Anna Netrebko como Adina en la Opéra de Paris (Palais Garnier) Ópera en Francia por Jorge Binaghi L’elisir d’amore en París No había visto aún esta producción de Laurent Pelly, coproducida con Londres, donde parece hasta ahora haber tenido más suerte con el reparto. Aquí se previó en principio con Rolando Villazón (quien al parecer volverá próximamente a los escenarios), pero terminó siendo Giuseppe Filianotti quien se encargó de Nemorino. La voz está ahora más opaca y menos flexible y, pese a cantar fuerte casi todo el tiempo, exhibe tensiones en el agudo, señaladamente en los dúos. Como la puesta de Pelly (en una pequeña ciudad de provincia italiana y en la campiña de los años 50 del siglo XX) es inteligente (aunque siempre un poco exagerada y movediza), el personaje sale ganando sin duda. Belcore pierde, Adina y Giannetta ganan, y Dulcamara no sé, porque la actuación de extramuros de Paolo Gavanelli, quien además se dedicó a gritar todo lo que pudo (tal vez para compensar la falta de graves que la parte le exige), pero antes cantaba Donizetti mucho mejor, aunque el público lo recibió con ovaciones, como a todos. George Petean tiene mucha voz, de no mucha calidad y el enfoque deliberadamente vulgar, casi de macchietta, que le sentó bien, una vez superada su aria, que no fue un modelo en ningún sentido. Jaël Azzaretti hizo mucho de su pequeño papel y coro y orquesta se mostraron competentes aunque no particularmente inspirados. Paolo Arrivabeni dirigió por momentos con tiempos muy lentos y con mano pesada en los números de conjunto, pero se ocupó de pro ópera Escena de Fortunio en la Opéra Comique Fortunio en París La Opéra Comique sigue, bajo la dirección de Jérôme Deschamps, cumpliendo con su función de exhumar los tesoros del repertorio acumulado por la célebre institución. Qué ejemplo para algunos directores de teatro, advenedizos o no. Este año reaparecerán Mignon, Pelléas et Mélisande y un Grétry prácticamente desconocido. Estilos y épocas diversos y hasta antagónicos, obras que vieron su estreno o llegaron a la celebridad en esta casa (o sus antecesoras incendiadas). Messager, que fue director musical (y de gran importancia) y que estrenó el Pelléas (él, un wagneriano convencido), también supo escribir obras “ligeras”, aunque no tanto como las de un Offenbach o las de su amigo Chabrier, y sí una amable comedia lírica de medias tintas que hoy tal vez resulta un tanto monocorde, pero que tiene una paleta orquestal y en buena parte una inventiva melódica notables para acompañar los altibajos de este “vodevil” que en sus manos se convierte en “otra cosa”, más sutil, menos risueña (y tal vez por pro ópera eso más difícil de apreciar, pero el público abarrotó las funciones). Como siempre también, se cuidó todo detalle al máximo posible. El sociétaire de la Comédie y habitué no sólo del teatro galo, sino de su cine, Denis Podalydès hizo su entrada en el mundo de la ópera con gran preparación, sin estridencias, mucho trabajo de lima y cincel, e incluso consiguió crear algo más que los “tipos” de este tipo de obras, pero en particular en los dos protagonistas, que son también la parte más agradecida de la partitura. En particular el protagonista, un muchacho que vive mal el mundo y las relaciones, pero que es noble y sincero (tanto que resulta para otros ridículo pero sumamente útil). Joseph Kaiser lo cantó muy bien: no con un vozarrón pero con elegancia y de forma contenida (difícil para un hombre de su altura) y fue el mejor de todos; aunque Virginie Pochon no se quedó muy atrás (tiene una típica voz de soprano aguda francesa, un poco nasal y sin mucho color, pero de buena técnica y estilo, y muy clara en su articulación, y no sólo “coqueta” en la escena). Jean Sébastien Bou no tiene un material ni bello ni demasiado importante, pero su capitán enamoradizo le permitió trazar un excelente retrato vocal y artístico del personaje. Jean-François Lapointe no estuvo al principio en su mejor noche, con una emisión brusca y tensa que por suerte desapareció en el segundo acto; el intérprete es siempre simpático. Del resto destacaron, Foto: E. Carecchio los cantantes y no los cubrió. La triunfadora real, y la única que merecía la pena del viaje, fue Anna Netrebko: una Adina soberbia por escena y voz (demasiado madura por lo oscura y grande), que cantó con frescura, insolencia, seguridad y arriesgó sobreagudos no escritos en su gran aria y cabaletta, el gran momento vocal de la noche. Escena de Mireille en la Opéra de Paris (Bastille) Foto: Agathe Poupenay por las promesas de voz, el bajo Éric-Martin Bonnet y el tenor Philippe Talbot. Los comprimarios se comportaron muy dignamente, lo mismo que el coro en sus no muy nutridas pero bellas intervenciones. Si Jean-Marie Frémeau cantó con voz que ha conocido mejores tiempos, al menos su personaje es mayor y lo interpretó bien; no puede decirse lo mismo de la voz desangelada y descontrolada de Jérôme Varnier, que se hizo notar negativamente en una parte por suerte muy breve. La orquesta estuvo magnífica y la dirección de Louis Langrée fue la mejor que le he escuchado hasta ahora de una obra lírica, aunque más de una vez la rica orquestación de Messager lo tentó e hizo que le pusiera las cosas algo difíciles a los que estaban en el escenario. Mireille en París La obra que inauguró la temporada y la nueva dirección de Nicolas Joel tuvo mucho éxito de público, pero menos de crítica. Vi una de las últimas funciones, a teatro lleno y aplaudidor. Sin duda había que saldar la deuda de la entrada de la ópera en la sala mayor. Pero una vez dicho eso, y que en muchos momentos la música de Gounod es inspirada y en otros menos, pero siempre poco dramática (probablemente por el origen del asunto), la única defensa que podría tener sería un reparto de primeras voces. Aquí hemos tenido una: Alain Vernhes en un padre que ha ganado con el tiempo sin perder nada de lo que tenía cuando hace años lo vi encarnando la misma parte en Lieja; Franck Ferrari es una buena opción para el violento Ourrias, pero su canto es cada vez más vociferante y de notas fijas todo el tiempo; Sylvie Brunet encuentra en Taven un papel a su medida, aunque sigue siendo más una soprano de voz ácida y emisión difícil que una mezzo; y hay que mencionar el buen hacer de Anne-Catherine Gillet (Vincenette), Nicolas Cavalier (Ambroise) y la delicada Clémence (que desaparece sin rastro) de Amel Brahim-Djelloul. Charles Castronovo se defendió bien, engolando un poco, para llegar a su gran aria del último acto, donde cometió un desliz muy evidente aunque pronto superado. Inva Mula es muy musical y una gran profesional; asegura un buen nivel a una función, pero es poco convincente como actriz: la voz no tiene muchos colores y si además la privan de su aria más conocida (y difícil, ciertamente), con la excusa de que Gounod fue obligado a escribirla por la creadora del rol… O sea que no hubo “golondrina” esta vez. Pese a esto, que me parece una reserva de peso, Mark Minkowski dirigió bien en un territorio que no es el suyo de elección, y orquesta y coro (nuevamente preparado por Patrick Marie Aubert, que parece encargarse del repertorio no italiano) le respondieron muy pro ópera Escena de Die Tote Stadt (La ville mort) en París Die tote Stadt en París La célebre versión de Willy Decker, que ha viajado por toda Europa desde su creación en Viena, y con razón, servía para la entrada del título en la Opéra (aunque parezca increíble). La concepción, junto con las luces de Wolfgang Goebbel, se mantiene en un nivel altísimo, casi “clásico”, y los planos de la realidad y el ensueño quedan bien marcados, como bien delineados los personajes, y, claro, la relación con la música es perfecta. La orquesta y el coro (aunque no me parezca buena idea que haya distintos maestros según la obra, algo que comenzó con la dirección anterior) sonaron de modo excelente bajo la batuta de Pinchas Steinberg, particularmente adecuado para este repertorio, aunque unas veces no logró contener la catarata sonora. pro ópera Todos los intérpretes estuvieron a la altura, pero destacaron mayormente la Marie/Marietta de Ricarda Merbeth (un debut auspicioso, con grandes y merecidos aplausos por su voz firme aunque ligeramente más oscura que lo que se escucha habitualmente, sobre todo en su famoso lied) y el Paul de Robert Dean Smith: el papel es terrorífico y el tenor es de una musicalidad y seriedad de enfoque como ya le conocemos hace años (aunque probablemente su nombre no haya trascendido en la medida de otros, mucho más mediáticos aunque más discutibles como cantantes y artistas) y sin ser un Heldentenor —por lo que en algún momento acusó el cansancio— estuvo a la altura de un cometido casi imposible. Muy bien también Stéphane Degout, aunque sorprendentemente resultó mejor su Franz, el amigo experto y conocedor del mundo, que su irónico y nostálgico Fritz, que tiene el momento más conocido de la obra, en el que no destacó especialmente. Hay que citar aún la buena labor de Doris Lamprecht en Brigitta, un rol por una vez dramático y donde cantó muy bien con ciertas asperezas de timbre. Teatro completo y gran éxito. Foto: Bernd Uhlig bien. La puesta en escena del director de la casa, que significaba el retorno de un escenógrafo importante (al que obviamente la dirección anterior había dejado de lado como a tantos), no fue bien recibida por los “progres”, pero es sencilla, legible, oleográfica en parte (¿qué otra cosa puede hacerse con este material?) y sólo la escena del desierto es decepcionante.