Comunidades del Tambor

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Comunidades
del Tambor
Foto: Mario Thompson
Paulo Dias
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Entre los pueblos bantúes de Africa Central, tambor se
dice ngoma. No sólo el instrumento sino, metonímicamente,
la danza y el canto que el tambor pone en acción y, por
extensión, toda la comunidad que se reúne en torno al
instrumento para la celebración ritual y placentera. Ngoma
atravesó el Atlántico, junto con sus guardianes convertidos en
esclavos, provenientes del Congo-Angola y de las tierras de
Nagó y Jeje. “Llora ngoma, ê Angola”, canta hoy el viejo
capitán de Mozambique en una fiesta del Rosario en Minas
Gerais, recordando el doloroso cruce del Atlántico. Y en Brasil
la ngoma, comunidad del tambor, crea lazos firmes entre el
pasado y el presente de la gente afrobrasileña, los actuales y
sus antepasados, la Señora del Rosario y Mãe Iemanjá...
Ngoma reinventada aquí de cuerpo, alma,
Olodum
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D
esde los tiempos de la Colonia el sonido vibrante de
los tambores afrobrasileños suena por aquí, en los
fondos de las fazendas, por las calles de los pueblos o
en los atrios de las iglesias, con su poder de arrancar a los
hombres de la forzada dispersión en la que viven. Registrados por
cronistas y viajeros a partir del siglo XVI, las fiestas y rituales de
los africanos son casi siempre objeto de descripciones poco serias
y prejuiciosas. Sonidos “monótonos”, danzas “lascivas”, ritos
“bárbaros” eran algunos de los calificativos utilizados por estos
escritores y moralistas, sin duda un tanto asustados con las
multitudes de negros que dichas fiestas movilizaban, multitudes
que siempre podían rebelarse contra la minoría blanca.
Paradójicamente, la fiesta negra también constituía una atractiva
opción de esparcimiento para muchos blancos propietarios de
esclavos, como ocurría en las fazendas e ingenios aislados.“Las
señoras llegaban muchas veces para la rueda, así como los
hombres, y asistían con placer a las danzas lúbricas de los negros,
y a los saltos grotescos de los negros”, escribe Freire Alemão, en
1859, sobre un batuque que presenciara en Pacatuba, Ceará.
La evolución de esos eventos musicales de los negros de la
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Colonia y del Imperio acabó por configurar el extenso abanico de
manifestaciones dramático-musicales-coreográficas que
actualmente presenciamos por todo Brasil entre el sábado de
Aleluya y el Carnaval. Entre la infinidad de estilos regionales de
las danzas-músicas negras, es posible percibir algunos núcleos de
sentido principales: los Batuques, ejecutados informalmente en
los terreiros (lugares de celebración) recónditos dedicados a la
memoria de las propias comunidades; las Congadas, conjuntos
rituales de danza y música vinculados a la tradición de culto a las
Hermandades católicas negras, los Candomblés, grupos
organizados de culto a las divinidades afrobrasileñas; y el Samba
Urbano, que se desarrolló en las primeras décadas del siglo XX a
partir de una confluencia de tradiciones.
Dichas Comunidades del Tambor, como nos gusta llamarlas,
representan diferentes formas de expresión de los negros del
Brasil surgidas como respuesta a las coyunturas histórico-sociales
peculiares vividas por las poblaciones afrodescendientes. No
obstante sus especificidades, esas Comunidades del Tambor
comparten casi siempre los mismos actores sociales y un universo
espiritual común. Y una parte esencial de ese universo común es
el ritmo, un determinado repertorio de patrones rítmicos que se
reproduce, en diferentes conjuntos instrumentales, a través del
inmenso territorio del Brasil y de las Américas negras, creando
lazos simbólicos de parentesco con la lejana Africa. Genealogías
rítmicas que, más resistentes al tiempo que cualquier palabra o
canto, se actualizan a cada momento en las manos que tocan y en
los pies que danzan.
Los Batuques de Terreiro que hoy en día se danzan por todo
Brasil tienen sus raíces en los espectáculos con danza y música que
promovían los esclavos afincados principalmente en la zona rural
– fazendas, ingenios, garimpos (minas auríferas)- aunque también
en algunas zonas urbanas, realizados en los pocos momentos de
esparcimiento de que disponían. Los batuques marcan la presencia
de la cultura bantú, traída por los africanos originarios de Angola,
Congo y Mozambique a los diferentes rincones del Brasil. Son
formas vivas de los batuques el Carimbó paraense, el Tambor de
Crioula de Maranhão, el Zambê de Rio Grande do Norte y el
Samba de Aboio de Sergipe; en Minas Gerais se celebra el
Camdomblé; en el Valle del río Paraíba paulista, mineiro y
fluminense, el Jongo o Caxambu; en la región de Tietê, en São
Paulo, se danza el Batuque de Umbigada, entre muchas otras
manifestaciones... Sin hablar de los primos extranjeros, como el
Tambor de Yuca cubano, o el Bellé de la Martinica, totalmente
semejantes a nuestros batuques.
En las lejanas fazendas de los tiempos del cautiverio, las fiestas de
terreiro llevadas a cabo en los días de descanso semanal y en los
feriados concentraban las vivencias de los esclavos en tanto grupo,
ya que cotidianamente ellos se hallaban dispersos en los campos de
trabajo. Todo ocurría africanamente a través del canto y del cuerpo
en movimiento, al son de los tambores. Era el momento de honrar
a sus ancestros, de repasar los acontecimientos de la comunidad,
de trabarse en payadas (contrapuntos de poesía) con toda la
fuerza y el encanto de la palabra proferida. Los versos metafóricos
entonados en dichas ruedas sólo le ofrecían al blanco el sentido
más literal, el más inocuo. Esto dejaba perplejos a los observadores
blancos: ¿se trataba de diversión o de devoción? El misterio
permanece hasta hoy, así como los viejos tambores de tronco
cavado, afinados a fuego, y venerados como verdaderas divinidades:
Gomá, Dambí, Dambá, Quinjengue... Las danzas, individuales o
colectivas, tanto son de tipo sensual, describiendo el cortejo
amoroso que culmina en el contacto de la umbigada (ombligazo)
–como en el Batuque de Tietê y en el Tambor de Crioula, por
ejemplo- como de carácter sagrado, mimetizando los gestos de los
Negros Viejos, los antepasados africanos que murieron en la
esclavitud: es el caso del Candomblé danzado en las
Hermandades mineiras del Rosario, y del Jongo carioca y paulista.
Condenados desde siempre por la Iglesia como permisivos y
temidos por los patrones como perturbadores del orden social, la
mayor parte de los batuques de terreiro continúan siendo
marginales, aún en los días actuales, en relación a la sociedad
dominante, excepto aquellos que logran penetrar en el mundo del
turismo y del espectáculo – es el caso del Tambor de Crioula y
del Carimbó–. Con la llegada de la población negra a las
ciudades, estas danzas ancestrales pasaron del campo a la periferia
urbana. Conservando su carácter intracomunitario, aún hoy se
realizan por la noche, en terreiros poco iluminados o barracones
fuera de las ciudades. Las tenues fronteras entre lo sagrado y lo
profano todavía caracterizan a algunas de esas ruedas, así como el
secreto de los versos de esos cantos desorientan a quienes llegan
de afuera. Que lo entienda quien pueda o quien sepa.
Lamentablemente, ese patrimonio cultural brasileño de gran
belleza y profundo refinamiento, fuente viva de historia, religión,
arte e identidad para muchas comunidades afrodescendientes, es
sistemáticamente ignorado por la “gran cultura” y por los medios
de comunicación de masas.
Al contrario de los Batuques, los Congos o Congadas (congas)
tuvieron relativa aceptación de la clase dominante blanca, según
testimonia Antonil ya en el siglo XVIII, siendo consideradas una
“diversión honesta” para los esclavos. Amén de lo cual, era una
ocasión importante para que los catequistas introdujeran
edificantes contenidos cristianos en sus argumentos, como la
gesta adaptada de Carlomagno narrando las luchas entre la
Cristiandad y la Morería infiel.
Las congadas tienen su origen en los séquitos de actores, músicos
y bailarines que acompañaban a sus Reyes Congos,
representantes de los linajes nobles de Africa en la diáspora
brasileña, en ocasión de las fiestas religiosas y oficiales. Dichos
cortejos estaban formados por miembros de las Hermandades
Católicas de negros descendientes de los bantúes –San
Benedicto, Nuestra Señora del Rosario, Santa Ifigenia-,
instituciones que históricamente les aseguraron a los negros
alguna participación en una sociedad que los rechazaba como
ciudadanos, constituyéndose en importantes repositorios de
tradiciones afrobrasileñas. Fue a través de los grupos rituales
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vinculados a las hermandades católicas –los congos o congadasque los africanos y sus descendientes pasaron a participar de las
fiestas públicas desde los tiempos coloniales.
Maracatús, Taieiras, Catumbis, Moçambiques, Catopês, Vilões,
Marujos, son algunas denominaciones de las diferentes formas
regionales de las congadas de cortejo. Algunas de ellas aún
preservan una parte teatral, en la cual se escenifican embajadas y
luchas entre reyes africanos; es el caso de los Congos de sainha
(cuyos integrantes usan una faldita en su vestimenta) de Río
Grande do Norte, de las Congadas paulistas de Ilhabela y São
Sebastião y del Ticumbi de Conceição da Barra, en Espirito Santo.
Particularmente en Minas Gerais, las Hermandades de Nuestra
Señora del Rosario todavía desempeñan un papel fundamental
en la organización de la vida religiosa de los afrodescendientes.
Allí el movimiento del Congado parece crecer año tras año,
reuniendo sus fiestas miles de personas llegadas de diferentes
localidades. Hay una gran diversidad de congadas en ese Estado,
en términos de estilo musical y coreográfico, de los instrumentos
y de la vestimenta, reflejo quizás de la antigua división de los
africanos según la etnia, en el seno de las Hermandades.
A esos grupos se les llama guardias, ya que tienen por función
acompañar a los Reyes Congos. Cargan tambores artesanales con
dos pieles tensadas por cuerdas y que se tocan con baquetas,
denominados cajas. El respeto que los congadeiros de las
Hermandades mineiras tienen por sus instrumentos proviene de
su fundamental importancia en relación a la tradición del
Rosario: según la leyenda, los tambores fueron hechos por los
esclavos africanos que lograron sacar de las aguas a Nuestra
Señora del Rosario con la fuerza de sus batuques, después de
vanos intentos de los blancos. Así habría comenzado el festejo en
honor a la Santa y toda la tradición del Reinado.“Madera santa”,
así le llaman.
La religión afro-brasileña conocida como Candomblé (Bahía),
Xangô (Pernambuco), Tambor de Mina (Maranhão) o Batuque
(Rio Grande do Sul), nació de los aportes míticos y rituales de
diferentes etnias o naciones africanas, con marcada influencia de
los sudaneses jejes y nagós. Llevados de Africa Occidental
(Nigeria y Benin actuales) a las capitales del Nordeste a partir de
finales del siglo XVIII, los sudaneses trabajaban generalmente
como esclavos caseros y también realizando tareas que rendían
dinero, y tenían una relativa facilidad para reunirse según su etnia.
Dichos esclavos urbanos pudieron, así, rearticular en Brasil su
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religión tradicional, en la cual los iaôs, sacerdotes iniciados, son
poseídos por las divinidades durante el transe místico. Orixás,
inquices o voduns, nombres que reciben las divinidades de
acuerdo a la nación o el origen étnico del candomblé, representan
fuerzas naturales y sociales.
No obstante el preconcepto y las constantes persecuciones
policiales de las que fueron víctimas en las primeras décadas del
siglo pasado, los terreiros de Candomblé supieron preservar entre
sus paredes una serie de prácticas culturales africanas, como las
lenguas rituales, un panteón y su mitología, instrumentos, ritmos
y cancionero, culinaria y objetos de culto. Aún más, se perpetuó
entre los seguidores de dicha religión una cosmovisión africana,
que observa el mundo como una tela de fuerzas vitales en
interacción, las cuales deben mantenerse equilibradas mediante
ritos específicos. Evidentemente, el culto a los orixás sufrió aquí
diversas adaptaciones y reinterpretaciones, tornándose
afrobrasileño. El ritual predominante jeje-nagó se mezcló a otras
expresiones religiosas africanas y amerindias, generando formas
de culto mixtas como los candomblés de Caboclo y, más
recientemente, la Umbanda.
Permanece el concepto de nación – cultural, ya no más étnicorelacionado sobre todo con la lengua ritual, con los repertorios de
los cánticos y con los estilos musicales. En las fiestas o sesiones
públicas y privadas de los Candomblés, la importancia de los
tambores y sus percusionistas rituales, los ogãs, es decisiva para
llamar a las divinidades a incorporarse en sus caballos y bailar su
mito entre los mortales. Los ogãs conocen una gran variedad de
toques de las diversas naciones del candomblé – Keto, Angola,
Jeje- y pueden dominar un repertorio de centenares de cánticos.
Los rasgos musicales peculiares de los candomblés Jeje-Nagó,
como las escalas de cinco notas (pentatónicas) permanecen
prácticamente restringidos a las casas de culto, en tanto que el
sonido de los Candomblé Congo-Angola, junto con los batuques
y cortejos de origen bantú, participan de un universo melódico y
rítmico extrarreligioso conocido y reconocible públicamente por
todo Brasil, entre los cuales se halla el samba. Sólo es posible oír
música religiosa nagó en ambientes públicos y profanos a través
de los afoxés del carnaval de Salvador de Bahía, llamados
“candomblés de calle”, y algunas de sus referencias rítmicas y
melódicas se evidencian en la sonoridad de los grupos afro como
Ilê aiyê y Olodum.
Las grandes ciudades brasileñas fueron el punto de encuentro de
todas las ngomas, Comunidades del Tambor, y el Carnaval es el
momento fundamental para que esa confraternización se
produzca. Las escolas de samba son el ejemplo por excelencia de
la confluencia y fusión de los muchos y diversos elementos del
habla afrobrasilera. La ciudad de Río de Janeiro, capital de Brasil a
partir de 1763, concentró a lo largo de su historia una gran
población de africanos, principalmente los bantúes originarios del
Congo y de Angola; ese contingente de negros fue creciendo,
luego de la abolición de la esclavitud, con la llegada de los libertos,
atraídos por dicha metrópoli en la esperanza de obtener trabajo.
No solamente negros, también mestizos y blancos pobres
migraron de las fazendas del valle del río Paraíba, de Minas
Gerais, del sertão nordestino, de todas partes.
En los morros y suburbios de Río se mezclaron tradiciones
culturales muy diferentes pero a la vez muy únicas: expresaban
alegría y devoción, contenían la fuerza del desafío y la reverencia
por los ancestros, expresadas a través del cuerpo, de la voz y del
tambor. Eran cosas de negros, herencia fuerte de aquellos que,
llegados de lejos, compartían un mismo destino subproletario en
los barrios periféricos y en las favelas. Así, se fueron uniendo en
un mosaico las múltiples memorias conservadas afectivamente.
Por un lado, el terreiro: el ritmo de los tambores de mano, el canto
improvisado de los viejos batuques como el Caxambu carioca y el
Samba-de-Roda bahiano, la ritualidad de los cultos como la
Cabula y la Macumba, la malicia corporal de los juegos como la
Pernada y la Capoeira. Por el otro, la calle: los Cucumbis cariocas,
los Ranchos de Reis bahianos, los Maracatús nordestinos, las
Congadas mineiras, todas aquellas danzas de cortejo
características de las fiestas deambulatorias del Catolicismo
Popular, incluyendo portabanderas, reyes y su corte,
enmascarados, bahianas, baterías de tambores portátiles
percutidos con baquetas. Y el gusto por lo colorido, por el brillo y
el lujo, que tiene sus raíces en el Barroco Católico de la Península
Ibérica, y una peculiar disposición en alas (bloques) en el gran
desfile procesional.
El Carnaval, evento mayor de la profanidad, pasó a ser el
calendario disponible para la celebración pública de la fiesta de los
negros en las metrópolis. En los años 20 del siglo pasado surgen
las Escolas de Samba, palabra negra amplificada mucho más allá
del pequeño terreiro de la comunidad, de y para las grandes
masas humanas de las ciudades. Peleando para legitimar su voz
ante la sociedad de los blancos y obtener la soñada visibilidad. La
Opera popular urbana se traslada al medio de una avenida, con
orquestas de centenares de tambores, instrumentos con piel de
nylon producidos en serie por una industria que se va
especializando. De repente, los poco animados grupos
carnavalescos de clase media se incorporan, de una vez por todas,
a la mágica coreografía del Samba negro. Las avenidas se
transforman en sambódromos, y el Samba, en un espectáculo
masivo y mediático.
Este texto fue escrito originalmente para presentar la exposición
multimedia “Comunidades del Tambor”, organizada en el SESC
Vila Mariana, São Paulo, durante el evento “Percusiones del
Brasil”, en 1999.
Paulo Dias, nacido en São Paulo en 1960, es músico y etnomusicólogo. Desde
1988 se dedica a la investigación de la música tradicional brasileña, en especial la
de raíces africanas, trabajo que está siendo divulgado a través de publicaciones,
documentales en video, CDs y exposiciones. Fundó y dirige la Asociación
Cultural Cachuera, dedicada a la documentación, estudio y divulgación de la
cultura popular tradicional brasileña. E-mail: [email protected]
Brazilian culture. E-mail: [email protected]
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