¿Quién vive los valores de su organización?

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¿Quién vive los valores de su organización?
Cambian las coyunturas y las prioridades y, con ellas, las cosas que valoramos.
Pero los principios institucionales deberían sostenerse si son verdaderos.
Juan Manuel Parra Torres
Profesor del Área de Dirección de Personas en las Organizaciones
Desde hace tiempo, numerosos estudios han demostrado que si logramos cambiar
el comportamiento de la gente, sus corazones le seguirán. En otras palabras, es
más fácil traducir en sentimientos y creencias lo que hace parte de nuestro
comportamiento habitual, que traducir nuestras emociones en acciones concretas
y sostenibles.
Robert Sutton, profesor de Stanford, lo destacaba de nuevo en un artículo reciente
sobre cómo escalar los buenos comportamientos. Añadía que esto era más eficaz
cuando se mezclaban “emociones calientes con soluciones frías”; es decir, que si
bien es útil ilustrar con ejemplos emotivos lo que se ve como un problema, no sirve
de mucho si deja de apuntar a medidas concretas y racionales cuando se trata de
plantear soluciones. Pero escalar los buenos comportamientos a cada vez mayor
número de personas requiere que se elimine todo aquello que los desincentiva o
los obstaculiza y que se facilite el compromiso con las nuevas acciones que se
requieren cuando, por ejemplo, se plantea un proceso de cambio en la
organización.
Esto viene a colación cuando se piensa en los enunciados de principios y valores
de numerosas empresas, pues suele ocurrir que los valores de una organización
no inspiran buenos conductas generalizadas en los empleados. Sucede muchas
veces con los temas de responsabilidad social y sostenibilidad corporativa: se
limitan a asignar a unos pocos funcionarios como responsables de seguir
reglamentos, construir indicadores o cumplir normas y estándares predefinidos, a
partir de fríos procesos requeridos por una norma internacional, cuando deberían
hacer parte del comportamiento natural en todas las prácticas de la empresa.
Por eso los valores se enuncian más fácilmente de lo que se viven. Colocar una
larga lista de valores a vivir en la empresa suena bien. Ayuda como referente, pero
por sí solo sirve de poco. Casi ninguna empresa pone entre ellos la laboriosidad o
la diligencia, pero todos seguramente quieren y necesitan gente esforzada y
esmerada en el trabajo.
Adicionalmente, se suele usar los términos principio, valor y virtud como sinónimos
intercambiables, sin que lo sean. Un valor es la apreciación subjetiva que
hacemos de un bien que valoramos como importante (ej. la generosidad). Pero
consideramos verdaderamente admirable y digno de inspiración a quien lo vive y
encarna (ej. el generoso), pues ha convertido voluntariamente el valor en un hábito
operativo bueno y visible constantemente en su comportamiento (la virtud). Los
principios son esas primeras premisas que orientan nuestras acciones y
permanecen siempre como guías y normas de actuación –de las cuales partimos a
la hora de definir objetivos, elegir los medios a usar o prever las consecuencias–, y
a las cuales regresamos al momento de decidir, siendo muy diferentes de la
voluble opinión personal (ej. en esta empresa debemos actuar siempre de manera
tal que nuestra acción pueda hacerse pública, citada o copiada por otros, por ser
una buena norma de conducta).
Frente a las prácticas comunes de sostenibilidad empresarial, no basta con decir –
por ejemplo- que valoramos mucho la responsabilidad social y por ello seguimos
una norma internacional y presentamos sus respectivos indicadores (que siempre
pueden manipularse). Es necesario que la empresa que los presenta y defiende
tenga directivos con unas virtudes que traduzcan ese valor de la responsabilidad
en una práctica diaria: veracidad a la hora de construir y presentar dichos
indicadores, humildad para reconocer las fallas (también los aciertos)
evidenciados por estos, responsabilidad para asumir las consecuencias de no
satisfacer dichos estándares, y coherencia y consistencia al poner los medios para
superarlos. Por encima de esto, debemos guiarnos siempre por principios
inmutables que nos sirvan para guiarnos frente decisiones difíciles (ej. no
buscaremos resultados –por buenos que sean– que justifiquen usar cualquier
medio o causar efectos secundarios desproporcionadamente perversos a corto o
largo plazo).
Vemos así que un principio bien planteado debe ser tan concreto que resulte
práctico, pero tan universal que permanezca ante cualquier coyuntura. Por el
contrario, la jerarquía de valores prioritarios para una organización puede cambiar,
ya que eso que valoramos como importante puede no ser igualmente valioso ante
cambios sufridos por la coyuntura, el contexto o la propia evolución de la
organización.
Por ejemplo, una multinacional en dos países distintos –uno donde el Estado ha
defendido tanto al empleado que ha generado una cultura laboral caracterizada
por gente perezosa, corrupta o conflictiva, y otro muy dictatorial donde la gente
está muy acostumbrada a las órdenes y a una docilidad silenciosa– necesitará, en
uno de ellos, trabajar más en sus empleados la laboriosidad y la templanza, y en
el otro promover la transparencia y el respeto. En ningún caso necesita personal
que diga en muy emotivos discursos, dentro y fuera de la empresa, que “la
honestidad y la transparencia son nuestros valores corporativos”, sino gente
honesta y transparente, más aún porque esto se aprende por contagio.
¿Cómo traducir valores en la vivencia práctica de los empleados? Usándolos
consistentemente en las políticas de manejo de personal, al reclutar, evaluar el
desempeño, fijar incentivos o despedir a alguien de una organización,
independientemente de con quién se apliquen (amigos del dueño u operarios de
planta, al de rendimiento estándar o al de resultados extraordinarios).
Necesitamos a todos eficaces Y honestos, no una cosa a cambio de otra. A la
larga, tratar de corregir a deshonestos y malintencionados es más difícil y riesgoso
que enseñarles mejores técnicas de venta.
Formar virtudes en los colaboradores toma tiempo, por lo que la principal virtud
requerida para enfrentar un cambio es la constancia; más si no se cuenta con
gente acostumbrada a vivir lo que se desea inculcarles. Conviene enfocarse en
pocos valores y retirar barreras en la estructura que dificulten su práctica,
estableciendo políticas que los incentiven coherentemente (ej. en los sistemas de
evaluación y ascensos) y haciendo que los directivos, por ser más visibles, sean
quienes tengan el comportamiento más ejemplar y estén obligados a cumplirlos,
además de dar resultados, al momento de ver si conviene promoverlos o
retenerlos.
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