5. El ser humano crecido entre chimpancés

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Francisco Mora,
¿Puede un ser humano crecido entre chimpancés tener una conducta humana? en Como
funciona el cerebro, Ed. Alianza
Cuando nos preguntamos sobre si el cerebro contiene programas para el
lenguaje, ¿debemos investigar sólo el origen de nuestra capacidad de
pronunciar palabras o tenemos que intentar buscar cómo expresamos ese flujo
o caudal de ideas con significados?
J. Z. Young, Programs of the brain
Cuando el pensamiento lleva a la acción, me veo obligado a conjeturar que,
de algún modo, mi pensamiento cambia los patrones operativos de las
actividades neuronales de mi cerebro. Así pues, el pensamiento acaba por
controlar las descargas de impulsos de las células piramidales de mi corteza
cerebral y finalmente las contracciones de mis músculos y los patrones de
conducta que se derivan de ahí.
John C. Eccles, El yo y su cerebro
La historia de John Ssabunnya es muy parecida a aquella otra de Johan que relaté en El reloj
de la sabiduría. John es un niño que nació en Uganda y que al parecer desapareció cuando
apenas tenía cuatro o cinco años. Es un caso bien estudiado del que no parece existir duda
que escapó por alguna causa a la jungla y sobrevivió gracias a la protección e integración que
tuvo en una colonia de monos. Varios años después, a un grupo de mujeres que recogía leña
en un claro de la selva le llamó la atención que uno de los monos que merodeaban por allí,
corriendo, dando saltos y gritos como los demás, no tenía pelo en el cuerpo. Al observar más
de cerca el animal, descubrieron que era un ser humano. John fue posteriormente «cazado» y
separado de la colonia de monos. Estaba lleno de parásitos y desnutrido. Era incapaz de andar
erguido, lo hacía con brazos y piernas. Pronunciaba extraños sonidos que luego se comprobó
que los monos reconocían. Y así fue como ingresó en el orfanato estatal de Kampala, donde
demostró un comportamiento huidizo. Al parecer no entendía la lengua que aprendió en sus
primeros años y prefería la compañía de los monos a la de las personas. En la descripción
original se pensó que se trataba de un niño con un serio retraso mental (como sin duda debía
serlo para los estándares normales de su edad). Tras años de aprendizaje sensorial, motor y
social, John sigue teniendo problemas motores y de relación con las personas y muestra una
actitud vital de tono depresivo. Con 14 años, y tras haber permanecido separado de los monos
durante muchos años, un grupo de expertos quiso comprobar la verdad de su historia y llevó
al niño a visitar a un grupo de monos de la misma especie que aquellos con los que él vivió
algunos años. Al parecer, la reacción del muchacho fue sorprendente y dejó impresionados a
los científicos. John sabía cómo comunicarse con los animales y se encontraba familiarmente
en su compañía.
¿Qué hace que nos desenvolvamos del modo tan fácil con que lo hacemos en nuestro mundo
cotidiano, desde vestirnos por las mañanas, conducir un coche, abrir la puerta del despacho,
teclear con rapidez en el ordenador, saludar a alguien con las manos y con nuestros gestos
faciales, hablar y escribir y hasta jugar con enorme habilidad y coordinación de movimientos
el partido de tenis del mediodía? ¿Y qué hace, por el contrario, que todo esto sea un
imposible para un niño crecido en el más crudo ambiente de la selva? Simplemente, el
aprendizaje de actos motores y en un ambiente en el que nuestro cerebro graba los
programas adecuados a una edad adecuada.
Nacemos con la potencialidad de realizar cualquier acto motor, cualquier acto de conducta
(porque eso es al fin y a la postre un acto motor, es decir, la contracción de nuestros
músculos esqueléticos capaces de realizar movimientos), pero su precisión y finura sólo es
posible por el aprendizaje. John, sin duda, debió ser enormemente hábil en actos motores
capaces de hacerle correr o trepar a un árbol o luchar por el alimento o comunicarse
verbalmente con sus compañeros los monos, no se podría explicar de otra manera su
supervivencia en un medio tan hostil. Desgraciadamente, sin embargo, el medio ambiente del
que aprendió sus actos motores no era el más adecuado para un ser humano de nuestro
mundo occidental
De la azada al violín
Nuestro acontecer en el mundo es gracias a la posibilidad de expresarnos. Esta expresión,
bien sea hablar, saludar con las manos o tocar el piano, es gracias al correcto funcionamiento
y coordinación de una serie de estructuras localizadas a lo largo y ancho del cerebro. Desde el
nacimiento, el ser vivo, sea un animal o el hombre, se apresta a la tarea de aprender y
ensayar constantemente actos motores. El hombre, en particular, no nace con nada
aprendido. Ciertamente, se nace con la potencialidad de hablar, de realizar un acto motor,
pero la suavidad y precisión de los movimientos que desarrolla un ser humano es sólo posible
con el aprendizaje y la repetición constante, de ahí la importancia del medio ambiente en
que se vive. La capacidad del cerebro de orquestar los movimientos posibles con los 44
músculos de los brazos y manos y sus muchos cientos de unidades motoras en cada uno de
ellos tiene un repertorio casi tan infinito que va desde lo tosco de manejar una azada hasta la
finura brillante de tocar con un violín los Aires gitanos o el Zapateado, de Pablo Sarasate.
La adquisición de nuestras habilidades motoras presentes (en el adulto) es fruto de un preprograma grabado en nuestro cerebro durante la infancia, aun cuando su funcionamiento
adecuado está en un constante entrenamiento a lo largo de toda la vida. Estos pre-programas
que actualizamos en cada acto motor no sólo se pueden grabar durante los primeros años de
la infancia, sino también durante la vida adulta. Aprender y ejecutar bien el juego del golf,
tocar el piano o teclear correctamente las letras del teclado de un ordenador es un buen
ejemplo de adquisición de pre-programas motores, que mucha gente aprende cuando adulta,
y su perfeccionamiento nunca acaba, sino que se actualiza y se mantiene gracias al ensayo y
entrenamiento constantes. Nunca, sin embargo, una tarea motora grabada cuando adulto
llega a las habilidades exquisitas que se alcanzan cuando la misma tarea se aprende de niño.
Por ejemplo, tocar el piano.
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