Desarrollo Afectivo y Social

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DESARROLLO AFECTIVO y SOCIAL (síntesis)
Los órganos de los sentidos del niño comienzan a funcionar antes del nacimiento,
de modo que ya entonces se presentan reacciones frente a ciertos estímulos. Después
del nacimiento, con mayor razón. Así, el recién nacido ya es capaz de experimentar
algunas reacciones emocionales, fundamentalmente cuatro:
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dolor,
miedo,
rabia
placer.
Las tres primeras pueden agruparse como reacciones de displacer y las
manifestaciones externas de ellas son prácticamente idénticas: llanto, acompañado de
respuestas corporales generalizadas. Por lo general, son respuestas breves pero intensas
y cesan luego con facilidad si ha cesado el estímulo que las provocó.
El placer se manifiesta también opor una reacción global, en que el niño se
muestra tranquilo o realiza algunos movimientos suaves, con frecuencia acompañados de
algunos sonidos producidos con la boca.
Lo importante es que estas reacciones representan respuestas a estímulos
concretos, que tienen incidencia directa en la conservación de la integridad física del niño.
Estas reacciones son al comienzo indiferenciadas: el niño no conoce prácticamente
matices emocionales: si está confortable, está tranquilo; si está molesto, llora. No
podemos hablar en este período de afecto, amor, o sentimientos similares. Incluso las
aparentes respuestas afectivas (sonrisas, gorjeos, etc.) que aparecen algo después, sólo
tienen que ver con las sensaciones físicas de bienestar del niño en el momento. No
reflejan ninguna intención social o de comunicación afectiva.
Con el tiempo, las manifestaciones de displacer comienzan a diferenciarse y se
distingue el llanto de rabia del llanto de dolor, por ejemplo. Sin embargo, esto no significa
todavía que el niño haga distinciones conscientes entre sus emociones. Sólo reacciona
con respuestas algo diferenciadas frente a estímulos diferentes.
Los temores siguen presentándose (entre 1 y 3 años de edad) frente a peligros
reales, reconocidos como peligrosos por el niño: animales, personas extrañas, etc. Sin
embargo, estos temores son en su mayoría aprendidos por asociación de los estímulos
que los provocan con estímulos que producen reacciones innatas de temor: la sensación
de pérdida de la base de sustentación o ruidos fuertes y repentinos, que producen
sobresalto. Así, el niño que se acerca sin temor a un animal, aprende a tenerle miedo
cuando al acercarse el animal lo asusta (por ejemplo, con un relincho, ladrido, etc.) o
cuando la madre u otro adulto le grita que no se acerque, que se aleje. Así aprende a
asociar la vista del animal con la reacción de sobresalto o temor, aún cuando nunca le
haya sucedido nada. Otra vía de aprendizaje de los temores es por imitación o “contagio”:
un niño que ve que otra persona reacciona con temor frente a algo, aprende a temerle a
ese algo. (lo “contagioso” de las reacciones emocionales es evidente por ejemplo en las
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reacciones de pánico colectivo, o cuando en una reunión una persona tensa “transmite”
su tensión a los demás).
Posteriormente, cuando el niño tiene 3 años o más y su desarrollo mental le hace
posible imaginar o representarse mentalmente cosas, comienza a tener temores a cosas
irreales, mientras disminuyen los temores a los objetos reales debido a su mayor
capacidad de conocer y entender la realidad. Es importante en relación a la temerosidad
del niño el sentimiento de seguridad personal que posea. En este sentido, es de gran
importancia el clima de afecto en el cual se desarrolla el niño. Si el niño crece en un
ambiente en que siente que es aceptado, querido y protegido, se sentirá más seguro que
sui vive y se desarrolla sin apoyo afectivo.
Esto es importante además porque a partir de esta edad el niño comienza a
conocer y distinguir los afectos positivos, comienza a vivir las relaciones personales y a
sentir afecto por las personas, tiene sentimientos que ya no son sólo la expresión de
bienestar físico, sino que tienen un significado interpersonal y este significado, el valor y la
expresión de estos sentimientos, el niño los aprende de acuerdo a lo que le toca vivir.
DESARROLLO SOCIAL
El recién nacido vive sumido en un mundo cuyos límites no conoce, incluso no
distingue entre lo que es él y lo que es el medio. Puede jugar con sus manos sin que sepa
que son parte de él. Poco a poco va estableciendo una diferenciación y a partir de los tres
meses más o menos, distingue algo lo que lo rodea de lo que es él (su cuerpo).
Recién a partir de entonces podríamos comenzar a decir que el niño reacciona
“socialmente”. Sin embargo, “el otro” tiene para él sólo un significado en relación a si le
provoca placer o dolor. El niño es absolutamente egocéntrico, incapaz aún de trescender
o de “pensar” más allá de lo que él siente. Reaccionará con afectos positivos frente a
cualquier persona que le produzca agrado. Juega solo, simplemente por el placer que la
actividad le produce. Incluso a los dos años todavía presenta lo que se denomina juego
paralelo: dos o más niños pueden estar jugando en el mismo lugar, tal vez incluso
intercambien juguetes o “hablen”, pero cada uno está inmerso en su propia actividad, sin
participar del mundo del otro y si coge el juguete que tiene el otro, es porque le interesó
como estímulo nuevo o si parece estar entregando u ofreciendo un juguete a otro, no es
porque esté considerando el posible interés del otro, sino porque le interesa el “efecto”
que se produce cuando ve y tiene un objeto en su mano y luego ya no lo tiene. Si esta
actividad se acompaña de verbalizaciones, es simplemente por el placer de producir
sonidos, como una manifestación más de su actividad y el “discurso” de uno no tiene
ninguna relación lógica o de significado con el “discurso” del otro. Las verbalizaciones del
otro no son más que un estímulo auditivo que lo incita a producir también sonidos, en
algunos casos como imitación.
Recién como a los 3 o 4 años comienza el juego compartido (puede ser algo antes
en los niños que asisten regularmente a jardín infantil). Esta sociabilidad aumenta a
medida que el niño vive situaciones sociales y participa en la vida social de los adultos.
Comienza a aumentar entonces también, en la medida que aumenta su capacidad de
imaginar y representarse cosas, dependiente del desarrollo cognitivo, la diversidad de
juegos a los que se dedica, pudiendo llegar a construir un mundo imaginario en el que se
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incluyen personajes (también imaginarios). Esto es un fenómeno normal que no reviste
caracteres patológicos mientras en niño no prefiera insistentemente refugiarse en un
mundo imaginario a pesar de tener oportunidades adecuadas en el mundo real. No hay
que asustarse si un niño, hijo único que vive en un departamento, juega durante horas
con un amigo imaginario, pero si hay que preocuparse si un niño que tiene posibilidades
de compartir en un ambiente grato con otros niños, prefiere retirarse o aislarse en su
mundo.
En la medida que aumente la sociabilidad del niño, comienza a participar en
juegos competitivos y de grupo, llegando a veces a constituir pequeñas “pandillas”. Todo
esto es importante para el niño, tanto para el establecimiento de su autoestima como para
el aprendizaje de conductas y roles sociales. Al jugar a las visitas, por ejemplo, ensaya
como comportarse en una situación de este tipo, sin tener que temer sanciones severas
por sus errores o conductas incorrectas. En las pandillas aprende a opinar, a respetar el
derecho de los demás, a obedecer o comportarse como líder, etc. todo lo cual le es útil.
También aprende conductas no aceptadas por los adultos, pero en general el aprendizaje
es positivo y debe considerarse como una ejercitación en pequeña escala de las
conductas sociales y sin las consecuencias graves de la vida real adulta. Considerado así,
es grande el provecho que puede hacerse de estos juegos si se los orienta
adecuadamente.
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