Comunidades del Tambor Foto: Mario Thompson Paulo Dias 40 Entre los pueblos bantúes de Africa Central, tambor se dice ngoma. No sólo el instrumento sino, metonímicamente, la danza y el canto que el tambor pone en acción y, por extensión, toda la comunidad que se reúne en torno al instrumento para la celebración ritual y placentera. Ngoma atravesó el Atlántico, junto con sus guardianes convertidos en esclavos, provenientes del Congo-Angola y de las tierras de Nagó y Jeje. “Llora ngoma, ê Angola”, canta hoy el viejo capitán de Mozambique en una fiesta del Rosario en Minas Gerais, recordando el doloroso cruce del Atlántico. Y en Brasil la ngoma, comunidad del tambor, crea lazos firmes entre el pasado y el presente de la gente afrobrasileña, los actuales y sus antepasados, la Señora del Rosario y Mãe Iemanjá... Ngoma reinventada aquí de cuerpo, alma, Olodum 41 D esde los tiempos de la Colonia el sonido vibrante de los tambores afrobrasileños suena por aquí, en los fondos de las fazendas, por las calles de los pueblos o en los atrios de las iglesias, con su poder de arrancar a los hombres de la forzada dispersión en la que viven. Registrados por cronistas y viajeros a partir del siglo XVI, las fiestas y rituales de los africanos son casi siempre objeto de descripciones poco serias y prejuiciosas. Sonidos “monótonos”, danzas “lascivas”, ritos “bárbaros” eran algunos de los calificativos utilizados por estos escritores y moralistas, sin duda un tanto asustados con las multitudes de negros que dichas fiestas movilizaban, multitudes que siempre podían rebelarse contra la minoría blanca. Paradójicamente, la fiesta negra también constituía una atractiva opción de esparcimiento para muchos blancos propietarios de esclavos, como ocurría en las fazendas e ingenios aislados.“Las señoras llegaban muchas veces para la rueda, así como los hombres, y asistían con placer a las danzas lúbricas de los negros, y a los saltos grotescos de los negros”, escribe Freire Alemão, en 1859, sobre un batuque que presenciara en Pacatuba, Ceará. La evolución de esos eventos musicales de los negros de la 42 Colonia y del Imperio acabó por configurar el extenso abanico de manifestaciones dramático-musicales-coreográficas que actualmente presenciamos por todo Brasil entre el sábado de Aleluya y el Carnaval. Entre la infinidad de estilos regionales de las danzas-músicas negras, es posible percibir algunos núcleos de sentido principales: los Batuques, ejecutados informalmente en los terreiros (lugares de celebración) recónditos dedicados a la memoria de las propias comunidades; las Congadas, conjuntos rituales de danza y música vinculados a la tradición de culto a las Hermandades católicas negras, los Candomblés, grupos organizados de culto a las divinidades afrobrasileñas; y el Samba Urbano, que se desarrolló en las primeras décadas del siglo XX a partir de una confluencia de tradiciones. Dichas Comunidades del Tambor, como nos gusta llamarlas, representan diferentes formas de expresión de los negros del Brasil surgidas como respuesta a las coyunturas histórico-sociales peculiares vividas por las poblaciones afrodescendientes. No obstante sus especificidades, esas Comunidades del Tambor comparten casi siempre los mismos actores sociales y un universo espiritual común. Y una parte esencial de ese universo común es el ritmo, un determinado repertorio de patrones rítmicos que se reproduce, en diferentes conjuntos instrumentales, a través del inmenso territorio del Brasil y de las Américas negras, creando lazos simbólicos de parentesco con la lejana Africa. Genealogías rítmicas que, más resistentes al tiempo que cualquier palabra o canto, se actualizan a cada momento en las manos que tocan y en los pies que danzan. Los Batuques de Terreiro que hoy en día se danzan por todo Brasil tienen sus raíces en los espectáculos con danza y música que promovían los esclavos afincados principalmente en la zona rural – fazendas, ingenios, garimpos (minas auríferas)- aunque también en algunas zonas urbanas, realizados en los pocos momentos de esparcimiento de que disponían. Los batuques marcan la presencia de la cultura bantú, traída por los africanos originarios de Angola, Congo y Mozambique a los diferentes rincones del Brasil. Son formas vivas de los batuques el Carimbó paraense, el Tambor de Crioula de Maranhão, el Zambê de Rio Grande do Norte y el Samba de Aboio de Sergipe; en Minas Gerais se celebra el Camdomblé; en el Valle del río Paraíba paulista, mineiro y fluminense, el Jongo o Caxambu; en la región de Tietê, en São Paulo, se danza el Batuque de Umbigada, entre muchas otras manifestaciones... Sin hablar de los primos extranjeros, como el Tambor de Yuca cubano, o el Bellé de la Martinica, totalmente semejantes a nuestros batuques. En las lejanas fazendas de los tiempos del cautiverio, las fiestas de terreiro llevadas a cabo en los días de descanso semanal y en los feriados concentraban las vivencias de los esclavos en tanto grupo, ya que cotidianamente ellos se hallaban dispersos en los campos de trabajo. Todo ocurría africanamente a través del canto y del cuerpo en movimiento, al son de los tambores. Era el momento de honrar a sus ancestros, de repasar los acontecimientos de la comunidad, de trabarse en payadas (contrapuntos de poesía) con toda la fuerza y el encanto de la palabra proferida. Los versos metafóricos entonados en dichas ruedas sólo le ofrecían al blanco el sentido más literal, el más inocuo. Esto dejaba perplejos a los observadores blancos: ¿se trataba de diversión o de devoción? El misterio permanece hasta hoy, así como los viejos tambores de tronco cavado, afinados a fuego, y venerados como verdaderas divinidades: Gomá, Dambí, Dambá, Quinjengue... Las danzas, individuales o colectivas, tanto son de tipo sensual, describiendo el cortejo amoroso que culmina en el contacto de la umbigada (ombligazo) –como en el Batuque de Tietê y en el Tambor de Crioula, por ejemplo- como de carácter sagrado, mimetizando los gestos de los Negros Viejos, los antepasados africanos que murieron en la esclavitud: es el caso del Candomblé danzado en las Hermandades mineiras del Rosario, y del Jongo carioca y paulista. Condenados desde siempre por la Iglesia como permisivos y temidos por los patrones como perturbadores del orden social, la mayor parte de los batuques de terreiro continúan siendo marginales, aún en los días actuales, en relación a la sociedad dominante, excepto aquellos que logran penetrar en el mundo del turismo y del espectáculo – es el caso del Tambor de Crioula y del Carimbó–. Con la llegada de la población negra a las ciudades, estas danzas ancestrales pasaron del campo a la periferia urbana. Conservando su carácter intracomunitario, aún hoy se realizan por la noche, en terreiros poco iluminados o barracones fuera de las ciudades. Las tenues fronteras entre lo sagrado y lo profano todavía caracterizan a algunas de esas ruedas, así como el secreto de los versos de esos cantos desorientan a quienes llegan de afuera. Que lo entienda quien pueda o quien sepa. Lamentablemente, ese patrimonio cultural brasileño de gran belleza y profundo refinamiento, fuente viva de historia, religión, arte e identidad para muchas comunidades afrodescendientes, es sistemáticamente ignorado por la “gran cultura” y por los medios de comunicación de masas. Al contrario de los Batuques, los Congos o Congadas (congas) tuvieron relativa aceptación de la clase dominante blanca, según testimonia Antonil ya en el siglo XVIII, siendo consideradas una “diversión honesta” para los esclavos. Amén de lo cual, era una ocasión importante para que los catequistas introdujeran edificantes contenidos cristianos en sus argumentos, como la gesta adaptada de Carlomagno narrando las luchas entre la Cristiandad y la Morería infiel. Las congadas tienen su origen en los séquitos de actores, músicos y bailarines que acompañaban a sus Reyes Congos, representantes de los linajes nobles de Africa en la diáspora brasileña, en ocasión de las fiestas religiosas y oficiales. Dichos cortejos estaban formados por miembros de las Hermandades Católicas de negros descendientes de los bantúes –San Benedicto, Nuestra Señora del Rosario, Santa Ifigenia-, instituciones que históricamente les aseguraron a los negros alguna participación en una sociedad que los rechazaba como ciudadanos, constituyéndose en importantes repositorios de tradiciones afrobrasileñas. Fue a través de los grupos rituales 43 vinculados a las hermandades católicas –los congos o congadasque los africanos y sus descendientes pasaron a participar de las fiestas públicas desde los tiempos coloniales. Maracatús, Taieiras, Catumbis, Moçambiques, Catopês, Vilões, Marujos, son algunas denominaciones de las diferentes formas regionales de las congadas de cortejo. Algunas de ellas aún preservan una parte teatral, en la cual se escenifican embajadas y luchas entre reyes africanos; es el caso de los Congos de sainha (cuyos integrantes usan una faldita en su vestimenta) de Río Grande do Norte, de las Congadas paulistas de Ilhabela y São Sebastião y del Ticumbi de Conceição da Barra, en Espirito Santo. Particularmente en Minas Gerais, las Hermandades de Nuestra Señora del Rosario todavía desempeñan un papel fundamental en la organización de la vida religiosa de los afrodescendientes. Allí el movimiento del Congado parece crecer año tras año, reuniendo sus fiestas miles de personas llegadas de diferentes localidades. Hay una gran diversidad de congadas en ese Estado, en términos de estilo musical y coreográfico, de los instrumentos y de la vestimenta, reflejo quizás de la antigua división de los africanos según la etnia, en el seno de las Hermandades. A esos grupos se les llama guardias, ya que tienen por función acompañar a los Reyes Congos. Cargan tambores artesanales con dos pieles tensadas por cuerdas y que se tocan con baquetas, denominados cajas. El respeto que los congadeiros de las Hermandades mineiras tienen por sus instrumentos proviene de su fundamental importancia en relación a la tradición del Rosario: según la leyenda, los tambores fueron hechos por los esclavos africanos que lograron sacar de las aguas a Nuestra Señora del Rosario con la fuerza de sus batuques, después de vanos intentos de los blancos. Así habría comenzado el festejo en honor a la Santa y toda la tradición del Reinado.“Madera santa”, así le llaman. La religión afro-brasileña conocida como Candomblé (Bahía), Xangô (Pernambuco), Tambor de Mina (Maranhão) o Batuque (Rio Grande do Sul), nació de los aportes míticos y rituales de diferentes etnias o naciones africanas, con marcada influencia de los sudaneses jejes y nagós. Llevados de Africa Occidental (Nigeria y Benin actuales) a las capitales del Nordeste a partir de finales del siglo XVIII, los sudaneses trabajaban generalmente como esclavos caseros y también realizando tareas que rendían dinero, y tenían una relativa facilidad para reunirse según su etnia. Dichos esclavos urbanos pudieron, así, rearticular en Brasil su 44 religión tradicional, en la cual los iaôs, sacerdotes iniciados, son poseídos por las divinidades durante el transe místico. Orixás, inquices o voduns, nombres que reciben las divinidades de acuerdo a la nación o el origen étnico del candomblé, representan fuerzas naturales y sociales. No obstante el preconcepto y las constantes persecuciones policiales de las que fueron víctimas en las primeras décadas del siglo pasado, los terreiros de Candomblé supieron preservar entre sus paredes una serie de prácticas culturales africanas, como las lenguas rituales, un panteón y su mitología, instrumentos, ritmos y cancionero, culinaria y objetos de culto. Aún más, se perpetuó entre los seguidores de dicha religión una cosmovisión africana, que observa el mundo como una tela de fuerzas vitales en interacción, las cuales deben mantenerse equilibradas mediante ritos específicos. Evidentemente, el culto a los orixás sufrió aquí diversas adaptaciones y reinterpretaciones, tornándose afrobrasileño. El ritual predominante jeje-nagó se mezcló a otras expresiones religiosas africanas y amerindias, generando formas de culto mixtas como los candomblés de Caboclo y, más recientemente, la Umbanda. Permanece el concepto de nación – cultural, ya no más étnicorelacionado sobre todo con la lengua ritual, con los repertorios de los cánticos y con los estilos musicales. En las fiestas o sesiones públicas y privadas de los Candomblés, la importancia de los tambores y sus percusionistas rituales, los ogãs, es decisiva para llamar a las divinidades a incorporarse en sus caballos y bailar su mito entre los mortales. Los ogãs conocen una gran variedad de toques de las diversas naciones del candomblé – Keto, Angola, Jeje- y pueden dominar un repertorio de centenares de cánticos. Los rasgos musicales peculiares de los candomblés Jeje-Nagó, como las escalas de cinco notas (pentatónicas) permanecen prácticamente restringidos a las casas de culto, en tanto que el sonido de los Candomblé Congo-Angola, junto con los batuques y cortejos de origen bantú, participan de un universo melódico y rítmico extrarreligioso conocido y reconocible públicamente por todo Brasil, entre los cuales se halla el samba. Sólo es posible oír música religiosa nagó en ambientes públicos y profanos a través de los afoxés del carnaval de Salvador de Bahía, llamados “candomblés de calle”, y algunas de sus referencias rítmicas y melódicas se evidencian en la sonoridad de los grupos afro como Ilê aiyê y Olodum. Las grandes ciudades brasileñas fueron el punto de encuentro de todas las ngomas, Comunidades del Tambor, y el Carnaval es el momento fundamental para que esa confraternización se produzca. Las escolas de samba son el ejemplo por excelencia de la confluencia y fusión de los muchos y diversos elementos del habla afrobrasilera. La ciudad de Río de Janeiro, capital de Brasil a partir de 1763, concentró a lo largo de su historia una gran población de africanos, principalmente los bantúes originarios del Congo y de Angola; ese contingente de negros fue creciendo, luego de la abolición de la esclavitud, con la llegada de los libertos, atraídos por dicha metrópoli en la esperanza de obtener trabajo. No solamente negros, también mestizos y blancos pobres migraron de las fazendas del valle del río Paraíba, de Minas Gerais, del sertão nordestino, de todas partes. En los morros y suburbios de Río se mezclaron tradiciones culturales muy diferentes pero a la vez muy únicas: expresaban alegría y devoción, contenían la fuerza del desafío y la reverencia por los ancestros, expresadas a través del cuerpo, de la voz y del tambor. Eran cosas de negros, herencia fuerte de aquellos que, llegados de lejos, compartían un mismo destino subproletario en los barrios periféricos y en las favelas. Así, se fueron uniendo en un mosaico las múltiples memorias conservadas afectivamente. Por un lado, el terreiro: el ritmo de los tambores de mano, el canto improvisado de los viejos batuques como el Caxambu carioca y el Samba-de-Roda bahiano, la ritualidad de los cultos como la Cabula y la Macumba, la malicia corporal de los juegos como la Pernada y la Capoeira. Por el otro, la calle: los Cucumbis cariocas, los Ranchos de Reis bahianos, los Maracatús nordestinos, las Congadas mineiras, todas aquellas danzas de cortejo características de las fiestas deambulatorias del Catolicismo Popular, incluyendo portabanderas, reyes y su corte, enmascarados, bahianas, baterías de tambores portátiles percutidos con baquetas. Y el gusto por lo colorido, por el brillo y el lujo, que tiene sus raíces en el Barroco Católico de la Península Ibérica, y una peculiar disposición en alas (bloques) en el gran desfile procesional. El Carnaval, evento mayor de la profanidad, pasó a ser el calendario disponible para la celebración pública de la fiesta de los negros en las metrópolis. En los años 20 del siglo pasado surgen las Escolas de Samba, palabra negra amplificada mucho más allá del pequeño terreiro de la comunidad, de y para las grandes masas humanas de las ciudades. Peleando para legitimar su voz ante la sociedad de los blancos y obtener la soñada visibilidad. La Opera popular urbana se traslada al medio de una avenida, con orquestas de centenares de tambores, instrumentos con piel de nylon producidos en serie por una industria que se va especializando. De repente, los poco animados grupos carnavalescos de clase media se incorporan, de una vez por todas, a la mágica coreografía del Samba negro. Las avenidas se transforman en sambódromos, y el Samba, en un espectáculo masivo y mediático. Este texto fue escrito originalmente para presentar la exposición multimedia “Comunidades del Tambor”, organizada en el SESC Vila Mariana, São Paulo, durante el evento “Percusiones del Brasil”, en 1999. Paulo Dias, nacido en São Paulo en 1960, es músico y etnomusicólogo. Desde 1988 se dedica a la investigación de la música tradicional brasileña, en especial la de raíces africanas, trabajo que está siendo divulgado a través de publicaciones, documentales en video, CDs y exposiciones. Fundó y dirige la Asociación Cultural Cachuera, dedicada a la documentación, estudio y divulgación de la cultura popular tradicional brasileña. E-mail: [email protected] Brazilian culture. E-mail: [email protected] 45