autor : Nicolás Quiroga Ni siquiera un Gatsby Indio Solari. El

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autor : Nicolás Quiroga
Ni siquiera un Gatsby
Indio Solari. El hombre ilustrado, de Gloria Guerrero, Buenos Aires, Sudamericana, 2005, 192 páginas.
I
Su género no se anuncia en tapa porque el público es otro, pero el libro es una biografía no autorizada. Nueve capítulos para contar fragmentos de la simbiosis entre el cantante
Solari, una banda de rock, un personaje inventado y una caterva de cincuentones. El Indio sería entonces la marca registrada de esa transgenética. Pero ¿quién fue el responsable de
la transformación? ¿Cuál de los avatares de Carlos Solari: el entrerriano; el flaco del puesto de artesanías de las calles 7 y 47 en La Plata; el guardián del servicio penitenciario; ese
pelado –parecido a tantos pelados– que habla en TN Noticias sobre el intendente de Olavarría?
El albur de Gloria Guerrero es la máscara Solari. La persigue como si se tratara de un héroe romántico del siglo XIX: la busca en documentos, interperla a los que la trataron,
supone cosas. Y en esa carrera vuelve a nombrarla, la reifica. Cada silencio de Solari: un secreto; cada palabra de Solari: una revelación. Nueve capítulos para poner en sincronía,
para “ecualizar” ciertos ruidos del pasado: las disfonías radiales del Indio, los guturales registros de las revistas del under ochenta, los melosos estribillos del "Sí" de Clarín, de la
Rolling Stone. La sinfonía dormida en cerca de cuarenta entrevistas, que Solari concedió en poco más de veinte años. Un equipo de periodistas, además, rastrea algunos hombres y
mujeres que, en el pasado, trataron con el Indio, formaron parte del mundo redondo, o conocieron a Patricio Rey. Los hace hablar: pasan la Negra Poli, Rocambole, Isa Portugheis,
Ricky Rodrigo, el Mufercho, entre tantos otros de la lista de invitados. Invocan los años mozos de Solari, y arriesgan alguna que otra opinión sobre su presente. Una de las claves
del libro de Guerrero es imaginar una configuración para ubicar los reportajes al Indio y las opiniones de los que estuvieron cerca de los Redondos de Ricota. Sin embargo, Solari
no está entre los que informan su propia biografía.
II
Bien al comienzo del noveno capítulo, Guerrero escribe: “El Indio blande su notebook en su Luzbulo, el búnker privado en el piso de arriba de Luzbola, su estudio privado dentro
de su casona de Parque Leloir, reducto privado”. Mucho más efectivo que la mezcla del verbo que habitualmente lleva un hacha como modificador con la costosa máquina de los
ejecutivos, es el suspense concéntrico que nos invita a recorrer ámbitos íntimos en espacios seguros en recintos privados. Más instigante que una propiedad en un country conocido,
es la certeza de que el Indio, ahora -ese presente del periodismo omnisciente- se halla tipiando en una super máquina, en el sanctasantorum del sanctasanctorum. Sigue Guerrero,
cincelando: “Es de mañana, como más le gusta. Acaba de venir de hacer footing por el parque, pimpante. Sobó los hocicos de sus ovejeros alemanes, ya. Husmea los sitios ricoteros
de internet, ahora”. Algo ha pasado, porque algunas conductas del biografiado no parecen ser las que habitualmente se le atribuyen. Pero mejor que la mañana, que la carrera por la
vida sana y que el tremendo adjetivo que nos confirma que el ejercicio físico produjo en el cantante ciertas mejoras, es la conjunción de los custodios ovejeros y ese verbo “sobar”,
robados a Solari, quien antes en sus canciones los ha invocado por distantes motivos.
Una de las claves del libro reposa sobre ese párrafo en el que Guerrero imagina la vida del Indio en su fastuoso hogar. Sin embargo, Guerrero no puede superar las alambradas y el
monitoreo de los límites del predio en el que habita Solari.
III
El capítulo ocho es lo mejor del libro. Para contar la historia de una banda de rock, para narrar las vicisitudes de un rockero emparedado entre generaciones y décadas, Guerrero
transcribe en contrapunto declaraciones del Indio y rápidas pasiones adolescentes, volcadas en foros de internet. El Indio, ante periodistas, marcando territorios, conjurando
incertidumbres: diciendo lo que sabe sobre lo fácil que resulta colgarse de una flauta y arrear pendejos, diciendo lo que sabe sobre la recepción de sus canciones, hecha por una,
dos, tres generaciones. Tratando de evadir la desprolija sensación de “no ser comprendido”. (La mitad de ese camino: Luzbelito.) La tribuna: un prolongado y animoso trazo de
mayúsculas, un desesperado barroco sin alfabeto.
IV
Siempre hay líneas imaginarias que unen fragmentos de la historia argentina. Guerrero, que escribió la Historia del palo, sabe también de una línea que une la historia del rock
nacional. El libro sobre Solari pretende urdir con esos hilos. La cofradía de la Flor Solar, los últimos años sesenta, los primeros setenta, las performances de los Redondos de
Ricota, la dictadura, los redonditos, los ochenta, las bandas, el menemismo, las bandas, la ruptura, las bandas.
El relato inicia con un Indio en Valeria del Mar, saludando a Marechal (“Cuídese de mí, Leopoldo”), flanqueado por Saturno y Nambulú, sus pobres perros flacos. Termina con un
Solari con otros perros, en otro barrio, con vecinos como Gabriela Sabatini y Moria Casán. La movilidad social nunca prefiguró tal cosa.
Promediando el relato, los caídos. Como marcas del proceso darwinista que condujo a Solari hasta Parque Leloir: Luis María Canosa, El Doce, El Pascua…, los destinos
especulares del Indio. (Pero está, claro, Bulacio.)
Guerrero parece sugerirnos que también al rock le tocó morir ya tantas veces para volverse así, tan de estos años. Y que el país…
Una de las claves del libro es la frase que Guerrero rebusca en el Indio de Valeria del Mar: “no quiero que nadie se dé cuenta de nada”. Sin embargo, la sentencia no parece sino
explicar el cambio de ritmo del texto, a medida que el archivo periodístico va quedándose sin información sobre la vida de Solari. Al menos con Guerrero, el deseo del Indio se
cumple.
(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2005/ BazarAmericano)
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