EL GRECO, ENTRE LA CORTE Y TOLEDO El Greco, a pesar de que en Roma poseía una clientela culta, no consiguió ningún encargo relevante; por el contrario, vio en España la oportunidad de realizar obras para el rey Felipe II con motivo de la decoración pictórica del Monasterio de El Escorial. Llegó a Madrid con el prestigio que le suponía ser discípulo de Tiziano y la ayuda de los españoles que conoció en Roma: Benito Arias Montano, el bibliotecario de El Escorial, y Luis de Castilla, arcediano de la catedral de Cuenca e hijo del deán de Toledo, Diego de Castilla. Gracias a éste consiguió los encargos y la fama que ansiaba, pero no fue en Madrid, donde no logró contentar al rey Felipe II con obras como La gloria de Felipe II (Alegoría de la Liga Santa) o el Martirio de San Mauricio, sino en Toledo. El Greco llegó a Toledo en 1577; Luis de Castilla fue quien le abrió las puertas de la ciudad imperial recomendándole a su padre, Diego de Castilla, de quién recibió los dos primeros encargos: los retablos de la Iglesia de Santo Domingo el Antiguo y el cuadro de El Expolio. Sería en Toledo donde El Greco alcanzó su mayor esplendor. Aquí desarrolló su verdadera personalidad y dio rienda suelta a su arte, realizando sus obras más prestigiosas. El Expolio representa el momento en que Cristo va a ser despojado de sus ropas y será crucificado. Emplea los colores más característicos de su pintura. Puede observarse que la composición se plantea en círculo alrededor de Jesús, y cómo lleva la luz hacia él, convirtiéndole en el punto de interés del cuadro. Tras la majestuosa figura de Cristo, a modo de icono, está la muchedumbre, de la que destacan sus gestos. El rostro de Jesús está lleno de dramatismo, sus ojos con lágrimas reflejan su entrega al sacrificio. Esta pieza, destinada a la Sacristía de la Catedral de Toledo, es una de las obras más importantes de El Greco, ya que no sólo fue uno de sus primeros encargos y éxitos en Toledo, sino también una auténtica declaración pictórica de intenciones.