Los usos del concepto de generación en la filosofía española de los

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∆αίµων. Revista Internacional de Filosofía, nº 53, 2011, 117-143
ISSN: 1130-0507
Los usos del concepto de generación en la filosofía
española de los años 1940: racionalizaciones biográficas,
trayectorias académicas y tradiciones teóricas*
The uses of the concept of generation in the Spanish
philosophy of the 1940: biographical rationalizations, academic
careers and theoretical traditions
José Luis Moreno Pestaña
Resumen: En este artículo se reconstruye el
debate (desarrollado en la segunda mitad de los
años 1940) sobre las generaciones entre Julián
Marías y Pedro Laín Entralgo. Para ello se
reconstruyen las trayectorias biográficas, políticas
y culturales de ambos. También se analizan las
redes teóricas, procedentes de Ortega y Gasset, en
las que dicho debate cobra sentido. A través de ese
debate se intenta captar ciertas transformaciones
que la Guerra Civil y la primera fase del Régimen
de Franco impusieron en las redes intelectuales
vinculadas a Ortega y a Zubiri.
Palabras clave: generaciones, Ortega y Gasset,
Julián Marías, Xavier Zubiri, Pedro Laín Entralgo,
Sociología de la Filosofía.
Abstract: This article reconstructs the discussion
(developed in the second half of the 1940s)
over the generations between Julian Marias and
Pedro Lain Entralgo. This biographical rebuilds,
both political and cultural. It also analyses the
theoretical network, from Ortega y Gasset, in
which the debate makes sense. Through this
debate try to capture certain changes that the
Civil War and the first phase of the Franco regime
imposed on intellectual networks linked to Ortega
and Zubiri.
Keywords: generations, Ortega y Gasset, Julián
Marías, Xavier Zubiri, Pedro Laín Entralgo,
Sociology of Philosophy.
Fecha de recepción: 30-9-2010. Fecha de aceptación: 10-11-2010.
*
Departamento de Historia, Geografía y Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Cádiz, Avda.
Dr. Gómez Ulla s/n, 11003 Cádiz (ESPAÑA). Quiero agradecer a los herederos de Pedro Laín Entralgo, Julián
Marías y Xavier Zubiri su permiso para consultar la correspondencia conservada en la Fundación Ortega y
Gasset (se cita FOG seguido de la fecha). Alejandro Estrella, Jaime de Salas y Javier Zamora Bonilla han tenido
a bien leer este texto y comentarlo. Los errores que queden, sobreviven a sus excelentes y amistosos consejos.
Agradezco a la Fundación Ortega y Gasset la acogida que me proporcionó para trabajar en sus archivos. El
texto ha sido escrito en el marco del proyecto de I+D FFI2010-15196.
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José Luis Moreno Pestaña
Los conceptos no sólo sirven para pensar el mundo sino también para justificar nuestra
propia posición en él. El análisis del debate sobre las generaciones entre Pedro Laín Entralgo
y Julián Marías puede abordarse desde una doble perspectiva. Por una parte, como un ejemplo
de la riqueza teórica existente en España en unos años que, generalmente, se consideran
negros y completamente estériles en materia de pensamiento. La discusión entre estos dos, en
la época, jóvenes intelectuales, ayudará a revisar ese juicio y una tarea del presente texto será
dar una explicación de la creatividad intelectual en un periodo de totalitarismo político, lo que
supone una cierta teoría acerca de cómo los campos sociales están o no sincronizados. Por
otra parte, y directamente relacionado con la cuestión de la sincronía, como un ejemplo de la
imbricación de la lógica de los conceptos con las propiedades, extradiscursivas, de aquellos
que los emplean. La vida intelectual sirve, advertida o inadvertidamente, para ordenar la
experiencia social de los sujetos que, además de intelectuales, son agentes con características
sociales particulares.
Un debate filosófico (Fabiani, 1997: 11-34), permite contemplar una configuración del
campo filosófico intercambiando argumentos. Para comprender semejante configuración debe
procederse, primero, a reconstituir el marco histórico en el que se produce el intercambio.
Segundo, hay que analizar cómo el debate reactualiza un pasado cultural común. Los debates
filosóficos sirven para mantener, recrear, reinterpretar u ocultar —hasta el punto de que se
produzca una pérdida de capital cultural— una tradición compartida. En el caso que nos
ocupa, esa tradición era de raigambre nacional aunque se inscribía en un debate de alcance
internacional.1
Comenzaré exponiendo el marco teórico compartido de dicho debate (la teoría de las
generaciones de Ortega). Seguidamente, exploraré las trayectorias de Pedro Laín Entralgo y
Julián Marías, lo que me permitirá hablar de las propiedades sociales y las configuraciones
intelectuales de los entornos de Xavier Zubiri y José Ortega. Finalmente, expondré las
propuestas de Laín y la respuesta de Marías. De ese modo, se reconstruirá una coyuntura
intelectual específica y se teorizará sobre la calidad intelectual de la misma. Para lo segundo,
se criticará una visión sincrónica de la vida intelectual —donde todo el espacio social camina
a idéntico paso—: gracias a esa crítica, puede revisarse con complejidad la vida intelectual
española durante los años más negros de la dictadura fascista.
Los usos de la generación en Ortega
El concepto de generación tuvo siempre una triple dimensión, las tres relacionadas entre
sí, pero que permiten diversas articulaciones intelectuales y prácticas. En primer lugar, una
dimensión científica, que agrupa a los sujetos según ciertas propiedades comunes relacionadas
con la dimensión temporal y con la sucesión de grupos humanos, cada uno de ellos, con
características distintivas. La segunda dimensión, que llamaré política, permite definir
qué sujetos ocuparon, ocupan u ocuparán la dirección de las diversas esferas del mundo
1
La historia intelectual es también la de redes intelectuales que contienen su propia lógica y que trasladan el
pasado hacia el presente. San Agustín, explicaba Ortega, fue un filósofo partidario del mayor extremismo
cristiano. Sin embargo, el pensamiento cristiano tuvo poco alcance. A partir de Santo Tomás, los griegos lo
colonizan y la peculiaridad cristiana se disuelve en las categorías griegas. Véase José Ortega y Gasset, Obras
completas VI (en adelante, OC, VI), Madrid, Taurus, pp. 473-500.
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social. Para acabar, el concepto de generación tiene también una dimensión ética: permite
un trabajo sobre sí mismo para ajustar o diferenciar las propias creencias y expectativas a
agrupaciones de individuos temporalmente diferenciadas. Como escribía Julián Marías, el
intento de conocer las generaciones depende del vértigo de las transformaciones históricas.
Esas transformaciones impelen a conocer, según Marías (1967: 15), no sólo «qué es una
generación» sino también a «qué generación pertenecemos».
Por tanto, el concepto de generación permite, al menos, tres tipos de usos. Por un lado,
ayuda al historiador o al sociólogo a analizar las condiciones espacio-temporales que
permiten una cierta forma de ser. Por otro lado, en su uso político, propone o detiene la
sucesión en los centros de poder, vinculándola a la puerilidad, la madurez o la senectud
de ciertos grupos humanos. En fin, la referencia a la generación propia y su confrontación
con las ajenas permite ordenar los repertorios de creencias y ajustar los proyectos a ciclos
temporales más o menos previsibles.
Los tres tipos de usos se encuentran en la teoría de las generaciones de Ortega. Con ésta,
Ortega pretende vincular su trabajo filosófico con el desarrollo de la ciencia histórica. Ortega
(1965: 74-75) propone una filosofía en contacto permanente con las ciencias, acorde con la
idea —expresada en La idea de principio en Leibniz— de que toda filosofía «bizquea» hacia
una ciencia matriz. La vinculación de la filosofía con el problema de las ciencias históricas
fue central para Dilthey, persiste en la escuela neokantiana (Aron, 1969: 23-158, Kusch,
1995: 162-168) —referentes ambos de Ortega—, y tendió a afirmarse en Ortega a partir de
los años 1930, en los que éste se propone elaborar una teoría de la razón histórica (Zamora,
2001: 371-373). Tal teoría continúa, por una senda diferente, problemas básicos del debate
sobre las ciencias históricas planteado en Alemania y que aún ocupaba a Heidegger en las
primeras redacciones de Ser y tiempo. Pero mientras Heidegger rechazaba que las ciencias
pudieran ocuparse de la temporalidad de la experiencia humana, Ortega consideraba que el
problema de las ciencias históricas podría solucionarse con una teoría filosófica adecuada2.
La filosofía debería proporcionar a la historia un modelo formal que comprendería, por un
lado, una teoría de la vida histórica y, por el otro, una teoría de la sucesión de los grupos
humanos. La vida, primera cuestión, comprende un conjunto de soluciones prácticas a unos
problemas determinados. Problemas y soluciones dependen, por una parte, de los adelantos
técnicos y, por otra parte, del conjunto de ideas dominantes en un tiempo. Ese conjunto de
preguntas y respuestas, ocupaciones y seguridades, configura un mundo particular en cada
época. Dentro de ese mundo, se componen el conjunto limitado de dramas que caracterizan
a cada experiencia histórica. Cada mundo permite un conjunto de cambios dentro de él. A
veces, se produce no un cambio en ese mundo, sino un cambio de mundo. Y, en ese momento,
entra en juego la sucesión histórica y el concepto de generación.
Ortega lo expone por primera vez en 1923 —en El tema de nuestro tiempo— y, aunque
irá madurándose poco a poco, propuso desde el principio las dimensiones a las que me he
referido anteriormente3. La generación, se dirá en 1923, permite pensar el vínculo de un
conjunto de seres humanos que contiene un horizonte vital específico. En torno a Galileo, de
2
3
Según Ortega, siempre obsesionado por tener una posición filosófica propia, eso lo diferencia de los neokantianos, que se limitan a analizar la lógica al uso en la historiografía efectiva. Véase el significativo texto «La
Filosofía de la Historia de Hegel y la Historiología» (OC, V, 244).
Véase la cronología de Julián Marías (1967: 90-92).
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1933, precisaría cuantitativamente (siempre de modo aproximado, pues se trata de tiempos
vitales, no de cifras) dicho horizonte. En un periodo histórico conviven cinco edades distintas,
con diferencias de 15 años, cada una de las cuales configura una generación. Por un lado, se
encuentran las edades no activas en un tiempo histórico (la niñez y la juventud), y aquellas
activas: la generación ascendente (entre los 30 y los 45 años) y la generación dominante
(entre los 45 y 60 años). Más allá de los 60 años, sobrevive una generación declinante. El
conflicto entre tales edades dinamiza la realidad social y es la fuente del cambio histórico.
Pero el concepto no sólo agrupa, también jerarquiza. En cada generación, se dirá en 1923,
los hombres selectos (que a su vez se dividen en hombres de acción y de contemplación,
guerreros-empresarios e intelectuales-sacerdotes, podría decirse) se diferencian de los
vulgares. Los primeros deben adaptarse a los segundos (so pena de transformarse en
hombres extravagantes) y estos deben otorgar confianza a aquellos. De lo contrario, el grupo
generacional no funciona y la generación fracasa. Posteriormente, en 1933, Ortega (OC, VI,
487) modularía la terminología elitista y hablaría de zonas centrales y zonas periféricas en
una generación.
En fin, Ortega nunca olvidaba cómo las teorías influían en su público y le permiten
incluirse o no en una sensibilidad temporal compartida y en una trama más o menos regulada
de acceso al poder. «Como siempre, lo primero que se nos ocurre es partir de una perspectiva
personal y privada, cada cual de sí mismo. El hombre tiende siempre a hacerse centro del
Universo, y cuando ese hombre da la casualidad de que es español, entonces mucho más»
(OC, VI, 405). De hecho, la división de las generaciones en periodos de 15 años permitiría,
según Ortega, que cada uno encontrase la generación a la que pertenece. Para dicha
contabilidad, Ortega proponía retrotraerse a un acontecimiento básico. Dado que el asunto
era el de las generaciones intelectuales, la referencia era el momento en que Descartes cumple
30 años colocándose, por tanto, entre la generación ascendente. Descartes es, para su propia
concepción como filósofo, el «epónimo de la generación decisiva». No en vano, Ortega se
postulaba a sí mismo como el epónimo de la generación que abandonaría el cartesianismo de
un modo más rotundo y cabal que el propuesto por Heidegger. La teoría de las generaciones
era, también, una secuenciación del mundo de acuerdo con los proyectos de Ortega.
Las tres dimensiones del concepto de generación —la calidad científica, su poder de
jerarquización política y su efecto en la reorganización de sí mismo— estarán presentes en
el debate que reconstruimos. Para comprender su modulación específica, deben presentarse
antes los rasgos pertinentes de los contendientes. Esos rasgos comprenden una trayectoria
social, una experiencia académica y una forma de conexión más o menos accidentada con las
redes intelectuales.
Génesis de dos unidades generacionales
De Burgos al centro
Cuando discutieron en torno al concepto, la Guerra Civil española había alterado, en
sentido inverso, las trayectorias intelectuales de Pedro Laín Entralgo y Julián Marías:
impulsó la del primero y, aunque no truncó la del segundo, la sacó gravemente de las fases
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que era posible prever para la misma antes de 1936. Laín salió del conflicto convertido en un
intelectual señero del Régimen victorioso. Marías, entrando en prisión (por poco tiempo) y
sufriendo la desagradable e insólita experiencia de ver cómo un tribunal suspendía una tesis
de doctorado dirigida por Xavier Zubiri.
Nacido en 1908 en Urrea de Gaén, hijo de médico rural de convicciones republicanas
—el padre de Pedro Laín sirvió en el ejército de la II República Española durante la Guerra
Civil— y de madre muy religiosa, Laín realizó estudios de Ciencias Químicas y Medicina,
aunque desde muy joven descubrió su vocación filosófica. Una estancia en Viena en 1932 lo
pone en contacto con una psiquiatría y una neurología repleta de preocupaciones filosóficas:
de ellas, iba a surgir buena parte de la obra de Maurice Merleau-Ponty o las primeras
orientaciones intelectuales de Michel Foucault. Muy pronto, Laín comienza a leer la revista
Cruz y raya (editada por José Bergamín y donde participa su futuro maestro Zubiri): las
lecturas se convierten en divisa de un mundo anhelado. Las redes mundanas de su oficio de
médico (Laín había comenzado a trabajar en la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir
en Sevilla) lo satisfacen poco: «el mundo del paludismo, el caballo y el gazpacho» (Laín,
1976: 127) no colman un ideal del yo ansioso de trascendencia y cultura. Pero, aún en
1934, Laín, siempre lector de la psiquiatría fenomenológica, sólo es médico interno en el
psiquiátrico de Miraflores, en Valencia: la lectura de la Revista de Occidente de Ortega
seguía alimentando su vocación intelectual. Allí entra en contacto con otro futuro psiquiatra
de inquietudes metafísicas y militancia fascista (Juan José López Íbor). Un curso de verano
celebrado en Santander le permite soñar con una plaza en una proyectada universidad católica
en Madrid. La carrera intelectual de Pedro Laín comienza a confundirse con las posibilidades
de promoción ofrecidas por las redes religiosas derechistas (en un principio, cercanas al
diario El Debate).
Porque la orientación política de Laín, si hacemos caso a la reconstrucción que realiza
en sus memorias, había sido ambigua hasta entonces. El catolicismo, dominante durante su
infancia, le pareció una religión farisaica, cuyos sacerdotes formaban entente cotidiana con
los ricos y la guardia civil (Laín, 1976: 34). Ramiro de Maeztu, al que conoció, le había
desagradado y el derechismo de la CEDA le resultaba muy conservador. Mientras leía
fenomenología psiquiátrica en el manicomio de Miraflores, éste comenzó a funcionar bien
gracias a un director ligado al Partido Sindicalista de Ángel Pestaña. Antes había celebrado
nupcias en Sevilla en 1934, «con la democrática sencillez indumentaria que impuso el
régimen republicano» con la hija de un miembro de Acción Republicana, asesinado durante
la ocupación de la ciudad por las tropas de Queipo del Llano. José Laín, hermano de Pedro,
era colaborador íntimo de Santiago Carrillo y miembro del comité central de la Juventud
Socialista Unificada. En 1936 durante unos cursos de verano en Santander, Laín, lector de
Jacques Maritain, entró en contacto con un importante representante del pensamiento francés
conservador, el filósofo francés Jacques Chevalier, quien había competido con Marcel Mauss
por la elección al Collège de France, que sería futuro ministro de Vichy y que ilustró a sus
oyentes sobre el pensamiento de Félix Ravaisson: sin duda, aquello sirvió para familiarizar
a Laín con la teoría del habito, presente en el pensamiento francés de Merleau-Ponty a
Bourdieu, y de la que hará un uso sofisticado en su trabajo sobre las generaciones. Cuando se
produjo el golpe de Estado fascista, Laín pasa a Navarra tras un encuentro casual en la frontera
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francesa con su hermano, que acompañaba a Santiago Carrillo y que pretendía pasar a la zona
republicana: ni Carrillo ni José Laín detienen al futuro jefe fascista. Lee a José Antonio Primo
de Rivera y entra en Falange, de la que hasta entonces sabía muy poco. Sin duda, Falange era
el refugio más intelectual posible para una persona de las disposiciones de Laín. La imagen
de un capitán que se reconfortaba tras el combate en el sostén que proporcionaban la Biblia
y Heidegger dejó a Laín, como si de una escena originaria se tratase, un trazo indeleble.
Entre ese campo discursivo —la Biblia y el autor de Ser y tiempo— se desenvolvería buena
parte del futuro trabajo intelectual de Laín. Con el sacerdote navarro Fermín de Yzurdiaga
funda la revista Jerarquía. Revista negra de Falange. Laín se instala en el servicio de prensa
y propaganda de los sublevados. Allí entra en contacto con el poeta y jefe de la durísima
Falange vallisoletana Dionisio Ridruejo, con el escritor Agustín de Foxá, con el historiador
del arte Javier de Salas… Laín salió de Valencia hasta Santander convertido en un psiquiatra
con ínfulas filosóficas. Acabó llegando a Burgos aposentado, definitivamente, como un
intelectual. Después de la guerra, encontraría su confirmación institucional.
También estaba en Burgos alguien a quien había conocido en Sevilla, a través de su
suegro: Javier Conde, sin duda, una trayectoria en muchos puntos homóloga a la suya. Antes
de la Guerra, Conde era discípulo del catedrático de Derecho Político, diputado del PSOE
y futuro rector de la Universidad de Sevilla que saquearon las tropas de Queipo del Llano,
Manuel Martínez de Pedroso. Nacido el mismo año que Pedro Laín en Valladolid e hijo de
un maestro de escuela, Francisco Javier Conde García estuvo influido durante sus estudios
por Hermann Heller, filósofo político procedente del SPD alemán que moriría en 1933 en
el Madrid republicano huyendo de Hitler. Conde leyó su tesis doctoral en 1935 sobre el
pensamiento de Bodino y mereció la reseña del filósofo al que unirá su carrera: Carl Schmitt.
Conde fue militante de la izquierdista Federación Universitaria Escolar y durante la guerra
Zubiri lo conoció como diplomático republicano en la Santa Sede. Hombre, como Laín, de
rápidas conversiones, Conde se refugió en el Colegio de España de París y se integra en el
bando sublevado. Tras sufrir un expediente de depuración por su pasado izquierdista, este
joven de treinta años escasos se integra en la secretaría técnica de Falange Española y redacta
el Fuero del Trabajo. En Burgos, sede del bando franquista durante la guerra, reanuda sus
contactos con Pedro Laín. Como a Laín, la guerra le aceleró la carrera.
Burgos, sede del gobierno de Franco, apiñó a un grupo de intelectuales que actuaron
como una unidad generacional. Según Mannheim (1990: 58-72) puede diferenciarse entre
la situación de generación (que permite formar potencialmente parte de una generación),
un conjunto generacional (que presenta alternativas polares divergentes) y una unidad
generacional (que posiciona al individuo en una de tales alternativas). Marías y Laín forman
parte de un idéntico conjunto generacional. Para comprender su enfrentamiento deben
precisarse las variables relevantes de sus respectivas unidades generacionales.
La unidad generacional de Burgos se singularizó, en primer lugar, frente a sus
compañeros de armas. Laín describe el ambiente de Burgos como un «gueto al revés». Eran,
dice, «normales» en lo cultural y, de ese modo, se diferenciaban de una derecha juzgada
intelectualmente misérrima. Entre ellos, las bromas sobre el comportamiento brutal y
sanguinario de ciertos jefes militares del nuevo Régimen eran habituales; su silencio público
al respecto, también. En segundo lugar, la normalización cultural y la instalación institucional
transformaron políticamente al grupo. El gueto duró hasta finales de los 1950. Mientras tanto,
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la posición académica de sus miembros mejoró considerablemente, se instalaron en ciertas
redes intelectuales (las representadas por Xavier Zubiri) y la actitud política cambió de modo
importante. En Burgos, el expsiquiatra se preparaba mentalmente para pasar a Madrid y ser
catedrático de Historia de la Medicina (cosa que sería en 1942) y el filósofo exsocialista para
ser catedrático de Derecho Político (puesto que logrará en 1943 en Santiago de Compostela
pero que canjeará inmediatamente por una comisión de servicios en Madrid: en 1948 se
oficializaría su posición académica en la capital). La adquisición de capital cultural fue pareja
a la distancia cada vez mayor respecto de la ideología fascista, que después de 1945, era
intelectualmente indefendible4. El antiguo discípulo de Ortega Xavier Zubiri, jugará un papel
básico en la reconversión cultural de todos ellos. Antes de explicarlo, veamos cuál era la
posición que ocupaba Julián Marías.
De la Facultad de Filosofía de la central a la periferia cultural de Madrid
Julián Marías fue uno de los guardianes más fieles del legado cultural de José Ortega y
Gasset. Su padre, trabajó como apoderado en la Banca Jover de Valladolid, posteriormente
absorbida por el Banco Hispanoamericano. Intentó instalarse por su cuenta como inversor
pero se acabó arruinando. Hijo de un capitalista fallido, Marías cultivó obsesivamente el
capital cultural que le legó Ortega y nunca se atrevió a instalarse intelectualmente por su
cuenta. La madre de Marías procedía de la burguesía rural andaluza.
Marías fue un lector precoz que se formó en instituciones escolares relativamente
distinguidas de Madrid. Cuando ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Central de Madrid supo que optaba por un futuro económicamente poco tentador. La Facultad
no tenía salidas profesionales como Derecho o Farmacia y se consideraba un reducto
relativamente femenino (Marías, 2008: 89): después de la introducción de los estudios de
Pedagogía, las mujeres constituían los dos tercios de la Facultad.
Marías entró en la Facultad en el año 1931, cuando ésta, con el filósofo Manuel García
Morente5 como decano, estrenaba un nuevo plan de estudios directamente inspirado en
Misión de la Universidad de Ortega. Después de un primer año de materias comunes de
todas las secciones (entre ellas, Filosofía), el estudiante se examinaba (las materias del curso
preparatorio comprendían Latín, Historia de la Cultura, Literatura española e Introducción a
la Filosofía). Posteriormente seguían dos años —al menos— de especialización en la sección
elegida (Filosofía, en el caso de Julián Marías) y se realizaba un examen final sobre todo el
contenido de la sección y sobre una materia que el estudiante elegía. Esta materia podía ser
ajena a la sección e incluso a la Facultad. La formación filosófica de orientación orteguiana
4
5
¿También lejos del régimen franquista? Dejaron de tener una lealtad exclusiva al régimen, aunque los dobles
juegos eran parte integrante de todos ellos. Javier Conde, que acabaría como diplomático franquista en Alemania, presumía desde muy pronto de que era un rojo que se había tenido que disfrazar para salvar su vida. Véase
Moreno Pestaña (2008: 25-29) y, sobre si Conde fue cínico o ironista —se suele ser a la vez ambas cosas—
véase Molina (2006: L-LI). Sobre la capacidad de Laín para jugar en múltiples tableros véase el espléndido
retrato de Castilla del Pino (2004: 384-386).
Dentro de la escuela de Ortega, Morente era el organizador académico, que reservaba al primero el mérito
filosófico. Entre los discípulos, Gaos se consideró siempre un profesor de filosofía y no un filósofo. Zubiri, sin
embargo, no aceptó la posición subalterna de explicador o aplicador de las doctrinas del maestro.
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se materializaba así en estrecho contacto con otras disciplinas con el objetivo básico de evitar
el exceso de especialización. La asistencia a clase no era obligatoria y podían ofertarse varios
cursos de una misma disciplina; así, el mayor o menor público de estudiantes ratificaba o no las
competencias pedagógicas de un profesor y los titulares de cátedra podían tener menos alumnos
que los profesores ayudantes.
Buena parte del modelo pedagógico de Ortega, queda recogido en su obra, (resultado de
una conferencia de 1930), Misión de la Universidad. La conferencia se organiza en torno a dos
momentos de tensión. El primero, que tiene que ver con la preocupación de la filosofía por sus
fronteras, nace del esfuerzo por asegurar un espacio a la filosofía en debate con las ciencias y
con los saberes profesionales. El segundo, con las dificultades de transmisión del capital cultural.
Al respecto, hay dos temáticas omnipresentes en el texto y en buena parte del pensamiento de
Ortega: el problema de la definición de los estándares culturales básicos (que deben transmitirse a
las generaciones que nos suceden y al conjunto social) y el problema del dominio y de sus formas.
Ortega diferencia la cultura de la ciencia y de las profesiones. Comencemos por la diferencia
con la ciencia. La cultura consiste en poseer las ideas que marcan el propio tiempo y, sin ellas,
los individuos son incapaces de mantener criterios de excelencia. Las ideas que marcan el propio
tiempo, no son las ciencias o los saberes en su conjunto, sino una síntesis filosófica de lo más
importante de estos. Gracias a esta síntesis, los individuos saben a qué atenerse. Para Ortega,
resulta posible comprender los principios de la actividad científica incluso si se es técnicamente un
lego. Para hacerlo hace falta un talento que no es científico, sino integrador —ese talento sinóptico
que Ortega echaba de menos en España—. La síntesis pedagógica permite a un hombre estar a la
altura de los conocimientos de su época incluso si le resulta imposible comprender los procesos
de generación de los mismos. Para esa empresa, para ofrecer una figura de conjunto de su propia
actividad, los científicos no son especialmente aconsejables, insiste Ortega: porque la ciencia vive
de problemas y de hallazgos provisionales, de conclusiones revisables; la cultura, sin embargo,
requiere criterios claros para abrirse camino en la existencia.
En lo que respecta a las profesiones, Ortega insiste en separarlas de las ciencias, aunque se
nutran de ella. Por dos razones; una, porque la intervención de un profesional es asunto de razón
práctica y no teórica: los mejores saberes no contienen ninguna regla de aplicación; ésta siempre
requiere elecciones morales, sociales y políticas; dos, porque el profesional debe saber el contenido
de múltiples ciencias, pero sólo lo necesario para ejercer su función. Las profesiones proporcionan
identidad laboral a la mayoría de los burgueses y, dado el dominio de clase de la burguesía, la
sociedad necesita que los profesionales sepan, además de su oficio, mandar. Ortega aclara: si
mañana gobiernan los obreros, estos también necesitarán mandar. Y el grupo social que mande,
sólo puede hacerlo si se encuentra a la altura de los saberes de su tiempo. Sin plan filosófico,
dice Ortega, la falta de excelencia vital se mostraría en todas las escenas donde debiera sentirse
el temple de un individuo: «Sus ideas y actos serán ineptos, sus amores, empezando por el tipo
de mujer que preferirá, serán extemporáneos y ridículos; llevará a su vida familiar un ambiente
inactual, maniático y mísero, que envenenará para siempre a sus hijos, y en la tertulia del café
emanará pensamientos monstruosos y una torrencial chabacanería» (Ortega y Gasset, 2007: 105).
La cultura puede nacer de un trabajo sintético que coloque a los seres humanos a la altura de su
tiempo. En cinco áreas del saber: Física, Biología, Historia, Sociología y Filosofía. Una Facultad
de Cultura constituiría el núcleo de toda la enseñanza superior. En ella, el estudiante obtendría
las ideas apropiadas al tiempo de cada una de las materias y tan solo de modo que las pudiese
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aprender. La filosofía híbrida que estudió Marías debía prepararlo para tales síntesis teóricas. Esa
filosofía tenía una vocación de intervención cultural directa; nada menos que pretendía organizar
e inculcar los modelos culturales hegemónicos en una sociedad. Ortega proponía una identidad
filosófica consistente en la mediación entre los productos intelectuales y las jerarquías sociales.
Licenciado en Filosofía en 1935 (la primera promoción de licenciados de la flamante Facultad),
formada por siete estudiantes que se reconocían a sí mismo como «los siete magníficos», Julián
Marías tiene conciencia de encontrarse en medio no sólo de la elite filosófica española sino europea
(Marías, 2008: 83). El pensamiento filosófico, según él, era lo más valioso que tenía España al
comenzar la guerra civil (Marías, 2008: 446). El proyecto filosófico de Ortega, sin embargo,
contenía más crisis internas de las que Marías sabe detectar. Durante la guerra civil Julián Marías
permanece fiel a la II República, pese al disgusto que le produce la actitud no liberal del gobierno
de la misma. Denunciado por un amigo y compañero de instituto y universidad, será encarcelado
después de la contienda (Marías, 2008: 198-203).
La estructura intelectual y la composición social del círculo de Ortega
La guerra impidió a Julián Marías acceder al mundo filosófico que admiró entre sus maestros.
José Gaos, hasta la guerra civil discípulo predilecto de Ortega (Marías le quitará el puesto), ha
descrito bien la estructura institucional del proyecto de Ortega y también las razones intelectuales
de su zozobra interna. Sin comprender dicha crisis no se comprende el enfrentamiento entre
Marías y Laín.
Nacido en 1900 en Oviedo, hijo de notario y miembro de una familia con enormes recursos
culturales, Gaos llegó a Madrid en 1920 tras educarse con los dominicos y después de estudios
en Oviedo y Valencia. El relato de cómo se producía el habitus de filósofo en el medio orteguiano
es preciso —y precioso—. El primer filtro con el que se encontraba el estudiante de Filosofía
era Manuel García Morente, filósofo de la generación de Ortega, puerta de entrada hacia el
maestro. García Morente daba clases a todos los alumnos de Filosofía a los que encomendaba
trabajos que seguía con atención. Lo hacía con un talante inmisericorde respecto de las virtudes
escolares: Gaos recuerda entregarle trabajos sobre psicología del acto voluntario (Husserl y la
fenomenología, a quien Gaos acabaría traduciendo, estaban en boga en los años 1920) que García
Morente desechaba como simple acopio de opiniones filosóficas. Para ser filósofo no bastaba con
leer libros de Filosofía, había que «crear». Gaos, que vivía en casa de sus tíos en Madrid, abrumado
por su fracaso decidió encerrarse en una habitación solamente para «pensar» (algo, explica Gaos,
diferente de «leer»). Su tío, divertido, comentaba a la familia: «Ya está Pepito conjurando espíritus».
A través de este ritual de interacción consigo mismo y de separación práctica del mundo profano,
Gaos pudo producir un discurso «original» que permitió, al fin, la aprobación de García Morente:
en su trabajo describía el acto de pensamiento en su encierro metafísico como ejemplo de acto
voluntario y, con ello, demostró sus competencias fenomenológicas.
Después de una estancia en Montpellier (asignada al unísono por García Morente y Ortega),
Gaos comienza a impartir clase en la Facultad mientras García Morente, cuidando al detalle la
trayectoria de sus discípulos, ¡le traduce a Hegel para que su estudiante pueda impartir clases con
decoro! Con semejante contexto institucional e intelectual, resulta completamente comprensible
que las personas implicadas en él tuvieran la sensación de estar asistiendo a algo de una entidad
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fuera de lo normal: sociológicamente, en cuanto medio formativo, lo era. En los cursos de
doctorado, que Gaos realiza en 1923-1924, Ortega les habla de Bergson y la teoría de la
relatividad, preparando la visita a Madrid de Albert Einstein. Los alumnos de doctorado debían
escoger a un filósofo clásico sobre el que se examinarían con Ortega. Gaos escogió a Leibniz,
admiradísimo por el maestro, y este lo examinó de él durante nada menos que cuatro horas. Una
vez dentro del círculo de elegidos, Gaos ve a Ortega al menos una vez al día a quien acompaña
a menudo en sus paseos por la Sierra de Madrid. La intensidad del vínculo era, reflexiona Gaos,
imposible de precisar: imponía una norma de filósofo que le acompañaría durante el resto de su
vida y que le obligaría a pelear con una tendencia incontenible al mimetismo.
Entrar en el círculo orteguiano suponía ingresar en una factoría de filósofos que rodeaba la
vida de los discípulos como si de una institución total —aquella que somete, como explicaba
Erving Goffman a sus miembros a un único grupo de referencia— se tratase. La selección
se apoyaba en evidentes características de clase: fracciones de las clases medias dotadas de
un amplio capital cultural y que se diferenciaban tanto de las clases populares como de las
fracciones burguesas cuya reproducción se fundaba exclusivamente en el capital económico y
en el consumo ostentoso: los «señoritos satisfechos» que Ortega retrató con muchísima acritud
en La rebelión de las masas, y que no consideraban necesario rubricar su excelencia social
mediante la adquisición de capital cultural aunque sí, crecientemente —y está en el honor
sociológico de Ortega (1976: 87-89, 130-131, 242, 253) haber advertido tempranamente ese
cambio en las formas de capital simbólico de la burguesía— por el cuerpo y el aspecto físico.
El grupo por tanto, se definía, primero y debido a la exclusión sencilla provocada por la miseria
económica, contra las clases populares cuya presencia pública inquietaba profundamente: la
proclamación de la República inquietó a Julián Marías (2008: 64) por la «chabacanería de las
masas». En segundo lugar, contra la vieja burguesía y la aristocracia enemiga de los intelectuales
y, sobre todo, contra sus retoños, ajenos a todo ascetismo cultural (Ortega y Gasset, 1976:
106) —y a sus ejercicios de «invocación de espíritus»— y, específicamente, en tercer lugar,
a las nuevas clases medias preocupadas por el gusto estético y representadas por las figuras
femeninas y juveniles que asedian obsesivamente los textos de Ortega: dentro de un marco
general de unificación (acontecida tras la I Guerra Mundial) europea de los valores eróticos
(Ortega, 1976: 197), mujeres sin «elegancia» —¡incluso bebedoras! (Ortega, 1976: 264)— que
dominan la esfera pública (Ortega, 2005a: 482), modas que azoran a hombres mayores que
no pueden ponerse al nivel de los jóvenes (Ortega, 1976: 253), concurrencia generalizada por
el cuerpo (Ortega, 1976: 261) y, en fin, triunfo, en un mundo «juvenilizado», de la futilidad
intrascendente (Ortega, 1976: 73)6.
La Facultad de Filosofía y Letras fue, para los estudiantes, la posibilidad de acceder
a la «amistad intersexuada» (Marías, 2008: 132), y las «chicas bonitas». Tales chicas
6
Crítico amargo del uso de los recursos corporales, Ortega (1966: 38-39) desfallece en ocasiones —se critica a
fondo aquello que nos atrae—y se hace el cantor de la lucha contra la fatalidad corporal. El modo de producción biológica de una generación es elástico y se encuentra abierto a la intrusión subjetiva. Ser joven o viejo,
explica Ortega, depende de una actitud subjetiva. Envejecer, asistir a la degradación del cuerpo, es impotencia
para «esforzarse frenéticamente en el vivir» (Ortega y Gasset, 1976: 39). En El hombre y la gente (Ortega y
Gasset, 2006: 127-144) el lector asiste a la culminación del inconsciente masculino de Ortega, sin el que no se
comprende su crítica a las masas: la mujer es inferior al hombre, sirve para completarle y tiene en el trabajo
corporal la clave de su realización.
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Los usos del concepto de generación en la filosofía española de los años 1940
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conformaban también un mercado de expansión de bienes filosóficos, quizá en conflicto
con los mercaderes de las excelencias corporales. La lucha por ese mercado es una de las
espoletas de la teoría de las generaciones, en la que se introdujo muy pronto —en 1926
(Marías, 1967: 91)— el problema del amor y de las relaciones entre sexos. Marías (2008:
219), por ejemplo, escribiría su Historia de la filosofía a partir de las conferencias que al
respecto dio en la Residencia de señoritas durante la República. Aquellas mujeres que no
se acomodaban al patrón femenino orteguiano —la mujer interesada por la filosofía—
pueden ser algunas de las figuras empíricas que subyacen en los relatos filosóficos de Ortega.
Semejantes reflexiones, sostenidas en un inconsciente masculino brutalmente irreflexivo,
tienen un vuelo muy corto: se sitúan en el punto intermedio entre la exposición de un simple
ánimo ante ciertos acontecimientos y su elaboración conceptual. Pero son abundantes entre
Ortega y sus discípulos. Éste teorizaba —en España invertebrada (OC III, 477, 483)— que
los hombres egregios no son nada sin el crédito que depositan en ellos las masas: parece que
ese crédito era exiguo —o no tan amplio como se fantaseaba— en el mundo femenino: de
ahí la «cerrazón de la mujer española» de la que Ortega (1966: 244) se quejaba en ¿Qué es
filosofía? Por un lado, la mentalidad femenina se consideraba con escasa disposición para la
recepción filosófica: Gaos señala que algunas mujeres iban a escucharle a sus clases porque
así adelgazaban y achaca la falta de competencias filosóficas de las mujeres a un exceso de
afectividad que les dificultaría el trabajo conceptual. Por otro lado, el objetivo de «producir»
una gran filósofa fue una constante del círculo de Ortega (algo que se lograría sobradamente
con María Zambrano) y Gaos, en ocasiones, no situaba el obstáculo en el alma femenina,
como en la autodescalificación de mujeres especialmente prometedoras. Así , una alumna
excepcional (¿se trata de Dolores Franco, mujer de Julián Marías?) fue a comunicarle a Gaos
que renunciaba a ser filósofa y se licenciaría por tanto en Letras. Mientras Julián Marías
reconoce con fruición la importante ayuda que, como escritor, recibió de Lolita Franco,
Carmen Castro, mujer de Zubiri, haría traducciones que firmaría su marido (Corominas y
Vicens, 2005: 508, 566, 634) dentro de una subordinación de una contundencia chocante y
asumida con relativa conformidad.
La crisis del proyecto de Ortega
La crisis del proyecto de Ortega se fraguó en el interior de su círculo: tanto por las propias
dudas de Ortega respecto de su creación como por el modo original con el que Xavier Zubiri
trabajó su condición de discípulo. De la misma generación que Gaos, la carrera intelectual
de Zubiri se encontraba, en parte, prefigurada en su herencia familiar: la relación con Ortega
complicaría la trayectoria filosófica del joven Zubiri que, como todos los grandes creadores,
procede de redes diversas de pensamiento y existencia, en ocasiones, difíciles de acompasar.
Hijo de un naviero y comerciante vasco (y de una madre procedente de familia burguesa)
y procedente de una familia de rancio abolengo carlista (enemiga del nacionalismo), Zubiri,
como Heidegger, procede de la movilización intelectual ultraconservadora: el vasco de las
fracciones más ricas, el de Messkirch, hijo de un sacristán y tonelero, de las más humildes.
Criado por una sirvienta que sólo conocía el euskera, Zubiri se forma en los marianistas
guiado por el padre Juan Zaragüeta, un filósofo amigo de la familia. Zubiri contacta así con
Lovaina, lugar donde la lucha contra la modernidad decretada por Pio X (con la encíclica
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de 1907 Pascendi Dominici Gregis) intentaba ejercitarse con argumentos intelectuales
avanzados. El Padre Lázaro, profesor del Zubiri juvenil, dio a éste un programa de trabajo
que tendrá un largo aliento en el siglo XX, desde la fenomenología a la postmodernidad:
defender la religión mediante la demostración de la falta de racionalidad de las matemáticas,
fundadas como están en intuiciones no demostradas (Moreno Pestaña, 2008: 43-52). Tales
filosofemas, inculcados tempranamente en el entorno familiar y escolar, hacen de Zubiri un
caso casi perfecto de reproducción intelectual de un núcleo doméstico, conectado con redes
intelectuales reaccionarias. Zaragüeta, el importante referente de la familia Zubiri, filósofo
nacido el mismo año que José Ortega (1883), también hijo de médico, se había doctorado en
Lovaina con dos tesis: una sobre la psicología de los sentimientos y otra sobre Gabriel Tarde,
el sociólogo desplazado por el «cientificista» Durkheim. El trabajo filosófico e ideológico, por
tanto, se realizaba en contacto permanente con las ciencias en la red de Lovaina donde Zubiri,
guiado espiritual e intelectualmente por Zaragüeta, acabará formándose. Las trayectorias
religiosas, además de permitir la formación intelectual, permitían duplicar títulos de manera
eficaz. Zaragüeta se hará doctor en Madrid en 1914 con una tesis sobre teoría psicogenética
de la voluntad (en la que seguro se sirvió de su trabajo de Lovaina) y Zubiri se hace doctor
—prestando el preceptivo juramento antimodernista— en el Colegio Vaticano de Roma en
1920, se licencia en Filosofía en febrero de 1921 en Lovaina, en marzo presenta allí su tesis
en filosofía y en mayo de 1921 presenta una tesis en Madrid en la Facultad de Filosofía y
letras. Después de ser doctor en Filosofía, Zubiri se licencia en Filosofía por Madrid en
octubre de 1921. La vía eclesiástica de formación filosófica era, como se ve, particularmente
económica para acumular credenciales académicas: no extraña que dicha magnanimidad del
Estado español provocase protestas estudiantiles.
Dentro del campo eclesiástico, Lovaina pasaba por excesivamente conciliadora: la vía del
Cardenal Mercier, rector de la Universidad de Lovaina, consistía en conciliar el tomismo con
Kant. Por otro lado, existían quienes depositaban su esperanza en Husserl, quien demostraba
fenomenológicamente, el arbitrario que, en forma de experiencia originaria reluctante a
categoría alguna, subyace a todo edificio racional. Fue la vía del filósofo Léon Nöel, próximo
de Juan Zaragüeta, y será también la del primer Zubiri quien defenderá su tesis (sus variadas
tesis) sobre la teoría fenomenológica del juicio.
Sin embargo, la precocidad intelectual de Zubiri y su independencia de criterio
le produjeron conflictos con todos sus mentores, el primero de ellos, con el amigo de la
familia. La Iglesia daba mucho a sus oblatos, pero también exigía. Zubiri fue denunciado
por «modernista» por un condiscípulo7 y Zaragüeta no le apoyó, cosa que Zubiri atribuyó a
celos de su mentor, que temía que su discípulo entrase en la universidad civil antes que él
(Corominas y Vicens, 2005: 136). Angustiado por la trama de espionaje permanente que tenía
que soportar en tanto que joven filósofo y sacerdote (el mismo año que se hizo pluridoctor
y licenciado, se ordenó), conoce en carne propia el funcionamiento implacable de una
institución total: acabará recluido en una celda de una residencia marianista después de haber
sido amenazado —sería la primera vez: habría más— por el obispo con destruir no sólo su vida
intelectual, sino también la anímica (Corominas y Vicens, 2005: 145-148). Zubiri no claudicará y
7
Alguien le había visto entrar en el Collège de France en el curso del teólogo modernista francés Alfred Loisy
que había rechazado suscribir la encíclica Pascendi.
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defenderá su derecho a no convertir su cristianismo en un encierro cartujo. Sin embargo, el miedo
a su futuro le impide abandonar la Iglesia: sabe que en España nadie, ni siquiera Ortega, puede, al
protegerlo, arriesgarse a indisponerse con la Iglesia
Zubiri tenía una valoración ambivalente de Ortega: en ciertos momentos, lo consideraba
uno de los doce grandes nombres de la historia de la filosofía, en otros, un excelente creador
cultural que no llegaba a la categoría de filósofo. Entre 1928 y 1930, Zubiri será discípulo de
Husserl y Heidegger en Friburgo. En ese momento el primero perdía poco a poco ascendencia
mientras el segundo ocupaba el centro de la escena. Zubiri, impresionado por la nueva estrella,
intenta atraer su atención y contempla a su campeón rebatir en Davos a Cassirer. Indispuesto con
la falta de atención del de Messkirch, Zubiri (que tiene una gran formación científica) entra en
contacto con Einstein y con los trabajos del Instituto de Física teórica. Amigo de Heisenberg y
Oppenheimer, Zubiri reúne competencias en tres campos: la teología, la ciencia contemporánea
y la fenomenología. Lo primero resultado de su trayectoria familiar y formativa le permitía el
diálogo con la filosofía antimodernista, lo segundo con la filosofía de la ciencia contemporánea,
lo tercero con la red filosófica representada por Ortega en España: éste empieza a desconfiar de
la afición de su discípulo por Heidegger8. Porque si la influencia de Zaragüeta y de la filosofía
católica no sirvieron para hacerle abandonar el modernismo —sin duda, Zubiri consideraba
ese medio filosóficamente opresivo y sectario— la influencia de Heidegger —mejor situada en
la economía simbólica de bienes filosóficos— sí (Corominas y Vicens, 2005: 338): el habitus
familiar y religioso de Zubiri y su vocación filosófica cargada de rigor se pudieron anudar gracias
a Heidegger. La distancia con Ortega no se haría esperar. Pero, en este momento, la crisis de la
escuela de Ortega y la de una corriente de pensamiento europea, la fenomenología, se superponen.
Fenomenología de las ciencias históricas o retorno a la filosofía
La filosofía de Ortega, como explicó Gaos (1989: 58), obtiene sus resultados fundamentales
en el diálogo con las ciencias humanas. En ese sentido, Ortega se inscribe claramente en los
debates acerca de si la filosofía puede subsistir autónomamente, si, por el contrario, necesita
adoptar roles combinados (fecundando su discurso con las ciencias) e, incluso, abandonar las
reglas del género filosófico para producir un nuevo tipo de discurso. Ortega (Moreno Pestaña,
2010) avanzará muy lejos en ese camino en una línea —la de la hibridación de roles o la
de la transformación de la filosofía en algo distinto— que pensadores de la talla de Michel
Foucault o Richard Rorty desarrollarán con mucha más coherencia y profundidad: antes de
ellos, Gustavo Bueno dedicó una discusión memorable a una aportación de Manuel Sacristán
(Moreno Pestaña, 2011). Pero sin reconstruir la historia que aquí se presenta no se entiende
ni la lógica general de la apuesta del pensador francés o americano ni las condiciones de
posibilidad del debate entre los dos filósofos españoles.
Martin Heidegger se formó en teología en la Universidad de Friburgo. Impregnado de una
fuerte cultura teológica y escolástica (con Aristóteles, Aquino y Suarez como referencias),
8
Ortega se quejaba amargamente de lo poco que se celebraban sus aportaciones filosóficas. En un significativo
—para el asunto que nos ocupa— texto sobre Dilthey («Guillermo Dilthey y la idea de la vida»), Ortega (OC,
VI, 249) escribe: «En España no se sabe leer bien, se resbala sobre lo negro, y los que leen en inglés o alemán
son incapaces de enterarse cuando leen en español. Algún día explicaré por qué secretos de las almas se produce
tan extraño fenómeno, aunque esto obligará a hacer patente el feo y ruin interior de muchas gentes».
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realizó su tesis de habilitación sobre Duns Scoto, optando de ese modo por una —la del
reverdecimiento del pensamiento franciscano: la otra era el tomismo— de las vías posibles
de lucha filosófica contra el modernismo (Gil Villegas, 1996: 437). Convertido en discípulo
de Husserl, Heidegger introduce los problemas de la escolástica en la fenomenología. Las
primeras redacciones de Ser y tiempo muestran a un joven filósofo deseoso de enfrentarse
a la crisis de las ciencias mediante la introducción del concepto de tiempo en las ciencias
históricas y de la naturaleza. De ese modo, la falsa salida positivista —acorazar a las ciencias
mediante la imitación de las ciencias de la naturaleza— dejaría su lugar a una alternativa
nacida desde los propios problemas del trabajo científico y, en ese sentido, atenta a la realidad
de la investigación. Gracias al concepto de tiempo, las ciencias históricas podrían precisar la
naturaleza de su realidad y producir conceptos que la tuvieran en cuenta y no la encajaran en
los rígidos moldes de una denominación estabilizada (Gil Villegas, 1996: 484). Algo sobrevive
de esa tensión en el resultado final. Pero, en éste, la reforma y fundamentación de las ciencias
histórica se ve solapada por una radical desconfianza en las ciencias y una rehabilitación del
diálogo con la historia de la filosofía. Sin duda, otra empresa acaba dominando el habitus de
Heidegger y organizando el sentido de Ser y tiempo. Ortega, por el contrario, se coloca en
otra vía. Forma parte de los filósofos que piensan conceptos que respondan al nacimiento en
el siglo XIX de las ciencias históricas; su aportación filosófica pretende conectarlo con estas,
no abandonarlas en una nueva forma de retraimiento filosófico. Ortega (OC, V, 230-231)
sufre por la pobreza filosófica de la ciencia histórica, pobreza que le impide hacer su trabajo
específicamente histórico. Su misión es la de un Galileo de la ciencia histórica, nunca la de
un heraldo melancólico de alguna sabiduría pretérita.
Zubiri y las condiciones mundanas de la crítica de la «mundología»
Si, en lo que respecta a la filosofía, los caminos de Heidegger y Ortega divergen, Zubiri
no acompaña a su maestro español, sin por ello dejarse atraer por el alemán. Su primer libro
contiene abundantes críticas implícitas a Ortega, aunque también se diferencia de Heidegger.
Por un lado, Zubiri critica el historicismo; la ciencia es un valor cultural, pero de ello no
se deriva que pueda reducirse a una época histórica (Zubiri, 2007: 45). Las formulaciones
perspectivísticas de Ortega, según las cuales cada época produce una perspectiva específica
y no existe un geómetra de todas las perspectivas (OC, III, 647), quedaban cerca de dicho
pecado teórico. Por otro lado, y mucho más cerca del problema de las generaciones, Zubiri
(2007: 193) ataca constantemente al intento de pensar los cambios históricos según modelos
biológicos; Ortega, había insistido en que la vida no se reduce a la biología, sino que consiste
en encontrarse en un contorno de cosas y problemas y en decidirse por algunos de estos
actuando sobre algunas de aquellas. Aunque la vida fuera circunstancia y decisión, Ortega,
por medio de la teoría de las generaciones, hablaba de una sucesión histórica de base
biológica, con referentes temporales acotados. Zubiri (2007: 196-197), sin nombrarlo, se
esfuerza en diferenciar la vida de la planta (cuyos movimientos se orientan según la lógica
del crecimiento), la del animal (que dispone de tendencias, no de lógicas estables) y la del
hombre (que puede decidirse enfrentándose a sus posibilidades biológicas). Todo modelo
evolutivo es de origen biológico y, por tanto, presume que el espíritu, paso a paso, actualiza
sus virtualidades no desarrolladas —no en vano, Ortega, refiriéndose precisamente a Dilthey,
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señalaba que existían ideas a las que la humanidad llega necesariamente (OC, VI, 233)—9.
Allí donde Ortega se arriesga en una historia de base empírica, diferenciando con cifras
las clases de edad y las diversas sucesiones generacionales, cuando Zubiri habla de la vida
se esfuerza en realizar distinciones filosóficas que, indirectamente (y Laín interpretará el
mensaje, o estaba demasiado próximo a Zubiri para no necesitar leer entre líneas), revelan la
impericia del maestro. Zubiri insiste en que la historia es el resultado de poner actualizar o no
las posibilidades que nos presenta una particular coyuntura histórica. Las diferencias con las
tesis de Ortega son difíciles de percibir, pero el encono contra el vitalismo indica que Zubiri
pretendía diferenciarse de alguien muy próximo. Al fin y al cabo, como quien no quiere la
cosa, Zubiri (2007: 252) advierte que el discipulado no «es asunto de secta ni de familia».
En ocasiones, Zubiri es algo más explícito y, aún sin nombrarlo, se distancia de términos
muy queridos por su maestro. Ortega situaba el concepto de «mundo» como una categoría
básica de la antropología histórica: cada vez que alguien interpretaba la realidad, actualizaba
un «mundo» específico (ETG, 388). Zubiri considera, refiriéndose a los griegos, que hay
que conocer cómo las cosas son en realidad, no cómo se nos presentan. Lo segundo consiste
en conformarse con la «mundología» (no se podía ser más cruel con un maestro acusado
por doquier de frivolidad), lo primero en preguntarse por el cosmos. Aquello es tarea de las
ciencias, esto de la filosofía (Zubiri: 2007: 117-119, 126) que se preocupa por lo que las cosas
son, y no por cómo acontecen.
El gesto filosófico de Zubiri es de retraimiento, de abandono de la esfera pública. Cuando
alaba a Sócrates por retirarse de la conversación frívola para dedicarse a lo que las cosas
son en realidad, al insistir que la expresión puede transformar el pensar en simple cháchara,
el lector sabe que Zubiri, interpretando a Sócrates, defiende también su propia opción de
silencio público: de ese modo, explica Zubiri, nos encerramos en una vida filosófica que,
en el fondo, produce mejores resultados prácticos. Gracias a olvidarnos de los enfermos,
asevera Zubiri (2007: 242), podemos ocuparnos de las enfermedades.
El retraimiento, por supuesto, tenía unas condiciones de posibilidad muy mundanas.
Durante la Guerra Civil, Zubiri, según sus biógrafos, mantiene una posición ambigua que,
poco a poco se decantará por el bando de Franco. Cuando regresa a España, sin embargo,
Zubiri es doblemente sospechoso: por ser un sacerdote secularizado y su relación con la
hija del historiador liberal Américo Castro (Corominas y Vicens, 2005: 459-463). Laín, por
entonces, sólo contaba con su capital de guerrero nacional y deseaba adquirir legitimidad
cultural. Acompaña a Javier Conde y conoce a Zubiri, a quien le ofrece su ayuda como director
de publicaciones del Servicio Nacional de Propaganda de Franco. Zubiri se reincorpora a la
Universidad, pero en Barcelona, un destino que él no deseaba. Zubiri empieza a colaborar
con la revista falangista Escorial (allí escribirá en 1941 el texto en el que diferencia el ser de
la mundología), legitimando así a la fracción más totalitaria y proalemana de Falange. Laín
resuelve los problemas del matrimonio Zubiri, entre ellos los económicos, ya que la mujer
de Zubiri, hija del historiador liberal Américo Castro, no recuperará su trabajo hasta 1954
(Corominas y Vicens, 2005: 489). Con Julián Marías, antiguo alumno y que se reivindica
su discípulo, Zubiri se muestra suspicaz: considera, nada menos, que este plagia sus clases
en su primer libro (Corominas y Vicens, 2005: 481). Ansioso por volver a Madrid —donde
9
En el estudio «Guillermo Dilthey y la idea de la vida», publicado en Revista de Occidente entre 1933 y 1934.
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tiene sus contactos intelectuales y reside una amante a la que añora (Corominas y Vicens,
2005: 497)—, Zubiri recurre cada vez más a Laín. Éste consigue pasar unas vacaciones con
Zubiri en un castillo gallego donde, junto con Javier Conde, recibe del prestigioso filósofo
clases sobre la filosofía: el trance arrebató a los participantes en tan magna experiencia
(Laín, 1976: 328-330). Los nuevos amos de la cultura española —radicalmente pronazis
en la época— adquieren capital cultural y una genealogía intelectual digna; Zubiri, por su
parte, sale definitivamente de la órbita orteguiana y se rodea de un círculo de discípulos.
Paradójicamente, él, que había sido antifascista (los nazis lo habían agredido en Alemania
en los década anterior), dirige a la primera generación de intelectuales de Falange. Gracias
a estos, conseguirá volver a Madrid, como catedrático en excedencia, y, poco después, en
1945, dedicarse a dar cursos en los salones de la compañía de seguros La Unión y el Fénix.
Sus clases, crípticas como pocas, se convirtieron en un importante acontecimiento mundano
de la capital.
Mientras tanto, las facultades Filosofía sufrieron un riguroso proceso de normalización
escolástico en general y tomista en particular. De los 8 catedráticos que formaban la
Facultad republicana, dos no volvieron a dar clases en ella (Ortega y Zubiri), uno murió
en la cárcel (Julián Besteiro), otro se fue al exilio (José Gaos, como la profesora ayudante
de clases María Zambrano). Manuel García Morente (Ética), que se hizo sacerdote, volvió
a la Facultad pero murió en 1942. Manuel Hilario Ayuso Iglesias (catedrático de Estética),
otro republicano arrepentido, fue depurado aunque volvió a su cátedra: su muerte en 1944
la dejaría libre. Lucio Gil Fagoaga (de Psicología) fue purgado por laico. El catedrático
de sociología (el ultraderechista Severino Aznar) se jubiló en 1940. Es decir, durante los
años 1940 quedaron vacantes las cátedras de Metafísica (Ortega), Historia de la Filosofía
(Zubiri), Lógica (Besteiro) e Introducción a la Filosofía (Gaos), Ética (Morente), Estética
(Ayuso) y Sociología (Aznar)10.
En un ambiente de purgas y denuncias, la referencia a Ortega y a la facultad de la II
República se volvió un estigma (Marías, 2008: 216)11. Lucio Gil Fagoaga (según Manuel
Garrido, «un rico valenciano, muy de derechas»), el único que sobrevivió del periodo
anterior, por agnóstico, no tenía la dignidad de explicar la «Psicología racional» que se
adjudicó a Juan Zaragüeta (Gil Fagoaga le había ganado en los años 20 una oposición a
Zaragüeta), que tenía fama de sacerdote liberal —dentro de una adscripción política
rabiosamente franquista12— pero que en asuntos de creencias religiosas no planteaba
problemas. De hecho, el «liberal» Zaragüeta, explica el filósofo Manuel Garrido (formado
en los años 1940 en la Universidad de Madrid), no tuvo problemas en «usurpar la Cátedra
de Metafísica de Ortega» en vida de éste, algo que, insiste Garrido, Santiago Ramírez (un
sabio tomista, icono de los reaccionarios, y crítico radical de Ortega) se negó a hacer13. Las
instituciones religiosas volvieron a disponer de un elemento central para su perpetuación: el
control de los destinos académicos (Bourdieu, 2000: 66). La Guerra Civil alteró la ocupación
10 Véase Orden Jiménez (2009: 213-222).
11 Aún en la década de 1950, el joven profesor Sergio Rabade mereció una reconvención académica por la intención de impartir un curso de doctorado sobre Ortega. Entrevista con Sergio Rábade, setiembre 2008.
12 Julián Marías le escribía a Ortega (FOG, 15 marzo de 1947) que Zaragüeta «tiene un respeto infinito por todo
lo estatuido».
13 Entrevista con Manuel Garrido, setiembre 2008.
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de los recursos docentes y los órdenes de sucesión previsibles. Algo que es central para
comprender de qué debaten Marías y Laín.
Marías ante dos maestros y dos modelos filosóficos
¿Cómo vivió ese proceso Julián Marías? En el caso de Pedro Laín, el control de los
recursos políticos le sirvió, en una época de depuración, para conectarse con lo más granado
de las redes intelectuales. Marías, sin embargo, conserva la legitimidad intelectual de haberse
formado en la facultad republicana, pero se encuentra proscrito institucionalmente. La única
salida de Marías es recuperar esa legitimidad.
Para ello, por una parte, intenta mantener el vínculo con Zubiri, su director de tesis. Pero
el exdiscípulo de Ortega está creando su propia órbita y, además, desconfía de Marías que
le parece de pluma demasiado fácil y tendente al uso generoso de las ideas ajenas. Deseoso
de recuperar el contacto con Ortega, Marías le escribe reivindicando su fidelidad a una
escuela que incluye también a Zubiri: «Usted y él son insustituibles, y no puedo renunciar
a contar con ambos» (FOG, 22 junio de 1942). Sin embargo, en la misma carta, Marías
—tras lamentar el escaso diálogo que mantiene con Zubiri— se ofrece a Ortega como su
reproducción pedagógica más lograda: «Creo que soy una de las pocas personas en quienes
usted ha dejado una huella más profunda y tal vez auténtica». Y, por añadidura, más fiel:
«Creo que sería difícil encontrar a alguien menos dispuesto que yo a renunciar usted. Por
eso —solo por eso— creo poder esperar un mínimo de comunicación y guía» (FOG, 22 junio
de 1942).
Pese a todo, la actitud de Marías respecto a Ortega no es la de la fidelidad pura y simple.
Ha interiorizado parte del discurso crítico —un filósofo sin obra, un periodista—sobre Ortega,
y le apremia a que escriba obras importantes. Por lo demás, Marías no parece dispuesto a
renunciar al cultivo de la filosofía como ámbito autónomo. Y, en ese sentido, se escandaliza
de la despedida de la misma como discurso autónomo que propone Ortega. Comentando
la disolución de la filosofía en una historia de la cultura que propone Ortega («Prólogo a
Historia de la Filosofía de Émile Bréhier», OC, VI), le escribe: «Veo que usted interpreta la
historia de la filosofía como un elemento de la historia humana; en ese sentido, claro es, toda
filosofía, aún las de las épocas «de transición», merece el mismo interés y es imprescindible
para comprender la realidad histórica; pero no sé si cabe otro punto de vista que fuera interno
a la filosofía. Me explicaré. Ha habido largos periodos de tiempo y culturas enteras en las
que no ha habido filosofía sensu stricto. Concretamente antes del s. VII a. C. y fuera de
Europa y tal vez algunas zonas asiáticas. Pues bien, ¿no podría pensarse que las épocas «de
transición» no tengan filosofía propiamente dicha o no la tengan suya o la tengan de una
realidad secundaria qua philosophia según los casos? Si fuera así, junto a la historia de la
filosofía como un capítulo de la historia humana, sin más, podría haber una historia de la
filosofía en cuanto tal; con lo cual no digo, naturalmente, desligada de la vida de los filósofos
y de su circunstancia histórica, sino entendida en cuanto esfuerzo por aprehender la verdad
y la realidad de las cosas más que como ingrediente de una época histórica». Marías le habla
de que un día al salir de clase, Ortega le decía que «junto a la estructura de las generaciones,
que imprime a la historia una forma fundada en la de la vida individual, hay otra de mayores
periodos, las que llamamos las épocas históricas, cuyo tránsito significa una mutación de
Daímon. Revista Internacional de Filosofía, nº 53, 2011
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José Luis Moreno Pestaña
orden superior; y pensaba que tal vez las ideas, ellas, tienen una vida propia —repito, no
«separada»—de modo que su vigencia alcanza límites precisos, los de varias generaciones,
y luego se agota o a llega a su término por razones intrínsecas. ¿No sería menester conjugar
ambos puntos de vista en una historia de la filosofía?» (FOG, 22 junio de 1942).
Las dudas de Marías expresan una bifurcación teórica importante entre sus dos referentes
intelectuales. La concepción diferente de la historia de la filosofía que tienen Ortega y Zubiri
implica una definición diversa del oficio de filósofo. Por un lado, ambos compartían muchos
puntos en común. Ambos respetaban el trabajo científico —algo que los diferenciaba de
Heidegger— y consideraban que la filosofía y las ciencias debían instruirse mutuamente.
Tanto uno como otro, pensaban que las ciencias se caracterizan por tener delimitado un objeto
de conocimiento respecto al cual plantean todos sus problemas y en cuyo marco se resuelven
todos sus debates. La física se ocupa de la medición del universo y todo cuanto tenga que
ver con la experiencia estética del mismo le trae sin cuidado; la sociología pretende explicar
lo social por lo social y la causalidad de lo neurológico la deja indiferente. La filosofía,
sin embargo, pretende una visión de conjunto del mundo y, como tal, pretende rescatar los
implícitos que organizan la vida en su conjunto. En tanto que reflexión sobre la realidad en
su conjunto, la filosofía jamás produce conocimientos similares a los científicos, pero sin ella
la ciencia quedaría encajonada en su práctica y olvidaría cuánto en la realidad se le escapa
de su perspectiva. Por tanto, la filosofía, como diría Zubiri (2007: 151-152), le «hace sitio»
al conocimiento o, como diría Ortega, descubre la carencia en todo conocimiento positivo,
porque busca los supuestos en los que se asienta; con ello señala de cuánto prescinde (Ortega,
1966: 99-111).
Una primera diferencia importante se encuentra en las ciencias por las que ambos se
interesan. Aunque Ortega tiene una importante formación en física, su área privilegiada de
estudio es, como ya se ha referido, la ciencia histórica, hasta casi confundir su empresa
filosófica con el trabajo histórico. Zubiri, por el contrario, insiste en producir una teoría
filosófica en contacto con el conjunto de las ciencias. Pero la diferencia más importante, para
comprender las dudas de Julián Marías, es la que ambos otorgan a la historia de la filosofía.
Zubiri considera que cada esfuerzo filosófico parte de una raíz común, la historia de la
filosofía. Cada forma específica de hacer filosofía nos muestra una figura de la inteligencia
en acción y, de ese modo, nos traza el espacio de posibilidad del ejercicio de filósofo. La
historia se convierte en la condición de nuestro presente y, en toda ella, diversas figuras de
la conciencia filosófica nos presentan la raíz común de nuestra conciencia. No hay progreso
filosófico, sino enriquecimientos de las diversas maneras que tiene la inteligencia de mostrar
los implícitos de nuestro mundo. La filosofía qua filosofía, por la que predica Marías, tiene
así su condición de posibilidad: «La historia de la filosofía no es extrínseca a la filosofía
misma, como pudiera serlo la historia de la mecánica a la mecánica» (Zubiri, 2007: 143). De
hecho, no hay evolución en la filosofía, sino desarrollos de una misma forma de captar lo
latente, de abrir un espacio a la interrogación, de demostrar los límites de todo acercamiento.
Para Zubiri, de hecho, la filosofía no tiene historia: cuando alguien se pone a filosofar es
llevado en volandas por la historia de la filosofía. Pese a toda su formación científica, Zubiri
(2007: 153-156) produce una filosofía típica de lector de libros de filosofía. Los griegos,
nos dice, no nos han dejado ningún contenido admirable y, en ese sentido, es una filosofía
arcaica, brutalmente unida a las fechas que la vieron nacer. Pero también nos han legado
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Los usos del concepto de generación en la filosofía española de los años 1940
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la vida teorética y, en ese sentido, nos propusieron un acontecimiento que no hemos dejado
de reproducir —enriqueciéndolo, diversificándolo— cada vez que filosofamos (Zubiri, 2007:
362). La historia consiste en la relación entre las potencias de un ser humano y las posibilidades
que le permite una realidad concreta. Cuando una potencia humana actualiza una posibilidad se
produce un acontecimiento —que podría no haberse producido porque el menú de potencias y
de posibilidades es más o menos amplio— y nos lega una posibilidad. Todos los hombres tenían
las mismas potencias, pero les faltaban las posibilidades, que son resultado de acontecimientos
pasados; el tiempo nos ha ido dejando posibilidades que desarrollamos o no. Zubiri (2007: 380382) propone así una historia discontinua: cada acontecimiento nos proporciona una realización
específica del ser.
Ortega, en el texto que comenta Marías, considera un error tratar a la tradición filosófica
como contemporánea, es decir, considera que la filosofía tiene una historia y, en buena medida,
ésta se comprende fatal si sólo se leen libros de filosofía. La historia que afecta a la filosofía
desborda la existencia de unas supuestas formas filosóficas. La historia del lector, señala
Ortega, se fabrica un clásico imaginario, y se le rinde un culto beato «anticipando en su obra
perfecciones imaginarias a las que, quiérase o no, adapta los textos. Queda de ese modo la
obra vetustísima comprometida a tener validez para todos los tiempos» (OC VI, 140-141):
«Parecería invitársenos a que juzgásemos si Parménides, Plotino o Duns Scoto «tienen razón»,
lo mismo que pueden o no tenerla Bergson o Husserl» (OC, VI, 149). El auténtico trabajo
histórico no puede versar sobre las ideas; o, si versa sólo sobre éstas no puede considerarse
historia de la filosofía. Las ideas no se entienden «abstrayendo de cuándo y por quién fue dicha
o escrita» y ese entendimiento no lo facilita, en absoluto, situar cronológicamente las doctrinas
sin especificar «la estructura de la vida humana en ese siglo; más rigorosamente hablando, la de
una determinada generación» (OC, VI, 146). El estudio de la filosofía supone la descripción de
un contexto —que Ortega sabe que no se puede explicitar absolutamente— y una determinada
situación vital: «La idea es una acción que el hombre realiza en vista de una determinada
circunstancia y con una precisa finalidad» (OC, VI, 147). Una época se define porque contiene
situaciones homogéneas e, insiste Ortega, «hay ciertos últimos y abstractísimos esqueletos
de situación que se dan en toda vida humana» (OC, VI, 148). Reconstruir una idea filosófica
equivale a dibujar, con toda la densidad posible, la coyuntura, siempre original, en la que se
produjo; coyuntura que recoge la experiencia vital de un filósofo en relación con un público.
La exposición de las doctrinas filosóficas típica de un manual es una simple ordenación
cronológica, aclara Ortega, no «del pensamiento», sino de un «espectro», de «abreviaturas»
utilizables por los filósofos, para su «privada alquimia» (OC, VI, 149-151).
La filosofía, insiste Ortega es también una institución, no son ideas. Esa institución
la componen «los profesores de filosofía», los libros comercializados, las relaciones con el
Estado, el «ondulante prestigio» de los filósofos; también los filósofos ensimismados, pero no
sólo ellos. La filosofía existe como un dispositivo que responde a —y confirma y desarrolla
una— necesidad colectiva. Por tanto, Ortega insiste en el contenido sociológico de la historia
de la filosofía: «¿Es posible, cuerdamente hablando, que una disciplina titulada «historia de la
filosofía» se desentienda de determinar el papel social que la filosofía ha ejercido, como si su
actuación fuese algo ajeno a la realidad «filosofía»?» (OC. VI, 152).
Ortega no niega que haya una tradición filosófica más allá de las generaciones. La historia
intelectual es también la de redes intelectuales que contienen su propia lógica y que trasladan
Daímon. Revista Internacional de Filosofía, nº 53, 2011
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el pasado hacia el presente (véase nota 1). Evidentemente, si leemos a los otros filósofos, los
incluimos en nuestra tradición y los trasformamos en nuestros interlocutores. Pasan, de ese
modo, a poblar —la filosofía es un diálogo con los muertos (Ortega, 1965: 82)— nuestra
experiencia y nuestra vida. La diferencia entre Zubiri y Ortega estriba en cuánto leer y cómo
leerlo: mientras el primero se concentra en la tradición textual, el segundo propone vincular
ésta con interrogaciones histórico-sociológicas.
Esta diferencia plantea un problema de primer orden en el debate sobre las generaciones.
En primer lugar, el concepto pretende mostrarnos cómo se transmite —o no— una herencia
histórica. En segundo lugar, no toda la realidad mantiene los mismos ritmos temporales o de
sucesión. Según los espacios sociales hay ritmos más o menos diferentes. La diferencia entre
las posiciones de Ortega y Zubiri concierne a ambas cuestiones. Respecto de la primera, el
madrileño reclama precisiones que Zubiri no considera relevantes; respecto de la segunda,
se trata de comprender qué es necesario conocer para ejercer la filosofía. Ortega considera
que el progreso en filosofía existe, ya que toda gran filosofía es un diálogo, desde un tiempo
específico, con las filosofías anteriores; ese diálogo no es definitivo, pero permite retraducir
para nuestro tiempo las experiencias contenidas en tiempos pasados. Esa actitud quedaba
muy cerca de una negación historicista de la realidad de la filosofía; Zubiri (2007: 41-63), por
su parte, considera como tarea filosófica recuperar las grandes preguntas sobre la metafísica,
en particular, la relación del hombre con la existencia entera, la religación o religión. Marías
veía a Zubiri como un teólogo: la religación le servía para convertir a la religión en una
meditación sobre lo que consiste la raíz última de una existencia. Ortega (1966: 104) ya había
señalado que, respecto a Dios, había dos aptitudes en filosofía: los que lo trasponen en un
ultramundo y los que sitúan a Dios por todas partes. Él prefería a los primeros. Quizá estaba
pensando en su discípulo.
La generación es el proyecto
La teoría de las generaciones de Ortega analizaba la sucesión entre los grupos humanos,
mientras que la filosofía de la historia de Zubiri se centra en las posibilidades abiertas de cada
coyuntura. Ortega insiste en la transmisión cultural y sus condicionantes biológicos; Zubiri
elimina la dinámica vital de su concepción de la historia y subraya la interacción entre un
campo de posibilidades y un proyecto.
Laín (1945: 13), cuando escribe Las generaciones en la historia, es un hombre seguro
—como buen jefe en un régimen totalitario— y puede distanciarse de sí mismo llamándose
«diletante». El libro se abre con una cita de José Antonio Primo y desde el principio vincula
el trabajo intelectual con los objetivos vitales, es decir, con la dimensión ética de la cuestión
de las generaciones. La generación sirve al hombre para relatarse la vida en la que actúa
(Laín, 1945: 19), vida que, con un sociocentrismo de casta sin complejos, no puede tener
otro objetivo que lograr la fama (Laín, 1945: 83). La fama se puede lograr en dos campos,
el político y el intelectual, y en ellos pueden perseguirse tres modalidades distintas de la
fama: una primera es la fama mundana (que persigue el reconocimiento masivo y a corto
plazo), posteriormente, existe una fama trágica —con la que el sujeto hace frente a su destino,
asumiendo la presencia de la muerte— y, para finalizar, una fama trascendente, en la que el
sujeto persigue el reconocimiento divino.
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Los usos del concepto de generación en la filosofía española de los años 1940
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Según Laín la vida consiste en elegir en cada uno de los planos. Gracias a ellos, tenemos
un interesante perfil de la visión del mundo de su propia trayectoria de intelectual de factura
reciente. Por una parte, el éxito mundano; por otra parte, el riesgo y el sacrificio (propio y
ajeno), es decir, la conducta guerrera14; en fin, para finalizar la vida religiosa. Laín parecía
condenado a una versión disminuida del primer modo de fama (médico de provincias), tan
despreciada por los ascetas españoles y gracias a la segunda (la conducta guerrera), accedió
a un estado a medio camino entre la fama trágica y la trascendente, entre el capital político
y el capital cultural15. En la coyuntura concreta en la que vivió, el capital político-guerrero16
fue la condición de acceso a la vida intelectual. En 1930, se acabó un modelo de existencia y,
por tanto, se hace «joven» a todo el mundo, al abrirse el espacio de posibles y, en ese sentido,
y alterarse los ritmos institucionales previstos. Por eso, ser joven o no es cuestión de actitud
histórica, de pretender cambiar el curso de las cosas y no, como dice Ortega (Laín, 1945:
309), de edades. Hitler y Churchill, a quienes Laín (1945: 192) empareja oliéndose el curso
de la guerra, pero sin poder abandonar aún las viejas pasiones políticas, son adultos jóvenes.
Ser joven, de hecho, era ser fascista, ya que no en vano la Falange originaria era un mundo
enfrentado con las normas dominantes (Laín, 1945: 190).
La historia, pues, sólo puede ser discontinua y para ello hay que separarla de los ritmos
biológicos. La historia es un asunto biográfico, no de sucesión cultural y tal es el pecado
de Ortega: proponer una visión, mitad biológica, mitad sociológica, global de la historia
(Laín, 1945: 302). Sólo hay personas que hacen la historia, no conjuntos de sujetos. Por un
lado, Laín reivindica la filosofía de la historia de Zubiri, por otro lado, sublima su propia
trayectoria institucional. Pero, y es muy importante, propone un concepto de generación
científicamente fecundo. Detengámonos brevemente en él.
Una generación, señala Laín, es un concepto que nos sirve para agrupar a individuos que
coexisten en una época. En ese sentido, el concepto puede ser útil siempre no se olvide que
los únicos actores históricos son los sujetos. Para utilizar el concepto, debemos elegir qué
variables relevantes tendremos en cuenta. Entre ellas, se encuentran los rasgos biológicos
y los sociológicos que, acepta Laín, predisponen a ciertas regularidades. Pero la historia,
a no ser que la biologicemos o la transformemos en una sociodicea, no admite regularidad
alguna. La generación, entonces, no puede ser definida en abstracto sino para ciertas tareas
historiográficas precisas. Según nuestro objeto de estudio, deberán precisarse las variables
geográficas, sociales, cronológicas o temáticas que agrupamos con el concepto de generación.
Evidentemente, la realidad analizada no permite agrupar fantásticamente cualquier
variable. «La generación es la biografía de un parecido» (Laín, 1945: 316) y éste debe
fundarse en algo. La herencia biológica, el nacimiento en fechas próximas, la formación
14 El destino trágico, Laín lo describe con una paráfrasis de Heidegger y el ser para la muerte. Más adelante, relaciona el destino trágico con la empresa falangista joseantoniana (Laín, 1945: 292).
15 Siguiendo a Zubiri, Laín (1945: 77, 107-108, 323) considera que cualquier tipo de interpretación histórica, es
decir, cualquier elaboración intelectual, es un modo de interpretar aquello que nos religa globalmente, que no
es otra cosa que Dios: «Toda inquietud histórica es en su más entrañada raicilla un anhelo de reposar en Dios,
aunque el inquieto no lo sospeche» (Laín, 1945: 323).
16 Laín aprovecha su descripción de la acción histórica para separarse de sus contendientes conservadores en el
espacio político del Régimen fascista. Los conservadores pecarían de maniqueísmo al considerar que el problema del hombre no son los hábitos históricos —posición que Laín reivindica como propia— sino el pecado
original. Los progresistas, pelagianos, pecarían pues de lo contrario.
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común, las relaciones personales, la influencia de ciertos caudillos, los acontecimientos
históricos o el lenguaje común permiten aislar estilos (intelectuales, expresivos, estimativos,
prácticos) que constituyen nuestros hábitos («estructura sistemática del estilo generacional»);
con ellos nos enfrentamos a nuestras posibilidades históricas.
Por lo demás, hay dos maneras de localizar una generación. Puede procederse con un
corte vertical —lo que diferencia a masas y minorías— o con un corte horizontal ­retrato
de los diferentes subgrupos generacionales y, por ende, de la división social del trabajo en
el interior—. Decidamos una u otra cosa, toda descripción de una generación exige una
triple operación. Para comenzar, debe describirse el medio histórico anterior al nacimiento
de la generación. Debe continuarse con las biografías de todos los miembros del grupo que
mejor define el acontecimiento generacional. En fin, el historiador siempre se encontrará
singularidades biográficas y, ante éstas, debe plantearse varias tareas. Primera, preguntarse
qué podía hacer efectivamente una persona en su mundo histórico. Segunda, tras describir sus
posibilidades históricas, dar cuenta de qué hizo y qué no, de sus elecciones y sus rechazos.
Tercera, cuáles eran sus fines (¿por qué lo hizo?), cuáles sus objetivos (¿para qué lo hizo?) y
cuáles sus modalidades de acción (¿cómo lo hizo?).
Así, una generación consiste en resaltar sobre un fondo de época, un cuerpo generacional
y un primer plano de las singularidades más significativas. La escritura de la cobiografía
generacional perseguirá así una curva histórica constituida por lo que un grupo tiene de
hábitos comunes. Las inquietudes compartidas, los proyectos colectivos, los comportamientos
comunes son el único camino hacia tales hábitos.
La pérdida del capital cultural orteguiano
Uno de los obstáculos mayores para la historia intelectual es el mito de la sincronización
de todas las esferas de la realidad. Con ese esquema, cuanto acontece en un ámbito de la
realidad —aquel que se elige como determinante— rige, contamina o distorsiona fatalmente
cuanto ocurre en el resto de planos de la experiencia humana. Dado que toda existencia
supone participar en territorios vitales que se rigen por sus lógicas particulares (el amor, el
trabajo, la formación, la vida (a)política), dicho esquema sólo produce caricaturas. Lo que se
predica en un plano de un individuo, se convierte en algo que debe predicarse en todos los
planos.
El mito complementario no es menos pernicioso. Consiste en creer que los individuos
pueden vivir en planos separados sin que sus opciones en un ámbito influencien las de otro.
Cuanto escribe como filósofos nada importa para comprender sus cortejos amorosos, y cuanto
hacen en política nada destiñe en su trabajo intelectual. Es posible que conscientemente, un
sujeto desee —y hasta pueda— deslindar diversos planos de la existencia; es difícil imaginar
que cuanto hace en un entorno de la vida no le dé un estilo a cómo se conduce en otros.
El acceso a la vida intelectual en la España fascista (la de la década de 1940) suponía
colocarse respecto de una tradición próxima muy exigente: la que culminó en la II
República y que la Guerra Civil canceló institucionalmente, pero no, aún, intelectualmente.
El poder institucional de Ortega y su escuela se disolvió, pero no su poder de atracción
intelectual. Buena parte de los individuos que adquieren poder institucional en 1940 —
desde Aranguren a Laín— gracias, fundamentalmente, a su militancia fascista, se habían
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socializado intelectualmente con la referencia orteguiana. La guerra les permitió saltar de los
lugares periféricos a los centrales de la vida intelectual. Por decirlo de otra manera: el capital
político-guerrero les permitió el acceso a las redes centrales de intercambio cultural. Fueron
intelectuales porque eran fascistas; pero el predicado fascista no elimina otros predicados: en el
caso de Laín, era, además, zubiriano, esto es, resultado de una tradición intelectual muy rica17.
La diferencia con otras unidades generacionales que participaron del régimen franquistas
es de peso. Los círculos católicos tomistas, impulsados por la campaña antimodernista de
Pio X, consiguieron el poder institucional en España tras la Guerra Civil, pero aún no podían
singularizarse intelectualmente durante los años 1940. Cuando lo hagan, a finales de década,
será atacando la calidad intelectual de Ortega y sus discípulos: el que ocupará la cátedra de
Ortega en los años 1950, Ángel González Álvarez, ni citaba a Ortega en su tesis doctoral,
aunqie sí, criticaba pero muy respetuosamente, a Zubiri. En ese momento, se produce la
transición (o mejor, la contrarrevolución) intelectual en España: se cuestiona y casi se expulsa
intelectualmente (la victoria fascista y nacionalcatólica ya había expulsado institucionalmente)
una tradición intelectual compartida y un conjunto de problemas. La tradición estaba
configurada por la interiorización original de la herencia neokantiana (Ortega) y existencial
(Zubiri) alemana; los temas, por una opción racionalista dentro de esas tradiciones: embarcar
a la filosofía en la razón histórica o en las «humanidades» —como Ortega (Moreno Pestaña,
2010)— o, primero, con las ciencias físicas, la religión y las ciencias sociales (Zubiri). En
los años 1960, España se convertirá en un país de importación de debates intelectuales. En
1940, aún, con muchas dificultades, a quienes querían participar en la vida intelectual, exigía
un capital cultural común —necesario para entenderse al hablar sin explicar cada palabra— y
concentraba las energías intelectuales en un conjunto de temas comunes —condición de la
existencia de debates y de intercambio—. La victoria tomista tenía poco aliento intelectual: el
Vaticano II cambiaba el ambiente del Syllabus y la estructura institucional del antimodernismo
estallaba. Los nacionalcatólicos corrían, en su mayoría, a finales de 1950, para escapar del
tomismo.
Tras 1960, los dos rasgos que hacían productiva a la España intelectual de 1940 (la
orteguiano-zubiriana, podría decirse) se disgregan: desaparece el capital cultural común (cada
uno habla el idioma del ámbito cultural que importa) y raramente se conecta en debates comunes
(debido a que cada uno está entretenido en seguir, con obsesión más o menos meteorológica, los
movimientos de su país de importación). Cuando se hace, es porque los aspirantes a embajadores
o virreyes de una tradición cultural importada se enfrentan entre sí y, muy de cuando en cuando,
lo hacen con otra tradición.
El libro de Laín sobre las generaciones tocó un punto sensible del espacio de atención
intelectual de la España de la época. En él se dirimían varios problemas centrales. En primer
lugar, la preeminencia intelectual de Ortega o de Zubiri. En segundo lugar, el tipo de filosofía
que convenía al trabajo historiográfico. En tercer lugar, la interpretación de los efectos
intelectuales de la Guerra Civil. Marías estaba concernidísimo en las tres cuestiones: como
heredero legítimo de una tradición, como filósofo aspirante a sociólogo e historiador y como
intelectual marginado a causa de la Guerra Civil.
17 La misma que llevará a José Luis López Aranguren —no hay más que leer su Ética de mitad de los años
1950—a reconocerse en la sociología del habitus de Bourdieu y Passeron e importarla en España.
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La correspondencia de Marías muestra el conflicto existente entre Ortega y Zubiri y las
alternativas en las que se encontraba el joven filósofo. Zubiri había dirigido la tesis doctoral de
Marías —encarcelado al terminar la Guerra Civil—, suspendida en un escandaloso ajuste de cuentas
académico. Marías recupera el contacto con Ortega y, en un principio, se presenta como discípulo
de ambos (FOG, 22/06/1942). El 25/01/1943, Marías comienza a presentarse ante Ortega como
el único de sus antiguos discípulos que habla del maestro. El 16/12/1944, Julián Marías muestra
en su correspondencia privada su distancia con el director de tesis. Mientras tanto, Julián Marías
mantiene el contacto con la joven vanguardia intelectual falangista e intenta reclutarlos para la
causa orteguiana. Es el caso de Enrique Gómez Arboleya, futuro secretario de Zubiri, intelectual
granadino procedente de la izquierda que se adaptó con celeridad —caso muy similar a Conde—
a las coordenadas intelectuales del franquismo. Pasó del teórico socialdemócrata Herman Heller
a Francisco Suárez, referente de Zubiri de Heidegger y muy ajustado al pensamiento español
revalorizado por el nacionalcatolicismo. Marías recibió una invitación para conferenciar en
Granada sobre «La escolástica en su mundo y el nuestro». Marías aclara a Ortega su perspectiva,
completamente histórica y sociológica sobre el tema. Trata de presentar «la Escolástica como algo
que ha acontecido en un mundo concreto definido por ciertas vigencias que perduran a lo largo de
toda ella y por otras que cambian y determinan su interna evolución: elegí tres momentos —San
Anselmo, Santo Tomás y Suárez— para mostrar esto, y en la segunda me ocupé de su pervivencia
histórica. Es decir, traté de «temporalizar» y entender con razón histórica lo que más se ha solido
tomar sub specie aeterni (FOG, 16/03/1946). Ortega, irritado, le responde que el tema es «falso»
(FOG, 16/3/1946) y que él considera que la Escolástica, más que una corriente, es una forma de
recepción atemporal de las ideas, que puede encontrarse por doquier en la historia de la filosofía.
Ortega (FOG, 11/4/1947), desconfía de la intervención de Marías respecto a las generaciones:
«El tema de las generaciones no ofrece dificultad de trabajo y tiempo pero no le oculto a Vd.
que le tengo un poco de miedo. Sería preciso hacerlo primero sin vistas a inmediata publicación
y que una vez hecho le diésemos juntos bastantes vueltas. No se le oculta a Vd. la razón de ello:
la primera aparición concreta de cosa tal tiene que ir enormemente apretada. Los demás temas
tienen el inconveniente de que suponen un trabajo muy grande y me extraña un poco que no haya
subrayado Vd. la conciencia que tiene de ello».
Marías reivindica su papel como heredero de Ortega y, a través de él, de una tradición teórica
que comenzó a formarse en el siglo XIX. Entonces, Comte advirtió que las generaciones eran
la clave del cambio histórico, John Stuart Mill que, frente a Comte, las generaciones estaban
determinadas histórica y no biológicamente, Soulavie, Dromel y Benloew, que la generación
duraba 15 años, Dilthey, en fin, que la vida humana estaba determinada por los usos sociales de
la convivencia generacional. Pero ninguno se leía mutuamente y, por tanto, el intercambio era
imposible: las teorías se superponían sin percibir límites y frutos de las rivales. Ortega enlaza
esa discusión dispersa y la anuda en una red cuyo continuador es el propio Marías: va a ser él,
heredero legítimo de Ortega, quien exponga por primera vez la teoría y, por tanto, quien dé forma
sistemática a un problema central de la historia y la sociología (Marías, 1967: 89). Por primera
vez, a través de Ortega, España se sitúa en el centro intelectual del mundo, por encima incluso de
Alemania (Marías, 1967: 116)18.
18 Zubiri se quejaba al concluir su texto «Hegel y el problema metafísico» (incluido en Naturaleza, Historia, Dios)
de que España no se decidía a elevarse a conceptos metafísicos.
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Reclamando la prioridad expositiva, Marías, sin decirlo, critica a Laín (1945: 223-240)
que, antes que él, había expuesto la teoría de Ortega. Marías desmontará sin demasiados
problemas la crítica que hace Laín al biologicismo de Ortega. La biología, para Ortega,
forma parte de una «realidad concreta» que no es biológica y, por tanto, debe integrarse en
una biografía social e histórica (tal es la diferencia entre zoé y bíos que Ortega formula en
El tema de nuestro tiempo de 1923).
Laín pretendía superar a Ortega desde la filosofía de Zubiri y a la importación de la teoría
alemana de las generaciones. De entre todos los que se han ocupado del problema, Marías
reconoce en Laín las mayores virtudes personales y la «probidad, penetración y esfuerzo»
intelectual. Laín no reconoce a Ortega, no porque caiga en la «frivolidad intelectual»
(Marías, 1967: 135) característica de su tiempo sino, dice Marías, por «el contexto social en
el que vive». Ese contexto social produce la marginación de Ortega y, con ella, la pérdida
enorme de un capital cultural. La teoría de Ortega —que «no es solo la primera, sino en
rigor la única»— permanece sin explorar —hasta Marías— y «está, pues, intacta y, si
queremos dar a las palabras todo su vigor, desconocida: como si se hubiese pensado en
Sirio o en la estrella Alfa del Centauro, y no en Madrid» (Marías, 1967: 149). En cualquier
caso, no era el mismo Madrid que podía reconocer al filósofo y a su discípulo, debido al
«contorno social en el que hoy se vive» (Marías, 1967: 149). El intelectual liberal mide
las palabras porque considera dicho contorno como el resultado de un proceso social que
comenzó en 1917: la pérdida social de respeto por la vida humana. En esas fechas triunfó el
bolchevismo, Estados Unidos intervino en la guerra y comenzó el fascismo. Desde Oriente
esa sensibilidad homicida se extendió a Europa. En 1932, toda una generación en España
adquirió el gusto por la pena de muerte y el asesinato, algo que contrastaba con el modo
pacífico en que llegó la II República y en los escrúpulos con los que se trataron los conflictos
sociales durante el primer gobierno republicano socialista. Marías, ocho años más joven que
Laín, tuvo 32 años cuando las cosas comenzaron a cambiar. 1946, 14 años después, de la
violencia que encenagó la República, un año después de la derrota del Eje, «tal vez podamos
abrirnos a la esperanza».
Conclusión
Los años 1940 estaban aún en la onda expansiva de los años 1930. En parte, porque los
intelectuales fascistas se habían socializado en redes comunes con los republicanos. De
hecho, lo más específico intelectualmente de su fascismo, fue la aceleración de su carrera
intelectual y que gracias a su capital político pudieron acceder a la condición de escritores
y a la cercanía con una estrella ascendente (Zubiri). Gracias a la hegemonía de las redes
orteguiano-zubirianas, los intelectuales españoles tenían centros de preocupación común
que permitían la singularización alrededor de problemas compartidos. Evidentemente, la
violencia de la guerra alteró lo que cada uno esperaba que fuese su futuro. El debate sobre
las generaciones muestra también como la referencia al «acontecimiento» y la crítica al
supuesto determinismo biológico sirven para racionalizar una posición ganada de manera
ilegítima.
Serán los años 1950 los que barrerían el orteguismo de la vida intelectual, tras la llegada
a la madurez de la generación católica de ultraderecha y la marginación de los intelectuales
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José Luis Moreno Pestaña
fascistas —y su paso casi coordinado a la izquierda—. Esa generación europeizará la filosofía
española en los años 1960 y abrirá el mercado intelectual español a las modas internacionales.
Los que leen ese proceso en términos de izquierda/derecha, conservadores/progresistas,
progreso/tradición deberían explicar cuánto se ganó respecto a los niveles de debate de 1940.
El resultado no está claro.
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