Modelo de conservación de los recursos de hobfoll y su potencial aplicación al tratamiento de drogodependencias. (Hobfoll's conservation of resources model and its potencial suitability applied to drug dependence treatment.) FUENTE: PSICOLOGIA.COM. 2003; 7(2) Eduardo José Pedrero Pérez. Asociación para la Prevención e Investigación en Dependencias (APID) C/ Bergantín, 11 5ºB 28042 – MADRID E-mail: [email protected] PALABRAS CLAVE: Revisión, Estrés, Drogodependencia, Modelo de Conservación de los Recursos, Estrés, Afrontamiento. KEYWORDS: Revision, Drug use and abuse, Conservation of Resources Model, Stress, Coping. [artículo especial] [10/4/2003] Resumen El Modelo de Conservación de los Recursos (COR) fue propuesto por Hobfoll hace algo más de una década para tratar de explicar las reacciones de afrontamiento del estrés. Esta formulación tiende un puente entre las teorías estrictamente cognitivas, como la de Lazarus y Folkman, y las perspectivas ambientalistas, y proporciona una explicación sobre qué es lo que realmente siente amenazado el individuo en situaciones de estrés, de modo que la reacción de estrés sería conceptualizada estrictamente como la pérdida neta de recursos, la amenaza de pérdida inminente de recursos o el fracaso en la inversión de recursos para obtener un objetivo prefijado. Hobfoll presenta una clasificación de los recursos que pueden verse implicados en el proceso, y presenta al individuo como un gestor de sus propios recursos, entendiendo que algunas reacciones de estrés que llevan al sujeto a la ansiedad o a la depresión son consecuencia de un ineficaz manejo del arsenal disponible. Se realiza una búsqueda bibliográfica para encontrar el apoyo empírico disponible para el modelo y se esboza su aplicabilidad en el ámbito del tratamiento de las drogodependencias. Abstract The Conservation of Resources Model (COR) was developed by Hobfoll a decade ago to try to explain reactions to stress coping. This model makes a connection between strictly cognitive theories, as those from Lazarus and Folkman, and the ambientalist approachs, and provides an explanation about what is the real menace the subject feels in a stress situation. So the stress reaction would be understood as a wide loss of resources, the preview of it, or the failure at the resource investment to obtain a previously fixed goal. Hobfoll offers a clasification of the resources that might be involved in this process, and shows the individual as a manager of his own resources, understanding that some stress reactions that generate anxiety or depression are a consequence of a wrong management of the existing resources. A bibliographic research is done to find out the empiric support for the model and its applicability in the drug dependence treatment field is issued. Presentación El concepto de estrés ha traspasado hace ya varias décadas los límites del ámbito científico, convirtiéndose en un término de uso común entre la gente. Su utilización para definir estados de ánimo desagradables o experiencias negativas se remonta al siglo XIV, si bien es un físico y biólogo, R. Hooke, quien adopta el término para aplicarlo a fenómenos físicos, haciendo referencia a las fuerzas y tensiones que deben soportar determinadas estructuras elaboradas por el hombre y los cuerpos sólidos en general (Sandín, 1995). La psicología experimental, ya en el siglo XX, recupera este término hasta convertirlo en uno de los tópicos más fecundos en las últimas décadas. Su interés científico está en relación con su aplicación a diversos aspectos de la salud mental y a numerosos problemas de índole física. Pero, más allá del ámbito experimental y clínico, el estrés es hoy en día un concepto que presenta una gran accesibilidad para la gente en general y para los medios de comunicación, incluso para la industria y los servicios que proponen remedios para reducirlo. A pesar de ello, o quizá como consecuencia de ello, el concepto no ha sido aún delimitado con precisión, de modo que no existe un acuerdo en cuanto a qué nos referimos cuando decimos que alguien padece estrés: para unos puede ser sinónimo de frustración, para otros de exceso de trabajo, tensión emocional, dificultades de concentración, tensión muscular o una alteración bioquímica (Selye, 1983). Diferentes teorías han ido proponiendo diferentes marcos de comprensión del concepto, pero ninguna de ellas, hasta la fecha, ha demostrado una clara supremacía sobre las demás. El objetivo de este trabajo es revisar una de las más recientes modelos explicativos del estrés, el de la conservación de los recursos (COR) de Hobfoll, así como los trabajos experimentales que tal modelo ha suscitado y los resultados que de ellos se derivan. Antecedentes Probablemente haya que referirse a Cannon como el primer investigador del siglo XX que trabajó en torno al concepto de estrés en los seres humanos, si bien no llegó a formular una teoría explicativa sobre el mismo. Interesado en el estudio de la respuesta emocional (Cannon, 1927) formuló su “teoría emergentista de las emociones” -como alternativa a la teoría periférica de James-Lange (James, 1884; Lange, 1885)- según la cual, los cambios corporales, ante situaciones amenazantes, cumplen la función de preparar al organismo para actuar en situaciones de emergencia. Con posterioridad (Cannon, 1929) se interesó por la respuesta de los organismos frente a determinados estados carenciales o amenazadores; concluyó que aunque estresores presentados inicialmente en niveles bajos pueden ser soportados por los organismos, su persistencia en el tiempo puede hacer fracasar los sitemas de defensa biológica. Entendió el término estrés como una respuesta automática de los organismos, regulada principalmente por el sistema nervioso simpático, cuya acción tendría como objeto la restauración de la homeostasis interna del organismo (Cannon, 1932). Influido por las propuestas de Cannon, fue Selye (1950) el primer autor en proporcionar un modelo explicativo del estrés, según el cual, el estrés sería una respuesta fisiológica inespecífica frente a un estímulo externo que amenaza la homeostasis interna del organismo (Selye, 1956). A los factores neurovegetativos indicados por Cannon, añadió Selye otros de índole neuroendocrina y endocrina. Formuló el Síndrome General de Adaptación que explicaría la respuesta de estrés dividida en tres etapas: (1) reacción de alarma, regida en su primera fase por el sistema nervioso vegetativo, y en la segunda por el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal; (2) resistencia, con predominio de la actividad suprarrenal; (3) agotamiento, o derrumbamiento de los mecanismos de control del organismo si no consiguió, en la etapa anterior, adaptarse a la situación. Este síndrome sería desencadenado de forma estereotipada por cualquier estresor, que, a su vez, define como cualquier estímulo cuya demanda evoca este patrón de respuesta. Aunque esta teoría, y la reformulación que su autor ha propuesto (Selye, 1983), ha tenido una larga vigencia en el tiempo, también ha sido duramente criticada desde varias perspectivas. La crítica más común hace referencia a la circularidad de la definición de sus componentes (Vingerhoets, 1985). En segundo lugar, se ha puesto de manifiesto la dificultad que tal formulación impone a la investigación de las causas del estrés, puesto que el modelo sólo explica el comportamiento del individuo cuando está sometido a alguna de las fases del Síndrome General de Adaptación, haciendo necesario esperar que tal respuesta ocurra para identificar al estresor (Hobfoll, 1989). En tercer lugar, se ha criticado la pretendida inespecificidad de la respuesta de estrés, proponiéndose, por el contrario, que lo que se produce es una respuesta específica a los estímulos emocionales, de modo que no serían propiamente las condiciones externas de amenaza o deprivación lo que desencadenarían la respuesta de estrés, sino la activación emocional provocada por los estados carenciales o amenazadores (Mason, 1968; 1971). En sintonía con lo anterior, la crítica fundamental al modelo reside en su énfasis exclusivo sobre factores fisiológicos, desestimando variables de índole psicológica; el hecho de que cada individuo reaccione de forma diferente (o no reaccione) ante idénticos estresores implica diferencias perceptivas, de personalidad, de procesamiento de la información, etc. (Zuckerman, 1976; Meichenbaum, 1977; Moos, 1984). De hecho, algunos estudios situarían a la respuesta de estrés como la consecuencia de procesos psicológicos como la percepción de control de la situación (Weiss, 1971), de modo que el Síndrome General de Adaptación quedaría mejor explicado como correlato orgánico del modelo bifásico de Wortman y Brehm (1975). Una segunda línea de investigación parte de considerar al estrés como un estímulo externo al organismo que provoca en él una reacción de tensión (strain). Basado en la ley de la elasticidad de Hooke (Cox, 1978), este punto de vista considera que las personas tienen cierto grado de resistencia a las presiones del medio por encima del cual el organismo se ve sobrepasado y manifiesta alteraciones y daños psicofisiológicos. De ahí que el principal objetivo de este enfoque se centre en identificar las condiciones o acontecimientos externos capaces de generar tensión en las personas. Elliot y Eisdorfer (1982) propusieron una clasificación de estresores basada en la dimensión temporal de su efecto: agudos, secuenciales, intermitentes y crónicos. Weitz (citado por Cox, 1978) propuso una taxonomía de situaciones estresantes (ver Sandín, 1995). Holmes y Rahe (1967) trabajaron en la individualización de la taxonomía general, intentando encontrar una relación entre la aparición de sucesos que imponían cambios adaptativos y la aparición de enfermedades. Este enfoque ha tenido un amplio desarrollo en su aplicación a la clínica. Desde la 3ª edición del DSM (APA, 1980) se incluye, en el eje IV, el reconocimiento del papel que pueden tener los estresores psicosociales en la génesis y evolución de los trastornos mentales, como se ha puesto de manifiesto en diversos estudios (Barret, 1979; Fisher y Reason, 1988; Holmes y David, 1989). Por otra parte, la persistencia de este modelo tiene que ver con su capacidad para sintonizar con el concepto popular de estrés. No obstante, este enfoque también ha recibido importantes críticas, como la imposibilidad de determinar el potencial estresante de los sucesos sin apelar a condiciones propias de los individuos, lo cual explicaría las diferentes reacciones de unas y otras personas frente al mismo estresor. En respuesta a esta crítica surgieron algunos modelos que, además del potencial estresante del estímulo, incluían factores de personalidad o estados emocionales del sujeto que lo percibía (Spielberg, 1966, 1972; Sarason, 1972, 1975), aunque no han generado una línea sólida de investigación. Otra crítica hace referencia al hecho de que los sucesos vitales no explican suficiente varianza respecto a la salud, y la necesidad de incluir otra categoría de eventos, los denominados “pequeños contratiempos cotidianos” (hassles), pero también las “pequeñas satisfacciones cotidianas” (uplifts) que modularían el efecto de los anteriores (Kanner et al, 1981), encontrándose en algunos estudios que estos sucesos menores son mejores predictores de salud que los sucesos vitales (Depue y Monroe, 1986) o bien, que ambos tipos de eventos interaccionan (Chorot et al, 1994). Una tercera perspectiva en el estudio del estrés abandona el papel pasivo que los enfoques anteriores otorgaban al individuo, haciendo especial hincapié en los factores cognitivos que median entre los estímulos ambientales y las respuestas de los organismos. Este enfoque, atribuible básicamente a Lazarus y Folkman (1984), define al estrés como “un conjunto de relaciones particulares entre la persona y el ambiente que es valorado por la persona como algo que carga o excede de sus recursos y pone en peligro su bienestar”. A diferencia de otras aproximaciones previas, que consideraban al estrés como resultado directo del desequilibrio entre las demandas del medio y la capacidad individual de respuesta (McGrath, 1970), el estrés es ahora producto de la valoración que el individuo hace de la situación. De este modo, ante una situación novedosa, el individuo puede valorarla como: amenazadora, desafiante, de daño o pérdida (ya experimentados), beneficiosa o irrelevante. Se trata, pues, de un enfoque interactivo o transaccional, conocido como aproximación mediacional cognitiva (Lazarus, 1993). El modelo atiende a diversos aspectos: (1) Demandas psicosociales, que incluyen, además de los propiamente psicosociales, aquellos otros de carácter natural y artificial (condiciones ambientales) cuyo potencial estresor también es preciso considerar; (2) Valoración cognitiva, que desencadenará una respuesta de estrés en la medida en que estime un riesgo para el sujeto; (3) Respuestas de estrés, fisiológicas, emocionales, cognitivas y motoras; (4) Estrategias de afrontamiento (coping), conjunto de conductas disponibles en el repertorio del sujeto, organizadas en patrones de actividad, que éste utiliza para hacer frente a la amenaza, el desafío o los daños padecidos. Además, considera de importancia otros factores disposicionales o el apoyo social con que cuenta el individuo para sumar esfuerzos en la fase de afrontamiento. A partir de este modelo se ha generado una intensa actividad investigadora, que ha proporcionado desde instrumentos para la medida de los estilos de afrontamiento (Vitaliano et al, 1985; Folkman y Lazarus, 1988; Endler y Parker, 1990), clasificaciones diversas (ver revisión en Fernández-Ballesteros, 1987), y aplicaciones en diversos ámbitos de la salud. Una de las críticas recibidas por este modelo es la realizada por Hobfoll (1989) quien considera tautológica su formulación, en tanto que no permite separar lo que considera demandas del medio y las estrategias de afrontamiento: las demandas son lo que es compensado por las capacidades de afrontamieto y las capacidades de afrontamiento es lo que compensa las demandas del medio. El énfasis excesivo en las percepciones impide atender a otros aspectos señalados por los modelos anteriores: en la medida en que todos los elementos existen únicamente en el mundo de lo perceptual, impide la medición de dichos elementos. Lo que Lazarus y Folkman denominan “entorno” es, en realidad, la evaluación individual del mismo. Por otra parte, ambos, demandas y estrategias de afrontamiento, son conceptualizados post hoc: solo es posible saber si un recurso favorece el afrontamiento después de observar su interacción con alguna demanda del medio, pero no nos es posible saber si seguirá siendo útil en el futuro o frente a nuevas demandas. En palabras de Hobfoll, “si todo es proceso, faltan marcadores, estándares de comparación y otros puntos de referencia que puedan ayudarnos a organizar una taxonomía y una predicción de la conducta que se desarrolla en la interacción de los diferentes factores” (p. 515). El modelo de conservación de los recursos . Fundamentación teórica Stevan E. Hobfoll (dept.kent.edu/apc/Director.html) intentó tender un puente entre las perspectivas ambientalistas y las cognitivistas. El autor propone su Modelo de Conservación de los Recursos (1988,1989) como una explicación comprehensiva de la conducta tanto en circunstancias estresantes como en ausencia de presiones externas, considerándolo más parsimoniosa que las precedentes y susceptible de verificación empírica. La proposición central de su teoría es que “la gente se esfuerza por preservar, proteger y elaborar recursos, siendo la pérdida, potencial o actual, de esos recursos la verdadera amenaza a la que se enfrenta” (1989, p.516). Hobfoll recupera la noción según la cual, los individuos buscan el placer y el éxito, algo ya planteado desde Freud hasta Bandura, pasando por Maslow, pero no suficientemente considerado por las teorías previas sobre el estrés. Para conseguir estas metas los individuos actúan de dos maneras: la más básica sería desarrollando conductas que incrementen la probabilidad de un reforzamiento ambiental inmediato; pero una vía alternativa sería la creación y mantenimiento por los individuos de características propias (destrezas, autoestima, etc.) y circunstancias ambientales (p.e. apoyo social) que ayudarán, en el presente y en el futuro, a incrementar las probabilidades de recibir reforzamiento y evitar la pérdida de tales características y circunstancias. El modelo COR descansa sobre esta segunda estrategia. Hobfoll conceptualiza al estrés como una reacción frente al ambiente en la cual se presenta (a) una amenaza de pérdida de recursos, (b) una pérdida neta de recursos (c) una baja tasa de recursos ganados tras una fuerte inversión de recursos realizada. Dicho de otro modo, una situación en la que se puede perder, o se ha perdido, o no se ha ganado suficiente. En este modelo los recursos se presentan como la unidad básica necesaria para comprender el estrés. Y por recursos el autor entiende: “objetos, características personales, condiciones o energías que son valoradas por el individuo, o que sirven como un medio para obtener dichos objetos, características personales, condiciones o energías” (1989, p.516). Los recursos objetales son aquéllos valorados a causa de algún aspecto de su naturaleza física o por su valor secundario en función de su rareza o precio. Por ejemplo, una casa es valorada porque proporciona cobijo y protección, pero incrementa su valor si, además, indica estatus. En la investigación sobre estrés se ha encontrado que el estatus socioeconómico es un importante factor de resistencia al estrés, pero rara vez se ha atendido a los objetos que lo proporcionan como tópico de estudio. Las condiciones son recursos en la medida en que son valoradas y buscadas: el matrimonio, las posesiones, la ancianidad. El COR sugiere que la medida de la magnitud en la cual son valoradas por los individuos o grupos puede proporcionar conocimiento sobre su potencial de resistencia al estrés: un buen matrimonio puede ser un recurso de afrontamiento de estrés, pero un matrimonio problemático puede ser una fuente de constantes pérdidas de recursos. Las características personales son recursos en la medida en que generalmente ayudan a resistir al estrés. Antonovsky (1979) acuñó el concepto de recursos de resistencia general y sugirió que la clave es la manera en que cada persona se orienta hacia el mundo. Diversos estudios sugieren que algunos rasgos y habilidades ayudan a resistir el estrés (autoestima, habilidades sociales, destrezas, etc.). Las energías incluyen recursos como el tiempo, el dinero, el conocimiento, que no están tipificados por su valor intrínseco, sino en relación a su potencial para adquirir otras clases de recursos. Hobfoll no incluye en ninguna categoría al apoyo social: considera que el potencial del apoyo social consiste en proporcionar o facilitar la preservación del resto de recursos, pero también puede ser un factor de pérdida de recursos. A diferencia de modelos anteriores, que consideraban el soporte social como una dimensión unipolar positiva en relación al afrontamiento del estrés, este enfoque matiza que sólo será positivo si se presenta en las condiciones que lo requieren y en función de características personales. El efecto amortiguador del apoyo social tiene una eficacia limitada en el tiempo, en tanto que la autoestima carecería de esta limitación. Por otra parte, se ha propuesto que los recursos personales actuarían como una primera línea defensiva en tanto que el apoyo social se situaría en segunda línea (Caplan et al., 1984) siendo útil aquélla frente a situaciones estresantes controlables, mientras el segundo amortiguaría los efectos de acontecimientos incontrolables (Chon, 1989). En realidad, bajo el epígrafe de apoyo social se engloban varios subconstructos como enlaces sociales, asistencia social y apoyo social percibido (Vaux, 1988), de modo que el constructo de apoyo social puede ser visto en sí mismo como un modelo de múltiples recursos que envuelve diferentes aspectos de la interacción social y subraya el estilo personal en el uso e interpretación del ámbito relacional (Hobfoll et al., 1998). Las circunstancias ambientales frecuentemente amenazan o disminuyen los recursos de la gente: amenazas al estatus social, posición, estabilidad económica, seres amados, creencias básicas o autoestima. Los recursos pueden tener valor en sí mismos, valor instrumental o valor simbólico (en la medida en que ayudan a las personas a definir “qué son”). A diferencia de los modelos previos, el COR pretende dar cuenta de la conducta de los sujetos tanto en situaciones estresantes como en ausencia de presiones externas. El modelo predice que, en una situación amenazante, los individuos tratarán de minimizar la pérdida de recursos; tal predicción es congruente con el modelo de Lazarus y Folkman, pero éstos no especificaban la meta final del afrontamiento, limitándose a considerarlo como una maniobra de reducción del estrés. En situaciones en las cuales no existan factores externos de amenaza, según este modelo, los sujetos se esforzarán por desarrollar recursos adicionales con el objeto de compensar futuras pérdidas ----estilo autoadquisitivo (Schlenker, 1987)- o se dedicarán a preservar los recursos disponibles –estilo autoprotector (Arkin, 1981)-; los primeros, probablemente experimentarán bienestar –eutress- mientras que los segundos, pobremente equipados para ganar recursos, se considerarán a sí mismos como especialmente vulnerables. El concepto de pérdida es central en este modelo y desafía presupuestos de modelos anteriores según los cuales, por ejemplo, los cambios suponen una fuente intrínseca de estrés; este modelo desafía esa concepción, estimando que determinados cambios pueden producir estrés en la medida en que suponen determinadas pérdidas significativas, pero no otros cambios cuyas dimensiones negativas (pérdidas) no son mayores que las positivas (ganancias). Por ejemplo, un divorcio puede ser estresante, pero no es un hecho intrínsecamente estresante: lo será en la medida en que suponga pérdidas (hogar, afecto, seguridad, cuidado de los hijos, gasto económico) pero no lo será si no produce pérdidas o supone ganancias. Los cambios, las transiciones y los desafíos no son intrínsecamente estresantes. En los modelos anteriores, especialmente en el situacional, se atribuía la capacidad de generar estrés a los acontecimientos según la dimensión de “indeseabilidad” que estimaban los sujetos: sin embargo, no quedaba claro qué se ocultaba tras ese concepto: Hobfoll postuló que la valoración positiva o negativa de un acontecimiento tenía que ver con la evaluación personal de las adquisiciones o pérdidas que tal acontecimiento proporcionaría al individuo que realizaba la valoración. Sólo las valoraciones negativas desencadenan estrés en la medida en que amenazan recursos apreciados. El modelo también sugiere que aunque la pérdida de recursos origine estrés, las personas utilizan otros recursos para compensar las pérdidas como mecanismo más adecuado y directo: ante la pérdida de una pareja, los individuos buscarán otra pareja; ante la pérdida de un puesto de trabajo, buscarán un nuevo empleo. Cuando el reemplazo directo no es posible, el reemplazo simbólico o a través de mecanismos indirectos puede ser posible: ante un decremento de la autoestima, los sujetos buscan experiencias alternativas que le reporten un feed-back más satisfactorio, o bien procuran efectuar determinadas manipulaciones en sus relaciones interpersonales para alcanzar una autoimagen más gratificante (Schlenker, 1987). Utilizar estrategias de afrontamiento es un mecanismo estresante en sí mismo, Frente a una circunstancia estresante los individuos derrochan energía, los apoyos son utilizados y la autoestima está en riesgo. Si los recursos gastados en el afrontamiento aventajan a las ganancias obtenidas, la consecuencia del afrontamiento es probablemente negativa. Las estrategias de afrontamiento pueden ser observadas desde esta perspectiva: procesos de reemplazo, sustitución o inversión. El afrontamiento supone un procedimiento de reasignación de recursos que el individuo realiza para amortiguar una situación estresante. Tal procedimiento se realiza a través de mecanismos cuya racionalidad, eficiencia y efectividad son objeto de interés para la investigación. Los individuos están motivados para ganar recursos, y esta motivación lleva a los sujetos a invertir sus recursos actuales con el objeto de enriquecer su bagaje total, tanto para protegerse de futuras pérdidas como para fortalecer su estatus actual. El modelo predice que cuando las inversiones no procuran buenos resultados, los individuos los experimentan como pérdidas.: la pérdida sería, en este caso, la pérdida de las ganancias esperadas. La capacidad de inversión de recursos para la ganancia neta de nuevos recursos no está al alcance de todas las personas: aquéllas cuyo arsenal de recursos se sustenta en la precariedad son especialmente vulnerables a pérdidas adicionales, de modo que una pérdida puede degenerar en una espiral de pérdidas, siendo incapaz el sujeto de movilizar recursos, de los que carece, para compensar tales pérdidas. Incluso su reasignación de los escasos recursos puede afectar negativamente a afrontar nuevas situaciones estresantes al producirse una depleción de las reservas. Adicionalmente, cuando la apuesta es alta, estas personas pueden poner en práctica estrategias de control de pérdidas que tienen un alto coste y una baja probabilidad de éxito, aunque pueden presentar un pago a corto plazo -estas estrategias, cuando se generalizan, estarían en la base de muchos de los trastornos de personalidad descritos por Beck y Freeman (1995) y Millon y Davies (1998)-; si este pago no llega, es probable que el sujeto experimente una sensación de desamparo y desesperanza, quedando expuesto a nuevas pérdidas. La utilización de estas estrategias de alto coste/bajo beneficio se había relacionado en otras perspectivas con tendencias masoquistas, pero desde la óptica de la conservación de los recursos, su uso se justifica por la inexistencia de otras alternativas en el arsenal estratégico de los individuos. El concepto de appraisal (o valoración personal del balance amenaza/recursos) que era central en la teoría interaccional del estrés, también es congruente con el modelo COR, pero considerando que tal evaluación no se refiere específicamente a cada situación: las personas utilizan una guía normativa para asignar un valor tanto a las circunstancias ambientales como al sentido de sí mismos. Se trata de una creencia duradera de que un modo específico de conducta es personal y socialmente preferido a su opuesto o inverso, de modo que tanto la representación cognitiva de las demandas sociales como las necesidades individuales serían resueltas por el individuo en la dirección que sus valores preasignados determinaran (Rokeach, 1980). Estos valores, en último término, significarían un anclaje personal en la percepción del si mismo y del mundo (Hobfoll, 1998). Uno de los mecanismos que se habían propuesto por algunos autores para preservar sus recursos era el desplazamiento del foco de atención, o reasignación de significación al episodio estresante: por ejemplo, reinterpretando una amenaza como desafío (Kobasa, 1979). Complementariamente, se propuso otro mecanismo, la reevaluación de recursos de afrontamiento: los individuos pueden combatir su sensación de pérdida modificando la estimación de valor tanto de los recursos objeto de amenaza o de pérdida neta (a la baja) como de los recursos disponibles (al alza). Ambos procedimientos situarían al appraisal como la piedra angular de la resistencia al estrés. Sin embargo, desde el modelo COR se cuestiona la pretendida flexibilidad del proceso de appraisal: los cambios de valoración suponen un atentado directo a la propia autoestima o a la estima de los demás, en la medida en que modifica el anclaje personal, elaborado a través de la experiencia personal de interacción con el medio, que se traduce en un esquema de valores. Aunque la reevaluación de recursos permita la amortiguación inmediata de la presión estresora, el coste de tal procedimiento tiene un alto precio para el individuo en términos de decremento de la autoestima, por lo que el balance básico será un moderado efecto reductor del estrés a riesgo de comportarse o experimentarse a sí mismos de manera disonante con su visión básica del self y del mundo, y el consecuente malestar psicológico. Este balance entre los recursos disponibles, los invertidos y los beneficios obtenidos se convierte, en este modelo, en la base de las operaciones que efectúan los individuos para regular sus relaciones con el entorno y consigo mismos. Por ello, al autor prescribe determinadas líneas de investigación que tienen que ver con disposiciones, estilos de personalidad o patrones de comportamiento que pueden operar como amortiguadores o incrementadores del malestar psicológico. Por una parte, aquellos recursos que con anterioridades se habían considerado claves para la explicación de la conducta y suficientes por sí mismos, y que ahora sólo supondrían un recurso más del arsenal individual: autoestima (Harter, 1986), autoeficacia percibida (Bandura, 1977), locus de control (Rotter, 1982). Por otro, los estilos o patrones de conducta estable: patrón de dureza (Kobasa, 1979), patrón de conducta tipo A (Rosenman et al, 1988), optimismo (Carver y Scheirer, 1983), bajo afecto negativo (Watson y Tellegen, 1985) y otros. El modelo se postula como un paradigma para la reflexión, con relevancia en la intervención clínica de los individuos y los grupos (Monnier y Hobfoll, 2000) y prescribe el aporte efectivo de recursos que posibilite un cambio en las circunstancias reales de los sujetos afectados, y no únicamente la atención a los aspectos cognitivos relacionados con la pérdida y su impacto emocional. A partir de estos supuestos pueden elaborarse programas adecuados para poblaciones con déficits acusados de recursos (Hobfoll y Wells, 1998). . Predicciones del modelo A tenor de su formulación, el modelo ofrece una serie de predicciones para su verificación empírica: 1 - Cada unidad de pérdida de recursos tiene más impacto emocional que una unidad semejante de ganancias. La pérdida de recursos puede desencadenar un mecanismo en “bola de nieve” o “espiral de pérdidas”, que no tiene equivalencia con la situación de una ganancia similar de recursos. 2 - La pérdida aguda de recursos tiene una capacidad de generar malestar mucho mayor que la carencia crónica de recursos. 3 - Ante una situación de cambio o intención de cambio, el riesgo de pérdidas tiene mayor saliencia que la expectativa de ganancias; por ello, se prioriza la conservación de los recursos existentes que la ganancia extra de recursos. 4 - Los recursos que la gente protege pueden recibir su valor de los propios sujetos o de la valoración social. El proceso de asignación de valor a los recursos es individual y está condicionado por la experiencia de aprendizaje previa. 5 - El apoyo social sólo es beneficioso cuando es consistente y sintónico con las necesidades situacionales y personales. . Evidencia empírica En cuanto a la primera predicción, Hobfoll y Lilly (1993) realizaron un estudio sobre más de trescientos estudiantes y residentes de Colegios Universitarios, donde evaluaron los recursos de cada individuo y los pusieron en relación con su malestar estimado a partir del STAI y el BDI, encontrando que las pérdidas correlacionaban con un mayor nivel de malestar psicológico. En otro estudio, Wells, Hobfoll y Lavin (1997) encontraron los mismos resultados en mujeres con roles múltiples, en las cuales, la pérdida de recursos predecía mejor el malestar psicológico que su ganancia o su estatus laboral. Los mismos autores (1999) han estudiado la capacidad predictiva de la ganancia y la pérdida de recursos en mujeres embarazadas, en relación a trastornos afectivos y del estado de ánimo postparto, obteniendo como resultado que las ganancias son peores predictores, pero que existe un efecto sumativo según el cual, las ganancias amortiguan el efecto de las pérdidas, y éstas, cuando son tempranas, aceleran la “espiral de pérdidas” incrementando el efecto de aquéllas de aparición tardía (el artículo se presenta con el sugerente título de “Cuando llueve, diluvia”, corolario de la hipótesis estudiada). El concepto de “espiral de pérdidas” ha sido estudiado y confirmado en un estudio longitudinal efectuado a veteranos de la Guerra del Golfo (Benotsch et al., 2000), obteniendo una relación consistente entre los recursos personales perdidos y las secuelas emocionales. En relación a la segunda predicción, se ha estudiado (Ennis, Hobfoll y Schroeder, 2000) la diferencia entre el malestar psicológico que impone la carencia crónica de recursos frente a la pérdida aguda de los mismos, encontrándose, como sugiere el modelo, que ésta presenta un mayor impacto. Sobre la pérdida aguda pueden servir de amortiguadores las destrezas y el apoyo social, en tanto que el objetivo sobre el que deben actuar es fácilmente identificable, mientras que en los déficits crónicos tal identificación no es posible y el efecto atenuador de esos recursos es sensiblemente menos acusado. La anticipación de pérdidas se ha estudiado en relación a catástrofes inminentes o recientes: huracanes (Freedy et al., 1992), terremotos (Freedy et al., 1994), desbordamiento de grandes ríos (Smith y Freedy, 1996; O’Neill y Evans, 1999) o lagos (Evans, 1997), encontrándose consistentemente que la expectativa de pérdidas de recursos (no sólo materiales, sino, y principalmente, energías y condiciones personales como la autoestima o el sentido de control sobre el futuro) era el mejor predictor de malestar. La rápida pérdida de recursos ante estresores traumáticos se debe, según Hobfoll (1992) a que éstos (1) atacan valores básicos de las personas (2) ocurren inesperadamente (3) diseñan una situación en la que al individuo se le formulan simultáneamente demasiadas demandas (4) caen fuera del dominio para el cual han sido desarrollados los recursos, y (5) deja secuelas indelebles y evocadoras en forma de imágenes asociadas al hecho. Estos principios han sido básicamente confirmados por la investigación en poblaciones que han sufrido el impacto de una guerra (Lomranz, et al., 1994). La relación entre salud laboral y conservación de recursos ha sido objeto de estudio (Taris, 1999) y proporciona valiosa información sobre el proceso que siguen los individuos cuando formulan una intención de cambio de trabajo y el balance decisional en relación a la expectativa de ganancias y pérdidas que el cambio puede proporcionarles. El síndrome del burnout o desgaste profesional ha sido uno de los campos donde este modelo ha encontrado mayor soporte empírico y ámbito de aplicación (Freedy, 1990; Hobfoll y Freedy, 1993; Hobfoll y Shirom, 1993; Freedy y Hobfoll, 1994). En cuanto a la determinación cultural de los valores asignados a los recursos, el estudio de Quiñones (1998) muestra las diferencias en la construcción cognitiva de las estrategias de afrontamiento de una población de mujeres del área metropolitana de Puerto Rico y otra de mujeres portorriqueñas residentes en Estados Unidos, donde se muestra cómo la aculturación modifica el esquema de valores preasignados. El papel del apoyo social como recurso complejo, ha sido analizado en diversos estudios. Si en modelos anteriores se consideraba unipolar en el sentido de favorecer siempre el afrontamiento de situaciones estresantes, se ha encontrado que esto no sucede necesariamente, sino cuando determinadas características personales lo requieren (Cozzarelli et al., 1995; Keinan y Hobfoll, 1989) y en determinadas situaciones (Logsdon et al., 1997). Se ha constatado también que el hecho de proporcionar apoyo a otros puede suponer una pérdida de recursos para el proveedor (Harpur, 1998). También se ha puesto de manifiesto que el estilo de búsqueda de apoyo social condiciona los resultados (Monnier et al., 1998; Miller, 1999). Comentarios El modelo COR no es una alternativa al modelo interaccional de Lazarus y Folkman, sino un complemento y extensión de sus propuestas, si bien cambiando el foco de atención de los aspectos meramente cognitivos y procesuales (appraisal) a otros más concretos y evaluables. Ello no quiere decir que se desestimen los aspectos cognitivos, sino que se atiende al objetivo mismo de la evaluación: en la definición de estrés como “un conjunto de relaciones particulares entre la persona y el ambiente que es valorado por la persona como algo que carga o excede de sus recursos y pone en peligro su bienestar”, Lazarus atendió principalmente a la valoración individual, mientras que Hobfoll centró su interés en los recursos: ¿cuáles son?¿qué relaciones muestran entre sí?¿de qué modo opera la amenaza y en qué condiciones peligra el bienestar de la persona? Parta estudiarlo, Hobfoll propone un modelo que, a mi modo de ver, puede traducirse en términos economicistas: los recursos serían el capital con que cuenta una persona; su bienestar depende de la conservación de ese capital. A partir de aquí, los planteamientos del modelo COR pueden explicarse en términos de una economía doméstica: las personas tienden a preservar la existencia de unos bienes que garanticen la estabilidad. Estos bienes pueden ser esencialmente propios (autoestima, autoeficacia, percepción de control) o pueden provenir de avales externos (apoyo social) de modo que ante una carencia de liquidez (primera línea de afrontamiento) puede recurrirse a la garantía de otros capitales (segunda línea). En ausencia de situaciones amenazantes, las personas tenderán en primer lugar al ahorro de recursos y, si existen excedentes sustanciales, podrá realizar inversiones que incrementen su patrimonio de cara a futuros gastos. En presencia de amenazas (gastos inesperados) o de una disminución patrimonial incontrolable, la persona se verá obligada a desembolsar grandes partidas para recobrar la estabilidad: si el gasto consigue el objetivo del reequilibrio, podrá iniciarse un nuevo ciclo de capitalización; si, por el contrario, el dispendio no obtiene los frutos apetecidos serán probables nuevas inversiones, cada vez con menos respaldo patrimonial, que pueden degenerar en una espiral de pérdidas y, en su caso, la ruina. Si para Kelly, y su visión de las personas como científicos, no existían enfermos mentales, sino malos científicos, para Hobfoll podría suponerse que lo que existe es malos gestores de recursos, o bien, personas con carencias estructurales en su economía de recursos. Cualquier inversión realizada por alguien con un patrimonio exiguo comporta el riesgo de pérdidas irreparables, mientras que si el capital disponible es amplio, semejante volumen de pérdidas no tendrá efectos similares. Del mismo modo, las ganancias pueden suponer un excedente actual gratificante, pero no cambian sustancialmente el estatus; sin embargo, una pérdida equivalente sí puede desestabilizar la economía, bien por la pérdida patrimonial en sí, bien por la necesidad de anticipar recursos para paliar dicha pérdida. Esta gestión de recursos que realizan las personas, según el modelo de Hobfoll, se extiende a todos los momentos de su vida y no sólo a aquéllos caracterizados por situaciones amenazantes. Su principal virtud estriba en no establecer una discontinuidad de la conducta humana en función de circunstancias ambientales. Por el contrario, la crítica que puede formularse es la dificultad en estimar cuántos y cuáles son los recursos con los que cuenta una persona. En sus trabajos, Hobfoll sugiere algunos en cada una de las categorías que establece, pero es posible que el listado definitivo de recursos pudiera extenderse ilimitadamente. Más aún, el problema principal residiría en establecer el valor real de cada uno de esos recursos en cada persona, puesto que es perfectamente posible, y muy probable, que un mismo recurso (p.e. el estatus social) no sea valorado de igual forma por unas personas o por otras. Hobfoll propone como un elemento de valoración utilizado por las personas la consideración social, en forma de valores sociales, que, de algún modo, supondrían una tasación de base de los diferentes recursos disponibles. Sin embargo, la propia diferenciación individual en cuanto al ajuste a los valores sociales, su interiorización (p.e. la norma subjetiva en la teoría de Fishbein y Ajzen) y la disposición para ajustarse a tal normativa percibida (p.e. la motivación para acomodarse, como subcomponente de la norma subjetiva, en la teoría citada) proporcionan, de entrada, elementos para considerar como relativo el peso de los valores sociales en la ponderación de los recursos individuales. Por ello, para abordar la predicción de la conducta sería preciso realizar, en primer lugar, un inventario de recursos y, en segundo término, una ponderación individualizada de cada uno de ellos para cada sujeto. A partir de esa estimación individualizada, sería posible determinar a priori el impacto que una determinada cuantía de pérdidas de algún recurso supondría para el bienestar del sujeto y, lo que es más importante de cara a la clínica, qué otros recursos podrían, en su caso, ser incrementados para paliar la pérdida. La tarea de la psicoterapia consistiría, también, en una adecuada gestión de recursos, en esta ocasión ajenos, de cara a la recuperación de la estabilidad patrimonial. Ante la aparente imposibilidad de realizar una taxonomía exhaustiva de recursos individuales, y mucho menos de adjuntar la ponderación individual de cada uno de ellos, el modelo presta mayor atención a aquellos recursos que aparecen como básicos y, en cierto modo, universales, como puede ser el caso de la autoestima. Deberá ser el análisis funcional de la conducta individual el procedimiento que dé cuenta del estatus patrimonial de cada sujeto y la intervención no debe limitarse a la reestructuración cognitiva que reasigne valores, sino al aporte de recursos reales valorados por el sujeto. No basta con enseñar al sujeto a reconsiderar su situación, hay que aportar recursos reales o dotar al individuo de las destrezas y habilidades necesarias para obtenerlos: el modelo COR aporta una vertiente educativa en la intervención clínica. Aplicación del modelo COR en el tratamiento de las drogodependencias Probablemente por la proliferación de modelos teóricos, el concepto de estrés no ha sido suficientemente estudiado en relación a los tratamientos de rehabilitación de sujetos con problemas de drogas, más allá de su utilización como término genérico denominador de dificultades de resolución de problemas. Términos utilizados hasta el abuso, como “baja tolerancia a la frustración” podrían ser fácilmente redefinidos como “dificultades de afrontamiento”, pero se ha tenido más al etiquetaje que a la profundización conceptual. No obstante, se define habitualmente el consumo de drogas como “conducta evitativa”, y se aprecia cómo muchos de los episodios de recaída se relacionan con demandas del medio a las que el sujeto no sabe responder, utilizando entonces las sustancias para escapar, bien de la situación desafiante, bien del malestar resultante del impacto emocional que la situación desencadena. En esa medida debería considerarse que la sustancia es ni más ni menos que un recurso más con los que cuenta el sujeto para hacer frente a las amenazas o desafíos del medio. Así se presenta en el modelo de afrontamiento de Wills (Wills, 1986,1990: Wills y Shiffman, 1985), según el cual, las personas que usan drogas con intensidad lo hacen a causa del estrés vital y su consumo es un recurso de afrontamiento; el estrés sería un factor de riesgo para el consumo, en la medida en que producirían un alto malestar emocional y una baja percepción de control sobre la situación. La persona podría optar por dos vías: afrontamiento directo del problema de cara a su resolución o utilización de estrategias para reducir el malestar. En el segundo caso, las sustancias podrían proporcionar un recurso altamente valorado por el individuo, generalizable a otras situaciones estresantes. En el contexto del modelo COR, la droga sería un recurso objetal de gran potencia en el corto plazo, pero con altos costes en el medio y largo plazo, y cuya utilización implica la puesta en juego de muchos de los otros recursos con los que cuenta el individuo: decremento de la autoestima al comprobar la incontrolabilidad del consumo, pérdida de dinero y tiempo al tener que focalizar la vida en la búsqueda de financiación para el consumo, pérdida del apoyo social al realizar conductas contrarias a los valores sociales del entorno, etc. En la traducción economicista que he propuesto más arriba podría calificarse al consumo de drogas como una “inversión de máximo riesgo”, un “echar el resto”, un “órdago” que puede ganarse o hacer perder la partida. La consecuencia inmediata del consumo es una drástica reducción del malestar, pero enseguida aparecen nuevos desafíos y amenazas que sitúan al individuo en el umbral de una espiral de pérdidas en los términos en que la define Hobfoll. Los programas de tratamiento de drogodependencias suponen, en primer lugar, la existencia de un apoyo social para las personas que han sufrido grandes pérdidas en su proceso de utilización de las drogas. En un segundo término sería preciso considerar qué otros recursos del individuo se ven favorecidos por su incorporación a un programa de tratamiento, y en este punto aparece la gran diversidad de estrategias y modalidades de abordaje que se han desarrollado para dar cuenta de este problema, así como el nivel de éxito, generalmente bajo, que presentan, situándose entre los problemas con mayor índice de fracaso terapéutico (Labrador et al., 2000). Centrándonos en el modelo COR, podemos identificar tres problemas que afectan de forma generalizada a los programas de rehabilitación de los sujetos con problemas de drogas: 1º) Una gran parte de las intervenciones que se realizan no superan esa segunda línea de afrontamiento en la que se sitúa el apoyo social. Dicho de otro modo, son intervenciones externas al individuo, desproveyéndole de su capacidad de control que es depositada en elementos externos que habrán de ejercer ese control: los programas farmacológicos (programas de antagonistas, de agonistas, otros psicofármacos), el apoyo familiar normativo, los controles toxicológicos de orina, etc. De forma implícita se supone que si el sujeto abandona las conductas de búsqueda y autoadministración de sustancias, se producirán cambios en los niveles más básicos de su arsenal de recursos (autoestima, autoeficacia, atribución de control), pero ello no sucede en muchos de los casos: los programas de antagonistas (naltrexona) soportan tasas de retención muy bajas y altas tasas de recaída tras la retirada del fármaco (Bedate et al., 1995); los programas de sustitutivos (metadona) presentan altas tasas de consumo de otras sustancias, que pueden alcanzar hasta el 90 % de los sujetos atendidos (Barthwell y Gastfriend, 1997). Bien es cierto que estos programas prescriben la utilización de psicoterapia y otras intervenciones paralelas a la administración del fármaco, pero en la práctica real pocas veces la intervención supera un nivel de counseling o de seguimiento de proceso. 2º) Otros programas no basados en fármacos sino en intervención psicoterapéutica atienden prioritariamente a variables cognitivas, en la línea de lo propuesto por Lazarus, pero no atienden a las carencias de recursos objetivos de los sujetos: su nivel de intervención se sitúa en los factores cognitivos que median la conducta de consumo y se llevan a cabo mediante técnicas como la reestructuración cognitiva, aprendizaje de habilidades de afrontamiento y de resolución de problemas; los resultados superan aquéllos que basan su intervención en elementos ajenos o externos al sujeto (Pedrero y Puerta, 2001) pero soportan altas tasas de recaída que en muchos casos está relacionada con la inexistencia de otros recursos (laborales, conductas alternativas, destrezas) que hacen que la ganancia neta en los recursos trabajados (autoestima, autoeficacia, coping) no se mantenga en el tiempo y no pueda generalizarse a circunstancias novedosas. 3º) Existe un dispositivo de atención a drogodependientes cuya modalidad de intervención maximiza la relevancia del modelo COR, como es la Comunidad Terapéutica Profesional: los programas de rehabilitación de estos centros se definen como terapéuticos y educativos (Comas, 1994), su consideración de la drogodependencia como fenómeno multicausal y multidimensional determina su intervención en todos los niveles del individuo (biológico, psicológico, sociológico) haciéndole partícipe, y principal responsable, de su cambio (Comas, 1988). Herederas de un modelo tradicional, han evolucionado hasta configurar un recurso capaz de integrar otros modelos (mantenimiento con metadona, desintoxicación física, adicción a diversas sustancias, psicopatología) sin desvirtuar su enfoque globalizador (Aguilar, 1997; Llorente y Fernández, 1999; Aguilar, 2001). En algunos casos, este modelo ha superado en algunos indicadores a programas de menor exigencia de cambio en indicadores tan intensamente utilizados como la tasa de retención (Aguilar, 1997), aunque no en otros (Fernández et al., 1995). En realidad, la dicotomía entre comunidades terapéuticas profesionales y no profesionales alcanza más allá de la composición de su staff o equipo de trabajo, lo cual es relevante en el caso que nos ocupa. En aquéllas de índole no profesional (religiosas, de extoxicómanos, pseudocientíficas) el trabajo iba encaminado (y aún hoy en día así sucede en las que han conseguido sobrevivir) a socializar al sujeto en un mundo alternativo, mientras que las comunidades profesionales fijan su objetivo en el regreso al entorno de origen del sujeto en tratamiento. La consecuencia es clara: en las tradicionales, el sujeto es sumergido en un espacio convivencial cuyos valores sociales no se corresponden con, y en muchos casos se oponen a, los valores sociales en uso en la sociedad de referencia; las comunidades terapéuticas profesionales fijan sus objetivos en la socialización guiada por los valores en uso en la sociedad del propio sujeto. El trabajo en una CTP va encaminado, por una parte, a modificar los aspectos de la conducta del sujeto que favorecen la utilización de sustancias, así como a reforzar los factores que se oponen al consumo; por otra parte, se dirigen a una socialización adecuada del sujeto, abordada desde una estrategia educativa cuyo objetivo queda fijado por los valores sociales. En el transcurso del tratamiento, se procura dotar al individuo de recursos: autoestima, percepción de competencia, autocontrol, habilidades, destrezas, conocimientos y actitudes. Paralelamente, en los centros ambulatorios, se trabaja con la familia en esa segunda línea de apoyo social, así como en la dotación de recursos externos (cursos de formación, talleres prelaborales, subvenciones económicas). Recientemente hemos procurado establecer un marco teórico que permita la integración de ambas vertientes: la psicológica y la educativa. Para ello, hemos utilizado el concepto de valor: valor intrínseco de cada conducta, según el modelo de Rotter; y valor extrínseco, aquél que proporciona la consideración social de la conducta (Pedrero y Martínez, 2001). Gran parte de las recaídas que sobrevienen tras un adecuado proceso en C.T.P. se producen ante situaciones novedosas capaces de desencadenar una situación de estrés. Un hecho observado con gran frecuencia apunta a una inusitada intensidad del efecto de violación de la abstinencia, propuesto por Marlatt y Gordon (Marlatt, 1993) que hace referencia a un súbito decremento de la autoestima y el control percibido a partir de una atribución de culpa en el primer consumo (lapse) lo que lleva, si no se detiene el proceso, a una recaída completa (relapse). Una explicación basada en el modelo COR apuntaría a un hecho: el trabajo realizado en C.T., y el complemento posterior al alta, no atienden, en muchos casos, a las necesidades de recursos reales de los individuos, sino a los recursos cognitivos para afrontar las demandas del medio, dejando de lado recursos más objetivos, más tangibles, y con tanto o más valor para el sujeto. Un ejemplo quizá consiga aclarar la cuestión: si en C.T.P. se trabaja la autoestima, la percepción de competencia, el ajuste a horarios y normas, las capacidades y habilidades generales, y todo ello se traduce en actividades, después del alta, con poco valor para el sujeto (p.e. un curso de jardinería para alguien que no sólo no se interesa por el tema, sino que tampoco obtiene con ello una posibilidad real de incorporación al mundo laboral), es posible que tales actividades supongan más una amenaza a los recursos del sujeto que un apoyo a su rehabilitación. La disonancia entre las capacidades percibidas y la competencia y el valor estimado en tales actividades puede desembocar en una pérdida abrupta de los recursos adquiridos durante la fase de tratamiento. Se diría que la inversión realizada en C.T.P. proporciona una retribución en moneda sin curso legal fuera del espacio de tratamiento. La distancia entre la ganancia estimada y la ganancia real, tal y como propone Hobfoll, supondría, de hecho, una estimación de pérdida y un decremento del valor de los recursos adquiridos. Esto no sucede del mismo modo en las comunidades tradicionales, puesto que la socialización tiene su meta en el propio “espacio alternativo” que ofrece el programa, y en ese ámbito las ganancias sí adquieren un valor de cambio sustancial. La prescripción del modelo, en este punto, sugeriría una estimación individualizada de los recursos externos que habrán de complementar el proceso de rehabilitación, de modo que la oferta esté en consonancia con la estimación de valor que los propios sujetos efectúen, y no con consideraciones generales como “potenciar la actividad” o “evitar la pasividad”. Esta misma idea sería aplicable al resto de modalidades de tratamiento y, en definitiva, apuntaría a una mayor individualización en el aporte de recursos, lo que debería ir precedido por un análisis individualizado de carencias, necesidades y preferencias según la estimación, no del programa de tratamiento o de quienes lo formulan o aplican, sino del propio sujeto y el valor que asigna a cada recurso. En definitiva, lo que el modelo COR puede aportar al tratamiento de sujetos con problemas de drogas es una perspectiva más atenta a la dimensión social y una necesidad de identificar, ponderar y programar los recursos a utilizar en las diversas fases de tratamiento, sin desatender los aspectos cognitivos, pero permitiendo su proyección en lo real, en lo cotidiano. Referencias bibliográficas AGUILAR, I. (1997): Retención en Comunidad Terapéutica: La C.T. Profesional de Barajas. Adicciones, 9 (2): 181194. AGUILAR, I. (2001): Centro de tratamiento residencial. Adicciones, 13, supl. 1: 12. ANTONOVSKY, A. (1979): Health, stress, and coping. San Francisco: Jossey-Bass. ARKIN, R.M. (1981): Self presentational styles. En J.T. Tedeschi (Ed.): Impression management theory and social psychological research. Nueva York: Academic Press. BANDURA, A. (1977): Self-efficacy: Toward a unifying theory of behavioral change. Psychological Review, 2, 191215. BARRET, J.E. (1979): Stress and mental disorder. 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