Num129 016

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ARGUMENTOS
Vermeer del Delft,
poeta de la carta
PEDRO SALINAS
o con la pluma, sino con los pinceles, los tan delicadísimos de Vermeer, se ha expresado
nunca mejor esta relación sutil de la mujer y la carta. Empiécese por recordar que aquel
pintor sin igual de obras máximas en lienzos mínimos, aquel especialista en esmeros de la
sensibilidad y primores del pincel, descubierto para el público por otro genio de las finuras
psicológicas, Marcel Proust, dedica lo mejor de sus colores y sus amores a figuras femeninas. Como si
quisiera, él, pagar los pecados de Rubens, hacer penitencia por su genial compatriota, por sus orgías
espléndidas de movimiento, de deslumbres, de carnes desnudas, de hembras en tropel, que ofrece al
mundo en centenares de lienzos, como otras tantas banderas desplegadas de la sensualidad, Vermeer
devuelve a las mujeres al gineceo. Rubens amotina los cuerpos femeninos, los convulsiona,
condenándolos a esguince y quiebros perpetuos, los arroja a la pasión; Vermeer los para, se los ofrece a
la serenidad. Rubens las saca al aire libre, entrega sus cabelleras a los vientos, sus desnudeces a los
castigos de los soles; las mujeres de Vermeer viven en aposentos suavemente iluminados por una luz de
entre dos luces, que es pura caricia en todo lo que se posa. La pintura de Rubens escoge como su campo
de liza y sede de sus fiestas la epidermis femenina, y en ella triunfa, canta y se eterniza; Vermeer arranca
N
deliciosas melodías cromáticas asordinadas, suavísimas, de las aguas del raso y del satén, de los visos de
las pieles, que visten sus damas, casi siempre cubiertas hasta el cuello, y no desaprovecha arruga ni
plieguecillo de la tela para remansar en ellos gráciles matices de luz. Rubens propaga con sus enormes
cartelones los ejércitos carnales; Vermeer invita, desde sus breves lienzos, a los ejercicios espirituales. Y
por eso, mientras las bravías de Rubens de desalan por los bosques, tras las fieras ilusorias, o pugnan,
convulsivamente, por desprenderse de las garras del sátiro, las plácidas damiselas de Vermeer leen
cartas, escriben cartas, en un camarín abrigado.
Intimidad, ausencia. Nos encontramos, así, que el pintor ha entendido a maravilla ese aspecto
de la psique femenina, su recogimiento, su clausura en su propio recinto interior. Era pintor de
interiores, y no en el sentido elemental en que lo son otros, como Peter de Hooch, cuyo tema es el
cuarto, la casa; el de Vermeer es una mujer en un cuarto. Y una mujer que entrega ese minuto de su
vida a una ocupación exquisita, servidora de un placer espiritual: arrancar música de un
clavicordio, pesar perlas en una balanza, corresponder, escribiendo o leyendo, con una persona
ausente: el tema de Vermeer es un interior, dentro de otro interior; un alma recatada en una estancia
retraída.
¿Y cómo sale de sí, sin soltarse de sí misma, ese personaje femenino, adorable entre todos los de
Vermeer, cómo toca con el mundo? Por la carta. Es notable que de la numéricamente reducida obra
de Vermeer, unos cuarenta cuadros, seis traten el tema de la carta. No falta ninguna de sus fases: la
mujer que escribe, ya inclinada sobre su bufete, absorta en su escritura, ya con la pluma parada
sobre el papel, y la mirada perdida en el aire, buscándose una palabra o un pensamiento mejores.
La llegada del pliego, entregado por una camarera, que sorprende a la señora en su música. Y,
sobre todo, porque aquí alcanza Vermeer su ápice, la lectura; no se sabe cuál la más admirable, si la
del museo de Dresde o la del de Amsterdam. Las dos, de perfil, como apuntando que están
presentes, pero no con nosotros. Las dos en pie, tan afanosas por leer la recién librada carta, que no
les quedó tiempo de sentarse, sosteniendo el papel con las dos manos y dejando caer en él,
entregándole, no ya el mirar de sus ojos —que los tienen bajos y no los vemos—, sino todo su ser
entero. Son estos dos cuadros dos monumentos a la atención, dos poemas magistrales a la ausencia.
Solas, las dos mujeres, en un ámbito sin más persona que ellas, pero rebosando de sensación de
compañía invisible, que emana como callado canto de la carta, y las envuelve, mejor que presencia
alguna, en purísimo goce de estar amorosamente asistidas, desde lejos. Y ese lejos, en el cuadro de
Dresde, está allí, al fondo del cuarto —nuevo y delicado paralelo entre los dos interiores, el
especial y el psicológico— representado en un mapa; siempre visible, como lo están de seguro, las
visiones, la figura de los mundos —“Where the remote Bermuda ride”— por donde él anda, en el
alma de la separada.
¿Quién ha ido tan hondo en la interpretación pulquérrima de lo que significa una carta como el
pintor? Estos cuadros no tienen pareja ni rival en páginas escritas, literarias. Todos los creyentes en
la carta, en su culto, habríamos de ponernos humildemente bajo la guía de este patrono: que él nos
dirija la mano que escribe, los ojos que leen, el alma que quiere, cuando deseemos vencer
ausencias.
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