Surfear olas es una de las variantes más divertidas de la práctica del kayakismo. A pesar de su espectacularidad y de los resquemores que pueda generar en quien recién se inicia en este vicio de imitar a los esquimales, sus principios son una cosa más que simple. En nuestro ambiente Tigreño, si bien Dios no nos ha dado grandes rompientes de mares infinitos, o espectaculares correderas de montaña, el Diablo nos ha dado las lanchas. Resulta algo insano considerar entrenarse un Domingo en el Vinculación para ir a bajar el Atuel o garantizarnos una entrada en playa en Mar del Plata que despierte admiraciones y aplausos, pero, bueno, es lo que hay. Los principios físicos que hacen posible aprovechar la energía de las olas no son muy distintos entre la ola tubo del mar Caribe y el señor que pasa en su supercrucero a alta velocidad hablando por celular, salvo que en el primer caso no hay a quien insultar. Una lancha en desplazamiento genera un tren de olas de alturas y período(distancia entre olas) variables según la forma del casco, carga del vehículo y velocidad. Digo desplazamiento dado que una vez que la lancha empieza a planear la formación de olas disminuye drásticamente y ya no nos sirven para nada, siendo el único punto positivo que se alejan de nosotros rápido. De todas maneras a no alarmarse. Hay embarcaciones diseñadas para desplazar. Es decir, gastar mucho combustible para generar olas que si bien a ellos no les sirven, a nosotros sí. Es que es la esencia del kayakismo aprovechar los vacíos legales de una Madre Naturaleza que a veces se contradice a sí misma. Así se hizo el primer kayak. Con restos de ballena y maderas tirados en una lejana playa del Artico, que no le servían a nadie para nada. Pero volvamos al tema. Si observamos una lancha desplazando en un corte de perfil, las olas generadas se alejan por su popa formando una serie de colinas de agua que dejan valles en el medio.Se generan corrientes alimentadas por la vieja y querida Ley de Gravedad, que bajan hacia los valles a la misma velocidad a que desplaza el vehículo. Lo cual significa que si conseguimos meter nuestro kayak entre ambas colinas aprovecharíamos esa correntada, y podríamos andar a la velocidad de la motora sin remar o casi. Y es cierto, pero no basta con ponerse en el camino y hacer dedo, hay algo más. La corriente descendente no es capaz de vencer la inercia de un kayak con su carga y remero, digamos 100 kilos. Tenemos que colaborar. Para aprovechar dicha correntada tenemos que estar casi sin inercia al ingresar en ella. Eso generalmente se consigue con un pique a máxima velocidad, que termina en el momento que nuestra proa “baja”(estamos en la “colina” descendente)y sentimos que nuestras palas, que hasta ese entonces demandaban un esfuerzo sobrehumano para acercarnos a la lancha(trepábamos la “colina” ascendente) se alivianan. Ya estamos en la estela de la lancha. Si tenemos un GPS veremos que la velocidad sube a 6 o 7 nudos y nosotros casi sin remar. Desde el vehículo nos miran con admiración, respeto, temor, o, si son japoneses, nos sacan fotos. Es el momento de mantenerse en la estela. Hay que considerar que seguimos sin estar en el Caribe, y que la ola la genera un motor, y a veces la embarcación parasitada se gobierna con un timón. Eso genera una estela asimétrica, que va a tender a sacarnos de la ola para alguno de ambos costados de la embarcación, generalmente para donde viene la colectiva de frente. Es importante anticipar esto, especialmente en los ríos con mucho caudal de tránsito, y utilizar el timón si contamos con uno. Debemos anticipar también los cambios de dirección del vehículo y acelerar si acelera, dado que el cambio de velocidad nos hace tener inercia nuevamente. Como regla general mientras la proa del kayak esté mas baja que la popa seguimos en carrera. Podemos asimismo “acelerar” inclinando el cuerpo hacia delante, o frenar echando el cuerpo hacia atrás,o simplemente bajarnos de la ola frenando con el remo, una vez que descubrimos que el resto de la partida “perdió el chupe” y están dos mil metros atrás. Vale agarrarse de un junco y esperarlos con frases del estilo de “vamos que no tengo todo el día” y referencias a la inconveniencia de remar con adultos mayores. Esa vez estaba solo, cruzando el Paraná de vuelta a Tigre en una espectacular tarde de sábado en primavera, cuando oí el ruido de un motor a mi espalda. La lancha almacen había acelerado en la salida del Capitancito para cruzar el Paraná y venía hacia mí. El Sudeste estaba pegando fuerte y, al acercarse al boyado, un par de escoradas convencieron al conductor de la necesidad de reducir la marcha. Iba muy poco cargada , ya en su viaje de vuelta al puerto, pero su ola era así y todo considerable. Me sacudí los retazos de siesta que quedaban y aceleré el paso cuando me rebasó, casi en la entrada del Capitán. En pocas remadas estuve subido a su estela . Había almorzado no hacia mucho, y el pique se me hacía pesado. Pude estabilizarme malamente al entrar en aguas más calmas. El período de ola de la lancha me obligaba a mantenerme en una velocidad alta de remada. No daba para aflojar el paso: el GPS me marcaba 7 nudos y no era cosa de perdérsela. En la segunda curva del río salieron dos tripulantes a popa. No hacía mucho había recibido noticias de que algunos dueños de lanchas habían reaccionado mal contra los kayaks que surfeaban sus estelas, inclusive apuntando a uno con un arma, así que me intranquilice cuando sacaron un balde de la cabina. Pero no eran agresivos sus propósitos. Tomando agua del río, comenzaron una meticulosa higiene de partes, el tan conocido baño polaco. Se higienizaban con gestos ampulosos como si yo no existiera, a pesar de que mi proa quedaba lo suficiente cerca de la popa de la lancha como para tener que maniobrar cada tanto para esquivar los espumarajos de dudosa(o comprobada) prosapia. Pero el GPS seguia marcando 7 nudos, así que decidí resistir. Mi 5,50 era un tanto largo y pesado para surfear cómodo, lo que demandaba un ritmo de regata que poco a poco empezó a minar mi resistencia. Toda mi atención se dividía entre esquivar los baldazos de agua sucia y estar atento a la gigantesca pala de timón, desmedida para el tamaño de la lancha, y que en cada curva generaba turbulencias capaces de sacarme de la ola. Pero yo no aflojaba, si bien el almuerzo empezaba a convertirse en una presencia constante y, por así decirlo,repetitiva. De pronto,en la doble curva que hace el río frente al recreo Toro, el primer golpe de timón de la almacenera me hizo maniobrar bruscamente para compensarlo, solo para encontrarme que el contragolpe me sacaba sin remedio del transporte y me mandaba a los mismos siete nudos contra un muelle. Clavando y frenando pude evitar incrustarme contra los escalones y consulté el reloj: Había hecho 9 kilómetros en media hora, y mi proa estaba a fuerza de agua jabonosa, mucho más limpia