ENERO 2 de enero Cuando voy a Madrid compro

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ENERO
2 de enero
Cuando voy a Madrid compro libros para saber hasta dónde puede llegar un periodista: "Sentado
en el borde de la cama, un pie descalzo y el otro aún con calcetín, Baltasar mira a Yayo. Nota
que ella recela". Baltasar es el juez Garzón y Yayo, el nombre íntimo que le da a su mujer. Ella
recela de que Felipe González quiera conocer a su marido.
La frase está en El hombre que veía amanecer, la biografía del juez que ha escrito la periodista
Pilar Urbano, y evoca una noche, a principios del año 1993. Parece extraño que la autora
compartiera la habitación con el matrimonio, pero hay que rendirse ante el órdago de precisión
de su escritura: ha sido entre un calcetín y otro cuando Baltasar ha notado el recelo de Yayo.
¿Por qué hace eso la autora? ¿Por qué llega hasta esa cama mientras la familia se afloja? ¿Por
qué tanta y tan sudada omnisciencia? La novelización de los hechos empieza en Capote y acaba
en este calcetín. A algo tan disparatado como la aplicación de las técnicas de la verosimilitud
(novela) a la narración de lo veraz (periodismo) no podía esperarle otro final.
3 de enero
Estos textos periodísticos que usan el presente histórico con la ilusión de que el lector toque (un
pie, como mínimo) a sus héroes destruyen el reconocimiento de que cualquier texto de esa clase
sucede donde se escribe. Muchos libros de estilo obligan a que las crónicas se daten en la ciudad
donde está produciéndose materialmente la escritura y no donde se produjeron los hechos
(norma, por cierto, meramente estética, que casi nunca se cumple cuando estos dos lugares no
coinciden: a veces, llegar hasta el lugar de los hechos cuesta sacrificio y dinero y conviene que
los lectores lo sepan desde la primera línea).
La norma supone la advertencia sutil de que el periodismo es siempre una evocación. Porque el
periodista no solo media entre sujetos, entre los protagonistas del hecho y los lectores. También
media entre tiempos, es decir, entre el suceso y su lectura. Es verdad que la radio y la televisión
pulverizan la mediación cada vez que retransmiten en directo un suceso. Pero esta es solo una
razón más entre las muchas que demuestran que la actividad fundamental de la radio y la
televisión no tiene nada que ver con el periodismo, sino con la pura, muda y constante
electricidad.
Luego
¿Por qué ese disparate de la novelización marca buena parte de la historia más reciente del
periodismo? Tiene atractivos. Por ejemplo, permite cumplir una ilusión imposible del lector de
novelas: que los personajes sigan con su vida una vez acabado el libro. Pero lo más importante es
esto: si a la fascinación central de la ficción realista, que es la creación de un mundo simbólico
con leyes propias, se le añade la plusvalía de los datos reales se comprenderá fácilmente el doble
interés de la novelización periodística. Implantados en la trama de la novela, los datos reales
pierden lo peor de sí mismos, su estructura, a menudo tan dispersa como la basura informática, y
adquieren un estatuto simbólico que los provee de un orden y un sentido (convencionalmente
novelescos) que no tiene la vida. En estas condiciones, la ilusión de entender los actos de los
hombres es completa. Quiero decir que es completamente una ilusión. Mucho más perfecta que
la ilusión que se obtiene con cualquier personaje de ficción, convertido en vívido arquetipo. Pero
a diferencia de esta, perfectamente falsa.
5 de enero
Electricidad: la televisión da en directo la llegada de los Reyes Magos de Oriente. Es su trabajo.
Por el contrario, esta mañana un periódico de Barcelona desvelaba que los Reyes son los papás:
periodismo de investigación sobre la identidad real de los ciudadanos que ahora desfilan por la
ciudad disfrazados. Año tras año, los periódicos se aplican al rito absurdo de describir la llegada
de los Reyes, como si el lugar de los Reyes fuera los periódicos. Pero más absurda y banal es la
deslegitimación periodística del mito. Ahora que ya saben que Melchor es un tornero lampiño de
Badalona ¿seguirán describiendo los níveos rizos de su barba? Ahora que ya han dejado de creer
en los Reyes Magos ¿seguirán poniéndolos cada año en la portada? ¿Cómo escribir cada 5 de
enero después del bombazo informativo de esta mañana?
Un año, en el periódico, me tocó editar y titular la noticia de la llegada de los Reyes. Tengo en
tan alto y severísimo concepto este oficio, y mi lugar en él, que escribí en el cajetín del título:
"Los Reyes Magos llegan a Barcelona, según fuentes municipales".
Así se publicó y a veces pienso si fue a partir de este titular irreprochable y legitimador cuando
empezamos, mis lectores y yo, a creer de verdad en los Reyes Magos.
7 de enero
Al científico Mariano Barbacid le hacen decir hoy en un periódico no gubernamental: "Si no
cumplen regresaría a Estados Unidos". Le podrían haber hecho decir "Si no cumplieran,
regresaría a Estados Unidos". O bien "Si no cumplen, regresaré a Estados Unidos". Pero le hacen
escoger otra variedad verbal, gramaticalmente errónea. Hablar de errores gramaticales es siempre
una convención. Los errores sirven para decir lo que se quiere decir. El periodista quiere decir
que no cumplen. Ellos. El gobierno del Partido Popular. El periodista quiere decir que no
regresará a Estados Unidos. Barbacid. Porque cree que, a pesar de su íntimo deseo, acabarán
cumpliendo y Barbacid no regresará.
Luego
La semana que viene comienza el juicio sobre el caso del Raval, esta historia de una falsa red de
pederastia, construida a partir de los errores de policías, fiscales, jueces, psicólogos y periodistas,
que me mantuvo tan ocupado desde el verano de 1997. El periódico que más se distinguió en la
evacuación de mentiras titula así la información previa del acontecimiento:
LA HORA DE LA VERDAD
Es un reconocimiento, aunque tardío, muy honorable. Ahora bien, si no se tratara del más
inmoral y vitoreado tráfico de mentiras que se ha producido en el periodismo catalán de mis años
y por tanto acreedor a que este mea culpa se eleve sobre el resto de consideraciones posibles, el
titular de esta información, muy convencional y arraigado en la práctica periodística, tendría el
interés prioritario de revelar qué es lo que sucede casi siempre entre la apertura de las
hostilidades periodísticas sobre una persona imputada judicialmente y la concreción ante tribunal
solemne de estas imputaciones; puesto que lo que sucede en ese lapso es el desfile obstinado e
impune de muchas mentiras, no hay duda de que el titular, una lección moral inesperada
viniendo de quien viene, señala con elipsis transparente cuál es el deber del periodismo, esto es,
aguardar en silencio la hora de la verdad; y si esto es así para la información relacionada con la
judicatura, por qué no habría de regir la misma práctica en todos aquellos territorios de la noticia
donde fulge y dictamina el lapidario titular, los deportes, la economía o la política, allí donde
tarde o temprano llega la hora de la verdad y con ella la dolorosa certeza de que el mejor
periodismo es el que espera, devoto y mudo, que la verdad le caiga como una hostia.
8 de enero
Cruel atentado. La crueldad es una forma de inhumanidad que solo practica el hombre. No hay
animales crueles. Y es, también, potestad estricta del verdugo: no lo es de la víctima ni de los
espectadores de la acción. Por este motivo se puede achacar crueldad metafórica a un invierno, a
una enfermedad o al propio mundo: los efectos de las tragedias naturales son, a veces, tan
desgarradores que parecen animados por una voluntad.
Sin embargo, la naturaleza del acto terrorista descarta la crueldad. El terrorista no es un hombre
cuando dispara contra una nuca. Un hombre vería allí a otro hombre. Es sabido que entre los
consejos de formación que recibe el terrorista hay uno que le emplaza, muy explícitamente, a
evitar los ojos de la víctima. No fueran capaces de convertirle, de pronto, en un hombre esos ojos
últimos. El terrorista es solo su pistola. Un objeto inanimado que dispara, además, contra objetos
inanimados y que solo ve en la nuca del hombre a Dios, la Patria, la Raza, la Igualdad o
cualquier otra abstracción. Desde este punto de vista el suceso terrorista no es diferente de la
casa que se derrumba y aplasta a sus habitantes: el cascote es tan cruel como la parabellum.
El periodismo se esfuerza en subir el volumen de sus adjetivos de condena ante determinados
asesinatos. Es natural. Pero este esfuerzo incluye a veces una inesperada humanización del terror.
Decir cruel atentado facilita el decir luego problema político. Y es evidente que si hay que
negociar, habrá que hacerlo con hombres, aunque crueles, y no con minerales. El periodismo
español ha dedicado mucho espacio en estos últimos veinticinco años a difundir y analizar
laspresuntas razones de los minerales. Mucho más del que ha dedicado a las víctimas.
Luego de comer
El libro de Baglietto, sobre el lugar de las víctimas. Pedro Mari Baglietto narra la muerte de su
hermano Ramón a manos del terror. Muchos años antes de morir, el hermano, testigo azaroso de
un accidente de tráfico, había salvado la vida de un niño. El niño creció y ya de adolescente mató
a Ramón Baglietto en nombre del pueblo vasco. La narración avanza muy trabajosamente. Solo
el tema es de Shakespeare. Pero, a pesar de todo, es un libro tremendo. En torno de la historia
central, sobresalen los cabos de muchas otras historias. Como la del llamado José Txiki.
Atentaron dos veces contra él. De resultas de la segunda, estuvo a punto de morir, pero acabó
recuperándose. Cuando pudo salir del hospital, se marchó del País Vasco; cerca, a Logroño.
Después de tres años de exilio, volvió a Azcoitia una noche, a tomar las uvas, y lo mataron, ¡por
fin!, de un tiro en la nuca.
El verano pasado trabajé para el periódico en un reportaje sobre los asesinatos de 1980, el año en
que el terrorismo logró matar a un hombre cada sesenta horas. Lo que vislumbré respecto a la
actitud del periodismo de entonces hizo saltar todas mis alarmas. Firme propósito de dedicar
unos días de este año a volver sobre aquellos periódicos y a describir aquí cómo narraron la
muerte en las jornadas de la pacífica transición española.
9 de enero
El eufemismo es la figura retórica más importante del lenguaje periodístico y también la pieza
clave del sistema periodístico. Todo el periodismo puede interpretarse como una atenuación de la
realidad. De la puta realidad. De la realidad ciega. Desde hace años, guardo en una carpeta las
piezas memorables que voy encontrando. Mi favorita, repetida en circunstancias muy diferentes,
es esta locución: "El nombre del autor no ha trascendido". Se trata de la manera suficientemente
enfática con que los periodistas explican al lector que no han podido enterarse de algo. Para
hacerlo utilizan la voz trascender, que tan próxima se muestra de Dios y de la realidad que no
puede manifestarse por los medios físicos habituales. El rasgo teocéntrico no es en absoluto
ajeno al periodismo. Es la misma voz inaccesible la que habla en expresiones del tipo "Este
diario ha podido saber". O la que se hace plural panteísta en el uso mayestático "Hemos podido
saber" que confina el humano singular del periodista, el precario yo del periodista, al lazareto de
la egolatría. Dado el carácter divino (o dada la falsa modestia), no deja de ser lógico que nunca
se escriba: "Este diario no ha podido saber".
El último ejemplo en la carpeta es de la pasada Navidad. Escribían sobre los integrantes de un
comando terrorista: "El tercer hombre contaría con unos cuarenta años y tendría manifiestas
dificultades para correr o andar deprisa". Terrorista y presunto cojo.
Apuntalando
Orwell, en La política y la lengua inglesa: "El estilo inflado es, en sí, un eufemismo. [...] El gran
enemigo de un lenguaje claro es la insinceridad. Cuando se abre una zanja entre los objetivos
reales y los declarados, uno se vuelve instintivamente hacia las palabras largas y los giros casi
desgastados, como un pulpo que arroja tinta".
16 de enero
Los terroristas dicen, en una de sus publicaciones, por qué mataron al socialista Ernest Lluch. Lo
mataron por socialista y por ser ministro de la guerra sucia. Esta es la base de justificación de su
asesinato. Solo al final el comunicado añade una breve y confusa referencia al papel de Lluch
como supuesto intermediario en el conflicto vasco.
Varios diarios de la ciudad recogen esas explicaciones, pero evitan darle a la guerra sucia el
protagonismo que le dan los terroristas. En la levitación destaca La Vanguardia: "Las
explicaciones dadas por la banda terrorista en su boletín interno Zutabe vienen a confirmar la
interpretación del asesinato de Lluch como un intento de ETA de hacer inviable cualquier
posible entendimiento entre el PNV y el PSOE". Por supuesto, la interpretación fue, en su día, la
de La Vanguardia. Para qué leer Zutabe sisolo es un plagio de La Vanguardia. Lluch era un
hombre popular y querido en Cataluña. Políticamente era por completo irrelevante. En su partido
y en la sociedad. Desde que dejó el Ministerio de Sanidad, durante el primer gobierno de Felipe
González, no hay pruebas de que protagonizara ninguna iniciativa política de peso sobre el caso
vasco o sobre cualquier otro caso. Se dedicaba al articulismo, a las tertulias de la radio, al estudio
de la historia económica y a su cátedra. Lo propio de un jubilado político.
La noche que lo mataron una cierta Barcelona durmió en continuo sobresalto. Los terroristas
habían cometido en la ciudad algunas de las máximas atrocidades de su historia, pero nunca
habían matado a un miembro del establishment mediático y cultural catalán. Al paso de las horas
y de las declaraciones el cadáver empezó a hincharse. Nadie lo sabía, pero Lluch había sido un
hombre importante en la causa vasca, y hasta en su resolución. ¿Nadie? Bueno, lo sabían los
terroristas que, como es natural, saben más que nadie. La mayoría de los análisis políticos que se
publicaron en los periódicos catalanes insistían una y otra vez en lo mismo: son unos asesinos,
pero saben matar. Al parecer habían elegido la víctima justa, en el lugar y en el momento justos,
en una muestra prodigiosa de finura estratégica. Por supuesto esto no solía decirse de manera
frontal, sino a través de la deformación bondadosa de la importancia política de Lluch. El
siniestro círculo vicioso estaba trazado: a mayor mitificación de la víctima, mayor mitificación
de sus asesinos. Mentiras sobre mentiras.
El apogeo de todo eso tuvo lugar el 23 de noviembre. Unas doscientas mil personas desfilaron
por el paseo de Gracia, exhibiendo su duelo por el asesinato. Entre ellas, el presidente del
Gobierno. La actitud de la periodista encargada de leer el manifiesto, cuyo texto habían acordado
previamente todos los partidos políticos, propició que el equívoco creciera. "¡Diálogo!", gritaba
la mujer al final de la manifestación, sin saber lo que decía. "¡Diálogo!", repitió luego el eco
mediático. Así, con esta apología y petición, acabó y quedó para la historia "la más grande
manifestación en favor de los terroristas que haya habido nunca", como dijera el socialista Josep
Borrell. Una frase que sería del todo cierta si la actitud catalana significara algo decisivo en favor
o en contra del terror. Pero, por fortuna, no significa nada. Porque el reflejo más exacto del
autismo político catalán, de su escandaloso desvío de todo lo realmente importante que ha
pasado en España en los últimos veinticinco años, el reflejo patético de su inofensividad está en
la reacción de su sociedad política ante el asesinato de Lluch. "¡Diálogo!", gritaban. No lo habían
hecho antes, con los muertos del País Vasco, de Sevilla o de Madrid; ni siquiera lo habían hecho
con los muertos, periféricos, propios. Empezaban a gritarlo cuando ellos, los del establishment,
se veían amenazados como nunca antes. En cuanto aparecieron los primeros guardaespaldas,
protegiendo a periodistas, profesores, empresarios y políticos, algo que no había pasado nunca en
Barcelona, empezaron a pedir diálogo. A la catalana, lo pidieron, naturalmente: es decir, en esa
forma vacua, tocada por el disimulo, retórica y estetizante, semióticamente compleja. Solo tenían
miedo, pero lo llamaban diálogo.
El asesinato de Lluch les llenó de zozobra, porque pensaron que, si habían matado a Lluch, con
idéntica o mayor razón podrían matarlos a ellos. Hasta para morir se dan importancia. Si los
terroristas habían calculado tan finamente a la hora de matar a Lluch, podrían calcular más
finamente aún y acabar con ellos. Si habían matado a un hombre-puente, cómo no van a querer
matarme a mí que además soy arquitecto. Hasta para morir se dan importancia. ¡Diálogo!
El comunicado de los terroristas les tendría que tranquilizar. Lo mataron a bulto. Un ex ministro,
socialista de la cosecha del 82, desprotegido, visible en el País Vasco y vagamente conocido por
los asesinos. Es todo. Pero no se tranquilizarán. Sus periódicos no se lo explicarán. Y aunque lo
hicieran. También el miedo puede ser una forma de vanidad. Ser alguien. Lo que no han sido
desde la muerte de Franco.
Luego
Cuando secuestraron a Miguel Ángel Blanco, y antes de que lo mataran, entre esas horas,
Francisco Rico escribió un artículo desesperado. Exigía al Estado que salvara la vida de aquel
hombre, a costa de lo que fuera. A costa de acercar los presos al País Vasco, a costa de acercarlos
y volverlos a dispersar cuando liberaran a Blanco; a costa de lo que fuera, pero que le salvara la
vida. Lo más llamativo de ese artículo valiente y descompuesto era la petición de que el Estado
asumiera el punto de vista del pícaro y se comportara como él; conmovía ver cómo el dolor de
Rico le ganaba la partida a su inteligencia.
Comprendo que la sociedad política catalana adopte el papel del pícaro frente al terror. Solo
querer comer y que dure la vida. Lo que me indigna es que la insolidaridad profunda que supone
redactar vacuidades (¡diálogo!) entre los muertos se camufle bajo una presunta respuesta política.
Aunque ahora pienso que esa es tal vez la picaresca principal. Disfrazar al pícaro catalán de
ciudadano y meterlo en la polis.
17 de enero
Hasta hoy no he entendido el sentido de la máxima, cardinal en mi oficio, según la cual los
periodistas no somos noticia. Solo es para evitar el verse tratados como protagonistas de una
noticia. Ayer declaré como testigo de la defensa en el juicio del caso Raval. Más de dos horas de
interrogatorio. El juez y el abogado principal de la acusación solo querían saber de dónde había
sacado las informaciones del libro que escribí sobre el caso. No pareció interesarles en ningún
momento si eran verdaderas o no. En otra circunstancia (la Barcelona de la transición, por
ejemplo), un interrogatorio semejante, que partió del principio de que yo no tenía derecho al
secreto profesional, habría causado grandes protestas gremiales. La primera manifestación legal
a la que asistí en mi vida (y que creo que fue la primera manifestación legal de la democracia en
Barcelona) desfiló al grito: "¡Som periodistes i no confidents!" Al acabarla, excitado y ronco,
comprobé con cierta perplejidad que nada había cambiado en el mundo. Media hora de sudor y
gritos y los coches seguían circulando. En las manifestaciones clandestinas (pocas y anecdóticas)
nunca tuve una sensación de inutilidad comparable. He de pensar que después de acabadas, los
coches circularían con indiferencia semejante. Pero yo no los veía, alcoholizado por el miedo.
Me he ido.
De vuelta
Los periodistas no quieren ser noticia para evitar la posibilidad de verse tratados como hoy me
tratan los periódicos. Ninguna crónica tiene que ver con lo que dije ante el juez. Todas forman
parte de la pequeña venganza de los que en su día siguieron, directamente o por persona
interpuesta (a veces esa persona interpuesta tenía un hermoso culo), el caso del Raval y hoy
siguen en él, esperando, ilusoriamente, que la vergüenza se funda antes que ellos.
19 de enero
Todos los periódicos publican grandes titulares falsos sobre el caso del Raval, ahora que ha
empezado el juicio. Los que más se distinguieron mintiendo siguen hoy en cabeza. Pero todos
mienten. Mienten escudados en los sucesivos testigos mentirosos que acuden a declarar ante el
tribunal. Por ejemplo:
UN TESTIGO DECLARA QUE EL PRINCIPAL ACUSADO
DEL CASO RAVAL ABUSÓ DE ÉL DURANTE 8 AÑOS
O bien:
LA POLICÍA INSISTE EN QUE TAMARIT CANJEÓ PORNO
INFANTIL CON PEDERASTAS EXTRANJEROS
El contenido de esos dos titulares se ha escuchado en la Audiencia de Barcelona. Un testigo ha
dicho eso y un policía lo otro. Pero el que miente es el diario.
21 de enero
Un directivo del diario La Vanguardia aprovecha un diálogo dominical con el Defensor del
Lector para aludir a los periodistas que conciben su oficio como una presuntuosa búsqueda de la
verdad. He pensado en mí, por si no hubiera muchos presuntuosos. Y porque la falsa modestia
siempre me ha parecido una estafa periodística fascinante.
Tres ejemplos de cómo actúa el mecanismo de la modestia:
el mismo nosotros, ese plural que en tantas informaciones cae sobre el lector como un
mayestático e inapelable argumento de autoridad y que tantas veces oculta la responsabilidad
estrictamente individual del periodista (este diario ha podido saber: ya hemos hablado de eso), se
hace hijo putativo de la modestia cuando justifica su presencia, y la imposibilidad de que el
periodista pueda utilizar la primera persona del singular, por razones de elegancia deontológica;
la irresponsabilidad manifiesta que supone publicar mentiras, enormes y graves mentiras, se
camufla en irreprochable modestia al argüir los periodistas, como hace hoy el directivo, que "el
periodismo es una suma de miradas". (La suma es mero eufemismo: en realidad se trata de una
suma de verdades y mentiras tratadas en irresponsable relación de equivalencia. Ejemplo liviano:
"Doce mil manifestantes, según la policía, y ciento veinte mil, según los organizadores,
participaron ayer en la protesta...": suma de miradas);
la implacable estrategia que consiste en achicharrar bajo el foco mediático todas las vidas para
ver qué ceniza, qué mínima mala noticia pudiera haber en ellas (todas las vidas bajo esa luz
escrutadora menos, justamente, la de los periodistas), se estrella contra el blindaje de la
irrisoriedad autoproclamada del periodista, de la marginalidad conceptual y humana que nunca le
hace ser noticia de nada.
Hay otra modestia, de un humor patético. He conocido y todavía trato a importantes chusqueros.
Durante el día atraviesan las redacciones a grandes y apresuradas zancadas, diciendo a este
"¡Quita la literatura, joder!" o a este otro, "¡Métele más literatura, niño!". También hablan en
nombre de la modestia periodística. Se saben a años luz de la literatura y por tanto la tratan como
mero material de relleno: en la primera de sus órdenes el texto viene largo y en la segunda, corto.
Con el tiempo, sin embargo, he acabado cogiendo cariño a estos sujetos. Habrían querido ser
escritores. Ser escritor es para ellos el mejor oficio del mundo. Se les caen las lágrimas cuando
leen algunas metáforas "à la méditerranée"de Manuel Vicent en las pruebas del periódico que
corrigen durante madrugadas solitarias. Habrían querido ser escritores, pero saben perfectamente
que nunca lo serán. Con ventaja, de todos modos, sobre otros, que no lo saben y siguen como si
nada.
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