“Escucha, mi hijo, y vé” (Salmo 44, II) “Y ellos verán la voz” (Éxodo, 20, 18) “Sin el altavoz, nunca habríamos conquistado Alemania” Adolf Hitler, 1938 “El palacio se ve con mayor claridad no sólo cuanto más alto miremos, sino también cuanto más profundo bajemos” Ernst Jünger “En este año MDLXVIII el Duque ha mandado labrar dentro esta casa un algibe con costa de más de mil y quinientos ducados, en el qual caberán más de ochenta mil cántaros de agua; que para en el tiempo caluroso será muy fría, porque la han de sacar por un caño puesto bajo en el suelo del algibe, el qual caño da en una pieza baxa hecha para recreación, que es la cosa mas graciosa para su efecto de todas las del reino” Martín de Viciana: Segunda parte de la Crónica de la inclita y coronada ciudad de Valencia y su reino, 1881 Sonido, espacio, reverberación, trascendencia, poder…1 ¿Por qué nos empeñamos en ver el sonido?, una pregunta que no tendría sentido para un murciélago, pero sí en cambio lo tiene para nosotros que hemos desarrollado la vista como órgano sensorial primordial en detrimento de los demás sentidos, llegando a tener también un valor epistemológico y metafísico donde el acto de “ver”, es también un acto de conocimiento de la verdad, de “iluminación”, de poder, de hacer visible lo “oculto” mediante la creación (poiesis). Es por ello que el sonido ha sido un problema para la vista, le ha inquietado su “no visualidad” que le impide prever su peligrosidad, reconocer su rostro que esconde. Ver es dominar y nada mejor que subordinar el sentido del oído a la vista, por ello nuestras orejas son centinelas de nuestros ojos, guardaespaldas que no duermen o parpadean (“el oído no tiene párpados”) y que nos avisan de la mas mínima sospecha. Este vínculo con el exterior, de llamada, está ya presente antes de nacer, cuando a las cuatro semanas y media de desarrollo del feto, ya aparece el sentido del oído antes que el de la vista para conseguir vincularse mediante la “escucha” con los sonidos del cuerpo de la madre que se filtran a través del líquido amniótico: el latido del corazón, la respiración, los movimientos intestinales…, y el sonido que será el más importante según Alfred A Tomatis, que “en medio de esta mezcla de sonidos hay uno especial que emerge y va tomando forma de tiempo en tiempo, este sonido es más claro que todos los demás, es más melodioso: Es el sonido de la voz de la madre". Y esta intermitencia provocará según Paul Madaule, el primer 1 Texto para el catálogo “Arts al Palau ‘07” de la intervención sonora realizada por Conchín Darijo, Leopoldo Amigo y Miguel Molina en el antiguo aljibe del Palau Ducal dels Borja en Gandía, 2007 deseo del feto: “oír esta voz de nuevo; y la primera gratificación, el placer de percibirlo nuevamente”. En esta repetición se verá el “nacimiento del deseo de comunicarse” del niño prenatal y por qué no, entender que el intentar acercarse a esa “voz” de la madre sea una de las causas que le conduzca a nacer, un “dar a luz” su deseo. Esta aspiración de vincularse con el exterior a través del sonido, estará presente en toda la historia humana, donde podemos atrevernos a crear hipótesis desde la cueva prehistórica, entendida ésta como el espacio prenatal de la placenta de la “madre tierra”, donde se hace vibrar las estalactitas y la voz humana como caja de resonancia reverberante de su deseo de comunicarse del ser humano con su entorno y responder a los interrogantes de la vida, a minimizar esa angustia cósmica primigenia de la soledad del hombre en el mundo. Después vendrá Pitágoras que se servirá de las matemáticas para vincular todo el cosmos con su “música de las esferas”, donde su sonido -aunque no lo oigamos porque hemos nacido con él- nos permitiría vincularnos con el todo desde una gran sinfonía de distancias donde todo está conectado proporcionalmente hacia la “voz” fundamental (el “fuego central”), ya sea desde el mínimo objeto cotidiano (cercano), cada uno de nosotros (próximo), hasta el espacio astral (lejano). El pintor y músico lituano Ciurlionis –influido por estas ideas- dirá a principios de siglo veinte que el conjunto de nuestros movimientos diarios de cada uno de nosotros no hacen sino componer una gran sinfonía siempre cambiante. El sonido hecho lenguaje será también poder, capaz tanto de construir (mito de Anfión) y destruir (relato bíblico de Josué), de curar o hacer daño, de ponerse a su favor o defenderse, pero ese poder mágico será virtual, como en el mito de Orfeo, que con su lira desplazaba las piedras, amansaba las fieras y hasta consiguió convencer a los dioses en su bajada a los infiernos para rescatar a Eurídice; pero su tragedia fue dudar de su poder y mirar hacia atrás que lo convirtió en trágicamente humano, que nos hace recordar esa frase que dice que “todo es posible mientras suena la música”, y que podría aplicarse a manifestaciones musicales tan dispares como un concierto de Rock o a una parada militar, donde en uno creemos por un momento que el mundo lo hemos cambiado o que en el otro el enemigo ya lo damos por muerto de antemano. Este poder “virtual” de creer ver (hacer posible) donde sólo hay sonidos, no lo podríamos entender sin las propiedades físicas y psicológicas del mismo sonido. El mito de Orfeo refleja tanto el fenómeno físico de la resonancia en la transmisión de vibraciones de un cuerpo a otro próximo de la misma frecuencia (vibración en “simpatía” o “solidaria”); como también simboliza el poder psicológico del sonido de ser un lenguaje de comunicación interpersonal que es capaz de influir (seducir) unos cuerpos con otros para hacer también “vibrar” (aunque sólo sea mentalmente) en “simpatía”, “empatía” y “solidariamente” en un solo cuerpo social o cultural. Al igual que la resonancia, hay otro fenómeno sonoro como la reverberación, donde confluirán la física y la mística, manifestándose especialmente en los diferentes espacios arquitectónicos de la Edad Media como una forma de expresión del orden divino del mundo. La reverberación es definida como la suma total de las múltiples reflexiones del sonido que llegan al lugar del oyente en diferentes momentos del tiempo; este fenómeno físico del sonido se producirá de forma extrema en las catedrales góticas y en las abadías cistercienses al estar construidas de piedra sin revestimiento, con amplios espacios de formas abovedadas que -a diferencia de espacios cuadradospermiten una mayor cantidad y variedad de reflexiones del sonido. Esto provocó largos tiempos de reverberación y con ello una dificultad de comprensión del “culto hablado” que obligó a ser adaptado por el “culto cantado” para hacerlo más inteligible. Esto, que en un principio podría interpretarse como resolver un inconveniente, cumplirá una significación mística importante, ya que esta sonoridad envolvente y polivalente del espacio en el tiempo, reflejará una “omnipresencia” inmaterial y unitaria de Dios, al igual que lo hiciera también con la luz como elemento “irradiador” del Ser Supremo que une a todos los seres creados. De esta forma podríamos afirmar que “Dios es sonido” y como dijera San Bernardo de Claraval (1090-1153) impulsor de la reforma cisterciense “en cuestiones de Fé, para llegar a la verdad, el oído era superior a la vista”. Estas reflexiones ya recogían una herencia neoplatónica venida a través de San Agustín, donde el acto de ver a través de la escucha iba mas allá de visualizar el mundo de la apariencia material sino que nos llevaba a un conocimiento interior superior. Para Herber Larcher que ha reflexionado la importancia de la acústica cisterciense como unidad sonora, concibe que las formas abovedadas de arcos apuntados de las iglesias bernardinas son como “una oreja gigante” que graba las voces y que “petrifica el Verbo en una sola voz”, “una bóveda de piedra que refleja el Verbo y fecunda la oreja, como el Santo Espíritu a Notre-Dame”. En esta unidad sonora y espiritual la piedra vibra y “canta” con las voces, pasando “del coro al muro y del muro a las orejas” (Joseph Samson). En suma, un fenómeno físico como la reverberación, es a la vez un proceso místico de trascendencia, de vinculación del hombre con el cosmos, de cubrir su vacío, su desarraigo. Si reverberar es trascender en el tiempo y en el espacio, nos preguntamos si el reposo del sonido sería su muerte, su silencio. Murray Schafer se preguntaba si “¿mueren los sonidos?” y si estos “¿se van al cielo…?”, quizá nos resulta difícil responder porque no “vemos” su desaparición material como cuando destruimos una casa o perdemos a los seres queridos, y además es complicado trazar una línea divisoria por la propia naturaleza del sonido, que aunque dejemos de oírlo éste no deja de transformarse en un espacio que no sea el vacío, ya que siempre habrá presión sonora mínima que lo moverá. Aunque San Isidoro de Sevilla ya se lamentaba en el siglo VII que los sonidos morían cuando ya no conseguíamos recordarlos, lo decía porque no podían escribirse, pero siglos después han aparecido las partituras y los sistemas de grabación, y no con ello queda resuelta la duda si estos sistemas no dejan de ser técnicas de “momificación” renovada. Pero siempre no podremos evitar que todo lo que suena vive y que poner un disco sentiremos que algo resucita con él, porque mueve el aire de nuestro espacio vital, de nuestra memoria, del tiempo. Ahora, con nuestra intervención sonora en el antiguo aljibe o cisterna del Palau Ducal dels Borja, construida en el siglo XVI por V Duque de Gandía, pretendemos hacer vibrar su espacio, despertarlo de nuevo para llenarlo de aire en movimiento lo que antes era un lugar para albergar agua. Ahora es vacío, es como bajar a una cripta sin sarcófago, pero su espacio reverberante es una caja de resonancia de interrogantes, siempre vivo, que dialoga con nuestros sonidos y con nuestra voz cada vez que bajamos, ofreciéndonos un horizonte reverberante de significaciones de la vida de aquellas personas que en su día sedientas se acercaron a beber. ¿Qué nos contarán sus paredes vibrantes?, ¿Todavía permanecerá su aliento?, ¿Quién preguntará dentro de siglos a las paredes de las “otras criptas” que quedarán debajo de las oficinas bancarias y que reflejarán un mundo hipotecado también sediento? Miguel Molina Alarcón