El destino de los perdedores del mercado

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El Clarí-n de Chile
El destino de los perdedores del mercado
autor Rafael Luis Gumucio Rivas
2006-07-06 01:34:22
En Estupidilandia no hay diferencia entre ricos y pobres, según los diarios y la TV de Lúculo Piñera. Nuestra miseria
sólo muestra toda su hediondez cuando los candidatos presidenciales quieren conquistar el voto de los eternos “ilotas―
que, por un dÃ-a, se creen ciudadanos. AhÃ- aparecen los pasillos de los hospitales colmados de pacientes, listos para
ser degollados por un matasanos. Sólo en esos pocos dÃ-as electorales se recuerda que más del 80% de los
extorsionados cotizantes de las AFPs recibirán una jubilación mÃ-nima: alguien se comió su plata, pero jamás, los
millonarios dueños de la previsión privada.
Marcel Claude tendrá razón para afirmar que el 80% de las familias chilenas ganan menos de $300.000. Claro que
después de resueltos los comicios, nuestro amigo se convertirá en un violento revolucionario y un alharaco que exagera
las cifras de la realidad. Es que Chile es una mierda y los chilenos falseros, hipócritas, individualistas, anómicos, que
sólo ambicionan, cada dÃ-a, más riqueza, sin ninguna solidaridad con los demás. La estúpida Teletón dictatorial del
“guaton― don Francisco no es más que la expresión de buena conciencia y, no pocas veces, de ansias de publicidad d
tanto canallesco empresario que, durante todo el año, gritonea a sus empleados. Toda esta alharaca de la
delincuencia tiene mucho del fetichismo de los ricos por la propiedad, por eso, poco importa cómo viven los pobres. Es
cierto que, a veces, mamita Michelle, que anda disfrazada de monja civil, habla a las personas de situación de calle con
una linda palabra, “dignidad―, que sólo me atreverÃ-a a atribuÃ-rsela a los polÃ-ticos republicanos, como Salvador Allend
Hugo Zepeda, Raúl Ampuero, Manuel Mandujano, Radomiro Tomic, Manuel Garretón, y tantos otros que,
lamentablemente, están muertos. A los superficiales payasos, tanto de la derecha, como de la Concertación, este
concepto les queda muy grande y la mamá queda hablando sola. ¿No serÃ-a legÃ-timo preguntar qué pasó con la
dignidad de los pobres durante los gobiernos de Patricio Aylwin, Lázaro Frei Ruiz-Tagle y del profesor Lagos? ¿Es que
preferÃ-an los cócteles con los empresarios, en CasaPiedra, a hacerse cargo de la indignidad de los pobretes? ¿Por
qué tampoco destaparon esta olla de la podredumbre? ¿No será que se habrán pasado al lado de los ricos? Estaban
embobados por una educación que a ellos les parecÃ-a la panacea, pero que fueron necesarios los pingüinos para
que todos descubriéramos que los Liceos estaban convertidos en un mierdero impresionante. LeÃ-an, algún sábado, los
Informes del PNUD, pero al lunes siguiente ya no recordaban nada, y eso que ese Organismo era dirigido por el marido
de Carmen Frei, hoy embajador en Canadá. Los gringos son más brutales, cÃ-nicos y canallas que los tontilandeses:
llaman a las cosas por su nombre. El ideólogo reaganista C. Murray decÃ-a, en los años 80: “...los estÃ-mulos visibles
que una sociedad puede realistamente ofrecer a un pobre con un nivel medio de capacidad y de laboriosidad son sobre
todo estÃ-mulos de penalización y desaliento: si no aprendes, te echamos―, “si delinques, te metemos entre rejas―; “
trabajas, te aseguramos que tu existencia va a ser tan penosa, que cualquier trabajo te va a resultar preferible―. “Prometer
más, es fraude―. Si usted es pobre, joven y cesante, ya sabe dónde va a terminar: en la cárcel, en el hospital o en la
calle. No espere ninguna compasión de los verdugos al servicio del mercado, sean estos dictatoriales o
concertacionistas. A estos nuevos especimenes de traidores, que pasaron de totalitario stalinista a neoliberales
fanáticos del mercado, les escandaliza una descripción descarnada del diario transcurrir de la vida de los pobres.
Cuando la escritora francesa Vivianne Forrester publicó sus famosos ensayos El horror económico y Una extraña
dictadura fue calificada por el converso Mario Vargas Llosa como una exagerada, al sostener esta pensadora que la
marginación de los cesantes permanentes, producto del capitalismo, no es muy distinta que la realidad de los campos
de concentración nazis o las polÃ-ticas del stalinismo. Esta realidad no se da sólo en los paÃ-ses africanos o
sudamericanos, sino también en los paÃ-ses desarrollados. Si no fuera porque afortunadamente subsisten entre
nosotros algunas personas sensibles como el Padre BerrÃ-os, Benito Baranda, jóvenes voluntarios y sacrificados
trabajadores de ONGs, los pobres vivirÃ-an una situación más indigna y se encontrarÃ-an en el abandono y soledad
absoluta. Nunca olvidaré del ahÃ-nco que pusieron Edgardo Boeninger y Enrique Correa para convencer a las ONGs
extranjeras de que Chile era un paÃ-s millonario y que ya no necesitábamos ayuda internacional; tonterÃ-a igual es
similar al famoso “fin de la transición a la democracia―, sostenido por don Patricio Aylwin. Sólo los totalitarios pueden
pensar que la pena de muerte es un disuasivo contra la delincuencia: hay que ser muy ingenuo para creer que enviando
a los ladrones a islas solitarias, el problema se solucionará de raÃ-z. Quienes proponen estas soluciones, especialmente
los personeros de derecha, demuestran una gran ignorancia, pues no hay sociedad sin delito, según Emil Durkheim, y,
en la medida que hay menos lazos sociales, orgánicos o morales, la delincuencia tiende a crecer, sobre todo, si se
impulsa el consumismo, el amor a al dinero fácil y se mantienen cárceles de “cinco estrellas― a quienes violaron los
derechos humanos, lo que es éticamente inaceptable y de lo cual tendrán que responder los gobiernos y funcionarios
que lo han permitido, mientras en las otras cárceles se pudren los pobres. Para unos, el Estado es una mamá
protectora y cariñosa, para otros es el monstruoso demonio Leviatán. ¿Cuándo será que “los pobres coman pan y los
ricos, mierda, mierda? Confieso que nunca he entendido la famosa igualdad ante la ley y la inexistencia de clases
privilegiadas, escritas en todas nuestras Constituciones; cada vez que las repaso, no puedo dejar de esbozar una
sonrisa. Rafael Luis Gumucio Rivas     Â
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