Percibir el problema - Instituto Nacional de Ecología

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Primera parte
Percibir el problema
Percibir
el problema
E
stá suficientemente probado que el cambio ambiental global tiene
su origen en la actividad humana. La posibilidad de percibirlo, describirlo y solucionarlo se asocia con la compleja red de fenómenos
que acompaña al conocimiento de nosotros mismos.
En esta primera parte, el Mtro. Javier Urbina Soria menciona cinco características de orden psicológico que complican el acercamiento al problema.
Al menos una de ella está estrechamente relacionada con la percepción,
a saber: la baja visibilidad del cambio global en comparación con otros
cambios ambientales, por ejemplo los que ocurren diariamente.
En la actualidad y para la mayoría de la gente en el mundo, la única
forma de conocer el cambio climático es recibiendo información de otras
personas. Son pocos los cambios ambientales que se perciben directamente: la contaminación de la ciudad de México es un hecho visible lo mismo
que la escasez de agua en algunas zonas; de ahí en fuera, los cambios son
por lo general imperceptibles empíricamente y, en cierta medida por ello,
subestimados.
Según lo anterior, el conocimiento del cambio ambiental global en
general y del cambio climático en particular depende de las acciones de
comunicación que se emprendan, por lo que cada país, e incluso cada
localidad, deberá forjar su propia estrategia de comunicación tomando
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Primera
parte
en cuenta elementos autóctonos. La antropología insiste en ver en la
percepción del ambiente y en el comportamiento frente a él un asunto
cultural. La información que recibimos sobre el medio que nos rodea no
sólo proviene de nuestra percepción empírica y del conocimiento académico y científico, sino que también la heredamos junto con el conjunto
de elementos que acompañan a la cultura.
El problema comienza por la adecuación del lenguaje. Virginia García
Acosta señala que el término desastre natural conlleva una errónea disociación, forjada culturalmente, entre la percepción de las amenazas naturales
y la percepción de las situaciones de vulnerabilidad en que el hombre se
coloca ante dichas amenazas. Viéndose como víctima, el hombre niega
la participación que tiene en los cambios del entorno y/o en la magnitud
con que éstos le afectan.
García Acosta utiliza como concepto medular el de “construcción social
de riesgos” para hacer referencia a las formas en que la sociedad edifica
contextos vulnerables. La relación entre sociedad y medio es tan estrecha
que la autora reconoce “a la heterogeneidad cultural de las sociedades como
respuesta cultural al medio en que está inmerso el grupo en el continuo de
su historia”. Esta especificidad cultural desacredita el que se conciban y
apliquen esquemas únicos de estudio y atención ante los desastres.
Siguiendo a Julian Stewart y su modelo de ecología cultural, la Dra. García
acoge la idea de que esta respuesta adaptativa al medio constituye un
importante proceso creativo. “Las sociedades no son ni han sido sujetos
pasivos frente a las amenazas naturales. Los caminos sociales y culturales se
manifiestan en hábitos, costumbres, comportamientos, tradiciones y prácticas específicas…” La autora pone como ejemplo de estas construcciones
culturales (a las que denomina estrategias adaptativas) el caso de los mayas
prehispánicos y contemporáneos y sus modos de supervivencia frente a las
tormentas tropicales, las cuales “… los llevaron no sólo a minimizar el daño
provocado por los huracanes sino incluso a obtener beneficios de ellos así
como a sostener altos niveles demográficos”.
Una perspectiva equivocada disocia conducta humana y desastre. Este
tipo de percepción, insisten Perló y González, es un problema cultural: la
sostienen numerosos factores de orden político, económico, psicológico,
administrativo, jurídico, histórico e incluso criminal. Para comprenderla
los autores introducen el término representación social que describe los
procesos de percepción simbólica del entorno. Estas representaciones
son relaciones imaginarias y cognoscitivas entre sociedad y naturaleza
que configuran a lo largo de la historia el sentido común a partir del cual
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juzgamos una situación ambiental compleja y actuamos sobre ella. Tarde
o temprano esas representaciones sociales se materializan en una red de
infraestructuras que terminan por mediar entre la sociedad y su contexto
natural; es decir, la acción de personas y grupos se traduce en obras de
ingeniería (por poner un ejemplo sumamente gráfico y a la vez dramático)
que imponen su presencia irrevocable en el devenir histórico. Ciertamente, en la naturaleza el hombre puede ver toda adversidad y ocultar su
propia responsabilidad frente al desastre: “…al ver fenómenos como las
inundaciones o la falta de agua… cree estar percibiendo directamente las
condiciones ambientales … cuando en realidad está percibiendo los efectos artificiales del funcionamiento de una impresionante infraestructura
construida a lo largo de cuatro siglos.”
Lo mismo ocurre con las condiciones de bienestar. Quienes, por ejemplo, disfrutan de abundancia de agua y de un drenaje operativo en el Vall
de México, no suelen percibir la verdadera condición natural hidrológica
de este entorno: “… la realidad tecnológica-social-política-económica que
mueve el agua de un lugar a otro, que la expulsa hacia afuera de la cuenca
y al mismo tiempo la trae desde otras dos cuencas, permanece prácticamente invisible a los sentidos del habitante de la metrópoli”.
Este tipo de discordancias está presente en los conflictos sociales que enfrentan a los habitantes de regiones que comparten recursos. El asombro surge
en la mirada de quienes quieren verse como víctimas de esos desórdenes y en
realidad son quizás, sus actores más dinámicos (aunque relativamente ciegos).
Así, concluyen Perló y González, “no basta domesticar la naturaleza… sino que
hay que actuar sobre la mentalidad y las acciones de la sociedad…”.
Una de las medidas fundamentales para promover una buena actitud
frente al medio ambiente es brindar a la población información con bases científicas. Sin estas últimas, las acciones de solución suelen resultar
erróneas y provocar daños. Victor Magaña Rueda pone como ejemplo que
una política que proponga la construcción de presas como remedio a la
falta de abastecimiento de agua sería contraria a la información que indica
que el calentamiento que vendrá con el cambio climático producirá tasas
de evaporación altas, mismas que revertirán las bases de esa estrategia.
“Sería mucho mejor trabajar en la recarga de acuíferos y recuperación de
la calidad del agua en las fuentes superficiales”.
Enfocándose más puntualmente en el cambio climático, el mismo autor
propone informar a los actores involucrados en el problema a fin de “generar capacidad entre los tomadores de decisiones y la población para que
apoyen acciones de mitigación y adaptación, las primeras encaminadas
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a disminuir emisiones de gases de efecto invernadero y las segundas a
reducir la vulnerabilidad ante condiciones extremas en el clima.”
Sin embargo, no hay por qué pensar que la forma de percibir el problema se modificará una vez que la persona sea informada con argumentos
académicos o científicos acerca de la asociación indudable entre comportamiento humano y desastre. Escribe Javier Urbina: “… el nivel de conocimiento por sí mismo no correlaciona con las actitudes o la conducta…”, y
pone como ejemplo el caso de los jóvenes, quienes “… muestran alta preocupación pero aceptan el desarrollo económico tradicional y el consumo
innecesario; …su conducta no está orientada hacia la protección.”
Con su detallada relación de investigaciones nacionales e internacionales sobre conducta, psicología y ambiente, Javier Urbina ofrece una valiosa
guía para quien se interesa en un tema tan poco difundido. Tras mencionar
brevemente aquellos estudios que abordan el problema mediante el acercamiento a fenómenos similares al cambio ambiental, el autor se centra en las
investigaciones que abordan éste directamente. Son múltiples las variables
que tales estudios contemplan: cómo intervienen los valores, actitudes, metas
y normas en la disposición humana al cambio de conducta, cómo determina
nla velocidad y el grado de peligro de un cambio ambiental la reacción de un
individuo o una población; cómo se asocia la representación mental de los
riesgos ambientales con la adaptación y mitigación de los mismos; de queémanera un tipo de vulnerabilidad que podríamos llamar psicológica actúa
sobre la percepción de los cambios y genera resistencias a la acción.
El texto resulta uno de los ejes de lectura no sólo de esta primera parte sino del libro mismo, al señalar de forma esquemática algunas de las
fronteras del tema principal de éste último: las dimensiones psicosociales
del cambio ambbiental (sin duda hablar de fronteras es intentar dar límite
al conocimiento de algo que en realidad resulta inagotable). Los incisos
sobre comunicación de riesgos son en especial elocuentes para describir
la complejidad del vínculo entre la psicología humana y el entorno, así
como la relación entre las personas cuando intentan transmitir información
y experiencia al respecto: “… la comunicación de riesgos ambientales es
todo un proceso de intercambio de datos, puntos de vista, sensaciones y
sentimientos entre las partes involucradas”, suscribe Urbina citando a Arjonilla. Son al menos doce las aproximaciones a este tipo de comunicación,
cada una con metodología, enfoques y resultados diferentes.
Urbina concluye su texto mencionando los estudios que se han realizado en México. Es claro que son escasos y también que su cantidad
y calidad va en aumento. La invitación final al lector es a trabajar en la
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instrumentación de acciones de comunicación eficientes que ayuden a
la gente a distinguir entre la realidad de los fenómenos y las distorsiones
que su procesamiento cognoscitivo acarrea.
Víctor Magaña revela otra de las causas de que exista poca participación
social en la resolución del problema climático: la incertidumbre inherente
al conocimiento científico. A la indiferencia común de la población ante los
problemas que no son patentes, se añade que cuando comienzan a hacerse
visibles la ciencia que los explica reporta imprecisión en algunos datos.
Cada uno de los actores involucrados aprovechará esta incertidumbre
para mantener su tendencia a la inacción: el hombre común apostará más
por una estrategia de no arrepentimiento y por un optimismo contrario
a la noción de riesgo, mientras que los tomadores de decisión seguirán
tratando de evitar conflictos y valorando sus prioridades e intereses.
La posibilidad de que surjan reacciones de este tipo ante la incertidumbre se suma a los cinco principales motivos por los que la gente se
mantiene más o menos indiferente o inactiva ante el problema y que son
mencionados por Javier Urbina.
Es extenso el recuento de los factores que construyen y modifican
la percepción de los problemas ambientales, desde las estructuras psicofísicas individuales, los roles sociales, las infraestructuras materiales
y otros constructos culturales heredados históricamente. Entre éstos, la
expectativa personal y social ante las nociones científicas forma parte de
los imaginarios que moldean nuestra mirada.
Finalizamos esta breve introducción mencionando los dos escenarios
extremos que ubica el Dr. Victor Magaña en torno al problema de la percepción del cambio climático. Quizás la retardada reacción social, tanto
de los tomadores de decisión como de la población, no sea sino el reflejo
de una falta de condiciones reales para hacer frente a la amenaza; quizás
(y he aquí una visión más optimista) el obstáculo radica en que la forma
de comunicar el peligro por parte de la comunidad científica no ha sido
suficientemente clara.
Nos conviene un escenario intermedio entre estos polos: reconocer
el grave problema que enfrentamos y cuanto antes poner en manos de
todos su solución: hacer común, comunicar el conflicto, afrontarlo (que
es también afrontarnos a nosotros mismos) e incluso, como los antiguos
mayas que menciona Virginia García Acosta, sacarle provecho siempre que
podamos. Tenemos que hacerlo. Somos responsables, como quiere esta
misma autora, de deconstruir creativamente el riesgo en que nos hemos
metido.
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