Follet, Ken - La caída de los gigantes

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- Les entregaremos más o menos la misma cantidad de dinero una vez al mes…
siempre y cuando, desde luego, ustedes continúen haciendo campaña activamente por la
paz -dijo Walter.
Se produjo un largo silencio.
- Dice usted que el éxito de la revolución es el único baremo de lo bueno y lo malo.
En tal caso, debería aceptar el dinero -añadió después.
Fuera, en el andén, sonó un silbato. Walter se levantó.
- Debo dejarlos ya. Adiós, y buena suerte.
Lenin se quedó mirando la maleta del suelo y no contestó. El joven alemán salió del
compartimiento y bajó del tren.
Se volvió y echó la mirada atrás, hacia la ventanilla del compartimiento de Lenin.
Casi es peraba que se abriera y ver salir la maleta volando por ella.
Se oyó otro silbido y un pitido. Los vagones dieron una sacudida y se pusieron en
marcha, y el tren salió de la estación echando vapor, lentamente, con Lenin, los demás
exilia dos rusos y el dinero a bordo.
Walter se sacó el pañuelo del bolsillo del pecho de su abrigo y se secó la frente. A
pesar del frío, estaba sudando.
V
Fue andando desde la estación hasta el Grand Hotel a lo largo de los muelles. Estaba
oscuro y soplaba un frío viento del este que venía del Báltico. Debería haber estado
exult ante: ¡acababa de sobornar a Lenin! Sin embargo, sentía una especie de
anticlímax, además de estar más deprimido de lo que debiera a causa del silencio de
Maud. Había una docena de razones posibles por las que no le había mandado una carta.
No tenía por qué dar por sentado lo peor, pero él había estado peligrosamente cerca de
acabar enamorándose de Monika, así que ¿por qué no habría de haberle sucedido a
Maud algo parecido? No podía evitar sentir que debía de haberlo olvidado.
Decidió que esa noche se emborracharía.
En recepción le entregaron una nota mecanografiada: «Por favor, pase por la suite
201, donde tienen un mensaje para usted». Supuso que sería algún funcionario de
Asuntos Exteri ores. Tal vez habían cambiado de opinión acerca de su apoyo a Lenin.
En tal caso, llegaban tarde.
Subió por la escalera y llamó a la puerta de la 201.
- ¿Sí? -dijo desde dentro, en alemán, una voz amortiguada.
- Walter von Ulrich.
- Adelante, está abierto.
Entró y cerró la puerta. La suite estaba iluminada por la luz de unas velas.
- ¿Tienen aquí un mensaje para mí? -preguntó Walter, esforzándose por ver en la pen
umbra.
Una figura se levantó de una silla. Era una mujer y estaba de espaldas, pero en ella
vio algo que le hizo dar un vuelco a su corazón. La mujer volvió el rostro hacia él.
Era Maud.
Walter se quedó boquiabierto. Estaba paralizado.
- Hola, Walter.
Pero entonces Maud perdió el control sobre sí misma y se lanzó a los brazos de él.
El familiar aroma de su esposa abrumó su sentido del olfato, y entonces Walter
empezó a besarle el pelo y acariciarle la espalda. No podía hablar, por miedo a echarse a
llorar. Es trech el cuerpo de Maud contra el suyo, apenas capaz de creer que de verdad
fuera ella, que de verdad la estuviera abrazando y acariciando, algo que tan
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