CUENTO 8. VECINOS DE GUANGDONG Esteban F. Llamosas La primera vez que entró al departamento, con su bebé en brazos, Gabriela acababa de discutir con su marido. Estaba nerviosa, con la cabeza en otro lado, y no pudo disfrutar de un momento que había deseado con toda el alma. Dejó al bebé dormido en la cuna y prendió un cigarrillo en la cocina. Su madre se había encargado de todo, del alquiler, de los muebles y de la ropa, mientras ella reunía valor para la decisión más difícil: abandonar la casa, irse con su hijo. Mientras fumaba se tocó el pómulo, como si fuera de otra, y lloró en silencio. Su celular vibró sobre la mesa y vio otra vez el número de su ex marido. Decidió no atender. barrio de calles anchas y poco movimiento. La madre le había anunciado, como una buena noticia, que tendrían pocos vecinos y nadie los molestaría. Ahora necesitan paz, le había dicho. Gabriela sabía que era cierto. Arriba vivía un matrimonio joven, al lado una familia china que trabajaba en un super cercano. Esa primera tardecita, cuando el bebé despertó, lo llevó el suyo, había una plaza descuidada a la vuelta. Al regresar, una china bajita y delgada revisaba el buzón del correo. Cuando Gabriela la saludó, la mujer bajó la vista y entró de prisa a su departamento. Gabriela no acospensó que todos los chinos eran tímidos y sonrió condescendiente. Esa misma semana, pocas noches después de su llegato, y atendió una de las llamadas de su marido. El tipo le gritó, le dijo que era una puta, que la iba a encontrar; después, con voz de seda, casi suplicando, le dijo te perdono por irte, quiero ver a Pablito. Gabriela, que ya conocía ese juego, que lo había vivido cien veces, le respondió que los dejara en paz y le cortó. Esa noche, pasadas las tres, ocurrió el primer episodio. Gabriela no dormía profundamente, porque media hora antes se había levantado para prepararle una leche al bebé. Así que escuchó, como un murmullo suave pero constante, el llanto que venía del departamento vecino. Y luego las voces en ese idioma incomprensible. Un angustió y ya no pudo dormir otra vez. Fue entonces, en esa vigilia incómoda, cuando escuchó el grito más horroroso que jamás había escuchado. Un grito de terror que atravesó la oscuridad, un grito de mujer que sufría. Gabriela prendió la luz del velador y se levantó de la cama, al mismo tiempo que su bebé comenzaba a lloriquear. Lo sacó de la cuna, y con el niño en brazos se pegó a la pared para escuchar. Ahora, sintió otra vez el llanto contenido y la voz autoritaria del hombre. No hizo nada porque no supo qué hacer, porque su bebé lloraba y no lograba calmarlo. Los ruidos cesaron pronto y el silencio de la noche se impuso otra vez. Por la mañana su madre pasó a visitarlos. Dejó leche y comida en la heladera, jugó un rato con el bebé, y después, mientras tomaban unos mates, le preguntó si su marido la seguía molestando, Gabriela pensó inmediatamente en los gritos nocturnos. Sin embargo, le respondió que ya tenía el valor de no atenderlo. Su madre asintió con la cabeza y se levantó a calentar más agua. Esa tarde Gabriela volvió a dar un paseo breve, y después organizó algunas cajas que habían quedado cerradas. Por la noche el cansancio la dominaba y se durmió un minuto después de que lo hiciera el bebé. El segundo episodio, esta vez, la encontró sumida en un sueño profundo. Y fue tan terrible, que la arrancó de ese lugar plácido con la fuerza de un huracán. Al principio estuvo confundida, sentada en la cama, rodeada de oscuridad, sin saber qué pasaba. Luego escuchó, más alto y nítido que la noche previa, los gritos desgarrados de esa mujer que sufría. Escuchó golpes contra el piso, algún objeto metálico que se arrastraba, y la voz rota de la mujer, en ese idioma imposible. Los gritos duraron más tiempo. Alrededor de cinco minutos insoportables. Gabriela, esta vez, actuó. Primero golpeó la pared con los puños y gritó basta; después, al ver que no resultaba, salió y tocó el timbre en el departamento de los arrojo y comprendió que estaba sola, en el pasillo en la habitación. Entonces volvió corriendo a su departamento, cerró la puerta con llave y se quedó quieta en la cocina, sin encender las luces, respirando agitada. En ese momento advirtió que los gritos al lado se habían detenido, que la puerta de sus vecinos se abría y alguien salía al pasillo. No supo si lo imaginó por el miedo, o si sucedió realmente, pero sintió que alguien se paraba frente a su puerta. Alguien allí atrás, respirando como ella. Gabriela no lo supo, no pudo comprobarlo, porque regresó a la pieza, sacó al bebé de la cuna y lo metió con ella a la cama, abrazándolo como si se le fuera la vida. Esa noche durmió sólo de a ratos y tuvo pesadillas. A las seis de la mañana la sobresaltó su celular. En la pantalla titilaba el número de su marido. No lo atendió. Poco a poco la luz del sol fue ganando el cuarto y comenzó a tranquilizarse. Un rato después escuchó que sus vecinos del lado salían a trabajar. Entonces se levantó con un alivio inexplicable, se preparó un café y lo tomó en la cocina. Esperó algunas horas y subió con su bebé al piso de arriba. Tocó el timbre y un hombre joven la atendió sin abrirle del todo. Vivo abajo, dijo, vengo por los gritos de anoche, hay que hacer algo. El hombre miró hacia adentro, le hizo un gesto de tranquilidad a alguien y le respondió que no sabía de qué hablaba. Gabriela le dijo es imposible que no escucharan, tenemos que llamar a la policía. Entonces el hombre, mirándola con una mezcla de miedo y enojo, le dijo son chinos, y le cerró la puerta en la cara. Le dio vueltas a esa frase toda la mañana. ¿Qué quería decir?, ¿qué eran diferentes, que no había que molestarlos? Llamó a su madre y le preguntó si podía cuidar al bebé un rato. Necesitaba salir sola, pensar. Su madre le dijo que no podía, que la llamaría después. Al mediodía escuchó ruidos en el pasillo y al asomarse por la mirilla vio a la china entrando a su departamento con unas bolsas. Abrió la puerta. Su vecina se asustó y se quedó dura. Gabriela vio que no tenía marcas de ningún tipo. Hola, le dijo, ¿estás bien? La china agachó la cabeza. Escucho los gritos a la noche, ¿qué pasa en tu casa? Entonces su vecina, como si no fuera la mujercita enjuta y frágil que aparentaba, levantó la vista hacia ella, y con una claridad sorprendente le dijo, no te preocupes, es años y no lo olvida, es parapléjica y por la noche sueña que vuelven a buscarla, mi esposo trata de calmarla. Gabriela se quedó muda, la china volvió a bajar la vista y entró a su departamento. Esa tarde fue la peor de todas, porque cada minuto hacia la noche la angustiaba más, porque imaginaba a una anciana postrada al otro lado de la pared, clavada en la cama, presa de un recuerdo abominable. Una anciana que sin moverse recordaba, y que debía sentir, ante la inminencia de la oscuridad, un terror indescriptible. Pensó en no dormir allí, en irse a la casa de su madre. Volvió a llamarla pero no le respondió. Cuando sonó su celular cinco minutos después y dijo ¿mamá?, descubrió que del otro lado estaba su marido. Ya sé dónde estás, voy a ir a buscarlos. Cortó la comunicación y miró a su bebé, jugando en el suelo con un sonajero. Supuso que su marido mentía, que sólo buscaba intimidarla. Esa noche se durmió con el televisor prendido. A las dos de la mañana ocurrió el tercer episodio. Los gritos duraron más de media hora. Hubo otra vez un ruido de objetos arrastrados por el suelo y golpes de cuchillo. Gabriela, iluminada por la luz intermitente del televisor, volvió a pegar el oído a la pared. Sólo distinguió dos voces. La del hombre, cada vez más feroz, la de la china que había hablado con ella. En un instante, presa del pánico, se preguntó si de verdad existiría la anciana, si la historia de la suegra parapléjica no sería una invención. Con la idea de que allí pasaba algo terrible, tomó su celular, marcó el número de emergencias policiales y pidió que acudieran de inmediato. Cuando la policía llegó, veinte minutos después, ya no cinco minutos. Gabriela vio por la mirilla que su vecina, en camisón y con la vista baja, lo esperaba en la puerta de su departamento. Hicieron una denuncia, ¿qué pasa ahí adentro?, dijo el policía. La china le contestó en su idioma y Gabriela tembló al escucharla. El policía volvió a preguntar y la china le dijo, no español. A partir de allí, vecina se lo impedía, pronunciando orden juez, orden juez. Después la mujer le mostró unos papeles, indicando severamente unas líneas con el dedo, y el policía se parado en la entrada, le decía a un compañero, no habla español, tiene los papeles de migraciones en regla. El patrullero se marchó y Gabriela quedó paralizada por el miedo. ¿Sabrían que ella había hecho la denuncia? Apagó la luz de la cocina, apagó el televisor en la pieza y se acostó en silencio. Escuchaba la lenta respiración de su bebé cuando alguien golpeó su puerta. No se movió. A los pocos segundos golpearon más fuerte. Entonces empezó a llorar despacio, sin hacer ruido, con los dientes apretados y el pecho cada vez más cerrado. Pronto escuchó unos pasos que se alejaban de la puerta. Volvió a prender el televisor, sin sonido, y estuvo así toda la noche. Recién pudo dormirse, a las siete de la mañana, cuando escuchó que sus vecinos salían a trabajar. Antes del mediodía (antes de que los chinos regresaran), metió unas pocas cosas en un bolso, cargó a su bebé en brazos y salió a buscar un taxi. Llegó a la casa de su madre y le dijo que creía que su marido los había descubierto, y que esa noche dormirían allí. Su madre, sin hacer preguntas, le preparó una cama. Gabriela nunca le mencionó lo de sus vecinos, porque creía que se echaría la culpa por haberlos enviado allí. Por primera vez, después de mucho tiempo, pasó una noche tranquila. Durmió sin pesadillas, de un tirón, hasta que el sol estuvo alto. El celular, esa mañana, no sonó nunca. Después de desayunar con su madre, las dos calladas, casi sin mirarse, Gabriela le dejó el bebé y volvió sola al departamento. Bajó del colectivo en la plaza de la vuelta, caminó despacio por las calles arboladas, y al doblar por la esradio. Vivo acá, dijo cuando llegó, mostrando la llave, y la dejaron pasar. La puerta de los chinos estaba abierta y desde adentro llegaban voces. Se quedó en el pasillo, sin animarse a mirar. A los pocos minutos salió un policía, la observó con curiosidad y le dijo, ¿usted nos llamó la otra noche, verdad? Gabriela asintió y el hombre agregó, se fueron. Gabriela repitió la frase en voz baja, como si no la hubiera entendido, y el policía dijo si, de madrugada, según los vecinos de arriba. La patrulla había regresado al día siguiente de la denuncia intranquilo, pero no los habían atendido. Esa mañana ya tenían una orden del juez. Mientras el policía le explivalija y una bolsa de consorcio que arrastraban por el suelo. Gabriela preguntó qué pasaba ahí adentro, y el policía, después de mirarla un rato, le contestó no querrá saberlo, si va a seguir viviendo acá. Asintió sin hablar. Después, sin entrar a su departamento, volvió a salir a la calle. En la plaza unos chicos jugaban y dos viejitos conversaban en un banco. Antes de que llegara el colectivo, llamó a su madre y le preguntó cómo estaba el bebé. Después le dijo, a punto de llorar, que su marido los había descubierto y debían mudarse otra vez.