Francisco Palau con los excluidos

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Francisco Palau con los excluidos
No es nueva la situación que padecemos a nivel de nación y de continente. Desgraciadamente,
siempre han existido migraciones y, por supuesto, marginados.
Es lo que ocurrió en la época de Francisco Palau al estallar el boom de la industrialización en
Barcelona. Personas y colectivos pobres de zonas rurales se trasladaron a la Ciudad Condal.
Deseaban acceder al mercado de trabajo industrial -iniciado, con éxito, allí -. De ese modo
esperaban mejorar su nivel y calidad de vida. Tal vez muchos lo consiguieron. Sin embargo, el
sistema excluía sistemáticamente a no pocos, que, poco a poco, se hundían más y más. Al no gozar
de condiciones básicas para mantener niveles mínimos de salud: alimentación, higiene, vivienda
digna, relaciones cordiales etc. se les multiplicaban las enfermedades. Ni la administración ni la
sociedad se hallaban, en aquella época, organizadas ni contaban con infraestructuras de salud,
urbanismo ni seguridad social. Condiciones de las cuales gozamos, al día de hoy. Todos vivían con
desmedida precariedad. Mucho más quienes no conseguían un puesto de trabajo.
Por otro lado, el interés por los indigentes no suele abundar en las primeras etapas del recorrido
humano o espiritual. Cualificados miembros de Iglesia, o de otros colectivos, lo han tenido en la
plenitud de su andadura. No antes. Antes, se han destacado como excelentes profesionales. Cuando
lo profesional decrece, han atendido con interés y hasta con mimo a quienes padecen la lacra de la
exclusión. Contamos con numerosos religiosos/as, sacerdotes y laicos, que se han lanzado a tal
ministerio en barrios marginales de las grandes ciudades y también en otros lugares. Su quehacer
creativo y fecundo nos asombra. Parecen troquelados para el servicio. ¿Origen de todo ello?, sin
lugar a dudas, su condición de creyentes.
Otro tanto le ocurrió a Palau. Hombre despierto, donde los haya, y atento a lo que en su entorno
ocurría, fue tomando conciencia de la enorme precariedad que generaba la gran industria
barcelonesa. Y como consecuencia, de los numerosos conflictos derivados de la misma. ¿Qué hacer?
-se preguntaba con insistencia-. A diferencia de quienes volvían el rostro ante semejante
problemática -incluidas las autoridades eclesiásticas de las que dependía-, él la encara con solicitud
y rigor. En conciencia, no puede actuar de otra manera. Luego, se acerca e interesa por los
menesterosos. Pide ayuda a profesionales del sector. Ellos atienden a los enfermos, diagnostican y
les proporcionan tratamiento.
Su siglo y su tierra -Cataluña, sí- fueron proclives a atribuir al maligno las dolencias que sufrían
tantos humanos. -Aún, hoy, subsisten reminiscencias-. Palau compartía semejante bagaje cultural.
Cierto, muchos de sus enfermos padecían severas excentricidades. Ante tanta indigencia e
impotencia, trata de paliar, desde sus posibilidades, la dolorosa realidad. Los escucha, atiende,
acompaña, los bendice, unge y exorciza. Ora por ellos. Hasta los acoge en su propia residencia.
Reduce los espacios dedicados a su comunidad y habilita los lugares desocupados para amparar a
los sin techo, salud y futuro. Al menos, así, contaban con un recinto digno donde cobijarse. Con el
tiempo, algunos enfermos, hasta se curaron, de forma inexplicable.
Pidió colaboración a sus hijas/hijos e incluso a su familia. Todos se involucraron en tan audaz
proyecto.
La autoridad eclesial no veía con buenos ojos tal forma de servicio. La institución recela de tales
prestaciones. Las autoridades civiles lo vigilaban, de tiempo atrás. Por fin, toman cartas en el asunto.
¿Resultado?, el P. Palau y sus colaboradores son llamados a declarar como imputados. En repetidas
e interminables sesiones. Sufren, así mismo, allanamiento de morada y son trasladados a las
cárceles de Barcelona. Allí recalan y allí permanecen días y días. Interminables.
Luego, como en otros incidentes análogos, los tribunales dictaron sentencia absolutoria a favor de
Palau.
Lo más probable es que, en el transcurso de esta misión, el P. Francisco cometiera desaciertos. De
lo que no podemos dudar, sin embargo, es de su motivación fundamental: imitar al Maestro en la
solicitud y servicio a los miembros más doloridos de su Iglesia. Sí, soporte fundamental de tal
servicio fue el doble componente del amor: a Dios en los más desasistidos. Realizado con
generosidad y entrega heroicas. Todo un reto, en la actualidad, para tantos y tan competentes
voluntarios, servidores espléndidos y solidarios. Al mismo tiempo, apremiante servicio eclesial y
humano.
Ester Díaz S., carmelita misionera
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