“Lo que yo les mando es que se amen unos a otros” Apuntes de + Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia, para la homilía del domingo 6º de Pascua “B”, Jn 15,9-17 (17-05-09). I. “Permanezcan en mi amor” 1. La lectura del Evangelio de hoy continúa la del domingo anterior. “Permanezcan en mi amor” (v. 9), nos dice Jesús. El domingo pasado nos decía, prácticamente, lo mismo: “Permanezcan en mi, como yo permanezco en ustedes” (Jn 15,4). En un párrafo de ocho versículos, Jesús nos exhortaba, por siete veces, a “permanecer” en él así como el sarmiento permanece en la vid. Hoy insiste por cuatro veces. Es la insistencia propia del enamorado, que quiere amar y ser amado: “Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor… Yo los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto permanezca” (Jn 15,9-10.16). 2. ¿Qué nos dicen estas palabras de Jesús? ¿Las entendemos como una invitación apremiante a amarlo y a dejarnos amar por él? Tengo la impresión que los cristianos modernos, en gran parte, más que “permanecer” en Jesús, estamos encandilados con nosotros mismos. Damos más importancia a nuestras iniciativas pastorales por difundir el Evangelio que al amor que Cristo nos tiene. De allí, la sensación de fracaso que con frecuencia nos invade a los ministros de la Iglesia y a nuestros colaboradores. De allí, también, la tendencia a sobredimensionar los problemas con los que tropezamos en la tarea evangelizadora. Nuestras rencillas fraternas se vuelven más importantes que el amor de Cristo hacia nosotros y que su mandamiento de amar al prójimo “como Yo los he amado” (v. 12). Los comentarios de la prensa sobre escándalos sexuales de miembros del clero, y sobre supuestos o reales desaciertos de los pastores y de la curia romana, influyen sobre nuestro espíritu más que la Palabra de Dios. Todo, porque no permanecemos en Cristo. 3. Encandilados por el mal que hay en el mundo y en la Iglesia, es imposible que, seamos discípulos misioneros, cuyos corazones ardan por anunciar el Evangelio. Necesitamos, urgentemente, desentumecer nuestra capacidad espiritual de percibir la relación íntima de amor que Cristo establece con nosotros sus discípulos. Y, en consecuencia, la reciprocidad de amor que él espera. Y, así, percibir la excelencia de la relación de amor que él quiere establezcamos particularmente con nuestros hermanos en la fe, y en general con todos los hombres: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado… No hay amor más grande que dar la vida por los amigos… Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros” (vv. 12-13.17). II. “Él nos amó primero” 4. Con el Evangelio de hoy hace juego perfecto la segunda lectura tomada de la primera carta de San Juan. Valdría la pena releerla a la luz de las palabras de Jesús. El apóstol Juan nos escribe: “Amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios… El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor… Este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero, y envió a au Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,7-10). 5. ¿Qué significa “amar primero”? Es mucho más sublime que el amor de los esposos. En el amor esponsal, si bien es posible discernir cuándo comienza el proceso de enamoramiento en cada uno de los dos protagonistas, éste estalla en un mismo momento cuando ambos se descubren recíprocamente como el otro yo. “Amar primero” es más parecido al amor de los padres, cuyo hijo no existe, y, por tanto, no puede responder al amor; pero ellos lo piensan, lo aman y lo engendran. Podríamos compararlo al amor de Dios cuando crea. Pero es aun más sublime. Pues si bien el hombre a quien Dios ama ya existe, éste, a causa del pecado, se ha vuelto no amable, despreciable, “condenado a la ira” (Ef 2,3). Pero Dios da el primer paso hacia nosotros, y nos hace amables, dignos de amor: “Él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). San Pablo dice lo mismo con lenguaje más accesible: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rom 5,8). III. “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” 6. La medida del amor que Cristo nos manda tener con nuestro prójimo no cabe en ninguna medida humana. Es como el amor que él nos tiene: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,17). Y su amor hacia nosotros es como el que el Padre le tiene a él: “Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes” (v. 9). Es decir, es un amor inconmensurable desde todo punto de vista. 7. Por lo mismo, estamos llamados a amar al prójimo como Cristo nos ama. Es decir, dando el primer paso, sin arrepentirnos nunca de darlo, y sin desesperar porque el prójimo no dé el paso hacia nosotros. Perdonándolo si nos ofendió. Bendiciéndolo si nos maldijo. Haciéndole el bien si nos hizo daño. Como nos enseñó Jesús en el Sermón del Monte: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos” (Mt 5,43-45).