NIHILISMO Y CRÍTICA DE LA RELIGIÓN EN NIETZSCHE Jacobo Muñoz (Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión: Estudios y Textos, Trotta, Madrid 1994, pp. 345-367) Es posible que sea su intencionalidad crítica de la entera «tradición occidental» —metafísica, moral, religiosa, cultural—, cuya genealogía histórica y psicológica desvela con trazos poderosos, lo que confiere su sentido último y, en cierto modo, su unidad a la compleja y multiforme obra de Nietzsche (1844-1900). En cualquier caso, a esa luz hay que contemplar sus grandes temas, desde el nihilismo a su crítica de la religión y, fundamentalmente, del cristianismo, desde el eterno retorno a la propuesta utópica del ultrahombre. Ello acerca a Nietzsche., por otra parte, incluso metódicamente, a esos típicos productos posidealistas de ascendencia ilustrada —o «filosofías de la sospecha»— usualmente acogidos bajo el rótulo de la Ideologiekritik. De todos estos temas es, sin duda, el nihilismo, cuya plural tipología desarrolla Nietzsche con raro vigor —«cínicamente y con inocencia»— el determinante, toda vez que los restantes presuponen el cargado haz de razonamientos genealógicos y desenmascaradores que confluyen en él. Unos razonamientos guiados en cualquier caso, no por voluntad alguna de elaborar un «sistema», ni menos por el designio de proponernos un cambio en el régimen de nuestras verdades, sino por la sostenida invitación a una modificación radical del umbral de conciencia desde el que se determinan los problemas como tales, y que Nietzsche desarrolla a lo largo de su vida. Con una suerte de desarrollo difícilmente clasificable en los usuales términos de la filosofía académica y que comienza ya incluso en sus escritos juveniles sobre Grecia, esa Grecia que ha sido, y en cierto modo aún es, hogar de sentido y figura tutelar de nuestra memoria espiritual europea, en cuya idea Nietzsche intentó introducir ciertos desplazamientos específicos capaces de modificar su sentido y su valor, a la vez que daba sus primeros pasos por el áspero camino de la crítica de la cultura moderna. Nada tiene, pues, de extraño que, llevado por la fuerza del inclemente diagnóstico de nuestra cultura y su desarrollo que se oculta tras su nombre, Nietzsche llegue incluso a autoasignarse explícitamente el papel de cronista del «necesario» advenimiento del nihilismo europeo, a la vez que reclama para sí la condición de «primer nihilista consumado de Europa». Un advenimiento necesario que no lo es, desde luego, por obra de la propia reflexión nietzscheana, sino de aquello de lo que ella misma es también consecuencia: la sustancia nihilista del proceso civilizatorio de Occidente —de su religión, de su metafísica y de su moral— en cuanto proceso de progresivo autodesenmascaramiento —y, por tanto, de vaciamiento y anulación última— de los valores, realidades supremas y criterios que siglo tras siglo han ido constituyendo su sentido. Y que por mucho que aún perduren hoy, han perdido su wozu?, su para qué, con una suerte de pérdida o desvalorización que reobra sobre ellos mismos. Porque son, en efecto, nuestros propios valores, los valores en los que hasta este momento nos hemos apoyado, los que extraen en el nihilismo su última consecuencia. Por eso el nihilismo —que en uno de sus registros acaba por consumarse en el «todo carece de sentido»— es «la lógica pensada hasta el final de nuestros propios valores e ideales», algo que tenemos que experimentar para poder ponernos, al fin, «en condiciones de percibir qué era realmente el valor de aquellos "valores"». ¿Qué son, pues, esas categorías, esos conceptos y esos valores cuyo proceso de desvalorización y anulación —uno con el proceso mismo de desenmascaramiento de nuestra entera sustancia civilizatoria— ha vivido el propio Nietzsche «hasta el final», esto es, hasta haberlo dejado ya «tras sí», convirtiéndose de este modo, con gesto auroral, en «el primer nihilista consumado de Europa»? 2 I. LA TRADICIÓN OCCIDENTAL La tradición que Nietzsche desenmascara y que en un momento dado procede ella misma a autodesenmascarar-se es el poderoso resultado del entretejimiento inicial y ulterior desarrollo de tres factores: la ratio socrática, el platonismo y el cristianismo. En los comienzos de esa tradición el hombre europeo es conformado como hombre teorético, como contemplador de la vida, siendo en la evolución general del pensamiento griego precisamente la tragedia el lugar en el que es creado ese presupuesto del pensamiento filosófico. «Teatro» y «teoría» tienen, en efecto, igual raíz. El mismo proceso ocurre en el orden de lo religioso: el propio teatro pertenecía en sus inicios, como es bien sabido, al culto. En cualquier caso, y al hilo de una transformación en estos tres ámbitos, toma cuerpo una nueva actitud fundamental ante la vida. El hombre asume frente a su propia vida la actitud de espectador y se forma su propia «representación» —obviamente «teorética»— sobre lo que ocurre ante su vista: desde las condiciones vitales básicas hasta el destino mismo, que pasa así a constituirse en objeto de contemplación para un sujeto. Un sujeto que a la vez parecía verse libre de este destino. El origen de la teoría es, pues, para Nietzsche, uno con el de esa ficción. Esa ficción del no-destino se manifiesta en la ficción de un acceso a [as (presuntas) «verdades eternas». O, lo que es igual, en la tesis de que la verdad, lo verdadero, no son las cosas tal como aparecen o como hay que habérselas con ellas en la vida, sino que debe, por el contrario, acometerse el intento, en el camino hacia esa presunta verdad, de tomar distancia respecto de las cosas de la vida inmediata. Sencillamente porque las cosas no son tal como a primera vista se nos presentan, sino lo que sobre ellas puede decirse en una teoría coherente. Esta sobrevaloración del acceso lógico o teorético a lo verdadero significa, a la vez, una minusvaloración que, pensada hasta el final, lleva, en cualquier caso, a la depreciación de la vida y a la negación de este mundo nuestro en nombre de un mundo suprasensible o «mundo verdadero», constituido por múltiples formas (Dios, la esencia una e inmutable, el bien, la verdad o los valores superiores a la propia vida). Lo que al platonismo interesa no son las acciones individuales ni el posible efecto «retórico» del logos en una determinada situación, sino la teoría general en la que ha de ser explicado por qué determinadas acciones deben ser hechas (en términos absolutos). Una acción no debe, en efecto, ser realizada por sí misma, sino por la justicia (o por algún otro valor/idea superior). Su enjuiciamiento debe ser realizado desde el punto de vista de un aspecto general en el que ha de coincidir con todas las acciones —por ejemplo, dentro del todo de la polis—. La visión teorética de la «idea» de la justicia depende, evidentemente, del presupuesto de la visibilidad de conexionesde-acción en configuraciones políticas reducidas, del tipo efectivo de la polis griega. Las ideas a las que lo particular se ve así subordinado y reordenado valen, pues, como lo verdadero, o, lo que es igual, como algo que no puede verse, ni tocarse, sino sólo captarse, aprehenderse, en ideas (o lógicamente). Y en relación, a la vez, con un todo ordenado. Los filósofos capaces de esa aprehensión intelectual pura —y adiestrados largamente en ella— son elevados por Platón al rango de reyes: a ellos incumbe gobernar la polis, O, cuanto menos, así es como debe ser pensado el Estado verdadero: a partir de esta idea. Al igual que es a partir de este ideal como debe ser mejorado el estado real (o empírico). En igual contexto teórico surge la ciencia como configuración de consideración lógico-teórica del mundo y reflexión sobre verdades generales bajo el presupuesto de que lo general ha de ser puesto como la verdad sobre los «casos» iguales. Sólo que para Nietzsche este presupuesto descansa sobre una ficción. En las teorizaciones del mundo (que se manifiestan sobre todo en el esquema de la explicación) late ya, para Nietzsche, y tanto en el trato práctico-moral como en el científico con el mundo, el «nihilismo europeo ». Un nihilismo que consiste en decir que algo es, en verdad, distinto de como se nos ofrece de modo inmediato. El nihilismo surge, pues, en un principio como depreciación de la 3 inmediatez de la vida. Radica sumariamente, en decir que lo que es, no es lo que parece ser en el tráfico normal de la vida, sino le que la correspondiente explicación, sobre todo científico-naturalmatemática, nos dice. El cálculo matemático ideal, el triángulo ideal y los números son, para Platón, protofiguras de las entidades y relaciones reales. Tiene, pues, lugar aquí un intento de retrotraer y, por tanto, de reducir lo que es a números y relaciones de medida. Esta reducción a efectos del dominio de la realidad mediante tales explicaciones es, para Nietzsche, expresión de una concreta voluntad de poder. Con ello entramos en otro rasgo del pensamiento europeo: la tendencia a la simplificación. En la medida en que es, concretamente, un pensamiento que tiende a explicar, el pensamiento del hombre europeo es un pensamiento simplificados Toda explicación es, en efecto, una simplificación. Identifica semánticamente la expresión explicada con la expresión explicativa, reduciendo así multiplicidad lingüística. Con la consecuencia, por parte de este pensamiento, de su desgajamiento respecto del carácter multicolor y de la diversidad de la vida. Simplifica el lenguaje de la vida. La disciplina gramatical reduce, por otra parte, nuestros lenguajes a un número determinado y, en cualquier caso, perfectamente manejable y aprehensible, de reglas, de acuerdo con la convicción de que quien domina dichas reglas puede «generar» una diversidad prácticamente infinita de contenidos lingüísticos, lo que lleva a que el lenguaje sea asumido e interpretado conscientemente como un instrumento manipulable. En la medida, pues, en que para Nietzsche la actitud teórica descansa —de entrada— sobre una ficción, la de un acceso temporal y libre de destino a ¡as «verdades eternas», toma cuerpo la pregunta por la verdad de la actitud teorética misma. Esto es, y dado el planteamiento general del tema aquí en juego, la pregunta por su valor pata la vida, por encima de la que cree estar, y por su propio destino. ¿Qué pretende, en efecto, y cuál es su destino? Pretende dominar y convertir en disponible su objeto material, la naturaleza y la vida, reduciéndolo a leyes que se dominan y se poseen. El propio lenguaje es reducido, en su «esencia», a una gramática que se aprende conjuntamente con la formación del individuo en y hacia una subjetividad general y en y hacia una determinada orientación vital-cultural. Orientación cuya sustancia no es, para Nietzsche, y como hemos sugerido ya, otra que la voluntad de poder. Y no sólo en lo que afecta a la naturaleza. Porque en su relación con los otros el hombre que piensa de acuerdo con estos cánones «europeos» se hace asimismo una imagen general del hombre tal como éste debe ser. Y juzga, a tenor de tal imagen general «humanista» del hombre, como debe ser el hombre, individualmente tomado, y como debe comportarse «humanamente». Lo que no deja de equivaler, visto en su conjunto, a nihilismo de fondo: esa voluntad de nada que, ocultando en su entraña real una efectiva y superior voluntad de poder, finge un mundo trascendente en orden al que enjuiciar y, sobre todo, condenar el mundo real «que queda como no-valioso en sí». No otro es el origen de la actitud moral judicativa frente a los demás seres humanos, ni sus objetivos últimos. Al igual que desde los supuestos de la teoría, y en su mateo, se subsume lo individual y particular «bajo» conceptos generales, a efectos de dominio y manipulación, la clasificación en «bueno» y «malo» sirve aquí para simplificar el trato con los comportamientos y actos de los individuos. Y con ello, el dominio y la calculabilidad de los mismos. Como bueno vale, en efecto, lo que se corresponde con la imagen general del hombre. Lo individual que se da a sí mismo sus cánones y patrones de medida vale como malo. Y es, obviamente, reducido y mantenido a un nivel lo más bajo posible por el juicio moral. No hará falta insistir demasiado en que el enjuiciamiento moral y la correspondiente actitud clasificatoria 4 son percibidos por Nietzsche —como coda clasificación, por lo demás— como voluntad de poder. El pensamiento moral es voluntad de poder y es, en su sustancia última, nihilista, por mucho que se autocomprenda de otro modo. En la medida en que se dirige contra otras personas, se dirige contra otros puntos de vista, otras perspectivas y oirás clasificaciones y jerarquizaciones. Esto es, ontologiza y absolutiza el propio modo de enjuiciamiento. De ahí que Nietzsche hable de «ontología moral». II. PLATONISMO PARA EL PUEBLO También el cristianismo, en cuanto «platonismo para el pueblo», cae bajo el veredicto nietzscheano de nihilismo, en la medida en que en él y con él se institucionaliza y difunde el pensamiento moral. Un pensamiento que si en su estadio final —en ese «momento de transición» del nihilismo en el que el propio Nietzsche cree estar viviendo— tenderá a autonegarse y llevará a la desvalorización de todos los valores por él creados, apurando su lógica, como llevará también, en otro orden de cosas, al abandono de categorías como «fin», «unidad» o «ser» y al desengaño sobre una supuesta finalidad de devenir, no habrá por ello dejado de rendir, y seguirá rindiendo, no sin cierta lógica perversa, servicios contra el primer nihilismo teórico y práctico. O, lo que es igual, contra esa negación del mundo real en nombre de un mundo verdadero o del ser en nombre de un deber ser que él mismo representa y que, en cuanto máscara e instrumento a un tiempo de la voluntad de poder, está en sus propios orígenes. La hipótesis cristiana de la moral ha conferido, en efecto, al hombre un valor absoluto, en contraposición a su pequeñez y contingencia en el flujo del devenir; ha servido a los abogados de Dios, en la medida en que ha allegado al mundo, a pesar del mal y de la miseria, el carácter de perfecto, dando así de paso un sentido al mal mismo; ha dado a los hombres un saber de valores absolutos, preparándoles de este modo para un conocimiento adecuado de «lo más importante»; ha impedido, en fin, que el hombre se despreciara en cuanto hombre, que tomara partido, en su impotencia inicial, contra la vida y desesperara del conocimiento. Ha sido, en suma, un gran «medio de subsistencia», el «gran antídoto» contra esa tentación nihilista primaria. Así, pues, si por un lado es cierto que para quien, como el propio Nietzsche, se sitúa «más allá de lo bueno y de lo malo», la interpretación moral convierte el mundo en algo propiamente «insoportable» por otro no lo es menos que el cristianismo ha intentado, a su vez, superar con ella el mundo, vencerlo, reconciliando al tiempo al hombre consigo mismo y con él. Con el odioso resultado de haber llevado finalmente al hombre al «ensombrecimiento», al «empequeñecimiento», al «empobrecimiento». Sólo la más mediocre e insignificante especie de hombre, la de los hombres del rebaño, encontró ahí su hora, sólo ella fue impulsada y pudo, al precio de una ficción y un «no» sentirse reforzada. Es ésta, ha sido ésta una historia en la que lo que finalmente se ha expresado es una voluntad de poder «mediante la que, bien los esclavos y oprimidos, bien los fracasados y atormentados por ser como son, bien los mediocres, ha hecho el intento de imponer los juicios de valor más favorables para ellos». El cristiano es, en efecto, para Nietzsche «el animal doméstico, el animal de rebaño, el animal enfermo hombre», exactamente lo contrario, por tanto, de ese tipo superior, digno de vivir y seguro de fututo, erguido sobre la tierra con el gran «sí» en los labios, que él mismo considera como «el más valioso». Porque «el cristianismo... ha hecho una guerra a muerte a ese tipo superior de hombre, ha proscrito todos los instintos fundamentales» de ese mismo tipo —exactamente los que el propio Nietzsche juzga como humanos en el sentido más pleno y eminente, más interno a la 5 propia vida—, «ha extraído de esos instintos, por destilación, el mal, el hombre malvado, el hombre fuerte, considerado como hombre típicamente reprobable...» El cristianismo ha tomado partido por todo lo débil, bajo, malogrado, ha hecho un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte; ha corrompido la razón incluso de las naturalezas dotadas de máxima fortaleza espiritual al enseñar a sentir cómo pecaminosos.-- los valores supremos de la espiritualidad. El veredicto final nietzscheano del cristianismo como «religión de la compasión» y caldo de cultivo de los valores nihilistas, de los valores de decadencia, encuentra aquí su lógica profunda. Una lógica en cuyo trasfondo late, poderosa, la concepción nietzscheana de vida como «instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder». De ahí, por lo demás, la vinculación profunda, a que ya hemos ido haciendo referencia desde diferentes ángulos, que Nietzsche establece entre cristianismo y nihilismo. Porque la compasión, ese rasgo central del cristiano, no es, desde este prisma, sino la praxis del nihilismo, un instinto depresivo y contagioso que «obstaculiza aquellos instintos que tienden a la conservación y a la elevación del valor de la vida», un instinto bajo que «tanto como multiplicador de la miseria cuanto como conservador de todo lo miserable es un instrumento capital para la intensificación de la décadence —¡la compasión persuade a entregarse a la nada! ...No se dice "nada"; se dice, en su lugar, "más allá"; o "Dios"; o "la vida verdadera"; o nirvana, redención, bienaventuranza...». Y de ahí también que el sacerdote sea considerado, en el contexto nihilista cristiano, como una especie superior de hombre, cuando en realidad no es, siempre según el veredicto nietzscheano, sino un «negador, calumniador, envenenador profesional de la vida». Si en el cristianismo Nietzsche vislumbra una religión nihilista en la que late oculta una moral reactiva, inspirada en última instancia por una moral decadente, que ha allegado al hombre europeo de modo poderoso y recurrente los ideales ascéticos, que en definitiva no son otra cosa que el intento que hace la vida débil para sobrevivir impulsando lejos de sí cuanto la contraría, en la religión como tal no descifra Nietzsche sino el conjunto de medios morbosos a que el hombre recurre para confortar su enfermedad. Sin conseguir, claro es, en última instancia, otra cosa que agravar su mal... Así, pues, si la religión encuentra su razón de ser, su fuerza genuina en el miedo, también es cierto que ese miedo nace en el momento mismo en el que el hombre se enfrenta —como subraya Nietzsche— a sí mismo y siente su incapacidad profunda para autoafirmarse y afirmarse en un mundo hostil. En sus primeros textos Nietzsche insiste también en otro tipo de miedo como «origen del culto religioso», en el miedo a la naturaleza exterior, una naturaleza a la que el hombre intenta imponer leyes capaces de tranquilizarle y facilitarle su dominio. De ahí el papel del culto y la magia. Se trata, en cualquier caso, de un proceso que es el del paso mismo del mago al sacerdote. Si el primero ejecuta el ademán auroral de dominio de un cosmos al que —como luego hará mucho más eficazmente el científico— impone leyes, el segundo se centrará ya en otra imposición, la de «leyes morales» del comportamiento, físico y moral, al hombre. Un comportamiento cuyo dominio requerirá también por tanto, un complejo arsenal de técnicas: castidad, ayuno, disciplina de los sentidos, confesión, penitencia... III. DEIDAD, GRAMÁTICA, NIHILISMO NEGATIVO La crítica de Nietzsche al cristianismo se mueve, por otra parte, en el marco, acaso no menos fundamental, de una crítica al esquema «gramatical » en orden al que —como ya tuvimos ocasión de contemplar— algo es dicho como algo diferente de lo que es, siendo subsumido bajo un concepto que debe satisfacer. Nietzsche había, en este contexto, de un esquema que percibimos como tal 6 esquema, pero que, sin embargo, «no podemos echar por la borda», toda vez que sigue siendo el esquema de nuestro pensamiento, algo, pues, para lo que no tenemos alternativa. De intentar librarnos de él, dejaríamos de pensar. La filosofía grecoplatónica lo reelaboró, en un principio, simplificándolo, a partir de la gramática especial indogermánica, antes determinante de modo inconsciente, y lo convirtió, absolutizándolo, en el esquema sin más, del pensamiento. Un esquema elevado a conciencia, primero en un ámbito académico de filósofos y, seguidamente, popularizado por el cristianismo —al que se debe, en definitiva, y como ya sabemos, la popularización general de toda esta filosofía—. La actitud vital del hombre teorético pasa así a verse universalizada, sobre rodo en el ámbito de la moral en sentido estricto. El flujo y la diversidad de la vida son tentativamente llevados, pues, a conceptos idénticos. El individuo debe comportarse de un modo determinado, esto es, sin diferencias o idiosincrasias personales evidentes. En esta «ontología moral» de lo general, lo individual es remitido (y sometido} a una ley moral general, y con ello es negado en su realidad. En este sentido, el nihilismo se confunde, para Nietzsche, con la historia entera del pensamiento, tal y como éste se conformó en la época socrático-platónica y como ha ido desarrollándose, siempre en esa misma dirección, hasta la ciencia y la técnica de nuestros días. Pero, a la vez, el nihilismo es adjetivable de modos distintos según los hitos de esa misma historia. Existe, en efecto, un nihilismo negativo, preparado por la ratio socrática y su despliegue platónico y consumado en y por el cristianismo, en el que «al no ser situado el centro de la vida en la vida, sino en el más allá, en la nada, se priva a la vida de un centro de gravedad». Existe, asimismo, un nihilismo reactivo, propio de ese momento de la consciencia en el que el hombre asume el lugar y la función del Dios «muerto», toda vez que el poder por él alcanzado permite ya una dulcificación de los medios de disciplinamiento, entre los que la interpretación moral era el más fuerte, y alienta, a u n tiempo, la convicción de que «Dios» es una hipótesis demasiado «extrema». Este nihilismo, que se identifica con la tesis de que no hay constitución absoluta alguna de [as cosas, ni «cosa-en-sí», y que sitúa el valor de las cosas precisamente en que «a este valor no le corresponda ni le haya correspondido (nunca) realidad alguna», puesto que es sólo «un síntoma de fuerza por parte del valorador», una «simplificación con fines vitales», podría tal vez ser considerado también como una forma extrema del fenómeno. Es más, en la medida en que se confunde con la negación de un mundo y un ser verdaderos, podría incluso llegar a ser considerado como «una forma divina de pensar». Y existen, también, un nihilismo pasivo y un nihilismo activo. El nihilismo como «decadencia y retroceso del poder del espíritu» es, para Nietzsche, un nihilismo pasivo, signo de debilidad y de fatiga. Un signo que emerge, en cualquier caso, cuando esa «síntesis de valores y metas» sobre la que descansa toda cultura «fuerte» se disuelve, de modo que los diferentes valores pasan a competir y combatir entre sí en un marco general de disgregación. Con este nihilismo cabría acaso relacionar el nihilismo como síntoma, esto es, como síntoma de que tos desheredados —aquéllos a los que íes ha ido mal— carecen ya de consueto y, privados de él, destruyen para ser destruidos a la vez que fuerzan a los poderosos a ser sus verdugos: «ésta es la forma europea del budismo, el hacer-no, una vez que toda existencia ha perdido su sentido». Si el nihilismo como estado normal coincide con el desvalorizarse de los valores supremos y velis nolis con la emblemática «muerte de Dios» a partir de un determinado momento de la historia de Occidente —ese momento en el que falta ya la respuesta al «¿por qué?»—-, su radicalizaron, esto es, el nihilismo radical, es «el convencimiento de la insostenibilidad de la existencia, cuando se trata de los valores más altos que se reconocen, añadiendo a esto la comprensión de que no tenemos el menor derecho a plantear un más-allá o un en-sí de las cosas que sea «divino», que sea moral viva». 7 El nihilismo activo, por último, es «un signo de fuerza», de la fuerza de un espíritu tan acrecentado, que sus objetivos anteriores («convicciones», artículos de fe, etc.) vienen a resultarle (ya) inadecuados. Puede tratarse, desde luego, del signo de una fuerza aún no lo suficientemente grande «como para ponerse de nuevo productivamente un objetivo, un "¿por qué?", una fe». Pero puede ser signo también de la fuerza violenta de la destrucción... Como puede asimismo tomar cuerpo definitivo «como ideal del supremo poderío del espíritu, de la vida más exuberante, en parte destructivo, en parte irónico». En cualquier caso, el nihilismo activo, del que aún habremos de ocuparnos, irrumpe en condiciones históricas y socio-vitales favorables, cuando los antídotos contra «grados terribles de desventura» —Dios, moral, sumisión— no son ya (tan) necesarios... IV. NIHILISMO CONSUMADO Y DECADENCIA DEL CRISTIANISMO La crítica nietzscheana de esta connotación profunda del pensamiento occidental, en sentido lato, no se autoconcibe como «moral» desde luego. Y no sólo por situarse Nietzsche más allá de ese constructo ilusorio y «funcional», sino porque cree vivir en una época en la que esta constelación se consuma y pierde, a un tiempo, sentido y validez. Pierde en cualquier caso, su funcionalidad vital... Mientras pudo creer —en un nivel de escasa o nula consciencia de sí— que lo general es la verdad frente a lo particular, pudo ser fuerte, pudo imponerse de forma determinante y ganar terreno, todo el terreno. Pudo alentar grandes configuraciones culturales. El descubrimiento de su carácter nihilista y de la naturaleza última de «lógica de la decadencia» de este nihilismo, junto con otros factores de no menor peso, debilita, sin embargo, su fuerza. Aunque también cabría, sin duda, razonar, siguiendo a Nietzsche, que el hecho de que haya perdido, a lo largo de todo un proceso en el que aquella lógica ha sido llevada hasta sus últimas consecuencias, su fuerza, es lo que ha arrojado una luz nueva sobre su carácter nihilista. Y no sólo eso, sino que ese proceso ha sido también el de la negación (y autonegación) de la propia moral por rabones morales. Entre otras razones porque la veracidad que la moral predica y exige como valor superior y virtud fundamental —por mucho que no sea en el fondo, como Nietzsche hace ver, tal veracidad, sino una obligación social: la de «usar las metáforas acostumbradas» y «mentir según una convención fija»,— acaba constituyéndose en fuerza negadora de dicha moral. Como el propio Nietzsche dice lapidariamente, «lo que venció al Dios cristiano es la misma moralidad cristiana». Tal vez porque lo que se quiere verídico termina siempre por darse cuenta de que miente... La pluridimensional racionalidad occidental, cuya genealogía traza Nietzsche, a la vez que procede a su desenmascaramiento en cuanto «nihilismo» y expresión cifrada de la voluntad de poder ―genuino instrumento, por tanto, de cierre y de dominio—, permite claro es, muchas lecturas. (Como la idea misma del despliegue socio-constituyente de una determinada racionalidad: mesológica, instrumental, unidimensional...) Nietzsche cataloga, en cualquier caso, con apasionada reiteración sus rasgos: su desconfianza ante las pasiones y lo instintivo, ante lo «ilógico»; su negación del mundo real en nombre de un mundo ; verdadero; su idea del ser como uno, cosa en sí, verdad e identidad; su traducción puntual en religión, metafísica y moral; su constante búsqueda de seguridades y garantías para el orden establecido, que ella misma coadyuva férreamente a reproducir; su debilitación del placer instintivo de vivir; su sumisión de todo a un principio supremo, a un «egoísmo superior» —sea la salvación del alma, el progreso de la ciencia o el bien del Estado— , con el consiguiente sacrificio de los intereses inmediatos del individuo y del propio tipo «superior» de individuo; su fe en la penetrabilidad cognoscitiva del Todo por parte de la razón; su tendencia a constituir y autoconstituirse en un sistema de definición, fijación y coordinación de los deberes y los roles sociales dotado de tal capacidad de integración y «normalización», que hasta cuando parece afirmar el individuo, no lo hace como ruptura con una presunta integración anterior de éste en el rodo orgánico de la sociedad «ética», sino como arma contra la desagregación y a favor de un cierre 8 superior, de una más completa integración del sistema socio-maquínico; su carácter terapéutico, en fin, fruto de la impresión de seguridad que es capaz de procurar, al precio de la dejación y la entrega a una instancia —sea una autoridad sobrehumana, sea la autoridad de la propia conciencia moral, conciencia que para Nietzsche no es sino el latido de la autoridad vigente en el entorno al que pertenecemos y en el que hemos sido educados, sea la autoridad de la razón, del instinto social, de la historia o de la felicidad de la mayor parte— que decide y estipula fines por nosotros... Esta racionalidad, sin embargo, cuyo latido «nihilista» Nietzsche desenmascara, deja paso, en principio, según va haciéndose explícita la tensión que la recorre y constituye y al hilo, también, de toda una serie de transformaciones históricas, precisamente al nihilismo consumado, ese que, según Nietzsche, llenará los dos próximos siglos «una vez que la fe en Dios y en un orden moral ya no resulten sostenibles». Esa pasión por la veracidad que la moral genera es, en suma, lo que termina con esa trama de ficciones e ilusiones utilitarias que es la moral misma. Lo que deberá, ciertamente, llevarnos a entender como consumación del nihilismo la autonegación, precisamente, de la moral por razones morales. Factor decisivo en esta coyuntura de consumación no deja, lógica y complementariamente, de ser la decadencia del cristianismo, decadencia que es la del Dios cristiano, toda vez que el sentido de la veracidad, altamente desarrollado por y gracias al cristianismo, ha terminado por llenarse de asco «ante la falsedad y la mendacidad de toda la interpretación cristiana del mundo y de la historia», lo que en el límite puede llevar, como, sin duda, ha llevado a algunos, a la conversión reactiva del «Dios es la Verdad» en la fe fanática del «Todo es falso». Así es, en cualquier caso, como el mundo verdadero se convierte en fábula. Nietzsche es perfectamente consciente, desde luego, de que la penetración cognitiva en la sustancia nihilista última del pensamiento europeo, su «desenmascaramiento», si se prefiere, no equivale a la superación de esta configuración de la vida. Es, en suma, consciente de que el ejercicio de «las armas de la crítica», de su propia crítica, por ejemplo, no conlleva el derrocamiento del esquema lógico, de la «gramática» de ese comportarse-en-el-mundo. No es posible sustraerse a este esquema de pensamiento, a esta historia en cuyo curso evolutivo está aún el propio crítico, un crítico que forma parte de aquélla hasta en su más idiosincrática autointelección «teorética». Por eso Nietzsche, que descifra la historia del pensamiento europeo, de raíz socrático-platónica, y de la religión, en su entrelazamiento como «nihilismo», asiente al mismo, se autocaracteriza incluso como el «primer nihilista consumado de Europa». Entre otras razones, acaso de más peso, porque es consciente de que su desenmascaramiento y su elevación a consciencia teorética no equivalen aún, como acabamos de subrayar, a su superación, sino que lo consuman, contrariamente, una vez más en una re-petición del esquema de la consideración teorética del mundo. Nietzsche descifra, en fin, el nihilismo como destino. La historia ha transcurrido como ha transcurrido. Es posible, sin duda, decir algo sobre la misma, desde el punto de vista, por ejemplo, de la filosofía de la historia, o sea, teoréticamente, repitiendo, por tanto, el esquema dominante de pensamiento. Cabe elevar a consciencia la «esencia» de esta historia, como hace efectivamente el propio Nietzsche en sus análisis histórico-genéticos. Cabe, en fin, caracterizar esa historia, pero cuando se hace tal, lo que necesariamente surge es una nueva imagen teorética del pensamiento europeo, que es, ella misma, típicamente europea, esto es: una simplificación o «teoría». Lo que no resulta, en cualquier caso, posible es sustraerse a la gramática, que determina ontológico-moralmente el uso lingüístico hasta en la última frase. Y de pretender tal, lo que se perdería es el propio concepto de pensamiento lógico y de razón. El conocimiento de que no cabe sustraerse a la razón así entendida, por mucho que sea llevado a consciencia explícita su peculiar carácter esquematizado eleva al nihilismo a la condición de filosofía 9 trágica. Lo consuma, en efecto, potenciándolo, toda vez que el nihilismo pasa a ser por fin autoconsciente... El nihilismo asentido, el nihilismo que se hace cargo de sí mismo, muta así en relación trágica con la vida. V. MUERTE DE DIOS Y SUPERACIÓN DEL NIHILISMO Todo está, para Nietzsche, al servicio de la vida. Para orientarse, los seres humanos elaboran hipótesis, imponen leyes. Y deben hacerlo. No hay mirada directa alguna sobre la vida, en el sentido de venir libre de todo trasfondo y presupuesto. Todo lo que ocurre en ésta, incluida, por tanto, toda determinación teorética, sirve a la vida de un modo indeterminable, porque la vida no se ofrece globalmente como un todo, ni puede, dada la esencia de todo determinarse —que descansa sobre ficciones—, hacerlo. No hay, por otra parte, otro parrón o criterio a tenor del que medir o sopesar la vida que la vida misma, vida que es voluntad de poder, como lo es también el mundo, ese mundo dionisíaco de Nietzsche «que se crea a sí mismo eternamente y eternamente a sí mismo se destruye». Los llamados afectos, que por la vía de la interiorización acompañan la génesis de la consideración teorética del mundo, como, por ejemplo, «el odio, la alegría por el mal ajeno, la codicia y el despotismo y todo cuanto es llamado malo», pero también, podríamos completar, la «compasión» y cuanto es llamado bueno, «pertenecen igualmente a la asombrosa economía de la conservación de la especie, una economía que no deja de resultar, ciertamente, costosa, despilfarradora y, globalmente considerada, de lo más insensata». Va de suyo que este discurso sobre una economía insensata y despilfarradora roza lo paradójico. No se sabe, en efecto, «por qué» han sido en definitiva conformados estos afectos, ni «para qué», pues para ello habría que salir de la vida y acceder a la condición de «teorético» en un sentido cuasidivino. La filosofía concibió ciertamente, a Dios como un teórico «puro» de este tipo, situado más allá de roda subjetividad y de todas las concepciones relativas de los humanos y capaz, a la vez, de penetrar con su mirada en el corazón y en la raíz (o causa) de los afectos. Dios fue, pues, concebido por los filósofos como absolutización del esquema gramatical básico de la teoría y de la posición del espectador no participante. Éste es el Dios contra el que Nietzsche se dirige y cuya muerte anuncia. Un Dios pensado como causa de todas las cosas, esto es, como prolongación del esquema de nuestras explicaciones y simplificaciones, en las que reducimos todo a «casos idénticos» y a leyes. Un Dios, en fin, que siendo el resultado de la absolutización de un esquema, lo es de la «fe», si se prefiere, en la gramática de nuestro pensamiento como forma de una verdad absoluta. La «muerte de Dios» significa, al menos desde esta perspectiva, que con el concepto de Dios en el que éste es pensado como la posición teorética absoluta mas allá de la vida, el «conocimiento» de Dios así afirmado lo es en y desde el nihilismo. Sólo que si en el caso del esquema de la representación teorética o de la ontología moral el conocimiento desenmascarador de su condición de esquema condicionado y específico no hace, por sí mismo, posible ya su eliminación, aquí lo único que queda, en principio, superado es «el Dios moral». Porque, como Nietzsche certeramente se pregunta, «¿tiene algún sentido imaginarse un Dios "más allá de lo bueno y de lo malo"?». O también: «¿eliminamos la representación finalística del proceso y asentimos, sin embargo, v a pesar de ello, al proceso?». Las exigencias morales dejan de valer, en efecto, tan pronto como deja de creerse en el carácter absoluto de su pretensión. Pero las formas lingüísticas y las formas de pensamiento siguen obligándonos por mucho que seamos conscientes de su condición de mero esquema. Sencillamente porque no hay alternativa a las mismas. Así, pues, por mucho que Nietzsche hable de la «muerte» de Dios, no nos libraremos de Dios «mientras creamos en la gramática», como él mismo nos advierte. El nihilismo es descrito, así, como la «fe» insuperable en un Dios ya muerto, como una fe no superable a voluntad, en fin, en una «filosofía 10 común de la gramática», que opera más allá de las propias diferencias de contenidos cosmovisionales. A propósito de esta vertiente del concepto nietzscheano de nihilismo cabría recurrir, en consecuencia, a la figura lógicamente paradójica de la presencia de un Dios muerto, que refrena la vida con una carga. De ahí, por otra parte, las peculiaridades del lenguaje al que recurre Nietzsche, tan rico en imágenes y metáforas, un lenguaje que hay que comprender a la luz de la estructura del pensamiento en juego en cuanto pensamiento que soporta el nihilismo. Pocas imágenes tan glosadas, en este sentido, como la del Zaratustra nietzscheano, hasta el punto de haber sido convertido casi —al menos en ciertos contextos hermenéuticos— en el epónimo de la doctrina de Nietzsche. Desde la autocomprensión nietzscheana, no cabe, sin embargo, hablar de una «doctrina» asumible como «verdadera en todas sus proposiciones». Nietzsche apunta a una comprensión distinta de la mera comprensión de una doctrina, a una comprensión para la que aún no hay esquemas ni conceptos, y que en su negatividad puede ser llamada «estética». No se trata aquí de revelar ni predicar doctrinas sobre la finalidad de la existencia o, en general, sobre la vida o la moral. Zaratustra es, simplemente, el portavoz de la vida. Y si algo enseña, es la doctrina de eterno retorno de lo Mismo, el más «abismal» de sus pensamientos. Queda así insinuada la posibilidad, que Nietzsche da por válida, de una superación del nihilismo europeo. Pero esta superación no puede ser, a su vez, objeto de una nueva prescripción ni de un esfuerzo de orden moral. Entre las condiciones de posibilidad de tal superación figuran tanto la consideración, finalmente conseguida y asumida, de esa ontología moral que condiciona el espíritu europeo hasta en la más profunda estructura del lenguaje y del pensamiento como algo devenido, y no absoluto, como la aceptación, por parte del hombre europeo del nihilismo como destino. La aceptación, por tanto, de la propia situación. Y con ella, también la de la época «a la que hemos sido arrojados», por mucho que tal época venga finalmente a ser descifrada por nosotros mismos en términos de decadencia. En este contexto hay, por otra parte, que situar las otras dos grandes piezas del Nietzsche positivo: la transvaloración de todos los valores y el ultrahombre. Dicha transvaloración es concebida por Nietzsche como «un acto de suprema autognosis de la humanidad», que permitirá acabar con la consideración platónico-cristiana del mundo, con esa «mentira del orden moral del mundo» que ha hecho del hombre y de la vida algo culpable, y educará, al mismo tiempo, al hombre en la conciencia de la inocencia del devenir. Será así al fin posible una «gran política»... La transvaloración de todos los valores no equivale, pues, a un simple cambio de Weltanschauung, en este caso de la platónico-cristiana, con su insistencia en la culpa y el pecado y su sacrificio del Mundo real en aras de un «mundo verdadero» situado más allá de él, a otra distinta, vocada a la exculpación de la vida y al reconocimiento de la inocencia del devenir. La transvaloración debe, en efecto, asumirse más bien como una inversión del punto de partida: de la negación originaria de la vida de la que surge la interpretación platónico-cristiana de ésta y de su sentido, a su afirmación genuina, originaria. Bajo su poderosa luz la venganza, el resentimiento y la debilidad, la negación, en definitiva, de la vida dejarán de ser criterio de los valores y la verdad. La bondad no será ya debilidad: Sólo a los hombres más espirituales les está permitida la belleza, lo bello: sólo en ellos no es debilidad la bondad. La transvaloración conlleva, por tanto, una redefinición de lo bueno y de lo malo. Pero no en el sentido de una propuesta de valores (trascendentes) nuevos que ocupen el lugar de los viejos, sino el de las virtudes o valores afirmativos de lo individual-vital. E inmanentes. Valores vacíos, pues, de 11 todo posible carácter absoluto y de toda pretensión universalista, genuina «invención nuestra, personalísima defensa y necesidad nuestra», siempre en el bien entendido, claro es, de que bueno es cuanto eleva el sentimiento de poder, malo cuanto procede de la debilidad; y la felicidad, a su vez, no es sino el sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia ha quedado superada. Liberados de las convicciones, que no son más que «prisiones», conscientes de que la auténtica libertad sólo «nace del exceso de fuerza y se prueba mediante el escepticismo» y de que lo tradicionalmente tenido por-verdadero, las viejas creencias, etc., son estados indiferentes y «de quinto orden» comparados con los instintos, accederemos a la gran salud. Una «gran salud» con la que Nietzsche define, atribuyéndosela, al espíritu libre, al hombre que no se somete a las convicciones, ni cree en ficciones, y cuyo «sí» oculto —fruto, sin duda, de una pasión ya no necesariamente trágica de la vida— es más fuerte que todos los noes o acasos que padece con su época. La Gran Política que corresponde a esta Gran Salud requerirá, claro es, de un tipo nuevo: hará posible el ultrahombre, un hombre capaz de crear al fin, desde un pathos afirmativo y libre de resentimiento, nuevos valores, valores afirmativos e inmanentes a la vida. Lo que equivaldrá al desciframiento del sentido de nuestro ser. El ultrahombre será, en suma, «él sentido de la Tierra». El sentido que brotará del sinsentido al que nos ha abocado la historia entera de Europa en cuanto historia del despliegue —y consumación actual— del nihilismo, y redimirá, exculpando la culpa, la propia redención. Llegará así a su fin todo enjuiciamiento del mundo o de la vida, cuyo valor no puede ser tasado. Porque, como dice Nietzsche, anticipándose literalmente al Wittgenstein del Tractatus, «sería necesario estar fuera de la vida para que fuera lícito tocar el problema del valor de la vida en cuanto tal». En el corazón y en la piel de la vida así entendida ni siquiera cabrá hablar ya de algo tan deudor de lo que niega —como el joven Nietzsche hizo ver a propósito de Strauss y de Schopenhauer— como el «ateísmo »... Porque Zaratustra ama, en efecto, a «quienes no necesitan buscar una razón para perecer y sacrificarse más allá de las estrellas, sino que se inmolan a la Tierra». Esto es, a quienes saben, como en cierto modo sabemos ya nosotros, que ni la humanidad en su conjunto persigue fin alguno, ni el hombre puede, en consecuencia, encontrar en ella sostén y consuelo, y, a la vez, se entregan como el niño a sus juegos con feliz inocencia, definiendo al hacerlo su voluntad de ser ellos mismos. 12 TEXTOS 2. ¿Qué es bueno? —Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? —Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es felicidad? —El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada. No apaciguamiento, sino más poder; no paz ante todo, sino guerra, no virtud, sino vigor (virtud al estilo del Renacimiento, virtù, virtud sin moralina). Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer. ¿Qué es más dañoso que cualquier vicio? —La compasión activa con rodos los malogrados y débiles —el cristianismo... 3. No qué reemplazará a la humanidad en la serie de los seres es el problema que yo planteo con esto (—el hombre es un final—}: sino qué tipo de hombre se debe criar, se debe querer, como tipo más valioso, más digno de vivir, más seguro de futuro. Ese tipo más valioso ha existido ya con bastante frecuencia: pero como caso afortunado, como excepción, nunca como algo querido. Antes bien, justo él ha sido lo más remido, él fue hasta ahora casi lo temible; —y por temor se quiso, se crió, se alcanzó el tipo opuesto: el animal doméstico, el animal de rebaño, el animal enfermo hombre, —el cristiano... 5. Al cristianismo no se le debe adornar ni engalanar: él ha hecho una guerra a muerte a ese tipo superior de hombre, él ha proscrito todos los instintos fundamentales de ese tipo, él ha extraído de esos instintos, por destilación, el mal, el hombre malvado, —el hombre fuerte considerado como hombre típicamente reprobable, como «hombre réprobo». El cristianismo ha tomado partido por todo lo débil, bajo, malogrado, ha hecho un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte; ha corrompido la razón incluso de las naturalezas dotadas de máxima fortalezaespiritual al enseñar a sentir como pecaminosos, como descargadores, como tentaciones, los valores supremos de la espiritualidad. ¡El ejemplo más deplorable —la corrupción de Pascal, el cual creía en la corrupción de su razón por el pecado original, siendo así que sólo estaba corrompida por su cristianismo! 6. Doloroso, estremecedor es el espectáculo que ante mí ha surgido: yo he descorrido la cortina que tapaba la corrupción del hombre. En mi boca esa palabra está libre al menos de una sospecha: la de contener una acusación moral contra el hombre. Yo la concibo —quisiera subrayarlo una vez más— Ubre de moralina: y ello hasta tal grado que donde con más fuerza es sentida esa corrupción por mí es justo allí donde más conscientemente se ha aspirado hasta ahora a la «virtud», a la «divinidad». Yo entiendo la corrupción, ya se adivina, en el sentido de décadence (decadencia): mi aseveración es que todos los valores en que la humanidad resume ahora sus más latos deseos son valores de décadence. Yo llamo corrompido a un animal, a una especie, a un individuo cuando pierde sus instintos, cuando elige, cuando prefiere lo que a él le es perjudicial. Una historia de los «sentimientos superiores», de los «ideales Je la humanidad» —y es posible que yo tenga que contarla— sería casi también la aclaración de por qué el hombre está tan corrompido. La vida misma es para mí instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder: donde falta la voluntad de poder hay decadencia. Mi aseveración es que a todos los valores supremos de la humanidad les falta esa voluntad, —que son valores de decadencia, valores nihilistas los que, con los nombres más santos, ejercen el dominio. 13 7. Al cristianismo se lo llama religión de la compasión. La compasión es antitética de los afectos tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: produce un efecto depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece. Con la compasión aumenta y se multiplica más aún la merma de fuerza que ya el padecer aporta en sí a la vida. El padecer {Leiden) mismo se vuelve contagioso mediante el compadecer [Mitleiden); en determinadas circunstancias se puede alcanzar con éste una merma global de vida y de energía vital, que está en una proporción absurda con el quantum (cantidad) de causa (el caso de la muerte del Nazareno). Este es el primer punto de vista; pero hay todavía otro más importante. Suponiendo que se mida la compasión por el valor de las reacciones que ella suele provocar, su carácter de peligro para la vida aparecerá a una luz mucho más clara aún. La compasión obstaculiza en conjunto la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Ella conserva lo que está maduro para perecer, ella opone resistencia para favorecer a los desheredados y condenados de la vida, ella le da a la vida misma, por la abundancia de cosas malogradas de toda especie que retiene en la vida, un aspecto sombrío y dudoso. Se ha osado llamar virtud a la compasión (—en toda moral aristocrática se la considera una debilidad—); se ha ido más allá, se ha hecho de ella la virtud, el suelo y origen de todas las virtudes, pero sólo, y esto hay que tenerlo siempre presente, desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, que inscribió en su escudo la negación de la vida. Schopenhauer estaba en su derecho al decir: mediante la compasión la vida queda negada, es hecha más digna de ser negada; la compasión es la praxis del nihilismo. Dicho una vez más: este instinto depresivo y contagioso obstaculiza aquellos instintos que tienden a la conservación y a la elevación de valor de la vida: tanto como multiplicador de la miseria cuanto como conservador de todo lo miserable es un instrumento capital para la intensificación de la décadence; ¡la compasión persuade a entregarse a la nada!... No se dice «nada»: se dice, en su lugar, «más allá»; o «Dios»; o «la vida verdadera»; o nirvana, redención, bienaventuranza... Esta inocente retórica, nacida del reino de la idiosincrasia religiosomoral, aparece mucho menos inocente tan pronto como se comprende cuál es la tendencia que aquí se envuelve en el manto de palabras sublimes: la tendencia hostil a la vida. Schopenhauer era hostil a la vida: por ello la compasión se convirtió para él en virtud... Aristóteles, como se sabe, veía en la compasión un estado enfermizo y peligroso, al que se haría bien en tratar de vez en cuando con un purgativo: él concibió la tragedia como un purgativo^ Desde el instinto de la vida habría que buscar de hecho un medio de dar un pinchazo a esa enfermiza y peligrosa acumulación de compasión "representada por el caso de Schopenhauer (y también, por desgracia, de toda nuestra décadence literaria y artística, desde San Petersburgo a París, desde Tolstoi a Wagner): para hacerla reventar... Nada es menos sano, en medio de nuestra nada sana modernidad, que la compasión cristiana. Ser médico aquí, ser inexorable aquí, emplear el cuchillo aquí ¡eso es lo que nos corresponde a nosotros, ésa es nuestra especie de amor a los hombres, así es como somos filósofos nosotros, nosotros los hiperbóreos! 8. Es necesario decir a quién sentirnos nosotros como antítesis nuestra —a los teólogos y a todo lo que tiene en su cuerpo sangre de teólogo—, a nuestra filosofía entera... Hay que haber visto de cerca la fatalidad, mejor aún, hay que haberla vivido en uno mismo, hay que haber casi perecido a causa de ella para no comprender ya aquí ninguna broma (el librepensamiento de nuestros señores investigadores de la naturaleza y fisiólogos es, a mis ojos, una broma, —les falta la pasión en estas cosas, el padecer de ellas—). Ese envenenamiento llega mucho más lejos de lo que se piensa: yo he reencontrado el instinto propio de los teólogos, la • soberbia, en todos los lugares en que hoy la gente se siente «idealista»,'; en todos los lugares en que la gente reclama, en virtud de una ascendencia superior, el derecho a mirar la realidad con ojos de superioridad y extrañeza... El 14 idealista, exactamente igual que el sacerdote, tiene en su mano todos los grandes conceptos (¡y no sólo en su mano!), los contrapone, con un benévolo desprecio, al «entendimiento», a los «sentidos», a los «honores», a la «buena vida», a la «ciencia», ve tales cosas por debajo de sí, como fuerzas dañosas y seductoras, sobre las cuales se cierne «el espíritu» en una paraseidad {Für-sichheit} pura: como si la humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra, la santidad, no hubiesen causado hasta ahora a la vida un daño indeciblemente mayor que cualesquiera horrores y vicios... El espíritu puro es la mentira pura... "Mientras el sacerdote, ese negador, calumniador, envenenador profesional de la vida, siga siendo considerado como una especie superior de hombre, no habrá respuesta a la pregunta: ¿qué es la verdad? Se ha puesto ya cabeza abajo la verdad cuando al consciente abogado de la nada y de la negación se lo tiene por representante de la «verdad»... 9. A ese instinto propio de teólogos hago yo la guerra: en todas partes he encontrado su huella. Quien tiene en su cuerpo sangre de teólogo adopta de antemano, frente a todas las cosas, una actitud torcida y deshonesta. El pathos que a partir de ella se desarrolla se llama a sí mismo fe: cerrar los ojos, de una vez por todas, frente a sí mismo para no sufrir del aspecto de una falsedad incurable. De esa óptica defectuosa con respecto a todas las cosas hace la gente en su interior una moral, una virtud, una santidad, establece una conexión entre la buena conciencia y el ver las cosas de manera falsa, exige que ninguna otra especie de óptica tenga ya valor, tras haber vuelto sacrosanta la propia, dándole los nombres «Dios», «redención», «eternidad». En todas partes he seguido exhumando yo el instinto propio de los teólogos: él es la forma más difundida de falsedad que hay en la tierra, la forma propiamente subterránea. Lo que un teólogo siente como verdadero, eso es, necesariamente, falso: en esto se tiene casi un criterio de verdad. Es su más hondo instinto de autoconservación el que prohíbe que, en un punto cualquiera, la realidad sea honrada o tome siquiera la palabra. Hasta donde alcanza el influjo de los teólogos, el juicio de valor está puesto cabeza abajo, los conceptos «verdadero» y «falso» están necesariamente invertidos: lo más dañoso para la vida es llamado aquí «verdadero », lo que la alza, intensifica, afirma, justifica y hace triunfar, es llamado «falso»... Si ocurre que, a través de la «conciencia» de los príncipes (o de los pueblos) los teólogos extienden la mano hacia el poder, no dudemos de qué es lo que en el fondo acontece todas esas veces: la voluntad de final, la voluntad nihilista quiere alcanzar el poder... 13. No infravaloremos esto: nosotros mismos, nosotros los espíritus libres somos ya una «transvaloración de todos los valores», una viviente declaración de guerra y de victoria a todos los viejos conceptos de «verdadero» y «no-verdadero». Las intelecciones más valiosas son las que más tarde se encuentran; pero las intelecciones más valiosas son los métodos. Todos los métodos, todos los presupuestos de nuestra cientificidad de ahora han tenido en contra suya, durante milenios, el desprecio más profundo, uno quedaba excluido, por causa de ellos, del trato con los hombres «decentes», era considerado «enemigo de Dios», despreciador de la verdad, «poseso». En cuanto carácter científico uno era un chandala... Nosotros hemos tenido en contra nuestra el pathos entero de la humanidad —su concepto de lo que debe ser verdad, de lo que debe ser el servicio a la verdad: todo «tú debes» ha estado dirigido hasta ahora contra nosotros... Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro modo de ser, callado, cauteloso, desconfiado: todo eso le parecía a la humanidad completamente indigno y despreciable. En última instancia sería lícito preguntarse, con cierta equidad, si no ha sido propiamente un gusto estético el que ha mantenido a la humanidad en una ceguera tan prolongada: ella pretendía de la verdad un efecto pintoresco, ella pretendía asimismo del hombre de conocimiento que actuase enérgicamente sobre los sentidos. Nuestra modestia fue 15 la que durante más largo tiempo repugnó a su gusto... ¡Oh, cómo lo adivinaron, esos pavos de Dios!... 15. Ni la moral ni la religión tienen contacto, en el cristianismo, con punto alguno de la realidad. Causas puramente imaginarías («Dios», «alma» «yo», «espíritu», «la voluntad libre» o también «la no libre»); efectos puramente imaginarios («pecado», «redención», «gracia» «castigo», «remisión de los pecados»). Un trato entre seres imaginarios («Dios», «espíritus», «almas»); una ciencia natural imaginaria (antropocéntrica; completa ausencia del concepto de causas naturales); una psicología imaginaria (puros malentendidos acerca de sí mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables, de los estados del nervus sympathicus (nervio simpático), por ejemplo, con ayuda del lenguaje de signos de una idiosincrasia religioso-moral, «arrepentimiento », «remordimiento de conciencia», «tentación del demonio », «la cercanía de Dios»); una teleología imaginaría («el reino de Dios», «el juicio final», «la vida eterna»). Este puro mundo de ficción se diferencia, con gran desventaja suya, del mundo de los sueños por el hecho de que este último refleja la realidad, mientras que aquél falsea, desvaloriza, niega la realidad. Una vez inventado el concepto «naturaleza » como anticoncepto de «Dios», la palabra para decir «reprobable» tuvo que ser «narural», todo aquel mundo de ficción tiene su raíz en el odio a lo natural (¡la realidad!), es expresión de un profundo descontento con lo real... Pero con esto queda aclarado todo. ¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad? El que sufre de ella. Pero sufrir de la realidad significa ser una realidad fracasada... La preponderancia de los sentimientos de displacer sobre los de placer es la causa de aquella moral y de aquella religión ficticias: tal preponderancia ofrece, sin embargo, la fórmula de la décadence... 16. Una crítica del concepto cristiano de Dios obliga a sacar idéntica conclusión. Un pueblo que continúa creyendo en sí mismo continúa teniendo también su Dios propio. En él venera las condiciones mediante las cuales se encumbra, sus virtudes, proyecta el placer que su propia realidad le produce, su sentimiento de poder, en un ser al que poder dar gracias por eso. Quien es rico quiere ceder cosas; un pueblo orgulloso necesita un Dios para hacer sacrificios... Dentro de tales presupuestos la religión es una forma de gratitud. Uno está agradecido a sí mismo: para ello necesita un Dios. Tal Dios tiene que poder ser útil y dañoso, tiene que poder ser amigo y enemigo, se lo admira tanto en lo bueno como en lo malo. La antinatural castración de un Dios para hacer de él un Dios meramente del bien estaría aquí fuera de todo lo deseable. Al Dios malvado se lo necesita tanto como al bueno; la propia existencia no la debe uno, en efecto, precisamente a la tolerancia, a la filantropía... ¿Qué importaría un Dios que no conociese la cólera, la venganza, la envidia, la burla, la astucia, la violencia?, ¿al que tal vez no le fuesen conocidos ni siquiera los deliciosos ardeurs {ardores) de la victoria y de la aniquilación? A tal Dios no se le comprendería. ¿Para qué se debería tenerlo? Ciertamente: cuando un pueblo se hunde; cuando siente desaparecer de modo definitivo la fe en el futuro, SM esperanza de libertad; cuando cobra consciencia de que la sumisión es la primera utilidad, de que las virtudes de los sometidos son las condiciones de conservación, entonces cambien su Dios tiene que transformarse. Ese Dios vuélvese ahora un mojigato, timorato, modesto, aconseja la «paz del alma», el no-odiar más, la indulgencia, incluso el «amor» al amigo y al enemigo. Ese Dios moraliza constantemente, penetra a rastras en la caverna de toda virtud privada, se convierte en un Dios para todo el mundo, se convierte en un hombre privado, se convierte en un cosmopolita... En otro tiempo representó un pueblo, la fortaleza de un pueblo, todas las tendencias de agresión y de sed de poder nacidas del alma de un pueblo: ahora es ya meramente el Dios bueno... De hecho, no hay ninguna otra alternativa para los dioses: o son la voluntad de poder —y mientras tanto serán dioses de un pueblo—o son, por el contrario, la impotencia de poder, y entonces se vuelven necesariamente buenos... 16 17. Allí donde, de alguna forma, la voluntad de poder decae, hay también siempre un retroceso fisiológico, una décadence. La divinidad de la décadence, castrada de sus virtudes e instintos más viriles, se convierte necesariamente, a partir de ese momento, en Dios de los fisiológicamente retrasados, de los débiles. Ellos no se llaman a sí mismos los débiles, ellos se llaman «los buenos»... Se entiende, sin que sea necesario siquiera señalarlo, en qué instantes de la historia resulta posible la ficción dualista de un Dios bueno y un Dios malvado. Con el mismo instinto con que los sometidos rebajan a su Dios haciendo de él el «bien en sí», borran completamente del Dios de sus vencedores las buenas cualidades; toman venganza de sus señores transformando en diablo al Dios de éstos. El Dios bueno, lo mismo que el diablo: ambos, engendros de la décadence: ¿Cómo se puede hoy seguir haciendo tantas concesiones a la simpleza de los teólogos cristianos, hasta el punto de decretar con ellos que es un progreso el desarrollo ulterior del concepto de Dios, desarrollo que lo lleva desde «Dios de Israel», desde Dios de un pueblo, al Dios cristiano, a la síntesis de todo bien? Pero hasta Renán hace eso. ¡Como si Renán tuviera derecho a la simpleza! A los ojos salta, sin embargo, lo contrario. Cuando del concepto de Dios quedan eliminados los presupuestos de la vida ascendente, todo lo fuerte, valiente, señorial, orgulloso, cuando Dios va rebajándose paso a paso a ser símbolo de un bastón para cansados, de un ancla de salvación para todos los que se están ahogando, cuando se convierte en Dios-de-las-pobres-gentes, en Dios-de-los-pecadores, en Dios-de-los-enfermos par excellence (por excelencia), y el predicado «salvador», «redentor», es lo que resta, por así decirlo, como predicado divino en cuanto tal: ¿de qué habla tal transformación?, ¿tal reducción de lo divino? Ciertamente con esto «el reino de Dios» se ha vuelto más grande. En otro tiempo Dios tenía únicamente su pueblo, su pueblo «elegido». Entre tanto, al igual que su pueblo mismo, él marchó al extranjero, se dio a peregrinar, desde entonces no ha permanecido ya quieto en ningún lugar hasta que acabó teniendo su casa en todas partes, el gran cosmopolita, hasta que logró tener de su parte «el gran número» y media tierra. Pero el Dios del «gran número», el demócrata entre los dioses, no se convirtió, a pesar de todo, en un orgulloso Dios de los paganos: ¡siguió siendo judío siguió siendo el Dios de los rincones, el Dios de todas las esquinas y - - lugares oscuros, de todos los barrios insalubres del mundo entero!... Su reino del mundo es, tanto antes como después, un reino del submundo un hospital, un reino-subterráneo, un reino-gueto... Y él mismo, tan pálido, tan débil, tan décadent (decadence)... De él se enseñorearon, hasta los más pálidos de los pálidos, los señores metafísicos, los albinos del concepto. Estos estuvieron tejiendo alrededor de él su telaraña todo el tiempo preciso, hasta que, hipnotizado por sus movimientos, él mismo se convirtió en una araña, en un metaphisicus (metafísico). A. partir de ese momento él tejió a su vez la telaraña del mundo sacándola de sí mismo —sub specie Spinozae (en figura de Spinoza)—, a partir de ese momento se transfiguró en algo cada vez más tenue y más pálido, se convirtió en un «ideal», se convirtió en un «espíritu puro», se convirtió en un absolutum (realidad absoluta), se convirtió en «cosa en sí»…, Ruina de un Dios: Dios se convirtió en «cosa en sí»... 18. El concepto cristiano de Dios —Dios como Dios de los enfermos, Dios como araña, Dios como espíritu— es uno de los conceptos de Dios, más corruptos a que se ha llegado en la tierra; tal vez represente incluso el nivel más bajo en la evolución descendente del tipo de los dioses. ¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida, en lugar de ser su transfiguración y su eterno sí! ¡En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, fórmula de toda calumnia del «más acá», de toda mentira del «más allá»! ¡En Dios, divinizada la nada, canonizada la voluntad de nada!... 22. Cuando el cristianismo abandonó su suelo primero, los estamentos más bajos, el submundo del mundo antiguo, cuando marchó a buscar poder entre pueblos bárbaros, no tuvo ya aquí, como presupuesto, unos hombres cansados, sino unos hombres que en su interior se habían vuelto 17 salvajes y se desgarraban a sí mismos, el hombre fuerte, pero malo- -- grado. La insatisfacción consigo mismo, el sufrimiento a causa de sí ' mismo no son aquí, como en el budista, una excitabilidad y una capacidad desmesuradas para el dolor, antes bien, al revés, un prepotente deseo de hacer daño, de desahogar la tensión interior en acciones y representaciones hostiles. Para hacerse dueño de los bárbaros el cristianismo tenía necesidad de conceptos y valores bárbaros: tales son el sacrificio del primogénito, el beber sangre en la comunión., el desprecio del espíritu y de la cultura; la tortura en todas sus formas, sensibles y no sensibles; la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas que se han vuelto bondadosas, mansas, superespirituales, que con demasiada facilidad sienten dolor (Europa está aún muy lejos de encontrarse madura para él): es una reconducción de esas razas a la paz y la jovialidad, a la dieta en lo espiritual, a un cierto endurecimiento en lo corporal. El cristianismo quiere hacerse dueño je animales de presa; su medio es ponerlos enfermos, el debilitamiento es la receta cristiana para la doma, para la «civilización». El budismo es una religión para el acabamiento y el cansancio de la civilización, el cristianismo ni siquiera encuentra la civilización ante sí, en determinadas circunstancias la funda. 24. Voy a tocar aquí únicamente el problema de la génesis del cristianismo. La primera tesis para su solución dice: el cristianismo resulta comprensible tan sólo a partir del terreno del cual brotó; no es un movimiento dirigido contra el instinto judío, sino la consecuencia lógica de éste, una inferencia más en su espantosa lógica. Dicho con la fórmula del Redentor: «la salvación viene de los judíos». La segunda tesis dice: el tipo psicológico del Galilea continúa siendo reconocible, pero sólo en su degeneración completa (la cual es a la vez una mutilación y una sobrecarga con rasgos extraños) ha podido servir para aquello para lo que se lo ha usado, para tipo de un redentor de la humanidad. (El Anticristo, Madrid, 1974, trad. de A. Sánchez Pascual, 28-34, 37-43, 47-49.)