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Mi viaje hacia el perdón
Renaciendo de las cenizas
del genocidio de Ruanda
Por la autora del bestseller
Sobrevivir para contarlo.
Immaculée Ilibagiza
Con Steve Erwin
EDICIONES PALABRA
MADRID
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Título orginal: Led by Faith. Rising from the Ashes of the Rwandan Genocide
Palabra Hoy
Director de la colección: Ricardo Regidor
Copyright © 2008 by Immaculée Ilibagiza
© Ediciones Palabra, S. A., 2014
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
[email protected]
English language publication 2008 by Hay House, Inc., USA
© Traducción: Felicitas Santiago
Diseño de cubierta: Raúl Ostos
ISBN: 978-84-9061-108-1
Depósito Legal: M. 26.828 - 2014
Impresión: Gráficas Gohegraf, S.L
Printed in Spain-Impreso en España
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escritodel editor.
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Immaculée Ilibagiza
Con Steve Erwin
Mi viaje hacia
el perdón
Renaciendo de las cenizas
del genocidio de Ruanda
PALABRA HOY
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Dedicado a Wayne Dyer…
Gracias por tu bondad y por tu amistad generosa y
por sacar mi historia a la luz con amor.
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Índice
Prefacio............................................................................... 13
Introducción Un toque de atención................................. 15
Capítulo 1 Sobrevivir para contarlo............................ 21
Capítulo 2 Caminando por las ruinas......................... 37
Capítulo 3 María madre............................................... 45
Capítulo 4 Paz y oración.............................................. 55
Capítulo 5 El poder del amor incondicional............... 63
Capítulo 6 Un nuevo tipo de dolor en el corazón....... 75
Capítulo 7 Exiliados, éxodo y asesinos al otro lado
del agua ...................................................... 83
Capítulo 8 Buscando milagros .................................. 103
Capítulo 9 Un sueño se hace realidad....................... 123
Capítulo 10 Políticas de oficina................................... 135
Capítulo 11 Depredadores de oficina.......................... 147
Capítulo 12 John regresa ............................................ 167
Capítulo 13 Un ejército de amor ................................. 185
Capítulo 14 Las abejas y las bendiciones ................... 197
Capítulo 15 Hora de marcharse .................................. 217
Capítulo 16 En América .............................................. 231
Capítulo 17 El mundo escucha mi historia ............... 249
Epílogo
El renacer de Ruanda .............................. 259
Agradecimientos.............................................................. 267
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En verdad os digo,
si tenéis fe como un grano de mostaza,
diréis a este monte:
«Desplázate de aquí allá»,
y se desplazará,
y nada os será imposible.
Mateo 17, 20
La fe es la fuerza por la cual
un mundo destruido
emergerá a la luz.
Helen Keller
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Prefacio
Como ya dije en mi libro anterior, lo que he escrito en
estas páginas no pretende ser una historia sobre Ruanda o
su genocidio. Dejo el análisis político y la crónica de aquellos 100 días de masacre a los historiadores, periodistas,
investigadores y políticos. Por mi parte, solo voy a narrar
mi historia personal: sobre cómo sobreviví al genocidio,
sí, pero también sobre la búsqueda de una vida digna. Esta
historia es verdad; lo que narro es real, y uso mi propio
nombre y el de algunos de mis familiares. Sin embargo, he
cambiado nombres y cargos de algunos supervivientes que
aparecen en el libro para proteger su identidad, su privacidad y su seguridad.
Immaculée Ilibagiza,
Nueva York,
Otoño de 2008
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Introducción
Un toque de atención
Me desperté sobresaltada por los gritos.
Desplacé la mano por la oscuridad y sentí a Nikeisha
(Nikki), mi preciosa niña. Había estado todo el día resfriada y apenas había dormido unos minutos. Ni yo. Por
centésima vez aquella noche, me encontré añorando a mi
madre.
«Mamá, ¿dónde estás? ¡Cómo necesito tu ayuda! No
tengo a nadie que me enseñe a aliviar los dolores a esta
hija mía», pensé bajándome de la cama para mecer la
cuna de Nikki.
Mi madre siempre había sabido cómo ayudarnos
cuando mis hermanos y yo estábamos enfermos, heridos o
asustados, pero no tuvo la oportunidad de enseñarme esa
miríada de secretos sobre cómo cuidar a los niños que
había aprendido a su vez de mi abuela. La línea materna
se había cortado; mi madre me fue arrebatada llevándose
consigo todo su amor y todos sus conocimientos.
Sentada al borde de la cama, se me partía el corazón
mientras acunaba en mis brazos a mi niña. Nikki nunca
sentiría el dulce tacto de las manos de su abuela ni oiría la
amable voz de su abuelo, quien seguramente le habría quitado el resfriado y los dolores. Y, como recordé lo mucho
que mi madre deseaba tener nietos, me pregunté: «Mamá,
¿la ves? ¿No es tu primera nieta preciosa?».
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¿Cuántos años pasarán hasta que mi hija me pregunte
por lo que les pasó a sus abuelos? ¿Cuánto tiempo pasará
hasta que me pregunte por qué ella no ha conocido a sus
tíos, a los que solo puede ver en el álbum de fotos? ¿Cuánto
tiempo pasará hasta que me pregunte por mi infancia, el
sitio donde me he criado?
¿Qué le voy a decir? ¿Cómo le voy a explicar la historia
de Ruanda, hablarle sobre esas personas en las que había
confiado toda mi vida –mis vecinos, profesores y amigos–
que se habían convertido en monstruos más terroríficos
que los de mis pesadillas. ¿Cuántos años harán falta para
que esté preparada para contarle que su abuelo y sus tíos
fueron asesinados junto a más de un millón de ruandeses
inocentes? Solo porque habían nacido tutsis. ¿Cuál puede
ser la edad adecuada para conocer la historia del genocidio?
¿Qué palabras puedo usar para contarle a Nikki lo que
le pasó a nuestra familia? Han pasado los años, nos hemos
mudado a Estados Unidos para comenzar una nueva vida
y, sin embargo, mi dolor sigue siendo tal que aún no puedo
compartir los recuerdos del fatal acontecimiento con el
único hermano que me queda, Aimable, un superviviente
de la tragedia.
De todos modos, sabía que esta es una historia que tenía que compartir, sobrevivir para contarla. Creo que Dios
me ha salvado del genocidio por una sola razón: para poder contarla a tantas personas como sea posible, cómo me
ha tocado el corazón en medio del holocausto y me ha
enseñado a perdonar. Por eso doy testimonio de cómo eso
ha podido salvar a un alma paralizada por el odio y enferma por la sed de venganza.
Tengo la esperanza de que todos aquellos que escuchen mi historia puedan ver que mi corazón destrozado
ha sido reparado a través del perdón y se pregunten: «Si su
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corazón puede recuperarse, ¿por qué yo no podría hacerlo?».
¿Por qué no podría el perdón sanar a un millón de corazones rotos y hacer revivir a una nación entera? La respuesta es que sí puede hacerlo. Y esa es la historia que tenía que ser contada, esa es mi historia.
Nikki había dejado de llorar y dormía tranquila en mis
brazos. La dejé con cuidado en la cuna, la besé en la frente
y le susurré al oído: «Voy a escribir una historia para Dios,
pero también es para ti. Cuando seas mayor podrás leerla,
y en sus páginas podrás conocer a tus abuelos y tíos y ver
lo mucho que te habrían querido».
Mi hija me había despertado y me había dado un toque
de atención. Fue en mitad de la noche, pero yo no estaba
ya cansada: mi pequeña respiraba con facilidad y tenía
mucho que contarle, al igual que a cualquiera que quisiera
escuchar mi historia.
Sentada frente al ordenador, que tenía en una desvencijada mesa en el cuarto de Nikki, me dispuse a escribir no sin antes detenerme a rezar a mi santo favorito, la
Virgen María, para pedirle que guiase mis palabras. Estuve escribiendo durante toda la noche, y seguí escribiendo cada noche, semana tras semana, hasta que pude
poner «Fin». Todo mi esfuerzo culminó con una gran
pila de papeles que se elevaban desde el suelo, por ello le
pedí al Señor que me iluminase para saber qué hacer
con todo ese montón de folios, pues no tenía idea alguna
de lo que iba a pasar.
Por supuesto, Él lo hizo, incluso cuando uno solo tiene
una pizca de fe, escucha nuestra oración. Llevaría unos
años –volver a reescribir el texto varias veces, ayuda de
muchos ángeles de la guarda y la llegada de otro precioso
bebé– pero Dios respondió a mi oración: Me reunió por
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«casualidad» con el escritor y conferenciante Wayne Dyer
en 2004, en unas charlas sobre espiritualidad.
Wayne estaba firmando ejemplares de su libro y,
cuando me acerqué a que firmase el mío, se detuvo a charlar conmigo de manera amistosa pero inquisitiva. Al poco
rato, me hizo contarle mi historia, de cómo Dios había
tocado mi corazón durante el genocidio y me había enseñado a perdonar a los asesinos de mi familia. Wayne me
escuchó… y luego me sorprendió con la ocurrencia de llevar mi manuscrito a su editor para convertirlo en un libro.
Era fiel a su palabra y, antes de que me diese cuenta, Sobrevivir para contarlo: Cómo descubrí a Dios en medio del
holocausto en Ruanda había sido publicado y se había
convertido en un bestseller a nivel internacional.
Desde que salió el libro en 2006, ha sido traducido a
más de doce idiomas, desde el islandés hasta el japonés, y
he sido invitada a varios países de los que nunca había
oído hablar cuando era pequeña. ¡Qué glorioso es el don
de poder conocer a tanta gente maravillosa, compartir mi
historia, hablar de la fe y el perdón! De hecho pocas cosas
me han llenado de alegría o han dado más sentido a mi
vida.
Allá por donde vaya, todos se sorprenden de que
haya sido capaz de perdonar a aquellos que me persiguieron y mataron a mi familia. A menudo ven algo diferente y especial en mí, dicen: «Eres una santa por haber podido perdonar a los asesinos que te hicieron tanto
mal. Realmente eres una santa». Por supuesto, no soy
una santa ni tampoco tengo nada especial, todavía tengo
que luchar contra el dolor, el miedo y los enfados como
cualquiera. Pero, cuando todo esto sale a la superficie,
recuerdo cómo Dios me salvó y me dio fuerza. El Señor
siempre está ahí para mí, está en todo momento para
todo lo que necesitemos. Pero debemos estar siempre
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Introducción
preparados para recibirle en el corazón, y espero que
eso sea lo que se aprenda de mi historia.
He escrito este libro para compartir más de mi historia. Hay muchas cosas por las que solo pasé por encima en
Sobrevivir para contarlo, por ello ahora he querido hacer
mayor hincapié en los años siguientes al genocidio, cuando
tuve que esforzarme para mantener mi relación con Dios
en un primer plano. Sin embargo, no he escrito Guiada
por la fe de modo cronológico, contando el día a día del
post-holocausto. He querido compartir mi saga de supervivencia a través de una cadena de experiencias y recuerdos personales en los que destaco solo los que fueron más
relevantes para mi crecimiento espiritual.
Nuestra pesadilla nacional ha sacudido a mi país hasta
el centro de su núcleo; el sufrimiento, el dolor, la desconfianza y el temor estaban extendidos por todas partes.
Aunque me rendí totalmente a la voluntad de Dios durante
el genocidio –abrazando su amor y tomándolo como mi
Padre, mi mejor amigo y mi protector–, mi vida ahora estaba repleta de nuevos y terribles desafíos que nunca podría haber imaginado. En ese mundo oscuro y confuso
que se desplegaba alrededor de mí, continuaba mi lucha
para encontrar sentido, comprensión y esperanza.
En este proceso he aprendido una de las lecciones más
importantes de mi vida: Nunca des nada por hecho en
materia de fe. Nuestra relación con el Señor es la más gloriosa de las experiencias que podamos vivir, pero, como
todas las relaciones, exige que la cuidemos, requiere trabajar duro, una atención constante y un profundo compromiso con el fin de crecer y florecer con más fuerza. La
renovación de la fe se sigue dando en mi vida, y he sido
testigo de cómo el pueblo de Ruanda renueva su fe en
Dios, y cómo es capaz de sanar las heridas del genocidio
por medio de su amor.
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Incluso en los mejores momentos, la vida es un reto
apasionante, y las preocupaciones terrenales siempre pueden interferir en nuestra vida espiritual. Al avanzar a
trompicones tras las secuelas dejadas por el holocausto,
me di cuenta de que encontrar a Dios no es suficiente; tenemos que tenerle siempre en nuestros corazones. Necesitamos redescubrir a Dios en todo momento, confiar en Él
tanto para los grandes retos como para los pequeños, y
asegurarnos de que siempre es parte de nuestro día a día.
Debemos dejar que nuestro corazón sea siempre guiado
por la fe.
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Capítulo 1
Sobrevivir para contarlo
Para aquellos que no hayan leído Sobrevivir para
contarlo y no están familiarizados conmigo, me presentaré
y les haré un breve resumen de lo que narré en aquel libro.
(Para aquellos que lo han leído, les servirá como repaso de
lo que ha sido mi historia).
Me llamo Immaculée Ilibagiza. Nací en Ruanda, ese
pequeño país del centro de África que todo el mundo
conoce por un acontecimiento: El genocidio en el que
personas inocentes fueron brutalmente masacradas de las
formas más cruentas imaginables en 1994. Sin embargo,
ahora vivo feliz por haber podido crecer en paz.
Ruanda es uno de los lugares más bellos del mundo.
Posee colinas interminables, bosques de cedros y pinos, y
valles muy verdes. Goza de un clima templado durante
todo el año, por lo cual los primeros colonos europeos la
llamaron «la tierra de la eterna primavera». Por eso,
siempre he creído que nací en el paraíso.
Crecí en una pequeña aldea llamada Mataba, al oeste
de la provincia de Kibuye. Mi familia y yo vivíamos en una
casa situada en lo alto de una colina con vistas al inmenso
lago Kivu de aguas cristalinas. También teníamos unas
impresionantes vistas de las montañas, que hacían frontera
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con nuestros vecinos del Zaire, país hoy conocido como la
República Democrática del Congo.
Aunque Ruanda es aproximadamente del mismo
tamaño que el estado de Maryland, en Estados Unidos, su
población es de unos ocho millones de personas, siendo
uno de los países con más densidad de población del
mundo. También es uno de los países más pobres. En
nuestro pueblo, solo había una escuela, y lamentablemente
no había ni agua ni electricidad. Pese a ello, la gente era
siempre amable y simpática. Los vecinos eran como de
nuestra familia, sus puertas siempre estaban abiertas a
todos. Así, nunca tuve miedo de los desconocidos, no
temía nada de ellos.
Mis padres, Rose y Leonard, eran personas acogedoras
y generosas, y nosotros, sus hijos, les queríamos mucho:
mis dos hermanos mayores, Aimable y Damascene; mi
hermano pequeño, Vianney, y yo. Mis padres fueron los
primeros de sus familias en graduarse en educación
secundaria, ya que en nuestra región era difícil poder ir a
clase. Ambos se convirtieron en profesores, pues pensaban
que el único modo de salir de la pobreza en África era una
buena educación. Al volver del colegio, siempre nos
preguntaban sobre las materias vistas en clase, y nos
ayudaban de modo que nuestras notas fueron las más
altas de la provincia.
La mayoría de los niños de la aldea habían sido
alumnos de mis padres, por lo que eran muy respetados en
la comunidad, llegando a ser llamados para mediar en
alguna disputa local. En concreto, recuerdo cuando un
hombre de la zona se acercó a mi padre un domingo
después de misa con preguntas sobre cultivos de plantas,
sobre qué hacer para que sus hijos siguieran yendo a la
escuela y cuánto debería pagar al vecino por una vaca.
Asistir a la iglesia siempre fue muy importante para
nosotros. Rezábamos a diario. Mis padres eran católicos
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devotos, pero a la vez pensaban que Dios se hallaba en
todas las religiones y creencias, y nos animaron a vivir
bajo la regla de oro: tratar siempre a los vecinos con amor
y respeto.
Todos estábamos muy contentos de haber nacido en
Mataba. Allí no había ni centros comerciales, ni
videojuegos, ni televisión, incluso ni teléfonos. Teníamos
que divertirnos por nuestra cuenta. Cuando no estábamos
ayudando en casa o haciendo los deberes, salíamos a jugar
a la calle, a nadar al lago Kivu o nos reuníamos en una
casa y charlábamos sobre nuestras vidas.
En casi todos los sentidos mi infancia fue idílica. Hasta
que fui al colegio, no me daba cuenta de que nuestros
padres nos habían estado protegiendo de la realidad de
Ruanda. Crecimos creyendo que nuestros vecinos eran
gente buena, que nos querían, y que nuestro país era
seguro y pacífico. Nunca nos habían contado la tensión
que existía entre las distintas etnias, la cual llevaría al más
sangriento de los genocidios que jamás ha conocido la
historia.
Antes de empezar la escuela, no había oído hablar de los
hutus o de los tutsis, pero, una vez que fui inscrita bajo
uno de esos apelativos, no pude escapar de la terrible
sombra que esas palabras proyectaban en Ruanda. Así
comenzó mi educación en esa especie de apartheid cuando
era una niña. Me obligaron a permanecer en clases por
las mañanas y a identificarme como miembro de la tribu
tutsi.
En Ruanda conviven tres tribus: El 85% de la población
son hutus; mi tribu, los tutsis, son el 14% del total; y el 1%
que queda son los twa, una tribu de pigmeos que viven en
cabañas en el bosque y que son autosuficientes.
Aunque cada uno perteneciera a una tribu distinta,
los hutus y los tutsis compartíamos la misma cultura:
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hablábamos la misma lengua (el Kinyarwanda), comíamos
los mismos platos, rezábamos en las mismas iglesias,
estudiábamos en las mismas clases y vivíamos en los
mismos barrios, incluso, en el mismo hogar. Se supone
que los tutsis son más altos, tienen la piel más clara y la
nariz más estrecha que los hutus, pero estas diferencias
parecían haber desaparecido con el matrimonio entre
miembros de ambas tribus. Así, las tribus convivían
tranquilamente, pero la política mantenía esas diferencias
de manera implacable.
Al igual que en muchos países africanos, los problemas
de Ruanda tienen sus raíces en su pasado colonial.
Durante más de 500 años, hutus y tutsis habían vivido
en paz bajo el gobierno de una dinastía de reyes tutsis.
Pero la paz se acabó cuando llegaron los colonos europeos
–primero, los alemanes y, posteriormente, los belgas– que
llegaron a Ruanda en el siglo XIX. Fueron ellos quienes
introdujeron el término de «identidad étnica» para
garantizar que los dos grupos estuviesen socialmente
separados y así controlar mejor la población. Además, se
aliaron con los tutsis porque sus rasgos eran más parecidos
a los de los europeos que los de los hutus.
Cuando el rey tutsi cedió a la presión de independencia,
pidió a los belgas que abandonasen Ruanda en 1959, sin
embargo, los belgas no se marcharon, sino que cambiaron
de bando, apoyando a los hutus para que se hicieran con
el poder y derrocaran a la antigua monarquía. La
sangrienta revolución hutu dejó más de 100.000 tutsis
muertos. Los colonos belgas abandonaron Ruanda en
1962, dejando el poder a los hutus, que implantaron un
gobierno de terror con numerosas matanzas de tutsis.
Decenas de miles de hombres, mujeres y niños inocentes
fueron asesinados por la instauración de una normativa
de limpieza étnica.
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Tan pronto como estos extremistas impusieron sus
políticas y se aseguraron los mejores puestos de trabajo,
expulsaron a los tutsis de los cargos políticos y de las
escuelas, tanto a profesores como a estudiantes. El uso de
carnés para la identificación tribal sirvió para aislar,
intimidar y perseguir aún más a los tutsis. Esto provocó
que cientos de miles de tutsis huyeran del país. El gobierno
los estaba masacrando, quería erradicarlos. Así la mayoría
tutsi vive hoy refugiada en los países vecinos a Ruanda por
culpa de una ley que les prohíbe regresar a su patria.
Durante mi época de adolescente, en los años 80,
muchos de los exiliados en Uganda se sumaron al
movimiento político conocido como el Frente Patriótico
Ruandés (FPR). El FPR pidió al gobierno hutu que dejase
de perseguir a los tutsis y que permitiese el regreso de sus
hermanos exiliados. El gobierno, que se había convertido
en una dictadura temporal debido al golpe de estado de
1973 que dio el general Juvénal Haybarimana, se negó a
aceptar dichas demandas. Entonces, rebeldes tutsis
invadieron el norte de Ruanda desde Uganda abogando
por una lucha hasta que el gobierno cediese parte de su
poder y permitiese el trato de igual a igual entre las dos
tribus.
La invasión desencadenó una guerra civil en otoño de
1990, momento en que yo me encontraba de viaje con el
instituto. Las políticas anti-tutsis se intensificaron
llegando a unos niveles de odio e intolerancia equiparables
a los de la persecución de los nazis al pueblo judío unas
décadas atrás. Una de esas políticas que más odio
manifestó fue el «decálogo hutu» publicado en un
periódico anti-tutsi. Este artículo propagandístico
declaraba traidor a aquel hutu que se casara, prestara
dinero o hiciera negocios con un tutsi. Desde el gobierno
se promovió esta medida, alentando a todo hutu a tratar
así a los tutsis, ya fuera vecino, un amigo o un familiar.
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Un movimiento político llamado «Poder Hutu» (Hutu
Power) se sirvió de una emisora de radio para transmitir
el odio que el gobierno promovía y quería extender a todas las zonas del país. Los programas de la radio hutu
deshumanizaban a los tutsis, denominándoles «cucarachas» que debían ser exterminadas antes de que hicieran
daño a alguno de sus hijos o robarles un puesto de trabajo. Estos programas evidenciaban el apoyo del gobierno al asesinato en masa de la tribu tutsi.
Fue un momento terrible, que se volvió más inestable
cuando el gobierno de Juvénal Haybarimana comenzó a
reclutar y adiestrar a miles de jóvenes hutus varones sin
empleo para formar una milicia llamada Interahamwe,
que traducido literalmente significa: «los que matan juntos». Su única misión consistía en exterminar a las cucarachas tutsis.
En abril de 1994, todo el ejército ya estaba preparado
para llevar a cabo el genocidio. La chispa saltó durante las
vacaciones de Pascua, justo cuando regresé a casa desde la
universidad para visitar a mi familia.
La noche anterior al comienzo del genocidio, mi hermano
Damascene nos rogó salir de la aldea porque había oído
que un grupo de Interahamwe merodeaba por la zona
armado con machetes y granadas de mano. Además,
llevaban una lista con nombres de tutsis que debían morir.
—Nuestros nombres están en esa lista –dijo mi hermano
mientras le pedía a mi padre que abandonasen el país esa
misma noche. Damascene nos prometió que buscaría un
pequeño bote con el que atravesar el lago Kivu hacia Zaire.
Pero mi padre no estaba del todo convencido y le dijo
a Damascene:
—Eres demasiado joven para saber de lo que se está
hablando. He visto este tipo de pánico antes, surgen rumo26
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res de listas de muerte y después solo vemos asesinos con
granadas detrás de cada arbusto.
Al igual que yo, mi padre creía que los vecinos eran
buena gente incapaces de hacernos daño. Hubo algunos
problemas políticos a causa de la guerra, pero que no nos
afectaban, porque en el pueblo todos éramos una gran
familia feliz. Incluso mi novio, John, era hutu, y teníamos
pensado casarnos al terminar la universidad. Por eso
pensaba, como mi padre, que las cosas no eran tan graves
como nos quería hacer ver Damascene.
—Además, el presidente hutu acaba de firmar un pacto
de no agresión con los rebeldes tutsis en el que acepta
compartir el poder y traer de vuelta al país a los exiliados
–dijo mi padre–. La situación no ha sido tan buena para
los tutsis desde hace años. Deja que tus mayores decidan,
Damascene. No soy partidario de coger las maletas y salir
del país con mi familia porque unos cuantos se estén inventando historias –añadió.
Mi hermano acabó convenciéndome de que tenía razón por la pasión con la que hablaba. Recordé los mensajes por la radio en los que se llamaba a los hutus a exterminar a las cucarachas tutsis y a manifestarse en contra
de nuestra tribu. Damascene tenía razón, y se la di porque
esos mensajes también los vi por el campus de la universidad.
—Quizá Damascene tenga razón, papá. Quizá debamos irnos ahora.
—Ninguno de la familia va a ir a ningún lado, estoy
viejo para salir del país –dijo mi padre bruscamente.
A la mañana siguiente ya no importaba si Damascene tenía razón o no, ya era demasiado tarde para escapar.
Durante la noche, el presidente Haybarimana fue asesinado al haber sido derribado el avión en el que iba
cuando regresaba de la reunión de paz, y rápidamente los
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extremistas hutus pusieron en marcha el genocidio. En
cuestión de horas comenzaron las matanzas en la capital,
Kigali. Los hutus y tutsis moderados, que podían haber
impedido el despliegue de los radicales, fueron sacados
con sus familias de sus casas y ejecutados en plena calle.
Los escuadrones de la muerte aparecieron en el pueblo
y comenzaron a matar a amigos y familiares. Los Interahamwe prendieron fuego en las casas y pasaron a machete a
todo el que trataba de huir de las llamas. Los gritos resonaban en las colinas de Mataba. No había escapatoria,
incluso salir en barco por el lago Kivu estaba cortado. Los
soldados del gobierno y los asesinos del grupo Interahamwe habían puesto barreras por todas las calles. Todo el
que aparecía como tutsi en su identificación era asesinado.
Los asesinos iban casa por casa matando tutsis. Muchos se refugiaron en la nuestra pidiendo ayuda al líder de
la comunidad, mi padre. El vecindario dependía de ellos
para sobrevivir. Rápidamente miles de tutsis cruzaron la
región y acamparon frente a nuestra casa.
Mi padre estuvo durante los siguientes días calmando
como pudo a toda la aterrorizada muchedumbre. Muchos
eran mujeres y niños. Los jóvenes que querían luchar no
tenían armas, y se desesperaban. Parecíamos corderos esperando a que nos llegase la hora de nuestra muerte.
Al tercer día comenzaron los ataques. La multitud tutsi
se atrincheró con lanzas, machetes y mazas con clavos y
garras. Se defendieron como pudieron de los Interahamwe
lanzando piedras y palos.
Antes de que los ataques se convirtiesen en una masacre, mi padre me envió a casa del pastor local, que era
hutu, junto a un amigo de mi hermano menor, Augustine.
—Sal de aquí, Immaculée –me ordenó mi padre–. El
pastor Murinzi es un buen hombre y un gran amigo. Pídele
que te esconda hasta que pase todo este lío –añadió.
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Sobrevivir para contarlo
Le rogué que me dejase estar con ellos. Estaba preocupada por el hecho de no poder volver a ver a mi familia de
nuevo. Pero me dijo que me fuese porque podía ser violada… o algo peor. Al despedirme de mi padre, me dio su
rosario rojo y blanco. Me dijo que mi fe en Dios iba a protegerme y que en casa del pastor iba a estar segura. La
despedida fue dura y emotiva. Con tanto caos y tanto tumulto de gente alrededor de mi casa no pude encontrar a
mi madre para despedirme de ella. Aquella vez fue la última que vi a mis padres con vida.
Había hutus armados por todas partes, pero Augustine y
yo conseguimos esquivarlos y llegar a la casa del pastor
Murinzi.
Aunque él era hutu, el pastor Murinzi era amigo de la
familia desde hacía muchos años. Me acogió con agrado.
Sin embargo, como ya había muchas otras chicas, no
pudo refugiar a Augustine y a mi hermano Vianney en ese
momento. Damascene, por su parte, trató de refugiarse en
casa de su amigo hutu, Bonn.
—No me queda más sitio para ellos. Además, esconder
a hombres es más peligroso que esconder a mujeres. Estoy
corriendo ya un gran riesgo haciendo esto. Si os encontraran a alguno aquí, nos matarían a todos –dijo el pastor.
Lloré y le rogué, pero no pude convencerle. Gracias a
Dios, mi otro hermano, Aimable, estaba a 3.000 millas de
distancia, en Senegal, al margen de toda esta pesadilla que
estábamos sufriendo. Lo más duro fue tener que decirles a
Vianney y a Augustine que no podían quedarse en casa del
pastor y que tenían que regresar intentando esquivar nuevamente a los asesinos. Mi corazón se rompió al verles
huir en la oscuridad sin saber adónde ir.
Murinzi accedió a esconder a 6 tutsis: una madre con sus
dos hijas, dos chicas más y yo en un pequeño, y muy poco
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MI VIAJE HACIA EL PERDÓN
utilizado, baño. Consiguió escondernos de los asesinos, de
sus sirvientes e incluso de su familia. Más adelante se
incorporaron otras dos mujeres, haciendo prácticamente
imposible que se pudiese respirar en el pequeño cuarto de
lo apretadas que estábamos.
Debido a las órdenes del pastor de que no hablásemos
las unas con las otras por temor a ser descubiertas, apenas
nos dijimos una palabra en tres meses. Sin embargo no
tuve ningún problema en escuchar a los monstruos que
merodeaban por la aldea, cantando mientras intentaban
dar caza a los tutsis. Decían: «¡Mátalos! ¡Mátalos! ¡Mátalos
a todos! ¡Mata al viejo y al joven! ¡Mata a todas esas cucarachas!».
En los siguientes 91 días, aquellas 7 mujeres y yo nos
mantuvimos unidas mientras fuera los asesinos arrasaban
la zona. Escuchamos por la radio que los funcionarios
ordenaban a los hutus que se armasen con machetes y se
dedicasen a exterminar a todo tutsi que viesen, incluso si
se trataba de su propio esposo, mujer o hijos. No matar a
un tutsi teniendo la oportunidad de hacerlo se castigaba
con la pena de muerte. Tras este mensaje, de los aproximadamente 7 millones de hutus que había en el país, la
mayoría de ellos se sumaron a la causa.
Desde los telediarios internacionales se informó de la
movilización del mundo para ayudar a Ruanda. Las Naciones Unidas habían mandado ayudas limitadas, pero el
resto de países no vino al rescate. No ayudó ningún país
africano, ninguna nación europea, ni siquiera los Estados
Unidos. Todos sabían lo que estaba pasando, pero no movieron ni un dedo para poner fin. El silencio del mundo
entero fue tomado por el gobierno extremista hutu para
continuar con el genocidio. Empezaron entonces a matar
con mucha mayor rapidez y eficacia que la que tuvo en su
día Adolf Hitler.
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Sobrevivir para contarlo
No necesitábamos la radio para saber lo cerca que nos
encontrábamos de la muerte. Los asesinos cercaron y
registraron la casa del pastor varias veces. Al otro lado de
la pared de yeso podíamos escuchar las risas de los
asesinos. Fue un milagro que no nos descubriesen.
Simplemente con haber abierto la puerta del baño nos
hubiesen cazado.
Un día, mientras un grupo de hutus armados se acercaba a la casa del pastor, tuve la visión de un altar justo
delante del baño. Sabía que aquello tuvo que ser un signo
divino, por ello, le dije al pastor Murinzi que pusiese una
mesa delante de la puerta del baño con una tela a modo
de altar. Él aceptó, pero antes de llegar a poner el altar
irrumpieron los asesinos en su casa buscando tutsis de
arriba abajo. Venían hablando de que recientemente habían encontrado un bebé tutsi muerto escondido en un
cajón. Pero seguían sin mirar bien, pues no nos encontraron.
Desde que entré en aquel baño, me aferré al rosario
rojo y blanco que me regaló mi padre el día que me despedí
de él. Se convirtió en mi pilar, me había salvado de haber
sido violada y asesinada. Pero mi oración no debió de
tener el poder suficiente, pues seguía odiando a los
asesinos. Y cuanto más rezaba más me pasaba esto. Yo
quería recibir su amor, pero ¿cómo iba a hacerlo si en mí
había tanto odio?
Recé durante mucho tiempo intentando perdonar a los
asesinos de mi alrededor, pero mi boca se secaba al llegar
al «como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden» en el Padrenuestro impidiéndome acabar la
oración. No podía terminar porque realmente no lo sentía.
Mi incapacidad de perdonar causó en mí un dolor mayor
que la angustia que sentía por estar separada de mi familia,
y era peor que el tormento físico de saberse perseguida.
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MI VIAJE HACIA EL PERDÓN
Tras unas semanas de oración constante, Dios me tocó
el corazón una noche. Me hizo entender que todos son sus
hijos y que todos merecen ser perdonados. Inclusive
aquellos que han cometido barbaridades como los asesinos
hutus. Todos merecen ser castigados… pero también
merecen ser perdonados.
Luego recordé el pasaje de Jesús dando su último suspiro en la cruz para perdonar a sus deudores; y por primera vez pude experimentar en mí el perdón de Dios. El
amor del Señor se derramó en mi alma, perdonando mis
pecados y haciendo que pudiese perdonar a todos lo que
me han ofendido. La ira y el odio que se albergaban en lo
más profundo de mi corazón desaparecieron, y sentí mucha paz en mi interior. Ya no me importaba la muerte,
no la deseaba, claro está, pero no la temía. Dios había
limpiado mi corazón para que no temiese a la muerte, Él
había salvado mi alma. Y, aunque siempre había creído
en Dios y le había rezado, nunca había sentido tanto su
poder como en el momento en que tocó mi corazón para
perdonarme. Ahora siento ese poder en mí y sé que va a
estar a mi lado hasta el resto de mis días.
Mis últimos días en aquel baño los pasé llena de paz y
orando. La radio informaba de que los rebeldes tutsis de la
FPR junto con su líder, Paul Kagame, estaban entrando en
Ruanda desde su base en Uganda. Ellos eran los que
habían estado combatiendo contra el gobierno, que poco
a poco se derrumbaba, mientras que las mujeres y yo
estábamos escondidas en la mayor clandestinidad. Los
rebeldes hutus habían abandonado rápidamente Kigali y
poco a poco se les acababa el armamento. Los asesinos
seguían campando a sus anchas, pero comenzaba a
vislumbrarse un atisbo de esperanza de que los tutsis
pudieran ser rescatados.
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Sobrevivir para contarlo
Después de haber pasado tres meses escondida, las
tropas francesas comenzaron a ocupar la zona oeste del
país, y establecieron unas zonas de seguridad en las que
los tutsis podíamos encontrar protección. Y aunque, en
gran medida, desconfiábamos de los franceses por haber apoyado en sus orígenes al gobierno hutu con armas
y dinero, nos unimos a ellos porque no tuvimos otro
remedio.
El pastor Murinzi nos contó que los asesinos ahora se
habían escondido, pero que se mantenían unidos en zonas
muy cercanas, por lo que, si salíamos, irían a por nosotros
y nos matarían. Durante la noche, Murinzi consiguió
llevarnos a un campamento de refugiados que dirigían las
tropas francesas. En la casa no estábamos seguras y,
además, allí pudimos por fin tomar la primera comida
decente desde que había comenzado el genocidio. Allí me
encontré con otros supervivientes, y poco a poco pude ir
haciéndome a la idea del desastre en el que se había
convertido mi país… También conocí cuál fue el destino
de mi familia.
A mi padre lo mató un buen amigo suyo que era oficial
hutu cuando salió a preguntarle si podía ayudarles para
llevar a todos sus refugiados al campamento francés. El
hombre le disparó por la espalda nada más salir de la
choza.
Mi madre estuvo escondida durante un tiempo, y solo
salió cuando le pareció escuchar la voz de mi hermano
Damascene pidiéndole ayuda. Fue corriendo a la puerta, y
allí se encontró con un rebelde hutu que acabó con ella.
Damascene estuvo un tiempo bajo la protección de su
mejor amigo. Sin embargo, cuando intentó huir hacia
Zaire a través del lago Kivu, su barca fue asaltada por una
banda de hombres y muchachos dirigidos por un ministro
protestante hutu, y mi hermano fue asesinado a golpes de
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MI VIAJE HACIA EL PERDÓN
machete. La gente que vio el suceso me contó que
Damascene estaba rezando mientras le mataban.
Por último, me llegaron noticias de mi hermano Vianney, quien no pudo ser acogido por el pastor Murinzi
junto con su amigo Augustine. Se refugiaron en el campo
de fútbol, con otros cientos de tutsis esperando ser salvados y llevados a un lugar seguro. Pero el estadio se convirtió en una fosa común cuando los asesinos lanzaron
granadas al interior del campo y ametrallaron a todos
aquellos que intentaron salir corriendo. Una de las chicas
que estuvo con mi hermano me contó que las balas le
cortaron por la mitad.
Todo lo que escuché sobre mi familia fue muy duro,
pero la nueva y firme relación que comencé a mantener
con Dios me ayudó a sobrellevar el dolor. No les guardaba
rencor a los asesinos de mi familia, pues sabía que estaban
dominados por el demonio y que ya se reconciliarían con
Él el día del Juicio Final.
Dios seguía protegiéndome tras el genocidio, guiándome
por caminos seguros hacia mi nuevo hogar en Kigali y,
posteriormente, en un nuevo trabajo en Estados Unidos.
Con el dinero que gané, tuve suficiente para poder enterrar dignamente a mi madre y a Damascene, los únicos
cuerpos de la familia que pude encontrar.
Había comenzado una nueva vida. Necesitaba poner
en práctica todo lo que me había enseñado el Señor en la
clandestinidad. Por eso, un día fui a una de las cárceles de
la ciudad a ver a Felicien, el hombre que había matado a
mi madre y a Damascene.
Como muchos otros, se convirtió en un asesino. El mal
envolvía su corazón, pero ahora, en prisión, le invadía la
culpa y el remordimiento. Era un hombre alto, fuerte y
muy bien valorado en su cargo. Vestía siempre acorde a su
rango, cuidaba mucho las apariencias, pero, por dentro,
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Sobrevivir para contarlo
su cuerpo decaía y cada vez se estaba dejando llevar más
por la locura. Se postró ante mí, me miró a los ojos con
cara de vergüenza queriéndome pedir perdón.
En la prisión con Felicien me di cuenta de que muchos
de los asesinos que estaban allí se hallaban en la misma
situación. Todos necesitábamos el perdón de Dios para
poder continuar y crecer y dejar atrás la sangre, el sufrimiento… el genocidio.
Perdoné a Felicien con todo mi corazón. Y estoy segura que él recibió mi perdón.
Mi alma ahora era libre y el amor que tenía a Dios rebosaba; era una superviviente de un genocidio y mi vida
volvía a empezar de nuevo. Como en Ruanda, sé que tendré días oscuros, que dudaré, pues el futuro es incierto,
pero el viaje lo completaré amparándome en la fe, pues he
sido bendecida por Dios.
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