EL ÚLTIMO CIGARRILLO Eran casi las tres de la madrugada. El tic-tac que tanto le molestaba cuando toda la ciudad dormía esta vez le regalaba una sensación de compañía, al saber que al menos eran dos los que seguían trabajando en ese despacho, el reloj y él. Se quitó las gafas de pasta, las dejó sobre la mesa y buscó su cajetilla de Chesterfield entre las montañas de libros y papeles. Encendió un cigarrillo y se frotó los ojos, la vista empezaba a resentir el cansancio acumulado. Mientras fumaba, dirigió una mirada de resignación hacia la pared donde estaba colgado el retrato de su padre, que lo miraba con semblante serio y aire autoritario. Ese día era distinto a todos los demás. Llevaba días sin poder conciliar el sueño, cosa que nunca le había pasado, pero esta vez la encrucijada era muy complicada y las consecuencias eran importantes. Pensó que siempre había hecho bien su trabajo y esta vez no tendría por qué ser una excepción. - La palabra "siempre" condena al resto de la frase a cadena perpetua- solía decirle su padre -es mejor concederle el beneficio de la duda-. Duda. Esa palabra le aterraba. Sabía que él no podía permitirse el lujo de dudar más allá de lo que su condición de ser humano le exigía. Al fin y al cabo jugaba a ser Dios en un ámbito chiquitito, excusando la comparación. Recordaba las palabras de Charles Baudelaire: “Habría que añadir dos derechos a la lista de derechos del hombre: El derecho al desorden y el derecho a marcharse.” Ojalá esta vez él pudiera sentarse al otro lado y mirar, deshacerse de toda esa responsabilidad a pesar de ser un hombre franco y consecuente. Ojalá pudiese ser así de fácil sólo por esta vez. Aplastó la colilla del cigarrillo en el centro del cenicero de cristal, y se disponía a ponerse las gafas de nuevo cuando la puerta se abrió tímidamente y al otro lado apareció la figura de una mujer con batín de seda y mirada dulce. -Ven a dormir anda. Los jueces también tenéis derecho a descansar ¿no?. Además sabes que mañana es el gran día y necesitas ir con la cabeza despejada. Ya verás como este circo mediático se acaba pronto-. -Sí, el gran día- repitió mientras un escalofrío le recorría la nuca. La mujer dirigió hacia él una sonrisa reconfortante, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Él continuó mirando la puerta vacía, apagó la lámpara de mesa y se levantó de la silla. Se disponía a salir cuando dedicó una última mirada al retrato de su padre, que esta vez parecía haber cambiado toda esa seriedad por una mirada paternal y una sonrisa burlona de Gioconda. Devolviéndole la sonrisa y moviendo la cabeza hacia los lados, dijo para sí, en un ademán de rebeldía hacia sí mismo: -Malditos magistrados-. Y con expresión tierna y sin dejar de sonreír, apagó la luz, cerró la puerta y abandonó al tic-tac del reloj que seguiría trabajando sin él, sin descanso, sin compañía. AUTORA Nombre: Fátima Abdalah Noya (Máster Abogacía ICAP)