Julián Marías, un pensamiento hablado MARÍA RIAZA * J ulián Marías es un escritor. Él mismo se calificaba así y daba un valor específico a este calificativo. Ser escritor no es equivalente a escribir con corrección, incluso con interés; se trata de una especie de gracia y vocación. No cualquiera es capaz. Pues bien, este hombre que ha vivido escribiendo, puede ser contemplado —y es lo que voy a hacer— desde otra perspectiva: la exposición hablada de su pensamiento. Y digo “hablada”, y no sólo oral; es éste un matiz que me parece de interés. Y ha escrito de muchísimos temas: filosofía, historia, política... y de España. Y permítaseme un inciso. Y ahora mismo que tan necesario es hablar de España, cuando a él le hubiera gustado tanto hacerlo, cuando hubiera sido necesario forzar la reflexión y poner claridad. Es cuando ahora nos falta él. Me ha quedado por decir que, a pesar de lo mucho que escribió, dejó de hacer algo que le apetecía mucho, escribir una novela policíaca. ¿Cómo habría sido? No lo vamos a saber nunca, pero quiero decirlo por las muchas veces que me lo repitió. Sin embargo, aunque haya empezado por sus escritos no es éste el tema que he elegido. Precisamente he empezado por ahí para contrastarlo con su hablar y mostrar el matiz que este modo de hacer supone. Para resaltar este matiz quiero referirme al impacto que Ortega hizo en él cuando le oyó en la Facultad de Filosofía y Letras de sus años de estudiante. Impresionaba el espectáculo de ver surgir, en el momento que lo hacía, (desde luego lo decía) un pensamiento al hilo de la palabra. * Profesora de Historia. Además de lo que tiene de representación, de escena, la presencia, lo que era la personalidad para los griegos, y era la careta del actor, completa la intelección por el conocimiento de quien habla. Por eso hay pensadores que resultan atractivos oyéndolos y no leyéndolos; así le pasaba a D. Juan Zaragüeta. O bien que atraen más oídos que leídos (y por eso queda prendido en el texto una especie de resonancia, de voz que nos acompaña, y nos ayuda). Es lo que ocurría por ejemplo con Zubiri. Para mí, que conozco a J. M. desde los 16 años, y que su magisterio ha gravitado sobre mí desde entonces, han sido eficaces sus palabras completando su lectura. He oído sus palabras con ilusión, pero además éstas han dado pie a la discusión, e incluso al disentimiento. Esto no lo da la lectura, o por lo menos no con la espontaneidad que el diálogo. Ordeno todo este torrente de vivencias para reconstruirlo para el lector. Por lo pronto —y a modo de introducción— lo que contaba de sí mismo, de su niñez y adolescencia; de sus estudios, sobre todo de sus estudios de bachillerato en el instituto “Cardenal Cisneros”. Hablaba de sus maestros que recordaba con todo detalle y de los cuales hacía revivir su personalidad (como si él mismo fuera ese personaje de diez años ). Del matemático D. Pedro Archilla, del latinista D. Vicente García de Diego, de D. Celso Arévalo y el Sr. Morán de Historia. Son nombres que, todavía hoy, tienen su aureola. Y es que —decía— ser catedrático de instituto en Madrid entonces era ser alguien. Pero había uno del que hablaba con mayor entusiasmo: el catedrático de alemán D. Manuel Manzanares del que dice en sus Memorias, y muchas veces de palabra, que “fue uno de los hombres verdaderamente inteligentes que he conocido”. Le enseñó tan bien esta difícil lengua, que con dos años de bagaje, pudo después manejarse —y muy bien— en alemán. También este personaje infantil nos contaba como descubrió la “vida pública”. Hecho este de interés para saber de una persona. Lo público y lo privado fue siempre una constante suya al analizar los hechos humanos. Contaba así que, en l921, el asesinato de Dato en la Plaza de la Independencia conmocionó Madrid. El aún niño vio pasar el entierro desde los buzones de Correos. Este vívido recuerdo le hizo desgajar dos modos de vida, la suya personal con su reducido entorno, de otra más amplia cuyo interés era distinto. Desde entonces estuvo atento a este otro modo de vida de muchísimo interés aunque con lejanía. Desde este descubrimiento contaba su impresión cuando fue proclamada la República. Sirva todo esto, tantas veces contado, a lo que quiero decir sobre su “pensamiento hablado”. Dividiré esta tarea en tres apartados: Clases y conferencias. Comentarios a otros trabajos (así conferencias, libros, películas etc.). Conversaciones. Dos atracciones involuntarias: el número tres y la letra “c”, con la que empieza cada apartado. Clases y conferencias. Marías tuvo una clara vocación de profesor universitario que no pudo desarrollar en España, debido a la circunstancia política. Sí pudo llenar este vacío en América donde ejerció la docencia. Esto sí lo hemos vivido, recreado por él, pero sin que nosotros, españoles, hubiéramos tenido esa experiencia de primera mano. Fue para España una gran pérdida que no suplieron ni las conferencias, ni los escritos. No experimentamos los muchos complementos de la docencia: cómo corregía y elegía los trabajos, de cómo los comentaba con sus alumnos, de cómo controlaba su asimilación. Todo esto lo revivíamos y lo envidiábamos al mismo tiempo. Pero también nosotros, los estudiosos españoles, tuvimos ocasión de recibir enseñanza universitaria aunque no en la universidad. Voy a tomar dos ejemplos representativos, muy distantes en el tiempo: los cursos de “Aula Nueva” y los de la cátedra Ortega y Gasset en la Universidad madrileña. Esta última ocupación fue el resultado de la concesión de una cátedra universitaria por sus reconocidos méritos después de la muerte de Franco. Le fue ofrecida una cátedra en Alcalá de Henares que él no quiso ocupar por no moverse de Madrid. Este modo de enseñanza se parecía más a una serie ordenada de conferencias que verdaderas clases universitarias. He empezado por los cursos más recientes, más universitarios si se quiere, pera terminar con los más lejanos, pero que, en mi recuerdo, se parecen más a clases que a conferencias: los cursos de “Aula Nueva”. Esta “Academia” no era, en principio, para cursos universitarios sino para la preparación del terrible “Examen de Estado “ que daba fin a los estudios de bachillerato. Disponiendo de este local, en la calle de Serrano, 50, algunos amigos le propusieron que impartiese unos cursos universitarios, que paliasen algo la precariedad de la vida universitaria de entonces. Corrían los años 40. Eran cursos “modestísimos” (así los califica J. M. en sus Memorias), pero que cumplían misión de mantener la esperanza. Trataban de temas poco frecuentes entonces en los dominios universitarios de la filosofía: Husserl, Heidegger, Ortega y otros temas de menor relieve, pero necesarios para una comprensión de los autores de primera fila. Por ejemplo, Husserl, nacido en 1900 (nada reciente como se ve), no era utilizado en una clase de lógica que yo recibía ni se le consideraba necesario. Aunque he destacado dos ejemplos, no quiero dejar de mencionar los cursos del “Instituto de Humanidades”, que estructuró Ortega a su vuelta a España, junto con Marías. Ya eran otros tiempos y otras posibilidades que las que permitieron los cursos de “Aula Nueva”. Ortega publicó un escrito breve sobre lo que debería suponer una auténtica enseñanza universitaria. Era el prólogo a lo que preparó como “Instituto de Humanidades”. El impacto de estas pocas páginas fue enorme. Alumbraba y encendía nuestro deseo de este modo de enseñanza, y trataba no sólo de filosofía, sino que además anunciaba temas intelectuales diversos, algunos muy desconocidos entonces (como la cultura del Mohenjo-Daro en el actual Pakistán). Cuando este proyecto dejó de funcionar (Ortega murió el 1955), Marías fue el continuador, con los cursos que se impartían en la “Casa de las siete chimeneas” —de tan intrigante y misterioso nombre— a los que asistimos una minoría de interesados bajo la dirección de J. M.: Él dirigía nuestros trabajos, que luego se leían, para ilustración de todos. Yo, por ejemplo, trabajé sobre la figura de Lorenzo Hervás y Panduro, tan insuficientemente conocida. Este trabajo pude continuarlo en Cuenca, de donde era originario este escritor, ya que estuve destinada allí por mi trabajo. Como ya habrán supuesto, aunque yo no lo he mencionado, se trataba de un Seminario sobre el siglo XVIII español, para hacer una valoración global de la Ilustración española. Quiero añadir respecto a mi personaje, que fue uno de los doctos jesuitas expulsos (de modo tan inmisericorde) por el rey “ilustrado” Carlos III, gracias a lo cual su obra ha sido muy poco conocida en España, no tan sobrada de intelectuales. Comentarios. A J. M. le gustaba mucho leernos sus artículos (así los semanales de ABC). Eramos una pequeña tertulia de amigos que nos reuníamos los domingos en su casa de la calle Vallehermoso (¡qué vacío ahora!) y después comentábamos lo leído. A veces yo no estaba completamente de acuerdo con lo expuesto y se discutía. J. M. no era tolerante; pretendía que no hacíamos suficiente esfuerzo de comprensión. Otros comentarios de interés eran los que se referían al cine. Le gustaba mucho el cine (¡cuántas veces hemos idos juntos!), y publicaba un artículo cada semana (que después han sido recogidos en dos volúmenes que se titulaban Visto y no visto). Se trataba más que de artículos “técnicos”, de su impresión personal y de su interés antropológico. También de la belleza visual que reflejaban. Tenía una predilección excesiva (aun cuando nadie pueda negar su excelencia) por el cine norteamericano. Era muy tolerante para los fallos de éste, y mucho menos si se trataba del cine europeo. Esto nos llevaba a discutir, y siempre esta discusión era fructífera. Otro de los temas que corresponden a este apartado (“comentarios”) eran los que se referían a cursos de personas que él estimaba. Recuerdo con especial emoción, los comentarios a los cursos de Zubiri en la Cámara de Comercio, y después en la calle Arapiles, que siguió con suma atención. Los cursos tenían un atractivo elevado por la novedad creadora de su doctrina y la tensión expositiva de su escueta dicción. Zubiri (fue su director de tesis y el prologuista de su temprana obra Historia de la Filosofía). Aun así disentía a veces tajantemente de sus conclusiones, y discutía conmigo que era más “zubiriana” que él. ¡Qué lástima no poder reproducir esto! ¡Precisamente cuando se están publicando sus cursos como obras póstumas! Conversaciones. Se trata de cómo hablaba en privado, de sus temas favoritos, e incluso de sus fobias. Las conversaciones han variado mucho porque han durado años y años, y aunque el estilo era el mismo, y la evolución de su decir —y pensar en voz alta por lo tanto— eran también congruentes. En un principio venían amigos de sus años u otros extranjeros que pasaban por Madrid. También un grupo de alumnas que lo fuimos de Lolita (su mujer) en el colegio de San Luis de los Franceses, más alguna más que aportábamos. Yo me encontraba entre las alumnas de Lolita, que fue extraordinaria profesora, iniciadora para mí de la vocación filosófica. Luego se fueron incorporando otros amigos más jóvenes, incluso, a veces, sus hijos y nietos. Siempre continuábamos asistiendo las “fieles alumnas” (se nos llamaba las “niñas”, aunque estábamos muy lejos de ese periodo de la vida). ¿De qué se conversaba? En un tiempo ya lejano, de sus artículos semanales que él solía leer para comentarlos. También de cine. Le interesaba mucho, del modo que ya he dicho. Cuando estaba su hijo Miguel, tan entendido y buen expositor, a veces los criterios no coincidían, y ello era otro motivo de interés para los asistentes. También hablábamos de sucesos del momento, unas veces políticos, otras de temas culturales o de personas públicas. También se interesaba por las vidas de las personas amigas y sus problemas. Nunca cotilleó. En los últimos años se intensificó el tema religioso que siempre le interesó. Exponía sus puntos de disconformidad con las reformas litúrgicas, y más con el abuso que, localmente, se hacía en España de ellas.. Esto tenía conexión con el abandono del latín como lengua sagrada. Este abandono había sido exagerado en España, más allá de lo aconsejado por el Concilio. También y en este mismo grupo de temas, las malas traducciones de los textos, y de las caprichosas reformas en las fórmulas usadas. Este elemento que podríamos llamar capricho y que afecta no sólo al lenguaje y pensamiento religioso, sino al político, al moral y al social entre otros. Casi me atrevería a decir que lo sufre incluso la misma ciencia. Mucho se comentó del anterior papa Juan Pablo II, del cual era Marías gran admirador. Cuando se hablaba de su decrepitud, y de su enfermedad; de su próxima muerte (esto ocurría en la década de los 90), J. M. solía decir que eso era debido a las ganas que muchos tenían de que así ocurriese. Y anunciaba —y esta vez actuó como profeta— que sería el primer papa del siglo XXI. Y así ha sido. Del nuevo papa no se habló mucho. Estaba ya muy enfermo y apartado de la vida. Aun así tuvo una gran alegría por su nombramiento. Aunque lo he contado varias veces, no puedo renunciar a contarlo otra vez, por lo mucho que me emociona, y porque expresa la lucidez y gracejo de su espontaneidad hasta sus últimos días. Yo no me atrevía a llamarlo por teléfono por miedo a perturbarle, aun así lo hice. Me contestó con esta frase “gaudeamus igitur”. No está mal, como en otras ocasiones solía él decir. No obstante su estado final, intervenía a veces en la conversación y recordaba párrafos enteros de los clásicos en sus lenguas originales. Nos tenía en cuenta a cada uno y seguía nuestra trayectoria. A mí me encargó hacer un artículo sobre Teilhard de Chardin que ha aparecido en el último número de Cuenta y Razón. Él ya no lo vio. Como Olegario González de Cardedal hubiera hecho uno, conmemorando los 50 años de su muerte, y yo me quejase del abandono en que yacía este gran pensador, que tanto dio que hablar y que pensar por las fechas cercanas a su muerte, me dijo: “haz tu uno, debes hacerlo” (yo había trabajado en tiempos ya remotos sobre él). Lo hice y ahí está. Esta ha sido su última indicación, su último encargo haciéndose cuenta de lo que yo “debía”. Sirva este escrito como homenaje póstumo a su afecto y al magisterio que ejerció siempre sobre mí. Su deseo, cuando aún vivía, se prolonga en este mundo en que ya no está.