Leones y caballos urbanos

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Leones y caballos urbanos
José Miguel Varas
Lions and Horses in the City
José Miguel Varas, translated by James Kelly
En su novela El Reloj, que leíamos en los buenos tiempos de las certezas
irrefutables, el escritor italiano Carlo Levi cuenta que en Roma, por la noche,
escuchaba algo así como el rugido de un león que se paseaba, insomne, por las
desiertas calles empedradas.
En la noche de Santiago, un caballo blanco que arrastra un carretón pasa
como un fantasma, con un repiqueteo lento y blando de sus cascos, por las calles
del centro—centro: Ahumada, Bandera, Agustinas, Huérfanos. Verlo aparecer
entre los vapores de la madrugada, produce un sobresalto, una rara emoción
arqueológica.
Leíamos el libro de Carlo Levi, sin gran disimulo, durante las clases de
Romano, en la Escuela de Derecho, y a intervalos, desde el cerro San Cristóbal,
nos llegaba el rugido intermitente de un león real con nostalgia de ciervos al
natural.
A veces el león del Zoológico escapaba de su jaula y, después de
aterrorizar a alguna dama del Barrio Bellavista —tan recatado y provinciano en
aquel tiempo— era arrestado y llevado de vuelta a su prisión por los heroicos
bomberos voluntarios que, como se sabe, siempre están dispuestos para este tipo
de emergencias cívicas, entre muchas otras.
Las panaderías —La Espiga de Oro, Las Rosas Chicas y otras nombres
igualmente rurales— empleaban, para distribuir el pan por los barrios, altas
carretelas con ruedas de madera y llantos de metal, pintadas de rojo, amarillo y
azul y tiradas por briosos alazanes que, al galopear, hacían saltar chispas de los
adoquines del pavimento. Junto al auriga iba habitualmente un muchacho de
agilidad circense, posado como un halcón en el estribo metálico del vehículo y
sujeto con una sola mano de alguna agarradera (en la otra sostenía el canasto), que
saltaba a tierra antes que el caballo se detuviera del todo para entregar las
marraquetas calentitas a los clientes.
In his novel The Watch, which we used to read in the good old days of irrefutable
certainties, the Italian author Carlo Levi writes that at night in Rome he would
hear something akin to the roar of a lion as it wandered restlessly through the
deserted, cobblestone streets.
At night in Santiago, there is a white horse which pulls a cart;
accompanied by the soft, slow clatter of its hoofs, it passes like a ghost through the
streets of the city centre: Ahumada, Bandera, Augustinas, Huérfanos. To see it
appear in the early morning haze gives one a start, arousing a curious feeling of
archaeology.
We read Carlo Levi's book in our Latin classes at law school, making
little effort to disguise the fact, and from time to time the sporadic roar of a real
lion, nostalgic for natural deer, would reach us from Cerro San Cristóbal.
Occasionally the lion at the zoo would escape from its cage, and after
having terrorized some lady from Barrio Bellavista—still the most demure and
provincial of neighbourhoods in those days—it would be captured and taken back
to its prison by the heroic volunteer fire fighters who, as is well known, are always
willing to help in such an instances of civil emergency, alongside many others.
The bakeries—with names such as La Espiga de Oro and Las Rosas
Chicas, suitably rustic references to ears of golden corn and small roses—
employed high carts to deliver bread throughout the neighbourhoods. They had
wooden wheels with metal rims, were painted red, yellow and blue, and were
pulled by jaunty sorrels that made sparks fly from the cobblestones as they
galloped. The driver would be accompanied by a young lad of circus-like agility,
poised like a falcon on metal footrests of the vehicle, hanging on to some handle
with just one hand (in the other he’d be holding the basket), who would jump
down to hand out the still-warm bread to the customers before the horse had
managed to come to a complete stop.
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