Los Aliados reconocieron entonces que avanzar sería una ardua

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Los Aliados reconocieron entonces que avanzar sería
una ardua tarea. Para protegerse de los constantes
bombardeos turcos, buscaron espacios en ese terreno
rocoso arropado por acantilados. Resguardarse se convirtió en algo primordial. «Caven, caven, caven trincheras», ordenaba el general Hamilton como única
solución. La batalla de Galípoli se convertía así en una
guerra de trincheras, en la que cada metro era un logro. La logística, enfocada a un ataque relámpago, supuso un nuevo problema: los servicios médicos eran
insuficientes, el agua tenía que ser traída desde Egipto
y la comida escaseaba. A pocos pasos, en el frente, otra
mala noticia emergía: los muertos se descomponían
y enfermedades como la disentería germinaban. «Había un enjambre de plagas que se reproducían en esos
cuerpos muertos sin enterrar, en tierra de nadie, de
donde fue imposible recuperarlos sin incurrir en nuevas bajas», relató el veterano Stanley Parker al periodista Joe Guthrie.
La estrategia otomana era bastante simple: contener
y a veces contraatacar, como sucedió el 19 de mayo.
Esto hacía a las tropas aliadas retroceder unos metros
que luego, a duras penas y con muchas vidas, recuperarían. La última gran ofensiva aliada llegó el 6 de
agosto. Refuerzos británicos desembarcaron en la bahía de Suvla para apoyar a las tropas ANZAC en Conkbayiri y Kocaçimen. El ataque debía de ser imponente
porque los mehmetçikler se retiraban hasta que, según
cuentan las diferentes versiones turcas, el teniente
coronel del 57º Regimiento, Mustafá Kemal, ordenó
una contraofensiva para luchar cuerpo a cuerpo, con
bayonetas, contra los aliados. «No les pido que ataquen, les pido que mueran. Eso dará tiempo para que
otros turcos ocupen nuestro lugar», espetó a los soldados para que le siguieran. Esta frase, como muchas
otras, ha pasado a la historia como símbolo de la resistencia turca. Tras esta batalla, Mustafá Kemal fue
ascendido al grado de pasha (general) y su mito no
dejó de crecer hasta fundar la República de Turquía y
ser conocido como Atatürk, que significa «el padre de
los turcos».
Después de esa confrontación, la situación apenas
varió en el frente. El mariscal Kitchener desembarcó
en Anzak el 13 de noviembre para inspeccionar los
avances. Tras un breve recorrido, tan breve como supuso la contienda, estimó que la orografía de la región
era infranqueable. En diciembre, los Aliados decidieron retirarse. El 9 de enero de 1916, las tropas abandonaban por completo los Dardanelos en la única misión
que salió bien, sin bajas y según lo esperado. El general
Ian Hamilton obtuvo un retiro anticipado y Winston
Churchill, que dimitió, anotó la mayor mancha en su
bélico currículum: la campaña de Galípoli, en donde
los Aliados desplegaron medio millón de tropas, se
saldó con cerca de 150.000 muertes, la mitad otomanas, y 400.000 soldados heridos. Todo para avanzar
una decena de kilómetros cuadrados.
El nacimiento de los nacionalismos. La batalla de
Galípoli fue un éxito para los Jóvenes Turcos y el embrión del moderno Estado turco. La exhausta Sublime
Puerta llevaba años tambaleándose en fangosas batallas en los Balcanes y el norte de África para mantener
sus vastas fronteras. El alto coste de la continua guerra
defenestró las regulaciones y reformas para modernizar el Imperio durante el siglo XIX. El sultán, que en
1914 ya no representaba el poder absoluto de sus antepasados, se había autoproclamado califa para atraer
el apoyo musulmán. Pese a ello, la sociedad miraba
con mejores ojos a los heroicos militares que evitaban
el ocaso del Imperio.
Tras la capitulación de las Potencias Centrales, un
nuevo Oriente Medio nació a costa del Imperio. Sin
tiempo para rehacerse, los otomanos tuvieron que luchar de nuevo contra el apetito colonizador aliado.
Entre 1919 y 1922 librarían la Guerra de Independencia
y allí, otra vez, destacó la valía militar de Mustafá Kemal. La contienda, vista hoy como un éxito, como una
salvación, trazó la base del actual Estado turco, en el
que pereció el régimen de los sultanes y nació el arraigado sentimiento nacionalista de tradición laico-militar que dominó la esfera pública hasta la llegada de
Erdogan.
«Atatürk es muy importante para nosotros. Él construyó este país y nos salvó de los colonizadores. Si no
hubiese sido por él, no existiría el país que conocemos», explica Recep ante las lápidas de sus antepasados. A sus 22 años, este joven turco mantiene la exagerada visión oficial enseñada desde la infancia:
Atatürk salvó el país, sin él no existiría el Estado turco.
Al igual que la mayoría de los visitantes de Galípoli –2,5 millones anuales–, no perdió a ningún familiar. A pesar de ello, estima a los mehmetçikler como a
sus allegados. Tras recorrer por primera vez este memorial, viaja en coche hasta el lugar en donde se haya
el monumento que conmemora a las tropas de la
Commonwealth. Allí reza por los que fueron sus enemigos, ahora convertidos en hermanos. Recuerda entonces parte de las palabras que en 1934 Atatürk dedicó a quienes perdieron su vida en los Dardanelos:
«Os hayáis en la tierra de un país amigo. Vosotros descansáis junto a los mehmetçikler. Ustedes, las madres,
quienes mandaron a sus hijos desde unos países lejanos, limpien sus lágrimas. Sus hijos descansan ahora
en el seno de los nuestros. Ellos están ahora en paz y
descansarán en paz aquí para siempre. Después de
De arriba a abajo, un
enorme mensaje
recuerda que en
Galípoli comenzó la
revolución turca, un
monumento que
representa a tres
soldados turcos en el
cementerio de Abide
y una mujer lee el
Corán entre las
lápidas de ese
mismo lugar. En la
doble página
anterior, imagen del
Atatürk Aniti, un
memorial dedicado
a la decisiva batalla
de Conkbayiri.
zazpika 3 1
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