Memorias de una burguesita apantallada

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Memorias de una burguesita
apantallada
CARMEN
GALlNDO
IgtUJrand/ls rigurosamente vigi!4lJas
El café era enorme. Ocupaba el espacio que
hoy derenta, quizá con menor provecho, la
biblioreca. Tenía una gran cantidad de mesas
de formica negra con las habiruales cuarro
paras de fierro rojo en forma de V. T~ de
café lavado y sandwiches creo que de queso amarillo, de jamón y de ensalada de pollo,
pero de indudable mala calidad, que sólo se
avenruraban a probar, impulsados por el
hambre de la juvenrud, Gusravo y Carlos.
Los salones de clases de las primeras horas
me servían para encontrar a los amigos, el
resro del riempo en el café. A veces íbamos
al A1rillo, pero eso fue después, cuando los
demás ya se habían ido y sólo quedábamos,
rereas ---o rezagadas, cuando ellos ya habían
emprendido el vuelo profesional- Crisrina
y yo. "¿Tú vas al café o a Filosofía y Lerras?",
decía mi padre con una frase que la reireración haría proverbial. "Al café, porque ahí
aprendo más", conresraba yo con convicción de iconoclasra inofensiva. Era cierro.
"¿Qué libro leísre ayer?", lanzaba Gusravo
Sáinz y uno -nunca podré decir una- se
apresuraba a balbucear la novela leída hace
dos años hasra que al cabo de los días se rerminaba el reperrorio y uno renía que leer
realmenre a Saroyan, a Hemingway, a Huxley, a Lawrence. Cincuenra páginas diarias de
lecrura parecía una cuora razonable hasra
que me enreré que los Areneísras se despachaban -Don Julio Torri aseguraba con
la exageración del recuerdo y la imposibilidad de las 24 horas- 450 hojas por día.
"iYa leísre a José Luis Borges?", decía Monsiváis de mala fé -era el riempo en que
rodavía se acentuaban los monosílabos--.
Y uno no se atrevía a conrradecirlo, porque
apenas ayer había oído por primera vez el
nombre de Jorge Luis y, por orro lado,
quien quire y haya orro casi homónimo,
monologaba internamente casi muerra del
rerror pánico, para decirlo con la doble palabra ran de moda en esos años. No me atrevía a contradecirlo y sólo me ponía roja, de
la pena o del coraje vaya usred a saber,
cuando me asesraba sus Ernesr Faulkner y
William Hemingway. Pero lo peor no fue
esro, sino la rarde en que en el café de la
biblioreca procedieron al inrerrogarorio de
los clásicos. "¿Han leído a Neruda?". No, decíamos a coro Crisrina Pacheco y yo. ¿A
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Joyce?, ¿a Virginia Woo/f?, ¿a Henry James?
Ni a Ausren, ni a Melville, ni a Firzgerald.
No, no, no. "¿Ni el Quijore?", se miraban incrédulos. Tampoco. Nunca pregunraron por
Darío, Dosroievski, Sor Juana, A1arcón o
Salgari. Ni Wilde. "¿Y por qué esrudian
lerras?", rerminaban fingiéndose los sorprendidos y sumiéndonos en arroz duda exisrencial.
Salvador Elizonáo, elprofesor distraldo
Ya esraba casado. Tenía una hija: Mariana.
Su mujer, enronces, era Michelle Albín.
Decía piropos -flores muy inrelecruales:
"Crisrina, rienes ojos de Diego Rivera en
su primera época." Mucho riempo después
me rropiezo con él en un pasillo, ya somos
maesrros de la faculrad. "No encuenrro mi
salón", dice desorienrado. Me alarmo, esramos a dos claes de rerminar el semesrre.
Me ofrezco a localizarlo. Evade la ayuda y
comprendo mi ingenuidad. El profesor disrraldo es parte de una leyenda: la suya. Orra
vez me cuenra que una alumna, ya de edad,
le manifiesra -la imgino casi sofocada por
el escándalo-- que si no ha advertido que los
alumnos fuman en clase mariguana. Salvador, impasible, para no incomodar a la sefiora,
ordena: "Los alumnos que esrén fumando
marigua.na pasen al lado de la venrana." Me
lo creo, luego recuerdo que Baude1aire rambién incremenraba su miro con incursiones, quizás falsas piensan los crlricos, en el
mundo de los alucinanres.
Me grira un dla, mienrras esperamos
nuesrro cheque quincenal, porque lo exclul
de una anécdora en que él era el referenre.
"Cuando rodo parece esrar perdido en la
lirerarura mexicana -dice Salvador Novo
al enrregarle el Premio Villaurruria- siempre aparece un Salvador." Recuerdo que la
exclusión no fue de mala volunrad. Él supone envidia, mezquindad de mi lado. Lo
hice, porque el tema era la vanidad -y de
paso la gracia- de Novo. En ese momenro
no quise desmenrirlo: me ofenden sus griros, me halaga que le dé imporrancia a un
rexro mio perdido -más que publicado-en una revisra. No nos guardamos rencor.
Me lo encuenrro y le hablo como si nada.
Hace unos meses lo feliciro por sus juicios
en una mesa redonda, le da gusro "sobre
todo porque vienen de una 'enemiga"',
poniéndole -con su habirual guiño malicioso-- comillas a "enemiga". No se refiere
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al nimio altercado. Nunca imaginé que se
hubiera enterado de que militábamos en
grupos literarios opuestos.
Me acerco a pedirle un favor a Silvia
Lemus, la mujer de Carlos Fuentes, Salvador se retira. Sólo Julio Torri y él tienen una
discreción tan exquisita. No me importa que
sea un valor burgués, la educación es, creo,
un respeto por los demás, un rasgo de bondad. De fraternidad incluso.
Selma Berauá en el 68
Con actitudes calculadas para "epatar a la
burguesía', por emplear una frase hoy extemporánea, trataba Selma de desmentir
su pasado de niña bien del Instituto Miguel Ángel. Se le asomaba, con frecuencia,
su cuello de papel picado blanco yalmidonado sobre el uniforme azul marino abajo
de la rodilla. Su madre había muerto, su
padre no la visitaba o ella no lo decía. La
vigilaba una tia sorda que no se enteraba de
que llegaba tarde -a las nueve- por irse a
comer tacos con Cristina. Se desvivía por un
güero ---<:on aspecto de político del PRIque me parecía repelente. Y luego, por un
autor de telecomedias, y después, por Tino
Comreras, el baterista. Se la pasaba tratando de escandalizar y, más tarde, orgullosa
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de sí misma por su amistad con Edmundo
O'Gorman, inventando aforismos. No fue
hasta 1968 cuando encontró su verdadero
camino. Con audacia, quizás sin calcular
los riesgos, se sumó al movimiento. En su casa
se reunían los subversivos de entonces. A
algunos de ellos les llevó comida durante
no sé cuanto tiempo a la cárcel. Nunca le
pidió clemencia a las autoridades: con desafío se presentaba con peluca y pestañas
postizas, como se acostumbraba en los sesentas, en sus visitas a los presos políticos.
Al rememorar aquellos intensos días, algunos de los testimonios la evocan: el de Luis
González de Alba, el de Arturo Azuela, el de
José Revueltas. Entre sus muchas acciones,
una es legendaria. Se presta a manejar el roche que conduce a Roberto Escudero, Rufino Perdomo y José Revueltas a una plática
con los negociadores gubernamentales
-Andrés Caso Lombardo y Jorge de la
Yega Domfnguez-. Al salir de la entrevista, por el rumbo de las Águilas, tienen
el que juzgan, en un primer momento, un
pequeño accidente de tránsito. Un coche
se impacta con el de Selma. Las tres puertas masculinas se abren y descienden para
reclamar el desperfecto. Sobre los asientos
del otro automóvil miran las ametralladoras. Regresan precipitadamente al coche. Un
segundo auto cierra el paso al de Selma.
Ella, hábil, milagrosamente, logra hacer pasar el suyo entre un poste y la pared, burlando el bloqueo. Comienza la peliculesca
carrera. A roda velocidad, el pequeño auto
de Selma recorre las calles en peligrosa
huida. Seis distintas veces creen haber escapado y se detienen -a improvisar una
decisión, a tomar aire-- en solitarias calles.
Esas mismas veces vuelven a aparecer los
coches que, por no tener placas, reconocen como oficiales. Saben lo que arriesgan: la cárcel, quizás la tortura, tal vez la
muerte. Al emprender la carrera, Selma recorre la glorieta del Riviera, en tres ocasiones, en sentido contrario. Revueltas propone romper una ventanilla y atacar a los
agentes con una pequefia pistola calibre 22,
los demás lo piensan un suicidio. Logran
disuadirlo. Uegan a las cercanías de los
Estudios Churubusco. Ahí Revueltas tiene
viejos amigos. Podrían protegerlos, piensan.
El escritor -no en vano lo es-- propone entrar a los estudios, cortarse, él, las barbas, Y
disfrazarse, todos, ¡de vaqueros! Literalmente, "la imaginación al poder". Yarios
afios después, Rufino me lo cuenta. Ningún
hombre hubiera tenido ni la habilidad ni los
nervios de acero para llevar a buen fin la
carrera. Admiro a Se1ma, me confiesa Rufino. "Sin las mujeres, no se puede hacer la
revolución", concluye. •
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