Las Escuelas no hacen clones

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Las Escuelas no hacen clones...
Pienso en el toreo como inspiración. Creo que el toreo, es
inspiración. Y estoy seguro que la inspiración, no sólo no se
transmite, sino que es imposible definirla con exactitud.
Dejando por mi parte todo esto como fundamental, se desprende de lo dicho que en las Escuelas lo que se enseña, ahorrando con ello a los aspirantes a fenómenos no pocas calamidades (lo cual es discutible si es bueno o no), es la mecánica
del toreo. Lo que el toreo tiene de oficio, de técnica. El aspirante, el alumno, quizás incluso tiene necesidad de que le
enseñen cómo se coge un capote o una muleta. En ocasiones,
llega limpio de polvo y paja, absolutamente ignorante de todo,
salvo de una cosa: que quiere ser torero. Ignora también,
desde luego, lo que cuesta llegar a serlo y, por supuesto, ni su
edad, ni sus sueños (ni quizás sus más allegados), le permiten
admitir una posibilidad amenazadora: que no sirva para serlo.
Aprende, pues, desde lo más elemental a aquello otro que
más dificultades puede suponer.
Coge los trastos, comprueba lo que pesan, los siente como
prolongación de sus manos; le hablan de «sacar los brazos», de
jugar la cintura, de adelantar los engaños y traerse el toro toreado «desde allí»; oye hablar de terrenos, de distancias, de querencias; conoce las diferentes suertes, sus nombres, su complicación. Ya sabe por ejemplo distinguir, una larga cordobesa de una
afarolada y poco a poco, toreando de salón va encontrando el
quid de la cuestión, con más o menos facilidad. Un colega hace
de toro, y el aprendiz de torero saca morrito en cada lance imaginando todo lo maravilloso que tiene la vida, pero claro, el toro
es un colega que después cambiará los papeles con el que ahora
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le embarca, y no es cosa de amargarle con complicaciones. Se
trata de superar a los llamados «toros artistas».
No hay público; únicamente el director y los profesores,
corrigiendo defectos o reconociendo aciertos. Se oye perfectamente el roce de las telas sobre el suelo; el «aagg» del torero
cuando remata cada suerte, y la respiración entrecortada de
quien sostiene los cuernos o maneja la tora. Se escucha también perfectamente, como no podía ser menos, el «¡vámonos!»
que indefectiblemente remata cada serie. Curiosamente todo
esto, que es como de andar por casa (que es realmente éso),
adquiere en algunos momentos un clima de sorprendente
seriedad, porque el toreo, incluso cuando se está aprendiendo
y se dibuja con desmañadas maneras, tiene ese no se sabe bien
qué, que es capaz de diferenciarlo de cualquier otra cosa.
Pasa el tiempo, se suceden las clases, una a una llegan las
instrucciones y los conocimientos, y aquel chavea que, con
más o menos dificultades ha conseguido cierta soltura con los
trastos, ve que se acerca el día en que el maestro le diga; «la
próxima vez que salgamos al campo, vas a torear tu primera
becerra».
Es el primer día en que alguien dirá, aún sin decirlo; ahora,
«tú solo».
Pero de la inspiración no ha hablado nadie. De la inspiración no se habla, porque no hay nada que decir de eso, que
escapa a las enseñanzas que pueden impartirse. La inspiración,
se tiene o no se tiene. Lo sabe el director de la Escuela, lo
saben los profesores y por eso, de la inspiración, ni palabra. La
inspiración, que es la que hace grande el toreo; la inspiración,
que presumo que es la que justifica este oficio, que podría llegar a considerarse anacrónico, es un regalo de los ángeles que,
siempre se ha dicho, son los que mejor torean.
Llegado el día en que se grita por vez primera «¡eh, vaca!», el
torerito empieza a sentirse solo («tú solo»), y probablemente se
le emborronan en la cabeza los elementales conocimientos que
posee. Muchas veces ha oído decir que hay que saber pensar
en la cara del toro y que eso es difícil. Ya lo ha comprobado,
aunque ni sea un toro lo que tiene delante, ni esté rigurosa22
CARLOS MANUEL PERELÉTEGUI VICENTE
mente solo, puesto que muchos ojos están pendientes de él y
hay más de un capote presto a intervenir si llega la voltereta.
Seguramente el joven alumno tiene su ídolo, su espejo, el
torero que admira, aquel a quien gustaría emular; mientras le
llega el turno de salir a la placita de tientas, ha repasado mentalmente todos los consejos recibidos en la escuela, con la
misma intensidad con que el estudiante hace examen de conciencia ante la prueba final… pero todo es un embrollo de
intenciones y torpeza en esa su primera «hora de la verdad».
Difícilmente oye la voz del director, que le «sopla» la respuesta a cada pregunta; que unas veces le dice que se cruce;
otras que pierda pasos; ahora que se la ponga; que se yerga, a
continuación… Seguramente, ni oye, ni ve, ni entiende. Lo
único que sabe es que la becerra no le obedece, que sólo por
casualidad salva su embestida y que, sólo por un milagro que
no entiende, le sostienen en pie sus piernas temblorosas. Y le
tiemblan, no por miedo seguramente, sino porque son muchas
cosas las que hay que tener en cuenta de manera automática,
natural, y le resulta absolutamente imposible conseguirlo.
Le llegan muchas voces mezcladas pero, sobre todas, le
llega una, que no tiene dueño, pero que le taladra el alma. Esa
voz que, si su carrera prosigue, volverá a escuchar cada tarde
de toros: «tú solo». Acostúmbrate a estar solo. Vete haciéndote
a la idea de que siempre que te vistas de torero, vas a estar «tú
solo». Que no te coja por sorpresa esa intensa soledad en la
que todo puede ser posible; éxito, fracaso, cornadas, riqueza,
ruina, popularidad, olvido… En cada caso, sea cual sea, que no
se te olvide porque vas a estar «tú solo».
En esa soledad, que va a ser común a cuantos consigan vestirse de toreros y ser toreros verdaderamente, es justamente
cuando la inspiración puede llegar, o brillar por su ausencia;
de la misma forma que nadie la nombró entre las «asignaturas»
que fue aprobando en la Escuela.
Si la inspiración llega, si hay una fuerte personalidad en el
torero, tendremos un gran torero y quizás, incluso, una figura del
toreo según lo que siempre se entendió que había tras esa frase.
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Pero si no es así, que es lo habitual, no podremos decir en
rigor que todos los toreros procedentes de un mismo profesor,
sean igual a éste, ni idénticos entre sí.
En definitiva, como dijo Juan Belmonte, «se torea como se
es». Partiendo todos de las mismas enseñanzas, es fácil comprobar cómo toreros, salidos de la Escuela de Tauromaquia de
Salamanca (y esto vale para cualquier otra), no se parecen
entre ellos, e incluso se distinguen por rasgos bien definidos.
No estoy de acuerdo con esa frecuente acusación que reciben las Escuelas de Tauromaquia, de uniformar al torero. La
uniformización procede de la falta de personalidad (que no se
enseña); de la falta de clase (que no se aprende); de la falta de
inspiración, en una palabra, que es el toreo elevado a la cúspide de su expresión…, y que es atributo de tan pocos, que se
cuentan con los dedos de una mano (y sobran dedos), los
habidos en décadas.
Lo ha dicho «El Viti»: «ser figura del toreo, es un milagro» (Y
los milagros existen, pero no se reparten a voleo desde luego).
…pero tampoco se hace demasiado por destruir vicios
Nunca en la vida recuerdo que se haya usado una palabra,
«destoreo» (o sea lo contrario a torear), que en la actualidad se
utiliza, aunque no tantas veces como sería necesario.
Se cita con la pierna de salida retrasada con respecto a la
otra (eso es descargar la suerte); se abusa del pico de la muleta; las apreturas entre toro y torero no existen; se rematan los
pases hacia fuera (con lo cual la ligazón es imposible) y esa
idea general e histórica de que en el toreo hay que ganar
pasos, difícilmente se hace práctica en las plazas. El panorama
es desalentador por demás.
Nacieron las Escuelas de Tauromaquia, y el aficionado
sin prejuicios, pudo pensar lleno de ilusión: «Hombre, ¡por
fin! Ahora enseñarán a los futuros toreros a torear como es
debido».
Pero la realidad es que el panorama antes descrito no se ha
modificado un ápice, y se sigue sirviendo un café que es prac24
CARLOS MANUEL PERELÉTEGUI VICENTE
ticamente achicoria sin que por otra parte (y eso es gravísimo),
nadie levante un dedo para protestar.
¿Es culpa de las Escuelas que el toreo de la actualidad sea
tan descafeinado, tan sin alcohol, tan sin nicotina?
Seguramente, como no todo es absolutamente blanco, o
absolutamente negro, ni en esto ni en casi nada, las responsabilidades tienen que repartirse entre Escuelas, toreros y público. ¿De qué manera? De ésta.
En las Escuelas, probablemente, se vivió una primera etapa
apasionada, purista y rehabilitadora. ¡Vamos a hacer las cosas
bien! Y en esos primeros tiempos de idealismo docente, se
echó mano de las más puras raíces, de los fundamentos más
exigentes e inmaculados, tratando de inocularlos en los alevines de torero que aprendían las primeras letras. Adelantar los
engaños, ofrecer la panza de los mismos, cargar la suerte en el
momento adecuado, bajar la mano, rematar hacia atrás, girar
los talones y quedar colocado de un pase a otro ligando unos
con otros…
Pero ya se sabe la influencia que tienen lo que en otros
tiempos se llamaban «malas compañías», que son las que ofrecen los ejemplos cómodos, lo más agradable. En la familia,
venga de predicar buenas maneras, conductas responsables y
luego, en la calle, todo lo contrario, siempre capitaneado el
programa por el mozalbete cabecilla, golfante y simpático por
si fuese poco. Y el chavea, ¡claro!, inmediatamente se apuntaba a lo muelle y permisivo… porque, además, notaba que ese
tipo de comportamientos estaba bien visto, incluso por las chavalitas más atractivas del barrio.
Llega la claudicación. El convencimiento de que todas esas
normas equivalen a predicar en el desierto o hablarle a una
pared, y se abandona el empeño. Las Escuelas de Tauromaquia, que no tienen la responsabilidad social de una familia, a las primeras de cambio.
Lo que supongo que un día recomendaron, suena a chino
en las clases teóricas, y mucho más en las prácticas. Los alumnos, tienen sus espejos, sus toreros-fetiche, los llamados «figuras». Les saben podridos de dinero, poseedores de unos cuanXX ANIVERSARIO DE LA ESCUELA DE TAUROMAQUIA DE SALAMANCA
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tos coches, unas cuantas fincas, una ganadería quizás y les ven
constantemente halagados y aplaudidos y a la vez comprueban
que no sólo no hacen lo que en la Escuela se les dice a ellos
que hay que hacer, sino que en líneas generales hacen todo lo
contrario. Luego… ¡para qué los esfuerzos!
La conclusión que sacan es lógica: si son figuras haciendo
las cosas así, como ellos es como hay que torear.
Resultado: misión imposible. La certidumbre de que para ser
«figura» no es necesario torear como Dios manda, es lo suficientemente demoledora como para abandonar. Cualquiera lo
haría, realmente.
Llegados a este punto, siempre recuerdo que a «Toreri», predicador incansable de los modos profesionales de Domingo
Ortega, que también trató de inculcar a «El Niño de la Capea»,
le dijo éste en una ocasión, cuando ya estaba anunciado en
todas las ferias:
«Ya ve cómo son las cosas, «Toreri»; si le hubiera hecho caso
a usted, ahora mismo no tendría ni para tabaco».
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