóvenes del quintil más rico, a quienes sus padres han costeado una onerosa educación
escolar y legado un sofisticado capital cultural. Adicionalmente, significa que la provisión privada de
educación terciaria —técnica, profesional y académica— será financiada en adelante íntegramente
por el Estado, lo que sí constituye un concepto revolucionario de política pública; convertiría a Chile
en un caso único, excepcional, en el mundo.
En vez de financiar con la renta nacional la gratuidad como un premio reservado únicamente para un
grupo de estudiantes —aquellos matriculados en universidades estatales, según es habitual en
Latinoamérica— nosotros transformaríamos este privilegio estamental en una franquicia en favor de
todas las personas, especialmente las más aventajadas que acceden a la educación superior. Sin
duda, un giro sorprendente.
¿Alguien ha justificado el costo de esta operación, estimado en miles de millones de dólares anuales?
¿Es efectivo o no que tan cuantiosos recursos beneficiarían mayormente a instituciones privadas
antiguas y nuevas —tanto selectivas como no selectivas—, un grupo de las cuales, por lo demás, se
hallan constituidas legítimamente como sociedades con fines de lucro (caso de los IP y CFT)? ¿No es
esto partir al revés como ha dicho alguien, teniendo a la vista los déficits de calidad, equidad e inversión
que subsisten en los niveles preprimario, primario y secundario de nuestro sistema escolar?
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En seguida, ¿cómo podrá evitarse que este generoso flujo de subsidios alimente una continua presión
de costos y redunde en mayores demandas sobre la hacienda pública? ¿Podrá el Estado financiar
íntegramente la expansión futura del sistema y proveer por sí solo los recursos necesarios para que
las instituciones, incluidas las privadas de todo tipo, puedan mejorar su calidad, consolidar sus equipos
docentes, ampliar y diversificar su oferta, introducir innovaciones, invertir en infraestructura, etc.?
En fin, esta propuesta de gratuidad universal genera más preguntas y contradicciones que motivos y
razones para adoptarla. Se vuelve imperativo, por lo mismo, explicar con detalles sus alcances, costo
y modalidades de implementación.
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