El Dios de la ciudad destruida

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El Dios de la ciudad destruida
uál es tu ciudad favorita? ¿Y por qué lo es? ¿Alguna vez cambiaste
de parecer sobre tu ciudad, o llegaste al punto de poner a otra en
su lugar? ¿No? ¡Sorpréndete, Dios sí lo hizo! Bueno, al menos aparentemente. Jeremías 29:4, 7 puede damos la impresión de que Dios
hubiera cambiado de ciudad favorita y de que él mismo se hubiera mudado de
Jerusalén a Babilonia.
En el último versículo citado Dios dice a los judíos deportados a Babilonia:
«Procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a
Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz» (vers. 7). ¿Te das cuenta? Primero, Dios permite que su amada Jerusalén sea destruida. Luego, hace que sus
hijos sobrevivientes sean llevados a otra ciudad, Babilonia y, luego, hasta parece
que le quiere cambiar el nombre «confusión» por el de «ciudad de paz», que es lo
que «Jerusalén» significa, trasladando así su preferencia de una ciudad a otra. Es
más, le pide a su pueblo que ore por Babilonia, lo cual significa que está dispuesto a escuchar y responder oraciones en su favor y concluye asegurándoles que
allí vivirán en paz. Ante esta perspectiva, amplificada en los versículos 5 y 6, los
deportados deben haber visto a Babilonia no como el lugar de su castigo sino
como la ciudad de sus esperanzas.
Bueno, tan solo aparentemente, como dijimos. La estabilidad de Babilonia sería apenas temporal y su paz, relativa, porque sería la paz de los hijos de Dios
exiliados allí. El propósito del mensaje del Dios de Jeremías a los deportados era
hacerles más llevadera la cautividad que se extendería por setenta años. Pero
Dios no quería que ellos cimentaran sus esperanzas en Babilonia más que en su
restauración futura, es decir, en su retomo a la que seguía siendo su ciudad
amada, Jerusalén.
¿C
112  EL DIOS DE JEREMÍAS
Endechando a Tamuz
El profeta Ezequiel file contemporáneo de Jeremías y mediante sus mensajes
confirmó las advertencias y predicciones de Jeremías, al mismo tiempo que entregaba mensajes de consuelo y de amonestación a los primeros grupos de exiliados en Babilonia. Esta provisión de profetas mensajeros suyos, muestra el amor
y la preocupación paternal del Dios de la ciudad destruida, Jerusalén, por su
pueblo.
Ezequiel se encontraba en Babilonia como profeta de Dios entre los cautivos.
Un día él se hallaba sentado en su casa conversando con los ancianos de Judá
cuando contempló una teofanía, o manifestación visible de la presencia de Dios.
Y la mano de Jehová, el Señor, se posó sobre él y en visiones divinas lo llevó a la
parte norte de Jerusalén, hasta la entrada de la puerta interior, que es donde está
el ídolo que provoca los celos de Dios (Ezequiel 8:3). Dios le permitió observar
que en uno de los muros interiores habían pintados reptiles y variedad de otros
animales repugnantes que estaban siendo adorados en un rito en el que se quemaba incienso. Entre los adoradores ¡estaban setenta hombres de entre los ancianos de Israel! (versículos 7-12). Entonces el Señor le dijo: «Vuélvete, verás que
estos hacen aún mayores abominaciones» (versículo 13).
Luego Ezequiel fue llevado a la entrada de la puerta de la casa de Jehová, que
está al norte, y vio a unas mujeres sentadas endechando a Tamuz (versículo 14).
Una endecha es un canto triste, una composición poética entonada en señal de
luto. Las mujeres lloraban por el dios muerto, Tamuz, antigua divinidad acadia
cuyo culto se esparció ampliamente por el mundo semita. Tamuz era el hermano
y esposo de Ishtar, la diosa babilonia de la procreación. Según la leyenda babilónica, Tamuz moría al comienzo del otoño cuando la vegetación se secaba y entonces partía hacia el bajo mundo, siendo luego revivido por los lamentos de
Ishtar. Los brotes de una naturaleza renovada en primavera, según se creía, eran
la señal de su regreso del bajo mundo al superior. 1 Las endechas a Tamuz eran
rituales de lamentación en adoración de este dios de los paganos. Y estas endechas eran recitadas dentro del templo del Dios altísimo.
Después el profeta fue llevado al atrio de adentro de la casa de Jehová y vio
que «junto a la entrada del templo de Jehová, entre la entrada y el altar, había
unos veinticinco hombres, con sus espaldas vueltas al templo de Jehová y con
sus rostros hacia el oriente, y adoraban al sol, postrándose hacia el oriente»
(Ezequiel 8:16). Todas estas prácticas idólatras, abominables, son reflejos del poder ejercido por la cultura prevaleciente sobre el pueblo de Dios y su actitud
hacia las cosas sagradas. El culto al sol, por ejemplo, era dominante en Egipto y
seguía influenciando a los Israelitas; así mismo ocurría con la luna, las estrellas y
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10. El Dios de la ciudad destruida  113
otros astros, cuya veneración estaba ampliamente difundida entre las naciones
de Mesopotamia donde la práctica de la astrología era común. Estas prácticas
habiendo incursionado primero en la nación Israelita, fueron luego introducidas
en los recintos del templo del Señor, contaminando su casa y causando su irritación (versículo 17; 2 Crónicas 36:14).
Las palabras de quienes lideraban al pueblo en la idolatría, «Jehová no nos
ve, Jehová ha abandonado la tierra» (Ezequiel 8:12), muestran el desconocimiento que tenían de un Dios como el de Jeremías, quien sí los veía y a quien sí le
preocupaba grandemente lo que hacían. También hoy enfrentamos la tentación
de rendirle culto a las criaturas antes que al Creador (Romanos 1:25). Pero el
Dios de Jeremías sigue siendo el mismo; nunca nos abandona, siempre nos ve, y
somos el objeto de su mayor preocupación y cuidado.
Infeliz reinado de Sedequías
Sedequías fue el último rey de Judá antes de la destrucción de Jerusalén en el
año 586 a.C. Ni él, ni sus cortesanos, ni sus siervos, ni su pueblo hicieron caso
alguno a las palabras de advertencia que el Dios de Jeremías les envió a través de
su siervo. Ahora, cuando la amenaza de la incursión de los caldeos ya se había
convertido en hecho visible y Jerusalén se encontraba por todas partes rodeada
del ejército de sus temidos enemigos, Sedequías tuvo miedo. Entonces envió a
Jucal hijo de Selemías y al sacerdote Sofonías hijo de Maasías para que le dijeran
a Jeremías: «Ruega ahora por nosotros a Jehová, nuestro Dios» (Jeremías 37:3).
Tal como lo habían hecho en ocasiones anteriores, en vez de apoyarse en
Dios, Sedequías había buscado el apoyo en Egipto para que los ayudaran a liberarse de la presencia de los babilonios. Al hacerlo, violó su juramento de fidelidad a Nabucodonosor y, sobre todo, quebrantó el pacto de fidelidad al Señor
su Dios. Así que cuando el rey envió los mensajeros a Jeremías, el ejército de
faraón ya había salido de Egipto con rumbo a Jerusalén. Cuando los babilonios,
que estaban sitiando a Jerusalén, se enteraron de la noticia, emprendieron la
retirada (versículo 5).
Entonces la palabra del Señor vino al profeta Jeremías: «Así dice el Señor, el
Dios de Israel: Díganle al rey de Judá que los mandó a consultarme: "El ejército
del faraón, que salió para apoyarlos, se volverá a Egipto. Y los babilonios regresarán para atacar esta ciudad, y la capturarán y la incendiarán. No se hagan ilusiones creyendo que los babilonios se van a retirar. ¡Se equivocan! No se van a
retirar. Y aunque ustedes derrotaran a todo el ejército babilonio, y solo quedaran
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114  EL DIOS DE JEREMÍAS
en sus campamentos algunos hombres heridos, estos se levantarían e incendiarían esta ciudad"» (versículos 7-10, NVI). Este mensaje a Sedequías le llegó por
dos medios: procedente de Jeremías quien se encontraba en Jerusalén, y procedente de Ezequiel quien se encontraba en Babilonia. El mensaje divino le aseguró que ni con gran ejército ni con mucha compañía haría el faraón nada por él
en la batalla cuando los babilonios levantaran terraplenes y construyeran torres
de asalto para cortar muchas vidas (Ezequiel 17:17). Aun así, el rey Sedequías
procedió con obstinación, contrariando la voluntad de Dios.
Jeremías en la cisterna. Fiel a la comisión recibida de su Dios, Jeremías proclamaba por las calles de Jerusalén: «Así ha dicho Jehová: "De cierto será entregada
esta ciudad en manos del ejército del rey de Babilonia, y la tomará. El que se
quede en esta ciudad morirá a espada, de hambre o de peste; pero el que se pase
a los caldeos, vivirá. Su vida le será por botín, y vivirá"» (Jeremías 38:3, 2). Ante la
repetición de este mensaje, los oficiales jefes del rey Sedequías le dijeron: «Hay
que matar a este hombre. Con semejantes discursos está desmoralizando a los
soldados y a todo el pueblo que aún quedan en esta ciudad. Este hombre no
busca el bien del pueblo, sino su desgracia. El rey Sedequías respondió: "Lo dejo
en sus manos. Ni yo, que soy el rey, puedo oponerme a ustedes"» (versículos 4, 5,
NVI).
Entonces ellos «tomaron a Jeremías y lo hicieron meter en la cisterna de Malquías hijo de Hamelec, que estaba en el patio de la cárcel. Bajaron a Jeremías
con sogas a la cisterna, en la que no había agua, sino barro; y se hundió Jeremías
en el barro» (versículo 6). Las cisternas vacías eran frecuentemente utilizadas
como cárceles o calabozos. Qué dura experiencia para el fiel siervo de Dios,
verse confinado en el ambiente oscuro, frío y húmedo de una fangosa cisterna.
Pero el mayor dolor de Jeremías era tal vez el moral: ser acusado de traición y de
estar en contra del mismo pueblo al que estaba tratando de ayudar y de salvar.
«El etíope Ebed-melec, funcionario de la casa real, se enteró de que habían
echado a Jeremías en la cisterna. En cierta ocasión cuando el rey estaba participando en una sesión frente al portón de Benjamín, Ebed-melec salió del palacio
real y le dijo: "Mi rey y señor, estos hombres han actuado con saña. Han arrojado
a Jeremías en la cisterna, y allí se morirá de hambre, porque ya no hay pan en la
ciudad". Entonces el rey ordenó al etíope Ebed-melec: "Toma contigo tres hombres, y rescata de la cisterna al profeta Jeremías antes de que se muera"» (versículos 7-10, NVI).
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10. El Dios de la ciudad destruida  115
El rey mandó treinta hombres para ayudarle, no porque Jeremías pesara tanto, sino para poder contrarrestar cualquier oposición por parte de los oficiales
jefes de la corte. En la operación rescate los hombres hicieron uso de trapos
viejos, raídos y andrajosos debido a que el estrecho cuello de la cisterna, sinuosamente construido, requería que se actuara con ingeniosidad 2 (versículos 1113). A través de estas provisiones en medio de las circunstancias más difíciles, el
Dios de Jeremías nos permite vislumbrar su amor y su fidelidad para con sus hijos
que le sirven.
El fin se acerca. Después de estos eventos el rey mandó traer a Jeremías secretamente a su presencia. Era su última oportunidad para obedecer el mensaje
divino y cambiar así su propia suerte y el destino de su reino. «Entonces dijo
Jeremías a Sedequías: "Así ha dicho Jehová, Dios de los ejércitos, Dios de Israel:
'Si te entregas en seguida a los jefes del rey de Babilonia, tu alma vivirá y esta
ciudad no será incendiada; vivirás tú y tu casa. Pero si no te entregas a los jefes
del rey de Babilonia, esta ciudad será entregada en manos de los caldeos; ellos la
incendiarán, y tú no escaparás de sus manos'"» (versículos 17, 18).
El rey, preocupado más por su honra personal que por la salvación de su
pueblo, rehusó obedecer al Dios de Jeremías, e hizo retornar a su siervo a su
lugar de encarcelamiento. «Y quedó Jeremías en el patio de la cárcel hasta el día
que fue tomada Jerusalén. Allí estaba cuando Jerusalén fue tomada» (vers. 28).
Sedequías decidió proceder según su propia voluntad, no prestó atención al último llamamiento de la misericordia divina, y tanto él como su pueblo tuvieron
que afrontar las consecuencias.
La caída de la ciudad favorita de Dios
Jerusalén era la ciudad favorita de Dios porque en ella estaba su templo. El sitio de la ciudad amada duró más de dos años, desde comienzos del 588 hasta
fines del verano del 586 a.C. Durante los meses del sitio, el hambre creciente
acosaba dentro de las murallas llegando a tal extremo que algunos de sus habitantes se vieron forzados a recurrir al canibalismo: «Con sus manos, mujeres
compasivas cocinaron a sus propios hijos, y esos niños fueron su alimento cuando Jerusalén fue destruida» (Lamentaciones 4:10, NVI). Y, «a los nueve días del
cuarto mes arreció el hambre en la ciudad y, cuando el pueblo de la tierra no
tenía ya nada que comer, abrieron una brecha en el muro de la ciudad», los
hombres de guerra huyeron durante la noche pero el ejército babilonio los siguió
y los apresó en la llanura de Jericó (2 Reyes 25:3-5).
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116  EL DIOS DE JEREMÍAS
El rey Sedequías fue capturado y llevado ante Nabucodonosor quien se encontraba en Ribla, una dudad estratégicamente ubicada, en tierra de Hamat, en
las cercanías de Jerusalén. Allí dictaron sentencia contra él. Mataron a todos los
nobles que quedaban en Judá incluyendo a los hijos de Sedequías, quienes fueron degollados en su misma presencia y a él le sacaron los ojos, lo ataron con
cadenas y se lo llevaron prisionero a Babilonia (versículos 6, 7). De nada le valió
el haber procurado el socorro del faraón, rey de Egipto, quebrantando su promesa de lealtad a Nabucodonosor, rey de Babilonia.
Los caldeos que destruyeron Jerusalén incursionaron en la ciudad el 18 de julio del 586 a.C. La caída de Jerusalén, ciudad santa de los judíos y por tanto
amada de Dios, no fue un acontecimiento súbito. Llegó al final de un largo proceso de debilitamiento y de sufrimientos obligados. Su decadencia avanzó hasta
que finalmente la capital de Judá fue destruida y quemada con fuego, el hermoso templo de salomón, razón de máximo orgullo nacional, fue profanado y arrasado, y el reino de Judá cayó para nunca más volver a ocupar su privilegiada
posición entre las naciones de la tierra. 3 El Dios de Jeremías era ahora el Dios de
una ciudad destruida. Pero él no habría de abandonarla. Y ¡qué esperanza hay
en ello para nosotros hoy! Cuando él ve nuestras resoluciones, esfuerzos y esperanzas convertidos en un montón de escombros, no los mira y luego se aleja para
nunca más volver. Tenemos un Dios que en los momentos más difíciles sigue
siendo fiel; no puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13). Aunque toquemos
fondo, el Dios de Jeremías nunca nos abandona.
Nabuzaradán, capitán de la guardia babilónica, encontró a Jeremías atado
entre los cautivos de Jerusalén y de Judá que iban deportados a Babilonia y lo
liberó de las cadenas que tenía en sus manos (Jeremías 40:1). Luego, en nombre
de su rey, Nabucodonosor (39:11, 12), le dijo: «Y ahora, he aquí que en este día
yo te he librado de las cadenas que tenías en tus manos. Si te parece bien venir
conmigo a Babilonia, ven, y yo velaré por ti; pero si no te parece bien venir conmigo a Babilonia, puedes quedarte. Mira, toda la tierra está delante de ti: ve a
donde mejor y más cómodo te parezca ir» (40:4). «Se fue entonces Jeremías a
Gedalías hijo de Ahicam, a Mizpa, y habitó con él en medio del pueblo que había quedado en la tierra» (versículo 6). La decisión de Jeremías de rechazar la
oferta de Nabucodonosor y quedarse en Jerusalén (aunque bien pudo haberse
ido), de alguna manera refleja el interés pastoral de su Dios en el escaso remanente de un pueblo desobediente, abandonado en una ciudad destruida. Ese es
el Dios de Jeremías. Ese es tu Dios. Ese es mi Dios.
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10. El Dios de la ciudad destruida  117
Es interesante notar que el Dios de Jerusalén le había revelado algo de sí
mismo al gobernante de la ciudad de Babilonia. Y es sorprendente que Nabucodonosor aceptó esa revelación de Dios como la razón de su victoria en lugar de
atribuirla a su propio poder y superioridad sobre los judíos. El capitán de la
guardia le dijo a Jeremías: «Jehová, tu Dios, anunció este mal contra este lugar; y
lo ha traído y hecho Jehová según lo había dicho, porque pecasteis contra Jehová y no escuchasteis su voz. Por eso os ha venido esto» (versículos 2, 3). Cuán
paradójico es que el rey pagano y sus principales oficiales entendieron lo que el
pueblo de Dios, con su rey y sus oficiales, no había querido entender.
Vislumbres del Dios de Jeremías
Estos hechos y declaraciones nos permiten entender que la nación Judía fue
destruida no por falta de poder de parte de su Dios, pues como sus destructores
mismos entendían, perecieron «porque pecaron contra Jehová, morada de justicia, contra Jehová, esperanza de sus padres» (50: 7). Dios se revela más bien
como el Todopoderoso; como el que tiene en sus manos el control de las naciones y de los acontecimientos mundiales. Y no solo eso, sino que dirige también la vida de los individuos. En sus manos «el corazón del rey es como un río:
sigue el curso que el Señor le ha trazado» (Proverbios 21:1, NVI).
Cuando Dios tiene que disciplinarnos, él mismo se duele. «En toda angustia
de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los levantó todos los días de la antigüedad» (Isaías
63:9). Aunque destruida, el Dios de Jeremías aún seguía siendo el Dios de Jerusalén. Acerca de su futura reconstrucción, el mismo Dios dijo: «Vienen días, dice
Jehová, en que la ciudad será edificada a Jehová, desde la torre de Hananeel
hasta la puerta del Ángulo» (Jeremías 31:38). «Porque así ha dicho Jehová de los
ejércitos, Dios de Israel: "Aún se comprarán casas, heredades y viñas en esta
tierra"» (32:15). Dentro del plan de amor de Dios, la restauración de su pueblo
llegaría a ser completa. ¡Qué gran Dios!
De todo vuestro corazón»
«
Cuando los cautivos de Judá habían sido transportados a Babilonia, Jeremías,
quien por concesión de Nabucodonosor se había quedado entre los pocos que
habían sido dejados en el país, por indicación divina le escribió desde Jerusalén
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118  EL DIOS DE JEREMÍAS
una carta a los exiliados. Aunque dirigida a los ancianos, los sacerdotes y los
profetas, la carta concernía a todo el pueblo en la deportación. Según Jeremías
29: 1-10, los mensajes principales de la carta y sus implicaciones, eran:
•
Construyan casas y habítenlas:
Dispondrían de tiempo para edificar, y habitar.
•
Planten huertos y coman de su fruto:
Tendrían tiempo para sembrar y cosechar.
•
Cásense y tengan hijos e hijas:
Habría tiempo suficiente para formar familias.
•
Casen a sus hijos y tengan nietos:
El cautiverio se extendería por largo tiempo.
•
Multiplíquense allá, no disminuyan:
El pueblo de Dios debía fortalecerse en el exilio.
•
Busquen el bienestar de Babilonia:
El hacerlo, redundaría en el bienestar de ellos.
•
Oren por Babilonia:
El bien de ellos dependería del bien de Babilonia.
•
No se dejen engañar por sus profetas:
No volverán a Jerusalén tan pronto como ellos dicen.
•
No crean los sueños de los adivinos:
No regresarán en dos años; pasarán allá largo tiempo
•
Dios no ha enviado a tales mensajeros:
Siempre habrá falsos profetas entre el pueblo de Dios
•
Pasarán setenta años en cautiverio:
A pesar de un largo exilio, Dios sería fiel en visitarlos.
El reino de Judá había luchado hasta el final contra Babilonia creyendo, según se lo anunciaban los falsos profetas, que por ser el pueblo de Dios no sería
vencido y si lo era, lo sería tan solo por un corto período de dos años al final de
los cuales los exiliados a Babilonia regresarían a Jerusalén. Pero Dios había
anunciado por medio de Jeremías que los enemigos de su pueblo triunfarían y
Jerusalén caería (Jeremías 15:5, 6), y que su cautividad se extendería por setenta
largos años.
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10. El Dios de la ciudad destruida  119
A pesar de todo lo anterior, el corazón del mensaje para los cautivos, de parte
del amante Dios de Judá, era: «Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca
de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que
esperáis» (Jeremías 29:11). ¡Qué hermosa promesa! Sermones alentadores, inspirados poemas, hermosos cantos, han sido motivados por sus palabras. Y han
sido, sobre todo, fuente de inspiración para la fe de incontables hijos de Dios a
través de la historia.
Parte de ese mensaje central son las palabras que le siguen: «Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé. Me buscaréis y me hallaréis,
porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (versículos 12, 13). Esta fue siempre la condición para la restauración, así que este no era un mensaje nuevo. Dios
se lo había hecho claro a sus antepasados, a quienes les dijo:
«Sucederá que cuando hayan venido sobre ti todas estas cosas, la bendición y
la maldición que he puesto delante de ti, te arrepientas en medio de todas las
naciones adonde te haya arrojado Jehová, tu Dios, te conviertas a Jehová, tu
Dios, y obedezcas a su voz conforme a todo lo que yo te mando hoy, tú y tus
hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, entonces Jehová hará volver a tus
cautivos, tendrá misericordia de ti y volverá a recogerte de entre todos los pueblos adonde te haya esparcido Jehová, tu Dios. Aunque tus desterrados estén en
las partes más lejanas que hay debajo del cielo, de allí te recogerá Jehová, tu
Dios, y de allá te tomará [...]. Si desde allí buscas a Jehová, tu Dios, lo hallarás, si
lo buscas de todo tu corazón y de toda tu alma» (Deuteronomio 30:1-4; 4: 29).
Mediante la carta de su siervo, el Dios de Jeremías tenía la intención de asegurarle a su pueblo que a pesar de la destrucción de Jerusalén y de las circunstancias por las cuales ahora estaban atravesando, él no había dejado de amarlos,
y que allí mismo, en el lugar de su cautiverio, podían experimentar una nueva
vida mediante un reencuentro con él si lo procuraban con todo su corazón. Y
procedió a reafirmarles la vigencia de esa condición, con su disposición a ser
hallado por ellos. Les dijo: «Seré hallado por vosotros, dice Jehová; haré volver a
vuestros cautivos y os reuniré de todas las naciones y de todos los lugares adonde os arrojé, dice Jehová. Y os haré volver al lugar de donde os hice llevar» (Jeremías 29:14).
El Dios de Jeremías conoce nuestros corazones y la sinceridad de nuestras
decisiones. Él se identifica a sí mismo como: «¡Yo, Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto
de sus obras!» (Jeremías 17:10). Si con todo nuestro corazón lo buscamos, está
dispuesto a ser hallado por nosotros.
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120  EL DIOS DE JEREMÍAS
En su gran plan para salvamos, el Dios de Jeremías quiere damos su ayuda
para lograr lo que es imposible con nuestras propias fuerzas. Así que con toda
sinceridad podemos pedirle: «Conviérteme, y seré convertido, porque tú eres
Jehová, mi Dios» (31: 18). No podemos cambiar nuestro corazón por nosotros
mismos pero podemos pedírselo y entregarle nuestra voluntad para que lo haga
por nosotros. Sea nuestra oración: «Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo
dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti. Sálvame
a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda
fluir por mi alma». 4
Los setenta años
Según el plan divino, la cautividad de los judíos en Babilonia duraría setenta
años. Aunque en Jeremías 29: 10 este período se aplica solamente al pueblo de
Judá, su mención en Jeremías 25: 11 incluye a las naciones vecinas, las que rodeaban a Jerusalén. Dios había dicho: «Yo enviaré y tomaré a todas las tribus del
norte, dice Jehová, y a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y los traeré
contra esta tierra y contra sus habitantes, y contra todas estas naciones en derredor» (vers. 9). Sin embargo, la Septuaginta (LXX), la versión griega del Antiguo
Testamento hebreo, traduce Jeremías 25:11 aplicándolo a los judíos, interpretando que «ellos servirán entre los gentiles setenta años». Al traducir así la última
parte del versículo, este coincide con 29:10, donde los setenta años se aplican a
Judá solamente. 5
Aunque ha habido discusión sobre el tema —como en casi todo tema cronológico, especialmente si tiene repercusiones teológicas— los setenta años han
sido por lo general asociados con el período de la cautividad judía en Babilonia
y contabilizados desde el año 606/605 a.C., cuando Nabucodonosor deportó el
primer grupo de judíos a Babilonia, hasta el 536/535 a.C. cuando un gran grupo
de cautivos fueron liberados y, bajo la dirección de Zorobabel, retomaron a Jerusalén por decreto del rey Ciro en el primer año de su gobierno. 6
Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías
En las palabras: «Porque así dijo Jehová: "Cuando en Babilonia se cumplan
los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre vosotros mi buena palabra,
para haceros volver a este lugar"» (Jeremías 29:10), se vislumbra que el Dios de
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10. El Dios de la ciudad destruida  121
Jeremías es un Dios de esperanza. Aun la cautividad por setenta años conllevaba
el mensaje de que todo no estaba acabado, que seguían siendo su pueblo, pues
él no los había abandonado y que tenía un plan para sus hijos (versículo 11).
Lo que ocurrió al inicio de los setenta años, «las desolaciones de Jerusalén»,
nos muestra que el Dios de Jeremías es el Dios del juicio (Daniel 9:2), y que este
comienza «por la casa de Dios» (1 Pedro 4:17). Lo que ocurrió durante los setenta
años nos permite ver que el Dios de Jeremías, el Creador, se preocupa por su
creación, la tierra, y por el cuidado a ella debido (2 Crónicas 36:21). Y en lo que
sucedió al final de los setenta años podemos ver que él es el Dios que hace justicia, y que la hará a todas las naciones (Jeremías 25:12).
El Dios de Jeremías es un Dios restaurador (Jeremías 50:19), perdonador (versículo 20), y sobre todo, misericordioso (30:18). Es, además, Padre y Maestro
perfecto, que sabe cómo disciplinar y enseñar a sus hijos (Jeremías 32:33; 31:28).
El Dios de Jeremías es un Dios bueno, y su misericordia es para siempre (Jeremías 33:10, 11). Se goza con la alegría de sus hijos y espera que nuestras ofrendas sean manifestaciones sinceras de nuestra gratitud a él (versículo 11).
Concluyamos con una moraleja basada en lo que le pasó a la ciudad destruida: Nuestra mayor necesidad espiritual no es colectiva sino individual. Puede
haber matrimonios colectivos (y los hay), en los que simultáneamente se casan
centenares y aun miles de parejas, pero los trasplantes del símbolo del amor que
los une —el corazón— son individuales. ¿Permitiremos que el Cirujano divino
nos intervenga hoy mismo?
Referencias
1 Unger’s Bible Dictionary (1973), «Tammuz», pp. 1069, 1070.
2 Andrews University Bible, p. 1003.
3 Elena G. de White, Profetas y reyes, pp. 422, 423.
4 Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, cap. 2, 16.
5 «Jeremías», Comentario bíblico adventista, ed. F. D. Nichol (Hagerstown, Maryland: Review
and Herald, 1977), tomo 4, p. 446.
6 «Setenta años», Ibíd., tomo 3, pp. 92-94.
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