Barcos cargados de árboles Antonio de la Fuente

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Revista Dossier nº 32
Punto Seguido
Barcos cargados
de árboles
Antonio de la
Fuente
Los humanos inventamos la mundialización,
pero en ese terreno la naturaleza nos saca varios
milenios de ventaja. El mundo era uno antes de
que los continentes se desmembraran y se convirtieran en espacios relativamente autónomos.
Se conoce a ese momento preadánico como la
separación de Pangea. Árboles y plantas no esperaron a que los hombres apareciesen sobre la
faz de la Tierra y decidiesen ir de un continente
a otro para seguirlos.
Se dice que en el alba de los tiempos las montañas del centro de China fueron una gigantesca
incubadora para la mayoría de las flores que encontramos hoy por el ancho mundo: tanto las
añañucas andinas como las gencianas alpinas
tendrían, en ese entendido, ancestros chinos. En
cuanto a los árboles, se cree que en suelo europeo hay por partes iguales especies oriundas
de Europa, América, Asia y África. Lo mismo
puede decirse de América, Asia y África, y el redondeo final corresponderá a Oceanía, por mor
de la amplia difusión del eucalipto australiano.
Una ojeada por las calles de una ciudad como
Santiago llevando como guía El árbol urbano
en Chile, la clásica guía de Adriana Hoffmann,
mostraría un resultado similar.
Si los vaivenes de los vegetales son ancestrales
–está demostrado que los camotes americanos,
por ejemplo, no esperaron a que llegaran los
barcos europeos para circular por la Polinesia–,
el movimiento cobró una rápida aceleración con
la expansión colonial a partir del Renacimiento.
Semillas, brotes, esquejes, plantas, arbustos y árboles comenzaron a cruzar los océanos en un ir
y venir que fue haciéndose cada vez más intenso.
Los libros de historia escolar lo cuentan así:
si Colón buscó abrir la ruta de las Indias occidentales fue porque el comercio de las especias
orientales, a las que los europeos se habían vuelto adictos, se encarecía por el control que los
turcos otomanos ejercían sobre él en la frontera
eurasiática. Había que buscar otro camino.
Abierta así la navegación hacia el Caribe y
América a través del Atlántico, y al sudeste asiático y la Polinesia vía el Cabo de Buena Esperanza,
el trasiego de los vegetales alcanzaría su apogeo
entre los siglos xvii y xix. Tanto así que en 1907
el botánico belga Émile De Wilderman pudo
establecer que del medio millar de plantas más
utilizadas en el Congo, en el corazón del África negra, solo dieciséis eran africanas. El resto,
principalmente asiáticas y un tercio americanas:
cacao, tomate, tabaco, camote y un largo etcétera.
El crecimiento demográfico obligó a los europeos a diversificar su agricultura y su comercio, lo
que lograron apropiándose de vastos territorios y
domesticando incontables especies allí habidas.
En esa gigantesca dinámica, que derivó más
tarde en la Revolución Industrial, se mezclaron
la curiosidad, la codicia, la rapiña, las hazañas
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¿Cabría suponer que novelistas hispánicos anglófilos
e influenciados por la narrativa anglosajona
manejaran también la diversidad del mundo vegetal?
No siempre es así. Javier Marías, por ejemplo: ni una
brizna de hierba en sus trece novelas.
y los chascos de los que la historia humana es
pródiga. Para ir lejos y acercar tantas materias
primas, en el empeño por construir navíos, muelles y embarcaderos, los europeos debieron abatir
muchos árboles, bosques enteros. Luego, durante
la Revolución Industrial, necesitaron de ingentes cantidades de madera fosilizada en forma de
carbón para moverlos.
Los españoles suelen decir que antaño una
ardilla podía ir de rama en rama desde los Pirineos hasta Gibraltar, sin tocar el suelo de la
península ibérica. Italo Calvino acomoda esa
historieta a su manera y en El barón rampante
pone a un mono yendo entre Roma y España
de árbol en árbol, y en gracioso movimiento. No
hubo tal ardilla, seguramente, y menos tal mono,
pero algo así como un esbozo paradójico queda
en pie: en botánica, como en tantas otras cosas,
para hacerse con un nuevo mundo –y producir
azúcar, algodón, té, café, tabaco, soya, celulosa,
aceite y tanto más– los europeos consumieron
buena parte del mundo anterior.
Barcos cargados de árboles
Corre el año 1789. Un velero inglés, el Bounty,
deja la Polinesia rumbo a Jamaica cargado
con cientos de ejemplares jóvenes del árbol de
pan. Un armador londinense lo había enviado
a cumplir ese cometido buscando un medio
barato con que alimentar a los esclavos que cortaban caña de azúcar en el Caribe, caña que a su
vez endulza la dieta de los europeos. La travesía es dura y el capitán exigente. Como a bordo
el agua escasea y las plantas sufren, el capitán
raciona el consumo de los marineros. Excedida, la tripulación se amotina, liderada por el
segundo oficial. El cine ha fijado esas figuras
en la memoria: Marlon Brando es el joven oficial Fletcher Christian, rebelde que espada en
mano sube al jefe insoportable en una balsa, lo
envía a la deriva en pleno océano y pone proa
de regreso al paraíso polinésico donde lo espera
la hija del rey.
Como esa historia, decenas: el francés Charles Plumier, «descubridor» del magnolio, a su
regreso de América embarca sus colecciones de
plantas y semillas en un navío y sus cuadernos
de apuntes y dibujos de esas mismas plantas en
otro. Uno de los dos barcos naufraga. De haber
podido elegir, ¿qué hubiese preferido perder?
Otro naufragio, en el mar de Japón esta vez, en
1829, llevó a los japoneses a expulsar al botanista
Philipp Franz von Siebold al descubrir que su
barco transportaba a Europa semillas del árbol
del té, Camelia sinensis, y notas para facilitar su
cultivo. Chinos y japoneses lograron impedir,
hasta el siglo xix, que se implantara fuera del
Extremo Oriente el cultivo de té, hoy la bebida
más consumida en el mundo después del agua.
Los consumidores europeos creyeron durante
siglos que el té era una infusión de hierbas –y el
té verde y el té negro, dos hierbas diferentes– e
ignoraban la existencia de este árbol.
El botín botánico enciende las pasiones. A lo
menos que aspiran los conquistadores del nuevo
reino vegetal es a dar su nombre a una planta
que llene el Viejo Mundo de colores, sabores y
aromas hasta entonces desconocidos. Y si esa
planta reciente acaba con las consuetudinarias
hambrunas, tanto mejor.
Después de todo, el famoso capitán Cook,
primer europeo en llegar a Hawái, Australia y
Nueva Zelanda, bautizó como Bahía Botánica
el lugar donde hoy se levanta Sídney, allá por
1770. Mientras su segundo, Joseph Banks, recolectaba plantas y semillas locales, cerca de allí la
tripulación del Endeavour entró en contacto con
la tribu de los gugu. Los ingleses vieron a un
muy curioso animal dar saltos, preguntaron a los
nativos cómo se llamaba y los australianos respondieron: «Canguro». Canguro, que en lengua
gugu quiere decir «no te entiendo».
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Lejos de allí, en el Caribe mexicano, un par
de siglos antes: «¿Cómo se llama este lugar?»,
preguntó el conquistador. «Yucatán», respondió el indio. Y la península se llamó Yucatán,
que en lengua maya quiere decir «¿me repite la
pregunta?».
Equívocos como esos se dan también en botánica. La flor de la corona, llamada jacinto azul
en algunos lugares, es una especie mediterránea
que llegó a Holanda a fines del siglo xviii. Allí
el sueco Carlos Linneo, padre de la nomenclatura científica moderna, la llamó Scilla peruviana,
nombre científico con el que se la conoce hasta
hoy. ¿Por qué? El jacinto azul había llegado en
un barco español llamado Perú.
La tuna es otro caso enredoso. Es mexicana,
como aprendimos escuchando la canción de
Jorge Negrete y mirando el escudo de México.
Cruzó el océano hasta topar con las Islas Canarias, desde donde pasó al norte de África, por lo
que los magrebíes la llaman «higo de los cristianos». Pero luego pasó a Francia desde el Magreb,
y por esta razón los galos la llaman «higo de
Barbería». Barbería: tierra de los beréberes, habitantes del Magreb.
Los portugueses, pueblo templado donde los
haya, se apasionaron por las novedades zoológicas y botánicas traídas por los navegantes
desde tierras lejanas, al punto de colgar enormes cocodrilos sobre los altares de las iglesias.
Cuenta Erik Orsenna en L’Entreprise des Indes
que los lusos de entonces no se contentaban con
llamar a los prodigios animales y vegetales con
los nombres que les daban los habitantes de sus
lugares de origen, y decidieron rebautizarlos en
la lengua de Camoens. La primera misión de
un esbozo de Academia de la Lengua (curiosamente en el Portugal moderno no la hay) estaba
servida, y un primer diccionario iba así a ser escrito. Un árbol de madera roja, que los africanos
de Gabón llamaban zaminguila, fue rebautizado
caoba (acajú), y a una especie de gran foca que
lloraba la llamaron manatí. Por cierto, caoba y
manatí son voces tupí y caribe, de modo que la
historia es incierta, como inciertos son a menudo los nombres comunes de plantas y árboles,
porque es habitual que se designe con la misma denominación a plantas o árboles diferentes,
y casi siempre estos tienen más de un nombre
cada uno.
Libros cargados de árboles
En la raíz de lo expuesto hasta ahora se encuentra la idea de que árboles y plantas son más de
lo que parecen porque son consubstanciales a la
aventura humana. A partir de esa idea podemos
irnos por las ramas, en cuyos extremos suelen
encontrarse flores y frutos. Y pinturas. Y violines. Y libros.
Hablando de frutos, tomemos un bodegón.
Uno de Carabacho, de fines del siglo xvi. En la
cesta de la abundancia que el personaje sostiene
está la fruta de la que entonces se disponía en
la Europa del Mediterráneo: uvas, manzanas,
peras, higos, membrillos. No tardarían en llegar
a esa canasta los plátanos asiáticos, las sandías
africanas y un grueso contingente americano
en forma de piñas, papayas, paltas, tomates y
chirimoyas.
El recientemente fallecido Umberto Eco, teórico del saber enciclopédico y de su relación con
la ficción, se arriesga en Apostillas a El nombre
de la rosa, a propósito de otro novelista italiano:
«Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una
raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende
la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab», escribe. ¿Un baobab en la selva?
El baobab de El Principito, de Saint-Exupéry, el
árbol botella de las postales de Madagascar, no
crece en selvas húmedas y umbrías sino en zonas
secas y arenosas. Tampoco es común tropezar
con una de sus raíces, porque no son aparentes,
como las del ombú americano o las del ficus bania asiático.
Salgari nunca salió de Italia, lo que no le
«¿Cómo se llama este lugar?», preguntó el
conquistador. «Yucatán», respondió el indio. Y la
península se llamó Yucatán, que en lengua maya
quiere decir «¿me repite la pregunta?».
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Los portugueses, pueblo templado donde los haya,
se apasionaron por las novedades zoológicas y
botánicas traídas por los navegantes desde tierras
lejanas, al punto de colgar enormes cocodrilos
sobre los altares de las iglesias.
impidió describir lugares tan dispares como Paraguay, Filipinas, Malasia o Siberia. Eco viajó
mucho, pero lo cierto es que no basta viajar para
ver y saber. ¿Cuántos visitantes extranjeros dejarán Chile convencidos de que el copihue es la
flor de la araucaria? De la chilenísima araucaria
que, por cierto, adorna con su porte inconfundible muchos jardines europeos. En las regiones
de habla francesa, y en atención a sus hojas espinudas, se le da el curioso nombre de Désespoir des
Singes («desesperación de los monos», Monkeypuzzle tree, en inglés), por la impotencia que
sentiría un improbable mono que quisiera treparse a uno de estos árboles.
¿Una araucaria en Holanda?, se pregunta el
narrador de Material rodante, de Gonzalo Maier,
al ver un ejemplar (no) «en medio de un bosque
en Coñaripe ni en una de esas tristes plazas de
provincia, sino en Etten-Leur, una ciudad perdida en el interior de Holanda». Todo se explica:
a mediados del siglo xix, los hermanos galeses
Thomas y Edward Lobb recorrieron Chile en
pos de curiosidades botánicas que serían luego
rápidamente adoptadas por los jardineros europeos. Entre otras, además de la araucaria, el
curioso arbusto Desfontainia spinosa, al que los
británicos bautizaron como Chilean Holly, que
luce en el Atlas de Gay su combinación de encendidas flores rojas y hojas verdes sempiternas.
Abundando en la idea de que árboles y plantas son más de lo que parecen, el británico Cyril
Connolly suponía que, como ciertas plantas se
valen de los insectos para reproducirse, las más
exitosas, las más competitivas –como el tabaco,
la vid y el café–, se valen de la adicción de los
hombres a los bares para el mismo fin.
Nadie como los escritores anglosajones para
volcar su saber botánico en sus libros. ¿Cabría
suponer que novelistas hispánicos anglófilos e
influenciados por la narrativa anglosajona manejaran también la diversidad del mundo vegetal?
No siempre es así. Javier Marías, por ejemplo: ni
una brizna de hierba en sus trece novelas. En la
última, Así empieza lo malo, en una jocosa escena
en que el protagonista, para espiar a una pareja
adúltera, trepa a un árbol en pleno Madrid, frente a un santuario pinochetista, y es descubierto
en ese árbol por una monja, Marías se contenta
con hablar de un árbol sencillamente, sin especificar si se trata de un plátano oriental, de una
acacia o de un arce, especies usuales en las calles
madrileñas.
Borges, por las mismas. Uno de sus relatos
más conocidos se llama «El jardín de los senderos que se bifurcan», pero dentro no hay un
mísero musgo. A no ser que se deje el libro en el
patio una húmeda noche de invierno. Alejandro
Zambra llamó a su primera novela Bonsái, por
un árbol miniaturizado que describe e incluso
dibuja. Pero ni siquiera observando el dibujo de
cerca hay manera de saber de qué especie se trata, si bien parece un árbol chileno, digamos una
patagua. En Bonsái se menciona un relato de
Macedonio Fernández, «Tantalia», en el que el
protagonista también debe vérselas con la poda
extrema de una especie vegetal. Tanto Macedonio como Zambra se refieren a ella como «una
plantita», aunque el narrador trasandino tiene el
detalle de agregar «de trébol».
Vargas Llosa, en cambio, evidencia una más
que aceptable sensibilidad vegetal cuando describe su barrio de Miraflores en la Lima de los
años cincuenta, en Travesuras de la niña mala:
«Jardines con los infaltables geranios, las poncianas, los laureles, las buganvillas, el césped y
las terrazas por las que trepaban las madreselvas
o la hiedra, con mecedoras donde los vecinos
esperaban la noche comadreando y oliendo el
perfume del jazmín. En algunos parques había
ceibos espinosos de flores rojas y rosadas, y las
rectas, limpias veredas tenían arbolitos de suche,
jacarandás, moras».
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El árbol del suche en Perú, franchipaniero
(oloroso a pan francés) bajo otros cielos, resume a su manera lo que tratamos de mostrar:
es un magnolio, bautizado Plumeria rubra por
el francés Pluier, el mismo del naufragio. Es
centroamericano de origen pero es en la India
donde su capacidad para producir flores y brotes ha tenido mayor acogida, al punto de que
lo llaman el árbol del templo: con sus flores se
hacen ofrendas a los dioses, se alfombran los
edificios dedicados al culto, por lo que siempre
hay franchipanieros en los jardines en torno a
los templos hinduistas.
El dramaturgo sueco August Strindberg pasaba apuros económicos en París en 1888 –el
mismo año en que escribió su célebre Señorita
Julia–, por lo que se vio obligado a publicar una
serie de artículos sobre horticultura, reunidos
luego en un tomo llamado Mi jardín y otras historias naturales. Allí expone sus observaciones
sobre la sexualidad del pepino y de la correhuela,
y no se priva de discutir de tú a tú algunas de las
tesis de Darwin.
Marguerite Yourcenar, en el primero de sus
Cuentos orientales, describe un jardín en el palacio del emperador de China en tiempos del
reino Han, en el que cada flor de sus arboledas
pertenece a una especie rara traída de allende los mares. Y en el último relato de la serie,
«La tristeza de Cornelius Berg», cuenta cómo
el protagonista, un mediocre pintor holandés,
coetáneo de Rembrandt, a la vista de una variedad de tulipán, rico en colores, recuerda otro
jardín lejano, visitado en uno de sus viajes, el de
un bajá turco cuyo orgullo por sus tulipanes lo
hacía llamarlo «su harén».
De las flores han abusado no solo los bajás.
Nadie se ha burlado del abuso infligido por los
poetas al reino vegetal con tanta gracia como
Rimbaud, que, a los diecisiete años, en Lo que se
dice al poeta a propósito de flores, llama a los lirios
«clisteres de éxtasis» y a las violetas «salivazos
dulces de las ninfas negras».
Nicanor Parra, por su parte, tratándose de
árboles y hábitats, es preciso y contundente:
«Aleluya. Sauces en el desierto de Atacama».
Qué menos.
En un parque junto al lago del pueblo donde
vivo, en el centro de Bélgica, hay una raíz de alcanforero dispuesta en forma de escultura por
un maestro japonés. Esa raíz derivó seiscientos
años por el mar de China y hoy, pasados treinta
años de estar expuesta a los vientos del noreste y
ser lavada a diario por la lluvia belga, aún huele.
Huele de maravilla, quiero decir.
Los libros, como esa escultura de la raíz del
alcanforero, se hacen con árboles. Por eso huelen
como huelen cuando desplegamos sus páginas.
También la música y sus instrumentos. Los mejores violines, los Stradivarius, se hicieron hace
más de trescientos años con madera de arces
y abetos que habían crecido lentamente en los
fríos contrafuertes de los Alpes. Y hay quien
dice que Antonio Stradivari utilizó para crearlos
madera de barcos naufragados.
Antonio de la Fuente es periodista y traductor. Vive en
Bélgica, donde trabaja como editor de la revista Antipodes.
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